Capítulo 30

Por el amor de una mujer

Una vez que Teshka

se hizo cargo de

que Nassira no regresaría,

decidió partir.

La idea de volver junto a su gente, con su hermano, fue lo primero que pensó. Rota y desganada, acomodó lo que podía en su montura y cambió la carreta por comida. Ya no la necesitaba, se movía mejor en su yegua Iaik[72], ¡si la había hecho pasar malos tragos! Tirando un carro...

Pocos días antes de partir, se enteró, por boca de un lancero de su hermano, de que un malón, en el camino a la aldea, había causado estragos sobre una caravana. A los que no habían despanzurrado se los llevaron prisioneros. Y lo primero que se le vino a la cabeza fue el rostro de su amada.

Averiguó hasta donde pudo. Creían que se trataba de gente de la parcialidad pehuenche; fieros como pocos. La voluntad se le minó enseguida, y puso rumbo hacia donde se los hacía yaciendo. No podía con su genio, y muchas ganas de volver con su hermano, no tenía. Deseaba encontrarla y saber, al menos, que estaba bien.

En cuanto dejó la caravana, se le vino a la cabeza la de veces que había dudado en marcharse del rancherío. Ahí fue donde comenzó su escalada hacia los celos y la desconfianza. Entre los conocidos, y estando su hermano de por medio, nadie se animaba a enemistarse con ellos. Pero, igual, la mora se las traía, aunque eso era «harina de otro costal», como acostumbraba decir su mujer...

Llevaba unos cuantos días antes de que la sequedad del suelo la pusiera a boquear como un pescado. Sentía la elevación del terreno como un peso en la respiración, como si le costase inflar su cuerpo contra un aire espeso, lo que, sumado al calor, la obligó a buscar refugio.

Lo único que halló cerca fue un bosquecito de chañares que podía servir.

Faltando solo algunos pasos, descubrió que no se hallaba sola. Durante lo que pareció una eternidad, una mirada tan verde como un curral en primavera la observó en la quietud. El gato estaba tan castigado como ella, pero Teshka, además, debía cuidar de su monta. La midió en su actitud, y la india se dio el gusto de no agacharle la vista; fija la tuvo mientras el bicho maullaba y mostraba la dentadura. Por lo que le habían enseñado, no tenía que achicarse o en poco más estaría muerta. Con cuidado buscó entre sus cosas el cuerno de vaca perforado hasta la punta y, ubicándolo en su boca, comenzó a soplar, dejando salir un sonido que hizo que el jahuel[73] huyera despavorido.

Con una carcajada, lo despidió. El miedo no es zonzo, se jactó cuando se dio cuenta de que, otra vez, estaba sola en un desierto mortal...

***

Se hizo algo tarde para cambiar de ruta. Apenas vio la polvareda que se le venía encima, se preparó a pelear. No estaba de más pedir clemencia a las madres del cielo; «las dormidas» cuidarían de ella como lo habían hecho siempre.

Su yegua se puso nerviosa apenas retumbó el galope de tantas monturas. Aunque si su corazón no le mentía —que casi nunca lo hacía—, perdió la vista en el caballo de Cangapol. La blancura de sus crines resplandecía entre algún que otro rayo de sol que trataba de esquivar tantas nubes.

Una alegría que hacía tiempo no tenía se le instaló en su ser. Por partida doble, la llegada de conocidos y, para mejor, uno de ellos era nada menos que su hermano. Al galope tendido, salió rápido a recibirlos.

—¡Teshka! Mira por dónde te vengo a encontrar... —dijo el tehuelche tirándose de su montura para abrazarla. Había tenido tanto miedo cuando sorprendió en las tolderías a la mora... Sus ojos se desviaron siguiendo la mirada de su hermana clavada en un punto fijo.

—¿Qué hace ella con ustedes? —El gesto hosco de la joven demostraba que no había estado tan errado al suponer una pelea entre ellas.

—Cautiva de los del este.

—¿Los del «este»? —preguntó la muchacha haciendo referencia a la tribu pehuenche.

—Atrás de esto estaba «el Holandés»... —dijo, buscando no contar demasiado conociendo el carácter de su hermana. Todos sabían de quién se trataba y que, de seguro, la mora no le había pasado desapercibida.

—¿Hacia dónde nos vamos? —lo interrogó, dando por hecho que los acompañaría.

—Estoy tras el rastro de Huennec... —respondió quedo, y al observar la mirada acuciada por conocer lo ocurrido, la frenó ahí nomás—. Es una larga historia... Ya habrá tiempo para que te la cuente.

Y con esas palabras, el rey dio por terminado el tema. Teshka así lo entendió, y antes de comenzar la marcha, se acercó al hombre que llevaba en la grupa a la mora y, con una sola mano, la acomodó sobre su montura. La muchacha no dijo ni «mu». Aunque, en el fondo, una parte de sí halló nuevamente la paz que desde hacía mucho tiempo no la visitaba.

***

Teshka no habló durante todo lo que duró el trayecto hacia donde fueron. Porque su hermano no era, mucho, de dar explicaciones. Ella lo seguía como lo había hecho desde siempre; como al lucero que aparece en la noche con las estrellas.

Pero no podía negar que tenerla apretada contra su espalda la ponía a corcovear. Galopaba su montura y, también, su corazón. Lo que pasó fue que creyó que jamás volvería a verla. Y tenerla tan así era un suceso que no podía explicar con palabras; tan solo sentirlo... Y eso fue lo que hizo.