En la soledad de la pampa...
Alenk era una leyenda para su pueblo.
Hijo de una madre dotada con los poderes de la tierra y un padre al que llamaban el Elel, el príncipe de los diablos. Y sabía que con lo que había hecho se convertiría en un kórpen[74]; perdido por desarraigo y por amor.
—¿Qui li anda pasando, m’ijo? —preguntó Mita preocupada al verlo serio y con la mirada en la llanura.
—Nada, mi yam[75], pensaba...
—Entó ná güeno —lo sermoneó la mujer, preocupada. Cuando el muchacho alzó los hombros en señal de desaliento, ella lo empujó con su habitual cariño. Era la luz de sus ojos. Si casi lo había criado...
—¿En toavía pensá en la «gurisa»?
—No me la puedo quitar de la cabeza, Mita —agregó Alenk con los ojos humedecidos. Se imaginaba que, a esta altura, su padre ya la habría hecho su mujer, y el dolor era insoportable.
—Ay, mi niño... —dijo la mujer compungida—. La vuá tení qui olvidá, ¿sabe osté?
La mirada del príncipe tehuelche daba pena. Su gran amor de toda la vida le pertenecía a su padre. No podía volver. ¡Jamás lo haría!, o acabaría volviéndose loco de rabia.
Cuando Huennec apareció, el tema se desvaneció en el aire.
***
No sé si me lo parecía a mí, o mis noticias hacían que la luna empalideciera en su brillo. Con mi sonrisa nomás encandilaba. Por eso será que vi la mirada interrogante entre los míos:
—Anoche, el viento me habló al oído... —dije, tomándome unos instantes para contemplar esos rostros que tanto amaba—. Estoy nuevamente preñada y será un machito, como lo piden los del Consejo...
El grito de Mita no se hizo esperar, junto a la carcajada alegre de mi hijo.
—¿Y «entó»? —preguntó Mita.
—Algo me hace sospechar que debemos volver y enfrentarnos a los ancianos; que quizás tu padre pudo mantener su postura y todavía no tomó otra esposa... No lo sé con certeza, pero habrá que intentarlo.
Alenk se me acercó y, tomándome por los hombros, me habló con firmeza:
—Creo que será lo mejor. Tampoco podemos seguir vagando sin aike[76] al que responder. Mañana veremos la manera de explicarnos con los puelches para que entiendan nuestro pesar sin ofenderse... —El hecho de que abandonáramos los toldos mapuches no iba a ser bien visto por su gente, que me adoraba como a una divinidad.
—Si es necesario, organizaremos el escape. No será la primera vez que deba hacerlo... —dije decidida.
—Mañana nos enteraremos cuando hable con el cacique —acertó a decir Alenk.
Por esa noche, nada quedaba por hacer. Con la esperanza pintada en el rostro, nos fuimos a descansar.
***
—Shhh, madre, no se asuste que soy yo...
Lo tenía a Alenk pegado a mí, cubriéndome la boca para que no gritara. Afuera era un descontrol. Habían vuelto. Los soldados estaban de nuevo incursionando por tierra ya arrasada, con la consabida cuenta de que solo hallarían un grupo de mujeres aterrorizadas.
—Venga y no haga ruido —me dijo al oído. El miedo me puso a temblar. ¡Qué sucedería si Tama comenzaba a llorar! Lo vi a mi hijo desplazarse en la oscuridad hasta donde yacía mi Josefa y hacer lo mismo que conmigo.
El olor a chamuscado comenzó a invadir mi nariz trayéndome recuerdos infames. Los latidos se me apuraron, y pensé en lo injusto que sería acabar justito en el instante que sabía que todo se podía arreglar. Miré hacia donde estaba lo que más quería junto con mi hombre y les oré a «las dormidas». Solo ellas podrían sacarnos de este atropello.
Cuando el toldo se levantó, supe que todo había terminado para nosotros...
—Oiga, tiniente, mirá vo lo qui ai guardao e la trampera... —dijo la voz asquerosa de uno de estos sotretas cuando me vio. Levanté la mano y clavé la vista en mi hijo, que estaba menos visible. Si existía la menor posibilidad de que no los vieran, la mantendría viva hasta el final. Me levanté cuando el hombre me dio la mano y, sin decir ni una palabra, lo acompañé hasta rodearme de unos siete milicos roñosos que se veía habían desertado o buscaban diversión.
—Pero miramelá, si juera por mí la carneaba orita mesmo... —dijo otro, y mis ojos se nublaron por saberme en sus manos crueles. En lo único que podía pensar era en mis hijos y mi madre; ocultos en un rincón. Pensando qué sería de ellos si continuaban prendiendo fuego las tiendas. Uno de los hombres hizo el amague de agarrarme y terminó con el pañuelo que cubría mi cabeza flotando en el aire. El deseo se hizo palpable. La mirada de lujuria de estos hombres me llevó a tratar de escapar.
—¡Nooooo! —aullé al ver a mi hijo que trataba de atravesarse, viendo que los malvados me acorralaban como a una presa de caza. La mirada de mi Alenk, brillando de un odio desconocido, que sacudió las boleadoras acogotando al pestilente. Los demás se abrieron por la sorpresa, pero, pronto, entre tres lo retenían a mi hijo mientras otro se me iba acercando con la sonrisa impúdica instalada en su rostro.
Fue apenas un sonido lo que me hizo dudar si de verdad había ocurrido. Hasta sentí como una brisa sacudiendo mis cabellos cuando la lanza cruzó clavándose en medio del pecho del matrero que quería hacerse de mi virtud.
A unos pasos de mí, Cangapol me miraba con el reposo de un guerrero que había alcanzado lo que venía a buscar.
—¡Huennec! —gritó casi aullando, y abrió los brazos y comenzó a llorar.
Corrí como loca hacia sus brazos y lo escuché sacudirse en espasmos involuntarios mientras me apretaba de un modo tan posesivo que casi me quitaba el aire. Parecía querer fundirme en su pecho.
Rato después, reaccioné y comprendí que los hombres de mi amor habían reducido a los soldados y estaban ayudando a los puelches a detener el fuego que había tomado algunas tiendas.
Sin decidirse a soltarme o no, el cacique se acercó a la tienda donde se oía llorar a mi hermosa Tama. Mita la trataba de acunar, pero cuando mi hija tenía hambre, no se conformaba con nada. El padre la alzó y, luego de besarla en la frente, me la dio para que la acomodase en mi pecho que, cargado, necesitaba el alivio.
Nos sentamos sobre un tocón mocho de un árbol bien hachado y, mientras me miraba, comenzó el sermón que me esperaba:
—Nunca más, Huennec... —me hablaba de esa manera que empleaba solo para las cosas muy serias—. Jamás vuelvas a dejarme o me volveré loco. ¿Qué soy yo sin mi familia?, ¿qué puedo hacer por las noches si no puedo cercarte entre mis brazos? Casi no he dormido desde no sé cuánto hace... —dijo mientras veía una lágrima solitaria escaparse de su mirada brillante y de una oscuridad que dolía.
—En unos meses más llegará el machito que todos desean... —le confesé enamorada, viendo su mirada iluminarse.
—Me hace feliz saberlo, pero ya era un hombre completo con mi familia. Si no aceptan mi decisión de no tomar a otra esposa, será Alenk el nuevo jefe tehuelche.
—¿Qué dices? —lo inquirí angustiada. Sabía lo que significaba para él su cacicazgo y la gloria de su reinado entre su pueblo.
—Nada me importa más que tenerte, amarte, que seas mi mujer, mi amiga, mi hembra y mi esposa. Mi única mujer con la que despertarme cada mañana. El resto puede cambiar, nuestro amor es eterno.
—Mi rey tehuelche, ¡cuánto te quiero! —dije, limpiándome las lágrimas que corrían desdibujándome la escena.
—Mi chelelon, mi mariposa de alas blancas... Por siempre, mi único y gran amor.