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Las guerras que estamos perdiendo

El famoso ex presidente de Estados Unidos, y durante ocho años el hombre más poderoso de la Tierra, nació en un pequeño pueblo con «muy buen feng shui». De adolescente, cuando luchaba por sobresalir a pesar de sus modestas raíces rurales, «admiraba la ambición de Gu Yanwu, que decía que deberíamos andar diez mil millas y leer diez mil libros». A lo largo de toda su carrera política, a menudo buscó guía y consejo en los aforismos del presidente Mao. Y hablando de la joven e impresionable becaria con quien tuvo una aventura que estuvo a punto de costarle la presidencia, lo único que se le ocurrió decir fue: «Estaba muy gorda».

La versión china de la autobiografía de Bill Clinton, Mi vida, que salió a la calle en julio de 2004 —unos meses antes de que se publicara la versión oficial autorizada—, era, evidentemente, una grotesca falsificación.[1] Su aparición fue una especie de bienvenida que hacía partícipe al ex presidente de uno de los más dudosos honores de la fama literaria contemporánea. En Colombia, por ejemplo, existe toda una industria especializada en producir copias no autorizadas de las obras del gran novelista del país, Gabriel García Márquez.[2] En 2004, el original de la que constituía la primera novela del premio Nobel después de diez años desapareció de la imprenta sin dejar rastro. Al cabo de unos días se podía encontrar una edición pirata en las aceras de Bogotá, cuyo texto era completamente fiel al original, salvo por las últimas correcciones que García Márquez, siempre perfeccionista, añadió en el último momento.

Por risibles que puedan parecer, no es tan grande la distancia que separa estos fraudes de otros de consecuencias mucho más funestas. Esos mismos «mercados de imitación» no solo venden libros y DVD piratas, sino también software pirateado de Microsoft y de Adobe; no solo bolsos falsos de Gucci y Chanel, sino también maquinaria de marca falsificada con piezas de inferior calidad que puede provocar accidentes industriales; no solo Viagra placebo para crédulos compradores por correo, sino también medicamentos caducados y adulterados que en lugar de curar matan. Desafiando reglamentos e impuestos, tratados y leyes, en el actual mercado global se pone a la venta prácticamente cualquier cosa que tenga algún valor, incluyendo drogas ilegales, especies protegidas, seres humanos para la esclavitud sexual y la explotación laboral, cadáveres y órganos vivos para trasplantes, ametralladoras y lanzacohetes, y centrifugadoras y precursores químicos utilizados en la fabricación de armas nucleares.

Se trata del tráfico ilícito, un tráfico que rompe las reglas: las leyes, reglamentos, licencias, impuestos, embargos y todos los procedimientos que los distintos países emplean para organizar el comercio, proteger a sus ciudadanos, aumentar los ingresos fiscales y velar por la aplicación de los códigos éticos. Incluye compras y ventas que son completamente ilegales en todas partes, y otras que pueden ser ilegales en algunos países y aceptadas en otros. Obviamente, el comercio ilícito es extremadamente perjudicial para los negocios legítimos. Excepto cuando no lo es. Como veremos, existe una enorme zona gris entre las transacciones legales y las ilegales, una zona gris de la que los comerciantes ilícitos extraen enormes ganancias.

No es que los canales de comercialización y distribución que transportan todo este contrabando —y los circuitos financieros que mueven los cientos de miles de millones de dólares que genera cada año— estén precisamente ocultos. Algunos de los mercados donde se lleva a cabo se pueden localizar en guías turísticas de las grandes ciudades del mundo: el Mercado de la Seda en Pekín, la calle Charoen Krung en Bangkok o Canal Street en Nueva York. Otros, como la ciudad-bazar de armas y drogas de Darra Adam Khel, en el noroeste de Pakistán, o el centro de tráfico multiproducto y blanqueo de dinero de Ciudad del Este, en Paraguay, que abastece a los mercados argentino y brasileño, no son precisamente lugares de recreo, aunque no por ello resultan menos conocidos. Las fábricas filipinas o chinas que producen bienes manufacturados con autorización pueden muy bien estar haciendo paralelamente segundos turnos en los que se fabrica ilegalmente utilizando componentes de mala calidad. Los envíos de anfetaminas, vídeos piratas y falsos binoculares militares de visión nocturna suelen viajar en los mismos contenedores y bodegas que los cargamentos de semiconductores, pescado congelado y pomelo. Los ingresos del comercio ilícito se difuminan con la mayor facilidad en el inmenso flujo diario de las transacciones interbancarias y las transferencias de dinero a través de Western Union. La aparición de Internet no solo ha potenciado la rapidez y la eficacia de todo este comercio, sino que ha multiplicado sus posibilidades, por ejemplo, al albergar mercados online de prostitutas de Moldavia y Ucrania destinados a Gran Bretaña, Francia, Alemania, Japón y Estados Unidos.

Quienes se benefician del comercio ilícito no siempre tienen cuidado de ocultarse en la sombra. Muchos ejercen su tráfico abiertamente, desafiando a las autoridades a tomar medidas enérgicas contra ellos, o invitándolas a la complicidad. En Tailandia, por ejemplo, el dueño de varias salas de masajes se presentó a unas elecciones locales en 2003 con una campaña basada en las críticas a la policía; en realidad, pretendía defender sus propios intereses en el tráfico de seres humanos explotando el descontento generalizado de la opinión pública.[3] En la vecina Camboya, la policía nacional colabora con los organismos de control internacionales para tomar medidas enérgicas contra el tráfico de niños con fines sexuales; pero mientras tanto, los agentes locales reciben sobornos de conocidos traficantes a la vista de todos.[4] Puede que los comerciantes ilícitos hayan abandonado los grandes gestos —en su momento de mayor apogeo, Pablo Escobar Gaviria, el célebre capo de la droga, se ofreció a saldar íntegramente la deuda nacional de Colombia—, pero se han vuelto cada vez más sofisticados a la hora de crear empresas con complejas estructuras financieras que se extienden a través de numerosos países, borrando tan bien su rastro que pueden operar abiertamente sin riesgo alguno. Eso significa que no solo el comercio ilícito está en auge, sino que su interrelación con crisis sociales conflicto, corrupción, explotación— es más compleja que nunca.

TRES MALAS IDEAS

Sin embargo, y pese a todas las evidencias, hay al menos tres grandes ideas falsas que persisten en el modo en que todos nosotros —tanto la opinión pública como los políticos en los que depositamos nuestra confianza— abordamos la cuestión del comercio ilícito global.

La primera es la ilusión de que no hay nada nuevo. El comercio ilícito representa una antigua y permanente faceta y un inevitable efecto secundario de las economías de mercado o del comercio en general. Su precursor, el contrabando, se remonta a tiempos antiguos, y en todas las grandes ciudades existen «mercados de ladrones». Así las cosas, los escépticos proponen que, dado que el contrabando ha sido siempre más una molestia que un verdadero azote, se trata de una amenaza con la que podemos aprender a convivir, como siempre se ha hecho.

Pero este escepticismo ignora las importantes transformaciones que tuvieron lugar en la década de 1990. Cambios en la vida política y económica, junto con tecnologías revolucionarias en manos de civiles, han debilitado las barreras que tradicionalmente utilizaban los gobiernos para sellar las fronteras nacionales. Al mismo tiempo, las reformas para promover la economía de mercado que se popularizaron en todo el mundo durante esa década también aumentaron las posibilidades y los incentivos para los traficantes. No solo se debilitó el control de los gobiernos sobre las fronteras, sino que las reformas amplificaron las compensaciones que aguardaban a quienes estaban dispuestos a romper las reglas.

La tecnología amplió el mercado, no solo en términos geográficos al abaratar los costes de transporte, sino también por el hecho de hacer posible el comercio en toda una gama de productos que antes no existían, como el software pirateado o la marihuana genéticamente modificada. Las nuevas tecnologías posibilitan asimismo el comercio internacional de productos que en el pasado resultaban difíciles o imposibles de transportar o de «inventariar», como, por ejemplo, riñones humanos. Obviamente, los mercados también se ampliaron cuando los diversos gobiernos liberalizaron economías previamente cerradas o estrictamente controladas, permitiendo a los extranjeros viajar, comerciar e invertir con mayor libertad.

El traspaso masivo a manos privadas de bienes y equipos antes bajo el control exclusivo de los ejércitos nacionales introdujo en el mercado productos que van desde los lanzacohetes a los diseños y maquinaria nucleares, pasando por los misiles Scud. Además, los propios gobiernos también potenciaron el comercio ilícito al criminalizar una serie de nuevas actividades. Intercambiar archivos a través de Internet, por ejemplo, es una nueva actividad ilegal que ha venido a sumar a millones de personas a las filas de los comerciantes ilícitos.

Un indicio de la explosión del comercio ilícito se encuentra en el constante auge del blanqueo de dinero. Con el tiempo, todo negocio ilícito genera un dinero que debe blanquearse. Y existen amplias evidencias de que, pese a todas las precauciones y medidas legales y en vigor, actualmente hay más dinero negro flotando en el sistema financiero internacional que nunca.

Y sin embargo, hasta hoy, con la excepción de las drogas, el comercio ilícito sencillamente no ha sido una prioridad en el derecho ni en la firma de tratados internacionales, como tampoco en la labor policial internacional ni en la cooperación entre las diversas fuerzas del orden. La ONU no diseñó un lenguaje común para describir este fenómeno hasta el año 2000, y la mayoría de los países tienen que recorrer aún un largo camino para adaptar sus leyes a las normativas internacionales, y no digamos para aplicarlas. Hizo falta la aparición de la piratería informática y el nacimiento de los «delitos contra la propiedad intelectual» para añadir nuevos estímulos en la lucha contra la falsificación. Y el tráfico de personas —moralmente la más monstruosa de todas las formas de comercio ilícito—, que en la década de 1990 solo se definió en círculos académicos y de activistas, hasta el año 2000 no fue objeto de una legislación concreta y exhaustiva en Estados Unidos. (Solo otros diecisiete países más han hecho lo mismo.)[5]

La segunda idea falsa es que el comercio ilícito no es más que delincuencia. Es cierto que en la década de 1990 las actividades delictivas aumentaron y se globalizaron. Pero pensar en el comercio ilícito internacional como una manifestación más de un comportamiento delictivo equivale a ignorar un hecho mayor y más importante: las actividades delictivas globales están transformando el sistema internacional, invirtiendo las reglas, creando nuevos agentes y reconfigurando el poder en la política y la economía internacionales. Estados Unidos atacó Irak porque temía que Sadam Husein hubiera adquirido armas de destrucción masiva; pero al mismo tiempo, una sigilosa red dirigida por A. Q. Khan, un ingeniero paquistaní, ganaba dinero vendiendo tecnología para la fabricación de bombas atómicas a cualquiera que pudiera pagarla.

Durante todo el siglo XX, y en la medida en que los gobiernos prestaron atención al comercio ilícito, lo etiquetaron —para su opinión pública y para sí mismos— como la obra de organizaciones criminales. Conscientemente o no, los investigadores de todo el mundo tomaron el modelo de la mafia siciliana y estadounidense como punto de partida. Partiendo de esa concepción, la búsqueda de traficantes —casi siempre de drogas— conducía a lo que los investigadores consideraban que solo podían ser organizaciones pseudoempresariales: estructuradas, disciplinadas y jerárquicas. Los cárteles colombianos, los tongs chinos, las tríadas de Hong Kong, las yakuza japonesas, y finalmente, a partir de 1989, la mafia rusa, se abordaron de ese modo: primero como organizaciones criminales, y solo más tarde como comerciantes. En la mayoría de los países, las leyes empleadas para perseguir a los comerciantes ilícitos siguen siendo las que surgieron en la lucha contra el crimen organizado, como es el caso, por ejemplo, de la Ley de Organizaciones Mafiosas y Corruptas (RICO) en Estados Unidos.

Solo en fecha reciente ha empezado a cambiar esta concepción. Gracias a al-Qaeda, hoy el mundo sabe lo que puede hacer una red de individuos fuertemente motivados, no vinculados por lealtad a ningún país concreto, y potenciados por la globalización. El problema es que el mundo sigue pensando en tales redes mayoritariamente en términos de terrorismo. Sin embargo, y como mostrarán las páginas siguientes, el afán de beneficios puede constituir un elemento motivador tan potente como Dios. Las redes de apátridas comerciantes en productos ilícitos están cambiando el mundo tanto como los terroristas, y probablemente incluso más. Pero este mundo, obsesionado con los terroristas, aún no se ha dado cuenta de ello.

La tercera idea falsa es la concepción del comercio ilícito como un fenómeno «sumergido». Incluso aceptando que el tráfico ha aumentado en volumen y complejidad, muchos —especialmente los políticos— tratan de relegarlo a un mundo distinto al de los ciudadanos y electores honestos y corrientes. El lenguaje que utilizamos para describir el comercio ilícito y para enmarcar nuestros esfuerzos por contenerlo traiciona el persistente poder de esta ilusión. Así, por ejemplo, el término inglés offshore —que significa «extraterritorial», pero que en un contexto económico significa también «paraíso fiscal»— capta vívidamente este sentimiento de que el comercio ilícito se produce en algún otro lugar. Algo parecido ocurre con la expresión mercado negro, ola distinción supuestamente clara entre dinero negro y dinero blanco. Todo ello alude a la claridad, a la capacidad de trazar líneas económicas y morales, y patrullar unas fronteras que en la práctica se confunden. Es esta la más peligrosa de las tres ideas falsas, puesto que pisotea fundamentos morales y provoca engañosamente en los ciudadanos —y, por ende, en la opinión pública— un sentimiento de gran rectitud y falsa seguridad.

Esto no tiene nada que ver con el relativismo moral. Un ladrón es un ladrón. Pero ¿cómo calificaríamos a una mujer que consigue proporcionar cierto bienestar material a su necesitada familia en Albania o en Nigeria entrando en otro país ilegalmente y trabajando en la calle como prostituta o como vendedora ambulante de productos falsificados? ¿Y a los empleados de banco de Manhattan o de Londres que reciben sustanciosas gratificaciones a fin de año por haber llenado las bóvedas de sus bancos con los depósitos de acaudalados clientes cuyo único trabajo conocido ha sido ocupar un cargo público en otro país? A muchos adolescentes estadounidenses les resulta más fácil conseguir un cigarrillo de marihuana que comprar una botella de vodka o un paquete de tabaco, y saben que, al hacerlo, en realidad no corren un riesgo grave. Mientras tanto, honestos jueces o policías colombianos son acribillados constantemente en una guerra contra la droga que el gobierno estadounidense financia nada menos que con 40.000 millones de dólares anuales. No se trata solo de contradicciones exasperantes, de injustas muestras de doble moral o de interesantes paradojas. Se trata de claros indicios de que ciertos hábitos humanos han adquirido hoy nuevos matices.

ESCURRIDIZOS Y PODEROSOS

Desde comienzos de la década de 1990, el comercio ilícito global ha experimentado una gran mutación. Es la misma mutación que la de las organizaciones terroristas internacionales como al-Qaeda o la Yihad Islámica; o, para el caso, de los activistas en favor del bien de la humanidad, como el movimiento medioambiental o el Foro Social Mundial. Todos ellos se han distanciado de las jerarquías rígidas para estructurarse en redes descentralizadas; se han distanciado del control en manos de determinados líderes concretos para aproximarse a un funcionamiento basado en agentes y células dispersos y nebulosamente conectados; se han distanciado de las rígidas líneas de control e intercambio para optar por transacciones constantemente cambiantes según dicte la oportunidad de cada momento. Es esta una mutación que en la década de 1990 los diversos gobiernos apenas reconocían, y que en ningún caso podían tratar de emular.

La primera señal inequívoca en todo el mundo de esta transformación se produjo el 11 de septiembre de 2001. Los políticos dirían posteriormente que aquel día «el mundo cambió». Quizá resultaría más adecuado decir que aquel día se reveló algo sobre el mundo: como mínimo, el increíble poder que hoy reside en las manos de una clase de entidad internacional completamente nueva, intrínsecamente apátrida y profundamente escurridiza. Como demostrarían los acontecimientos posteriores, incluso los expertos fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre lo que estaban observando, y acerca de si podía o no tener que ver con estados y regímenes concretos.

Sin control alguno, el comercio ilícito no puede hacer más que continuar su mutación, ya bien avanzada. Hay pruebas suficientes de que ofrece a los terroristas y a otros truhanes medios de supervivencia y métodos de transferencia e intercambio financiero. Su efecto en la geopolítica llegará más lejos. En los países en vías de desarrollo, y en los que están en fase de transición del comunismo, las redes delictivas a menudo constituyen los más poderosos grupos de intereses creados a los que se enfrenta el gobierno. En algunos países, sus recursos y medios superan incluso a los de los gobiernos. Y tales medios con frecuencia se traducen en influencia política. Los traficantes y sus cómplices controlan partidos políticos, poseen importantes empresas mediáticas, o son los principales filántropos que se ocultan tras las organizaciones no gubernamentales. Este es el resultado natural en los países donde no hay otra actividad económica que pueda compararse al comercio ilícito, ni en volumen ni en beneficios, y donde, por tanto, los traficantes se convierten en los «grandes empresarios» de la nación. Y cuando sus negocios llegan a ser grandes y estables, las redes de tráfico hacen lo que tienden a hacer las grandes empresas en todas partes: diversificarse en otras empresas e invertir en política. Al fin y al cabo, obtener acceso al poder e influencia, y buscar la protección del gobierno, ha sido siempre algo consustancial a las grandes empresas.

Así, las redes ilícitas no solo se hallan estrechamente interrelacionadas con las actividades lícitas del sector privado, sino que se hallan también profundamente implicadas en el sector público y el sistema político. Y una vez que se han extendido a las empresas privadas legales, los partidos políticos, los parlamentos, las administraciones locales, los grupos mediáticos, los tribunales, el ejército y las entidades sin ánimo de lucro, las redes de tráfico llegan a adquirir una poderosa influencia —en algunos países sin parangón— en los asuntos de Estado.

De manera perversa, la conciencia de los devastadores efectos del comercio ilícito suele generar impulsos nacionalistas y reacciones aislacionistas. Irónicamente, tales reacciones acaban por beneficiar a los propios traficantes, ya que, cuanto más se esfuercen los estados en levantar barreras para frenar el flujo de productos, servicios y mano de obra ilícitos, más probabilidades tendrán los traficantes de obtener rentabilidad de su comercio. Las fronteras nacionales constituyen una ventaja para los delincuentes del mismo modo que representan un obstáculo para las fuerzas del orden. Las fronteras crean oportunidades de obtener beneficios para las redes de contrabandistas a la vez que debilitan a los estados-nación al limitar su capacidad de frenar las embestidas de las redes globales que dañan a sus economías, corrompen a sus policías y socavan sus instituciones.

Ya no se trata solo de una historia de delincuencia. Tiene que ver también con una nueva forma de política propia del siglo XXI, y con las nuevas realidades económicas que han sacado a la palestra a toda una serie de agentes políticos cuyos valores posiblemente chocan con los del autor y los de los lectores, y cuyas intenciones nos amenazan a todos.

PUNTOS CIEGOS

Mi interés en el comercio ilícito surgió tras seguir de cerca durante toda una década las sorpresas que depara la globalización. Como director de la revista Foreign Policy, me he dedicado a detectar y comprender las consecuencias imprevistas de los nuevos vínculos entre la política y la economía mundiales. A medida que he ido descubriendo tales sorpresas y conociendo sus historias —a menudo incluso he tenido la oportunidad de conocer a sus protagonistas—, este interés profesional se ha ido convirtiendo en una fascinación personal. He escrito sobre crisis financieras en un continente que sacuden a países situados a océanos de distancia, y sobre el modo en que las nuevas pautas de derechos humanos desarrolladas en Europa acabaron por transformar la política de América Latina. He estudiado cómo la corrupción se convirtió en un pararrayos político de manera más o menos simultánea en todo el mundo, y no precisamente porque la corrupción hubiera nacido en la década de 1990. Lo que más me ha sorprendido, sin embargo, ha sido la frecuencia con la que mis investigaciones sobre toda una serie de temas aparentemente sin relación entre sí han acabado llevándome al mundo del comercio ilícito y la delincuencia global.

No provengo del mundo de las fuerzas del orden ni de la criminología. Pero cuando he investigado los efectos de la globalización en la economía, las finanzas y la política internacionales —tanto en los países ricos como en los pobres—, me he visto inexorablemente empujado hacia ese ámbito. Mis viajes a Rusia, China, Europa oriental y América Latina me han convencido de que existen numerosas situaciones en estas áreas geográficas —y en todo el mundo— que jamás podremos entender a menos que prestemos más atención al papel de las actividades delictivas a la hora de configurar decisiones, instituciones y resultados.

Mi trabajo en Foreign Policy también me ha proporcionado una privilegiada ventana panorámica a los cambios que el mundo estaba experimentando y la oportunidad de hablar con algunos de los analistas y expertos más perspicaces del mundo acerca de cómo interpretaban ellos dichos cambios.

También adquirí el hábito, no obstante, de dedicar en todas partes algo de tiempo a buscar a policías, fiscales, periodistas y académicos que pudieran darme una idea de la situación del comercio ilícito en su país. De inmediato se me hizo evidente que incluso en países tan diversos como Tailandia, Colombia, Grecia, México y China, esas conversaciones mostraban una asombrosa semejanza. El comercio ilícito resultaba ser mucho mayor, más omnipresente y menos comprendido de lo que la mayoría de la gente percibía, incluido yo mismo. De cerca, sus consecuencias políticas eran evidentes y aterradoras. Pero su análisis era, en el mejor de los casos, marginal. Cuanto más buscaba, más especialistas encontraba que sabían mucho de un aspecto de la delincuencia global, pero apenas nada de los otros o de los vínculos que los relacionaban. Empecé a confeccionar mi propia lista de perplejidades, anécdotas, datos, fuentes, pensadores, expertos y hechos sorprendentes sobre cada uno de los distintos mercados ilícitos.

Pronto descubrí que resultaba imposible leer el periódico un día cualquiera en cualquier lugar del mundo sin encontrar alguna noticia que hablara del comercio ilícito. Casi siempre se presentaba como una noticia sobre un tema distinto, pero para mí todas ellas se habían convertido en manifestaciones de un solo fenómeno global único, impulsado por la misma combinación improbable de viejos impulsos humanos, nuevas tecnologías y políticas transformadas. También se me hizo evidente que ni los periodistas ni los académicos otorgaban a las consecuencias políticas de los acontecimientos sobre los que escribían la importancia que quienes estaban en primera línea en esos frentes no dejaban de recalcarme que tenían. Me intrigaba asimismo la escasa atención que dedicaban los especialistas en relaciones internacionales y política mundial a las consecuencias del comercio ilícito en sus objetos de estudio. Y sobre todo, me desconcertaba por qué un fenómeno intrínsecamente económico se trataba habitualmente con denuncias morales y soluciones policiales.

A principios de 2002, la Sociedad Estadounidense de Derecho Internacional me invitó a pronunciar su «Conferencia Anual Grotius»,[*] en la que me centré en mis opiniones sobre el comercio ilícito. La titulé «Las cinco guerras de la globalización» —aludiendo a los mercados ilícitos de armas, drogas, seres humanos, propiedad intelectual y dinero—, y posteriormente apareció publicada en versiones ligeramente distintas en la American University International Law Review y, al año siguiente, en Foreign Policy. El artículo fue reproducido en muchas otras publicaciones, y disfrutó de una amplia difusión en todo el mundo. La publicación de las «Cinco guerras» alentó a muchos estudiosos, jueces, fiscales, policías y agentes de los servicios de inteligencia, periodistas, e incluso víctimas del tráfico de todo el mundo, a compartir conmigo sus opiniones y experiencias. De nuevo, descubrí historias sobre distintos comercios, diferentes países, continentes diversos y contextos variados. Pero las pautas de dichas historias, e incluso sus detalles, mostraban extraordinarias similitudes. Y lo que es más importante: iluminaban aún más claramente los puntos ciegos reinantes, tanto en la óptica que utilizamos para dar sentido a lo que ocurre como en las políticas públicas que los diversos gobiernos han elegido para abordar este problema. También esos puntos ciegos resultaban asombrosamente similares. Así nació la idea de este libro.

Una nota sobre los datos utilizados: el volumen de los diversos comercios ilícitos y los beneficios derivados de ellos son, en el mejor de los casos, burdas aproximaciones. Todas las cifras que se dan en este libro proceden de las fuentes más fiables posibles: normalmente organizaciones internacionales y gobiernos, o bien organizaciones no gubernamentales cuyo trabajo se considera en general serio y fiable. Cada uno de los datos, cifras y acontecimientos mencionados en el texto viene acompañado de la correspondiente referencia en las notas. A la mayoría de las personas a las que he entrevistado también se las menciona en dichas notas, exceptuando, obviamente, las que solo hablaron conmigo a condición de mantenerse en el anonimato.

Sin embargo, y aunque las cifras aquí utilizadas son las mejores disponibles, es importante recordar que se trata de estimaciones sobre actividades clandestinas. Es posible, pues, que subestimen o sobrestimen la realidad. Aun así, todas las pruebas disponibles respaldan el argumento empírico central del libro: que hoy el volumen de esos diversos comercios es mayor, y sus operaciones mucho más complejas y sofisticadas que en 1990; y como mostrarán los capítulos siguientes, estamos empezando a entender cómo funcionan realmente y cuáles son sus efectos.