Todo negocio tiene sus personajes característicos, pero el de la droga quizá más que ninguno, incluidos los pequeños traficantes, los correos, los grandes narcos, las «mulas»… o así nos lo ha mostrado el cine. El hombre al que conocí una tarde en un elegante restaurante de una población fronteriza mexicana no encajaba con ninguno de esos personajes. Y, sin embargo, las personas como él desempeñan un papel fundamental en el actual tráfico de drogas. Resulta difícil identificarlos debido a su «normalidad». Tampoco es sencillo darles caza, porque su implicación en este tráfico constituye solo un aspecto de sus negocios, perdido en el flujo del comercio legítimo. Son traficantes casi por accidente; el accidente de haber tropezado con un negocio demasiado jugoso para rechazarlo.
Don Alfonso (aunque en realidad no se llama así) es un sesentón de vitalidad desbordante y orgulloso padre de familia. Inició la conversación que mantuvimos mientras comíamos diciéndome que sus dos hijos se habían graduado —con honores, puntualizó— en famosas universidades estadounidenses y actualmente llevaban adelante una exitosa carrera profesional en los campos del arte y la medicina en la Ciudad de México.[1] Me explicó que su familia era propietaria desde hacía largo tiempo de una mediana empresa dedicada a la construcción. A mediados de la década de 1990, don Alfonso se aventuró —casi sin darse cuenta, aunque no del todo— en el negocio del «transporte».
Empezó a enterarse de los detalles y la mecánica del contrabando de droga cuando decidió averiguar cuál era la verdadera causa del elevado índice de rotación entre los camioneros de su empresa. Descubrió que a un conductor le bastaba con cruzar una sola vez la frontera con un cargamento de droga relativamente pequeño para ganar el equivalente a un año de salario. Lógicamente, después de hacer el agosto de ese modo, el trabajo de camionero no resultaba ni apetecible ni necesario. Gracias a esa investigación, Alfonso descubrió también que los financieros que ponían el dinero para que los conductores compraran la droga eran destacados miembros de la comunidad empresarial local y conocidos políticos, que obtenían enormes beneficios de sus préstamos. Dichos préstamos apenas comportaban riesgo, ya que raras veces se pillaba a los conductores. Además, en su código de honor, devolverlos era sagrado.
—Finalmente —me contó don Alfonso—, un día, casi por puro aburrimiento y curiosidad, le dije a uno de mis empleados de confianza que sabía que estaba usando nuestros camiones para el contrabando, y que lo justo era que compartiera parte de los beneficios con la empresa. Aceptó de inmediato, y, como suele decirse, el resto es historia.
Luego prosiguió:
—Desde entonces empecé a participar cada vez más a menudo, sobre todo como financiero, y aunque solo lo hacíamos alrededor de una vez al mes, los beneficios eran varias veces superiores a los que obteníamos en la construcción. Aunque continuamos con nuestro negocio de siempre, debo admitir que a veces pienso que en esta población el negocio de la construcción resulta más arriesgado que pasar droga al otro lado.
Le pregunté si no le preocupaban los peligros que corría. Don Alfonso sonrió.
—¿A qué se refiere? —quiso saber—. Yo solo soy un pequeño empresario que presta dinero a sus empleados, y lo que hagan con él es cosa suya. ¿Sabe?, hay miles como yo. Los gringos y la policía están demasiado ocupados cazando a los peces gordos, y si tienen que perseguir a los pequeños como nosotros, necesitarán construir una nueva cárcel del tamaño de este pueblo. Toda la región iría a la quiebra. Ningún gobierno puede hacer eso. Y además, ¿para qué iba a hacerlo? Los peces gordos dan espectáculo y van bien para la política. Nosotros no.
No mucho después de esta conversación, las antiguas guerras del narcotráfico en México experimentaron otro de sus periódicos y espectaculares rebrotes. Esta vez resultó que los jefes de dos organizaciones de narcotraficantes rivales desde hacía mucho tiempo, la de Arellano Félix y el cártel del Golfo, habían sellado una alianza en la cárcel de alta seguridad en la que permanecían encerrados tras ser detenidos en unas célebres redadas realizadas por los federales. Desde su alojamiento penitenciario, los nuevos aliados estaban llevando a cabo una feroz campaña contra un nuevo y agresivo competidor, Joaquín Guzmán, el Chapo, un forajido del que se decía que contaba con la protección de los habitantes de su estado natal, Sinaloa.[2] El director de la cárcel había sido relevado. En cuanto a la gravedad de la amenaza planteada por Guzmán, esta se hizo manifiesta cuando un miembro del equipo que preparaba los viajes del presidente Fox fue detenido bajo la sospecha de tener vínculos con él.
La experiencia hace pensar que al final Guzmán será arrestado o asesinado, o bien por los federales, o bien por otros delincuentes. Pero también esa victoria será pasajera. Para don Alfonso y otros muchos respetables ciudadanos, empresarios y funcionarios de su ralea que ayudan a mantener el tráfico de drogas, el negocio seguirá funcionando y reportándoles dinero. Esta es una de las aparentes contradicciones del negocio de la droga, que, cuando se examinan de cerca, dejan de serlo. Que aparezca un notorio criminal para reemplazar a otro es una idea fácil de asimilar. Pero en la actualidad, estos no representan más que la punta del iceberg.[3] Mucho más difícil de entender, y no digamos de combatir, es la difusión de los negocios de la droga en el entramado de la vida económica local y global, así como sus amenazadoras implicaciones políticas. Y sin embargo, más que ningún cártel, capo o jefe militar rebelde, es a esta generalización de alcance global del negocio a la que se enfrentan hoy principalmente quienes luchan contra la droga.
COMUNICADOS DEL FRENTE
Otras paradojas del tráfico de drogas, quizá más familiares, no hacen sino confirmar esta impresión. Veamos, por ejemplo, el caso de Washington. Esta ciudad constituye el eje de la denominada «guerra contra la droga», la mayor, la más costosa y tecnológicamente avanzada ofensiva contra el narcotráfico de toda la historia de Estados Unidos. Tanto en la capital estadounidense como en sus alrededores, miles de empleados federales acuden diariamente a unos puestos de trabajo que existen con la única y exclusiva finalidad de combatir el narcotráfico y hacer cumplir la ley. Algunos de ellos son agentes de la Administración de Ejecución de las Leyes sobre Drogas (DEA), o personal de la oficina de política antidroga de la Casa Blanca, la sede del denominado «zar antidroga». Otros son especialistas en narcóticos procedentes de organismos y servicios como la Oficina de Inmigración e Intervención Aduanera (ICE), el cuerpo de oficiales de justicia, el servicio secreto, el FBI, los guardacostas, etcétera.[4] Todos ellos forman los engranajes de una vasta maquinaria que gasta alrededor de 20.000 millones de dólares anuales, solo en el ámbito federal, en la lucha contra el tráfico y el consumo de drogas. En todo el país, esta lucha produce cada año 1,7 millones de detenciones y 250.000 encarcelamientos. En Washington, el 28 por ciento de los reclusos lo son principalmente por cargos relacionados con las drogas.[5]
Sin embargo, apenas a unos minutos de esos despachos se encuentran los sesenta mercados de droga al aire libre de Washington que abastecen a quienes buscan un chute, a los camellos locales o a los intermediarios que llevan el producto a los barrios altos. Y son mercados florecientes. La oferta es abundante y los precios se mantienen constantes, lo que constituye un rasgo distintivo de los negocios de gran volumen. La pureza de la heroína va en aumento. Hay productos para todos los gustos y presupuestos, desde los esnifables de primera calidad para chicos ricos y banqueros, hasta las ampollas que mezclan crack y heroína destinadas a que se inyecten los adictos más enganchados (este material más barato siempre puede encontrarse en las inmediaciones de las clínicas donde se suministra metadona). Con un mercado como este, que a todos tiene algo que ofrecer, apenas sorprende que casi uno de cada dos washingtonianos de más de doce años admita haber consumido alguna droga ilícita.[6] Sin embargo, en 2004 solo se incautaron 50 kilogramos de cocaína y 34 de heroína en todo el Distrito de Columbia.[7] Las cifras resultan triviales si se comparan con el visible comercio que tiene lugar cada día en las calles.
En Washington, una ciudad con notorias diferencias de renta y raza, la economía de la droga viene a conectar a los distintos segmentos de la sociedad local de manera más efectiva que casi cualquier otra cosa. El 20 por ciento de los estudiantes de secundaria del Distrito de Columbia reconoce que consume marihuana de manera regular, mientras que el 5 por ciento afirma que ha consumido heroína. Este fenómeno se extiende —aumentando incluso— a las prestigiosas escuelas privadas en las que se prepara para triunfar a los hijos de los altos funcionarios y personalidades políticas. Los adolescentes de la élite tienen a su disposición un impresionante abanico de sustancias: marihuana, hachís, cocaína, heroína, hongos alucinógenos, LSD, éxtasis, PCP y cualquier droga que esté de moda. Todas se encuentran, literalmente, al alcance de su mano: basta con una llamada o un mensaje de móvil.[8] Una joven me dijo que podía conseguir una bolsa de hierba en veinte minutos; si era cocaína, necesitaba unas horas. Según unos chicos de quince años, para ellos resulta más fácil comprar un porro que un paquete de tabaco. Así pues, en el que constituye el cuartel general de la lucha contra la droga en Estados Unidos está venciendo la fuerza más poderosa: el mercado.
Pero esto no solo ocurre en el cuartel general, sino también en el frente de batalla. En Afganistán, por ejemplo, el cultivo de la amapola no para de aumentar. En 1999, la producción de opio alcanzó la cifra récord de 5.000 toneladas. Al año siguiente, los talibanes ilegalizaron el cultivo de la amapola, que consideraban contrario al islam. Los escépticos afirmaron que lo que buscaban en realidad era provocar un aumento de precios y vender las reservas del país con un elevado margen de beneficios. En cualquier caso, la producción descendió hasta llegar a solo 200 toneladas en 2001, obtenidas en el extremo norte del país, fuera del alcance de los talibanes. A finales de ese año, Estados Unidos y sus aliados expulsaron del poder a las milicias islamistas, y el nuevo gobierno de Kabul, encabezado por Hamid Karzai, se apresuró a ratificar la prohibición de cultivar opio. Pese a ello, el cultivo de amapola volvió a extenderse, recuperando las mejores tierras en todo el país e invadiendo aquellas antes dedicadas al trigo. En el plazo de un año, la extensión de los cultivos de amapola estuvo a punto de alcanzar los niveles de 1999. En 2004 se calculaba que Afganistán producía unas 4.200 toneladas de opio procedentes de 323.700 hectáreas de cultivo.[9] El gobierno de Karzai inició también una intensa campaña para disuadir a quienes plantaban amapolas; pero hoy nadie cree que a corto plazo su cultivo vaya a dejar de constituir la principal actividad económica de Afganistán.
La oportunidad es demasiado tentadora. A pesar de que el cultivador afgano recibe solo una parte microscópica de lo que sus plantas van a generar en el otro extremo de la cadena —una vez que el opio se refine y se convierta en morfina y luego en heroína, después se mezcle con sustancias como la quinina o la levadura en polvo, y se distribuya por las calles de Estados Unidos o de Europa—, este sigue siendo, con mucho, el uso más lucrativo que puede dar a sus tierras. Y también resulta cómodo: las amapolas necesitan menos agua que el trigo, y su savia no se pudre. Además, en la actualidad los afganos se las arreglan para obtener un beneficio algo mayor: en el pasado, el opio se expedía en bruto; hoy están brotando por todo el país laboratorios que lo refinan convirtiéndolo en droga de gran valor.[10] Uno de los efectos de este negocio es que hace subir el precio de la mano de obra. Recientemente, un periodista del Washington Post reveló que en una aldea del norte de Afganistán el jornal ascendía a 10 dólares, mientras que hasta hacía poco solo era de tres. Un policía local gana 30 dólares al mes, eso suponiendo que le paguen, de modo que un soborno de 100 dólares en efectivo puede comprar muchas voluntades.
No son mejores las noticias que llegan de otro conocido frente de batalla. En Colombia, quince años y miles de millones de dólares del presupuesto estadounidense dedicados a ayudar al ejército local en su lucha contra el narcotráfico han obtenido algunos éxitos: la decapitación de los cárteles de Medellín y de Cali, además de un montón de arrestos, extradiciones y condenas con el resultado de largas penas en cárceles estadounidenses. Pero el flujo de droga no cesa. Tanto los grupos guerrilleros izquierdistas, las FARC, como sus oponentes, las llamadas fuerzas «de autodefensa» AUC, controlan territorios en los que se cultiva la hoja de coca, protegen laboratorios en los que se elabora cocaína, y obtienen unos ingresos de la exportación de drogas que pueden representar hasta el 50 por ciento de los ingresos de las FARC y el 70 por ciento de los de las AUC.[11] Los intereses del narcotráfico llegan hasta lo más alto del estamento político y militar. Colombia no solo produce la mayor parte de la cocaína de todo el mundo, sino que se ha convertido también en un importante protagonista del tráfico de heroína gracias a las extensas plantaciones de amapolas que llegaron en la década de 1990 procedentes de Asia. En lo que se refiere a los amplios programas de fumigación de cultivos financiados por Estados Unidos, las redes del narcotráfico también han sabido encontrar una respuesta: investigación y desarrollo. Disponer de una menor extensión de cultivo ya no equivale a producir menos, puesto que los traficantes están aplicando las técnicas agrarias más modernas para aumentar la productividad. Así, en Colombia se han desarrollado nuevas variedades de la planta de la coca que son resistentes a los herbicidas.[12] Casualmente, ha resultado que estas variedades también son más frondosas —alcanzan hasta el doble de altura de la planta tradicional— y producen una cocaína mucho más pura y potente.
La tecnología ha permitido asimismo la integración de nuevos productos en este lucrativo mercado. El más demandado (y, por ende, el más caro), la marihuana, ya no solo se cultiva en las selvas tropicales de Colombia o México. Ahora viene de la Columbia Británica, en Canadá. La variedad conocida como BC Bud se cultiva empleando avanzadas técnicas hidropónicas y de clonación en viveros especiales que mantienen la temperatura y otras condiciones en niveles óptimos durante todo el año. Una frontera accidentada y difícil de patrullar plantea más problemas a la policía que a los contrabandistas que atraviesan los rápidos en kayak con cargamentos de hasta 45 kilogramos de BC Bud —que luego se venderá en California a casi 8.000 dólares el kilogramo—, y que coordinan las entregas por medio de teléfonos celulares y BlackBerry. El negocio de la BC Bud también comporta el traslado de cocaína y de armamento de Estados Unidos a Canadá. Según las fuerzas del orden canadienses, esta industria se ha convertido en un negocio gigantesco que mueve un volumen de 7.000 millones de dólares anuales. Hace una década, en cambio, apenas existía.[13]
LA ADICCIÓN SE HACE GLOBAL
Pese al carácter global del comercio, la atención pública todavía se centra en los frentes habituales: Estados Unidos y Europa en lo que respecta a la demanda; y Colombia, México, Afganistán y algunos otros países en lo que atañe a la oferta. Existe una explicación para ello. Estados Unidos sigue siendo, con gran diferencia, el mayor consumidor de drogas ilegales. Es asimismo el motor de la respuesta global, extendiendo con frecuencia hasta más allá de sus fronteras su política basada en el control del narcotráfico mediante la fuerza militar. En el otro extremo de la cadena de la oferta, es cierto también que Colombia y Afganistán son los principales proveedores, respectivamente, de cocaína y heroína. Se trata de datos anteriores a la década de 1990, que se mantienen constantes.[14]
No obstante, tomados de manera aislada, estos datos plantean un panorama que resulta extremadamente engañoso, ya que durante la década de 1990 el número de países que declaraban tener graves problemas con las drogas aumentó de forma constante. El número creciente de infectados de sida se convirtió en un macabro indicador de las nuevas rutas comerciales de las drogas inyectables. En el creciente mercado mundial de drogas, los tres grandes narcóticos —la marihuana, la cocaína y los opiáceos— perdieron cuota de mercado en favor de la metanfetamina, más peligrosa, potente y adictiva que la heroína. La epidemia de metanfetamina integra en una crisis común a las pequeñas ciudades del corazón de Estados Unidos y a prácticamente todas las categorías sociales de Tailandia, donde se conoce como yaa baa («droga loca») y se utiliza como estimulante laboral además de como droga para obtener placer.[15] Otros compuestos —el éxtasis, la ketamina, el GHB y el Rohipnol— también están en auge. Dado que estas drogas son productos químicos que no dependen del suministro de plantas, pueden elaborarse prácticamente en cualquier lugar en el que se consigan algunos productos básicos y se improvise un laboratorio. Pero eso no significa que su elaboración se vea restringida a la industria casera. La metanfetamina que mata por sobredosis a un adolescente en Missouri tiene tantas probabilidades de haber entrado en Estados Unidos procedente de Canadá o de México como de haber sido elaborada en algún garaje local.
La explosión global de la oferta y la demanda ha hecho añicos la ilusión de invulnerabilidad que albergaban los gobiernos —o, para el caso, la opinión pública— de muchos países. Hoy no existe ningún país lo suficientemente aislado como para engañarse a sí mismo, o engañar a sus críticos, imaginando que no tiene arte ni parte en el tráfico global de drogas. Naciones que durante mucho tiempo creyeron no ser más que puntos «de transbordo», hoy se ven enfrentadas al hecho de haberse convertido en importantes proveedores, consumidores, o en ambas cosas. En Tayikistán, el vecino septentrional de Afganistán —del que lo separan cientos de kilómetros de una frontera especialmente porosa—, se incautaron en 1996 solo seis kilogramos y medio de heroína, una cantidad tan pequeña que cabe en una mochila y aún sobra espacio.[16] En 2002, las autoridades tayikas se incautaron de cuatro toneladas, pero se calcula que se les escaparon otras ochenta. No resulta sorprendente que el producto haya inundado las calles. En la capital, Dushanbe, un gramo de droga de buena calidad no cuesta más de ocho dólares, y actualmente hay allí 20.000 adictos graves. Las jeringuillas desechables escasean, y las infecciones por VIH y otras enfermedades están en alza. El mismo destino ha tenido la provincia china de Yunnan, una importante ruta de exportación de heroína desde Myanmar y —no por casualidad— la zona donde se originó la epidemia de sida en China. En Yunnan, donde las incautaciones de droga han llegado a ser hasta de media tonelada, la adicción a la heroína se ha extendido con rapidez, y para conseguirla las adolescentes se prostituyen por cinco yuanes (poco más de medio euro).[17] Rusia, Japón, la India, Sudáfrica, Brasil, Venezuela y México son solo algunos de los países en los que el consumo de drogas y sus efectos secundarios han adquirido el carácter de emergencia sanitaria nacional.
Lo que es bueno para el consumidor es bueno para el vendedor: nunca en el negocio de la droga los intermediarios conformaron un colectivo tan heterogéneo como en la actualidad. Ya no hace falta que provengan de un país en el que se producen drogas. Hace veinte años, los nigerianos eran prácticamente desconocidos en el narcotráfico global, y todavía hoy Nigeria apenas produce drogas con la única excepción del cannabis, que se cultiva a escala local, aunque no constituye una de las principales exportaciones del país.[18] Sin embargo, en la actualidad los nigerianos gestionan lucrativos segmentos del tráfico y distribución de drogas en los más remotos rincones del mundo. Exportadores nigerianos con sede en Bangkok consiguen heroína, a través de varios intermediarios locales, procedente de Myanmar, o bien, cuando el producto afgano resulta más competitivo, envían correos a comprarla a Pakistán. Luego la envían en grandes cantidades a Lagos por transporte aéreo o marítimo. Cuando en algún sitio concreto las fuerzas del orden despiertan de su letargo, los traficantes pasan a otras rutas alternativas: quizá por tierra hasta Nigeria desde otras partes de África, o bien evitando por completo el territorio nigeriano en favor de Sudáfrica, Ghana o Costa de Marfil. Para la crucial entrada en Estados Unidos, suelen utilizar como «mulas» a mujeres blancas —consideradas de bajo riesgo—, a las que envían desde diversos aeropuertos europeos. En Estados Unidos, los nigerianos participan en el mercado mayorista de la heroína en varias ciudades, y tienen un papel especialmente preponderante en Chicago, donde instalaron su negocio a finales de la década de 1980, después de que las autoridades desmantelaran la red anterior, básicamente compuesta por mexicanos.[19] Para proveer a los vendedores locales, los mayoristas de Chicago utilizan servicios postales, correos o empresas de mensajería.[20] Luego, al llegar al nivel de la venta al público, los nigerianos se desvanecen.
Como muestra este ejemplo, el tráfico de drogas sigue valiéndose de redes étnicas para obtener mayor eficacia y confianza, aunque no exclusivamente. Al contrario que el modelo mafioso, en el que todas las transacciones se producen entre los miembros de una determinada «familia» criminal, el tráfico de drogas da lugar a especialidades que aprovechan el emplazamiento, la lengua, el conocimiento local o la capacidad de confundirse entre la multitud. Algunas transacciones del comercio del narcotráfico se basan en la confianza y el reconocimiento mutuo que implica un origen étnico común; otras se imponen por la amenaza de la violencia. Pero en un mundo en el que las fuentes de suministro y los destinos finales van en aumento, la mayor parte de las transacciones del narcotráfico no son más que eso: transacciones.
LA DESMITIFICACIÓN
Con esta apertura al ámbito de los negocios se ha producido una gran desmitificación, si bien es cierto que la nueva realidad aún no se entiende plenamente. Todavía en una fecha tan reciente como la década de 1980, el tráfico de drogas lo personificaban figuras legendarias como Pablo Escobar Gaviria, cuyas historias actualizaban la imagen popular del «narco» e hicieron que su protagonista disfrutara de algo parecido a un culto a la personalidad. Escobar, líder del cártel de Medellín, era uno de los empresarios responsables de haber convertido a Colombia, que a principios de los años ochenta apenas tenía incidencia en el tráfico de cocaína, en unos de los principales proveedores de dicha droga a escala global a finales de esa década.[21] Pronto, sin embargo, se distinguiría del resto. Su ingenio no tenía límites: en cierta ocasión ocultó una pista de aterrizaje bajo una serie de autocaravanas, cuyos moradores apartaban cuando aterrizaba un avión y mientras se bajaba el cargamento, y volvían a agrupar una vez que había despegado de nuevo. Su afición por la violencia horrorizaba incluso a otros traficantes supuestamente no menos insensibles. Entre otras cosas, creó una escuela de asesinos en la que experimentó nuevas técnicas, como la de situar al criminal en el asiento trasero de una moto, un método adecuado para el congestionado tráfico de Bogotá. Le gustaba considerarse un personaje público, un benefactor de su ciudad natal, donde construyó carreteras y escuelas e hizo cuantiosas donaciones para obras de caridad a la Iglesia católica local. Asimismo gustaba de mostrarse despilfarrador: organizaba fiestas fastuosas, coleccionaba coches antiguos, y hasta tenía un zoológico particular, con cebras, antílopes e hipopótamos.
La leyenda de Escobar —por no mencionar su prolongada impunidad de facto— puso rostro a la naciente guerra contra la droga en Estados Unidos, facilitando a la opinión pública un enemigo visible y definible. Asimismo, en el extremo estadounidense de la cadena hizo adeptos entre los nuevos empresarios del crack, que pasaron a adoptar los modales de los capos mafiosos, con un lujoso estilo de vida. Pero los días de los héroes descarados y rebeldes estaban tocando a su fin: demasiado visibles y evidentes, resultaban presa fácil para la justicia. Así, los capos del crack estadounidenses acabaron por ser capturados y encarcelados. Y en 1993, después de muchas aventuras e intentos fallidos de capturarle, su modelo, Escobar, fue finalmente asesinado por las autoridades colombianas.
Se había iniciado un cambio. Aunque la muerte de Escobar allanó el terreno a sus antiguos rivales de Cali, también ellos cayeron poco después. Colombia continuó siendo la principal proveedora de cocaína, ya fuera elaborada a escala local o transportada desde Bolivia y Perú; en los territorios controlados por la guerrilla y las milicias brotaron vastos campos de coca y laboratorios de procesamiento. No obstante, el equilibrio de poderes se había desplazado. A escala local, los movimientos paramilitares tomaron el control de la situación. Sin embargo, la parte del negocio de mayor valor añadido —el transporte del producto a Estados Unidos— pasó a México. A mediados de la década de 1990, los distribuidores a gran escala que más preocupaban a las fuerzas del orden eran mexicanos, entre ellos la organización de Arellano Félix en Tijuana; la de Carrillo-Fuentes en Juárez, y la de Cárdenas Guillén en Tamaulipas y Nuevo León.
Esos grupos se asemejaban a los cárteles colombianos en sus aspectos menos sutiles: la vendetta, la corrupción y la violencia extrema. Pero sus economías diferían de las de sus predecesores de Colombia, ya que poseían la ventaja posicional más envidiable de todas: el control de los territorios próximos a la frontera estadounidense, el punto más lucrativo de la cadena del narcotráfico y el que acumula mayor valor añadido. Y lo que era aún mejor: contaban con años de fructífera experiencia en el contrabando de toda clase de productos a través de la frontera, especialmente de seres humanos. La aprobación del Tratado de Libre Comercio hizo de esas dotes, ya de por sí excepcionales, la clave de una época de bonanza económica sin precedentes.
Los grupos mexicanos adaptaron con rapidez su negocio a las valiosas ventajas de la globalización.[22] Eso significaba, en primer lugar, mantener a toda costa el control de sus corredores transfronterizos: Tijuana y Mexicali, Juárez y Laredo (lo cual, según ciertas estimaciones, comportaba sobornos a funcionarios mexicanos por valor de hasta un millón de dólares semanales). Desde esta posición de fuerza, los cárteles mexicanos ofrecieron la posibilidad de asociarse a sus proveedores colombianos —incluyendo las FARC y las AUC—, a otros grupos de México y a los nuevos agentes que la globalización había incorporado al mercado: rusos, ucranianos y chinos. Asimismo vendieron el derecho a utilizar sus rutas a traficantes menores a cambio de peajes exorbitantes, que llegaban a representar hasta el 60 por ciento del valor del cargamento. A pesar del enorme tributo, esos comerciantes de menor envergadura prosperaron también gracias a los importantes márgenes de beneficio que obtenían en el mercado estadounidense.
En lo que representaba una completa remodelación del mercado, los conocimientos sobre el producto daban paso a la especialización funcional. Mientras que los cárteles colombianos habían sido hasta cierto punto organizaciones verticales centradas en un solo producto, los grupos mexicanos se dedicaban a controlar la frontera y a intervenir directa o indirectamente en el traslado a través de ella de una amplia gama de productos. Aunque algunos siguieron prefiriendo la especialización, otros diversificaron el negocio, traficando no solo con cocaína y marihuana, sino también con las nuevas sustancias en expansión, la heroína y las anfetaminas. Asociados con ucranianos, chinos y demás, incluyeron el tráfico de seres humanos.[23] De ese modo, al añadir otros productos a cambio de una cuota, llegaron a participar en el tráfico de casi todos los productos ilícitos que entraban en Estados Unidos. Los mexicanos también despuntaban en el arte, cada vez más importante, del blanqueo de dinero a gran escala. El grupo de Juárez, por ejemplo, era célebre por su red de 26 directores regionales, banqueros de facto distribuidos a lo largo y ancho del país.[24]
Mediante asociaciones, diversificación y desarrollo de habilidades financieras, a finales de la década de 1990 los cárteles mexicanos se adaptaron a la cambiante economía del negocio, obteniendo el máximo partido de su ventaja territorial.[25] Y a medida que aumentaron las rivalidades y el peligro físico, la remodelación del negocio prosiguió de manera coherente. Para cuando se capturó a los dirigentes de aquellos grupos —Benjamín Arellano Félix en 2002, y Osiel Cárdenas Guillén en 2003—, una gran parte de su negocio se hallaba ya demasiado descentralizada, bien protegida tras una fachada legal, como para que sus detenciones representaran algo más que un contratiempo pasajero. La hermana de Arellano Félix, Edenida, es un as de las finanzas y magnate inmobiliaria por derecho propio; con su liderazgo, el grupo llegaría a ser —en palabras de un periodista de Tijuana— más «una empresa que una banda». Además, y puesto que la naturaleza aborrece el vacío, pronto surgirían nuevos actores en el juego de poder, como Guzmán. Y mientras se desarrollaba este drama, las pequeñas empresas locales, como el negocio adicional de «transportes» de don Alfonso, que se vieron tan poco afectados por las guerras entre cárteles como por los miles de millones de dólares que han invertido los gobiernos estadounidense y mexicano para frenar el narcotráfico, prosperaron discretamente.
¿Qué nos indica este panorama? No precisamente que las grandes redes de traficantes hayan perdido protagonismo, pues siguen teniéndolo. Pero cada vez más han de compartir la parte básica del negocio con otros competidores menores. Como ocurre en cualquier actividad comercial, la presión de la competencia lleva a los agentes dominantes a invertir en nuevos productos y líneas comerciales que dejen un mayor margen de beneficio. Paralelamente, el número de actores ha crecido, sus actividades se han descentralizado, y ellos se han vuelto más inteligentes y financieramente despiertos. Se trata de un cambio oportunista, orientado a aprovechar las posibilidades que permite la globalización. Pero también es necesario sobrevivir frente al reto de las fuerzas del orden y la rivalidad de los nuevos participantes que se incorporan al mercado. En este proceso, el poder —y el mayor potencial de ingresos— se ha desplazado hacia la parte intermedia de la cadena de distribución, allí donde se dan las mayores oportunidades de realizar operaciones transfronterizas de alto valor, de diversificar y de establecer sinergias y asociaciones estratégicas. Nada muy distinto de lo que ha ocurrido con muchas industrias globales legítimas.
BLANQUEAR, TROCAR, PIRATEAR
Esta transformación de la industria mundial no habría sido posible sin las innovaciones y herramientas de la globalización. Durante la década de 1990, el número de incautaciones de droga declaradas en todo el mundo —que se mantenía estancado en torno a las trescientas mil anuales— aumentó más de cuatro veces, llegando a alcanzar la cifra de 1,4 millones en 2001.[26] Esta explosión no debería resultar sorprendente, ya que todo el aparato jurídico y tecnológico de la globalización ha hecho el tráfico de drogas más rápido, eficiente y fácil de ocultar. Para empezar, es una mera cuestión de volumen: con un tráfico diario de unos 550 contenedores solo en el puerto de Hong Kong, o 63 millones de pasajeros al año en el aeropuerto londinense de Heathrow (con 1.250 vuelos diarios), la naturaleza compacta de las drogas ilícitas las convierte en algo equivalente a una aguja en un pajar. Por ejemplo, un cargamento de marihuana de primera calidad con un valor final de venta de un millón de dólares —digamos unos 450 kilogramos— cabe perfectamente en un falso compartimiento de alguno de los 4,5 millones de camiones que cruzan cada año la frontera entre México y Estados Unidos. Basta con un kilogramo de cocaína para obtener entre 12.000 y 35.000 dólares. Y la heroína aún resulta más rentable en relación con su peso. Una sola «mula» que pase droga en polvo por vía aérea o terrestre, ingerida tras envolverla en preservativos cubiertos de miel, puede llegar a llevar suficiente heroína de primera calidad procedente de América del Sur para obtener entre 50.000 y 200.000 dólares.[27]
En todas partes, los métodos de este comercio reflejan el avance y la difusión de las nuevas tecnologías.[28] No solo los mayoristas del narcotráfico pueden utilizar empresas de mensajería, sino que mediante el seguimiento online del envío están en condiciones de saber si este ha llegado o ha sido incautado, lo que los pone en alerta y estrecha el margen de que disponen las autoridades para capturar a los traficantes antes de que se den a la fuga. Las transacciones suelen organizarse mediante teléfonos móviles que se desechan al cabo de poco más de una semana de uso, y con frecuencia los traficantes se coordinan utilizando programas de mensajería instantánea a través de Internet, correo electrónico y chats, a menudo empleando los ordenadores, públicos y anónimos, de algún cibercafé. Las redes más sofisticadas emplean a sus propios hackers especializados para proteger sus comunicaciones y penetrar en los sistemas de las fuerzas del orden que tratan de interceptarlas. Las mismas pautas de seguridad que, como la codificación, posibilitan que no se corran riesgos al comprar un libro en Amazon, o contribuir online a una campaña política, ayudan asimismo a los traficantes de drogas a ocultar sus comunicaciones, transacciones e identidades.[29] También los actores secundarios se benefician de ello: Internet rebosa de puntos de venta por correo de semillas de marihuana y equipamiento hidropónico con el que cultivar hierba de calidad en un armario de casa, así como de sitios donde se explica cómo elaborar metanfetamina y otras sustancias.
Pero quizá nada haya beneficiado más al tráfico de drogas como la revolución financiera de los últimos diez años. Si un paquete de heroína ya es una aguja en el pajar del comercio mundial, su valor monetario aún resulta más difícil de detectar en el torbellino diario de las transacciones financieras. Para ocultar los movimientos de dinero, pagar a los proveedores, remunerar a sus operarios y poner de nuevo en circulación las ganancias, los narcotraficantes utilizan toda una gama de posibilidades, desde el dinero enviado por servicios postales o transportado en pequeñas cantidades por correos humanos, hasta las operaciones completas de blanqueo de dinero en las que intervienen empresas tapadera, cuentas bancarias off-shore, y corresponsales e intermediarios de múltiples países. Aquí entran en juego el comercio electrónico, la banca online y los servicios de giros y transferencias.
En algunos casos, el sistema de circulación droga-dinero se encuentra tan afianzado e institucionalizado que llega a crear su propia «marca». Así, en el plan conocido como Cambio de Pesos en el Mercado Negro (CPMN), los traficantes de droga colombianos repatrían sus ganancias confiando los dólares a una serie de agentes que utilizan los fondos para efectuar compras en Estados Unidos, a un tipo de cambio favorable, en representación de clientes colombianos.[30] Los clientes pagan en pesos a los agentes, que luego estos traspasan a los traficantes; eso sí, no sin antes cobrar su comisión. El sistema pone de manifiesto el creciente papel de los intermediarios, además del carácter casi indistinguible del dinero «negro» y el dinero «blanco». Y muestra también el modo en que una serie de fabricantes estadounidenses respetuosos de la ley pueden acabar cobrando, aunque sea de manera indirecta, en dinero procedente del narcotráfico. El CPMN ha funcionado tan bien que incluso ha generado numerosas variantes. En la actualidad se ha extendido también a México, ofreciendo a los intermediarios nuevas oportunidades de protegerse tras múltiples fronteras. Se calcula que cada año se reciclan así unos 5.000 millones de dólares.
Junto con estos métodos modernos siguen utilizándose otros más antiguos, como el trueque. Las drogas resultan una buena moneda de cambio en entornos exóticos. Los pagos en especie son comunes en muchas redes de distribución; gran parte del producto que recorre las rutas comerciales se utiliza como medio de pago, y, de paso, crea gran número de adictos en países en los que hace solo diez años no había ninguno. Pero muchos de los intercambios a gran escala que se producen entre miembros del hampa global también incluyen las drogas como garantía o compensación. A finales de la década de 1990, la mafia rusa entregó a los traficantes mexicanos armas automáticas, radares e incluso minisubmarinos a cambio de cocaína, anfetaminas y heroína.[31] Se cree que el IRA abastece el mercado de heroína de Dublín; y en 2001 aparecieron en Colombia oficiales de dicha organización, que proporcionaban a las FARC asesoramiento técnico y entrenamiento en el uso de armas y tácticas, además, obviamente, de una vía para enviar la droga al mercado europeo.[32]Y en lugares remotos donde la moneda es escasa o poco práctica, la heroína o la cocaína resultan excelentes sustitutivos, fáciles de llevar y universalmente valorados; una especie de versión moderna de ese otro preciado polvo blanco que en tiempos fue la sal.
LA OBSESIÓN POR LIMITAR LA OFERTA
El tráfico de drogas ha evolucionado; los métodos para combatirlo, no. Estados Unidos, que ya a principios del siglo XX presionaba a favor de la ilegalización de la cocaína y la heroína, sigue siendo el que marca la pauta, ya que es el país que más drogas consume y al mismo tiempo el que más gasta en recursos para luchar contra el narcotráfico. Y dichos recursos no se destinan a reducir o controlar la demanda, sino principalmente —y con abrumadora diferencia— a intentar frenar la oferta de droga. Se trata de una opción estratégica que con los años ha arraigado de manera pertinaz: una tras otra, las sucesivas administraciones estadounidenses solo han reconsiderado sus políticas antidrogas para, en última instancia, redoblar sus inversiones en acciones policiales y militares para detener y encarcelar a los traficantes, neutralizar las redes de distribución, interrumpir el contrabando y eliminar las materias primas allí donde se producen. La suma de todas estas acciones —la denominada «guerra contra la droga»— supone tener constantemente en funcionamiento una inmensa maquinaria militar y burocrática. Este enfoque de «limitar la oferta» tiene en sí mismo ciertas propiedades adictivas.[33]
Durante más de tres décadas, Estados Unidos ha hecho de limitar la oferta un aspecto fundamental y explícito de su política exterior, alentando la fumigación de los campos de coca y adormidera con productos químicos diseñados para arrasar los cultivos, así como los ataques a los grandes narcos y sus organizaciones.[34] Los países que cooperan con esa política reciben ayuda militar, técnica y financiera; los que no, se arriesgan a afrontar las consecuencias: descrédito público, sanciones económicas, o un clandestino uso punitivo de la influencia estadounidense en los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el FMI. En un ritual conocido como «certificación», el gobierno de Washington hace público cada año su valoración acerca de si un determinado gobierno extranjero ha «cooperado plenamente» o no en la guerra contra las drogas, siempre según la interpretación estadounidense.[35] Lógicamente, muchos países lo consideran un acto ofensivo.
Un ex alto funcionario de la DEA me explicó que «antes de cada viaje que hacía para comprobar con mis colegas del gobierno mexicano los esfuerzos de este para combatir el narcotráfico, nuestros servicios de inteligencia me facilitaban un informe detallado de los vínculos existentes entre algunos de los funcionarios mexicanos de alto nivel con los que iba a entrevistarme y los traficantes de drogas. Pero después solía recibir otro informe donde se me decía que el Tratado de Libre Comercio constituía una prioridad para Estados Unidos y que debía tener cuidado de no hacer nada que pudiera ponerlo en peligro. Nuestra política era y sigue siendo extremadamente esquizofrénica».[36]
No todos los esfuerzos resultan ineficaces, y, obviamente, este operativo proporciona algunas victorias. En 1997, los 773 millones de dólares gastados en «interceptación» —es decir, en la destrucción de los cargamentos de droga enviados a Estados Unidos por mar— se tradujeron en más 45.000 kilogramos de cocaína y casi 14.000 kilogramos de marihuana. No pasa una semana sin que haya noticias de alguna espectacular incautación de droga en Florida, en California o en alguna otra parte del territorio estadounidense. En 2003, el servicio aduanero de Estados Unidos se incautó de casi un millón de kilogramos de drogas diversas, algunas de ellas transportadas en envases como ruedas de recambio y osos de peluche, ocultas en o entre pelucas, cajas de patatas fritas, árboles de Navidad artificiales y cargamentos de arena, o incluso implantadas quirúrgicamente en el muslo de un hombre.[37]
El problema es que, pese a todos esos esfuerzos y éxitos pasajeros, la afluencia de drogas a Estados Unidos y a otros importantes mercados se mantiene prácticamente constante. Según un informe publicado en 2005 por la Oficina de Política Antidroga de la Casa Blanca, entre 1999 y 2002 se triplicó el número de consumidores de marihuana que acudieron en busca de tratamiento. Según el informe, este incremento refleja un aumento tanto del consumo de marihuana como de la potencia del producto disponible en el mercado.[38]
Los cambios que ha experimentado el tráfico de drogas hacen que sea fácil comprender por qué se ha producido ese incremento. Cada vez es más difícil controlar las drogas en los lugares de origen. Estos se multiplican, ya sea en la forma de nuevos productores de diversas drogas, de enclaves en poder de grupos insurgentes en un determinado país, o de puntos intermedios que se han convertido en centros de transbordo para drogas de procedencia diversa. Cuando llegan a los mercados finales, las drogas se mezclan frecuentemente con otros productos legales e ilegales que se difuminan en complejos movimientos de productos y dinero que involucran a centenares de intermediarios.
Al mismo tiempo, el «control de la oferta» y el planteamiento basado en la represión no han hecho sino incrementar el valor de las drogas que llegan al mercado. Las fronteras que hay que cruzar, las redadas de las que hay que escapar, los sobornos que hay que pagar: todo ello pasa a formar parte de los costes del negocio, lo que hace que suban los precios y el potencial de beneficios sin que la demanda se vea alterada en absoluto. Ese valor añadido es superior allí donde mayor es el riesgo —por ejemplo, al cruzar una frontera de Estados Unidos o de la Unión Europea—, pero afecta a todos los eslabones de la cadena. El creciente coste de la mano de obra en las zonas rurales de Afganistán lleva a los agricultores a destinar una proporción cada vez mayor de sus campos al cultivo de la amapola en detrimento de otros cultivos. Cada vez se hace más difícil rechazar los sobornos, y, por otra parte, servir de correo humano para el transporte de drogas resulta cada vez más atractivo. Los traficantes saben que un determinado porcentaje de «mulas» serán descubiertas, y asumen con cinismo ese riesgo como uno de los costes del negocio. Pero para la mujer sola con hijos que representa el perfil más frecuente de la «mula», la perspectiva de ganar cinco mil dólares por entrar droga en Estados Unidos no puede compararse con ninguna de las oportunidades que le ofrece su entorno local.
En resumen, la obsesión por controlar la oferta se basa en un pésimo cálculo económico. Pero sus críticos, aunque numerosos, todavía no han logrado influir en ninguna de las administraciones estadounidenses. En Europa, que en ningún momento ha respaldado plenamente este enfoque, los partidarios de otras estrategias han hallado más eco. La mayoría de los países europeos han simplificado el problema despenalizando la posesión de marihuana para el consumo personal, ya sea promulgando leyes a tal efecto o tolerándola de hecho. Por otra parte, Europa ha adoptado una política más agresiva a la hora de ordenar (y financiar) el tratamiento para los adictos. Pero a escala global, Estados Unidos sigue siendo el actor más influyente, y, como resultado de ello, las obsesiones de la guerra contra la oferta siguen configurando el planteamiento predominante. Si hay que superarlas, no será gracias a propuestas políticas bienintencionadas, sino más bien a una fuerza superior: el realismo político. También en este ámbito los traficantes han tomado la delantera.
LA DROGA EN LA POLÍTICA
La fuerza económica que representa el tráfico de drogas desafía a los gobiernos. Y también puede derribarlos. Tomemos, por ejemplo, el caso de Bolivia. Después de que Estados Unidos urgiera durante años a este país a erradicar el cultivo de la planta de la coca, cuya hoja es la materia prima de la cocaína, en 1998 Bolivia se decidió a hacerlo.[39] Solo se conservaría una pequeña extensión «legal» de unas doce mil hectáreas, suficientes para satisfacer el consumo legal de la planta a escala local, donde es costumbre masticarla, todo ello sometido a una regulación estricta. Pero fumigar los campos y fomentar cultivos alternativos como la piña y el plátano resultó insuficiente para modificar los incentivos. Y la difícil situación de los «cocaleros» —como se denomina a los cultivadores de coca— se convirtió en el aglutinante del sector más desamparado y descontento de Bolivia: los pobres, los campesinos y la población indígena, tan importante como tradicionalmente excluida. Un indio aymara, cocalero y socialista, Evo Morales, llegó a convertirse en una de las figuras políticas más influyentes del país. En 2002, Morales quedó el segundo, por un estrecho margen, en las elecciones presidenciales; el vencedor fue Gonzalo Sánchez de Lozada, de talante liberal y partidario incondicional del libre mercado, al que se atribuía el mérito de haber frenado la hiperinflación que asoló el país en la década de 1980.[40] Al año siguiente, el descontento de los cocaleros llegó al límite, y una oleada de protestas violentas recorrió La Paz. Tras apenas un año en el cargo, Sánchez cedió el poder a su vicepresidente, Carlos Mesa, y abandonó el país rumbo a Estados Unidos. Incapaz de resistir tales presiones, el gobierno de Mesa también sucumbió; a comienzos de 2006, el cocalero Morales se convirtió en presidente de Bolivia, en una gran victoria con unas implicaciones hemisféricas debido a su dependencia de Hugo Chávez, el presidente venezolano.
Posteriormente, Sánchez de Lozada me dijo que detrás de la caída de su gobierno había «narcosindicalistas, grupos terroristas y cárteles», y se quejó amargamente de la escasa ayuda económica que había recibido de Estados Unidos para mejorar las condiciones de vida de los bolivianos pobres que se habían visto obligados a abandonar su antigua actividad del cultivo de cocaína. «Cuando más necesitaba apoyo financiero, los estadounidenses me dejaron solo», me dijo. Así, dos de las políticas promovidas por Estados Unidos, la guerra contra la droga y el respaldo a gobiernos democráticamente electos en América Latina, habían entrado en colisión, con consecuencias nefastas. Una de ellas es que ahora los cocaleros no solo se han politizado, sino que sus intereses coinciden con los de los traficantes que controlan la principal industria exportadora de Bolivia. Lejos de ser una mera herramienta del narcotráfico, los cocaleros se han convertido en la principal fuerza política del país. Juntos, han llegado a ejercer una enorme influencia en la política, en las principales instituciones y en las relaciones internacionales de Bolivia.
El boliviano no es, ni mucho menos, un caso aislado. Allí donde ha florecido la economía del narcotráfico se han producido consecuencias políticas. Las sumas de dinero implicadas resultan, sencillamente, demasiado importantes. Como mínimo, prácticamente está garantizado que allí donde gracias a las drogas se obtienen beneficios sustanciales, habrá corrupción y complicidad oficial, a menudo en los más altos niveles. Las brigadas antidroga de élite y las unidades de la policía nacional, desde México hasta Rusia o Camboya, son infiltradas y sobornadas. Y otro tanto ocurre con fiscales y jueces. Todas las evidencias apuntan a que es más probable que exista corrupción que lo contrario. Así pues, las estrategias basadas en la cooperación entre gobiernos presentan automáticamente un talón de Aquiles. Y mientras sigan existiendo incentivos monetarios tan tentadores, dejar en manos de los miembros honestos de un gobierno la tarea de controlar a sus colegas menos honestos es, sin duda, una arriesgada apuesta.
Otros casos resultan más definidos. En Colombia, los territorios controlados por las FARC y las AUC constituyen básicamente países dentro de otro país. Con su propia ley, su propia economía y sus propias infraestructuras, se trata de territorios en los que la autoridad dominante se sostiene en gran medida gracias al tráfico de drogas. Lo mismo puede decirse de las zonas de Afganistán gobernadas por los señores de la guerra, desde las que se exportan enormes cantidades de opio pese a la presencia en dicho país de decenas de miles de soldados estadounidenses. Basta con dar solo un paso más para darse cuenta de que las batallas entre organizaciones criminales en el norte de México no son solo por dominar una determinada parcela del negocio del narcotráfico, sino por el control político de unas áreas en las que los representantes oficiales del gobierno es probable que estén dispuestos a que se les soborne, o bien que se sientan demasiado intimidados para constituir una amenaza. Así, por ejemplo, cuando un periodista entrevistó al alcalde de la población de Sinaloa en la que obtuvo refugio Guzmán, el hombre no mencionó ni una sola vez al delincuente.[41] Resulta bastante claro quién ostenta el poder en esa relación.
El siguiente paso lógico para un gobierno reconocido sería adaptarse a la realidad económica y entrar en el negocio de la droga. Se trata de una jugada arriesgada, no recomendable para nadie que pretenda mantener unas relaciones cordiales con las grandes potencias mundiales. Pero si uno cree que no tiene nada que perder, ¿por qué no va a hacerlo? Pues resulta casualmente que al menos un país ha dado este paso. Según fuentes bien informadas, hace ya muchos años que Corea del Norte empezó a cultivar opio y producir drogas sintéticas.[42] Así, este país comunista lleno de secretos se ha convertido en productor de narcóticos destinados al mercado mundial. Se trata de una iniciativa mucho menos conocida que el programa nuclear coreano. Pero puede causar también numerosos y más perjudiciales estragos, pues nos hallamos ante una fuente de ingresos extremadamente necesarios que escapan a cualquier negociación.
Es probable que los narcóticos se conviertan en un nuevo motivo de discordia en las ya difíciles relaciones entre Corea del Norte y la comunidad internacional. Pero sería un error considerar que el de Corea es un caso aislado. Los enormes y constantes márgenes de beneficio del narcotráfico global en las regiones más vulnerables darán lugar a un poder político sustentado en el dinero obtenido gracias a las drogas, y viceversa. Las formas que adopten estas combinaciones pueden variar desde la corrupción hasta los «estados forajidos», pasando por la secesión; pero la dinámica subyacente será siempre la misma: los gobiernos están en desventaja frente a los narcotraficantes.