No todo está perdido.
En la década de 1990 se produjo una convergencia de nuevas tecnologías y cambios políticos que favoreció a los delincuentes y debilitó a los gobiernos. A partir de 2001 ha reaparecido una convergencia similar de cambios políticos y tecnológicos, que tal vez produzca un cambio de tendencia propicia para los gobiernos.
Se inició cuando a comienzos del siglo XXI un acontecimiento inesperado desencadenó una nueva reconfiguración del marco global en el que operan los delincuentes transnacionales. El 11 de septiembre de 2001, la complacencia y la falta de conciencia generalizadas sobre las nuevas capacidades de las redes criminales apátridas se derrumbó con las torres gemelas del World Trade Center. Los atentados de Bali, en octubre de 2002, de la estación de Atocha en Madrid, en marzo de 2004, y de Londres, en julio de 2005, no hicieron sino subrayar el mensaje. La nueva amenaza global operaba por medio de redes altamente flexibles y descentralizadas. Los grupos terroristas desplegaban su personal y se comunicaban a través de ellas. Asimismo basaban su respaldo económico en redes financieras internacionales, no siempre legales, y sus células sobrevivían gracias al comercio ilícito —por ejemplo, en forma de falsificaciones—.[1] Así, cuando solo unos días después del 11-S la preocupación por las «finanzas terroristas» saltó al primer plano de la política internacional, también lo hizo la creciente percepción de que el comercio ilícito formaba parte del problema.
Esta dolorosa percepción se tradujo de inmediato en un deseo aparentemente ilimitado de nuevas leyes, instituciones y tecnologías capaces de contener y, de ser posible, erradicar la nueva amenaza. En todas partes surgió un nuevo deseo de métodos más efectivos para garantizar la seguridad pública y proteger las fronteras de la entrada de personas y productos no deseados. La opinión pública estadounidense demandaba tales medidas a partir del 11 de septiembre, y sus políticos reaccionaron. Y aunque las medidas adoptadas en Estados Unidos suelen verse con cierto desdén en otros países, lo cierto es que rápidamente hallaron eco en todo el mundo.
Al tiempo que los flamantes pioneros de las finanzas internacionales de la década de 1990 perdían su prestigio, aumentaba el papel y la prioridad política de la policía y los servicios de seguridad. De repente, los estadounidenses empezaron a ver «héroes» en sus soldados, bomberos y médicos de urgencias. En Europa, los ministros del Interior volvieron a ser objeto de especial interés e influencia. Las fronteras pasaron a ser de nuevo importantes, incluso primordiales, baluartes contra la infiltración, lo que representaba un cambio abrupto con respecto al discurso, tan familiar para los europeos, según el cual las fronteras nacionales se estaban diluyendo en beneficio de unos mercados de mayor amplitud geográfica, llamados a ser vastos, abiertos y libres.
Tan solo unas semanas después del 11-S, la creciente demanda de seguridad ya estaba generando su propia oferta de múltiples formas. A finales de 2001 se habían aprobado nuevas leyes antiterroristas, o se habían endurecido las ya existentes, en Gran Bretaña, Canadá, Francia, la India, Japón y Estados Unidos. «Hay un antes y un después del 11 de septiembre», declaraba el entonces ministro del Interior francés, Daniel Vaillant, en noviembre de 2001, al tiempo que defendía ante su Parlamento una ampliación de las atribuciones policiales. Alegatos similares pudieron escucharse en otros lugares. Y aunque en varios países, incluidos Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, las llamadas disposiciones «de vigencia limitada» restringían las nuevas normas a un período comprendido entre dos y cuatro años, a finales de 2005 todas ellas habían sido renovadas o reemplazadas por leyes a largo plazo no menos duras.
Sin embargo, los gobiernos eran conscientes de que con las leyes no bastaba. La nueva amenaza terrorista y sus ramificaciones desafiaban el modo en que los diversos países organizaban sus servicios, desarrollaban sus estrategias y materializaban sus planes de defensa nacional. Ante esta situación, la mayor parte de los gobiernos crearon comisiones especiales y grupos de expertos encargados de estudiar la nueva amenaza y recomendar soluciones. Muchos países empezaron a reorganizar sus organismos de seguridad y de inteligencia, y se incrementaron los presupuestos nacionales para estos fines. El sector privado se apuntó de inmediato. Las empresas de consultoría desarrollaron nuevas prácticas dirigidas a captar al mercado de la seguridad. Las universidades crearon institutos consagrados al estudio del terrorismo y la seguridad nacional, conscientes tanto de la necesidad como de la oportunidad de atraer fondos públicos de investigación. Diversos centros de formación empezaron a ofrecer cursos de preparación para emergencias, ayuda en caso de catástrofe, defensa civil, control de fronteras, vigilancia y codificación, así como para hacer negocios en zonas peligrosas y evitar ser secuestrados. Diversas empresas que vendían escáneres, hologramas de nueva generación o dispositivos electrónicos para verificar la identidad de personas, productos y documentos vieron dispararse sus cotizaciones. El ex alcalde y el ex jefe de policía de Nueva York, aclamados como héroes del 11-S, se retiraron y se dedicaron a vender sus consejos sobre prevención y gestión de catástrofes a otras ciudades del mundo.
Pero qué tiene que ver el comercio ilícito en todo esto. Es posible que para la opinión pública y los medios de comunicación este constituyera una segunda prioridad situada muy por debajo de la amenaza para la seguridad que representaba el terrorismo. Pero para los organismos públicos y las empresas privadas que se enfrentaban directamente al problema, los vínculos resultaban demasiado numerosos para ignorarlos. La investigación de las células terroristas (destinada a averiguar cómo se habían formado, cómo se sustentaban y cómo se las ingeniaban para permanecer tanto tiempo en la clandestinidad) conducían al comercio ilícito, la inmigración ilegal y el mercado de documentos falsos. Las finanzas terroristas conducían a las oficinas de transferencia de dinero, a la corresponsalía bancaria y a los sistemas extraoficiales de transferencias internacionales como las hawalas, lo cual servía a toda una serie de operadores ilícitos (además de a un gran número de inmigrantes honestos). El terrorismo y el comercio ilícito funcionaban de manera muy parecida, por medio de redes móviles, descentralizadas y extremadamente efectivas que se apoyan y alimentan mutuamente.
Ante tales amenazas, la lucha contra el comercio ilícito se ha intensificado. Es evidente que en todo momento ha habido investigadores y activistas abnegados que han combatido a los traficantes, pero como hemos visto una y otra vez, todos los esfuerzos que realizaron en la década de 1990 no bastaron para controlar el explosivo crecimiento del comercio ilícito. En el clima actual, no obstante, los funcionarios, los activistas, los responsables del desarrollo de tecnologías, los investigadores universitarios y demás han redoblado sus esfuerzos. Se están desarrollando nuevas leyes, nuevos métodos policiales y judiciales, innovadoras técnicas forenses y nuevas formas de colaboración internacional, y la opinión pública, cuando ha sido consultada, se ha mostrado favorable a tales cambios, ha expresado pocos recelos y ha manifestado un apoyo decidido.
La cuestión es cómo asegurarse de que todos esos nuevos esfuerzos den resultados.
No cabe duda de que el éxito en la batalla contra el comercio ilícito requiere introducir cambios sustanciales en el modo en que se libra. Salta a la vista que los planteamientos del pasado han fracasado. Sin embargo, los gobiernos de todo el mundo no han parado de repetirlos. Han seguido invirtiendo en estrategias que apenas han dado fruto mientras se negaban a reconocer los persistentes puntos ciegos, y, sin embargo, la mayor parte de las veces los ciudadanos no los han sancionado por su falta de imaginación. En Europa y Norteamérica, donde se origina una proporción importante de la demanda, la opinión pública y los líderes políticos comparten muchos de esos errores y dudas cuando se trata de enfrentarse al comercio ilícito.
La primera tarea, pues, consiste en decidirse a romper el círculo, a liberarse de los problemas de aprendizaje, tanto por parte de los gobiernos como de los ciudadanos, que ha bloqueado los progresos en la lucha contra la delincuencia global.
La segunda tarea consiste en renunciar a la tentación de basar las políticas públicas en la indignación moral. Obviamente, casi todo lo que está relacionado con el comercio ilícito viola no solo las leyes, sino una serie de creencias arraigadas acerca de lo correcto y lo equivocado. Pero en todos los países las exhortaciones morales han sustituido con frecuencia el análisis sincero del problema. Esa tendencia resulta conveniente para los políticos, pero peligrosa para la sociedad, alimenta la complacencia hacia soluciones que se han revelado ineficaces y aumenta los riesgos y los obstáculos para aquellos políticos y ciudadanos que tratan de innovar.
Existe, no obstante, un modo de avanzar. Si aprendemos de los errores del pasado y renunciamos a la tentación de quedarnos en la retórica moralizante, nos hallaremos en una mejor posición para comprender contra qué luchamos y cómo actuar. Estaremos en condiciones de aprovechar al máximo las nuevas tecnologías e ideas, y adaptar nuestras estrategias nacionales e internacionales para enfrentarnos al comercio ilícito mediante métodos que nos den una posibilidad mayor de triunfo.
LO FUNDAMENTAL: USAR LO QUE SABEMOS
El comercio ilícito no tiene por qué ser un misterio. Disponemos de toda la información que necesitamos para actualizar nuestros conocimientos sobre su funcionamiento y la razón por la que se ha convertido en un fenómeno tan generalizado y poderoso. En consecuencia, antes de pensar en nuevas políticas públicas, leyes, instituciones o estrategias, es importante partir del conocimiento que ya hemos acumulado. Hay unos cuantos presupuestos tan básicos como sencillos, aunque a menudo ignorados, que conviene tener en cuenta.
Lo que impulsa el comercio ilícito no es la baja moral sino las altas ganancias. Esto debería ser evidente para todos. Y sin embargo, la motivación fundamental del comercio ilícito parece constituir, demasiado a menudo, un punto ciego en nuestro pensamiento, y nos apresuramos a recurrir al lenguaje moral para condenar el comercio ilícito. Es cierto que muchos de los personajes involucrados en este son criminales abominables, pero lo que les mueve son los beneficios y una serie de valores que con frecuencia resultan impermeables a las denuncias morales. El tráfico ilícito no es un fenómeno moral sino económico, y para afrontarlo con éxito resultan más útiles los instrumentos de la economía que las ideas que ofrecen los estudios éticos y morales. Las principales motivaciones de los traficantes tienen que ver con la oferta y la demanda, con el riesgo y el rendimiento. Los incentivos económicos explican por qué los traficantes y sus redes se han adaptado una y otra vez y han perfeccionado sus actividades, a pesar de reveses transitorios que harían desistir a la mayoría de las personas, como las largas penas de cárcel o la constante amenaza de muerte. A menos que los traficantes vean que los incentivos para continuar con el negocio disminuyen —menor demanda, menores márgenes, mayores riesgos—, resultará inútil hablar de otras posibles soluciones.
El comercio ilícito es un fenómeno político. Quienes practican el comercio ilícito no pueden prosperar sin la ayuda de los gobiernos o la complicidad de determinados cargos públicos clave. De hecho, algunos gobiernos han acabado convertidos en traficantes. Actualmente contamos con una enorme cantidad de pruebas que demuestran que el tráfico ilícito es un fenómeno político que alcanza a los gobiernos y puede llegar al punto de controlar la administración de toda una provincia o incluso apoderarse de un Estado débil o fracasado. Una vez más, son los enormes incentivos asociados a los beneficios derivados de esta clase de comercio los que provocan la criminalización de la política y la función pública. Pero el tráfico es también político en otro sentido: son la opinión pública y los políticos los que definen y promueven muchas de las iniciativas para combatirlo, entre las que se incluyen la definición de qué es delictivo o qué no lo es, la dureza de las penas para los distintos delitos y las partidas presupuestarias destinadas a tal fin. Seguramente jamás se llegará a entender plenamente el tráfico ilícito, o a actuar con eficacia contra él, si antes no se sitúa en el centro del análisis, y de las recomendaciones subsiguientes, la economía y la política que lo impulsan.
El comercio ilícito tiene que ver más con transacciones que con productos. Estamos acostumbrados a dividir los tráficos ilícitos en diferentes líneas de productos, y encargar a distintos organismos gubernamentales u organizaciones internacionales que luchen contra cada una de ellas. Pero tales líneas de productos ya no son distintas. Quienes se dedican al comercio ilícito cambian de línea de producto en función de lo que dictan los incentivos económicos o permiten las consideraciones prácticas. Solo en los extremos de la cadena, sumamente circunscritos, es común encontrar especialistas en determinados productos, como el cultivador de coca boliviano o el vendedor callejero de CD piratas. Pero se trata de personajes marginales. Es necesario que de una vez por todas nos quitemos de la cabeza la idea de que podemos separar los distintos tipos de comercio ilícito, y empecemos a pensar en aquellos que los practican como en agentes económicos que, sencillamente, han desarrollado especialidades funcionales sin circunscribirse a ellas de forma definitiva. En lugar de distinguir entre traficantes, contrabandistas, piratas, coyotes, cabezas de serpiente, mulas o camellos, haríamos mejor en pensar en quienes practican esos comercios ilícitos en función del papel que realmente desempeñan: inversores, banqueros, empresarios, agentes, transportistas, almacenistas, mayoristas, gestores logísticos, distribuidores, etcétera. Cuando los concebimos como agentes económicos oportunistas que encuentran un incentivo en los beneficios, está claro que no existe motivo para que se limiten a un solo producto.
El comercio ilícito no puede existir sin el comercio lícito. Todos los negocios ilícitos se hallan profundamente interrelacionados con los lícitos. De hecho, los traficantes disponen de fuertes estímulos para combinar sus operaciones ilícitas con iniciativas comerciales legítimas. Los extraordinarios beneficios que acumulan, por ejemplo, ejercen una lógica presión a favor de la diversificación. A menudo, eso significa invertir en actividades que son legales y no guardan ninguna relación con negocios de tipo delictivo. Y ya sean cómplices voluntarios o involuntarios, existen muchas y muy variadas profesiones e instituciones que eventualmente funcionan como soporte del comercio ilícito: bancos, líneas aéreas, compañías navieras, agencias de transportes, camioneros, empresas de mensajería, joyeros, galerías de arte, médicos, abogados, laboratorios químicos y farmacéuticos, empresas de transferencias internacionales de dinero y muchas otras que proporcionan la infraestructura que permite al comercio ilícito operar con rapidez, eficacia y sigilo.
El comercio ilícito es cosa de todos. Pensar en una clara línea divisoria entre buenos y malos equivale a no captar la actual realidad del tráfico ilegal. El hecho es que el comercio ilícito impregna nuestra vida cotidiana de varias maneras sutiles. Algunas de ellas son intencionadas, como las que mueve al funcionario de aduanas, al director de fábrica o al banquero privado a colaborar en algunas actividades comerciales ilícitas pero no en otras, o a los asesores financieros que ocultan fondos a Hacienda a costa de infringir una «pequeña» ley o dos. Pero hay otras que son generalizadas y casuales. Por ejemplo, los ciudadanos que siempre pagan sus impuestos y jamás se saltan un semáforo en rojo, pero que de vez en cuando —o no tan de vez en cuando— se fuman un porro, escuchan música que han bajado ilegalmente de Internet o compran bolsos Louis Vuitton falsificados, forman parte de los múltiples rostros que el comercio ilícito tiene en la actualidad.
No es que haya que comparar a los compradores comunes y corrientes con los delincuentes internacionales. Evidentemente, el cabecilla de una banda que trafica con mujeres para explotarlas sexualmente merece el más duro de los castigos, pero ¿qué hay de los hombres que contratan esos servicios o de las familias que emplean a extranjeros ilegales como una ayuda doméstica que permite a ambos progenitores desarrollar su carrera profesional? ¿Son equivalentes esos delitos? Está claro que no. Pero jamás haremos progresos en este ámbito si centramos nuestra atención en los proveedores de los productos ilícitos y no en los honrados ciudadanos cuya demanda crea los incentivos que posibilitan su tráfico. En demasiados casos, la lucha contra los que ejercen el comercio ilícito se ha calificado cómodamente como una batalla entre «nosotros», los ciudadanos honestos, y «ellos», los delincuentes, casi siempre extranjeros, mientras que en la realidad las diferencias entre «nosotros» y «ellos» a menudo se difuminan. Así pues, cualquier solución ha de incluir a los clientes, miembros «normales» de sus comunidades cuyos hábitos, necesidades y comportamientos contribuyen a que el comercio ilícito genere inmensos beneficios.
Los gobiernos no pueden hacerlo todo solos. Las estrategias contra el tráfico basadas solo en la acción de los gobiernos están condenadas al fracaso debido a las limitaciones intrínsecas de estos —fronteras nacionales y procesos burocráticos—, que los traficantes han convertido hábilmente en una ventaja. Y si un gobierno es incapaz de frenar el comercio ilícito por sí solo dentro de sus propias fronteras, se deduce que tampoco podrá hacerlo fuera de ellas por muy poderoso que sea. El comercio ilícito es un problema tan complejo que ningún país, fuerza policial, ejército o servicio secreto puede afrontarlo solo. Y esto vale tanto para los gobiernos que tienen la capacidad de intervenir fuera de sus propias fronteras como para los países que no la tienen y cuyos recursos son más limitados. La acción unilateral puede producir, ocasionalmente, espectaculares resultados a corto plazo en la lucha contra el comercio ilícito, pero hasta el día de hoy no se ha conseguido una sola victoria a largo plazo, ni hay razón para creer que alguna vez lo hará si no se cambian las estrategias.
Sin embargo, los gobiernos deben participar en la respuesta; de hecho, constituyen un elemento esencial de la misma. Luchar contra el comercio ilícito exige la promulgación y aplicación de leyes, ambas prerrogativas gubernamentales. Requiere la cooperación de las fuerzas legislativas, policiales y de inteligencia a través de las fronteras. Sin la autoridad legislativa y el poder coercitivo de los gobiernos, la batalla está perdida. Eso hace aún más preocupante que el comercio ilícito haya logrado penetrar en los gobiernos —y no solo en los de las sociedades pobres o inestables— en la medida en que lo ha hecho, y hace crucial la necesidad de encontrar el modo de dotar convenientemente a los gobiernos para esta batalla. Ya se trate de autoridades nacionales, como la policía de los aeropuertos, los fiscales públicos o los ministerios del Interior, o supranacionales, como los órganos directivos de la Unión Europea o la Europol, allí donde una autoridad pública sea la responsable de combatir el comercio ilícito, tenemos para con sus agentes y los ciudadanos a los que sirven la obligación de que se hallen adecuadamente equipados para esa lucha. Y dicho equipamiento es algo más que un simple incremento presupuestario: la dotación más importante que podemos dar a un organismo público es asignarle una misión y un ámbito de acción que tengan sentido.
¿QUÉ HACER?
Guiándonos por estos principios, podemos trazar un camino que nos aumente la probabilidad de éxito en la lucha contra el comercio ilícito global. Dicho camino consta de seis pasos, que derivan y dependen unos de otros. Ninguno de estos pasos es capaz por sí solo de resolver el problema, pero el aspecto positivo de esto es que no permite hacer castillos en el aire. De hecho, cada uno de ellos amplía y capitaliza los avances más prometedores que ya existen. La parte más difícil no consiste en diseñar la estrategia, sino en movilizar la voluntad política necesaria para llevarla a cabo, sobre todo en los países más ricos e influyentes. Pero si nos atenemos a lo que hemos aprendido, será más posible hacerlo.
POTENCIAR, DESARROLLAR Y USAR MEJOR LA TECNOLOGÍA
El extraordinario ritmo del desarrollo tecnológico está abriendo nuevas perspectivas en la lucha contra el comercio ilícito, pero como suele ocurrir en cualquier ámbito, con la tecnología sola no basta. Sin embargo, desde el punto de inflexión que supuso el 11S, el desarrollo de nuevas tecnologías ha comenzado a romper el vínculo existente entre expansión comercial y aumento de la vulnerabilidad. Numerosos científicos e ingenieros han perfeccionado diversas herramientas para contrarrestar los avances que potencian el anonimato y la porosidad de las fronteras; identificación, vigilancia, rastreo y detección son las nuevas consignas de la investigación y el desarrollo, y están produciendo una oleada de innovaciones comerciales que sembrarán de obstáculos el camino de quienes se dediquen al comercio ilícito. Muchas de ellas están ya en circulación, penetrando en nuestra vida cotidiana. He aquí algunos ejemplos.
Dispositivos de identificación por radiofrecuencia. De entre los nuevos instrumentos que pueden aplicarse a la lucha contra el tráfico ilícito, los que están experimentando una expansión más rápida quizá sean los denominados «dispositivos de identificación por radiofrecuencia» (DIRF).[2] Esta técnica está a punto de desplazar al ya familiar código de barras como el mejor modo de identificar un producto y confirmar su autenticidad, registrar su origen y fecha de fabricación, y registrar su precio. Un DIRF transmite señales de radio que un aparato lector especializado puede captar y validar. Algunos DIRF disponen de su propia fuente de emisión; otros sencillamente responden a la señal que les envía el lector. Sus aplicaciones abarcan desde los dispositivos de autentificación en envases y frascos de medicamentos hasta la gestión de inventarios en supermercados. Siguiendo el ejemplo del gigante estadounidense Wal-Mart, las cadenas europeas Tesco, Carrefour y Metro han decidido adoptar un sistema conjunto, al tiempo que otras como Auchan y Casino están realizando sus propias investigaciones en ese sentido. De modo similar, los DIRF constituyen una herramienta potencial para la verificación de pasaportes y visados: en Estados Unidos, por ejemplo, ha empezado a expedirse etiquetas DIRF para los visitantes extranjeros que entran por algunos pasos fronterizos, con vistas a la posibilidad de generalizar esta práctica. Al mismo tiempo, los DIRF llegan a ser tan diminutos que las personas y animales pueden llevarlos bajo la piel sin sentir la menor incomodidad. En la actualidad constituyen uno de los principales métodos utilizados para marcar animales en libertad con fines científicos o de conservación, y no está lejos el día en que haya personas haciendo cola con entusiasmo para que les implanten un DIRF. De hecho, un club nocturno de Barcelona lanzó ese servicio en 2004 para sus clientes importantes: gracias al dispositivo subcutáneo, los habituales del club ya no tenían por qué sufrir los inconvenientes de tener que llevar siempre la cartera encima. Aunque el principal impulso del desarrollo de los DIRF se debe a fines comerciales, resultan evidentes las implicaciones de la difusión de esta tecnología para rastrear y autentificar diversos productos (y animales) que son objeto de comercio ilícito. Hay que tener en cuenta, no obstante, que los DIRF requieren detectores capaces de leerlos, y que, en consecuencia, se necesita cierta inversión en equipamiento.
Etiquetado de envases y productos. Aunque por el momento los DIRF representan el ejemplo más conocido, está surgiendo toda una gama de técnicas de identificación destinadas tanto a envases como a productos. Entre ellas se incluyen especialmente tintas y tinturas, filigranas, hologramas, envolturas y contrastes. Las etiquetas químicas y biológicas son lo bastante minúsculas para aplicarse a productos individuales por muy pequeños que sean. Algunas incluso pueden diseñarse de modo que se sinteticen o incluso generen en el proceso de fabricación. Estas tecnologías no solo harán posible identificar y rastrear los productos, sino también a sus usuarios.
Biometría. La técnica de la biometría, es decir, el uso de características físicas únicas para identificar a una persona,[3] se está poniendo en práctica rápidamente. La tecnología de reconocimiento de voz ha avanzado mucho desde los toscos y falibles métodos utilizados en los dispositivos de dictado. Sin embargo, los dispositivos que reconocen el iris de los ojos, la forma de la mano o el rostro, o hasta la forma de andar característica de una persona, son mucho más fiables y seguros, y pronto resultarán familiares para cualquiera que viaje de un país a otro. Paralelamente al programa estadounidense conocido como US-VISIT, la Unión Europea ha decidido que desde finales de 2003 todos los visados para viajar a los países miembros cuenten con información biométrica almacenada en microchips, incluyendo tanto una imagen facial como las huellas dactilares. Una base de datos europea centralizada denominada Sistema de Información de Visados reunirá esta información y la pondrá a disposición de las autoridades de inmigración de todos los países miembros. De hecho, la información biométrica será una característica usual de la próxima generación de pasaportes en todo el mundo; Francia, por ejemplo, tiene prevista la emisión de pasaportes biométricos (que además incorporarán DIRF para facilitar su lectura rápida). Asimismo, muchos países que utilizan documentos de identidad nacionales están planteándose la inclusión de datos biométricos. Como mínimo, el auge de la biometría alterará profundamente el mercado para los millones de pasaportes que se pierden cada año en todo el mundo. Y dado que los documentos de identificación biométrica se hallan cada vez más extendidos, esta tecnología desempeñará un papel importantísimo para restringir los movimientos de los comerciantes ilícitos, así como de su mercancía cuando esta consista en seres humanos.
Dispositivos de detección y de seguridad. Otro conjunto de instrumentos con los que los viajeros pronto se familiarizarán son los nuevos dispositivos de detección capaces de identificar artículos sospechosos o descubrir indicios de drogas o explosivos de manera mucho más fiable que las máquinas de rayos X y los detectores de metales habituales. Entre ellos se incluyen los portales de retrodispersión —escáneres que recorren el contorno corporal para revelar cualquier objeto extraño—, y los «sopladores» —que expulsan aire sobre los pasajeros y analizan las partículas que estos desprenden—, ideales para detectar indicios de drogas o explosivos. En los muelles de contenedores y terminales ferroviarias ya se están usando grandes escáneres que utilizan a la vez tres tecnologías distintas: rayos X, rayos gamma y activación de neutrones.[4]
Vigilancia y escucha. Actualmente, y en particular en los países más ricos, las intersecciones viarias, las sucursales bancarias, los vestíbulos de edificios, las tiendas, los aparcamientos e incluso algunas calles son objeto de vigilancia constante, que incluye grabaciones de vídeo y fotografías.[5] La combinación de Internet con las cámaras digitales ha hecho de esta clase de vigilancia una actividad común y barata, aun a grandes distancias o desde el cielo. Los satélites o submarinos capaces de escuchar conversaciones telefónicas transmitidas a través de los cables telefónicos que recorren el lecho oceánico resultan más versátiles y fiables que nunca. Existen escáneres ideados para captar conversaciones y descifrar nombres de personas, lugares o patrones de lenguaje. Algunas formas de vigilancia ya se han convertido en habituales en nuestra vida cotidiana: en 2001, en Gran Bretaña, el número de cámaras de circuito cerrado era de 4,8 millones en todo el país, de las que medio millón estaban situadas solo en Londres. Pero hay otras formas menos conocidas por la opinión pública y cuyo alcance puede ser inmenso. Existe un proyecto clasificado de alto secreto y denominado Echelon —en el que participan Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda—, que consiste en un sistema de escucha global que en teoría permite a sus usuarios captar cualquier conversación en cualquier lugar del mundo. Se ha utilizado en la campaña contra el terrorismo, y supuestamente contribuyó a la detención de Jalid Shaij Muhammad en Pakistán en 2003; pero debido al secreto que lo rodea por parte de los gobiernos implicados, resulta difícil saber cuál es su verdadero alcance.
Software. Hoy día contamos también con potentes programas informáticos e instrumentos de extracción de datos que están llevando la detección a un nivel sin precedentes. Los bancos, por ejemplo, se gastan sumas de dinero considerables en instalar el software denominado ABD, o «antiblanqueo de dinero», con el fin de adaptarse a la requisitoria destinada a que «conozcan a sus clientes».[6] Diversas aplicaciones de detección de comportamientos pueden controlar los cientos de millones de transacciones que procesa un gran banco de ámbito mundial y detectar de forma inmediata las que despiertan sospechas. Los responsables en el ámbito gubernamental de la lucha contra la delincuencia también están empleando un software similar para realizar una especie de «cartografía social», registrando un enorme número de transacciones e interacciones con el fin de establecer la estructura y el comportamiento de las redes.
Rastreo de personas. Un conjunto de instrumentos con ricas perspectivas comerciales son los dispositivos de rastreo de seres humanos, en especial los que utilizan la tecnología de localización GPS. En varios países, los teléfonos móviles dotados de software GPS son cada vez más populares entre los padres de adolescentes, ya que les ayudan a asegurarse de que sus hijos están donde dicen estar, o sencillamente que se encuentran bien. Dado que el negocio de los secuestros se halla en expansión en muchos países, estos instrumentos adquieren un gran valor. En un caso que quizá nos parezca extremo, pero que dentro de unos años tal vez encontremos normal, algunos acaudalados empresarios de São Paulo, en Brasil, han empezado a llevar microchips implantados bajo la piel para facilitar su localización en caso de secuestro.[7]
Biotecnología. La revolución de la biotecnología hará algo más que limitarse a ayudar con métodos de identificación como el del ADN. Una empresa británica de biotecnología llamada Xenova, por ejemplo, ha probado una vacuna contra la cocaína que ayudó a superar su adicción al 58 por ciento de los usuarios con los que se probó.[8] Se espera que la biotecnología combinada con la microelectrónica y la nanotecnología generarán un potente arsenal que contribuirá al empeño de los gobiernos de restringir el comercio ilícito.
La difusión incontrolada de las tecnologías de vigilancia, detección e identificación plantea una serie de preocupaciones serias y legítimas. La posibilidad de invadir la intimidad de las personas nunca había sido tan grande, y de hecho ha alcanzado niveles que muchos consideran ofensivos y potencialmente peligrosos. En general, los gobiernos que han dispuesto de información detallada sobre la vida privada de sus ciudadanos —en aspectos como el trabajo, las propiedades, los ingresos, la familia e incluso hábitos personales— han hecho un mal uso de ella. Los justificados temores de incompetencia y abusos hacen que la opinión pública se resista a permitir que quienes ejercen el poder accedan a su información personal. La historia está llena de ejemplos trágicos en los que los gobiernos han perjudicado a personas inocentes basándose en datos incorrectos o han utilizado su acceso privilegiado a los mismos para intimidar o reprimir a los oponentes políticos. Obviamente, la sombra de las épocas en que se han utilizado listas de ciudadanos para la persecución política de grupos sociales enteros, e incluso para el genocidio, preside cualquier debate acerca de hasta qué punto los gobiernos pueden fisgar en la vida de las personas. De ahí que numerosas democracias consagren el derecho del individuo a su intimidad, desde la Cuarta Enmienda de la Constitución estadounidense o la Convención Europea de Derechos Humanos, que establece «el derecho al respeto de la vida privada y familiar».
Sin embargo, resulta más fácil establecer estos principios que definir claramente la distinción entre asuntos públicos y privados y llegar al respecto a un consenso nacional o, peor aún, internacional. Cuando los distintos países traten de equilibrar seguridad pública y privacidad personal, seguridad nacional y libertades cívicas, obtendrán diferentes resultados. La sociedad estadounidense exhibe una desconcertante tolerancia frente a las empresas privadas que «extraen» datos personales. A menudo, los ciudadanos comparten voluntariamente información confidencial con los empleados anónimos de corporaciones privadas, mientras que se resisten con furia a que el gobierno acceda a una fracción siquiera de esa misma información. En muchos países de la Unión Europea, en cambio, la recopilación privada de datos se ve siempre con recelo, al tiempo que existen muchos menos controles y una menor resistencia a la recogida de información sobre los ciudadanos por parte del gobierno. Y como hemos visto a partir del 11-S, la opinión pública puede cambiar de forma drástica ante la percepción de una amenaza. Diversos organismos de control públicos, como la oficina del Supervisor Europeo de Protección de Datos de la Unión Europea, o la francesa Commission Nationale de l’Informatique et des Libertés (CNIL), tienen la difícil tarea de equilibrar esas pautas en constante evolución con el flujo de las nuevas tecnologías. En Estados Unidos, gran parte de ese mismo proceso tiene lugar en los tribunales.
Aun así, la inevitable realidad es que las tecnologías que permiten a quienes ejercen el poder entrometerse cada vez más en nuestras vidas están ahí. En qué medida se adopten es algo que dependerá de lo buenos que sean los gobiernos a la hora de utilizarlas y de cuán eficazmente ayuden a combatir a los delincuentes y terroristas. Al fin y al cabo, un desarrollo tecnológico fructífero no garantiza que su aplicación internacional generalizada constituya un éxito. La investigación no es barata. Los países ricos tienen aquí una ventaja natural, y se mostrarán recelosos de compartir los instrumentos resultantes con gobiernos en los que no confían. Paralelamente, nada garantiza que los países ricos vayan a invertir siempre con acierto. Como sabemos por tantas otras áreas de la actividad humana, la tecnología puede ser una condición necesaria para el progreso, pero nunca suficiente. De hecho, creer que la tecnología por sí sola resolverá el problema en la lucha contra el comercio ilícito tal vez resulte un error fatal.[9] Es parte de la solución, pero no basta, ni mucho menos.
HAY QUE «DESFRAGMENTAR» A LOS GOBIERNOS
Es fácil esperar demasiado de la tecnología y caer en una fantasía tecnocrática en la que unos problemas que en realidad tienen profundas raíces socioeconómicas y políticas se resolverían a base de nuevas tecnologías. La tecnología por sí sola no funciona a menos que las personas y organizaciones que la poseen la utilicen bien. Si los gobiernos no cambian su manera de proceder, las nuevas tecnologías no serán más que un derroche que producirá una ilusión de progreso, cuando en realidad estará creando nuevas y enormes vulnerabilidades. Un reciente contratiempo del FBI estadounidense quizá sirva de advertencia para cualquier otro gobierno. En marzo de 2005, la oficina se vio forzada a declarar perdidos ciento setenta millones de dólares que había invertido en un sistema de bases de datos que no funcionaba. Más de tres años después del 11-S, los agentes del FBI seguían sin disponer de un instrumento crucial para su trabajo cotidiano. Las razones del fracaso resultaban muy ilustrativas. El proyecto —según declaraba un senador estadounidense familiarizado con la situación— adolecía de «costes disparados, planificación imprecisa, mala gestión, problemas a la hora de ponerlo en práctica, y retrasos».[10]
Por supuesto, esto no le ocurre solo al FBI. Tanto los medios de comunicación como las investigaciones académicas sobre las fuerzas de seguridad de diversos países han descubierto numerosas debilidades genéricas: funciones burocráticas que se solapan, cuerpos que trabajan con fines opuestos, falta de claridad con respecto a misiones concretas, rivalidades y competencias tanto internas como entre los distintos cuerpos... Los resultados tienden a quedar muy por debajo de lo que esperan los políticos que asignan enormes presupuestos a dichos cuerpos. Demasiado a menudo todo el aparato acaba por atascarse, o bien, como le decía un detective británico a un periodista del Guardian en 2003: «Imagínese una balanza gigantesca. Si en un plato pone todo el peso de nuestra inercia política, para equilibrar el otro acabará poniendo tres mil cadáveres».[11]
Estos problemas inquietan a todos los gobiernos. Nunca, en ninguna parte, las tecnologías resuelven por sí solas las rivalidades entre organismos o siquiera las más sencillas diferencias de perspectivas burocráticas. Cada organismo tiene una cultura y unos procedimientos propios. Aduanas, patrullas fronterizas, inmigración, policía, ejército, guardacostas, investigadores financieros, diplomáticos y espías aportan un enfoque, una formación y unas prioridades distintas aunque sea de cara a unos objetivos fundamentales comunes. Esas diferencias pueden traducirse con demasiada facilidad en miopía organizacional. Incluso a los gobiernos más capaces les resulta difícil asegurarse de que una mano no deshaga el trabajo de la otra. Todos los destacados luchadores contra el crimen a los que entrevisté en todo el mundo se sentían frustrados por la fragmentación aparentemente congénita de la respuesta gubernamental al comercio ilícito.
Entonces, ¿qué hacer? Por desgracia, la solución requiere la existencia de una organización gubernamental unificada; una organización con el radio de acción, la autoridad y la capacidad necesarios para contrarrestar unificadamente la totalidad de actividades del comercio ilícito. Decimos «por desgracia» porque los organismos más pequeños también tienden a ser los más eficaces. Sin embargo, las alternativas son mucho peores. Dado que quienes se dedican al comercio ilícito ya no diferencian entre los productos con los que trafican, disponer de distintos organismos gubernamentales para luchar contra las distintas clases de tráfico se ha convertido en un obstáculo. Las fronteras burocráticas favorecen a los traficantes, como también el modo en que esos organismos suelen fragmentar sus esfuerzos. Con frecuencia, los policías que hacen redadas en almacenes y los analistas financieros que rastrean transacciones bancarias sospechosas apenas se comunican entre sí. Los complicados procedimientos burocráticos de intercambio de información proporcionan a los traficantes una preciosa ventaja temporal. En un mundo como el actual, de redes delictivas descentralizadas y adaptables, el tiempo disponible entre los análisis (descubrir qué está ocurriendo) y las operaciones (ponerles fin) es cada vez menor. Asignar esas tareas a organismos diferentes constituye una práctica debilitadora, aunque común, como también lo es la de permitir que se separen dentro de un mismo organismo.
Juntar a policías, abogados, contables, economistas, informáticos e incluso sociólogos en equipos estrechamente integrados, sumamente funcionales y con libertad de acción constituye, en efecto, un desafío, pero no es en absoluto insuperable. Los grupos operativos —o «task force»— formados con la participación de distintos organismos —e incluso a través de diversas fronteras— han tenido éxito en desmantelar operaciones de tráfico y encerrar a importantes personajes del comercio ilícito. El problema es que, a la larga, dichos grupos operativos se disuelven y cada miembro regresa a su organismo de origen, mientras que los traficantes se reagrupan y adaptan. Sostener una «mentalidad de grupo operativo» que abarque múltiples organismos por períodos indefinidos es algo que choca con todo lo que sabemos acerca del modo en que prefieren actuar las administraciones públicas. Pero la lucha contra el comercio ilícito es demasiado importante y el adversario demasiado poderoso como para dejarla en manos de organismos separados y poco coordinados.
Por lo tanto, una visión integrada del comercio ilícito exige un planteamiento integrado para combatirlo. Y nada puede sustituir aquí a un organismo integrado con plena responsabilidad para esta tarea.
Eso es precisamente lo que significa la «desfragmentación de los gobiernos»: agrupar los esfuerzos dispersos con el fin de hacerlos más eficaces. Pero así como una dependencia excesiva de la tecnología puede crear la ilusión de una solución, una tentativa de integración por parte de los gobiernos limitada a desplazar las distintas «casillas» organizativas y a colocarlas bajo la autoridad de un «zar» puede resultar un espejismo igualmente peligroso. Cuando se combinan ideas confusas con grandes cantidades de dinero, burocracias miopes y una tarea tan enorme como apremiante, la ineficacia y la incapacidad son inevitables. El Departamento de Seguridad Nacional estadounidense —constituido a toda prisa después del 11-S— creó una ilusión de unidad, cuando en realidad se trataba de una reestructuración de los mismos organismos chapuceros y descoordinados que se tradujo en un aumento del despilfarro y de la vulnerabilidad. Esta experiencia tal vez sirva de advertencia para los reformadores burocráticos de otros países, incluidos los europeos, que deben ser conscientes de esos problemas tanto en los ámbitos nacionales como en el conjunto de la Unión Europea.
To do esto plantea el problema de cómo hacer que tales organismos funcionen. Una parte de la respuesta es bastante simple, aunque esencial: planes claros, presupuestos a varios años vista que amplíen el horizonte temporal más allá de las urgencias inmediatas y una dirección sólida y competente.
Pero hay más, por supuesto. Ningún gobierno puede ser eficaz si carece de objetivos realistas. No existe ninguna solución organizativa al problema de unas burocracias agobiadas con tareas que aumentan constantemente y se hacen cada vez más inalcanzables. A menos que las tareas gubernamentales se simplifiquen y las prioridades para la acción se elijan de manera más selectiva, la idea de que se puede solucionar el problema seguirá siendo una ilusión. La desfragmentación de los gobiernos debe traducirse también en un perfeccionamiento de su enfoque. Esto implica la necesidad de disminuir los objetivos que les asignamos. Y hacer a los gobiernos mucho más selectivos en las batallas que libran contra los traficantes.
SIN OBJETIVOS MENOS AMBICIOSOS Y MÁS REALISTAS, LA BATALLA ESTÁ PERDIDA
Está claro que, independientemente de cuál sea su organización o su presupuesto, ningún organismo gubernamental de ningún lugar puede luchar contra la ley de la gravedad. Sin embargo, es este poco más o menos el mandato que otorgamos a los organismos encargados de poner freno al comercio ilícito. Interponerse entre millones de clientes desesperados por comprar y millones de comerciantes desesperados por vender, e impedir que hagan lo uno y lo otro: he aquí lo que pedimos a los gobiernos. En la mayor parte de los países los resultados no son muy distintos de los que se obtendrían si se tratara de detener a una roca que se precipitara por la ladera de una montaña empinada: el gobierno acaba aplastado. Más concretamente, o bien los traficantes consiguen corromperlo, o bien se le induce a creer que los éxitos puntuales que obtiene contra ellos constituyen un signo de que tiene la victoria al alcance de la mano, o de que podría tenerla solo con que hubiera más recursos, más tecnología o más poder a disposición de quienes luchan contra la ley de la gravedad. Esta es una peligrosa ilusión.
Por desgracia, la mayoría de las sociedades, gobiernos u organismos públicos parecen poco dispuestos a reconocer y asimilar el hecho de que tanto el número de proveedores como el de clientes está aumentando, de que el volumen del tráfico ilegal se halla en expansión y de que no paran de surgir nuevos tipos de comercio ilícito. Y menos aún están dispuestos a aceptar que necesitan un enfoque distinto. Sin embargo, cualquier valoración honesta mostrará que esta realidad resulta tan innegable como la ley de la gravedad, por lo que ese enfoque distinto se vuelve indispensable.
Dicho enfoque empieza por el reconocimiento de que algunos de esos tipos de comercio ilícito tienen que pasar a ser lícitos. ¿Significa eso despenalizar el tráfico de esclavas sexuales, de material nuclear o de heroína?[12] Por supuesto que no. Pero sí que los recursos que se despilfarran en imponer la prohibición del cannabis y ciertas imitaciones deberían dedicarse a la lucha contra los tipos de comercio ilícito más peligrosos. Pese a la prohibición, el cannabis sigue siendo fácil de conseguir en casi todas partes, y lo mismo ocurre con las imitaciones; y la manera de contratar a un trabajador ilegal suele ser un secreto a voces. Aun así, las decisiones relativas a la despenalización resultan difíciles, controvertidas, imperfectas y no carecen de riesgo. Pero lo mismo puede decirse de la pretensión de que las estrategias actuales están llevándonos a una situación social superior, cuando no es así.
Despenalizar algunas clases de comercio ilícito constituye una necesidad pragmática, derivada de una sencilla realidad: en la era de la globalización, resulta prácticamente imposible conseguir que todas las fronteras sean seguras contra todo durante todo el tiempo. Incluso el telón de acero durante la guerra fría resultaba permeable. Con los actuales volúmenes de comercio y facilidades para viajar, las herramientas de comunicación y el uso del ciberespacio, no existe barrera inexpugnable. Debemos elegir entre dos opciones, escogiendo entre aquellas actividades en las que centrar nuestros recursos represivos y aquellas en las que un planteamiento distinto resulta lo más apropiado.
Por fortuna, disponemos de instrumentos que nos ayudan a tomar decisiones inteligentes. El rico material derivado de la investigación de economistas, sociólogos, especialistas en salud pública y otros nos ayuda a entender los incentivos económicos del comercio ilícito y a medir sus costes económicos y sociales, así como los de las posibles alternativas propuestas. Hay dos principios que resultan vitales para tales decisiones, y que es mejor aplicar de manera conjunta.
El primer principio es el de la reducción del valor. Al igual que ocurre con cualquier otra actividad económica, el comercio ilícito crece más cuanto mayor sea el valor que obtienen quienes participan en él. Si se elimina el valor de una actividad económica, su preponderancia disminuirá de manera proporcional. Este principio básico de las reformas basadas en el mercado es tan válido para el comercio ilícito como para cualquier otra cosa.
El segundo principio es el de la reducción del daño. En pocas palabras, equivale a medir el perjuicio social que causa una actividad comercial ilícita y comparar las diversas formas de combatirla con el grado en que reducen dicho perjuicio. Los investigadores han perfeccionado diversos instrumentos para realizar tales cálculos, que subyacen, por ejemplo, a la opción que han tomado numerosos países de invertir en el tratamiento de los drogadictos antes que en su encarcelamiento, o de proporcionarles jeringuillas desechables y educación sobre el VIH y el sida. Pensar en el comercio ilícito en términos de daño representa una alternativa productiva al discurso de la reprobación moral o el encarcelamiento por delitos menores. Y no constituye un salto tan grande como podría parecer, puesto que precisamente las actividades que la mayoría de las personas consideran extremadamente inmorales se hallan también entre las más costosas en lo que a su impacto social se refiere.
Existe una tercera consideración, de índole más pragmática; no hacer caso de ella sería poco realista. Se trata de la restricción presupuestaria bajo la que operan los gobiernos. Desarrollar una estrategia represiva generalizada contra todos los aspectos del comercio ilícito resulta imposible hasta para los países más ricos. Y para los más pobres, que padecen problemas tan urgentes como la falta de agua potable, el analfabetismo y la mortalidad infantil, representa un sueño imposible. Si los países en vías de desarrollo pretenden tener una oportunidad, es imprescindible que centren el combate en el comercio ilícito. Y dado que los traficantes no respetan fronteras, en esta lucha el éxito de los países pobres resulta esencial para el éxito de los países ricos, y viceversa.
Pero ¿qué significa esto en la práctica? Que la liberalización, la despenalización y la legalización tienen que ser opciones políticas a considerar una vez verificado que reducen el valor para los traficantes y a la vez el daño para la sociedad. Significa también que las políticas que hayan demostrado que no producen este efecto deben ser reevaluadas. Ante cada medida de lucha contra el comercio ilícito que se piense aplicar, deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿hará que el tráfico resulte menos lucrativo y deseable?, ¿hará que los traficantes se alejen de las actividades más peligrosas para pasar a otras que lo son menos?, ¿reducirá los incentivos que llevan a tantos funcionarios públicos, ejecutivos de empresa, banqueros y consumidores a participar o apoyar el comercio ilícito? Evidentemente, no todas estas preguntas pueden responderse por adelantado. Sin embargo, el valor económico y el coste social deberían constituir el núcleo de nuestra respuesta al comercio ilícito, en lugar de pasarlos por alto a la hora de tomar decisiones, como se hace con demasiada frecuencia.
Este replanteamiento ya está produciéndose en forma de experimentos que varían de un país a otro. En algunos, las medidas adoptadas para despenalizar la posesión de pequeñas cantidades de ciertas drogas han aliviado a las abrumadas fuerzas policiales, así como reducido el trabajo de los juzgados, permitiendo a aquellos y a estos concentrarse en asuntos más urgentes. En Portugal, por ejemplo, el consumo de drogas sigue siendo ilegal, pero la posesión de menos de diez dosis de cualquiera de ellas, incluyendo la heroína o la cocaína, no se traduce en detenciones ni cargos, sino en la obligación de presentarse ante un organismo que tiene la potestad de exigir un tratamiento si determina que el individuo en cuestión es un adicto. Francia e Italia, en cambio, se han resistido a la despenalización. Fuera de Europa, países como Chile y México están reformando sus leyes sobre la droga para diferenciar el narcotráfico de la distribución y consumo a pequeña escala. Entre los principales países industriales, Estados Unidos es tal vez el más reticente a la despenalización.
Esto no quiere decir que importantes preguntas queden aún sin respuestas claras: ¿en qué medida, por ejemplo, los enfoques basados en la despenalización y el tratamiento logran reducir los índices de adicción? Un resultado que pocos discuten, sin embargo, es que la despenalización no ha incrementado la delincuencia ni la conducta antisocial.
Pero las drogas no constituyen el único frente ante el cual los países están replanteándose sus estrategias. Tanto en Europa como en Estados Unidos, la presión para reprimir la inmigración ilegal resulta equiparable al interés comercial en fomentar la inmigración legal tanto de mano de obra cualificada como no cualificada.[13] Las medidas periódicas orientadas a regularizar la situación de determinados inmigrantes ilegales son cada vez más comunes, aunque se hallan sometidas a diversas condiciones. Tales amnistías muestran el reconocimiento por parte de los gobiernos de que resulta imposible disponer de controles que hagan herméticas las fronteras, e implican asimismo aceptar que a veces —mejor dicho, a menudo— las leyes deben adaptarse a realidades sociales que la mayoría de la gente ya considera normales.
Existen también otros experimentos en marcha. Suecia, por ejemplo, ha legalizado la venta de servicios sexuales.[14] Esto, sin embargo, no equivale a legalizar la prostitución, puesto que lo que está prohibido ahora es la compra de dichos servicios. En otras palabras, Suecia ha desplazado el riesgo de las prostitutas hacia sus clientes, tras calcular que penalizar a estos supone una forma mucho más eficaz de frenar la demanda. De este modo disminuye el valor que los traficantes pueden esperar obtener al entrar su mercancía —mujeres— en el país. Este ejemplo demuestra que prestar atención a la demanda de productos ilícitos no constituye un eufemismo para hablar de legalización; por el contrario, forma parte de la estrategia para afrontar el comercio ilícito como lo que es, un fenómeno impulsado por la economía.
Lo mismo está ocurriendo con las falsificaciones. Las empresas están reconociendo, cada vez más, que la mejor protección contra los falsificadores no son los abogados sino la tecnología. Invertir en nuevos dispositivos que hagan la falsificación más difícil o imposible constituye una estrategia más segura que confiar, por ejemplo, en la capacidad del gobierno chino de proteger las patentes. Pero no todas las empresas pueden permitirse ese lujo, y muchas de ellas siguen presionando a sus gobiernos para que las protejan contra lo que en realidad es un equivalente económico de la ley de la gravedad: cualquier mercancía de la que exista una gran demanda y que se pueda copiar, será copiada ilegalmente por alguien en algún lugar del mundo. Pedir a los gobiernos que luchen contra todas las manifestaciones de este fenómeno equivale a diluir su capacidad de defender la propiedad intelectual allí donde es más necesario.
Conseguir que los gobiernos sean más efectivos significa otorgar a sus organismos mandatos realistas, y eso, a su vez, significa excusar a los gobiernos de ciertas actividades a fin de que se dediquen más eficazmente a otras más urgentes y necesarias.
UN PROBLEMA GLOBAL SOLO PUEDE SER AFRONTADO CON SOLUCIONES GLOBALES
Aliviar la carga de los gobiernos es esencial. Hay que ser más realistas en lo que se les pide que hagan y más selectivos en las batallas que se les pide librar en nombre de la sociedad. Pero aun así, si se les sigue exigiendo que actúen solos, seguirán fracasando. El comercio ilícito es un problema transfronterizo, y la única solución a un problema de este tipo es una solución transfronteriza, lo que significa que la cooperación internacional adquiere aquí un carácter imperativo. Se trata de hechos incuestionables basados en la simple lógica, que asimismo tienen implicaciones endiabladamente difíciles de cara a la acción. Actuar solos no es eficaz. Actuar con otros gobiernos es muy difícil.
Colaborar nunca es fácil, y menos aún si se trata de hacerlo con extranjeros, especialmente para los gobiernos. El arsenal de tratados y convenciones internacionales en contra del comercio ilícito funcionan mejor a la hora de definir reglas globales que a la de lograr resultados. Los titulares de los medios de comunicación están plagados de noticias sobre intentos de colaboración internacional que han fracasado por culpa de la corrupción, el simple incumplimiento, la falta de recursos o la ausencia de confianza. Pero en el caso del comercio ilícito, la alternativa a la cooperación internacional es rendirse ante los traficantes. Hemos de encontrar el modo de hacer que la cooperación internacional contra el comercio ilícito funcione.
Hay maneras de hacerlo. En primer lugar, un enfoque multilateral inteligente del problema del comercio ilícito debe ser selectivo. Los organismos internacionales tropiezan con los mismos escollos que los tratados que los originan. El ejemplo de la Interpol —un organismo de cooperación policial global acosado por la falta de confianza entre las fuerzas que lo integran— contrasta con los éxitos que han cosechado muchos países colaborando de forma bilateral o en pequeños grupos. Los planteamientos escalonados y basados en la confianza producen resultados más efectivos y convincentes que si se parte de un ambicioso tratado global del que la mayoría de los países acaban desertando. Los tratados bilaterales, la asistencia técnica y los acuerdos de extradición no son nada nuevo. Un planteamiento más novedoso y que se ha revelado bastante fructífero es el de las denominadas «revisiones paritarias», el método utilizado, con algún éxito real, por el Grupo de Acción Financiera (GAFI), el grupo operativo del G-8 responsable de la lucha contra el blanqueo de dinero y los delitos económicos. El modelo del GAFI se basa en unos cuantos países clave que han optado por la elaboración conjunta de una lista de calificaciones. No todos los países están invitados al GAFI. Al contrario. La clave del logro de la operación reside en la confianza mutua de sus miembros, que se genera de la única forma posible: a través de un proceso cuidadoso y deliberado.
Pese a los enormes problemas a los que se enfrenta la Unión Europea en sus esfuerzos por coordinar estrechamente las políticas públicas y de establecer unas instituciones comunes duraderas —la Comisión, el Parlamento, el Tribunal—, estas fortalecen su capacidad de abordar los problemas transnacionales. Por lo demás, la Unión Europea hace de la adhesión a sus normas sobre una serie de cuestiones, que incluyen el comercio ilícito, un requisito previo para cualquier nuevo miembro.
La presencia de un compromiso común —así como la existencia de instituciones políticas que lo aplican— significa que determinados tipos de cooperación a los que otros estados podrían resistirse tienen mayores probabilidades de éxito entre los países europeos. En este sentido, la policía europea, o Europol, representa un experimento interesante. Fundada en 1994 como Unidad Europea de Narcóticos, la Europol no tardó en ampliar sus funciones hasta convertirse en un organismo policial basado en el modelo de la Interpol. Como esta, la Europol tiene un tamaño relativamente reducido —solo cuenta con unos quinientos empleados—, y actúa como un centro de intercambio de información más que como un cuerpo de seguridad. Pero el lugar seguro que ocupa en el seno de la Unión Europea la hace acreedora, por parte de los países miembros, de una confianza mayor de la que estos depositan en la Interpol.
Hay diversas maneras de elegir a los propios socios y establecer relaciones de confianza con ellos, pero lo que resulta inevitable en todos estos planteamientos es cierto grado de flexibilidad con respecto al concepto de soberanía nacional. El GAFI, la Unión Europea y otros organismos limitan, en mayor o menor medida, el ejercicio de la soberanía por parte de sus países miembros con respecto a un conjunto de cuestiones concretas. Aunque nadie, incluida la Unión Europea, ha elaborado todavía una estrategia plenamente desarrollada contra el comercio ilícito, el concepto de soberanía compartida, en el que se basan organizaciones como la propia Unión Europea, constituye la única esperanza de limitar las constantes, y mucho más dañinas, violaciones de la soberanía nacional que los traficantes infligen cada día a los estados-nación.
La lección a extraer aquí resulta difícil para los gobiernos: las fórmulas de cooperación más eficaces para poner freno al comercio ilícito son también las que en mayor grado invitan al escrutinio mutuo, lo que los gobiernos se apresuran a calificar de «intromisión». Esto ofende a las nociones tradicionales del gobierno nacional basado en un privilegio soberano, y la prerrogativa del Estado para legislar como le parezca sin tener en cuenta ninguna otra opinión. Sin embargo, si no se permite tal «intromisión», parece poco probable que los gobiernos lleguen a confiar y aprender los unos de los otros, ni a colaborar con la suficiente rapidez como para no ir a la zaga de las redes de traficantes cuyas intromisiones y violaciones de soberanía son constantes y tanto o más peligrosas que las de cualquier otro Estado-nación. Todo esto suena bastante ingenuo, y tal vez lo sea, pero aún es más ingenuo suponer que un gobierno que actúa solo puede hacer mella en un problema global como el comercio ilícito.
EL ESLABÓN PERDIDO: LA VOLUNTAD POLÍTICA
Los instrumentos para librar una lucha más eficaz contra el comercio ilícito están a nuestro alcance. Están surgiendo nuevos modelos relativos al modo de organizar y equipar a los gobiernos para esa lucha. Incluso el enojoso problema de lograr la cooperación internacional en esta que constituye la más global de las batallas, muestra indicios de viabilidad. El panorama debería, pues, inspirar esperanza.
Entonces, ¿qué nos detiene? La respuesta radica en la política. Los políticos, que son los responsables de llevar a cabo esos cambios, evalúan su interés en las potenciales reformas e innovaciones en función de las realidades políticas de sus electores. ¿Les apoyarán sus partidarios —no solo sus votantes, sino quienes les dan soporte financiero, sus aliados dentro del propio partido, los intereses creados en su región o el grupo étnico, etcétera— cuando propugnen nuevas políticas? ¿Es sensible la opinión pública a la cuestión, y está lo bastante interesada en ella en comparación con otros problemas? ¿Vale la pena correr el riesgo político de meterse en una situación delicada y argumentar a favor de la necesidad de nuevas estrategias reñidas tanto con prejuicios de larga data como con intereses creados? Con demasiada frecuencia la respuesta es no. Por lo tanto, no es realista pedir a los gobiernos que adopten posiciones que la mayoría de sus votantes no comparten. Por ello aprobar las medidas necesarias para combatir al actual comercio ilícito implica enormes riesgos políticos.
Topamos en este punto con varias vacas sagradas. La mayor de ellas es la costumbre de pensar en el comercio ilícito en términos esencialmente morales. Es absolutamente cierto que el actual panorama global del comercio ilícito produce una conmoción y un horror enormes ante la crueldad, la codicia, la violencia y la depravación que entraña el tráfico ilegal, pero las exhortaciones morales pueden acabar por sofocar las innovaciones políticas que tan desesperadamente necesitamos si pretendemos desechar las estrategias que se han revelado fallidas y tener el valor de probar otras nuevas. Son muchos los políticos que se han refugiado en denuncias teñidas de moralina como sustituto de la transparencia y la educación de la opinión pública. Por desgracia, la aparente hipocresía de los políticos suele reflejar la de sus votantes. Pocos políticos están en condiciones de permitirse el lujo de conducir a sus votantes más allá de las certezas morales de su época, o poseen las dotes necesarias para ello. Un desilusionado senador estadounidense me decía, pidiéndome que mantuviera su anonimato: «No me cabe duda de que lo que estamos haciendo en la guerra contra la droga no funciona. Pero tampoco me cabe duda de que si yo lo dijera y saliera en favor de legalizar algunas drogas, como la marihuana, perdería las próximas elecciones». Y proseguía: «Estoy dispuesto a aceptar que se necesitan medidas nuevas y audaces que rompan con todo lo que llevamos hecho, pero mis votantes no».[15]
Las certezas morales cómodas hacen que la innovación política resulte difícil; y lo mismo ocurre con las no menos cómodas certezas sobre la soberanía nacional. Depositar parte de la soberanía nacional en un grupo de socios de confianza representa un paso imprescindible para combatir el comercio ilícito. Pero la opinión pública a menudo lo interpreta como un signo de debilidad, una rendición ante una autoridad supranacional a la que no se ha elegido ni es posible pedir responsabilidades, y que además es extranjera. Dar la impresión de que se pisotea la dignidad nacional resulta tan venenoso para los políticos como dar la impresión de que se fomenta la inmoralidad. La retórica nacionalista indiscriminada hace que resulte difícil diferenciar las cuidadosas y concretas medidas que comportan los acuerdos de revisión paritaria; o conceptos tales como el «principio de subsidiariedad» de la Unión Europea, que determina qué privilegios soberanos pasan a ser prerrogativa de esta y cuáles conservan los países miembros. De hecho, en muchos países el nacionalismo recalcitrante se ocupa de que ningún foco de atención extranjero interfiera en el negocio de unos delincuentes globales que abandonaron hace ya tiempo la lealtad a cualquier nación o bandera.
Ese escrutinio es hoy más urgente que nunca, ya que, mientras las redes hallen refugio seguro en lugares como el Transdniéster, Liberia, Ucrania, Venezuela, China, México y Rusia, les seguirá resultando fácil reagruparse y regenerarse cada vez que sufran un revés. En esos países, la voluntad política de combatir a los traficantes debe promoverse desde el exterior. Corresponde a los gobiernos menos corruptos ejercer esa presión y ese respaldo fomentando la transparencia y la democracia, y forjando asociaciones eficaces con otras naciones que amplíen la confianza mutua en la lucha contra el tráfico. Pero esos gobiernos deben reconocer también el papel que a menudo desempeñan sus propias leyes como estimulantes del comercio ilícito. De qué sirve luchar contra la oferta si se protege y estimula la demanda.
UNA TAREA PARA TODOS
Los gobiernos no pueden hacerlo todo solos; los políticos tampoco. Alimentar la voluntad política de enfrentarse al comercio ilícito es un proyecto que nos necesita a todos. Los políticos necesitan la presión de la opinión pública para verse obligados a abordar la cuestión y sentirse respaldados cuando lo hagan, y nada de ello es posible sin un grado de conciencia pública sobre el comercio ilícito que todavía no hemos alcanzado. Harán falta los esfuerzos de activistas, periodistas, académicos, clérigos, educadores e incluso novelistas y guionistas dispuestos a retratar la realidad del actual comercio ilícito y el modo en que esta choca con los valores que no estamos dispuestos a sacrificar.
La clave reside en comprender la naturaleza de la amenaza. Mientras que la opinión pública sabe ya que las actuales organizaciones terroristas están compuestas de células flexibles y descentralizadas estructuradas como redes, gran parte del debate mediático y político sobre la lucha contra el crimen internacional sigue aludiendo de forma obsesiva a capos, cerebros y mafias. No es que tales cerebros o mafias no existan, pero la opinión pública tiene pocas ocasiones de comprender en qué consisten exactamente esas redes, hasta qué punto pueden llegar a imponerse, y en qué grado son capaces de penetrar en nuestra vida cotidiana. Por otra parte, en general el debate sigue limitándose casi exclusivamente a la amenaza de atentados terroristas. La noción de que los terroristas solo representan una pequeña parte, con motivaciones especiales, de las redes globales del comercio ilícito es poco comprendida, y lo mismo puede decirse de la capacidad de apreciar lo lejos que han llegado las redes del comercio ilícito en influir sobre la economía mundial y en adquirir poder político en muchos y muy importantes países.
Comprender la amenaza requiere aceptar las conexiones que los tráficos de distintos tipos tienden entre sí. Insistimos en concebir el tráfico de seres humanos, el narcotráfico, la piratería de software, etcétera, como mercados independientes, en el mejor de los casos con conexiones accidentales. Esta actitud nos tranquiliza en parte. No nos gusta vernos como delincuentes, y pensar demasiado en la relación que hay entre comprar un producto de moda falsificado y el tráfico de personas. Ciertamente, la mayoría de nosotros no somos delincuentes, pero saldremos ganando si comprendemos quién se beneficia de nuestras actividades y quién paga los costes, cuáles son las leyes y los incentivos que hacen que esto sea así, y cómo podemos cambiar las cosas.
Establecer esas conexiones es una tarea que compete a la sociedad civil; es decir, a todos nosotros.
¿Cómo se produce todo esto? Por medio de la educación, de la movilización, de las campañas electorales... Es una tarea ardua, y además existen otras muchas prioridades. Pero si nos paramos a considerar cuánto ha cambiado el mundo y hacia qué clase de orden mundial nos dirigimos, los argumentos a favor de la movilización contra las redes criminales globales nos parecerán tan evidentes como urgentes. Es importante darle a estas luchas una prioridad que hasta ahora no han tenido. Y un enfoque diferente al que hasta ahora gobiernos y ciudadanos han utilizado para combatir un tipo de comercio internacional que envenena la política y amenaza valores fundamentales.