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Observador, Cracovia. Nos acusa usted de cortarles las alas a los jóvenes talentos literarios. «A esos frágiles retoños —leemos— hay que criarlos entre algodones y no, como hacen ustedes, criticar su debilidad y su incapacidad de dar un fruto ya maduro». No somos partidarios de la cría en invernaderos de retoños literarios. Es necesario que crezcan en un ambiente natural y que se vayan adaptando desde un principio a sus condiciones. A veces, el retoño cree que va a ser un roble y nosotros vemos que no es más que una brizna de hierba. Ni el más atento de los cuidados será capaz de convertirlo en un roble. A veces, evidentemente, podemos equivocarnos en nuestro diagnóstico. ¿Pero acaso les prohibimos a esos retoños que crezcan, acaso los arrancamos de cuajo? Pueden seguir creciendo libremente para, en un futuro, dar testimonio de nuestra falibilidad. Nos encantará reconocer nuestro error. Es más, si leyera usted nuestra columna con mejor disposición, podría darse cuenta de que siempre que encontramos algo digno de elogio, intentamos subrayarlo. Que los elogios sean relativamente pocos ya no es culpa nuestra. El talento literario no es un fenómeno de masas.

H. J., Rożnica. No es nada raro que este redactor del «Correo» tenga que leer cartas con amenazas. Esas cartas dicen más o menos lo siguiente: «Dígame, por favor, si mis textos tienen algún valor, porque si no, lo dejo inmediatamente, los rompo, los tiro, abandono mis sueños de gloria, sufriré lo indecible, perderé la fe en mí mismo, me hundiré, me daré a la bebida, dejaré de creer en el sentido de la vida, etcétera, etcétera». En esos casos, el redactor no sabe qué hacer. Lo que sea que quiera escribir puede resultar un gran peligro. Si escribe que los poemas o los textos en prosa son malos, tenemos servida una tragedia. Si escribe que son buenos, al autor se le subirán los humos con su supuesta genialidad. (Ya ha habido casos así). Algunos exigen incluso que se les conteste inmediatamente porque pueden suceder cosas terribles. Ni siquiera permiten pensar un poco las cosas.

Harry, Szczecin. Ha elaborado usted una larga lista de escritores cuyo talento no fue detectado en un primer instante por redactores y editores, que después lo lamentaron y se avergonzaron de ello. Hemos cazado su alusión al vuelo. Como no somos infalibles, hemos leído sus folletines con la debida humildad. Con toda certeza, se encontrarán en sus Obras completas, si escribe usted además algo a la altura de La muñeca o Faraón.[3]

H. C. (G. ?), Słomniki. Le pedimos…, no, no, no le pedimos, le rogamos…, no, no, tampoco…, le imploramos que nos envíe textos escritos de manera legible. En lugar de eso, no dejamos de recibir —tal vez a imagen del querido señor Thomas Mann— manuscritos con una letra diminuta y compacta llenos de borrones y con una historiada rúbrica a modo de firma. Para colmo de males, no podemos pagarle con la misma moneda, ya que los maestros del arte de la impresión no han inventado aún caracteres tipográficos ilegibles. Cuando eso suceda, pasaremos a valorar sus textos.

Barbara D., Bytom. No solo los manuscritos son con frecuencia ilegibles, los textos mecanografiados también. Parece que nos ha enviado usted la décima copia. ¡Piedad! Los ojos no se compran ni con moneda extranjera. Al principio, pensamos que había metido usted en el sobre el menú de un restaurante, porque en nuestros establecimientos de alimentación colectiva las copias más nítidas acaban por regla general en el departamento de contabilidad, y las más desvaídas van a parar a las temblorosas manos de los clientes.

E. T., Lublin. Leemos y leemos, nos abrimos paso con dificultad entre páginas repletas de manchas y de tachones negros y, de repente, nos ilumina una idea: ¿por qué no habríamos de caer víctimas de la desesperación más absoluta? ¿A otros se les permite y a nosotros no? ¿Por qué tendría que apetecernos leer eso, si todo parece indicar que al autor ni siquiera le apeteció pasarlo a limpio? Claro que no tiene por qué apetecernos. Y motivos no iban a faltar: porque llueve, porque Geno es tonta, porque nos ha dado un pinchazo en la rodilla, porque mi mamá me mima, porque los Kowalski, esos sí que viven bien, porque no cuentan con nosotros para ninguna película, porque el tiempo pasa, porque la vida es aburrida y de todas formas el fin del mundo acabará por llegar algún día. Después volvemos a inclinarnos, con resignación, sobre el texto para intentar llegar a duras penas hasta el final. Pero si se trata de responder, la verdad es que no hay a qué.

Kryst. J., Sędziszów. Querida señora, las ideas ni las compramos ni las vendemos. Tampoco hacemos de intermediarios en la compraventa. Solo en una ocasión, con toda nuestra buena voluntad y de manera totalmente desinteresada, intentamos sugerirle a un conocido una idea para una novela sobre un comerciante que se hizo saltar por los aires. Nuestro conocido, sin embargo, consideró que la idea era descabellada y dijo que con aquello no había nada que hacer. Desde entonces, nos sentimos dolidos.

M. Z., Varsovia. La vida de un redactor del «Correo» está llena de sorpresas. Se nos exigen cosas imposibles. Se nos pide, por ejemplo, que escribamos una carta (¡privada!) explicando cómo y qué hay que escribir para que sea publicado. Otros nos piden que consigamos materiales para los deberes del colegio o que escribamos informes. Los hay también que nos piden una relación completa de los libros que hay que leer, como si el desarrollo de un escritor no exigiera total autonomía en ese ámbito. Usted, señor Marek, ha contribuido de una manera simpática a aumentar esta lista enviándonos un puñado de poemas finlandeses (¡en versión original!) con la propuesta de que elijamos para la publicación los que queramos, y de que una vez hayamos hecho la selección, usted se compromete a traducirlos. La verdad es que, a primera vista, todos los poemas nos gustan mucho, están escritos en un bonito papel, el tipo de letra es claro y la impresión es buena, el interlineado y los márgenes son regulares, solo hay una palabra tachada con bolígrafo azul, lo cual no afea demasiado el poema y demuestra, además, que el autor se ha preocupado de corregir cuidadosamente el texto mecanografiado.

Ata, Kalisz. Nos han hecho soñar esos finos versos llenos de afectación cortesana. Si tuviéramos un castillo y las posesiones aledañas, desempeñaría usted el cargo de poetisa de la corte, cantaría usted la tristeza de un pétalo de rosa en el que se ha posado una indeseable mosca, y nos alabaría por arrojar con nuestros sutiles dedos a la fea criatura de la encantadora flor. Claro está que el poeta que se atreviera a recordarnos el envenenamiento con un guiso de col de los doce tíos paternos permanecería entonces recluido en las mazmorras por su falta de talento. Y lo más extraño es que el poema de la rosa podría ser una obra de arte; en cambio, el poema de los tíos paternos sería malo… Sí, sí, así es, las musas son amorales y caprichosas. A veces están del lado de la futilidad. Con tal de que el poeta hable la lengua de sus tiempos. Sus poemas, querida, son anticuados tanto en la forma como en el ámbito de las ideas. Es algo sorprendente en una joven de diecinueve años. ¿No serán versos copiados del álbum de recuerdos de su bisabuela?

Mars, Wieliczka. Conocernos personalmente no es para nadie una experiencia demasiado grata. Y si se trata ya de los amantes de la pluma, los agobiamos con extrañas preguntas, como por ejemplo, si les gusta Fredro,[4] y si sí, o si no, por qué. Después, como quien no quiere la cosa, les preguntamos sobre algún detalle de La peste de Camus, y algo después nos preguntamos en voz alta quién escribió una parodia sobre la redacción de una revista agrícola, ¿eh, quién? Para algunos se trata de preguntas embarazosas.

Magro, Krynica. Queridos señores, nos exigen ustedes demasiado. Los dos escriben poemas y quieren ustedes saber a toda costa quién escribe los mejores. Preferimos no meter baza en la cuestión, sobre todo porque en la carta nos ha intimidado la frase: «Mucho depende de eso…». La competencia en los matrimonios solo acaba bien en las comedias cinematográficas. El estilo de ambos, además, es prácticamente idéntico, es decir, difícil de identificar. Con este juicio salomónico, como fanáticos de la familia que somos, preferimos dejar el tema.

J. Szym., Łódź. Vaya, vaya… Ha copiado usted cuidadosamente algunos fragmentos de los relatos de Jan Stoberski y nos los manda con el ruego de que se los publiquemos como debut literario. Pero eso no es nada comparado con un titán del trabajo, natural de Gdańsk, que copió un capítulo de La montaña mágica con los nombres de los personajes cambiados para despistar. Eran unas treinta páginas. No sale usted muy bien parado con esas cuatro hojas manuscritas. Hay que ponerse manos a la obra. Para abrir apetito proponemos La comedia humana. No está nada mal y es largo.

Wł. P., Gdynia. En más de una ocasión hemos subrayado la importancia que le damos a las cartas. Un gran número de autores exige una valoración en una frase, en un tono oficial, convencidos seguramente de que los textos deberían hablar por sí mismos, sin más comentarios. No sabemos nada: ni la edad del autor, ni sus estudios, ni su profesión, ni sus lecturas preferidas, ni las metas que se plantea. Con usted ni siquiera sabemos si nos está mandando sus primeros borradores o una serie de relatos seleccionados entre otros doscientos. Para alguien que tiene que hacer una valoración, eso supone una gran diferencia. Una cosa es corregir los errores de un bailarín que por primera vez saca a la pista a la literatura para bailar un tango apasionado, y otra, muy distinta, encontrarnos con un bailarín que lleva años machacando los pies de su pareja de baile. Mándenos, pues, por favor, algo más de información.

Il. C., Słupsk. En esta ocasión, un tipo de carta algo diferente. También es corta y tampoco aporta ninguna información directa. A pesar de ello y en contra de la voluntad del autor, es muy expresiva. Se trata, como usted ya se imagina, de una de esas cartas descuidadas, garabateadas (por regla general, con faltas de ortografía) en una castigada hoja de papel. Ya a primera vista, el repulsivo aspecto de la carta quita las ganas de seguir leyendo. Demuestra una sensibilidad estética poco desarrollada y una actitud poco seria del autor hacia su propio trabajo. Todavía no se ha dado el caso —y llevamos ya muchos años con este «Correo»— de que una carta así vaya acompañada de unos textos que merezcan nuestra atención. Nunca. Podríamos habernos limitado en todos esos casos, con la conciencia muy tranquila, a leer la desafortunada tarjeta de visita.

T. Z., Jelenia Góra. Su carta pertenece a una tercera categoría que también suscita muchas reservas. «¿Mi carta? —preguntará usted—. ¡He escrito una carta de varias páginas! Y su aspecto tampoco era el peor, digo yo. No sé qué más quieren ustedes, la verdad». Es cierto que la carta es larga y está cuidadosamente escrita, pero es una carta que no dice absolutamente nada. A lo largo de tres páginas y media, el autor nos confiesa que se decidió a escribirnos, que al principio no quería, pero que después determinó hacerlo, porque claro, si uno escribe, habría que saber lo que se escribe, y uno solo no acaba de saber, así que hay que enseñárselo a alguien, aunque en un primer momento se tenga un cierto reparo y muchas dudas, que si mandarlo, que si no mandarlo, pero al final uno acaba mandándolo, porque unas veces le gusta lo que ha escrito, y otras veces no le gusta nada de nada, así que no queda otra que someterse al juicio de alguien que no haya escrito el texto, para que ese alguien escriba si ha valido la pena escribirlo y si ha valido la pena mandarlo, etcétera, etcétera. Este tipo de cartas siempre es un mal augurio para los textos. Se ve inmediatamente que el autor no tiene sentido de la forma, que considera que cuantas más palabras, mayor será su impacto, que, de hecho, le falta energía e imaginación. En un noventa y cinco por ciento de los casos nuestro diagnóstico se ve confirmado: los textos que acompañan a la carta muestran esos mismos defectos. Sin embargo, los leemos con atención, porque el cinco por ciento restante deja lugar a la esperanza. Y con estas palabras nos gustaría dar por finalizada la revisión de hoy.

J. G., Szczecin, A. Z., Łódź, H. K., provincia de Gniezno. La primavera, la primavera. Crueles muchachas dejan a unos poetas por otros, cosa que ocasiona la llegada a nuestra redacción de un redoblado aluvión de poemas llenos de: a) remordimientos: «Tú me echabas muchas flores, a pesar de mis errores»; b) determinación: «No son más que esfuerzos vanos, el mundo no te arrancará de mis manos»; amargura: «No te hallabas a mi lado, yo yacía amortajado, y te hacía compañía, desde el cielo te veía»; d) promesas peregrinas: «No permitiré al destino que te encuentre otro camino»; y amables invitaciones: «Ya lo eres todo en mi vida, en mi pecho, ahora, tú anida…».Todo esto es muy humano y, por así decirlo, encantador, ¿pero es de extrañar que cada primavera que llega venga acompañada de un pavor difícil de determinar que se apodera de los corazones de nuestra redacción?

Wł. T-K., Poronin. «Pido perdón de antemano por las faltas de ortografía, pero tenía mucha prisa cuando estaba pasando el texto a limpio…». Es curioso. Hasta ahora pensábamos que las prisas afectaban solo a la legibilidad de la letra. Además, si ya nos ponemos así, haya se escribe más rápido que halla, y… Por otra parte, ¿para qué todas esas prisas? Primero, el fin del mundo no será hasta mediados de febrero. Segundo, no se sabe si el fin del mundo afectará también al «Correo literario». Tercero, sus versos son de momento apenas notas sueltas, de las que solo con una desbordante imaginación se podría llegar a hacer un poema. Un saludo.

OL, Cracovia. Si no tiene usted el valor de venir a vernos y hablar sobre los poemas que nos ha enviado, puede usted venir sin valor. Tenemos un gran corazón para los tímidos. Por alguna razón que se nos escapa, se diría que los tímidos se exigen mucho más a sí mismos, son más constantes y le dan más vueltas a la cabeza. Esas características, por sí solas, todavía no significan nada, pero en el caso de que exista alguna predisposición innata, le prestan un gran servicio, ya que simplemente la convierten en talento. No es necesario que encargue un frac para la visita, ¡nada de eso!; tenga en cuenta que nuestro horario de oficina es matutino.

Kajka, Radom. Este redactor siente en lo más hondo la animadversión que le tienen algunos corresponsales que han sido negativamente valorados. Por eso, la propuesta de matrimonio que le ha sido manifestada en una breve carta escrita en verso le será de gran consuelo en su futuro trabajo. Existe un único inconveniente que podríamos denominar de naturaleza psicológica: su ideal de persona para andar por casa es alguien que no escriba poemas. Puede ser incluso fea, corta y tristona. Y de momento anda soltero porque no puede encontrar a nadie así.

[3] Destacadas novelas del escritor polaco Bolesław Prus (1847-1912).

[4] Aleksander Fredro, poeta, dramaturgo y escritor polaco (1793-1876).