XVIII

Irónicamente, los bengalíes que compró Suezō para Otama fueron el motivo por el que Otama y Okada comenzaron a hablar.

Cuando recuerdo esta historia, pienso en el clima de ese año. En esa época, mi padre, ahora fallecido, había cultivado plantas otoñales en el patio trasero de nuestra casa, en Kitasenju. Un sábado, cuando volví a casa de mis padres desde Kamijō por el ducentésimo décimo día[20], compró muchas cañas de bambú, las cuales ató a cada una de las patrinias y astaráceas. Sin embargo, ese uno de septiembre pasó sin incidencias, pese a los malos augurios de siempre y los días oscuros y turbulentos que siguieron. En ocasiones, hacía tanto calor y había tanta humedad que se decía que volvía a ser verano. El viento del sureste era cada vez más fuerte, pero pronto amainaba. Mi madre dijo que el ducentésimo décimo día lo pagaríamos a plazos.

Un domingo por la tarde, volví de Kitasenju a Kamijō. Todos los estudiantes estaban fuera, así que la residencia estaba tranquila. Entré en mi habitación y, mientras me relajaba, escuché el sonido de una cerilla en la estancia contigua. Me sentía solo, así que llamé sin pensar:

—¡Okada! ¿Estás ahí?

—Sí —respondió, pero su voz era extraña. Nos llevábamos muy bien y no nos molestábamos en ser cordiales, pero aun así era una respuesta muy inusual.

Pensé que como yo mismo me había relajado, Okada también había estado reposando. Tal vez se había concentrado para algo. Mientras me preguntaba eso, sentí curiosidad por ir a verlo. Volví a llamarlo:

—Oye, ¿te importa si entro en tu habitación?

—Claro que no. He vuelto de casa hace poco y no estaba haciendo nada. He escuchado cómo volvías a tu habitación y he decidido encender la luz. —Esta vez su voz era clara.

Salí al pasillo y abrí la puerta corredera de Okada. Justo en ese momento, abrió la ventana que daba al Portal Rojo de la Universidad y apoyó los codos en el escritorio, mirando al oscuro exterior. A través de la ventana con barrotes de hierro verticales se veían también en el balcón dos o tres tuyas orientales que esparcían polvo alrededor.

Okada se dio la vuelta y me miró.

—Hoy también hay mucha humedad. Y, además, hay dos o tres mosquitos que no dejan de molestar.

Me senté al lado del escritorio, con las piernas cruzadas.

—Ya veo. Según mi padre, es una deuda que le debemos al ducentésimo décimo día.

—Vaya. No me importaría que fuera por eso. Ya veo, tiene sentido. El tiempo ha estado imprevisible, nublado y soleado después, así que no sabía si salir o quedarme aquí, y antes de darme cuenta me he dormido. Estaba leyendo el Kinpeibai que me prestaste. Estaba aturdido, así que decidí dar un paseo después de comer, y me ha ocurrido algo interesante —dijo sin mirarme a la cara, sino hacia a la ventana.

—¿Qué te ha pasado?

—He matado una serpiente —me miró.

—¿Has salvado a una doncella?

—No. He salvado a un pájaro. Pero tiene que ver con una doncella.

—Interesante. Cuéntame más.