XI

Al día siguiente, cuando Otama fue a visitar a su padre a Ike-no-Hata, este ya había terminado de desayunar. Otama, que no se había acicalado, se preguntaba si no lo estaría visitando demasiado temprano, pero su padre madrugaba por costumbre y había barrido la entrada, regado las plantas, se había aseado y estaba sentado en los nuevos tatamis desayunando solo.

Un par de casas más allá habían construido un local de entretenimiento y algunas noches había bullicio, pero los vecinos directos de su padre cerraban las puertas y eran silenciosos, especialmente por la mañana. A través de la ventana, entre las ramas de los pinos y las ramas danzantes del sauce, podía llegar a ver los lotos flotando en el lago. Y de entre toda esa naturaleza, vislumbraba amagos de rojo de las flores que esa misma mañana habían florecido. Como su casa estaba orientada al norte, le preocupaba el frío, pero en verano era el mejor sitio que uno pudiera desear.

Desde que Otama había tenido uso de razón, siempre había deseado poder hacer feliz a su padre, siempre había pensado en cosas que darle y ofrecerle, pero ese día vio que le había dado una buena casa y supo que su deseo se había materializado, y no pudo evitar sentirse feliz. Sin embargo, su felicidad estaba mancillada por algo, pero de no ser así su alegría hubiera sido absoluta. Por muy feliz que fuera en esos momentos, el fundamento del mundo se basaba en las insatisfacciones, pensó irritada.

El padre dejó los palillos y le estaba dando un sorbo al té cuando alguien abrió la puerta. Estaba confuso porque hasta entonces nadie lo había visitado, dejó la taza y buscó la entrada con la mirada. Vio una figura acercarse al otro lado del doble biombo de bambú.

—¡Padre! —Era la voz de Otama.

Sintió la tentación de ponerse en pie de inmediato, pero se mantuvo sentado. Se preguntó qué responderle y pensó en decirle:

—¡Vaya, así que recuerdas a tu pobre padre!

Pero en cuanto su hija entró de repente y se sentó con una sonrisa radiante de felicidad su lado, descubrió que no pudo decir nada. Estaba defraudado consigo mismo, y miró la cara de su hija sin decir nada.

—Vaya, qué preciosa es —pensó orgulloso, como siempre lo había hecho.

Incluso en la pobreza nunca le había permitido trabajar duro porque quería que se mantuviera hermosa. Habían pasado diez días desde que la había visto y era como ver a una persona distinta. Su hija siempre había sido pulcra, pero en comparación a esa mujer que se había arreglado y cuidado, la niña que recordaba resultó ser un diamante en bruto. Igual que cuando los padres contemplan a sus hijos, o los ancianos a los jóvenes, no pudo negar su hermosura. Y, como padre o como anciano, no podía evitar que esa belleza le enterneciera el corazón.

El padre había intentado permanecer en silencio y con una expresión severa, pero no pudo evitar apiadarse.

Otama, que nunca se había separado ni un solo día de su padre y cuyo entorno aún era nuevo para ella, embriagada con la necesidad de verlo y su ausencia durante diez días, a pesar de querer hablar con él, no pudo decir palabra y solo miraba a su padre con alegría en los ojos.

—¿Puedo llevarme la bandeja? —preguntó la criada con rapidez y voz aguda, que se había asomado sin avisar.

Otama, que no estaba acostumbrada a ese dialecto, no entendió lo que decía. La criada, cuyo pelo estaba recogido en un moño en la nuca, con la cabeza pequeña pero cara obesa, tenía las facciones desproporcionadas. Miró a Otama sin discreción alguna y sin esconder su sorpresa.

—Llévate la bandeja y trae té, el verde que está en esa estantería —dijo su padre, alargándole la bandeja. La criada lo cogió y entró en la habitación sin permiso.

—No hace falta que uses el té bueno por mí…

—¡No digas sandeces! También tengo dulces —dijo, alzándose y buscando en el armario. Sacó una lata de aluminio y llenó el bol que había en la mesa de senbei[17] de huevo.

—Puedes comprar esto por el vecindario. Es una buena zona, y en una de las calles secundarias venden conservas en soja de Joen.

—¡Vaya! ¿Recuerdas aquella vez que me llevaste al teatro? Joen hablaba de cuando lo invitaron a comer y dijo que esa comida estaba tan buena como la que vende en su tienda. ¡Cuánto nos reímos! Qué hombre más gordo, tenía que colocarse la ropa siempre que iba a sentarse. ¡No podía parar de reír! Cómo me gustaría que estuvieses igual de gordo.

—¡Nunca engordaría tanto como Joen! —dijo el padre mientras le acercaba el bol a su hija.

Llegó el té y comenzaron a hablar de todo lo que se les pasaba por la cabeza como si nunca se hubieran separado. Algo nerviosamente, el padre preguntó:

—¿Cómo os lleváis? ¿Va tu amo a visitarte a menudo?

—Sí —respondió Otama, inquieta.

No iba a visitarla «a menudo», sino más bien todas las tardes. De haber sido su esposa, si su padre le hubiera preguntado cómo estaban, hubiera respondido con una sonrisa que perfectamente, que no se preocupara. Pero en esa situación era difícil responder.

—Nos llevamos bien. No hace falta que te preocupes —le dijo tras pensarse la respuesta.

—Entonces, me parece bien —dijo el padre, aunque supo que le ocultaba algo.

Tanto la pregunta como la respuesta eran tremendamente forzadas. Hasta ahora siempre habían sido honestos mutuamente y nunca habían tenido secretos. Aunque no les gustara, notaban que el otro escondía algo, como si estuvieran saludando a un desconocido. Cuando fueron engañados por su supuesto yerno y fueron humillados delante de todos, sabían que la culpa había sido de él y podían hablar libremente el uno con el otro. Ahora la situación era distinta, puesto que su relación había sido alterada bruscamente por una decisión instantánea y, pese a que ahora no sufrían de pobreza, había una sombra que les oscurecía las conversaciones y un sabor amargo.

Tras un rato, el padre decidió que quería una respuesta más concreta.

—¿Qué clase de persona es? —preguntó, intentando darle un nuevo enfoque a la pregunta.

—Verás… —dijo Otama ladeando la cabeza, como si estuviera hablando consigo misma— No es una mala persona. Ha pasado poco tiempo, pero nunca dice nada brusco.

—Oh —dijo el padre, confundido—. Claro que no es una mala persona.

Otama miró a su padre, con el corazón palpitando con fuerza. Lo había visitado con la intención de contarle lo que sabía, y ahora era el momento oportuno. Pero se sentía demasiado aliviada por saber que su padre estaba tranquilo y a salvo, no podía preocuparlo de esa manera. Así fue como decidió no decir nada, pese a que eso levantaría un muro aún más sólido entre los dos, sería un secreto —una sombra— bien guardado detrás de otro secreto, que se llevaría consigo a casa.

—Dicen que es un hombre que se gana la vida haciendo muchas cosas, así que no sé qué clase de persona es y me preocupa un poco. Sí, supongo que es algo así. Es un caballero, claro. Pero no sé si solo lo aparenta, aunque si así es como la gente lo percibe con sus acciones y sus palabras, no tiene por qué ser malo, ¿verdad? —dijo, mirando a su padre.

Por muy honesta que sea una mujer, es capaz de esconder su verdadero corazón y hablar de otros temas mejor que un hombre. Y son las que hablan mucho en esos casos quienes son más honestas.

—Ya veo, es posible. Pero hablas como si no confiaras en él.

Otama rió.

—Soy más lista que antes. No voy a permitir que me tomen por tonta. ¿No es mejor así?

El padre vio que su hija, normalmente muy tranquila, parecía hablar como si una espada apuntase hacia ella, y se sintió inquieto.

—Claro. Una y otra vez nos han engañado, pero así es el mundo. Aunque considero que es mejor que te engañen a ser tú quien engañe a los demás. Sea cual sea tu profesión, no debes ser injusto con los demás y debes agradecer a quienes te han ayudado.

—No te preocupes. Siempre me has enseñado que debo ser honesta, y lo soy. Pero, aun así, sufro todas las noches pensando que van a engañarme. Yo no voy a mentir ni a engañar, pero tampoco permitiré que nadie me humille.

—¿Significa esto que desconfías de tu amo?

—Así es. Él piensa que no soy más que un infante. Es la clase de hombre que piensa que puede salirse siempre con la suya, y no es mentira, pero no soy un bebé como él piensa.

—¿Qué quieres decir? ¿Estás diciendo que has descubierto que te ha mentido hasta ahora?

—Sí. Lo mencionó la casamentera, ¿recuerdas? Dijo que su esposa murió y dejó atrás a sus hijos y, según su historia, quería una esposa aunque no fuera oficialmente. Tiene una reputación que mantener, ya que venimos de un distrito pobre. Pero tiene una esposa, él mismo me lo dijo con una tranquilidad pasmosa, aunque yo me quedé de piedra.

El padre la escuchaba con los ojos como platos.

—Ya veo, nos engañó a través de la casamentera.

—Por eso mismo está escondiéndome de su mujer. Y si es capaz de mentirle a ella, ¿cómo puedo creerme lo que me diga? ¡No me dejaré engañar!

El padre estaba tan asombrado de ver el cambio en su hija, que se había convertido en una mujer madura, que olvidó quitar las cenizas de su pipa. De repente, Otama pareció recordar algo.

—Debo irme. Como ya he venido una vez sabré volver, así que intentaré visitarte todos los días. Hasta que el amo no me dio permiso no me atrevía a venir. Anoche se lo pedí y por eso he venido esta mañana. La criada que tengo en casa aún es una niña, así que tengo que ayudarla a preparar la comida.

—Si tienes el permiso de tu amo, quédate a comer aquí.

—No puedo, no estaría tranquila. Debo irme. Adiós, padre.

En el momento en que Otama se puso en pie, la criada fue hasta la entrada a colocarle bien las sandalias. Aunque una mujer no sea especialmente observadora, suele mirar bien a las otras mujeres con las que se cruza. Un filósofo dijo que las mujeres tienden a considerar que las demás, aunque sean desconocidas, son rivales. Y esa mujer de campo que ponía el pulgar en las sopas no pudo evitar espiar la conversación de Otama, que era tan bonita.

—En ese caso, vuelve pronto. Recuerdos a tu amo —dijo el padre, aún sentado.

Otama sacó de su obi negro un monedero y le dio dinero envuelto en papel a la criada, se puso las sandalias y salió por la puerta.

Cuando entró por la puerta su intención había sido la de confiar en su padre, compartir sus preocupaciones y dejar que se preocupara por ella, pero misteriosamente salió con buenos ánimos. Ahora su padre estaba tranquilo y no tenía que preocuparse excesivamente por nada, le había mostrado que ella era fuerte y confiaba en sí misma. Algo en su pecho se había despertado de un sueño profundo, y esa chica que siempre se había apoyado en los demás se acababa de independizar. Mientras caminaba por el banco del río, no pudo evitar sonreír orgullosa.

El sol brillaba fuertemente en la colina de Ueno y el pequeño santuario en la isla en el lago brillaba carmín, pero Otama caminó sin abrir el parasol que había llevado consigo.