2

Los contrabandistas globales están cambiando el mundo

Está la historia que conocemos. Pero también hay otra.

Lo que sabemos es esto: la última década del siglo XX cambió el mundo. Una repentina e inesperada erupción de nuevas ideas y nuevas tecnologías cambió la política y la economía en todas partes. Miles de millones de vidas se vieron transformadas. La desaparición de la Unión Soviética desacreditó al comunismo, otorgando a la democracia y al libre mercado una popularidad sin precedentes. Como resultado, la década de 1990 pasará a la historia como ejemplo de un período en el que el poder de las ideas se hizo evidente para todo el mundo.

Esos años se recordarán también como otro período en el que el ritmo del cambio tecnológico cogió por sorpresa a todo el mundo. Las nuevas tecnologías hicieron el mundo más pequeño y consiguieron que la distancia y la geografía fuesen menos importantes que nunca. Durante la década de 1990, lo único que parecía bajar con mayor rapidez que el coste de enviar un cargamento de Shanghai a Los Ángeles era el coste de hacer una llamada telefónica de un extremo del mundo a otro.[1] Viajar a lugares antaño exorbitantemente caros o políticamente prohibidos pasó a convertirse de repente en una experiencia normal para millones de personas. Las consecuencias políticas de todo esto fueron tan importantes como las económicas. La democracia se diseminó, y durante la década de 1990 el número de países en los que se celebraron elecciones alcanzó un máximo histórico. Y lo mismo ocurrió con los mercados de valores, el comercio internacional, los flujos de capital internacionales, y el número de películas, libros, mensajes y llamadas telefónicas que cruzaron las fronteras.

Esa es la parte que conocemos. Es una historia en la que todos hemos participado, y que ha sido el tema de un montón de libros y objeto de una amplia cobertura mediática. Pero hay otra historia que discurre paralela a esta. Y esa otra historia resulta igual de importante, aunque mucho menos conocida.

Se trata de una historia de contrabando, y, en términos más generales, de delincuencia. Durante la década de 1990, los contrabandistas se hicieron más internacionales, más ricos y políticamente más influyentes que nunca. La delincuencia global no solo ha experimentado un espectacular aumento de volumen, sino que, debido a su capacidad para amasar colosales beneficios, se ha convertido además en una poderosa fuerza política. Y las ideas a través de las que interpretamos la política y la economía mundiales deben ajustarse a este cambio... urgentemente.

Las fuerzas que impulsan el auge económico y político de las redes mundiales de contrabandistas son las mismas que motorizan la globalización. Estas fuerzas constituyen el tema de este capítulo: cómo los cambios de la década de 1990 no solo potenciaron la delincuencia, sino que, al mismo tiempo, debilitaron a los organismos encargados de combatirla. Las redes delictivas crecen con la movilidad internacional y con su capacidad para aprovechar las oportunidades que emanan de la separación de los mercados en estados soberanos con fronteras. Para los delincuentes, las fronteras crean oportunidades comerciales al tiempo que convenientes escudos protectores. Pero para los funcionarios públicos encargados de darles caza, las fronteras suelen constituir obstáculos insuperables. Los privilegios de la soberanía nacional se están convirtiendo, pues, en una carga y una restricción para los gobiernos. Debido a esta asimetría, están perdiendo las batallas contra los delincuentes. En todas partes.

Los indicios están a nuestro alrededor: visibles, reconocibles, con efectos tangibles en nuestra vida cotidiana. Hoy, el comercio ilícito impregna tanto a las sociedades ricas como a las pobres. Los tradicionales objetos de tráfico y contrabando se han revitalizado, y surgen líneas de negocio totalmente nuevas. Formas de comercio ilícito que creíamos desaparecidas para siempre —del mismo modo que la medicina había erradicado la viruela—, hoy están de nuevo a la orden del día.

Consideremos, por ejemplo, la esclavitud. Se suponía que había desaparecido, pero, en cambio, está proliferando bajo la forma del sexo forzoso, el trabajo doméstico y las labores agrícolas a que se ven abocados los inmigrantes ilegales para saldar las impagables deudas contraídas con los traficantes. Sí, es cierto que muchos de los trabajadores extranjeros que nos rodean han elegido voluntariamente su situación de inmigrantes ilegales. Pero hay muchos otros para quienes sus actuales condiciones son fruto de la coacción, que son víctimas de la explotación ejercida por delincuentes que se benefician de un mercado ilícito que mueve miles de millones. La esclavitud no es más que una faceta de un comercio global de seres humanos que afecta como mínimo a cuatro millones de personas cada año, la mayoría de ellas mujeres y niños, por un valor estimado de entre 7.000 y 10.000 millones de dólares. Se han abierto rutas comerciales completamente nuevas que unen las repúblicas de la antigua Unión Soviética, el sur y el sudeste asiático, África occidental, América Latina, Europa oriental y Estados Unidos en complejas redes de reclutadores, revendedores, extorsionadores, matones a sueldo, transportistas, y expedidores online que pueden conseguir un «trabajador» de cualquier edad, nacionalidad o características físicas y enviarlo a otro continente en cuarenta y ocho horas.[2]

O tomemos, por ejemplo, el narcotráfico. Todavía hablamos de «cárteles» de la droga, pero hoy el negocio de los narcóticos ha eliminado en gran medida los operativos criminales fuertemente organizados del pasado, y opera de un modo más ágil y menos fácil de rastrear. Y se trata de un gran negocio. En Afganistán, tras la guerra que expulsó del poder a los talibanes, estalló un nuevo y frenético auge de la amapola, la materia prima de la heroína, cuya producción ha despegado también en lugares donde antes era desconocida, como Colombia. Al mismo tiempo han aflorado al mercado las anfetaminas y drogas como la ketamina o el éxtasis. El volumen de incautaciones de droga en todo el mundo casi se duplicó entre 1990 y 2002, sin que hubiera evidencias de descenso en el consumo.[3] De hecho, el sudeste asiático ha presenciado un gran aumento de las drogas químicas; países como Brasil, Nigeria y Uzbekistán, que antes eran solo puntos de transbordo, se han convertido en importantes consumidores; y en Estados Unidos, el consumo de heroína y anfetaminas está alcanzando las críticas proporciones del crack a finales de la década de 1980. Y todo ello a pesar de la guerra a la droga: nunca antes se había visto un despliegue similar de dinero, tecnología y personal destinado a impedir que las drogas crucen las fronteras.

Paralelamente, el tráfico internacional de armas ha experimentado una mutación y en gran medida ha pasado a la clandestinidad, con terribles consecuencias. Durante la época de la guerra fría, el comercio de armamento estaba asociado a los esfuerzos de poderosos gobiernos —junto con algunas empresas conocidas— por comprar la lealtad de estados clientes dándoles aviones de combate, fragatas o municiones. Esa parte del comercio de armas sigue siendo muy considerable, pero actualmente va acompañado de un próspero comercio privado de armas cortas y armamento ligero, como, por ejemplo, misiles portátiles, fusiles de asalto AK-47 y cohetes lanzagranadas o RPG. Según las Naciones Unidas, desde 1990 el tráfico de armas cortas ha alimentado cerca de cincuenta guerras en todo el mundo, especialmente (aunque no solo) en África. Enormes cantidades de armas sobrantes de la guerra fría han invadido el mercado. Miles de comerciantes extraoficiales, y a menudo invisibles, realizan hoy día un negocio antes reservado a las grandes empresas que abastecían a los gobiernos. Hoy día, ejércitos privados, milicias extraoficiales, grupos guerrilleros y toda clase de nuevas organizaciones —incluidas las empresas privadas de seguridad que están expandiéndose por todo el mundo como resultado del aumento de los índices de delincuencia— alimentan el auge del negocio de las armas cortas.[4] Detrás de todo esto acecha algo todavía más preocupante: el tráfico internacional de los conocimientos, equipos y materiales utilizados para producir armas nucleares.

Y aunque no es probable que aparezcan «bombas atómicas» en cada esquina, eso sí está ocurriendo cada vez más con los falsificadores, que representan otro mercado ilícito que ha experimentado un inmenso crecimiento. Ropa, cosméticos, discos compactos e incluso motocicletas y automóviles copiados ilegalmente se producen y consumen en una escala sin precedentes en todo el mundo. La música y las películas copiadas o bajadas de Internet en condiciones dudosas constituyen un artículo básico para un incontable número de consumidores en todo el mundo. Los fabricantes de software temen el efecto denominado «unidisco», un fenómeno por el que una sola copia falsificada podría propagarse hasta cubrir toda la extensión de un país, desplazando al producto legítimo. Sin embargo, incluso en aquellos países con elevados estándares de propiedad intelectual, como Estados Unidos o la Unión Europea, son comunes unos índices de piratería que llegan a la cuarta parte de los programas y sistemas operativos más populares.

Ningún producto está a salvo. Los medicamentos falsificados van desde los genéricos de primeros auxilios que deberían salvar la vida hasta los que conllevan el riesgo de perderla, como el falso medicamento contra la tos que mató a cerca de cien niños en Haití debido a que contenía anticongelante para automóviles.[5] En todos estos negocios, la complicidad de funcionarios públicos y altos mandos militares no solo resulta evidente, sino también indispensable.

La industria financiera, que experimentó un vertiginoso ascenso en la década de 1990, no se ha salvado del ataque. Más bien todo lo contrario: el blanqueo de dinero y la evasión de impuestos han crecido en proporción al tamaño del sistema financiero internacional, o incluso más rápido. En 1998, el entonces director del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, estimaba que el flujo global de dinero negro representaba entre el 2 y el 5 por ciento de la economía mundial, una cifra que consideraba que «superaba lo imaginable».[6] Sin embargo, otras estimaciones más recientes sitúan el flujo de dinero negro hasta en un 10 por ciento del PIB mundial.[7] Es evidente que ha llegado el momento de aumentar el alcance de nuestra imaginación: el dinero negro es hoy una parte fundamental de la economía mundial. Lejos de ser ya algo que solo ocurre en exóticos «paraísos fiscales» como las Caimán o la isla de Man, el blanqueo de dinero se ha abierto paso hasta los pilares mismos del sistema financiero. La elevada velocidad, la interconexión y el alcance global de las transacciones han hecho que resulten comunes las prácticas de manipular la contabilidad, crear empresas «de papel», canalizar fondos a través de complejas redes de intermediarios y combinar los usos legítimos e ilegítimos. La isla de Manhattan o la City londinense constituyen hoy la primera línea del frente en la lucha contra el blanqueo de dinero tanto como Vanuatu o Curaçao.

La lista de negocios de contrabando en alza es amplia: marfil procedente de colmillos de elefantes cazados ilegalmente en Sudáfrica y Zimbabwe que se vende abiertamente en Cantón, China; riñones humanos vendidos por donantes vivos, que son transportados desde Brasil hasta Sudáfrica y trasplantados a clientes alemanes reclutados online por intermediarios israelíes; antigüedades incas o iraníes robadas en espacios protegidos y vendidas en las galerías de arte de París y Londres; animales exóticos, como pangolines y pitones; productos químicos que dañan la capa de ozono; cuadros de Matisse y de Renoir desaparecidos hace mucho tiempo; piezas de ordenador desechadas, saturadas de mercurio, enviadas a vertederos situados en lugares donde pueden eludirse las leyes de protección medioambiental; diamantes «sangrientos» o «de guerra» extraídos de forma ilegal y sacados clandestinamente de zonas en conflicto. Y todo ello a la venta en un floreciente mercado global que ha resultado muy fácil de obviar a causa de la eficaz e imperceptible manera en que se ha fusionado con el mercado legítimo, utilizando los mismos instrumentos y, con frecuencia, implicando a las mismas personas, ya sea como proveedores, transportistas, financieros, mayoristas, intermediarios o clientes finales como cualquiera de nosotros.

El comercio ilícito ha traspasado sus límites históricos y ha irrumpido en nuestras vidas. Ya ni siquiera podemos estar seguros: seguros de quién se beneficia de nuestras compras, seguros de a quién respaldan nuestras inversiones, seguros de qué conexiones materiales o financieras podrían vincular nuestro propio trabajo y nuestro propio consumo con fines o prácticas que aborrecemos. Para los traficantes, eso es un triunfo: un triunfo que adopta la forma de incalculables beneficios y una influencia política sin precedentes.

LA GLOBALIZACIÓN

¿Y cómo ha ocurrido esto? Pues gracias a la globalización. Es obvio que la globalización no constituye una explicación por sí misma: es un concepto vago y flexible, dotado de múltiples significados. Pero entonces, ¿cómo denominar, si no, a la rápida integración de las economías, las políticas y las culturas del mundo que define a nuestro tiempo? ¿Y cómo calificar lo que tiene de nuevo esta época nuestra que, con frecuencia, nos hace percibir ya la década de 1980 como algo remoto y antiguo?

Un importante cambio que esta reciente oleada de globalización suele traer a la mente es la revolución producida en la política, una revolución tan profunda y transformadora como la que ha tenido lugar en la tecnología. Dicha revolución dio lugar a la primacía del sistema político y económico occidental, o al menos de cierta versión de este. Se inició con la caída del muro de Berlín y la disolución del imperio soviético, y se tradujo en una serie de reformas económicas que diversos países de todo el mundo, ricos y pobres, aplicaron en mayor o menor medida. En los círculos políticos, la denominación «consenso de Washington», con la que pasaría a conocerse esta serie de reformas, se convertiría en una de las marcas reconocibles de la década de 1990.[8] Pero su conveniente utilización para referirse a los cambios radicales producidos en las diversas políticas económicas pasaba por alto las enormes diferencias en el modo en que los distintos países aplicaron realmente dichas reformas.

Aun así, todas las reformas de la década de 1990 apuntaban a una dirección común y generalizada: hacia lo que los economistas denominan una «economía abierta». Desde esta perspectiva, las barreras al comercio o a la inversión internacional deben ser lo más reducidas posible; las reglas, que se conocen por adelantado, han de ser transparentes y coherentes, y aplicarse de manera uniforme; y las intervenciones del Estado son limitadas, lo que significa que los gobiernos no fijan ningún precio, o casi ninguno, y que el peso económico del Estado se ve reducido a través del equilibrio presupuestario y de la privatización de las empresas públicas. Fomentar las exportaciones y el libre comercio es mejor que proteger a la industria local con barreras arancelarias que limiten las importaciones. Durante la década de 1990, estas ideas constituyeron la brújula que guió a los responsables de las políticas económicas en todo el mundo.

La globalización ha producido nuevos hábitos, nuevas costumbres, nuevas expectativas, nuevas posibilidades y nuevos problemas. Eso lo sabemos. Pero lo que es mucho menos conocido es cómo la globalización ha transformado y potenciado a los traficantes ilegales. El mundo interconectado ha abierto nuevos y lucrativos horizontes para el comercio ilícito. Y lo que los traficantes y sus cómplices están encontrando en esos nuevos horizontes no es solo dinero, sino también poder político.

REFORMA = OPORTUNIDAD

El comercio de toda clase se expandió vertiginosamente en la década de 1990 a medida que un país tras otro reducía sus barreras a las importaciones y las exportaciones, y eliminaba las regulaciones que inhibían la inversión extranjera. El cambio fue espectacular. En 1980, el arancel medio —la tarifa con que los gobiernos gravan las importaciones y exportaciones— era del 26,1 por ciento; en el año 2000 había descendido al 10,4 por ciento.[9] Entre los acontecimientos culminantes en esta tendencia figuran la aprobación en 1994 del Tratado de Libre Comercio (TLC), firmado por Estados Unidos, Canadá y México; la fundación en 1995 de la Organización Mundial del Comercio, a la que en el año 2000, tras largas negociaciones, se uniría China; la ampliación de la Unión Europea de 15 a 25 estados miembros en la primavera de 2004, y la oleada de tratados orientados a facilitar el comercio que se firmaron entre países o incluso regiones geográficas de todos los continentes. En 1990 había en el mundo cincuenta tratados de libre comercio. Hoy día hay doscientos cincuenta. Con cada uno de estos tratados los países participantes aceptan consensuar sus reglas comerciales, siempre apuntando hacia la bajada de los aranceles, la eliminación de obstáculos y la búsqueda de maneras más sencillas de resolver las disputas comerciales en caso de que se produzcan.

La espectacular expansión del comercio mundial durante dicha década —entre 1990 y 2000 creció a una media de más del 6 por ciento— vendría a crear además un amplio espacio para el tráfico ilícito,[10] puesto que quedaban aún un montón de reglas que el comercio legítimo debía obedecer mientras seguía creciendo el apetito de los mercados y de los consumidores por toda una serie de productos cuyo comercio restringían los diversos países. Pronto se hizo evidente que las medidas que los países adoptaron para fomentar el comercio legítimo en provecho propio facilitaban también las actividades de los comerciantes ilícitos. Uno de dichos beneficios fue la reducción de los controles fronterizos, ya fuera en número o en rigor; en algunos lugares, como en los países del denominado «espacio Schengen», en la Unión Europea, los controles fronterizos prácticamente desaparecieron. Y los controles que se mantuvieron sencillamente tendían a verse desbordados por el masivo flujo de mercancías. Incluso después del 11-S y de las subsiguientes medidas que se aplicaron en las fronteras estadounidenses, los principales puestos fronterizos entre México y Estados Unidos apenas pueden inspeccionar una pequeña parte de los camiones que los cruzan —y como mucho, durante unos minutos— por temor a provocar lentas filas de varios kilómetros. Más problemática aún resulta la situación de los muelles de carga de los puertos. En todas partes, el aumento del tráfico, las medidas para agilizar los trámites aduaneros, la difusión de zonas francas industriales, la ubicuidad del transporte aéreo y la imposibilidad de revisar todos los paquetes que transportan empresas internacionales como FedEx o DHL, proporcionan a los contrabandistas nuevas vías para cruzar fronteras.

La aglomeración de mercancías en los congestionados puestos fronterizos ilustra muy claramente el hecho de que los mercados se han integrado con mucha más rapidez que los sistemas políticos. Y los comerciantes ilícitos han convertido esta realidad en una ventaja competitiva crucial, que viene a reforzar su posición tanto frente a sus competidores legítimos como en el juego del gato y el ratón que mantienen con las autoridades. Por más que los bienes cruzan las fronteras más rápidamente, es evidente que estas todavía importan: a cada lado existe una jurisdicción distinta, con su propia policía y sus propios agentes de aduanas, leyes y regulaciones, y por lo tanto con distintos precios para el mismo producto. Esta diferencia de precios es la que genera las lucrativas oportunidades para los contrabandistas. Los comerciantes ilícitos pueden saltar de un lado a otro entre diferentes jurisdicciones, o extender sus negocios a través de ellas, gracias a los numerosos nuevos instrumentos de que hoy dispone el comercio. Con tecnologías de la información que permiten que tareas como el control de inventarios y el seguimiento de envíos se realicen a distancia, el comerciante y los bienes ya no tienen por qué estar en el mismo sitio al mismo tiempo. Esa flexibilidad supone una ventaja fundamental del comercio ilícito frente a los gobiernos, ya que proporciona a los traficantes un incentivo para organizarse de manera que el enredo jurisdiccional se maximice.

La privatización y la desregularización de empresas han desempeñado también un papel importante en esta situación. En las antiguas economías cerradas o controladas por el Estado, la venta o el cierre de empresas públicas acabó con muchos monopolios industriales, obligando a las fábricas a renovarse para sobrevivir. Para muchas de ellas, eso significaba vender armas y municiones prestando poca atención a quién podía ser el comprador, o ser poco escrupulosas con las marcas y patentes. Obviamente, la propiedad pública no es un seguro contra las prácticas comerciales ilícitas; más bien al contrario, como muestra el caso de China, donde las empresas controladas por el gobierno o por el ejército se han visto implicadas una y otra vez en casos de falsificación y piratería. Paralelamente, la tendencia a flexibilizar las reglamentaciones de la actividad empresarial ha multiplicado las oportunidades para crear empresas criminales pero cuasilegales y blanquear dinero, al mismo tiempo que ha reducido los costes del negocio en términos generales.

De manera crucial, las reformas económicas han beneficiado a los comerciantes ilícitos debilitando a su enemigo. Los gobiernos gozan ahora de menos libertad para actuar, para gastar dinero y para imponer la ley a discreción. La restricción del gasto público se ha convertido en el parámetro primordial con el que evaluar el rendimiento de un determinado gobierno. Atrapados en lo que el columnista del New York Times Thomas Friedman denominó la «camisa de fuerza dorada» de los mercados de capital, pocos países pueden permitirse que los inversionistas mundiales y los «money managers» los pongan en su lista negra por tener grandes déficits.[11] Resulta probable que un déficit presupuestario elevado e insostenible, especialmente en los países pobres o en los denominados «mercados emergentes», provoque masivas fugas de capital, y el resultado es aumentar los costes crediticios para financiar la función pública. Esto, a su vez, puede dar al traste con la capacidad de los gobiernos para llevar a cabo las obras públicas y los programas sociales que sus ciudadanos esperan. La respuesta en la mayoría de los países emergentes en los que resultaba difícil subir los impuestos (e incluso recaudarlos) ha sido recortar el gasto. Y a menudo resulta más fácil hacerlo reduciendo el presupuesto destinado a orden público, cárceles y justicia que recortando los fondos destinados a programas sociales políticamente más delicados. Esta fue la norma en muchos países durante la década de 1990. Así, mientras los traficantes veían cómo sus mercados se globalizaban y sus ingresos aumentaban, los fondos destinados a los organismos encargados de combatir sus actividades se veían reducidos o congelados.

En los países más pobres, estos efectos han tenido repercusiones aún más graves. Con frecuencia, los gobiernos obligados a reducir el gasto público han tenido problemas para remunerar adecuadamente a sus funcionarios públicos, o incluso para pagarles su sueldo de forma regular, todo lo cual, en la práctica, viene a garantizar la corrupción. Pocos gobiernos tienen la capacidad de sortear todos estos peligros sin que se les escape algún punto vulnerable. Y los traficantes tienen enormes incentivos económicos para descubrir y explotar estas vulnerabilidades, algo que casi siempre logran.

LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS DEL CONTRABANDO

No ha sido solo la reforma económica lo que ha estimulado el auge del comercio mundial. Las nuevas tecnologías también han desempeñado un importante papel: buques más eficientes, cargueros portacontenedores, nuevos sistemas para facilitar la carga y descarga, mejor gestión portuaria, logística mejorada, avances en la refrigeración, nuevos materiales de empaquetado, gestión instantánea de inventarios, navegación y seguimiento vía satélite, etcétera. A estas nuevas tecnologías —que benefician por igual a todas las formas de comercio, legítimo o no—, los traficantes han añadido sus propias y muy creativas aplicaciones. La generalización de los condones de látex de alta calidad, por ejemplo, reduce el riesgo de ruptura (a menudo letal) asociado a lo que se ha convertido en el contenedor universalmente preferido para pasar alijos de droga dentro del aparato digestivo de personas, las denominadas «mulas». La agresiva e imaginativa adopción de nuevas tecnologías ha ayudado a los traficantes a reducir los riesgos, aumentar la productividad y racionalizar su negocio. Como me dijo César Gaviria, ex presidente de Colombia: «El cártel de Cali ya utilizaba sofisticadas técnicas de codificación a principios de la década de 1990. Iba muy por delante de los métodos de los que disponíamos en el gobierno».[12]

Al mismo tiempo, la liberalización financiera ha aumentado la flexibilidad de los traficantes para invertir sus beneficios y el abanico de usos que pueden dar a su capital, además de generar numerosos instrumentos nuevos con los que mover su dinero por el mundo. El libre movimiento de capitales constituye precisamente un rasgo distintivo de la globalización. En la época anterior a las reformas, la mayoría de los países prohibían o limitaban de un modo estricto las transacciones monetarias internacionales. La inversión extranjera era minuciosamente controlada y regulada, y la «exportación de capitales» era un delito. Pero en la década de 1990, los países descubrieron que necesitaban el dinero, la tecnología y el conocimiento de los mercados de las empresas multinacionales, así que empezaron a fomentar la inversión extranjera en lugar de restringirla. El pensamiento y la investigación económica predominantes vinieron a confirmar asimismo que un país estaba mejor con más inversión extranjera que con menos, especialmente si se podía persuadir a los inversores para quedarse en el país a largo plazo. Abrir los mercados de valores locales al dinero extranjero hizo que estos se expandieran, y el hecho de que las empresas locales cotizaran en las bolsas extranjeras, en Nueva York o Londres, se convirtió en un símbolo de éxito.

No obstante, nada de esto resultaba fácil, por no decir posible, si el país mantenía los controles sobre las operaciones con divisas extranjeras.[13] Así, la década de 1990 presenció una modificación sustancial de la regulación cambiaria. La libre compraventa de moneda se convirtió en la nueva pauta mundial. Y el mercado experimentó un auge. En 1989, las transacciones diarias en el mercado global de divisas totalizaban 590.000 millones de dólares; en 2004, esa cifra había llegado a 1,88 billones. La tecnología vino a echar más leña al fuego. Una vez que los gobiernos permitieron las transacciones con divisas, las redes bancarias globales informatizadas hicieron que dichas transacciones se produjeran a la velocidad de la luz, y desde cualquier sitio a cualquier otro.

De repente, los blanqueadores de dinero se encontraron en el paraíso. Los comerciantes ilícitos obtuvieron oportunidades y métodos para ocultar y blanquear sus ingresos. Los bancos legítimos, compitiendo entre sí por los vastos y nuevos caudales de fondos, tenían fuertes incentivos para no hacer demasiadas preguntas cuando trataban con clientes «inusuales». Para muchos banqueros que trabajaban a comisión, atraer a individuos acaudalados para que depositaran sus fondos en su banco pasó a ser más importante que averiguar de dónde procedían las riquezas. Algunos países cedieron a la tentación de convertirse en paraísos fiscales, considerando que el nuevo entorno podía favorecer la competencia con otros paraísos ya establecidos, como Mónaco o las islas Caimán. Lugares tan oscuros como Nauru, Niue y las islas Cook se especializaron en dar servicios financieros sin hacer preguntas, pero hubo otros países más «respetables» que hicieron lo mismo. E incluso los más agresivos esfuerzos globales para imponer y aplicar normativas bancarias uniformes se estrellaron contra los intereses de los bancos y las autoridades nacionales.

Algunas de las tecnologías financieras que han beneficiado a los comerciantes ilícitos resultan bastante comunes y corrientes. Una de ellas es la humilde tarjeta de crédito o de débito, hasta no hace mucho exclusiva de unos pocos países desarrollados, pero que hoy se utiliza casi en todas partes. La tarjeta, inimaginable sin una estructura global de comunicaciones, constituye uno de los instrumentos más básicos y esenciales de nuestra vida cotidiana, y también de la de los traficantes. El auge del dinero electrónico y virtual —por ejemplo, tarjetas inteligentes que almacenan el valor en un chip— ofrece comodidad a la par que anonimato. Otra muestra de la integración financiera mundial que resulta útil para los comerciantes ilícitos es la industria de los giros y remesas de dinero, que hoy se encuentra en franca expansión. Esenciales en la actual vida cotidiana de los emigrantes, las empresas como Western Union y otras similares, pese a sus esfuerzos, casi inevitablemente ponen en circulación cierta cantidad de ganancias adquiridas de forma deshonesta.

El hecho de descubrir que fueron estos los instrumentos que utilizaron Mohamed Atta y sus cómplices terroristas para financiar los actos homicidas del 11-S llevó a distintos gobiernos a dedicar grandes esfuerzos a limitar su facilidad de uso con fines ilegales. Pero aunque dichos esfuerzos han aumentado los costes, los riesgos y los inconvenientes de su uso para los delincuentes, el comercio de dinero ilícito sigue siendo una amplia y amenazadora realidad global.

Además, está Internet. Su valor para los traficantes es inmenso, y sus usos concretos resultan demasiado numerosos para enumerarlos aquí. Quienes participan en las transacciones ilícitas se comunican entre sí desde la privacidad y el anonimato de cuentas de correo electrónico, que cambian frecuentemente y a las que acceden desde cibercafés y lugares discretos. Realizan el seguimiento de sus envíos utilizando los servicios de rastreo que proporcionan las empresas de mensajería como FedEx y similares, y ponen sus productos a la venta utilizando portales online. Hoy la subasta de esclavas es una subasta electrónica, en la que los chulos locales pueden examinar por correo electrónico a mujeres y niñas y comprárselas a mayoristas de otros países, y donde los consumidores finales pueden pedir la prostituta que elijan. A través de Internet se recluta a mercenarios, se anuncian compañías de transporte poco escrupulosas; Internet alberga sitios web de aspecto profesional que no son más que la versión electrónica de empresas fraudulentas. Y las loterías, apuestas y casinos de la red —una inmensa y caótica industria que se calcula que movió 5.000 millones de dólares en 2003— constituyen un magnífico entorno para que el dinero negro cambie continuamente de lugar.[14] «Internet se ha convertido en un botiquín abierto, un autoservicio de medicamentos para hacerte sentir bien», declaraba en 2005 Karin P.Tandy, jefe de la DEA, la agencia antidroga de Estados Unidos, al anunciar la desarticulación de una red de narcotráfico que utilizaba doscientos sitios web localizados en Estados Unidos, Costa Rica, Canadá y Australia para vender anfetaminas y otras drogas fabricadas en la India y que eran enviadas ilegalmente a cualquier lugar del mundo.

La potencial convergencia del tráfico y la ciberdelincuencia, tanto en un futuro próximo como más a largo plazo, parece ilimitada. Internet permite a los traficantes comunicarse de manera privada y eficiente, realizar el máximo número posible de transacciones en un espacio virtual más que geográfico y crear nuevas formas de transferir u ocultar fondos. Y todo ello sin preocuparse por la localización física, lo que posibilita que los traficantes traspasen fronteras y oculten su rastro sin obstaculizar el flujo real de productos.[15]

NUEVAS GEOGRAFÍAS, NUEVAS RUTAS

El mundo virtual no fue el único nuevo territorio que la década de 1990 abrió al comercio ilícito. Con el final de la guerra fría, países que previamente se habían mantenido apartados del sistema comercial mundial empezaron a reincorporarse a él, y los que habían reglamentado (o al menos habían tratado de reglamentar) el flujo de productos y de dinero en su territorio comenzaron a relajar el control. Obviamente, los sistemas que se flexibilizaban o que se derrumbaban —las versiones soviética y china del comunismo, el duro «capitalismo de Estado» vigente en la India y en otros países en vías de desarrollo, e incluso la economía fuertemente dirigida de Corea del Sur y Taiwan, entre otros— diferían ampliamente en sus métodos y resultados. Pero todos ellos tenían en común el principio de que era el gobierno el que mejor sabía gestionar la economía. Y en todas partes la reducción de la economía planificada, del control de precios, de los permisos de importación, de los subsidios industriales, de las restricciones monetarias, etcétera, reveló la existencia de nuevos mercados potenciales, algunos de ellos ya bastante desarrollados, con sus empresarios y prestamistas listos para entrar en acción. Y lo mismo cabe decir de los comerciantes, legítimos o no. Cuando estos mercados potenciales se unieron al mercado mundial, la economía del planeta se hizo auténticamente global.

Y lo mismo sucedió con el comercio ilícito.

Esta apertura produjo una cascada de beneficios para el comercio ilícito. El más inmediato fue un enorme aumento de la oferta de todo tipo de productos prohibidos. La caída del bloque soviético y de sus aliados hizo afluir al mercado toda una serie de nuevos productos de interés para los comerciantes ilícitos, algunos de ellos a precio de ganga. Entre ellos se incluían armas y material militar sobrantes de los hipertrofiados ejércitos del Pacto de Varsovia y de las fábricas estatales encargadas de abastecerlos; materiales y técnicas nucleares liberados por el rápido y desordenado final de la Unión Soviética; aviones y vehículos militares y civiles; una amplia gama de recursos naturales, que iban desde el níquel y el cobre hasta el uranio y los diamantes; pero también mano de obra emigrante, niños para la adopción, mujeres para la prostitución e incluso cuerpos humanos, vivos y muertos, para la venta de órganos. La reforma política y económica también posibilitó que se dispusiera de una vasta infraestructura de plantas industriales que los gobiernos habían desarrollado bajo la protección de las restricciones comerciales, y que ahora necesitaban dedicarse a nuevas actividades para poder sobrevivir. En fin, una oportunidad perfecta para los fabricantes de productos destinados al comercio ilícito.

Cuando cayeron todos los muros de Berlín del planeta, las posibilidades para los traficantes se multiplicaron, y lo mismo ocurrió con las nuevas especializaciones comerciales nacionales. Países como Ucrania y Serbia no tardaron en pasar a ser conocidos por fabricar discos compactos o municiones destinados al contrabando. Moldavia, encajada entre Rumanía y Ucrania, pasó de repente a ser noticia en todo el mundo como centro productor y comercial del tráfico de seres humanos, punto de escala de cargamentos de drogas y armas y sede de matriculaciones falsas de aviones, entre otras cosas ilegales. El Transdniéster, una región disidente de Moldavia que pretende ser un país, aunque en realidad no es más que una empresa ilegal de carácter familiar, se convirtió en un importante eje del contrabando de armas. Bielorrusia floreció como centro del tráfico de seres humanos. Rumanía, con su eficaz sistema de enseñanza técnica y su elevada tasa de paro, se convirtió en uno de los primeros líderes mundiales de la ciberdelincuencia y el fraude a través de Internet. Las repúblicas de Asia central y los Balcanes recuperaron un papel destacado en el comercio de opio entre Afganistán y Europa; una reminiscencia de la antigua Ruta de la Seda, aunque dedicada ahora al tráfico de drogas y al contrabando de emigrantes. La provincia china de Yunnan adoptó un papel similar con relación a Birmania. Estas transiciones se produjeron con relativa facilidad, tanto por necesidad como por iniciativa.

Todo esto ocurrió muy rápido; tanto, que el mundo aún no ha tenido tiempo de darse plena cuenta de este nuevo reto y reaccionar adecuadamente. Además, se trataba de dinámicas muy difíciles de detener. Jim Moody, ex agente del FBI que en la década de 1990 fue uno de los responsables de la respuesta de este organismo a la oleada de delincuencia global, me decía con frustración: «Aún hoy no sabemos qué nos ocurrió en la década de 1990. Jamás sabremos lo que [los delincuentes] nos hicieron. ¿Adónde fue a parar todo ese dinero? Creo que una parte está aquí, en Estados Unidos, y en muchos otros países desarrollados, invertido en empresas legítimas controladas por ladrones de alto nivel».[16]

ESTADOS ALTERADOS

Detrás de estos cambios acechaba otra dinámica política más profunda: la proliferación en todo el mundo de estados débiles y fallidos, listos para ser colonizados por los traficantes. Durante la guerra fría, los diversos estados se situaron en la «esfera de influencia» de una de las superpotencias a cambio de protección militar y ayuda económica. Cuando esta protección se desvaneció, también lo hizo la red de seguridad que evitaba que los estados con gobiernos débiles o ineptos perdieran el control de su territorio o de sus recursos. Ya desde la década de 1960, los politólogos habían utilizado expresiones como «estados fuertes» y «estados débiles» para definir las diferencias en la capacidad de un gobierno a la hora de desempeñar sus funciones básicas. Pero la década de 1990 presenciaría la acuñación de una nueva expresión, la de «Estado fallido»: prácticamente una cáscara vacía, con una capital, un gobierno nominal y el esqueleto de algunas instituciones, pero en realidad sin control gubernamental legítimo y con muy poca capacidad de influir en la economía y en las vidas de los ciudadanos.[17] Los estados débiles en general, y este subconjunto extremo en particular, proliferaron.

En estos países, las redes de comercio ilícito pueden «capturar» fácilmente organismos públicos clave: aduanas, tribunales, bancos, puertos, policía… Además, raramente se olvidan de reclutar periodistas, políticos y líderes empresariales. Estas redes no tardan mucho en pasar a empresas legítimas que hacen que su arraigo en la sociedad sea aún más profundo: ser dueño de emisoras de radio o periódicos locales suele representar con frecuencia un coste tan necesario para poder hacer negocios como «ser dueño» de un juez o del jefe de policía. Del mismo modo que al-Qaeda fue capaz de «capturar» —y por no mucho dinero— al gobierno talibán de Afganistán, los objetivos y necesidades de los traficantes internacionales han moldeado profundamente la política y la vida económica de muchos países. Esta criminalización del interés nacional se ha convertido en una importante característica de nuestra época. Lamentablemente, poco reconocida como tal.

Tomemos, por ejemplo, el caso de Corea del Norte. Su implicación en el tráfico internacional de drogas, armas, personas y especies protegidas, además de toda clase de actividades delictivas, no constituye una especie de proyecto secundario de grupos de individuos que casualmente también ostentan altos cargos públicos. Por el contrario, y según la mayoría de los expertos entrevistados para la elaboración de este libro, la delincuencia internacional constituye una actividad central que define de manera fundamental la naturaleza del Estado norcoreano. Nauru, un diminuto Estado insular del Pacífico, es bien conocido como destino del dinero blanqueado en Rusia. El pequeño país de Surinam (con una población de medio millón de habitantes), en la costa septentrional de América del Sur, se ha convertido en puerto de transbordo para los traficantes de drogas, y no hay ninguna otra actividad económica en Surinam capaz de competir en beneficios con esta. Es difícil imaginar que su gobierno pueda ser inmune a la seducción o las amenazas de los poderosos agentes extranjeros que operan desde allí. De hecho, en 2004 el hijo y el hermanastro del antiguo dictador Desi Bouterse fueron acusados de pertenecer a una de las más importantes organizaciones de narcotráfico, que utilizaba Surinam como base para exportar cocaína a los Países Bajos.[18] La producción económica anual total de Tayikistán es de alrededor de 7.000 millones de dólares. Según algunas estimaciones de la ONU, en el año 2003 el valor de venta en una capital europea solo de las drogas incautadas en Tayikistán equivalía aproximadamente a la mitad del valor total de los bienes y servicios producidos en dicho país.[19]

En Perú, durante la segunda mitad de la década de 1990, Vladimiro Montesinos era el todopoderoso jefe de los servicios de inteligencia nacionales y un poderoso traficante de influencias entre bastidores que controlaba a parlamentarios, grandes banqueros y propietarios de medios de comunicación peruanos. Al mismo tiempo, dirigía una extensa red que traficaba con drogas y armamento, y blanqueaba dinero en todo el mundo. Como me dijo el ex primer ministro peruano Roberto Dañino: «Tanto el interés nacional de Perú como determinadas decisiones importantes de política exterior solían definirse, o configurarse en gran medida, unilateralmente por los intereses de Montesinos».[20] Hoy sabemos que dichos intereses solían ser de índole delictiva. Un alto oficial de la inteligencia británica confirmaría también que esa era la opinión que tienen muchos de sus compañeros sobre Alexandr Lukashenko, presidente de la antigua república soviética de Bielorrusia, o sobre Ígor Smirnov, líder del Transdniéster.[21] En el caso de países como estos, tratar de entender los «intereses nacionales» sin hacer referencia al comercio ilícito global equivale a pasar por alto un motor fundamental tanto de sus políticas como de las acciones y omisiones de sus gobiernos.

El efecto puede ser aún más marcado en el ámbito regional, especialmente en las regiones remotas o en las que cruzan fronteras. En muchos países, los gobiernos locales resultan presa fácil para las redes delictivas que buscan una base de operaciones cómoda y flexible. Cuando Colombia descentralizó la autoridad del gobierno en favor de las administraciones locales a principios de la década de 1990, este hecho se convirtió en una gran ventaja para las redes de traficantes, que ahora sencillamente podían nombrar a sus propios alcaldes, gobernadores y jueces. En Afganistán, el auge de la amapola beneficia a los señores de la guerra locales, y en México, las redes delictivas se han apoderado de algunas de las ciudades y estados más virulentamente criminales del país. El «Triángulo de Oro» de Tailandia, Birmania y Laos, así como la tierra de nadie situada entre Pakistán y Afganistán, constituyen conocidos ejemplos de regiones transfronterizas en las que ha prosperado el comercio ilícito. De hecho, es raro encontrar hoy un país en el que no haya espacios de ilegalidad bien integrados en redes globales de mayor envergadura. En su informe anual de 2004 al Congreso estadounidense, la CIA anunció que había identificado cincuenta regiones en todo el mundo sobre las que los gobiernos centrales ejercían poco o ningún control, y donde los terroristas, contrabandistas y delincuentes transnacionales disfrutaban de un entorno acogedor.[22]

Estos lugares constituyen mercados perfectos para los traficantes de armas y representan una fuente de puntos de transbordo para cualquier otra cosa. De este modo, los rebeldes se convierten en comerciantes; por ejemplo, las organizaciones guerrilleras colombianas FARC y AUC ya no se limitan a vender protección al tráfico de drogas, sino que se han convertido ellas mismas en intermediarias en el negocio de la cocaína, comerciando con agricultores, laboratorios, transportistas y mayoristas de México y Estados Unidos.[23] El gobierno colombiano calcula que en 2003 las FARC ingresaron 783 millones de dólares procedentes de la cocaína. En África occidental, a finales de la década de 1990, los rebeldes del Frente Revolucionario Unido (RUF) de Sierra Leona y la facción de Charles Taylor de Liberia se asociaron con traficantes de armas para sacar de la región diamantes y madera, haciendo entrar a cambio dinero, drogas, armamento y otros productos. Según el informe del periodista Doug Farah, incluso al-Qaeda participó en la operación, convirtiendo en efectivo diamantes de Sierra Leona a través de intermediarios liberianos, todo ello en el marco de la preparación del 11-S.[24]

Estas tendencias resultan aún más extremas en los estados fallidos o débiles. Sus fronteras son difíciles de patrullar y sus funcionarios, fáciles de corromper. Así, por ejemplo, Nigeria se ha convertido en un importante centro en el comercio de la heroína en ruta desde Oriente Próximo hasta Europa y América del Norte. Puede que esta ruta no parezca demasiado directa, y ni siquiera la propia Nigeria es (hasta ahora) una importante productora o consumidora de dicha droga. Pero los puntos vulnerables del Estado nigeriano ofrecen a los traficantes toda una serie de ventajas que hacen que este rodeo valga la pena. Del mismo modo, Haití y otros países caribeños se convirtieron en apeaderos de los envíos de droga a Estados Unidos cuando otras rutas estaban demasiado vigiladas. La precariedad de los sucesivos gobiernos haitianos y el hecho de que la costa del país estuviera muy poco patrullada lo convirtieron en una elección obvia. Hoy día, la política de Haití no se puede comprender si no se toma en cuenta la influencia que en ella tienen los narcotraficantes colombianos y mexicanos. Haití es un importante centro de transbordo de drogas hacia Estados Unidos.

Otros estados débiles ofrecen distintas especialidades. Los certificados de destinatario final «falsos a medias», por ejemplo, son especialmente apreciados en el negocio del contrabando de armas. Se trata de certificados oficiales que garantizan que un determinado cargamento va a parar a un comprador legítimo —que son falsos porque las armas en realidad van a otra parte, pero no lo son en tanto que el membrete y la firma son auténticos—, y que se compran por una pequeña cantidad. El Chad, Panamá, Bolivia, Ghana, Costa de Marfil y muchos otros países se han convertido en proveedores de documentos de este tipo. Y en Rumanía, Albania, Eslovaquia y Grecia, donde los traficantes de seres humanos retienen a mujeres atraídas desde diferentes lugares de toda la zona para violentamente convertirlas en prostitutas, la policía fronteriza sella pasaportes que sabe que son falsos y hace la vista gorda mientras esas modernas esclavas son trasladadas hacia Europa occidental.

LOS NUEVOS EMPRESARIOS

Una importante contribución de las economías cerradas y dominadas por el Estado al auge del tráfico ilegal que ocurrió en la década de 1990 fue el «capital humano» que exportaron al resto del mundo; es decir, los criminales y contrabandistas que surgen naturalmente en estados totalitarios y economías cerradas. Los cambios hicieron afluir al mercado a un ejército de traficantes altamente cualificados, experimentados y violentos que se convertirían en la columna vertebral de los nuevos negocios delictivos y semidelictivos cuyo volumen se dispararía gracias a las posibilidades generadas por la tecnología a la apertura de los mercados y la liberalización de las políticas.

Al fin y al cabo, esas economías tenían empresarios que no se ajustaban del todo al patrón estándar. Consideremos el caso de los nuevos capitalistas rusos. El típico magnate postsoviético no se formó precisamente en la Escuela de Negocios de Harvard.[25] Lo usual es que pasara sus años de formación en el gobierno, el ejército o la KGB, y que acumulara su experiencia laboral no en un elegante banco de inversiones o en una empresa multinacional, sino participando en las oscuras transacciones que se llevaban a cabo cuando el racionamiento y los controles estatales son la norma. Bajo el comunismo, el contrabando no constituía una transacción internacional ilegal realizada por unos cuantos delincuentes, sino una cotidiana estrategia de supervivencia. Las ganancias personales siempre estaban al otro lado de las barreras que el gobierno imponía al intercambio de bienes y servicios; no en el extranjero, sino dentro del propio país. La prosperidad, obviamente en términos relativos, dependía de que se encontrara el modo —nunca legal— de proporcionar a los acosados directores de las fábricas las materias primas que necesitaban para cumplir con sus cuotas de producción, o de «desviar» —es decir, robar— bienes de consumo al Estado y venderlos en el mercado negro. Significaba, asimismo, acceder a unos stocks de pantalones tejanos extranjeros que podían venderse discretamente a los jóvenes, así como al vodka que utilizaban los más adultos como salvavidas.

Durante más de seis décadas, esos fueron los incentivos que ofrecía el sistema, así que los espíritus emprendedores no tuvieron otra salida que encontrar el modo de infringir la ley. Inevitablemente, la actividad mercantil era ilegal y requería la ayuda y la colaboración de alguien del gobierno. Cuando estas sencillas alianzas o la corrupción no funcionaban, el uso de la violencia, las amenazas o el chantaje eran la manera de obtener la cooperación. Varias décadas de vivir en este entorno dieron como resultado una amplia oferta de organizaciones capaces y experimentadas, bandas implacables, individuos con talento y matones sin miedo.

Puede que para el resto del mundo la perestroika, la reestructuración de la Unión Soviética, significara la victoria del espíritu del libre mercado, pero para los empresarios engendrados por el sistema soviético significó de hecho más libertad para aplicar su experiencia a la hora de socavar los esfuerzos del gobierno, infringir la ley y corromper a los funcionarios. Pronto descubrirían que, gracias a la globalización, podían operar en el ámbito internacional, y que el mundo entero ofrecía también amplias oportunidades de lucro para las organizaciones con sus habilidades e intereses. Una vez que se abolieron los controles estatales, se permitió la propiedad privada, se abrieron las fronteras, se privatizaron las fábricas, se eliminó el racionamiento y se legalizaron las cuentas en bancos extranjeros, las redes de traficantes que solían operar ilegalmente bajo el antiguo sistema se adaptaron a las nuevas condiciones con mayor rapidez que casi cualquier otro grupo de la sociedad. Este no fue un fenómeno exclusivamente soviético. En todo el mundo, de China a Argentina y de Italia a la India, los talentos desarrollados gracias a las oportunidades que ofrecían los sistemas donde violar las normas era la única manera de hacer mucho dinero rápidamente descubrieron que estas capacidades también se podían exportar.

SE ACABÓ LA CLANDESTINIDAD

Pocas industrias podrían experimentar una expansión tan acelerada sin pasar por una profunda reestructuración. En este sentido, el comercio ilícito no es una excepción. Este ya no se asemeja a ninguna de las dos imágenes que todavía dominan la imaginación popular: el curtido contrabandista solitario o el «sindicato» del crimen organizado.

Una de las razones para esto es que tanto el contrabandista tradicional como el «capo» de la mafia ya no tienen las ventajas competitivas para sobrevivir en el nuevo ambiente global. El rápido ritmo del comercio mundial y la infinita combinación de posibilidades de suministros, almacenamientos, transportes, gestiones bancarias, giros y transferencias, operadoras de telefonía móvil, cuentas de correo web, software codificado, trámites para la creación de empresas artificiales y comercialización a clientes de todo el mundo han extendido las capacidades del crimen organizado más allá del confortable terreno en que se movía el mafioso típico. Las rígidas jerarquías en las que estaba centralizada la autoridad no funcionan bien en un mercado global extraordinariamente dinámico en el que las oportunidades y los riesgos cambian con demasiada rapidez. Cuanto más se asemejen a empresas tradicionales las bandas del crimen organizado, tanto más sus jerarquías y sus rutinas les impedirán optimizar sus actividades. El nuevo entorno proporciona una ventaja a las organizaciones capaces de responder y adaptarse con rapidez a las nuevas oportunidades y, asimismo, de cambiar constantemente de emplazamientos, de tácticas y de medios para ganar la mayor cantidad de dinero posible. Como resultado de esto, el propio «crimen organizado» está cambiando, haciéndose cada vez menos organizado —en el sentido tradicional de basarse en estructuras rígidas y verticales de control y mando— y más descentralizado.

Igualmente obsoleta resulta la suposición de que los diferentes traficantes se especializan en distintos tipos de mercancía. Obviamente, en un momento dado puede parecer que un determinado grupo étnico o banda local controla el mercado de la heroína, o de mano de obra infantil, o de Kaláshnikovs, o de coches robados, o de tabaco, especialmente en una ciudad o región concretas. Pero esa es solo la parte visible del sistema. De hecho, las posibilidades técnicas y económicas generadas por la globalización hacen que a los traficantes les resulte más fácil que nunca combinar sus cargamentos o pasar de uno a otro, y que controlar de principio a fin el canal de producción y distribución de un producto concreto haya dejado de representar una ventaja. Por lo tanto, han experimentado una mutación, centrándose en las técnicas en lugar de hacerlo en las mercancías. Tal como me dijo la subdirectora del FBI, Maureen Baginski: «La especialidad de estos criminales es el control de la logística y los medios de transporte ilegal. El lucro está en su capacidad para obtener, transportar y distribuir mercancía ilegal a través de distintos países. De qué mercancía se trate se ha convertido en algo casi irrelevante».[26]

Industrias enteras —finanzas, computación, entretenimiento, libros, viajes, productos farmacéuticos, moda— se han visto reconfiguradas por el auge de las redes de tráfico que han irrumpido en ellas y que influyen tanto en sus operaciones como en sus ganancias. Citicorp y Deutsche Bank, Wal-Mart y Cartier, Microsoft y Phillips, Pfizer y Nestlé, Sony y Bertelsmann, General Motors y Nissan, Tommy Hilfiger y Armani son solo algunas de las empresas más conocidas que ya no pueden ignorar los desafíos del tráfico global. Sus prácticas comerciales, canales de distribución, estrategias de compra, emplazamientos fabriles, gestión de recursos humanos, sistemas de información y prácticas financieras se han visto afectados. Hasta en las grandes empresas se producen a menudo lapsus de vigilancia. En el año 2003, Wal-Mart, la mayor cadena de establecimientos de venta al detalle del mundo, fue acusada por el gobierno de Estados Unidos de emplear como personal de limpieza a inmigrantes ilegales de dieciocho países distintos.[27]

Pero las empresas no son las únicas afectadas. El auge de las redes globales también ha alterado nuestro entorno. Milán, Barcelona, San Diego e incluso la ordenada Zurich han visto su paisaje urbano transformado por las improvisadas viviendas que han brotado para albergar a los inmigrantes ilegales «importados» masivamente por los traficantes de personas. Desde Río de Janeiro hasta Detroit, el uso de los espacios públicos en los barrios devastados por las guerras del narcotráfico se ha visto profundamente alterado por las reglas —no escritas, pero rigurosamente aplicadas— impuestas por los traficantes y sus cómplices. Del mismo modo, en las escuelas de secundaria —sean pobres o ricas—, las drogas, la música, el software o la ropa pirateados, o, en menor medida, las armas cortas, forman parte de la experiencia cotidiana tanto como las pizarras o los libros.

CAMBIAR EL MUNDO

En última instancia, lo que está en juego es el tejido social mismo. El comercio ilícito global está hundiendo sectores industriales enteros al tiempo que potencia a otros; está asolando países y desencadenando expansiones económicas; está haciendo y deshaciendo carreras políticas, desestabilizando o apuntalando gobiernos. En el extremo se hallan los países donde las rutas del contrabando, las fábricas clandestinas, el robo de los recursos naturales y las transacciones con dinero negro ya no pueden diferenciarse de la economía y el gobierno oficiales. Pero la confortable vida de las clases medias en los países ricos está mucho más vinculada al tráfico ilícito —y a sus efectos globales— de lo que la mayoría imagina.

Esta transformación se ha producido pese a que en todas partes —especialmente en Estados Unidos y en algunos países europeos— los gobiernos están derrochando ingentes recursos en el intento de contener el comercio ilícito global. A pesar de asignar cada vez más recursos económicos, de aplicar leyes más estrictas y de disponer de mejor tecnología, lo cierto es que ningún gobierno puede mostrar un progreso significativo y duradero en la lucha contra las redes de traficantes.

Esta lucha se ve dificultada por el hecho de que dichas redes son a la vez globales y locales. Su capacidad para explotar rápidamente su movilidad internacional y su profundo arraigo en las estructuras de poder locales les proporciona una enorme ventaja sobre los gobiernos locales o nacionales que tratan de contenerlas. Estas redes son capaces de eludir la persecución gubernamental trasladándose a otra jurisdicción, utilizando su influencia política para rechazar a sus perseguidores, o mediante ambos métodos. Cuando surge una nueva oportunidad, responden con increíble rapidez. Su supervivencia depende de su capacidad para recombinarse, establecer colaboraciones y disolverlas con igual facilidad, forjando nuevos mercados y conservando siempre la ventaja. Los comerciantes ilícitos son extremadamente creativos, y su ingenio se ve incentivado por unos beneficios difíciles de encontrar en otro negocio.

En las próximas décadas, las actividades de las redes mundiales de traficantes y sus socios tendrán un enorme impacto en las relaciones internacionales, las estrategias de desarrollo, el fomento de la democracia, los negocios y las finanzas, la emigración, la seguridad global, y la guerra y la paz. Habrá demasiados países en los que los miembros de la élite política, militar y empresarial juzgarán más importante defender los lucrativos comercios ilícitos de los que se benefician ellos y sus familias y amigos que conseguir que su país se una a la Organización Mundial del Comercio, coopere con el Fondo Monetario Internacional, o participe en cualquier coalición que se precise para solucionar la crisis mundial de turno. Tratar el comercio ilícito como mero «contrabando» y a quienes participan en él como a simples «criminales», reduciendo la solución a su aspecto «policial», constituye un error. Estos términos, todos ciertos, solo definen una parte de la historia; y no la más importante. En los próximos años, el comercio ilícito global será cada vez mayor y más complejo, al tiempo que estas categorías resultan cada vez menos adecuadas para transmitir la naturaleza de un fenómeno que cambiará el mundo de mil maneras.

Uno de esos efectos ya es muy visible. El terrorismo internacional, por lo que empezamos a saber, sigue los pasos del comercio ilícito mundial y emplea los mismos instrumentos y servicios de la nueva economía global para difuminarse, y así ocultarse, en las ciudades y los países. Desde el 11-S (e incluso antes), diversas células terroristas, de Manila a Hamburgo, de Londres a Nueva Jersey, han revelado tras ser descubiertas que tenían en común cierto uso del comercio ilícito como medio de sustentarse y de financiar sus actividades. Será imposible entender los instrumentos, las tácticas y las posibilidades de los terroristas si no se comprende antes cómo las redes de traficantes han sido pioneras en el uso de las nuevas tecnologías y tácticas del comercio mundial ilícito. Evidentemente, y consideradas por separado, la posibilidad de un atentado suicida en una ciudad superpoblada mediante el empleo de armas de destrucción masiva, y la de que varias toneladas de cocaína o numerosos contenedores de discos compactos ilegalmente fabricados inunden el mercado son amenazas distintas. La primera muy grave y la segunda quizá menos. Pero precisamente nuestra tendencia a considerar por separado ambas posibilidades forma también parte del problema.

El terrorismo internacional, la difusión de armas terribles, el acceso al poder de «regímenes forajidos», el surgimiento y persistencia de guerras civiles y episodios de violencia étnica, la amenaza de la degradación medioambiental, la inestabilidad del sistema financiero mundial, las presiones de la emigración internacional: todo esto, y más, encuentra su salida, su manifestación y, a menudo, su respaldo en el comercio ilícito global.

Los ejemplos surgen por todas partes en cuanto uno empieza a buscarlos. Los problemas de África occidental, de Asia central o de los Balcanes —por citar solo algunos— no pueden entenderse sin considerar el inmenso peso que tienen los traficantes en la vida política y económica de estas áreas geográficas. ¿Es posible comprender adecuadamente el modo de actuar de China o de Rusia, dos de los países más importantes para el futuro de la humanidad, sin tener en cuenta la enorme influencia del comercio ilícito global en las decisiones de sus gobiernos? ¿Puede una empresa mercantil legítima que opera en el ámbito internacional decidir una estrategia sin sopesar el impacto de los traficantes? ¿Es posible fomentar la democracia en países en los que las redes delictivas constituyen los agentes políticos más poderosos? Está claro que no. Lo sorprendente es lo fácil que ha resultado para los políticos, los estrategas militares, los periodistas y los académicos ignorar esta realidad.

¿EL PARAÍSO DEL TRAFICANTE?

A su burda y sórdida manera, el comercio ilícito nos muestra algunos aspectos de hacia dónde se dirige la globalización.

Los traficantes llevan ventaja sobre los gobiernos. Cada vez les resulta más fácil iniciar, organizar y disimular su trabajo, y se han adaptado para sacar el máximo provecho de esas nuevas posibilidades. Son flexibles, receptivos y rápidos: ningún itinerario resulta demasiado complicado; ningún plazo de entrega demasiado urgente. Cada uno de los distintos tráficos, sea de drogas, de armas, de seres humanos, de falsificaciones, de dinero o de cualquiera de las mercancías ilícitas de que se tratará en los capítulos siguientes, presenta su propia historia y su propia dinámica. Pero todos ellos tienen en común esa misma transformación; están fusionándose cada vez más, por lo que resulta muy difícil diferenciar, tanto conceptualmente como en la práctica, unos de otros, así como de la economía legítima.

¿Significa lo anterior que el mundo globalizado se ha convertido en el paraíso del traficante? Por ahora, las evidencias señalan de forma abrumadora que sí.

Al fin y al cabo, nos lo hemos buscado: el éxito actual del comercio ilícito es, en gran medida, el resultado de unas políticas deliberadas, orientadas a la integración global y a unas economías y sociedades abiertas. En realidad, no debería sorprendernos que el comercio legal y el tráfico ilícito hayan crecido de manera conjunta.

Examinemos más de cerca la cuestión. ¿Por qué ha ocurrido? ¿Por qué el comercio legal no ha desplazado al ilegal? ¿Por qué los valores democráticos no han condenado al ostracismo a los traficantes y educado a sus clientes? ¿Por qué la innovación tecnológica no ha ayudado a que las fuerzas del orden se impusieran de una vez por todas a los malos? ¿Hacia dónde nos dirigimos?

En los próximos capítulos encontraremos las respuestas a estas preguntas.