3

Lucioshka avanzaba grácilmente por el sendero que llevaba a Mélijovo, sujetando con la mano derecha la correa de la mangosta y, con la izquierda, su sombrero. A menudo se le descolocaba o caía, los varones de la familia Chéjov estaban hartos de recogérselo. Las otras damas de la casa (Masha, Lika Mizinova, la hebrea sin importancia) llevaban sus sombreros con tal soltura que parecían una extensión de su pelo. Ella, en cambio, para no perder el suyo, tenía que aferrarlo con una mano, y, como la otra la tenía ocupada con la correa de la mangosta, no tenía más remedio que hacerse acompañar por un mujik cada vez que, como ahora, volvía de hacer compras.

Llevaba en Mélijovo una semana. Al principio había intentado ser útil, ayudando a Masha en el huerto, pero ésta pronto le dio a entender que prefería trabajar sola («te vas a estropear las manos, querida, no puedo permitirlo; además, todos los esquejes los pones torcidos»). Otro día acompañó a Evgenia y a Pavel a la iglesia; cuando a la mañana siguiente pretendió hacer lo mismo, Evgenia, terriblemente azorada, hubo de decirle: «Puede venir si quiere, Excelencia, pero Pavel Egorovich me ha pedido que... ¡no sé cómo decírselo!... me ha suplicado que..., por favor, no cante. No se lo tome a mal, pero, cuando canta, condesa, desafina, sí, desafina un poquito». Pavel Chéjov era el maestro del coro de la iglesia y se tomaba su cargo con mucha seriedad. El día anterior, Lucía había cantado con gran entusiasmo todos los salmos, sin perdonar uno, durante la inacabable ceremonia ortodoxa, en la creencia de que ese gesto había de complacer y halagar a Pavel, ¡y, en recompensa, ese viejo ingrato la expulsaba del coro! Una mujer educada del siglo XIX sabía cantar, tocar el piano, pintar acuarelas, escribir versos, llevar sombrero... Lucía sabía (o había sabido) hacer logaritmos y cálculos diferenciales, era licenciada en filología hispánica y, entre otras habilidades, podía conducir sobre hielo y cambiar una rueda pinchada de un coche, recurrir las multas de tráfico de los amigos y cumplimentar la declaración del impuesto sobre la renta de sus padres; pero esos conocimientos no podían ser exhibidos en la Rusia de finales del siglo XIX: eran poco femeninos.

La tercera mañana de su estancia en Mélijovo intentó colaborar con Antón Pavlovich, que llevaba días plantando cerezos en el jardín.

—Yo le aguanto los cerezos mientras usted cava los hoyos —le propuso, pero Chéjov declinó su ofrecimiento.

—Hoy no voy a trabajar en el jardín —le dijo—, tengo otra tarea más importante, ¿quiere usted ayudarme?

Lucía supuso que le estaba pidiendo que le hiciera de amanuense (¿qué otra «tarea importante» puede haber para un escritor?); él pasearía por el estudio con las manos en los bolsillos y la frente elevada del artista inspirado, mientras le dictaba de viva voz un cuento inmortal (o dos), que ella se ocuparía de plasmar en papel para la posteridad con pulcra caligrafía. En el futuro los biógrafos reflejarían elogiosamente su labor: «En Mélijovo, Chéjov acostumbraba dictar sus historias a la bella e inteligente aristócrata española Lucía Rodolfovna», dirían y, alguno, incluso, añadiría: «Más de una vez, Chéjov suprimió un párrafo o modificó un personaje a sugerencia de la sagaz condesa Almandozovna, a quien no es exagerado atribuir parte del mérito de varias de las mejores narraciones del autor», o algo parecido, así que inmediatamente aceptó.

—Se lo agradezco, condesa, pero antes, hágame un favor: cámbiese, con ese vestido tan elegante no va a poder serme de utilidad —le pidió Chéjov.

Ella comprendió lo que sucedía: estaba tan guapa con ese traje que su belleza perturbaba al escritor y probablemente le impediría concentrarse en su obra. Todos sus vestidos eran tan bonitos que le resultó difícil encontrar un atuendo poco seductor. Se decidió por un traje de montar en bicicleta, con unas bombachas como globos con las que no correría el riesgo de distraer la atención de nadie. Cuando la vio aparecer con su moderna falda-pantalón, Chéjov se echó a reír.

—¿Es ése su traje de cazar ratones, condesa? —le preguntó, ella creyó que en broma, pero pronto comprendió que no.

—¿Quiere usted... pretende que... le ayude a cazar ratones, Antón Pavlovich? ¿En serio me lo dice? Yo creía...

—La casa está infestada, condesa; las cucarachas no me molestan, a las chinches estoy acostumbrado, pero oír a los ratones corretear por mi alcoba, de noche, cuando estoy intentando dormirme, me trastorna y me impide conciliar el sueño —le dijo el escritor—, y a Lika Mizinova le sucede lo mismo —añadió.

Y eso fue lo que más le molestó, que Chéjov cazara ratones por Lika (no por ella), y que en vez de llevar como ayudante a Lika (la presunta interesada), la reclutara a ella, una condesa. Así que con cierta altivez le preguntó:

—¿Dónde tiene las escopetas?

—¿Escopetas?... ¡No querrá que la emprendamos a tiros con los ratones, Lucía Rodolfovna!

—¿Prefiere que los cacemos a cuchillo? Es mucho más difícil —le advirtió ella.

—Condesa, es usted peligrosa; no necesitamos armas, los ratones, en el campo, se cazan con la mano —le explicó Chéjov, en tono de forzada paciencia, en la cara su famosa y exasperante sonrisa burlona.

Picada, aunque lo más sensato hubiera sido dimitir de su puesto y dejar que Chéjov se buscara otro ayudante, Lucía se envalentonó.

—De acuerdo —dijo, resuelta—, los cazaremos con la mano. ¿Cuándo empezamos?

 

 

La noche anterior, Antón Pavlovich había colocado varias trampas en puntos estratégicos de la casa. Acompañado de Lucía, procedió a efectuar un recorrido de reconocimiento: en la primera trampa no había nada, pero en la segunda, situada en una esquina de la cocina, debajo de la despensa, se debatía nervioso un enorme ratón, entre pardo y gris, de temible aspecto. Chéjov lo liberó de la trampa con destreza y, sosteniéndolo por la cola, se lo entregó a Lucía, diciendo: «Llévelo al jardín y suéltelo detrás de la cerca, condesa». Sin darse mucha cuenta de lo que hacía, Lucía obedeció y agarró por la punta la cola parda y viscosa, pero cuando vio al repugnante bicho de enormes bigotes retorciéndose entre sus dedos y enseñándole los dientes, hizo lo normal: gritó, soltó al ratón (que cayó al suelo y escapó despavorido) y, sin dejar de chillar un momento, se subió de un salto a la silla más próxima, al tiempo que vociferaba:

—¡Persígalo, Antón Pavlovich, se acaba de esconder detrás de la estufa, lo he visto...! Sáquelo de ahí con la escoba, dele fuerte en la cabeza, ¡mátelo!... ¿A qué espera?...

La escena se prolongó un poco: Lucía encaramada a la silla, temblando de miedo, ataviada con sus ridículas bombachas de ciclista para no seducir genios y Chéjov, de pie frente a ella, las manos cruzadas sobre el pecho con aire resignado, la cabeza un poco ladeada de esa manera tan suya, negándose con calma, pero a la vez con firmeza, a matar al roedor.

—¿Por qué no? ¡Es una bestia asquerosa!

—No me gusta matar a nadie, condesa, y menos a un ratón que no me ha hecho daño alguno. No lo quiero en mi casa, pero no tengo ningún inconveniente en que corretee por el campo. Digamos que estoy dispuesto a enviarlo al exilio, pero no a asesinarlo. ¡Es usted una mujer sanguinaria, Lucía Rodolfovna! La otra noche casi acaba con mi mangosta, ahora me ordena que mate a un pobre ratón...

Lo cierto es que el incidente de la mangosta fue lamentable, por eso ahora Lucía la sacaba todos los días de paseo, para hacerse perdonar. Sucedió la primera noche que pasó en Mélijovo. Se adormeció en el sofá del estudio de Chéjov, sumida en una delectación morosa: fantaseaba con que a medianoche una tierna caricia que empezaría en el rostro y acabaría en el cuello la despertaría, esa caricia suave y delicada que llevaba esperando tanto tiempo pero que ningún hombre le había proporcionado. Las caricias que ella conocía se parecían más a manotazos impacientes que luchaban con los botones de su camisa o el cierre de su sujetador, y los besos que había recibido no eran suaves ni románticos, eran besos torpes de estudiante inexperto, con lengua de trapo, a quien el aliento le hedía a tabaco y alcohol. Estaba segura de que de un hombre inteligente y sensible como Antón Pavlovich podía esperarse algo mejor, mucho mejor: un beso inolvidable en el nacimiento de la nuca, que le cosquillearía la piel de forma deliciosa, o un beso extasiado en la orilla del seno... Ella se despertaría apenas, aturdida, sin saber si seguía soñando... ¡Antón Pavlovich Chéjov, el genio, el gran escritor, le besuqueaba el cuello!... Sí, a veces Lucía se permitía fantasías eróticas (¿quién no?), y si la ayudaban a coger el sueño en esa incómoda posición, tendida de lado y encogida sobre un diván duro y pequeño, ¿quién podía reprochárselo? Un brutal arañazo en la mejilla la arrancó bruscamente del sueño, una respiración jadeante, un olor animal, un peso extraño en el pecho. ¡Antón Pavlovich Chéjov no era el amante delicado que ella había imaginado! Antón Pavlovich tenía ojos de pantera. ¡Antón Pavlovich Chéjov era una pantera! De un golpe se la sacó de encima, corriendo escapó del sofá y gritó, muy fuerte gritó. Oyó unos pasos rápidos que se acercaban, percibió una silueta blanca a la luz de un candil cuya llama crecía y se agrandaba... ¡Él venía a rescatarla!... Sí, era él, Antón Pavlovich Chéjov, en camisa de dormir. Su alcoba estaba contigua al estudio y había oído sus gritos. La sorprendió lanzando un candelabro a la pantera, que se había refugiado debajo de una silla.

—Pero ¿qué hace? ¡¿Qué hace?! —gritó Chéjov muy enfadado, y con la mano que tenía libre le oprimió la muñeca, para impedir que Lucía se apoderara de un pisapapeles de bronce que había sobre el escritorio y se lo arrojara también al animal, a ver si esa vez acertaba.

—¿Por qué quiere usted matar a Svoloch? —le preguntó furioso y, dejando el candil sobre la mesa, corrió a abrazar a la pantera, la besó repetidas veces, le dijo cosas dulces al oído y le prodigó esas tiernas caricias con que ella había soñado.

Era una pantera enana, del tamaño de un gatito. En verdad, no acababa de ser una pantera, sino más bien un extraño híbrido de felino y simio: era una mangosta, pero, en la oscuridad, ¿cómo podía haberlo adivinado? Antón Chéjov la compró en Ceilán un tiempo atrás, de regreso de su viaje a la isla de Sajalín y la llamó «Svoloch» (cariñoso apelativo que podría traducirse como «Cabrón»). Svoloch tenía la mala costumbre de arrancar las plantas del jardín, abrir los paquetes, investigar los bolsillos de las visitas, morder los pies de los durmientes... Era un animalito encantador y Chéjov le tenía mucho afecto. Por la noche lo encerraba en la casa para que no devastara el jardín. La familia Chéjov había olvidado mencionar a Lucía la existencia de la mangosta y su primer e inesperado encuentro con ella había sido, cuando menos, hostil.

Lucía quería caerle bien a Chéjov; ya no aspiraba a seducirlo, esa infausta escena nocturna, con Chéjov en camisa de dormir susurrándole lindezas a su mangosta, desdeñando a Lucía y al camisón de seda de color marfil casi transparente que llevaba puesto y que ceñía sus sinuosas curvas como una segunda piel, ¡el desgarrón que le había causado su mangosta y que dejaba al descubierto prácticamente todo el seno derecho de la bella española!..., desdeñando todo eso, Chéjov, de espaldas a ella (como si no estuviera) besaba tiernamente a su mangosta en la oreja. Sólo una vez se dignó volver la cara para mirar a Lucía y fue con rencor. La ofensa era indescriptible y, desde esa noche, se prohibió terminantemente volver a tener fantasías románticas. Decidió permitirse sólo fantasías prácticas: con la información privilegiada que obtuviera durante su estancia en Mélijovo, iba a escribir una tesis doctoral que sería la obra definitiva sobre Chéjov; le otorgarían premios, sería traducida, saldría en las revistas y en la televisión y... se evitaría un futuro gris de profesora con gafas y sonrisa triste. Pero, para conocer secretos que no sabía nadie, tenía que ganarse la confianza del autor y por eso Lucía era tan amable con su madre, su padre, su hermana, con la arrogante y gorda Lika Mizinova, ¡hasta con el odioso y mimado Svoloch!

 

 

A Chéjov le hacía la pelota preguntándole por Sajalín. Era una isla situada en el confín de Siberia, tristemente famosa por su colonia de penados, una isla-prisión. En julio de 1890, tras un viaje de varios meses, Antón Chéjov desembarcó en ella con el objeto de comprobar con sus propios ojos las condiciones en que vivían los prisioneros. Pasó cuatro meses recorriéndola bajo un clima espantoso, levantándose a las cinco de la mañana, trabajando hasta entrada la medianoche. Emprendió él solo la tarea de realizar un censo de prisioneros y, uno a uno, los interrogó, llegando a rellenar más de diez mil fichas con sus datos. No logró acostumbrarse a la visión de esos desgraciados que caminaban arrastrando las cadenas (los tobillos sujetos con grilletes de hierro), la mayoría de ellos mujiks analfabetos, que a menudo ignoraban de dónde procedían o el crimen que estaban purgando; de las mujeres (sus hijas, sus esposas) que habían escogido acompañarlos al destierro; de las niñas prostitutas vendidas por sus propias madres... Se obligó a presenciar una sesión de azotes. Lo que más le horrorizó no fueron los gritos del prisionero azotado, sino el deleite con que los escuchaba la multitud que se entretenía presenciando el castigo.

En Sajalín había el doble de hombres que de mujeres convictas, de manera que cuando una remesa de prisioneras llegaba, corría la voz y los penados acudían al puerto a recibirlas, vestidos con esmero, acicalados como novios. Se les permitía acceder a los barracones de las mujeres, donde las inspeccionaban en silencio. Cuando elegían a alguna como compañera, tenía lugar una breve conversación; la mujer inquiría si su pretendiente tenía samovar, si su choza estaba cubierta con planchas o paja... Si llegaban a un acuerdo, la mujer tímidamente se atrevía a preguntar: «No me pegarás, ¿verdad?».

En una ocasión, Chéjov interrogó en una choza a un niño de diez años de edad.

—¿Cómo se llama tu padre? —le preguntó.

—No lo sé —contestó el niño.

—¿Vives con tu padre y no sabes cómo se llama? Eso es vergonzoso.

—No es mi verdadero padre.

—¿Cómo que no es tu «verdadero padre»?

—Vive con mi madre.

—¿Tu madre está casada, o es viuda?

—Es viuda. Vino aquí por su marido.

—¿Qué quiere decir «por su marido»?

—Lo mató.

Cuando le relataba esas cosas a Lucía, Chéjov no sonreía irónico, ni le chispeaban los ojos con un brillo burlón: hablaba serio y con voz grave.

—Hemos enviado a millones de personas a pudrirse en la prisión, los hemos destruido de una forma casual, sin siquiera pensarlo, bárbaramente; los hemos convertido en seres depravados y hemos multiplicado los criminales y la culpa de todo eso se la atribuimos a los carceleros y a los superintendentes de nariz colorada. Pero ahora toda Europa sabrá que no son los superintendentes quienes tienen la culpa, somos nosotros. Voy a escribir un libro sobre mis experiencias en Sajalín para que el mundo se entere de lo que sucede allí —le contó.

Lucía tuvo que contenerse para no responderle: «No hace falta que me lo diga, ya lo sé. La isla: un viaje a Sajalín es el único libro suyo que no he leído, me da pereza».

Le impresionaba hondamente la generosidad de Chéjov, esa faceta suya que le empujó a viajar a Sajalín con grave riesgo de su salud, a tratar gratis como médico a cientos de mujiks, robando horas y días a su trabajo literario, a organizar y coordinar la asistencia a los enfermos en las epidemias de cólera, a fundar escuelas, bibliotecas y hospitales. Todo aquello que hacía de él un ser humano excepcional, le admiraba, sí, pero... no le interesaba. La bondad es encomiable pero aburrida. Y Lucía más de una vez hubo de reprimir un bostezo mientras Chéjov le explicaba sus aventuras en la isla de Sajalín.

—Eso no es nuevo —le hubiera gustado poder decirle—, sale en todas sus biografías. Explíqueme algo que no sepa nadie, hábleme de sus francachelas nocturnas en el hotel Madrid de Moscú con la actriz Lidia Iavorskaia y la poeta lesbiana Tatiana Shchepkina-Kupernik, cuénteme historias picantes y depravadas, por favor.

Porque eso era lo que intrigaba a Lucía: la vida secreta de Chéjov.

Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos, y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad —como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, sus ideas sobre la clase inferior, su asistencia a fiestas acompañado de su mujer—, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche.

Eran palabras de Chéjov aún no escritas, un párrafo de su historia La dama del perrito que a Lucía le había impresionado por la verdad que encerraba; lo que Chéjov decía de Gurev, el protagonista, podía aplicársele a ella; sus verdaderos deseos, temores y anhelos los guardaba en secreto, nadie los conocía y sus intereses y afectos públicos no eran sino pistas falsas que sembraba para que nadie llegara a adivinarlos. Cuando leyó esas líneas, comprendió que lo mismo les sucedía a los demás: todos tenemos dos vidas, y la verdadera, la que importa, es la secreta. También Antón Chéjov llevaba oculta su auténtica vida y Lucía decidió que iba a descubrirla.

 

 

Ya estaba llegando a Mélijovo; desde el camino se divisaba el remate puntiagudo del porche de la casa. Se volvió. ¿Dónde se habría metido el pequeño mujik que la seguía?... La rubia cabecita de Vanka apareció al fin, avanzando por el sendero con paso cansino, las compras de Lucía ocupándole las manos. En la aldea, Lucioshka compraba caviar, hubiera sido un pecado no hacerlo, ¡estaba tirado!... Iba a la tienda y decía muy serena: «Póngame un kilo de caviar y otro de salmón ahumado, y tres o cuatro kilos de arenque, y un par de quesos y...», compraba y compraba sin reparar en el precio, porque era rica. Las veinticinco mil pesetas que tenía ahorradas —y que debía a su hermano— suponían una fortuna en rublos del siglo XIX. Los tenía guardados en su maletín de piel. Cuando necesitaba dinero, abría el maletín y, sin mirar, metía la mano, cogía un puñado de rublos (que no contaba) y los metía en su escarcela. Toda su vida había hecho lo mismo: le espantaba llevar cuentas, temía que si lo hacía y llegaba a ser consciente de lo mucho que había gastado, se iba a angustiar y, ¿para qué?, ¿acaso eso la iba a enriquecer? Era una angustia inútil, por eso prefería enterarse de golpe: un día abría el cajón de la cómoda donde guardaba el dinero, en un sobre escondido entre la ropa interior, introducía la mano y palpaba, pero sus dedos no pescaban nada. Sacaba el sobre del cajón, ahora sí miraba y confirmaba su primera impresión. No le quedaba ni una peseta, tendría que ir andando a la facultad y pegarle otro sablazo a su hermano. Así era como llevaba siempre su contabilidad: a ciegas, y así seguía llevándola en Mélijovo, a sabiendas de que el día en que su mano ansiosa no lograra rescatar ni un rublo del bolsillo interior del maletín de piel..., ese día tendría que marcharse. Pero todavía le quedaba mucho dinero, no merecía la pena padecer por ello. Le encantaba hacer el papel de aristócrata excéntrica y despilfarradora que se pasea por el pueblo con un animal salvaje atado a una correa y a quien todos los mujiks hacen reverencias; era estupendo ser una condesa.

Además, si no fuera por el salmón y el caviar y los demás zakouski1que ella compraba, cenarían todos los días sopa de col. Daria, la cocinera de Mélijovo, era una mujer carente de imaginación; sus menús consistían invariablemente en sopa de col, y lo grave era que ningún miembro de la familia Chéjov protestaba; se comían lo que les daban y, cuando en alguna venturosa ocasión se les servía de propina un huevo de ganso, una costillita de cordero o, incluso, una pata de pollo, lo engullían obedientes y luego declaraban, acariciándose preocupados la barriga: «Me parece que he comido demasiado». Desde que había llegado la condesa Lucía Rodolfovna en Mélijovo se comía mucho mejor. Pero Lucía no sólo iba al pueblo a comprar.

Lucioshka (¿por qué no conseguía que los Chéjov la llamaran así?, ¡sonaba tan cariñoso!... En las novelas rusas a las Veras se las llama Veroshka; a las Sonias, Soniechka; ¿por qué no podían llamarla a ella «Lucioshka»? La respetaban demasiado, ése era el problema; cuando se dirigían a ella la llamaban invariablemente «condesa» o «Excelencia», a excepción de Masha, quien en su condición de amiga se permitía tutearla y tratarla familiarmente de Lucía Rodolfovna, pero haciendo un esfuerzo, se le notaba). Lucioshka, con su característica amabilidad, cada mañana, a la hora del desayuno, se ofrecía a llevar la correspondencia a la oficina de correos.

Antes de llegar al pueblo, en un calvero cercano al camino, se sentaba sobre la hierba, rasgaba los sobres que le habían entregado y leía las cartas (¿cómo si no iba a enterarse de cosas que no supiera nadie?), después cerraba de nuevo los sobres y los echaba al correo, donde recogía la correspondencia llegada para Mélijovo, que, por supuesto, también leía. A nadie le extrañaba que las cartas hubieran sido abiertas, en la Rusia de la época estaban acostumbrados a la censura. Lucía recordaba la ilusión con que Pavel Egorovich había advertido que un sobre dirigido a él había sido profanado, ¡él también era una persona interesante, los censores del gobierno inspeccionaban su correspondencia!... Ese día, el padre de Chéjov se pavoneó especialmente por los establos y el jardín, dando órdenes a la servidumbre con aire de misterio. Lo cierto es que Lucía había abierto su carta por error, nunca se molestaba en violar la correspondencia de Pavel Egorovich, era aburrida.

Gracias a sus métodos conspiradores, Lucioshka había conseguido interceptar (y quemar) la carta de Masha a Aleksandr Smagin rechazando su oferta de matrimonio (que la hermana de Chéjov había escrito después de que Lucía le transmitiera las intenciones de Smagin), pero todavía no se había tropezado con la carta de Smagin pidiendo en matrimonio a Masha que citan todas las biografías. Precisamente esa mañana había llegado una carta de Aleksandr para Masha y Lucía estaba impaciente por leerla; hubo un momento, la noche anterior, durante una seria, íntima y profunda conversación que mantuvo con Masha en su habitación, en que temió que la tan cacareada oferta fuera un bluff, una invención de la pobre Masha, quien treinta años más tarde, para hacer su vida interesante, decidiría aderezar sus memorias con un episodio sentimental que sólo habría sucedido en su imaginación. Al fin y al cabo, ¿de quién procedía la noticia de la supuesta proposición?: de Masha y sus memorias. Masha era una mujer esencialmente honesta («la honesta Masha» la llamaba siempre Lika Mizinova) pero Lucía tenía sus dudas, sí, y ahora estaba aterrada, porque ella, basándose en esas memorias, le había anunciado a Masha que Aleksandr Smagin... Se detuvo en la última vuelta del camino, antes de llegar a Mélijovo, y ordenó a Vanka:

—Vete al bosque a hacer pipí.

—Pero si no tengo... —protestó el niño.

—No me repliques, que soy una condesa. Como no vayas, no te daré propina —le amenazó.

En cuanto Vanka desapareció detrás de unos abetos, abrió la carta de Smagin.

¡Menos mal! ¿Cómo podía haber sospechado que alguien como Masha pudiera tener imaginación? «La honesta Masha» no se había inventado nada. Aleksandr Smagin quería casarse con ella y en esa carta se lo decía, pero Masha lo iba a rechazar (mejor dicho, ya lo hizo mediante la carta que dos días atrás Lucía había destruido). De eso habían hablado ellas dos la noche anterior en la alcoba de Masha: del amor.

Ninguna de ellas había estado enamorada, así que tenían muchas cosas que decirse. Masha le confesó que no estaba segura de sus sentimientos hacia Aleksandr Smagin; le parecía un hombre honrado, apuesto, inteligente y bueno, pero...

—La idea de dormir con él el resto de mis noches me asusta. ¿Y si...?, ¿y si ronca? —preguntó angustiada.

Lucía adivinó que no eran los presuntos ronquidos de Smagin lo que amedrentaba a Masha; su madre, Evgenia, también roncaba y Masha acostumbraba dormir con ella en la misma cama.

—No todos los hombres roncan —dijo para tranquilizarla.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has... has dormido con hombres? —le preguntó Masha, disimulando (mal) su excitación.

—¡Por supuesto que no! —se ofendió Lucía—. ¿Cómo quieres que haya dormido con hombres, si no estoy casada? Pero he oído decir a mis amigas casadas que algunos maridos no molestan en la cama.

—Lika Mizinova sí ha dormido con hombres —le confió Masha, bajando mucho la voz para que no pudiera escucharla ni la mesilla de noche.

—¡Qué me dices! —se escandalizó Lucía—. ¡Una mujer soltera!...

En su tono de voz había un tremendo reproche.

—Es que es artista —la disculpó Masha—, y las artistas..., ¡ya se sabe!, son muy liberales.

—Y ¿qué te ha contado Lika de sus amantes?, ¿roncan?

—De eso no hemos hablado.

—Ah, ¿no? Y ¿de qué habéis hablado?

—Eh..., pues..., de cosas —balbuceó Masha, ruborizándose.

—¿Qué cosas?

—¡Lucía Rodolfovna, me haces unas preguntas!... ¿Sabes?, el otro día, cuando fui a dar de comer a los animales, vi al cerdo con una cerda, en la pocilga. El cerdo gruñía y la cerda...

—¿Qué hacía?

—Pues... nada..., se dejaba hacer, pero ¡fue todo tan rápido! La estuve observando, por ver si... gozaba o, al contrario, sufría. Sin embargo, no sabría qué decirte, ¡las cerdas son tan inexpresivas! Dejemos de hablar de este asunto, te lo ruego, me da vergüenza. De todas formas, es una lástima que no puedas saber si tu marido ronca hasta que estás casada, ¡es demasiado tarde!

—¿Te vas a casar con Aleksandr Smagin?

—No. No puedo, Antón me necesita.

Lucía objetó que Antón podía casarse, pero Masha lo negó.

—Antón no se casará nunca —afirmó—, no hay ninguna mujer que esté a su altura.

Ese comentario molestó a Lucía, «¿Y yo? —pensó—, una condesa española guapa, rica y muy culta, ¿acaso no estoy al nivel?», pero se calló.

Y comprendió que Masha no conocía en absoluto a su hermano, aunque llevara viviendo con él toda la vida; por eso se llevaría una gran sorpresa el día en que se enterara de que Antón Chéjov se había casado (en secreto y con una mujer que a Masha no le iba a gustar), y que, por tanto, podía y quería prescindir de ella. Desechaba su sacrificio, no lo necesitaba. Y a causa de un sacrificio inútil, del que sin duda se habría de arrepentir, Masha nunca llegaría a saber qué era eso que tanto la intrigaba y a la vez le daba miedo: acostarse con un hombre. Moriría sola, muchos años después que su hermano adorado. Padecería la primera guerra mundial, la revolución bolchevique, la dictadura de Stalin (todo ello mucho más pavoroso que acostarse con un hombre) y, en algún momento (¿en diez, veinte, treinta años?), Masha dejaría de soñar y se resignaría a su destino de virgen crónica. ¿O no? ¿O acaso Masha no soñaba? Puede que ella no tuviera fantasías, como Lucía, sino que viviera en la realidad, los dos pies firmemente plantados en la tierra, sin atreverse a desear ni a soñar nada que no fuera razonable y práctico; su mirada perruna parecía confirmar eso, pero...

De improviso Lucía tuvo una revelación: si Masha no se quería casar con Aleksandr Smagin, no era porque Antón la necesitara, sino porque ella no podía vivir sin Antón. Y Masha se le antojó mucho más interesante: bajo ese rostro anodino de mujer bondadosa y responsable se ocultaba otro rostro, angustiado, de una mujer enamorada de su hermano. ¿Soñaba con él? ¿Se permitía fantasías eróticas con su hermano Antón? ¿Se imaginaba que un día Antón, al ir a besarla para darle las buenas noches, no se detendría en la mejilla, sino que buscaría sus labios? ¡Incesto! ¡Qué depravación!... Y qué excitante. Podía ver la cubierta del libro, el título impreso en letras muy negras: La verdadera vida de Antón Chéjov, o Antón y Masha Chéjov: una pasión prohibida, por la doctora Lucía Almandoz...

Eso era lo que le faltaba a Antón Chéjov: un poco de misterio en su vida, un halo de pecado y perversión para hacer de él un personaje mítico, una leyenda del orden de lord Byron. Era lamentable que el poeta inglés (en su opinión, inferior a Chéjov como escritor) fuera más célebre sólo porque su vida tuvo más ruido y escándalo. Habló a Masha sobre lord Byron: sus amantes, su rebeldía, sus compromisos revolucionarios y... su amor incestuoso hacia su hermana Augusta. Sentada de lado en la cama de Masha, Lucía defendió con ardor la idea romántica de que ciertas normas y convenciones sociales no rigen para los artistas, quienes al fin y al cabo son seres superiores, libres de amar a quien se les antoje si eso ha de redundar en beneficio de su obra.

—A mí no me parece mal lo de lord Byron y su hermana —concluyó—. Ya se sabe que los artistas son distintos, especiales... Si la misma Lika (que no es más que una artistilla) se permite ser una mujer liberal y roncar con hombres, ¿cómo no se van a poder permitir los verdaderos artistas, como lord Byron o... o tu mismo hermano, lo que su inspiración exija?

Su objetivo era sembrar la semilla de la duda en la mente de Masha; hacerle acariciar esa idea, si aún no la había formulado: ser la amante secreta de su hermano. Y la dejó pensativa en su cuarto, cuando, al borde de la madrugada, se fue a dormir al sofá del estudio. ¿Era mala Lucía? No era mala: se aburría. Y, además, Chéjov no le prestaba ninguna atención. Por eso ahora le sorprendió que, al llegar de su paseo con Vanka y la mangosta, Antón Pavlovich abandonara la azada con la que estaba trabajando en su jardín y le saliera al encuentro.

—Condesa, si tiene un momento, me gustaría hablar con usted —le dijo muy serio.

Lucía despidió a Vanka, no sin antes darle su propina. No se aclaraba con las monedas rusas, no tenía referencia de su valor. Le dio un copec, ¿sería demasiado? Vanka se quedó mirando la moneda con expresión desolada y Lucía sonrió satisfecha; no, no era demasiado. Antón Chéjov la hizo sentar junto a él sobre el poyo de piedra que recorría la parte trasera de la casa; el sol de mediodía les daba de lleno en el rostro y les obligaba a entornar los ojos. Era cálido y agradable ese tibio sol de abril, y era emocionante estar tan cerca de Antón Chéjov, ese hombre delicado y cortés («camina como una señorita», había dicho de él Tolstói), que ahora tosía y carraspeaba de puro embarazo y jugaba nervioso con la punta de su bigote, mirando al suelo, sin atreverse a decirle lo que tenía pensado. Y, en ese momento, Lucía tuvo otra revelación: Antón Pavlovich le iba a declarar su amor.

La riñó por lavarse demasiado.

—¿Cómo que me lavo demasiado? —protestó Lucía, sintiéndose ultrajada.

Chéjov, con su voz paciente, como pidiéndole excusas, le expuso la situación: Mariushka, la anciana criada de la familia, se había quejado de que todas las mañanas tenía que dedicar varias horas a acarrear baldes de agua caliente para Su Excelencia. Evgenia también estaba preocupada por la excentricidad de su huésped: ¿no sería una skopt? Lucía se ofendió: ella, ¡una skopt! (Los skopt —también llamados «blancas palomas»— eran miembros de una secta religiosa y los únicos rusos que se lavaban con regularidad, pero —siempre hay un «pero»— hacían voto de castidad y, para llevarlo a la práctica, se castraban, pues según ellos para complacer a Dios el hombre debía ser tan asexuado como un ángel, de ahí lo de «blancas palomas».)

—No soy una skopt —se defendió—, sólo intento ser limpia.

Esa afirmación velaba un reproche: «Ustedes en cambio son unos cochinos que no se lavan nunca, y para poder soportar su proximidad me veo obligada a rociar el aire con perfume». Esa costumbre suya al parecer también molestaba a Evgenia.

—Mamá está dolida porque usted está constantemente echándole perfume, condesa, como si le ofendiera su olor —le informó Chéjov—, y tampoco le gusta que la llame «madrecita» y «batiushka», como si ella fuera una... mujik —concluyó el escritor con visible embarazo.

—Bien —dijo Lucía, intentando digerir tantos reproches—, no lo haré más, descuide. Yo rocío con perfume a su madre para complacerla. Nuit d’Hiver es un perfume francés muy caro y difícil de conseguir, no se lo pulverizo a todo el mundo, se lo aseguro, pero si a su madre le disgusta... En fin... Dígame, Antón Pavlovich, ¿cada cuánto puedo bañarme para no parecer una skopt?

—Puede bañarse los domingos, como hace Masha —le sugirió Chéjov—. O cuando llega la Pascua, como hacemos los demás. Y si persiste en su manía de bañarse todos los días, puede hacerlo en el río —apostilló, y se levantó para irse, pero en ese momento le sobrevino un acceso de tos.

Era angustioso oírle toser como si fuera a ahogarse, ver cómo se congestionaba y sacaba un pañuelo de su bolsillo con mano temblorosa para llevárselo a la boca y volver a guardarlo rápidamente, con una mancha roja. Ya no tosía, pero estaba muy pálido y respiraba con dificultad; debajo de sus párpados brillaban dos lágrimas, que se apresuró a enjugar con el dorso de una mano.

—Es el polen de la primavera, me hace toser —explicó Chéjov, y le sonrió con un aire asustado que la conmovió.

Ése era el secreto de Antón Chéjov: la sangre en el pañuelo. Ésa (y no una pasión incestuosa, ni las orgías nocturnas del hotel Madrid) era su «verdadera vida», la que llevaba oculta a los ojos de los demás: una enfermedad incurable, su miedo a morir, el miedo a tener miedo... Pero ya Chéjov se había puesto otra vez la máscara y le sonreía petulante y burlón.

—Voy a leer el correo que usted ha tenido la bondad de traerme, condesa —le anunció, añadiendo—: Por cierto, me he enterado de que sí tienen un rey en España que se llama Alfonso XIII, pero todavía es niño y gobierna su madre, la reina María Cristina, como regente. Sin duda usted sabe eso, pero como no ha querido decírmelo hube de pedirle la información a mi amigo Suvorin —le dijo con sorna y, caminando con sus pasos delicados de señorita, Antón Chéjov se despidió de Lucía y la dejó allí, sentada en el poyo bajo el sol de abril.

Si en vez de burlarse de ella, Chéjov le hubiera abierto su corazón y le hubiera confesado: «Tengo tuberculosis como mi hermano Kolia, sé que voy a morir y cada vez que escupo sangre me invade el pánico; es como si los esputos fueran redobles de una campana que llama a muerto. Cuando llega la primavera, como ahora, redobla con más ímpetu: los tuberculosos morimos con el deshielo. Pero procuro no pensar en ello, es la única forma que tengo de seguir viviendo; escribo mis narraciones como si estuviera seguro de poder acabarlas, me compro esta finca que todavía debo, como si me quedaran muchos años para poder pagarla, hago planes, proyectos de viaje y, cuando el hielo se quiebra en la superficie del río, no quiero verlo». Si Chéjov le hubiera confiado sus miedos..., pero era un hombre que bajo su apariencia de cortesía y buen humor ocultaba al mundo sus verdaderos sentimientos, no quería que nadie lo llegara a conocer ni pudiera adivinar sus pasiones ocultas, sus afectos.

Haciéndose estas reflexiones, Lucía llegó a tener compasión de Antón Pavlovich. Pensó que estaba muy solo, aunque viviera rodeado de gente, más que ella aquel fin de semana, cuando convalecía de su aborto en el piso de Barcelona. No, Chéjov no era el hombre fuerte y valiente que aparentaba; era tan miedoso y estaba tan perdido como ella. Era una verdadera lástima, porque Lucía conocía todos los errores que el escritor iba a cometer, pero no podía revelárselos para que los evitara.

De pronto se le ocurrió que, ya que estaba allí, podía intentar arreglarle la biografía a Antón Chéjov, apartar de su camino todo aquello que estorbaba. Por ejemplo: su familia. Ya era hora de que no dependiera de él. Eran cinco hermanos, ¿por qué tenía Antón que mantenerlos a todos: a sus padres; al borrachín de Aleksandr; a Misha, el inspector de Hacienda; a Masha, la virgen eterna...? Y, luego, estaban esas mariposuelas que volaban y zumbaban en torno a él como moscas de luz muy pegajosas, sus admiradoras: Olga Kundasova, Aleksandra Pojlebina, Lika Mizinova (la que más le gustaba a Chéjov y, por tanto, la que más molestaba)... Y sus obras de beneficencia: los hospitales, los mujiks enfermos, las bibliotecas... Los rusos tenían que acostumbrarse a componérselas solos, porque Antón Chéjov no podía desperdiciar su inmenso talento jugando a los filántropos. Al fin y al cabo: ¿qué utilidad tenían sus buenas obras? Antes o después, los mujiks que curaba se iban a morir y la Revolución rusa acabaría con sus iglesias y sus bibliotecas. Todo ese ingente trabajo se perdería. En cambio, sus historias, sus palabras viajarían en el tiempo y el espacio, y un siglo después seguirían asombrando a gente como ella, en Barcelona, en Londres, en Singapur... Lo que tenía que hacer Chéjov era escribir más historias (para que ella pudiera leerlas), y no malgastar su valioso tiempo haciendo el bien.

¿Qué más podía hacer ella en beneficio de Antón Pavlovich y de su biografía?

Obligarle a cuidar su salud. Conseguirle unos buenos contratos de edición... Y algo muy importante: tenía que impedir por todos los medios que Chéjov escribiera sus famosos dramas (La gaviota, Tío Vania, El jardín de los cerezos, Las tres hermanas...), para que nunca llegara a conocer a la malvada Olga Knipper, la actriz moscovita que —si ella no lo evitaba— acabaría siendo su mujer. Y, para terminar, una vez le hubiera enmendado a Chéjov la biografía, la escribiría. ¡Uf...! Tenía mucho, muchísimo trabajo por delante, sólo de pensarlo se sintió cansada.

Y sintió algo más; un hormigueo en cierta parte, una sensación extraña. Se le había dormido una nalga, llevaba demasiado rato sentada. Con su característica elegancia de movimientos, Lucía se levantó del poyo, luchó intensamente contra el maldito polisón Langry hasta que lo venció, se sacudió un poco la falda por detrás para eliminar todo vestigio de cal y se dirigió a la entrada de la casa, donde le salió al encuentro la honesta Masha.

—¡Oh, Lucía Rodolfovna!... Te estaba buscando. ¿Por casualidad, no habrás dejado tu sombrero en el huerto, debajo del manzano? —le preguntó.

—Eh..., creo que sí —respondió Lucía, llevándose la mano a la cabeza y comprobando que otra vez se lo había olvidado.

—¡No sabes cómo lo lamento, querida! Me temo que nuestro pícaro Svoloch se ha comido las flores de tu sombrero —le comunicó Masha, consternada.

«Ésa es otra cosa que tengo que eliminar de la biografía de Chéjov —decidió—: la mangosta.»