Telas del corazón, las shign
Como yo...
Pueblo de Buenos Aires, kepenken[1], 1772
Con solo veinte años, su mirada despertaba sentimientos encontrados. Cada quien la interpretaba de una manera distinta, pero tenía mucho que ver la primera impresión que les causase.
Para las damas era sinónimo de una perversa sensualidad que se asociaba con urgentes pasiones. En cambio, a algunos caballeros los predisponía a temblar; titubeaban sobre qué camino seguir o incluso, pensándolo bien, si era mejor hacerse el desentendido y agachar la cabeza, exceptuándose, entonces, del infierno de saberse bajo su campo de acción. Pues lo cierto era que jamás resultaba indiferente ser el objeto de la apreciación de esos ojos oscuros, achinados, de inquietante y varonil belleza, que se alineaban al enojarse y brillaban ante el placer de ver el cuerpo desnudo de una mujer.
La primera juventud lo había sorprendido con unas apetencias exquisitas. Ya contando algo más de quince años, escondía la agudeza de alguien mayor. Los gustos se los daba sin que le temblase el pulso, dado que su tío no ponía reparos al momento de pagar. Le suponía un detalle a su hombría y a la honra del apellido. Porque José se sabía un bastardo, pero para el resto, los que poseían poca memoria o preferían no acordarse, se trataba de un San Martín. Y eso significaba que el respeto por la gloriosa epopeya de la lucha de sus antecesores por ganarle territorio al indio daba cuenta de la gesta de la cual era un representante con indiscutible pedigrí.
El colegio donde lo dejó su tío lo acogió con rigidez, pero a la larga, y como todo, le fue domeñando el carácter; pues la gran mayoría de las cosas «que le alegraban la vida» estaban prohibidas. José sería para ellos un eterno descarriado... Y lo era; ¿o no se jactaba de serlo?
Para sus amigos era un magnífico compañero de «corridas», mientras que no llegasen estas hasta los oídos de la curia. Entonces, pasaban a ser «anónimos»; desconocían cualquier trato o excedencia. Podría decirse que a José ni siquiera lo conocían.
Su único y verdadero lujo era Almafuente. Pero también un leal amigo que en más de una ocasión le había salvado el pellejo ocultándolo entre bastidores.
—Tienes visita... —Se oyó la voz herrumbrosa de Almafuente. Se trataba, también, de su amanuense dentro del monasterio donde estudiaba. Parte de su incondicional servicio venía de la mano de algún licor que cada tanto le hacía llegar «para las noches de frío». Lo cierto era que, aun siendo verano, se lo bebía con gusto.
—¿De quién se trata? Hazlo pasar... —le dijo José, repantigado en su sillón favorito sin intenciones de moverse. Le faltaba un día para abandonar esta tierra de polvo y dejadez; caminos embarrados y casas tan húmedas por la inclemencia de un clima que dejaba mucho que desear. Él quería volver a su tierra. Y su sueño se cumplía.
—No creo que sea una buena idea —concluyó el hombre, negándole con la cabeza—. No lo creo bienvenido en este templo...
Las palabras dichas en un tono de reproche lo alertaron a comprender de quién se trataba. De un salto se enderezó y se acomodó la ropa. Su mente se retrajo al instante mismo en que supo de su existencia. Una corriente indefinible comenzó a circularle por la piel haciendo que esta se erizara. Sus pulsaciones se soltaron a correr y todo en él se descubrió alterado por la llegada del visitante.
—Dile que espere... Que ya voy —atinó a contestar con la voz cargada de emociones. Por fin lo conocería, se dijo. Casi que la oportunidad se hubiese perdido de tardar un día más...
Recorrió con la vista el cuarto hasta posar sus ojos en uno de los últimos baúles que restaban cargar. Sus cosas de toda la vida ocupaban buena parte de la austera habitación. Entre ellas había una carta escrita por alguien interesado en que José supiese de la existencia de esta persona, y era su momento de hacerlo.
Se acomodó la ropa y caminó hacia la entrada de la hasta ese momento su escuela. En el fondo siempre presintió que algo se ocultaba en la familia. Y que tenía que ver con su origen.
Casi llegando a la puerta tuvo un instante de indecisión. ¡Qué poco faltaba para partir y todavía sin quitarse la duda! Debía ser este el momento, puesto que mañana marcharía hacia su patria. Allí lo estaría aguardando el ingreso al «Regimiento de Murcia» en Málaga, su España natal, y donde su tío tenía decidido que comenzase la carrera militar.
Volviendo al tema, la presencia del visitante era un deseo insatisfecho desde que le hablaron de él. De un joven indio que era su viva imagen; que si no fuese por su condición y unos ojos que de tan claros parecían gotas de agua, sería fácil de confundirlos. Al momento de enterarse, todo un revuelo se armó en sus pensamientos al punto que, sin tener en cuenta la hora, quería presentarse en casa de su tío para que le dijera la verdad sobre su nacimiento. Luego sus amigos lo calmaron... Pero igual se había hecho la firme promesa de no marcharse sin sacar el tema a la luz. Y la oportunidad le fue concedida.
***
El caballo se detuvo frente a un abrevadero y comenzó a quitarse la sed que traía por haber cruzado el inhóspito desierto. Ni una sombra donde cobijarse ni un charco donde mojarse las patas. La aridez fue total.
Los otros animales, sintiendo la intrusión del matungo desconocido, comenzaron a relinchar. Pero fue un sonido suave el que los llevó a la calma. El joven indio, además de silbarles y decirles palabras de manera amistosa, les acarició la testuz con el amor de quien reconoce un alma gemela. Era tan parte de la tierra como lo eran ellos.
Su corazón latía apresurado. Tanto que le juró a su yam[2] que jamás se acercaría a territorio cristiano, y lo estaba haciendo; contrariando sus razones que eran tan valederas como las suyas de ir. De todos modos, no se arrepentía. Se quería sacar las ganas de saber si era cierto y estaba a un paso...
Un arriero, un amigo de su padre, le habló de que en la aldea vivía un joven muy parecido a él, tanto que se sorprendió al verlo y le clavó los ojos al punto que el otro le preguntó qué miraba. Salvo que poseía una mirada tan negra que asustaba; y la pucha que lo hizo cuando divisó que calculaba la distancia para el rebencazo. Era la viva imagen del cacique; aunque no lo dijo.
Entonces escuchó a su padre enojarse, enojarse en serio; como lo hacía él. Al hombre no lo volvió a ver por los toldos, lo que ocasionó que el rumor le sonara a cierto. Pareciera ser que se marchó antes que el resto. O lo echaron, vaya a saberse. Y por días la intriga le carcomió la cabeza...
Con la conciencia de estar haciendo lo incorrecto, juntó aire y se dirigió al sitio que le habían comentado. Lo habían orientado hacia las puertas de un colegio. Le dijeron que, casi seguro, era allí donde podía encontrarlo al joven. Y desde que lo supo, no se aguantaba más por saber de quién se trataba. Porque si Cangapol no hubiera reaccionado así, capaz que ni se molestaba en verlo. Pero algo le olía mal. Tan mal... Su padre saltó como si lo hubiese picado una shapelon[3], de las bien negras y grandotas que habitaba entre los pastizales.
Tenía que decirlo: en honor a la verdad lo presintió como buen jamek[4] que era. Y para terminar de desconfiar, «las dormidas» le habían hecho sangrar la cicatriz que le ungiera el Consejo al consagrarlo como «guía» de su pueblo.
Fue entonces que se le puso que tenía que conocerlo, y se había molestado en recorrer la distancia entre los toldos y el pueblo, en contra de lo aprendido desde chico, pero no le importaba. A su madre la conformó diciendo que le encomendaron entregar unos lichos[5] en lo que se conocía como «la isla», un lugar escondido en el llano donde se armaban los negociados entre su gente y la milicia.
—No te me entretengas por ai —le reclamó su padre al verlo sobre la montura. Su mirada lo intimidó. Era de las que te sacaba de mentira a verdad, por lo que apuró el tranco y dejó las tolderías.
El viaje le llevó unos días. Pero la suerte lo siguió y no tuvo dificultades. Apenas llegó a la aldea, se orientó con los datos que le habían dado. El colegio era el San Ignacio, junto a una iglesia que por la descripción debía andarle rondando. Igualmente con los ojos agrandados por la impresión ante la cantidad de hogares como los de los curitas, se entretuvo un rato. También le causó molestia la humedad en la ropa. Estaba en el aire que olía feo, no como en los toldos. ¿Cuántas cosas para recordar?, se dijo ensimismado. Porque bien sabía que no podría volver o tendría problemas de verdad.
Tan enfrascado en sus razones iba que no distinguió a tiempo la salida de un grupo de gauchos bebidos que dejaban el lugar. Se chocó con uno que casi lo tiró en un charco barroso al tratar de esquivarlo, aunque siguió su camino. Con un chistido, el hombre lo apartó y Alenk se arrimó a un muro para ocultarse. Si alguien distinguía a un salvaje en el poblado darían el aviso a la autoridad, y hasta el azote en la plaza del fuerte, no iban a parar.
Por los datos que le habían dado estaba cerca del lugar señalado. El padre Thomas le había contado alguna vez sobre estos lugares donde se podía aprender a leer y a escribir como los cristianos. En aquel entonces se había ofrecido a enseñarle cuando Alenk vivía en la misión. Y él se le había echado a reír, ¿para qué le serviría?
Apenas un poco más y se halló frente a lo que buscaba. Un lugar de altos muros pintados por lo que le habían instruido antaño, «a la cal». Con puertas más bien estrechas y algo que lo puso sobre aviso: casi todas con una hendija que servía para mirar a quien aplaudía o le pegaba a la robusta madera.
Cruzó la calle y se plantó frente a la entrada golpeando apenas. Como nadie salía insistió, pero esta vez más fuerte. Se trataba de un lugar construido como las casas de los misioneros, pero pintada de un blanco más sucio y por tramos, hasta enmohecido; seguro el mal clima tendría algo que ver. Un montón de plantas oscurecían el lugar aunque hacían que se respirara un agradable aroma a flores. Los techos eran altos, al igual que las ventanas de madera que nunca había visto con tantos dibujos. Cuando la rozó con la palma distinguió ku[6] y racimos parecidos al shagen[7]. Sus ojos no bastaban para retener tanta belleza; debía usar las manos.
Entonces un hombre se asomó por un agujero y lo hizo asustar. Como si lo hubiera estado espiando. Luego de un largo y asombrado silencio, preguntó:
—¿Deseáis comida? —lo interrogaron un par de ojos desconfiados. No era común ver un indio por esos lares, y Almafuente se sintió sobrecogido. Aunque tenía la certeza que de verlo alguno de los sacerdotes no dudaría en ofrecerle alimento.
—No. Busco a alguien...
—¿A quién, si puede saberse, que no tengo todo el día?
El joven indio se quedó pensando...
—No sé —dijo el muchacho algo perturbado. Era cierto, no tenía ni idea de por quién preguntar.
—Ah, pues bien. ¡Que estamos de broma! —agregó ofendido. Y sin dudarlo, bajó la mirilla por la que se asomaba.
—Espere...
Almafuente rumoreó sus dudas. ¿Qué podía estar buscando este hereje en un convento? En lo que tardó el planteo, el muchacho se movió y alcanzó a ver su rostro con mayor nitidez. Sin tener conciencia de lo que hacía, se hizo la señal de la cruz. Salvo por el reflejo de unos ojos tan claros como el agua, era la viva imagen del joven San Martín.
—¿Preguntáis por José? —le dijo dando por descontada la respuesta.
—Creo que sí —respondió el indio asintiendo sonriente.
—Esperad aquí. Le avisaré...
A paso lento y un poco receloso, el amanuense caminó hacia el interior de la distinguida congregación. La mirada de Alenk se fijó en la puerta que revelaría eso de lo que no se hablaba; lo que hacía angustiar a su madre y enfurecer al rey del Casuatí.
Pasó un rato hasta que volviera a escuchar un caminar apurado. Supo al instante que algo tenía que ver con él. Su cicatriz pulsaba sin cesar poniéndolo más nervioso todavía. Tieso, aguardó que se descubriera la mirilla, pero para su desconcierto, abrieron la pesada puerta. Un calor incorpóreo lo sacudió hasta hacerlo trastabillar. La figura de un hombre se haría presente, y lo único que sabía era que le cambiaría la vida para siempre.
Fue entonces que su corazón se detuvo...