¿Qué es lo que tienen en común todos estos mercados ilícitos? Lo más obvio es lo grandes que son y lo rápido que han crecido desde la década de 1990. Otra conclusión evidente es que en todos estos mercados, y a pesar de los enormes esfuerzos realizados, los gobiernos no consiguen contener la marea del tráfico ilícito. Una tercera conclusión de nuestro recorrido por los principales mercados ilícitos es que todos esos negocios jamás habrían alcanzado su estado actual sin la complicidad activa de los gobiernos, o sin una sólida infraestructura comercial que incluye empresas que a menudo son legales, grandes y visibles. Sin duda, el comercio ilícito está profundamente imbricado en el sector privado, en la política y en los gobiernos.
Desde que la década de 1990 marcara el comienzo de la actual oleada globalizadora, el comercio ilícito se ha transformado en tres sentidos: ha aumentado inmensamente de valor, ha diversificado su espectro de productos y actividades y las distintas especialidades comerciales ilícitas del pasado se han combinado, al tiempo que los transportistas, distribuidores e intermediarios han pasado a tener más importancia que los productores. Las consecuencias combinadas de estas tendencias equivalen nada menos que a una masiva reorganización del comercio ilícito, no muy distinta de las transformaciones que experimentan de vez en cuando las grandes industrias.
Como revelan los estudios sobre economía, las grandes transformaciones industriales se dan cuando se introducen en el mercado productos nuevos y revolucionarios, cuando surgen tecnologías que cambian radicalmente el modo en que un producto se fabrica o suministra a los clientes, cuando cambian las preferencias de los consumidores, o cuando se produce una avalancha de nuevos consumidores, a menudo como resultado de la apertura de nuevos mercados regionales. También se rompe el equilibrio cuando surgen nuevos competidores que desafían a los tradicionales, cuando el gobierno cambia las reglas del juego, o cuando las empresas dominantes rompen los acuerdos y pactos, a menudo tácitos, más arraigados. Todo esto ocurrió en los mercados ilícitos en los últimos quince años. Como ya hemos visto en los capítulos anteriores, fueron todas esas fuerzas las que transformaron estos mercados, algunos de los cuales habían permanecido estancados durante siglos, mientras que otros ni siquiera existían. Por otra parte, todos ellos se han visto espoleados por una demanda creciente, la aparición de fuentes de abastecimiento antes inexistentes y una regulación gubernamental ineficaz.
Este nuevo panorama ha producido magníficos resultados para los traficantes. Pero la transformación más importante quizá sea que los principales integrantes del comercio ilícito han alcanzado una influencia política directamente proporcional a sus enormes beneficios. Esta influencia política va hoy más allá de la tradicional «compra» de políticos o burócratas: incluye la prolongada «captura» de determinados gobiernos estatales o locales; un poder casi soberano sobre territorios que pueden coincidir o no con fronteras políticas y, en casos extremos, el control de centros de decisiones cruciales dentro de los gobiernos nacionales. De ello se deduce que en algunos casos los intereses de un país pueden estar completamente en sintonía con el fomento y la protección de actividades comerciales ilícitas a escala internacional.
El negocio y la política del comercio ilícito han cambiado radicalmente. Pero lo que no ha cambiado tanto es nuestra forma de verlo, ni el modo en que ciudadanos y gobiernos nos movilizamos y organizamos para enfrentarnos a él. Y este desfase perceptivo —y, en última instancia, práctico— no está precisamente disminuyendo pese a las evidencias crecientes de la importancia del comercio ilícito y de la ineficacia de nuestras reacciones. A veces centramos nuestra atención en una línea de negocio determinada cuando los hechos de actualidad y la atención de los medios de comunicación la ponen en primera plana. El descubrimiento de la red de contrabandistas nucleares de A. Q. Khan, por ejemplo, atrajo esa clase de atención de la opinión pública. Por otra parte, la persistencia del tráfico generalizado de personas ha despertado la indignación popular. Sin embargo, raras veces somos capaces de conectar todas las piezas y, sorprendentemente, tampoco lo hacen la mayoría de los gobiernos y fuerzas de seguridad. En cambio, gracias a su movilidad, flexibilidad y a los enormes incentivos para ajustar sus estructuras a las distintas oportunidades que ofrece el mercado, los traficantes están abriendo un camino del que todos nosotros —gobiernos, empresas, ONG y ciudadanos— estamos perdiendo el rastro con rapidez.
Solo afrontando la nueva realidad del comercio ilícito global y entendiendo por qué hemos sido tan impotentes a la hora de ponerle freno podremos empezar a vislumbrar un camino mejor. En este capítulo se trata de hacer balance y de buscar el modo de afrontar nuestra difícil situación.
Esta se inicia, una vez más, con la globalización. Desde 1990, la fenomenal expansión de toda una serie de reformas políticas orientadas a reducir las barreras al comercio y la inversión, así como el acelerado ritmo del cambio tecnológico, han infundido una energía sin precedentes en el comercio global. El tráfico ilegal recibió ese mismo impulso por las mismas razones. Y así, en la primera década del siglo XXI el comercio ilícito ha alcanzado un nivel de ganancias sin precedentes y que, en términos geográficos, afecta a una proporción cada vez mayor de la población mundial. Los capítulos anteriores abundan en ejemplos de esto.
Sin embargo, si rascamos un poco la superficie, veremos el modo en que todos esos cambios han afectado tanto a los comerciantes ilícitos como a las condiciones de su éxito económico. A medida que los costes del negocio han ido descendiendo, también lo han hecho los de las transacciones que componen la compleja cadena que une a los proveedores con los consumidores finales del producto, ya sea heroína, armas, DVD piratas o mano de obra doméstica ilegal, y eso ha permitido que la cadena de distribución se extienda más allá de los límites geográficos, financieros y políticos que siempre había confrontado. Hoy, las laberínticas rutas de contrabando que se extienden de un continente a otro son comunes y su influencia es ineludible. Su sofisticación operacional y sus habilidades logísticas solo son equiparables a las de las corporaciones multinacionales más modernas, ricas y eficientes. Como resultado de ello, los intermediarios que operan en el comercio internacional de productos y servicios ilícitos, así como de seres humanos, han incrementado su actividad a la par que sus beneficios. Son los intermediarios, por ejemplo, los que controlan el actual mercado ilícito de armas y quienes cierran los acuerdos y se quedan con la mayor parte del dinero de los trasplantes de riñón ilegales. Lo mismo puede decirse de todos los tipos de comercio ilícito.
Condicionados por la imagen de los cárteles y bandas mafiosas como organizaciones rígidas y jerarquizadas, aún no nos hemos acostumbrado a concebir redes de intermediarios flexibles, y prácticamente invisibles, que cruzan fronteras y proporcionan diferentes servicios. Algunas cuentan con vínculos permanentes, mientras que otras varían en su composición, actividades y alcance geográfico en función de los mercados y las circunstancias. Así, los intermediarios y agentes con acceso a múltiples proveedores, transportistas y compradores desempeñan en la actualidad un papel más significativo en el tráfico de drogas que los ya obsoletos «narcos». Para todos esos intermediarios, expandir el negocio incorporando nuevas líneas de productos, legales o ilegales, no es más que un paso comercial lógico.
El resultado adopta la forma de cadenas de valores comerciales ilícitas que guardan poca relación con lo que la opinión pública supone que es el «crimen organizado». Es cierto que a simple vista los productores chinos de relojes de lujo falsificados tienen muy poco en común con las bandas subsaharianas que transportan a emigrantes desesperados desde las aldeas más perdidas de Níger o Malí hasta Italia o España. Pero un examen detallado revela la existencia de una cadena de valores global que emplea a inmigrantes africanos ilegales como vendedores callejeros de relojes falsificados en las capitales europeas. Cuando los narcotraficantes nepalíes operan en Tailandia en representación de grupos criminales nigerianos que refinan el producto en Lagos antes de exportarlo a Estados Unidos en el equipaje de mujeres europeas a través de Bruselas o de Frankfurt, es meridianamente cierto que algunas de las partes que intervienen en esta secuencia trafican también con otros productos, quizá animales exóticos procedentes del sudeste asiático, CD piratas o mano de obra infantil. Y nadie debería sorprenderse si paralelamente realizan también transacciones de importación y exportación perfectamente legales y honradas. Al fin y al cabo, «business is business».
Esto hace que resulte difícil precisar dónde se halla exactamente el frente de batalla en la «guerra contra la droga» o cualquier otra lucha que se libre contra el comercio ilícito. ¿Se ha de librar dicha guerra en Colombia o en Miami? ¿En Myanmar o en Milán? ¿Y dónde se han de librar las batallas contra los blanqueadores de dinero? ¿En Nauru o en Londres? ¿Es China el principal teatro de operaciones en la guerra contra la violación de la propiedad intelectual, o más bien las trincheras hay que buscarlas en Internet? Se trata de preguntas que resultan cada vez más difíciles de responder.
EL FRACASO DE LOS GOBIERNOS
En la lucha contra el comercio ilícito global, los gobiernos están fracasando. Y también las empresas y las ONG. Pese a todos nuestros esfuerzos, estamos perdiendo esta batalla.
Este fracaso queda patente en el panorama descrito en los capítulos anteriores, no como un indicio sutil, sino como una conclusión indiscutible. No existen evidencias de que se haya producido ninguna victoria gubernamental aplastante e irreversible sobre ninguno de esos tipos de comercio ilícito. Ni siquiera parece razonable esperar que, en un futuro inmediato, un acontecimiento importante o una nueva tecnología modifique la situación en lo que al tráfico global se refiere. Sencillamente, no hay nada que haga pensar en la posibilidad de un inminente revés para los miles de redes que intervienen en el comercio ilícito. Incluso resulta difícil encontrar evidencias de progresos sustanciales de cara a revertir, o siquiera contener, el crecimiento de esos mercados ilegales.
Obviamente, se ganan algunas batallas. No pasa un día sin que nos enteremos de que en algún lugar un gobierno ha logrado detectar un cargamento, congelar la cuenta bancaria de un traficante, desarticular una red de delincuentes internacionales o abordar un barco cargado de sustancias prohibidas. Por desgracia, demasiado a menudo esas noticias aluden a acontecimientos aislados y no reflejan una tendencia. De hecho, incluso los éxitos concretos pueden desvanecerse con rapidez, hasta un punto de que podrían muy bien no haber ocurrido. Veamos el siguiente informe sobre Tailandia publicado en Jane’s Intelligence Review:
Con un importante coste en vidas humanas y gastos públicos, la «guerra contra las drogas» emprendida por Tailandia en 2003, a la que se dio una gran publicidad, transformó gravemente las redes de tráfico y distribución en el Reino […] Un año después, sin embargo, es evidente que se están desarrollando nuevas redes y que la entrada en el Reino tanto de estimulantes anfetamínicos como de heroína se halla de nuevo en auge […] Tailandia no tiene ninguna victoria decisiva que celebrar.[1]
Tras la ofensiva, el retroceso. Las variaciones sobre este tema se repiten en todo el mundo y en todos los mercados ilegales. La muerte de Pablo Escobar en Colombia no frenó la producción ni la exportación de drogas. En México, los espectaculares arrestos de los jefes de la organización de Arellano Félix y del cártel del Golfo en 2002-2003 no se han traducido en una reducción del narcotráfico, sino sencillamente en un reajuste del mismo: han surgido nuevos actores y se han establecido nuevos pactos, mientras que en 2005 se supo que los jefes encarcelados, antaño encarnizados rivales, también habían forjado una alianza en prisión. «La buena noticia es que el gobierno de México ha arrestado a más narcos y ha desarticulado más cárteles —declararía al New York Times un experto criminólogo mexicano—. La mala es que eso no sirve para nada.»[2]
El blanqueo de dinero proporciona otro ejemplo de alcance extraordinario. Representa la faceta del comercio ilícito en que los esfuerzos conjuntos de los diversos gobiernos han sido más intensos, y donde los resultados han merecido más elogios. Sin embargo, tales resultados están lejos de ser prometedores. El economista Ted Truman, especializado en economía internacional, y el experto en economía criminal Peter Reuter realizaron un estudio exhaustivo, de tres años de duración, sobre la eficacia de los esfuerzos para combatir el blanqueo de dinero tras los atentados del 11-S. Y esta es su conclusión:
Los críticos sostienen que el régimen [contra el blanqueo de dinero global] ha hecho poco más que forzar a los blanqueadores de dinero a cambiar sus métodos. La vida de los criminales es hoy un poco más difícil y se ha conseguido capturar a algunos, pero ha habido pocos cambios en el alcance o el carácter del blanqueo y el crimen. Puede que los críticos tengan razón.[3]
El sentido común y la observación cotidiana sugieren que la lucha contra el comercio ilícito no va bien. Sabemos que el precio de las drogas está bajando al tiempo que aumenta la adicción, y esto afecta tanto al consumo de fármacos legales en las escuelas de secundaria de Estados Unidos como al de anfetaminas en las poblaciones estadounidenses, así como en toda Europa, pasando por el de heroína a lo largo de las rutas comerciales de China y Asia central. Sabemos también que no parece que sea demasiado difícil conseguir armas para quienes están decididos a tenerlas. La mejor prueba de ello es el número creciente de guerras civiles y conflictos regionales. Pero es que, además, las investigaciones respaldan esta percepción del sentido común. Ningún país puede afirmar que haya experimentado un descenso significativo del flujo de inmigrantes ilegales. Es necesario repetirlo: pese a toda la retórica y a los colosales recursos dedicados a frenar esta marea, los gobiernos de todo el mundo están perdiendo la batalla contra los traficantes.
EL ÚLTIMO Y MAYOR EPISODIO
La guerra contra los traficantes opone la fuerza de los gobiernos a la del mercado. Tanto la historia como el sentido común nos dicen que, a largo plazo, las fuerzas del mercado tienden a prevalecer sobre las de los gobiernos. En este sentido, el tráfico moderno tiene mucho en común con el antiguo contrabando, que aparecía tan pronto como los gobiernos trataban de imponer barreras al comercio. Es probable que las mercancías y los métodos del comercio hayan cambiado, pero los incentivos económicos son muy viejos. La sal, por ejemplo, representó un importante y universal «depósito de valor», o capital, durante siglos.[4] En el siglo III a.C., los chinos impusieron sobre dicha mercancía el primer monopolio comercial del mundo. Los romanos permitieron que se comerciara con ella privadamente, pero a precios obligatorios fijados por el gobierno imperial. Los textos antiguos hablan de duros castigos impuestos a quienes infringían esas leyes, lo cual nos demuestra que resultaba difícil resistirse a los incentivos económicos para infringirlas y que ni siquiera esos duros castigos bastaban para hacer desistir a muchos, exactamente como ocurre en la actualidad.
La historia, por supuesto, no acaba ahí. En el siglo XVI, los contrabandistas franceses se aprovechaban de las diferencias en el impuesto sobre la sal, que era elevado en algunas zonas del país mientras que en otras resultaba casi inexistente. Las mujeres cruzaban el Loira acarreando bolsas de sal que llevaban ocultas entre la ropa interior y en sacos que simulaban falsas nalgas. En el siglo XIX, el contrabando de sal florecía en la India británica y en la China imperial. Hace tan solo unos cien años que este contrabando perdió su atractivo, dado que el valor relativo de la sal fue disminuyendo en comparación con el de otros nuevos productos más rentables. Desde esta perspectiva histórica, nada ha cambiado mucho, excepto el tamaño de los mercados, la diversidad de los productos de los que existe una demanda global y la casi incalculable magnitud de los beneficios implicados.
Hoy, las condiciones para el tráfico ilícito son mejores que nunca. Los traficantes, que ahora tienen la posibilidad de calibrar la demanda y las oportunidades de obtener activos a una escala global, pueden sacar el máximo provecho explotando las diferencias de precio entre países o el ahorro de costes derivado del robo. Un cocinero chino que trabaje en un restaurante de Manhattan gana en un mes o dos lo mismo que en todo un año en un puesto similar en su país. Un gramo de cocaína en Kansas City es treinta veces más caro que en Bogotá, mientras que la madera para parquet es doscientas veces más cara en Londres que en Papúa. Las válvulas italianas falsificadas son un 40 por ciento más baratas debido a que los imitadores no tienen que cubrir los costes de desarrollo del producto. Unas semanas después de su lanzamiento comercial en Estados Unidos o en Europa, se pueden encontrar en China copias de fármacos milagrosos a solo la décima parte de su precio. Un grupo guerrillero que disponga de una buena fuente de financiación pagará lo que sea para conseguir las armas que necesita, especialmente si se financia con las ganancias obtenidas en otras clases de comercio prohibido.
En todos estos ejemplos, los incentivos impuestos por los gobiernos para romper los límites al comercio resultan sencillamente enormes. Como resultado de su nuevo alcance global y de la influencia política que les proporciona su dinero, los contrabandistas han acumulado un inmenso poder. Ya no dependen de uno solo o de unos cuantos proveedores, sino que pueden conseguir lo que necesitan en un ámbito global, comprando en función de los precios, la disponibilidad, la logística y otros factores relativos a los riesgos y beneficios. De modo similar, sus clientes ya no son unos cuantos consumidores «regulares» limitados a mercados tradicionales; ahora pueden aventurarse tan lejos como les lleve su cadena de distribución y su iniciativa. Un resultado típico de ello es que ya no necesitan vender sus productos en su propio país o en países vecinos, sino que están en condiciones de abastecer a clientes de otros continentes. Hace solo unos años habría resultado descabellado esperar encontrar a traficantes nigerianos operando en Tailandia o a mujeres colombianas prostituyéndose en Japón, adonde fueron enviadas para tal fin por redes que operan a nivel mundial desde Rusia.
REDES Y MÁS REDES[5]
Ninguna de esas ventajas habría bastado por sí sola para impulsar a los traficantes hasta situarlos tan por delante de los gobiernos como hoy se encuentran, de no haber sido por la adaptación organizativa que los caracteriza en la actualidad: la red de redes. Esta nueva forma de organizaciones potenciada por las nuevas tecnologías de información y comunicación representa una adaptación frente a la que los gobiernos se encuentran intrínsecamente impedidos. El actual comercio ilícito es obra de redes. En los capítulos anteriores he aludido a ellas con frecuencia, y he dado ejemplos de su funcionamiento y de sus éxitos. Pero para comprender hasta qué punto la estructura reticular ha constituido un activo esencial para el comercio ilícito, nos será de utilidad examinar brevemente cuál es la naturaleza de las redes y de qué modo los traficantes sacan partido de ellas.
Para empezar, ¿qué es una red? La definición que cuenta con un mayor consenso es que se trata de un sistema de nodos conectados por vínculos. Dichos nodos pueden ser de cualquier naturaleza: personas, empresas, objetos, etcétera, y su relación mutua puede estar configurada por amistad, transacciones, señales de radio o cualquier otra cosa. Algunas redes son inanimadas, mientras que otras poseen un carácter marcadamente deliberado.
Veamos a continuación las redes humanas. Algunas están unidas por vínculos que no resultan especialmente deliberados: un vecindario puede considerarse una red, pero una comunidad de vecinos que reúne frecuentemente a muchos de sus miembros sugiere un vínculo mucho más fuerte. Los miembros de la asociación de vecinos están unidos por intereses compartidos y por objetivos comunes que fomentan o protegen. Un grupo de «conocidos» constituye una red, pero un servicio online que les permita ponerse en contacto y comunicarse revela un tipo de red potencialmente más robusto. No existe una calificación universal que establezca una frontera clara entre aquello que es una red y aquello que no lo es; y si uno busca redes en las organizaciones sociales, lo más probable es que las encuentre en todas partes.
Sí es posible, en cambio, comparar las distintas redes a partir de la estructura que adoptan, las funciones a las que sirven y el modo en que sus miembros construyen sus vínculos. Las redes adoptan tres formas que podríamos denominar «canónicas». Una es la red de ramal único: una simple cadena en la que cada nodo está conectado en ambas direcciones, como, por ejemplo, las luces de un árbol de Navidad. La segunda adopta la forma de un punto central desde el cual se irradian una serie de conexiones, como los mapas de carreteras o de rutas aéreas. Y la tercera es la red «multirramal», en la que todos los participantes están vinculados entre sí; pensemos, por ejemplo, en las personas unidas por un vínculo étnico o nacional —pongamos por caso todos los colombianos que viven en Madrid o todos los senegaleses que viven en París—, las cuales disfrutan de una conexión mutua, exclusiva del grupo y universal dentro de este.
Una segunda distinción entre las diversas redes es la que puede establecerse según la función a la que sirven y el partido que se saca de ellas. El origen compartido de los inmigrantes puede constituir el fundamento de unos servicios bancarios, periódicos o agencias matrimoniales exclusivos para su comunidad; pero un conflicto político en su tierra natal podría romper con igual facilidad esos vínculos. Los directivos de una empresa forman una red formal cuyos miembros se reúnen regularmente de acuerdo con un calendario; pero es posible que los integrantes del equipo de fútbol de la empresa o los empleados que salen juntos de copas formen una red más informal, pero más resistente (y algunos dirían que también más útil). Las redes pueden tener varios niveles de objetivos, o no tener ningún objetivo concreto, y el vínculo que une a sus miembros puede ser tan instintivo como el reconocimiento mutuo, o tan consciente y selectivo como un objetivo político o una religión compartidos.
Esto último sugiere una tercera distinción entre las redes, que suscita la siguiente pregunta: ¿las construyen sus miembros a través de sus acciones o, por el contrario, les son asignadas por nacimiento o educación? Algunas redes son intrínsecas, es decir, agrupan a aquellos individuos que tienen en común una determinada característica de identidad, como el origen étnico, la religión, la nacionalidad o la casta. Otras se construyen íntegramente, como las formadas por las franquicias de McDonald’s, los activistas de Greenpeace o los árbitros de fútbol. Pero las fronteras que separan a unas de otras no siempre están claras. La red de graduados de Oxford, por ejemplo, es en parte construida (estudiar en Oxford es una opción), pero en parte también intrínseca, ya que todo graduado es miembro de ella lo quiera o no.
Toda red posee su propia mezcla de atributos. Pese a ello, la necesidad de identificar en qué lugar encaja dentro de estas pautas conocidas —estructuras simples o complejas, funciones latentes o activas, identidades intrínsecas o construidas— resulta clave para entender cuál es su rasgo distintivo en tanto que red, cómo entran o salen de ella sus miembros, qué es lo que la hace sostenible a lo largo del tiempo y qué puntos débiles podrían hacer que funcionara mal.
Pero ¿qué nos dice todo esto acerca del comercio ilícito? Las redes de este son absolutamente deliberadas, puesto que tienen un objetivo claro: obtener beneficios infringiendo la ley; y cuando las redes deliberadas adquieren forma y función, es porque ayudan a resolver un problema. Para tener éxito, las redes comerciales ilícitas deben ser: a) lucrativas, y b) seguras. Sin embargo, estos requisitos previos no definen por sí solos la estructura de una red de tráfico exitosa. Los grupos étnicos, por ejemplo, siempre han sido cauces de comercio. Pero una conexión étnica no es ni necesaria ni suficiente para dar lugar a una operación comercial fructífera.
Sin embargo, desde la década de 1990 las redes comerciales ilícitas han adoptado una forma característica. Esta estructura predominante marca un enorme alejamiento del modelo de los cárteles del crimen organizado, o incluso de otros modelos anteriores. Las actuales redes de tráfico tienen un carácter extremadamente descentralizado, incluso atomizado. Sus células, o integrantes, tienden a ser autónomos y autosuficientes. Interactúan a través de las fronteras en cadenas que pueden ser largas y complejas, pero extremadamente adaptables y eficaces. Las interacciones tienen tantas probabilidades de ser transitorias como permanentes, y cualquier transacción tanto de ser excepcional como de formar parte de una pauta regular.
En los capítulos anteriores hemos visto que desde la década de 1990 todas las grandes organizaciones comerciales ilícitas han experimentado una transformación reticular de ese tipo que ha alterado su propio negocio y las ha vinculado a otras. Dicha transformación reticular ha permitido, por ejemplo:
Operaciones y actividades transcontinentales. En la actualidad, las plantas mexicanas que elaboran y envasan medicamentos falsificados con productos químicos procedentes de la India y envases que provienen de China desempeñan un papel fundamental en el comercio ilícito. Y lo mismo ocurre con los laboratorios nigerianos que convierten en heroína el opio que llega de Afganistán o Myanmar y que ha pasado por Pakistán, Uzbekistán, Tailandia o China; o con la planta de Malaisia que montaba centrifugadoras para Libia según diseños paquistaníes bajo la supervisión de Sri Lanka y con la financiación de diversos bancos de Dubai.
Un cambio en el papel de las estaciones intermedias a lo largo de las rutas de tráfico. Lo que antaño eran meros «pisos francos» donde los contrabandistas encontraban refugio, hoy pueden ser importantes y sofisticados centros de almacenamiento y despacho en los que guardar los productos hasta que se den las condiciones adecuadas para su distribución. Una casa en Bolivia, México, España o Hungría es hoy un centro donde encerrar a decenas de emigrantes sacados clandestinamente de China o Afganistán, o de esclavas sexuales procedentes de Moldavia y Ucrania. Estos almacenes posibilitan al mismo tiempo un negocio al por mayor donde compradores y vendedores se reúnen en un terreno neutral y discreto; o incluso gracias a Internet, donde no necesiten reunirse en absoluto.
El surgimiento de un mercado financiero ilícito internacional y plenamente operativo. Hace mucho tiempo que pasó la época en la que los narcotraficantes debían esforzarse para transportar y utilizar sus montañas de dinero en efectivo. Siguen recaudándose enormes cantidades, y abundan los inmensos beneficios, pero ahora sus propietarios disponen de un número creciente de métodos y vías para transportar y emplear las ganancias que han obtenido de forma deshonesta. Desde las hawalas hasta las sofisticadas redes financieras que vinculan a los bancos de los paraísos fiscales con los de los centros económicos, los empresarios ilícitos disponen en la actualidad de muchas más opciones que antes. Asimismo, la financiación de transacciones importantes y arriesgadas ya no tiene por qué provenir de pequeños grupos de socios. Los grandes acuerdos se pueden descomponer en distintas partes, disponer de redes financieras independientes entre sí, a veces incluso sin saber siquiera quién más está implicado. Técnicas como la financiación por proyectos y los consorcios crediticios ya no son coto exclusivo de las empresas de acreditada reputación.
El final de las estructuras de control y mando. Si las operaciones de tráfico se basaran en instrucciones emitidas desde un cuartel general, resultaría muy fácil seguirles la pista. Pero la realidad es muy distinta. El modelo del cártel ha quedado obsoleto. En su lugar, las redes de tráfico están descentralizadas y parecen tener múltiples jefes, o no tener ningún jefe en absoluto, de modo que «no hay un corazón o una cabeza a los que apuntar». Las redes cuentan con múltiples opciones, y la autonomía operativa que posee cada célula hace que le resulte fácil confundirse con su entorno local.[6]
HA NACIDO UN MERCADO
Para los actuales comerciantes ilícitos, las redes permiten una descentralización que mejoran todas las estructuras anteriores al menos por cuatro razones.
En primer lugar, debido a que refleja los avances tecnológicos. Los comerciantes ilícitos suelen ser los primeros en adoptar y optimizar la dispersión de operaciones que permiten las actuales herramientas de información y comunicación.
En segundo lugar, la descentralización reduce el coste de las operaciones del comercio ilícito porque disminuye los riesgos, especialmente el de ser descubierto. Al dispersar sus operaciones a través de las fronteras, los traficantes neutralizan a sus adversarios y reducen la probabilidad de que un arresto en algún punto de la cadena haga desmoronarse todo el negocio. Las redes con múltiples ramificaciones están en condiciones de afrontar un arresto o una redada, ya que siempre cuentan con cauces alternativos.
En tercer lugar, dado que la descentralización y la dispersión ya no resultan costosas, los comerciantes ilícitos pueden utilizarlas para arrebatar el control del mercado, y con él los mayores beneficios, a los extremos representados por la oferta y la demanda. Los escasos compromisos contractuales y de gestión de existencias, así como la rápida capacidad de financiación —bien en forma de carta de crédito de un banco cooperativo, bien de transferencia a través de múltiples agentes—, hacen posible formalizar un acuerdo en todos los aspectos en un tiempo récord. Cuanto más flexible sea la estructura de la red, y cuanto mayor sea el número de opciones de que dispone el comerciante en un momento dado, más rápidamente se acordará una transacción. Como en todo negocio, los comerciantes que triunfan son los que cuentan con opciones.
Por último, cuantas más opciones tenga un comerciante, menos atado estará a un producto concreto. De ahí la proliferación de transacciones en las que intervienen múltiples productos, como drogas a cambio de armas, o drogas más falsificaciones a cambio de dinero en efectivo. De ello se deduce que cada transacción constituye, en potencia, un trato único que las partes no necesitan repetir para mantener sus ingresos. Así, el hecho de que se sospeche que alguien está relacionado, por ejemplo, con una trama de DVD piratas no significa necesariamente que sea un especialista en ese producto, y su próxima transacción podría afectar a artículos completamente distintos.
El actual comercio ilícito no se ha librado por completo de los especialistas en determinados productos, pero casi todos los actores de la red que se hallan más estrechamente vinculados a un producto concreto se concentran en el abastecimiento inicial o la distribución final, mientras que la flexibilidad y el verdadero poder —y las grandes ganancias— se encuentran en medio de estos extremos. Si observamos con atención, advertiremos que tanto los personajes característicos como los individuos más notorios asociados a un determinado tipo de comercio ilícito, hace ya tiempo que han ampliado su radio de acción. Dichos personajes van desde Victor Bout —que ha extendido sus negocios de armamento con la incorporación de «diamantes de la guerra», pescado congelado, flores e incluso servicios de transporte para las autoridades estadounidenses en Irak— hasta diversos grupos establecidos en Tirana, Casablanca o Tijuana que hacen contrabando con cualquier mercancía o persona a través de las fronteras de Italia, España o Estados Unidos siempre que el precio resulte conveniente.
El comercio ilícito ya no representa un conjunto de arcanas y peligrosas especialidades. Lejos de ello, hoy constituye algo mucho más próximo a un intercambio bien establecido en el que una serie de productos legales, ilegales o dudosos pueden sustituirse y combinarse indefinidamente, y cuyos agentes (comerciantes, proveedores de servicios, financieros) son más autónomos y están mejor conectados, constituyendo un mercado cada vez más eficiente. No se trata, obviamente, de un mercado puro. Dado que, por definición, el comercio ilícito no puede darse abiertamente, la información perfecta —uno de los rasgos que configuran el mercado ideal para los economistas— es algo que está fuera de lugar. Así pues, debido a que la cocaína, las armas, los vídeos piratas y las esclavas sexuales no cotizan en Bolsa, ni sus precios se comunican a todo el mundo a través de Internet, el mercado de tales productos es irregular y se ve afectado por las condiciones locales, y no solo por la oferta y la demanda globales.
Sin embargo, una estructura reticular flexible resulta tremendamente útil a la hora de paliar esa irregularidad. Utilizando toda la gama que brinda la tecnología del siglo XXI, una red dispersa puede dotar de oportunidades a sus integrantes de forma bastante eficaz. Al mismo tiempo, limita el riesgo al aislar a las partes unas de otras, ya que nadie tiene por qué conocer la identidad de los miembros de la red más allá de uno o dos eslabones. Por otra parte, ofrece rutas alternativas para cada transacción y reduce el riesgo de que un trato malogrado perjudique a otros que estén en curso.
Evidentemente, la estructura organizativa no lo explica todo. La transformación del comercio ilícito refleja también la creatividad de unos «líderes empresariales» innovadores que han respondido a las limitaciones del modelo anterior. Pero pese a la astucia de tales innovadores, el cambio se debe tanto a ellos como a diversos elementos de nueva incorporación de carácter autónomo, a pequeña escala y casi accidental —como don Alfonso, el empresario mexicano al que he aludido en el capítulo 4—, todos los cuales se han aprovechado de la reducción de las barreras comerciales. Asimismo, debe mucho a los agentes e intermediarios, que se han convertido en maestros en el arte de mezclar transacciones lícitas e ilícitas de manera discreta. Juntos, todos estos pioneros han creado un entorno comercial en el que pocas de las señales decisivas emanan de ellos, mientras que son muchas más las que emanan del mercado. Y esa muy bien podría resultar la fuerza distintiva del comercio ilícito en el siglo XXI: cuanto más profundamente asuma las características de un mercado global, mayor será la probabilidad de que siga funcionando por sí solo.
¿UNA LUCHA DESIGUAL?
Comparemos ahora esos rasgos con los de los gobiernos. La razón principal de que los gobiernos estén perdiendo la batalla contra las redes delictivas globales no hay que buscarla en alguna característica perversa de la globalización. Ocurre, sencillamente, que los gobiernos son gobiernos y las redes, redes. Aunque parezca una perogrullada, se trata de una realidad fundamental que define la asimetría entre esos dos organismos enfrentados. Independientemente de su dinero y su tecnología, del heroico idealismo y el compromiso de sus agentes, o de la creatividad y audacia de sus tácticas, el hecho es que los organismos gubernamentales encargados de combatir las redes delictivas internacionales son, ante todo, burocracias. Y las burocracias públicas tienden a exhibir, en todas partes, ciertas pautas predecibles.
Estructura. Las burocracias son propensas a organizarse de acuerdo con jerarquías en las que la autoridad y la información fluyen verticalmente de arriba abajo, y viceversa, en lugar de hacerlo en sentido horizontal de unas unidades a otras. Así, la coordinación y la colaboración entre unidades que no forman parte de la misma línea de mando vertical representan un esfuerzo, y rara vez surgen de manera natural. El 9/11 Report —el informe del 11-S sobre los hallazgos de la comisión parlamentaria que investigó cómo los terroristas pudieron golpear a Estados Unidos con tanta eficacia— abunda en ejemplos de falta de «coordinación entre agencias» que se tradujeron en oportunidades para al-Qaeda.[7]Y lo mismo puede decirse del comercio ilícito. En todas las entrevistas que he realizado para este libro, la dificultad de sincronizar las actividades de centenares de organismos públicos implicados en la lucha contra el comercio ilícito se identificaba, sin excepción, como un obstáculo fundamental para el progreso. De hecho, muchos de los expertos y profesionales a los que entrevisté consideraban la tarea prácticamente imposible.
Presupuesto. Las burocracias gubernamentales también tienden a depender de partidas presupuestarias. Eso significa que, para los organismos del sector público, maximizar el presupuesto recibido de las arcas nacionales constituye la principal prioridad en la mente y en el tiempo de sus directivos, por encima de cualesquiera otras. Obviamente, para los líderes de los organismos gubernamentales, luchar contra los delincuentes, respondiendo rápidamente a las amenazas, oportunidades y otras señales que reciben de su entorno exterior, puede muy bien constituir una prioridad. Muchos funcionarios se sienten extremadamente motivados por su misión; pero prestar atención al entorno exterior a menudo resulta inútil si primero no se consigue una partida presupuestaria adecuada. Luchar contra las redes es una empresa cara, y sin el suficiente presupuesto público carece de sentido.
Límites políticos y legislativos. Los gobiernos son entidades políticas, y ni siquiera las burocracias gubernamentales más aisladas políticamente son inmunes a las distorsiones de la politización y el clientelismo en sus decisiones sobre la dotación de personal o la consecución y asignación de recursos escasos, por no mencionar las limitaciones que les impone la ley en cuanto a lo que pueden o no pueden hacer. Únicamente les está permitido operar dentro de los límites de sus estatutos, que suelen actualizarse más lentamente que los cambios producidos en su entorno.
Fronteras. Por último, todas las burocracias gubernamentales tienen dificultades a la hora de operar con eficacia fuera de su país, y eso suponiendo que tengan la oportunidad de hacerlo gracias a determinados acuerdos diplomáticos. Su hábitat natural no es el territorio extranjero sino el nacional. Para actuar en otra jurisdicción territorial, cualquier organismo gubernamental necesita una o varias leyes que lo permitan, además de todo tipo de condiciones y personal especializado. Normalmente, las burocracias públicas no se las arreglan demasiado bien a la hora de actuar fuera del entorno legislativo y político de su propio país.
Hay que admitir que esta descripción de los organismos gubernamentales resulta un tanto simplificada; pero es esencialmente válida. Comparada con la descripción, no menos simplificada, de las redes del comercio ilícito global, las diferencias resultan bastante llamativas. Las redes criminales obtienen sus recursos de sus clientes y víctimas, no del presupuesto público. Los rendimientos concretos y los resultados económicos constituyen el único motor de los ingresos: si no se entregan pedidos, no hay ganancias. Pasar por alto o interpretar de forma incorrecta una señal del mercado o una pista del entorno operativo a menudo resulta catastrófico. Son los beneficios y la supervivencia personal los que generan la motivación de los integrantes de las redes, que, por otra parte, se sienten tan cómodos en su país como en el «extranjero», un término que para ellos tiene cada vez menos significado. Mientras que los organismos gubernamentales solo pueden hacer aquello que la ley explícitamente les permite, las entidades ajenas al gobierno pueden hacer lo que quieren, salvo lo que la ley prohíbe expresamente. Pero las redes delictivas hacen ambas cosas: tanto lo que no está explícitamente prohibido como aquello que sí lo está.
Así, mientras que los gobiernos constituyen burocracias más bien rígidas y verticalmente organizadas con un margen de movimiento limitado, las redes se comportan como el mercurio, que cuando uno trata de cogerlo se escurre entre los dedos, convirtiéndose en un montón de pequeñas gotitas. La diferencia es que las redes que tienen éxito no siguen siendo pequeñas durante mucho tiempo; y además, su recién descubierta movilidad global las ha hecho propensas a crecer aún más deprisa.
LA DEBILITANTE OBSESIÓN POR COMBATIR SOLO LA OFERTA
El salto cuantitativo en el poder económico y la movilidad de las redes ha confundido a los gobiernos, cuyos esfuerzos para frenar el comercio ilícito se ven obstaculizados por enredos burocráticos, fronteras nacionales, jurisdicciones legales, objetivos diplomáticos contradictorios y restricciones políticas y financieras. No es que los gobiernos estén ociosos; ciertamente, se esfuerzan en limitar o eliminar la demanda de productos ilegalmente comercializados por parte de los usuarios finales. Encierran a los consumidores y distribuidores de drogas, a veces detienen a los clientes de las prostitutas, hostigan a los estudiantes universitarios que descargan copias ilegales de canciones y películas, multan a los bancos que no intentan «conocer a sus clientes» y penalizan a los empresarios que contratan a inmigrantes ilegales.
Los gobiernos también se esfuerzan en reducir la oferta de productos ilícitos. Para ello prohíben la entrada de extranjeros ilegales, armas, falsificaciones y drogas, promueven la fumigación de los campos de coca y amapola con herbicidas, la clausura de laboratorios clandestinos en los que se elaboran drogas, el control estricto de los fabricantes de armamento y la presión a otros gobiernos para que persigan a los fabricantes de productos piratas.
Todo eso estaría muy bien en teoría, si no fuera porque las redes han mostrado una enorme velocidad y flexibilidad a la hora de tener en cuenta todos esos cambios, así como en adaptar sus estructuras, su personal, sus fuentes de abastecimiento, sus precios y sus estrategias de distribución a las alteraciones producidas en su entorno, tal como haría cualquier empresa prudente. Ciertamente, no carecen de recursos o de motivos para proseguir con sus negocios pase lo que pase. A menudo, la interferencia del gobierno no representa más que otro de los costes del negocio, y también bastante a menudo dicha intervención lo único que consigue es que suban los precios.
Sin embargo, una pauta fundamental que surge de los diversos tipos de comercio ilícito global es que en todos los casos —y pese a su retórica en el sentido contrario— la estrategia preferida por los gobiernos es, invariablemente, la de atacar la oferta. Así, los diversos gobiernos dedican la mayor parte de su dinero, su personal y su tecnología a perseguir a los productores, transportistas y proveedores. Lo normal es que los esfuerzos que hacen los gobiernos para frenar la oferta superen siempre, por un amplio margen, a los dedicados a frenar la demanda. El gobierno estadounidense, por ejemplo, dedica muchos más recursos a la interdicción —persiguiendo a las lanchas y pequeños aeroplanos de los traficantes en el Caribe, o fumigando los campos de amapolas— que a poner freno al lucrativo mercado que hace que a los traficantes les merezca la pena arriesgar su vida para introducir la droga en Estados Unidos. El adolescente brasileño descubierto en el aeropuerto Kennedy con preservativos llenos de cocaína en el estómago se enfrenta a un futuro mucho más desgarrador en manos del sistema jurídico estadounidense que el estudiante universitario norteamericano de la misma edad al que pillan esnifando coca en una fiesta de la facultad. Los empresarios europeos que crean la enorme demanda de inmigrantes ilegales africanos corren un riesgo mucho menor —o nulo— que los extranjeros que arriesgan su vida cruzando el Mediterráneo en pateras. El vendedor callejero de relojes Cartier falsos se enfrenta a riesgos y penas desproporcionadamente mayores que sus ociosos clientes, que, de hecho, no corren ningún riesgo. En la mayor parte de los países la policía persigue a las mujeres que venden sexo, pero no a sus clientes.
¿Cuál es la razón de esta persistente tendencia a centrarse en la oferta? En realidad hay muchas. Para los gobiernos, proteger las fronteras nacionales de los intrusos extranjeros constituye una respuesta más automática que desarrollar complejas tentativas de disuadir a los ciudadanos de consumir determinados productos o contratar determinados servicios. Culpar a los delincuentes extranjeros resulta políticamente rentable, pero atribuir la responsabilidad a los propios compatriotas que consumen drogas o a las empresas y las familias que emplean a extranjeros ilegales podría equivaler a un suicidio político. Poner coto a la demanda requiere una serie de complejos e inéditos cambios en los valores, la educación y las instituciones, además de otras medidas sociales «blandas», lo que para los políticos constituye un terreno resbaladizo. Atacar la oferta, por el contrario, equivale a basarse en lo ya probado y experimentado: el uso de la fuerza, la coerción y la acción policial. Los instrumentos utilizados para frenar la oferta resultan incluso más telegénicos: helicópteros, cañoneras, agentes armados hasta los dientes, jueces y generales. En definitiva, seguimos siendo adictos a los controles fronterizos en un mundo al que a veces nos gusta llamar «sin fronteras».
Pero si algo refleja el enfoque centrado en la oferta es la visión de la amenaza que supone el comercio ilícito que sigue trazando una clara división entre buenos y malos, cuando la realidad resulta mucho más ambigua. Sugiere que es posible neutralizar y capturar a los traficantes, cuando lo cierto es que estos no solo se confunden con el paisaje, sino que sus redes se extienden hasta impregnar todos los aspectos de nuestra vida cotidiana: bancos que ayudan a transferir el dinero conscientemente o no; empresas legítimas con actividades complementarias ligadas al tráfico ilegal de cuya existencia sus empleados no siempre están enterados, o funcionarios —y no solo en los países pobres— que aceptan sobornos de los traficantes, entre muchos otros ejemplos. Atacar la oferta tiende a subestimar la preponderancia, la persistencia y la influencia de esas tendencias, y asimismo sugiere que el comercio ilícito puede confinarse geográficamente, cuando las pruebas demuestran que nunca ha sido tan ubicuo como en la actualidad.
Nuestros enfoques sencillamente no encajan con el modo en que han pasado a operar, y prosperar, las redes de comercio ilícito. La cuestión ahora es si somos capaces de reconsiderar la naturaleza de la amenaza y encontrar el modo de hacer mejor las cosas.