Nueve lunas
Por la kengenkoa[8] ya estaba en fecha
y el corazón que me palpitaba
al ritmo de mis miedos.
Entre ranchos y toldos...
La indecisión me persiguió toda la tarde. Tal vez hayan sido los nervios que me mantuvieron en vilo la noche pasada y no quise repetirla. No sabía el motivo, pero me costó zanjar el tema, sabiendo que al primer «ay» estaría rodeada de otras personas tomando decisiones por mí. Y la verdad, según mi juicio, quería parir con la sola compañía de mi madre; sin la presión de tanta gente merodeando y esperando recibir de mi cuerpo a un varón que continuase la casta de «los bravos». Mi convicción de que era una niña me tenía molesta; no por mí, sino por ellos. Con un bufido, por lo sudada y con las palmas ardientes, me dispuse a dar batalla a quien se atreviera a desairar a mi pequeña; bien que se la iba a jugar por su raza cuando les conviniera. Ser hija del gran jefe era un honor que se pagaba cumpliendo con el mandato de reunir a la parcialidad. Y así como a mí me había permitido conocer al hombre de mi vida, otras sin tanto privilegio de casta debían soportar ser esposas de un cacique viejo o segundonas en el mejor de los casos.
El pesado quillango me acompañó un tramo hasta desparramarse en el piso cuando tuve que sostenerme para no caer. Ahí supe que no aguantaría mucho más, los dolores habían empezado. De a ratos me dejaban tomarme un descanso, pero cuando menos lo esperaba, me doblaban al medio y me llevaban a jadear, para pasar el mal rato. Igual sabía que de todas maneras acabaría por recurrir a las comadronas. Mejor antes que después, me dije, cuando fuese imposible mantenerme en pie.
Por eso me arrodillé, y en cuclillas mi cuerpo inició ese proceso sin retorno que anunciaba la próxima llegada de mi cachorrita a la asher[9], y mi amor incondicional de madre la estaría aguardando con ansias. Así me descubrió Mita y fue suficiente con verla para que mi sufrimiento aflorase.
De mi boca salió un grito tan poderoso que decidió por mí. Tan ancestral que lo reconocí como el mismo que la primera hembra dejó reverberar ante tal padecimiento. Creí que la cría saltaría escupida desde mi cuerpo que ya me exigía pujar con el severo tormento de cada estertor. Me agarré a uno de los chapiten[10] sin que pudiera enderezarme. La experiencia me avisaba que el parto estaba cerca. Pronto. No sabía cuándo. Pero ya había comenzado y no se detendría ante nada. Con la cabeza gacha y los brazos rodeando mi vientre aguardé, recelosa, la inevitable invasión.
—¡Ay, mi niña! —estalló Josefa.
Cuando el toldo se corrió, alcancé a ver como a una procesión, varios pies que se movían hasta mí y unos brazos grandes e infinitamente amados que me acogían junto a su pecho protector. Entre tanta zozobra tuve mi instante de paz. Igual, aun faltaría un tiempo para el alumbramiento. Y mientras tanto mi cuerpo actuaría como descarnado, para luego de haber parido, seguro, olvidarme de lo sufrido ante la presencia de mi amel[11].
***
—Le keoto tálenke[12]. —Se oyó la voz de una mujer añosa. Trajeron lo que pedía al instante. Entre ellas, era la que solía acompañar el nacimiento de los niños de ese pueblo al mundo. Y no se dudaba en hacerle caso. Una de ellas se acercó con un paño húmedo y comenzó a secarle a la parturienta la frente perlada de sudor. Hasta que una mano le atrapó la suya, y un alarido desgarrador sonorizó el instante. Pero con la cabeza, la que mandaba dijo que no, que aún faltaba.
Los ojos de la comadrona iban desde el canal de salida hasta la mirada perdida de la muchacha. Se trataba de un bebé grande para su cuerpo, y la joven madre iba a tener que poner mucho de ella si quería que todo saliera bien. Con cuidado le dio algo de beber. Todavía estaba a un buen rato de dar a luz, y la quería con todas las fuerzas que pudiese reunir.
—¿Cómo la ve? —preguntó el cacique con la cara inescrutable. Para el que lo sabía entender era un signo de su preocupación.
Con un asentimiento, la mujer dejó en claro que no era un tema que iba a tratar con él. Mientras Mita le refrescaba la frente con agua de un cuenco, la parturienta se quejaba unas veces suave, y otras, con alaridos.
***
Me comencé a desesperar. No podía recordar cómo había sido el nacimiento anterior, el de Alenk; parecía que todo había resultado más fácil. Puesto que nunca era así, debió ser que mi memoria lo tenía oculto... o no hubiese vuelto a quedar preñada, me lamenté al borde del llanto.
La adormidera que me habían hecho tomar me llevaba a un estado tan letárgico que no sabría distinguir la realidad de los sueños. Sin previo aviso, mi mente cruzó la llanura y se ubicó, con la destreza de siempre, en el momento en que mi cuerpo abandonaba la vida...
«Aun con los miembros entumecidos por el frío, distinguí que comenzaba a amanecer. Se trataba de decidir si me dejaba vencer por la impiedad de mis enemigos —de la que sinceramente no alcanzaba a comprender el motivo— o luchaba por caminar adentrándome en el desierto con la esperanza de que alguien me socorriese.
Lo peor era que no contaba con una gota de agua. La falta de comida la podía soportar, pero cuando el sol se perfiló ostentoso, y con el correr de las horas, me di cuenta de que o recordaba las viejas costumbres o moriría sin más. Detrás de un roquedal aguardé a que pasara la peor parte del día, y cuando el calor dejó de apretar, empecé a buscar entre los pastizales alguna planta conocida.
La llegada del anochecer me hizo cesar mi tarea y disponerme a acertar un lugar donde pasar la noche. No sabía cuánto había caminado. Por la tarde se había nublado, pero guiándome por una “jarilla macho” que dispone sus hojas de norte a sur, traté de marcar una ruta para no perderme y volver al punto de partida.
Había recolectado gran cantidad de arbustos y hierbajos que me permitirían subsistir, al menos por algunos días. Mis pies hinchados de tanto andar se calmaron con un emplasto de “chilca amarga” que, mondada contra una piedra, pude dejar a punto de usarla como fomento. Fue un placer que no esperaba y me sirvió para descansar.
Para mi suerte hallé una mata grande de “chilladora”, que era buena para arder. Con la ayuda de unas piedras, y según me enseñaron mis hermanos cazadores, iba a poder calentarme ante la crudeza del viento sur que acometía sin dar tregua.
Y por último, cuando me daba por perdida, alcancé a ver un “piquillín” asomándose en soledad, con pocos frutos dada la época, pero suficientes para comer y darle a mi boca algo de humedad.
Por la noche me sentí renacer. De la nada me hallaba acobijada entre una gran piedra y un “sombra de toro”, que me trajo a la memoria el que cubría el toldo de mi padre. Un grueso lagrimón se me escapó sin querer, ¡con lo que necesitaba no quedarme seca!, me enojé conmigo misma. Me acurruqué y le pedí a “mis madres del cielo” que no me abandonaran. Estaba cerca de ellos, algo en mí lo presentía. No era momento de aflojar.
Había pasado algún tiempo cuando un ruido me despertó y así supe que me había quedado dormida. Temí que se tratara de un animal que se disponía a atacar. Se escuchaba un griterío y la tierra que temblaba al batir de las patas de caballos, como entendí nomás asomé la cabeza. Un grupo de carretas que se acercaban hacia mí, quizás llevadas por el humo de mi fuego. La duda me retuvo escondida un rato más. No fuera a ser una patrulla de Juan, porque ni ahí que volvía...
Prestando más atención descubrí que eran carreteros que llevaban provisiones y no un grupo de perseguidores. Así fue como junté coraje y, sin esperar un instante más, comencé a agitar las manos para llamar su atención...».
***
Cuando una voz conocida me trajo de vuelta, supe que había estado soñando, dormida, un rato largo. «¿Cómo está ella?», le escuché decir a mi cacique. Y aunque me hubiese gustado ser yo quien respondiese, mi boca estaba como pegada con resina de chañar. Traté de seguir oyendo, pero otra vez sentí ese dolor punzante que me obligaba a hacer fuerza, y a la vieja que me pasaba la mano por el vientre para que me calmase. Me hablaba de que aún no había llegado la hora, y yo, que no aguantaba más...
Tenía sed y pedí agua. Sentí cuando apoyaron sobre mis labios una cazuela con olor denso que me hizo dar arcadas.
—Bebe, mi reina... —dijo Cangapol. Creo que en ese mismo instante volví a caer en un pesado sopor y me perdí, nuevamente, en el llano.
***
«Los carreteros se asombraron de verme. Marchaban hacia el sur y se ofrecieron a dejarme en el rancherío que se levantaba justo al límite con el desierto salvaje. Mi aspecto los tenía confundidos; los oía cuchichear ante mi piel que decía a las claras que no era una cristiana pura. Los apabullé con mi mejor mirada altanera, y con dudas o no, aceptaron llevarme con ellos.
Algunos días más y estábamos ingresando a un lugar plantado entre un monte y la enorme soledad de la llanura. Cansada, quemada por el intenso sol que debí soportar aun protegida por un manto liviano. El viento había resecado mi cabello hasta hacerlo pajoso, y lloraba si pensaba en la sola idea de poder lavarme el cuerpo, atosigado de polvo y arenilla.
Los que salieron a recibirnos se sorprendieron al verme. Mujer, y de cabellos tan claros, era poco visto por esta gente. Cuando me ayudaron a bajar, sentí el reposo de mi alma y el instinto que me obligó a buscar como desquiciada entre los que venían a recibirnos. Había llegado a donde debía y no sabía el porqué, pero mi corazón bombeaba bien ligero.
Las casas se parecían bastante a las de la misión, aunque más desprolijas. No se veían esas paredes blanqueadas a la cal preparada con suero de leche que daban a la reducción ese aspecto tan divino cuando el sol se reflejaba en ellas.
De uno de los ranchos, vi salir a una mujer que me observó tratando de entender qué hacía entre los baqueanos. Por su aspecto supe que se trataba de alguien de peso entre los lugareños. Se levantaban casas de adobe con techo de paja, como una veintena de toldos que de seguro eran de los míos arrimados como en la misión de los curitas.
Me costaba fijar la mirada, por lo que no me di cuenta de quienes más iban apareciendo ante nuestra llegada. Por un breve momento pensé que me equivocaba, fue cuando entre lágrimas y un sollozo que me dejó sin aire, alcancé a ver a mi hijo, mi Alenk, que tan emocionado como yo, corría hacia mis brazos...».