Capítulo 6

El Ijen[23]

Los ojos

que se asomaron

por la mirilla

le hicieron erizar la piel.

Volviendo la mirada en el tiempo, Alenk no supo por qué se fue corriendo ante la presencia de ese extraño. Algo lo llevó a tomar esa decisión que le resultaba inexplicable. Tal vez si se hubiese quedado no habría tenido tantas dudas, tantas preguntas sin responder. ¿Quién era el que lo observaba tras la puerta? ¿Lo había visto antes? ¿Por qué la mirada le supo conocida?..., se inquirió en más de una oportunidad. Parecida a la de sus primos, a la de su tía... con la expresión de su padre. Una mirada que lo hizo apabullarse y pensar en irse; huir como un rastrero por miedo a enterarse de cosas. No queriendo saber, por nada, qué se escondía tras esos ojos.

Pensó en su historia. Se le vinieron a la cabeza los años sin su padre, el viaje de su madre, tantas historias sin contar; los momentos donde nadie contestaba cuando él quería saber sobre su familia. Porque es bien cierto que cuando no se sabe es mejor quedarse callado, pero la incertidumbre hace llaga.

Su padre lo había abandonado, y su madre... también. Aunque por la fuerza, pero lo habían dejado solo, y si no hubiese sido por Mita y el padre Thomas, la nostalgia habría acabado con su espíritu libre.

En un segundo supo que por eso y otras tantas miserias más, no quería enterarse sobre quién estaba tras la puerta, porque pergeñó que se trataba de una revelación que le cambiaría el destino. Por eso, cuando la abrieron, Alenk ya no estaba.

***

Con José ocurrió otro tanto; también le resultó impactante verlo. Y lo que más le preocupó es que no sabía por qué. Lo llamó, pero no obtuvo respuesta:

—¿Eh? Vuelve acá. Espera... —gritó a esa figura que salía disparada hacia los fondos, internándose entre las sombras en un pueblo que anochecía. Lo corrió, pero había desaparecido. Como un fantasma, se dijo, ni huella había dejado. Su habilidad para pasar desapercibido tan pronto le hizo pensar en lo que se decía de los indios de la pampa y sus llamados «malones»: «... Asolaban todo. Cuando menos te los esperabas, caían con el sigilo del buen depredador tras su presa...».

De igual forma se planteó que, por algo o por alguien, se tenía que haber ido de esa manera. Si había llegado hasta aquí tratando de encontrarse con él, había una intriga para resolver tras la situación, se lamentó José, pensando que debería haber sido más prudente. Las palabras de Almafuente lo habían confundido. Con dejarlo entrar, la verdad hubiese visto la luz. ¿Cómo haría para tener noticias suyas? Porque hasta las tolderías ni loco se iba a llegar... Aunque haciendo memoria se acordó de algunos paisanos que cruzaban la frontera manteniendo contacto con los salvajes. Tal vez podría, poniendo premio para convencerlos, obtener información.

Entró y cerró el portón, ensimismado. Buscó a su secretario para compartir su criterio. Un segundo le bastó para reconocer una semejanza con ese salvaje que lo condenó a una gran duda que lo hizo trastabillar. Cuando de chico su madre le había hablado de su padre, lo pintaba poderoso y muy valiente. Aunque nadie le dijo nunca de quién se trataba. Pero ya era hora de que se revelara la incógnita; se merecía saber y no tuvo dudas sobre la persona que se las quitaría...

Al llegar junto a su amanuense, su cara mostraba su desconcierto.

—¿Qué ha sucedido con el joven? —preguntó Almafuente mirándolo preocupado.

—¿Lo visteis bien? Era un indio, y al verle el rostro...

—¿Qué? —dijo el hombre preocupado—. ¿Quizá os molestó, os hizo amague de ataque?

—No. Nada de eso. Más aún, huyó corriendo. No terminé de ver de quién se trataba. Pero algo en él me conmovió... Creo que su mirada, fue un instante, una imagen. No sé bien qué sucedió, pero no cejaré hasta enterarme sobre su origen.

Almafuente, en primer lugar, no tenía intención de comprometer su paz mental fomentando una locura. Si bien también lo sorprendió el aspecto del salvaje, no pensaba dar el brazo a torcer y desempolvar aquella historia que en su juventud formaba parte de un escándalo que agitó fuertemente a la sociedad de entonces. No sería él quien destapase la olla, pensó. Por eso se hizo el desentendido.

—¿Acaso no visteis la semejanza? —insistió José.

—¡Con nadie! —le objetó molesto.

—Pues conmigo, hombre. Ese salvaje se me asemejaba de un modo que... me ¡maldito si sé qué me provoca!

—¡Qué va a ser! —Intentó calmarlo el hombre, desechando el comentario con un gesto de hastío. Pero no daba para más. Se levantó y, tomando la taza de la que estaba bebiendo, se fue de la habitación. No, él jamás se metería en estas lides, confirmó dejando al muchacho con sus recelos.

***

La casa de su tío no quedaba lejos del colegio. Era cruzar el Paseo de la Alameda, uno de los aportes del gobernador Vértiz. Se trataba de seguir bordeando el río, y un poco más. «Aunque sin un solo álamo», pensó con ironía mientras recorría el lugar donde solo se encontraban sauces y ombúes.

La tarde estaba por concluir cuando tomó la decisión de visitarlo. Si no lo hacía, mañana sería tarde. Y por carta no creía que su tío fuese capaz de hacerle algún caso a su interrogatorio.

La caminata lo serenó bastante y estaba bien. No quería llegar descolocado a enfrentarse con Juan de San Martín. Ya sabía él de sus malos modos y desconsideraciones; pero no le importaba. Alguna vez iba a tener que serle sincero.

Para José, su tío significaba la antítesis de lo que aspiraba alcanzar en la vida. Sin embargo, había algo que valoraba en Juan sobre todas las cosas: su capacidad de odiarlo. Era algo que palpitaba; se podía oír con cada exabrupto que le dirigía, y si no estuviese tan seguro del amor de su madre, hubiese terminado pensando que de verdad, como su tío no dejaba de enrostrarle, era un hijo del demonio.

La cancela de la entrada la halló sin cerrar, como aguardando que alguien se decidiera a pasar sin permiso. Porque había que atreverse, se sonrió, no cualquiera violaba la intimidad «del cuartel», como referenciaba en su cabeza al hogar de su tío. Si de algo estaba convencido es de que no era bienvenido desde hacía mucho tiempo. Golpeó las manos para no parecer que le interesaba ser parte del lugar, y esperó. Al poco rato se hizo presente el secretario que se ocupaba de los asuntos de su tío y le dijo que él descansaba.

—Estaré en la biblioteca hasta que esté visible... —acotó José dando por hecho que Juan no se permitiría estar ausente mientras él se acomodaba en su sitio preferido.

—Bien sabéis que no debéis...

—Que me lo diga él... —respondió el joven con su mejor mueca de ironía. No le cabían dudas sobre la reacción de su tío, pero ya no le importaba. Se marchaba y no tendría necesidad, Dios mediante y salvo excepcionales momentos, de volver a verlo.

Apenas entró en la habitación repleta de ejemplares de antigua edición, se acomodó en el único sillón frente a la ventana; aquel que, por su ubicación orientada a la buena luz, sabía tenía dueño. Era el sitio donde su tío albergaba las cosas más queridas: recuerdos de sus padres y aquellos incunables de antigua data heredados; los que pasaban de generación en generación esperando que no perdieran su lugar de privilegio en la familia. Textos sobre religión, otros de autores griegos y los infaltables clásicos castizos. Su mirada se detuvo, irremediable, en la pintura de su madre, una acuarela de una fidelidad que pasmaba. En ella podía advertirse la ingenuidad de una jovencita comenzando a danzar por los primeros placeres de las fiestas y tertulias en salones destacados.

Los pasos no se hicieron esperar. Ruidos, portazos y hasta algún improperio dieron cuenta de que su tío avanzaba cual huracán embravecido. Al verlo entrar se impresionó. De sus años de escuela se contaban con los dedos de la mano las veces que se interesó por visitarlo. Más bien, recibía el convite de las autoridades de la institución preocupados por el desapego. Iba entonces, siempre con mucho apuro, y después de obsequiarlos con una contribución, se retiraba casi sin haberle dirigido la palabra. Y luego era José quien lo sufría...

Muchos fueron los que se habían burlado de él. Se extrañaban de que tuviese un tío rubio siendo tan moreno y sospechaban de su origen. Además, cada día resultaba extraño que mientras los demás mostraban el nacimiento de una barba incipiente, en él esta «brillara por su ausencia». Como era de suponer, José solo sabía resolver cualquier pulla con los puños y ese era otro de los motivos por los cuales citaban a su tío. Al contrario de lo que se podía esperar, terminaba escuchando el relato de su vandalismo con una sonrisa que trataba de esconder, pero que tenía a los curas en la más absoluta incredulidad.

Las autoridades del colegio también dudaban sobre el turbio acontecimiento que dio origen al nacimiento del joven San Martín, pero no recibirlo era enemistarse con un poderoso integrante de la comunidad y también, y no menos importante, perder sus generosas dádivas. Por eso es que hacían «oídos sordos» a los tantos rumores y trataban de encarrilarlo por medio de las penitencias. Algunas muy crueles, pero José ya estaba acostumbrado.

Trayéndolo de vuelta de sus cavilaciones, la urgente voz de su tío se hizo oír:

—¿Qué habéis venido a hacer? —lo interrogó apenas abrió la puerta. Su aspecto, que alguna vez fuera de una pulcritud admirable, dejaba mucho que desear—. ¿Quién os dio permiso para despatarraros en mi sillón?

Los ojos inyectados en sangre daban cuenta de una buena resaca. Desastrado y con la mirada perdida. Era un hecho que jamás hubiese esperado su visita.

—Nada. ¿Sabéis que mañana me marcho?

—¿Y qué? Entenderéis que fui quien os pagó el pasaje... —respondió con ironía—. ¿No esperaréis que os vaya a despedir a los muelles? —agregó con sorna.

Con paso inseguro se acercó a la mesa de las bebidas fuertes y se sirvió una copa. También se notaba que no era casual, más bien un acto reflejo teniendo el alcohol a su mano.

—Vine porque deseo haceros una pregunta... —dijo resuelto José.

—Pues hacedlo y pronto, que no me sobra el tiempo para perderlo con vos —lo instó Juan buscando intimidarlo. Ya iba siendo hora de que se lo quitara de encima, pensó el antiguo maestre ante tanta solicitud. Por hacerle un favor a su hermana se hizo cargo del bastardo, y más por él que por nadie, se quedó en las colonias que solo le habían traído desgracias. En un impulso, y al darse cuenta de su aspecto, trató de acomodarse su larga cabellera que lo hacía tan peculiar—. Si lo que queréis es dinero, bastaba con pedírselo a Hernández que lo resolvería...

—No es dinero lo que busco, sino respuestas. Necesito saber quién fue mi padre...

Si le hubieran salido cuernos, Juan no lo habría mirado de aquella manera tan desencajada. Lo que faltaba, se dijo, y como si fuera poco, luego de haber sufrido la indignidad de reconocerlo como de su familia, tenía el tupé de «querer saber».

—¡Preguntadle a vuestra madre cuando la veáis! No lo tenía en buen concepto y ya demasiado que me hice cargo de su obligación al traer un hijo al mundo.

Sus palabras dolieron como lo hacían siempre, pero hoy estaba decidido a conocer el misterio que había tras su llegada a esta tierra.

—No quiero poner mal a mi madre con esto. Por eso es que os lo pregunto. Sé bien que estáis al tanto de todo lo nuestro. ¡Decidme quién es mi padre!

La carcajada de su tío fue peor que un bofetón. Hubiera preferido mil veces un castigo físico a verse expuesto a la burla de siempre.

—Alguna vez le prometí a vuestra madre, contra mi voluntad, podrás imaginaros, mantener el secreto de cómo fuisteis concebido. Si bien considero que va siendo hora de que lo sepáis, sería lo propio para que depusierais esa altanería a la que os creéis con derecho. Pero no seré quien os lo diga.

»En poco tiempo más podrás quitarte cualquier intriga. Ella sabrá qué decirte... —Y dejando la copa vacía sobre el estante, agregó—: Si es todo lo que tenéis para hablar, solicito que os retiréis. Tengo ocupaciones que me necesitan. Mi tiempo vale oro...

—No lo parece a primera vista —dijo con intención de fastidiarlo.

Juan se dio la vuelta furioso e hizo amague de levantarle la mano como para golpearlo. Hubo un gesto en el muchacho que truncó su amague. Los ojos que lo miraban le trajeron esos recuerdos que tenía la urgencia de enterrar; era la mirada del indio rastrero, y pensar en él, era hacerlo en su india.

—Idos antes de que no responda por mí... —Fueron sus últimas palabras antes de abandonar la sala. José no podía estar más anonadado. Cuanto más hurgaba, más sentía el terrible presagio de que su nacimiento era consecuencia de una desgracia.

***

Esa mañana se iba. Abandonaba el lugar que, casi podría decirse, lo había visto hacerse hombre. Porque crecer a los sopapos te hace hacerlo más pronto. Y tanto si recordaba cada burla, cada gesto de desprecio, cada mirada esquiva si se cruzaba con alguna de «las niñas» consentidas de la sociedad virreinal.

El pueblo, como cualquiera, tenía su chusma y la gente noble. Pues era el caso que a él no se le arrimaba ninguna. Por pendenciero, los buenos no lo querían. Y salvo la amistad creada a base de regalos que tenía con Almafuente, no confiaba en otro ser.

Por todo lo anterior, se sintió feliz de emigrar a su tierra. Regresaría junto a su madre. ¡Ella sí que le tenía cariño! Nunca se le había quitado verla en el piso arrodillada, llorando y con absoluta angustia cuando lo alejaron de su lado.

La verdad es que no dejaba nada que extrañar. Ni siquiera a su amanuense que, de todos modos, como el mono, bailaba por interés.

Se levantó con premura y se dispuso a volver a su verdadera patria.