Tama[13]
Es suyo, le pertenece,
mi hembrita.
Nuevamente ese dolor que me dejaba seca de aire y me ponía a escupir como una ushinem[14] con la esperanza de expulsar la cría que buscaba salir. Odiaba al cacique por haberme preñado, a Mita que no hacía otra cosa que tratar de calmarme, a la comadrona que no me dejaba pujar y no quería pecar de herejía repudiando a «las dormidas». Según me contó la mujer, la niña venía de nalgas y debía esperar el momento justo para ponerla en posición.
—Toa’vía falta, mi niña, dejesé acomodá pa’ que e duela meno... —La oí clarito a mi yam[15] hablándome compungida. Me daba lástima cómo la estaba tratando, pero parecía hacerlo a propósito buscándome la lengua.
—No aguanto más... —aullé molesta, separando con fastidio las manos que refrescaban mi frente con un paño. La boca agrietada hacía que hasta el jadeo fuera un acto insostenible. Mi cuerpo buscaba abrirse dando paso por un resquicio tan pequeño que parecía imposible.
Cangapol me observaba con un rostro pétreo. Mis ojos se agrandaron al sentir su presencia, y por un instante, el orgullo por mi condición me hizo permanecer en calma. Callé los gritos e incluso podía suponerse que nada me estaba ocurriendo, salvo por las galopadas de mi corazón y un sudor que me hacía brillar como un karut[16] en plena tormenta. El cacique estaba preocupado. Era impropio que permaneciera allí, pero ¿quién se atrevería a echarlo?, me pregunté en un espacio de descanso ante el dolor. Dejé por un instante las amarguras del cuerpo para acariciar su rostro demudado ante la inquietud que notaba en sus ojos de una oscuridad que asustaba. Lo conocía lo suficiente para saber cómo sufría por mí.
—Voy a estar bien —le dije, mientras veía como él asentía y se dejaba llevar fuera del toldo por la vieja curandera. Nomás traspuso la puerta, lancé un alarido incontenible que lo hizo retorcerse—. ¡Voy a estar bien! —repetí, casi mordiendo cada palabra.
No sé si entonces, o algo después, pero volví a sumirme en un sopor que me llevó a otro momento...
***
«—¿Alenk?¡Alenk!, hijo querido... —dije cubriéndome la boca con el puño. No podía creer lo que mis ojos distinguían entre un montón de personas que se acercaron a recibirme. Abrí los brazos y caí de rodillas. Nada me importaba más que volver a verlo. Miré al cielo y agradecí a “las dormidas” por la dicha recibida.
Mi cuerpo lo arropó como deseaba hacerlo desde un montón de tiempo atrás; años de haber esperado este instante. Lloraba y reía a la vez, mientras él me acariciaba sin terminar de entender mi presencia. Me juré que nadie volvería a separarnos.
—¡Estás enorme, mi niño! —dije tratando de acomodarle unas guedejas que se le venían arremolinando.
—¡Ya no soy un niño! —me aseguró con soltura. “Claro que no, pero lo serás siempre para mí”, pensé con nostalgia. Me había perdido buena parte de ese tiempo que ya no podría recuperar.
—He tenido mi kanij[17] —dijo orgulloso mostrándome su sain[18] de iniciación a su etapa como integrante del grupo de “los mayores”. A veces la vista se me nublaba por las lágrimas y se desdibujaba su figura, y me limpiaba enojada de no poder verlo con claridad.
Su mirada seguía tan luminosa como la recordaba, a lo que le sumó esa amplia sonrisa que al verlo clavar los ojos detrás de mí me paralizó. Supe al instante de qué se trataba y ahogué un gemido. Una sombra se perfiló haciendo que mi alma vibrase convertida en alguien cautivo de los recuerdos. Vino a mí un penetrante aroma a romero y a monte, al cuero de la montura y a él... Mi memoria se inundó de recuerdos y mi piel de sensaciones casi olvidadas. Un amor perdurable ante la posibilidad del olvido por la lejanía. Sutiles caricias hicieron que me volviese una mujer completa. Me rodeó de un modo tan prepotente que se descubría la intención de hacerme parte suya; de su carne prieta y su poderosa hombría. Impedida de girar sentí que su cuerpo, tan conocido y venerado, se ajustaba a mi espalda. Inspiré profundo para que su olor volviese a llenarme de vida. Cubrí mi rostro con las manos que me sostenían y comencé a llorar con la angustia del reencuentro, del derroche de emociones, por lo que nos habíamos perdido y por lo que nos esperaba.
—Ua ingue[19], mi precioso chelelon, mi mariposa de alas blancas, mi esposa, mi amada reina —susurró en mi oído Cangapol con la suavidad que reservaba solo para mí. Lo sentí besarme la oreja, el pelo, y cuando me dio la vuelta, fue para dejarme a una distancia suficiente como para inspeccionar cada parte de mi figura. Reí gozosa entre sollozos e interpreté sus sentimientos. Me pasaba igual. Necesitaba recuperar la imagen que tanto había remedado en soledad y no iba a quedarme sin la oportunidad de besarlo hasta el cansancio. “Las dormidas” nos brindaban otra ocasión para llegar a ser la familia que alguna vez habíamos deseado. Di las gracias en silencio y me hundí en su pecho, acorazada por su amor».
***
—Ya llega, m´hija, haga juerza, vamo... —Sentía los gritos de Mita soplando contra mi nuca. Con su entereza habitual me levantó para que viera la llegada de mi niña. Y fue el momento en que, dando un último empujón sobre mi vientre, ambas la vimos surgir entre mis piernas; tan morenita y hermosa. «Igualita a su papá», escuché que decían. ¡Ja!, como si esperase otra cosa. Entre risas y el llanto infaltable, la sostuve en mi pecho con el cordón que aún nos unía... Mi pobrecita la había peleado junto a mí como la guerrera que era. Su pueblo podría jactarse de que sería una valiente hija tehuelche.
La alegría era infinita y más todavía el amor que despertaba a la vida. Después de tantos años amargos me sorprendía la felicidad de volver a ser la madre de los hijos de mi cacique; el hombre que cautivó mi corazón de a poquito pero para la eternidad.
Al rato, y como si pensarlo fuese anunciarlo, se plantó en la entrada. Su aparición nos conmocionó a todas. Incluso a la niña que comenzó a llorar como si supiera de quién se trataba. La mano de mi hombre se enroscó en la mía y la otra acarició la pelambre aun mojada de la pequeña, la que prendida a mi pecho retornaba a lo que había suspendido ante la llegada de su yanko[20].
—Se te parece... —dije sonriendo al ver su ceja levantada como cuando no atinaba a dar una respuesta—. Es como Teshka —agregué, demostrando que tenía razón. Su hermana y él eran tan parecidos que a veces me pillaba verla con gestos que tenían tan copiados.
—Lleva tu sangre... tendrá el alma más noble que pudiera desear.
Sus palabras me hicieron suspirar y verter las lágrimas que caían sin remedio sobre el rostro de mi pequeña. El pueblo contaba con una princesa otra vez. Como hija del rey de los tehuelches, mi niña sería pretendida como se merecía a su clase. Soñé con verla feliz, y esta vez no permití que mis manos hablaran y me descubriesen su futuro. Quería dejarme conmover por el mañana...
***
—Te esperábamos... —le dije.
—Es que me había ido a cazar... —afirmó mi Alenk con la mirada humedecida. Cuando descubrió a su hermanita acomodada en mi pecho, sus ojos comenzaron a gotear—. Quería estar...
—Lo sé, mi hijo. Y estabas conmigo. Mira qué linda que es, toda una aónikenk[21] —agregué restando importancia a lo que lo acongojaba. Lo noté tan maravillado que respiré su emoción. El joven tomó el puño de Tama y lo acunó en su mano grandota.
—¿Cómo la llamaremos? —preguntó acariciando el carrillo lleno de la leche de mi pecho.
—Tama... —le susurré, tratando de no asustarla—. Será la dueña del corazón de tu padre apenas empiece a sonreír —vaticiné orgullosa. Sabía que a mi hombre no le importaba que no fuera varón. La querría porque era nuestra, porque era mía.
Ambos nos miramos con el entendimiento que pudimos alcanzar a pesar de los años de ausencia. Supe que la cuidaría y sería su guía; que la amaría tanto como yo. Su compañía le brindaría la protección que para nuestra gente entendíamos como lazos infinitos; los que trascienden los tiempos de la carne.
***
El cacique los espiaba con el amor brotándole por los ojos. Supo al instante que la sangre de Tama estaría bendecida por los dones de su madre. Su instinto jamás fallaba en lo que a las glorias ancestrales se refería. Su bella Huennec le había vuelto a regalar un hijo. El corazón henchido se imaginaba a la pequeña corriendo por el valle entre la inmensidad del monte. Era un hombre feliz... Y todo gracias a ella, a su hembra, la princesa tehuel.
Desde que se enteró por su abuela sobre las virtudes que «las dormidas» le regalaron a su mujer al nacer, sentía ese poder derramado en sus hijos. Se supo más grande y fuerte. Tenía la imperiosa necesidad de presentarla ante el Consejo; que supieran de su valía, aunque para ellos solo contaba su simiente cuando traía machitos. Le agradecía a las madres del cielo el haberlo premiado con Alenk, porque de otro modo...
Como no quiso romper el momento, se volvió hacia los ranchos. La curandera a quien todos respetaban por sus habilidades, ña’ Chole, lo saludó:
—Lo felicito, mi amigo. La chinita tiene su estampa...
—Gracias. Estaría bien que al menos le llegaran las bondades de su madre —dijo el cacique reflexivo.
—Y así será, Dios lo quiera. —La mirada de la anciana se confundió con el resplandor del sol que se ocultaba. El cacique era un buen hombre y se merecía, luego de tanto penar, ser feliz junto a su mujer; esa por la que no se había entregado cuando estuvo al borde de la muerte. El destino premiaba a los que la sabían pelear.
Ña’ Chole se permitió tomar un descanso en virtud de que en cualquier momento empezarían los festejos. El pueblo estaba más que orgulloso del nacimiento de su princesa. Habían estado cazando desde temprano... La tradicional «picana de avestruz asada» sazonada con verduras era una manjar que pocos conocían y que ella había probado una vez llegaron los tehuelches a los ranchos. La bebida la hacían ellos con la algarroba. Era tan fuerte como cualquier caña, pero «pegaba» más. El kelusen los mantenía en trance hasta pasado el otro día. Y a veces no estaba bien que bebieran tanto, en especial cuando cometían tantos desmanes que si no había alguien que los llamara al orden... En esos casos, ella solía encerrar a «sus muchachas», sus protegidas, para que nada les ocurriese.
***
Cuando Alenk respiró el olor de Tama supo que ya jamás lo olvidaría. Su piel se erizó absorbiendo cada parte del perfume amado de su ijou[22] que formaba, junto a sus padres, su familia. No dudaría en dar la vida por ella y sintió en el pecho que nacía una vibración diferente.
Por algún motivo que no llegó a precisar, le vino a la memoria la mirada airada del hombre que se cruzó en la aldea; un presentimiento lo conmocionó y le hizo comprender que estaban unidos por un lazo de sangre tan intenso como el que lo unía a Tama. No podía dejarlo pasar. En ese mismo momento tomó la decisión de volver al lugar donde lo había encontrado. Se llegaría hasta el pueblo de nuevo y trataría de hablarle. Y de una buena vez, se sacaría las dudas. Porque aunque su padre quisiese negar la existencia de un hijo cristiano, él iba a conocerlo, contra quien se opusiera...