Gente del este
Los puelches
era uno de los pueblos
más hostiles
que merodeaban los cerros.
Su padre le había contado las barbaries que cometían, y Alenk tenía miedo por ellas. Un poco lo calmó el pensar que peor era morir de hambre y de calor en medio del desierto. Alcanzó a ver en la mirada de su madre el mismo temor, y le señaló hacia el cielo, recordándole que «las dormidas» velarían por ellos.
Cuando comenzaba a amanecer, un movimiento incesante se hizo presente en la quietud del descanso. Despacito, el gentío despertaba a la salida del sol más ardiente que el joven conociese hasta ese momento. Los supo por demás curiosos, interesados en el cabello de su madre; tan blanco por el sol que hasta a él lo encandilaba. Eran de estatura más baja que Alenk, incluso que Huennec.
Al rato de levantados, los observó pintándose la cara y el cuerpo de color rojo, preparados para la cacería. Algunas palabras pudo entenderles, por ser parecidas a la lengua tehuelche. De todos modos, quedó a la guarda de la visita del cacique que los recibió al arribar a sus tierras.
Su hermanita estaba molesta por el calor, y su madre le hacía viento con una hoja de palma. De pronto, y entre varias tiendas, apareció el jefe. Era un poco más alto que el resto, de mirada inconmovible, pero Alenk no lo hacía cruel, más bien con la dureza que se forma en aquellos que son responsables de su pueblo.
Entre puelche y algo de tehuelche terminaron de entenderse. Alenk le fue sincero y le contó lo que ocurría. El cacique asintió y, luego de pensarlo un rato, le dijo que por lo que sabía de su padre, no se conformaría así nomás, que vendría por ellos; y él no quería enemistarse. Pero después agregó que peor era dejarlos que muriesen de hambre y sed. Y que «de mientras», serían bien recibidos en el asentamiento.
El joven tehuelche se ofreció a salir de cacería con ellos, y el jefe aceptó de buena gana; no era fácil conseguir alimento en época de tanta aridez en la llanura, y la noche les resultaba corta para obtener lo que querían.
***
—¿Qué haces, Mita? —le pregunté a mi yam. Agachada, la oía que murmuraba en un rincón. Al acercarme, entendí más.
—Rezo, mi niña. Pienso in cuan li incuentre il cacique... Ay, diosito...
No pude menos que reírme. Si nos encontraba, que todavía estaba por verse, se enojaría por fuera y respiraría aliviado por dentro. Jamás se encresparía de verdad, pero para mi madre era un hombre temible.
—Le diré que fue mi culpa, ¡ya verás! No se las tomará contigo...
—Eso lo dice osté —dejó el tuteo como siempre que se enojaba—, direchito a me si va a cargá... quí cómo no li avisé... qui si eto y l’otro.
—Tú estate tranquila que hablaré con el cacique. Sabe bien que a mí no se me hace cambiar de idea si se me mete algo en la cabeza, ¿eh? —Sus ojos me miraron cargados de lágrimas y la abracé—. Ay, mi madrecita, ¿por cuántas cosas te hice pasar...? —dije con amor.
Retomando mis propios anhelos, me hallé deseando con fervor que el cacique nos encontrase. Lo amaba tanto y tenía tanta necesidad de verlo... ¿Estaría de acuerdo en compartirlo? ¡Tanto amor no podía ser en vano! Bien sabía que lo estaba haciendo sufrir... Si tanto lo quería, ¿por qué no sacrificarme? Si así tampoco era feliz y encima castigaba con mi decisión al resto. Sus hijos se criarían sin un padre que daba fe que los amaba con todo el corazón.
En cuanto terminé de hacer su defensa, unos celos locos me pusieron a berrear y otra vez me indignaba. ¿Aceptaría verlo en brazos de la otra?, ¿eh? ¡Claro que no! El día menos pensado acabaría en una desgracia. Mejor así. Con tierra de por medio y «ojos que no ven, corazón que no siente» —una gran mentira como pocas—. Dado que jamás aceptaría tenerlo a medias con nadie, mejor como estábamos...
Era bastante tarde cuando mi hijo regresó con el grupo de cazadores. Lo vi contento como hacía rato; más relajado. Supuse que había entrado en confianza y que un poco de distracción le había hecho bien.
—¡Ua ingue![67] —Se lo escuchaba eufórico—. Traje piezas suficientes para todos y alcanza para varios días. Una bandada de iakoson[68] perdió el rumbo y las pudimos cercar —explicó haciendo la figura de manipular las boleadoras para apresar a las aves.
—¡Cuánto me alegro, hijo! Al menos así podemos devolverles el favor por dejarnos quedar con ellos.
—No son tan malos como dijo mi padre...
—Eso está por verse. Por las dudas, no los provoques. Si se sienten amenazados por algo, los conoceremos de verdad.
La charla se suspendió con el llanto de mi niña. Cuando la aupé reconocí que se quejaba, no era solo reclamo por hambre. La empecé a revisar con cuidado, pasándole las manos por todo su cuerpito hasta que descubrí una roncha. Supuraba y estaba roja toda la zona que la rodeaba. Se trataba de una picadura, y grité desesperada. Varios se asomaron en nuestra tienda al escuchar mis lamentos. Entre ellas, se acercó su hechicera y, como si estuviera en trance, me dijo que la había picado un iapech, una garrapata que solía haber por el lugar; que el calor y el roce de la ropa habían hecho que se infecte. Mi pequeña estaba afiebrada, y mi corazón, destruido. ¿Cómo no me di cuenta antes?, me reproché. Me sentí una madre descuidada. ¿Qué le diría al cacique si aparecía y veía a nuestra hija en este estado? Lágrimas y más lágrimas corrían por mis mejillas.
La mujer me palmeó los hombros y me dijo algo así como que me daría una hierba junto con un mortero; que, bien apisonada, se la ponía sobre la herida y mejoraría pronto. Mi culpa se achicó un poco, pero, igual, la veía tan triste y sin ganas de prenderse a mi pecho...
Para cuando se hizo la noche, y después de ponerle todo lo que me habían dicho, Tama estaba peor. Alenk había salido con el grupo que se dedicaba a vigilar las entradas. Si bien los toldos estaban dispuestos en el valle entre los cerros, tenían dos puestos de custodia hacia las posibles entradas. Un error sería fatal. Era por eso que se lo tomaban muy en serio. Que lo hubiesen dejado ir a Alenk representaba una muestra más de la aceptación de este entre los puelches.
La niña cada vez ardía más, y me comencé a desesperar. Las mujeres iban y venían tratando de acompañarme. La hechicera no paraba de recitar, una tras otra, esas voces que no entendía, pero que me las hacía con la mejor intención. Fue entonces que sentí mis manos calientes, tanto así que al girar mis palmas hacia arriba todas quedamos tiesas como postes. Desde mucho tiempo atrás, no había vuelto a pasarme. Lo recordaba de chica cuánto me había asustado. Me las restregaba para que se fuese, y nada. Otras veces tenían que ver con premoniciones, como cuando atacaron mi hogar las fuerzas del maestre y mataron a mi padre.
Esta vez era distinto. Lo comprendí al notar que el calor se había ido y mis manos estaban suaves y con un reflejo iridiscente. Sin dudarlo un instante más, me acerqué a la pequeña y la recorrí con estas de la cabeza a los pies. De pronto Tama soltó un llanto seco, como si lo hubiese tenido guardado en otro lugar del cuerpo. Y ahí nomás supe que volvía. La puse en mi pecho, estaba fresquita. Llorando a más no poder, la ubiqué para que mamase. Mi hembrita se prendió como solo lo hacía ella, con la fuerza de una luchadora que regresaba al ruedo.
La cara de las mujeres era digna de verse. Con sus bocas que les llegarían al piso si no las cerraban, no dejaban de mirarme con el encanto de quienes estuviesen en presencia de una divinidad. Cuando me quise acordar, todas gritaban y se tiraban de los pelos, como enloquecidas. Se arrojaron al piso y comenzaron un cántico que me supo a ritual, de los que solíamos usar también nosotros para atraer las buenas presas al salir nuestros hombres de cacería.
Tengo que reconocer que nada me importaba más que mi hija estuviera bien. Que pensaran a su antojo, me dije. Luego comprendí, tarde, que estaba completamente equivocada.
***
Apenas comenzó a clarear, me despertaron los gritos y conversaciones en la puerta de mi tienda. Eran montones las que venían con distintas dolencias, propias o de otros, para ser curadas por la jamenk[69] de cabellos claros.
Tama comenzó a llorar por la invasión, y Mita fue a sacarlas a empujones, para lo que era buena. ¡Cuánta locura había logrado con el poder de mis manos! Incluso sin llegar a saber si con eso no terminaríamos teniendo que marchar nuevamente al desierto.
—¡Juera!, ¡juera de ai! —La escuchaba gritar a mi madre mientras revoleaba el poncho para despejar nuestro lugar—. Y osté si mi calma, qui si va quidar si e leche, digamé, ¿eh? ¿Qui va sé discué?
Mi madre tenía razón. Tanta preocupación me iba a terminar dejando «seca»; por eso me dije que debía pensar y hablar con mi hijo. No era cuestión de dejarme embarullar de esa manera.
Fue en eso que cayó Alenk y se enteró de lo que pasaba. Aunque sabía que había sido inevitable, me retó con los ojos por haber dejado entrever mis dones ante los extraños. Bien podía ser que no nos dejasen marchar nunca más y tenerme a su servicio. Lo que empezó siendo un momento de indecisión se transformó en una pesadilla. El mismo jefe se adentró en nuestra tienda y preguntó si era cierto eso de que yo era una machi[70]. Por más que lo negase, era evidente la sanación de mi pequeña.
Y así como habíamos llegado esperando encontrar refugio para nuestros cuerpos y almas cansados, tuvimos que convencernos de que era hora de partir. Debíamos hallar el modo de huir...
***
Esa misma noche, un viento suave arrulló en mis oídos, y tuve un sueño esclarecedor. «Mis madres» se negaban a que volviese al desierto. Me decían, de algún modo, que no debía arriesgarme, ni tampoco a mi familia, porque corríamos peligro. También me dieron la noticia de que llevaba en mis entrañas un hijo por el cual tenía que velar. Sería un gran orador entre nuestra raza y los que vinieron del jono[71]. Por él seríamos escuchados, aunque la oscuridad siguiese perturbando el futuro de nuestro destino.
Desperté llorando tanto por la revelación de «las dormidas» como por la certeza de que me habían escuchado. Supe que nuestro último encuentro, después de tanta falta de poder amarnos, había sido bendecido con el fruto de nuestro cariño.
También decidí que debía hablarlo con Mita y Alenk. La situación podía cambiar si todavía, por algún hecho de fe de «mis madres del cielo», la unión no se hubiera realizado. Algo en mí se sostenía con ello. Pero la única manera de saber la verdad era volviendo junto a mi hombre...