XVII
Con el tiempo, las visitas de Suezō aumentaron. Dejó de ir sólo por la noche e iba a horas irregulares.
El motivo era que su esposa Otsune lo perseguía constantemente y le gritaba que hiciera algo, así que se veía obligado a huir a Muenzaka. Siempre que eso ocurría, Suezō le decía a su mujer que no pasaba nada, que podían seguir como hasta entonces, a lo que ella respondía que no podía irse con sus padres ni dejar atrás a sus hijos, y se quejaba de su edad y de todo lo que no quería cambiar en su vida. Suezō decía que no hacía falta cambiar nada, repetía que podían seguir como hasta entonces. Otsune se enfadaba más y más y no atendía a razones. Así que Suezō sólo podía huir.
Para él, que siempre pensaba en las cosas con lógica y matemática, las palabras de Otsune carecían de sentido. Le daba la impresión de estar viendo a una persona que quiere salir de una habitación que tiene tres paredes y que carece de una cuarta que está justo detrás de ella. Solo se le ocurría decirle que diera media vuelta. Otsune, que nunca había vivido tan bien, no tenía tensión ni opresión alguna. La única diferencia que se le ocurría era la presencia de la mujer de Muenzaka, algo que no había previsto. Sin embargo, al contrario que otros muchos hombres, no era más frío ni más cruel con su esposa. Al contrario, era más amable y paciente. Aún no había encontrado la salida de esa habitación.
Por supuesto, el razonamiento de Suezō era egoísta. Pese a que ahora tenían más posesiones materiales y que ni la actitud ni el trato con su mujer había cambiado, era injusto asumir que Otsune no cambiaría de parecer tras conocer la existencia de Otama. ¿Acaso no era Otama una espina en el ojo de Otsune? ¿Y acaso él intentaba tranquilizarla o tenía siquiera esa intención en mente? Otsune no era una mujer razonable y no veía las cosas como él, para ella no había salida alguna. En el umbral donde ella buscaba seguridad para el presente y esperanza para el futuro no veía más que una sombra negra y pesada.
Un día, durante una discusión, Suezō salió de casa. Eran poco más de las diez de la mañana. Su intención fue ir directamente a Muenzaka, pero vio a su criada y a los niños por la calle, así que se apartó de Shichiken-machi, encaminándose hacia Kiridōshi, y deambuló sin rumbo fijo, fingiendo que tenía prisa, desde Tenjin-machi hasta Goken-machi. Decía improperios por el camino. Cuando cruzó el puente de Shōhei-bashi, vio que se acercaba una geisha desde el otro lado. Pensó que se parecía a Otama, pero cuando se la cruzó vio que tenía muchas pecas en la cara. Juzgó que, efectivamente, Otama era más hermosa, se sintió aliviado y satisfecho. Se detuvo en medio del puente y observó a la geisha alejarse. Seguramente había salido a comprar y la perdió de vista cuando se adentró en una calle secundaria.
Cruzó el puente de Megane-bashi, que por entonces aún era una novedad, y deambuló por Sugihara. A la orilla del río, debajo de un sauce, vio bajo un enorme parasol a una chica de unos doce o trece años bailándole a un chico un baile tradicional llamado kappore. Alrededor había muchos espectadores. Suezō se detuvo y observó la danza, y un señor que vestía una túnica de librea intentó chocarse con él, pero se apartó. Suezō, que tenía la vista muy ágil, se giró para mirarlo y, en cuanto cruzaron la mirada, el hombre le dio la espalda y se alejó corriendo.
—¡Mira por dónde vas! —murmuró, poniendo una mano en su manga y buscando. Por supuesto, no le había robado nada.
Efectivamente, el ladrón no sabía que Suezō, que acababa de tener una discusión con su mujer, estaba tenso y se percataba de cosas en las que normalmente no se hubiera fijado. Sus sentidos, de por sí afinados, se habían elevado tanto que Suezō había visto la intención del ladrón antes de que se le hubiera pasado por la cabeza el propósito de robarle. En esas ocasiones, la restricción de Suezō, de la que siempre se había sentido orgulloso, se debilitaba un poco. Aunque no lo suficiente como para que nadie se diese cuenta. De haberse fijado en Suezō alguien muy observador, se hubiera percatado de que estaba más hablador de lo habitual. Además, en el trato que tenía con los demás y en sus palabras aparentemente amables, había nerviosismo y artificialidad.
Pensó que hacía bastante rato desde que se había ido de su casa, pero cuando se dio la vuelta para regresar por la orilla del río, miró su reloj. Aún no eran las once de la mañana. Aún no había pasado ni media hora.
De nuevo sin un rumbo fijo, fue de Awaji-chō hasta Jinbō-chō, caminando como si tuviera un destino en mente. Poco antes de llegar a la esquina de la calle de Imagawa, vio el cartel de un restaurante donde anunciaban ochazuke[19]. Por veinte sen podía llenar su bandeja, coger verduras encurtidas y servirse té. Conocía el sitio y pensó en comer ahí, pero era demasiado temprano. Pasó por el lado y giró a la derecha hasta la ancha calle que lo llevaría hasta Manaita-bashi. Antes, la calle no era tan ancha cuando bajaba hasta Surugadai. La zona por la que acababa de venir Suezō se parecía más bien a la zona de Fukuro-machi y, más adelante, había una estrecha calle secundaria que los estudiantes de Medicina habían bautizado «apéndice vermiforme». Pasó por delante de un templo con el nombre de Yamaoka Tesshū inscrito. Como Fukuro-machi, Manaita-bashi era una zona amplia que les recordaba a un apéndice.
Suezō cruzó el puente de Manaita-bashi. A su derecha había tiendas que vendían pájaros y podía escucharse el canto alegre de todos ellos. Se detuvo delante de una, que a día de hoy aún existe, con loros y periquitos en jaulas con aleros altos colgados en la tienda. En el suelo había jaulas en fila con palomas blancas y zuritas de Corea y, más al fondo, vio jaulas amontonadas con pequeños pájaros cantores. Tanto a la hora de cantar como a la de volar, eran los más revoltosos y muchos de ellos eran de colores llamativos, pero los más animados eran amarillo claro, importados de las Canarias. Mientras los observaba, se percató de los pequeños y coloridos bengalíes rojos. Suezō pensó en comprarlos para Otama porque intuyó que le gustarían. Tras preguntarle el precio al propietario, que no parecía tener interés en vender, compró un par de bengalíes. Al pagar la cantidad requerida, el dueño le preguntó cómo iba a llevárselos a casa. Cuando Suezō insistió y preguntó si la jaula iba incluida en el precio, le dijo que no. Compró una jaula y le pidió al dueño que pusiera los pájaros dentro. Con algo de brusquedad introdujo su mano arrugada en la jaula que contenía todas las aves, atrapó dos, y los metió dentro. Suezō preguntó si sabía si eran machos o hembras, y el dueño musitó una respuesta ininteligible.
Suezō cogió la jaula de los bengalíes y se encaró hacia Manaita-bashi. Esta vez estaba más relajado, y a veces se detenía para levantar la jaula y observar a los pájaros. La ira que se había prendido al salir de casa tras la pelea se había aplacado, y salió a la superficie la amabilidad que rara vez mostraba. Los pájaros de la jaula, tal vez asustados por el balanceo, se agarraban fuertemente a la percha, con las alas dobladas, y no se movían. Cada vez que los miraba, se sentía más impaciente por llegar a Muenzaka y colgarlos en la ventana de la casa.
Cuando cruzaba la calle Imagawa, volvió a pasar por delante del restaurante de ochazuke y comió. Colocó la jaula con los bengalíes detrás de la bandeja que le había traído la criada y los iba mirando, encantado, mientras pensaba encandilado en Otama y comía ese humilde almuerzo con gusto.