XXI

Los días se enfriaban y las tablas colocadas delante del fregadero de Otama quedaban cubiertas de escarcha blanca durante la niebla matutina. Por culpa de la cuerda del pozo, que era muy profundo, y del agua fría, Otama se apiadaba de Ume, por lo que le compró guantes. La niña no los usaba por la molestia de tener que ponérselos y quitárselos todo el tiempo cuando trabajaba en la cocina, así que los guardó como si se trataran de un valioso regalo y lavaba con las manos desnudas. Al hacer la colada y fregar los suelos, y pese a que Otama le había dado permiso para usar agua caliente, las manos de Ume se estaban agrietando.

Eso preocupaba a Otama y le dijo:

—No puedes quedarte con las manos mojadas todo el tiempo. En cuanto las saques del agua tienes que secártelas bien de inmediato. Cuando acabes de trabajar, tienes que usar el jabón, ¿de acuerdo?

Le había comprado una pastilla de jabón. Y aun así las manos de Ume empeoraban y Otama sufría por ella. Se preguntaba por qué a ella no le había pasado nunca, ya que también había hecho los mismos trabajos que Ume.

Otama, que siempre se levantaba nada más despertarse, fue un día interrumpida por Ume.

—Debería quedarse en la cama. Hay hielo en el fregadero.

Y Otama se quedó entre las sábanas del futón. Los educadores siempre les habían dicho a los jóvenes que se durmieran al tumbarse y que se incorporaran al despertarse para evitar pensamientos obscenos. Si los jóvenes se quedaban entre las sábanas, imaginarían cosas como flores venenosas que florecen en medio de un fuego. En esas ocasiones, las fantasías de Otama no tenían límites. Sus ojos adquirían un nuevo brillo, y sus párpados y sus mejillas enrojecían como si hubiera bebido alcohol.

El día anterior el cielo había estado despejado y por la noche lleno de estrellas, y el día había amanecido con niebla. Se quedó en el futón mucho rato, permitiéndose esa holgazanería, y miró a través de la ventana que Ume había abierto hacía mucho rato, sintió los rayos del sol y al fin se levantó. Ató con un cinto fino una bata gruesa de invierno y se limpió los dientes en el pasillo con un bastoncillo, saliendo de la habitación. En ese momento, escuchó la puerta abrirse.

—Bienvenido —dijo la voz dulce de Ume. Oyó a alguien entrar en casa.

—¡Buenos días, dormilona! —Era la voz de Suezō, que estaba sentado al otro lado del brasero.

—¡Oh! ¡Lo siento mucho! ¡Ha venido muy temprano! —dijo, tirando rápidamente el mondadientes.

Su rostro, enrojecido por la vergüenza, le recordaba a una cesta de camelias y era lo más hermoso que había visto Suezō en su vida. Desde que Otama se había mudado a Muenzaka, día tras día se había hecho más hermosa. Al principio le había gustado el rostro tierno y juvenil de la joven, y ahora se había transformado en una criatura fascinante. Suezō observó ese cambio y se convenció de que era porque Otama, al fin, se había enamorado de él, de quien había aprendido ese sentimiento. Sin embargo, los ojos de Suezō, tan sagaces para muchas cosas, habían malinterpretado hasta el punto de la ridiculez el estado mental de la mujer a la que amaba. Al principio, Otama lo había servido fielmente y, por culpa de todos los cambios que había experimentado y tras preocupaciones y reflexiones, se había convertido en una mujer astuta, con el corazón frío que poseen las mujeres que han tratado con muchos hombres. Suezō se sintió contento y estimulado por ese trato indiferente de Otama. Y, a la vez que Otama se fortalecía, se volvía también más descuidada. No obstante, ese descuido solo incrementaba el deseo de Suezō, que se sentía inmensamente fascinado por ella. Como Suezō no sabía a qué se debía ese cambio, su atracción era más intensa.

Mientras Otama se arrodillaba y sacaba una tinaja de latón, dijo:

—Querido, ¿puede mirar hacia allí, por favor?

—¿Por qué? —dijo, encendiendo un cigarrillo.

—Porque debo lavarme la cara.

—¿Y qué más da? Lávate.

—Es que si me mira, no podré hacerlo.

—Qué difícil me lo pones. ¿Te va bien así? —Suezō se encaró al pasillo, aún fumando— ¡Qué corazón más tierno! —pensaba.

Otama solo se bajó el cuello del kimono y se lavó rápidamente la cara. Fue más descuidada que en otras ocasiones, pero como no tenía imperfecciones en la piel que ocultar con maquillaje ni nada que esconder, no le importaba que la viesen.

Al principio Suezō le daba la espalda, pero al final terminó girándose. Otama, que estaba de espaldas y lavándose la cara, no se dio cuenta, pero cuando miró al espejo vio el rostro de Suezō, aún fumando su cigarrillo.

—Oh, qué malo es usted —dijo, peinándose el pelo.

Debajo del cuello holgado del kimono, desde la nuca hasta la espalda, podía ver un triángulo de piel blanca y, como tenía los brazos alzados, podía verle la piel nívea, carnosa por encima de los codos, una visión de la que Suezō nunca se cansaría. Entonces se le ocurrió que su silencio solo apremiaría a Otama para que terminara rápido y, con la intención de tranquilizarla, dijo:

—No tengas prisa. No he venido porque tuviera ningún asunto urgente. Cuando preguntaste la última vez te dije que vendría por la tarde, pero debo irme a Chiba. Si todo va bien podré volver durante el día de mañana, o pasado como muy tarde.

Otama, que se estaba peinando, con una expresión intranquila dijo:

—Vaya.

—Sé buena y espérame —dijo Suezō con un tono bromista, guardando su caja de cigarrillos. Entonces, se alzó y se dirigió a la entrada.

—¡Oh, no le he ofrecido té! —exclamó Otama, tirando el peine al cajón rápidamente, pero cuando llegó a la entrada Suezō ya se había ido.

Ume le trajo una bandeja de la cocina con el desayuno y la dejó en el suelo.

—¡Lo siento mucho! —exclamó Ume, con las manos en señal de disculpa.

Otama estaba sentada al otro lado del brasero, apartando las cenizas con unas tenazas del fuego.

—¿Por qué te disculpas? —le preguntó con una sonrisa.

—Por haber tardado tanto en preparar té.

—Ah, por eso… Lo dije como despedida. El amo no pensará mal de ti —dijo Otama, cogiendo los palillos.

Ume observó el rostro de su ama comiendo el desayuno y, pese a que rara vez estaba de mal humor, ese día parecía estar muy contenta. Desde que le había preguntado «¿Por qué te disculpas?» con una sonrisa, esta aún seguía con su rostro, algo enrojecido. Ume no podía averiguar el por qué de esa alegría porque era demasiado simple para comprender algo tan complejo. Sencillamente se dejó contagiar por el buen humor y se alegró también.

Otama miró a Ume fijamente y, con una sonrisa aún más amplia, dijo:

—Imagino que querrás volver a tu casa.

Ume la miró, sorprendida. Pese a que ya se encontraban en la era Meiji, aún quedaban muchas costumbres de la era Edo[22] en los hogares más tradicionales, por lo que aunque los familiares de los sirvientes vivieran en la misma ciudad, estos no podían visitarlos a menos que fuera durante el Día de los Sirvientes[23].

—Como hoy no va a venir el amo, si quieres, puedes ir y quedarte a dormir —añadió Otama.

—¿De verdad? —Ume no lo preguntaba porque no la creyese, sino porque se consideraba indigna de tal amabilidad.

—¿Por qué iba a mentirte? Nunca te haría eso, igual que nunca te he humillado ni tratado mal. No hace falta que limpies los restos del desayuno, puedes irte en seguida. Hoy pásalo bien y quédate a dormir. A cambio, vuelve mañana temprano.

—¡Sí! —exclamó Ume, con la cara roja de felicidad.

Ume visualizó el descampado de tierra en la entrada de su casa con los dos o tres carros y a su padre, conductor de rikhshaw, sentado en el cojín que a duras penas cabía entre las estanterías y el brasero donde su padre se sentaba cuando no tenía que trabajar y donde descansaba su madre cuando tenía tiempo, con sus mechones sueltos a cada lado de la cara y con las mangas del kimono siempre atados con una cuerda. Estas imágenes se le aparecían en sucesiones rápidas, como dibujos pintados en su pequeña cabeza.

Cuando Otama terminó de comer, Ume se llevó la bandeja. Aunque le había dicho que no tenía que recoger, pensó que al menos tenía que lavar los platos y llenó un cubo de agua caliente, y limpiaba los platos y las tazas, cuando entró Otama con un sobre entre las manos.

—Oh, veo que estás limpiando. Como es tan poco ya lo haré yo. Ayer te recogiste el pelo, así que sigue estando bien. Rápido, ponte el kimono. Y como no tengo ningún regalo, dales esto —dijo, entregándole un sobre.

Dentro había un papel con forma de naipe verde: medio yen.

Tras despedirse de Ume, Otama se ató las mangas con una cuerda fina, se colocó bien los bajos del kimono con dignidad y fue a la cocina. Lavó los platos y tazas que Ume había dejado como si fuera un pasatiempo. Otama había hecho esa tarea durante mucho tiempo. Podía hacer un trabajo mejor y más rápido que el de Ume, pero ese día limpió con más lentitud que un niño jugando con su juguete. Limpió un plato durante cinco minutos. La cara de Otama estaba animada y sonrojada, y en sus ojos había una mirada distante.

En su mente podía ver imágenes muy positivas. Las mujeres titubean mucho a la hora de tomar una decisión, pero una vez se deciden, no son como los hombres, que se detienen y dudan de sí mismos y se cuestionan, sino que son como los caballos con oeillères, que se dirigen solo hacia adelante. Donde los hombres vacilan y se pierden, ellas no se detienen. Se atreven a avanzar e incluso, a veces, sorprendentemente, tienen éxito.

Otama había intentado acercarse a Okada y, de haber sido observada por una tercera persona, tal vez se hubiera impacientado por los constantes titubeos de ella. Pero ese día Suezō se iba a Chiba y se había despedido de ella y, como un barco de vela con el viento a su favor en dirección al puerto, se sintió revitalizada. Además, había enviado a Ume con sus padres. Suezō ya no la molestaría esa noche, ya que estaba en Chiba. Ume también se quedaba a dormir fuera.

Desde ese momento hasta la mañana del día siguiente, sabía que nadie la controlaría y estaba tan contenta que no cabía en sí de gozo. Y con ese entusiasmo, seguro que cumpliría su objetivo, seguro que era un buen augurio. Sin duda Okada pasaría por delante de su casa. A veces pasaba dos veces, de ida y de vuelta, y si por algún motivo no lo veía al principio, lo vería a la vuelta. Ese día hablaría con él, pasara lo que pasara. Si de verdad lo hacía, seguro que él no pasaría de largo. Sabía que era una mantenida de mala reputación. Y, por si fuera poco, la de un prestamista. Pero sabía que era más bella que cuando había sido virgen, y no al contrario. Además, había aprendido con el tiempo, y a pesar de las malas experiencias, que los hombres se sentían atraídos por ella. Seguro que Okada no pensaba que ella era una mala mujer. Seguro que no. De haber sido así, nunca se hubieran mirado a la cara ni le habría saludado día tras día. También había sido así el día que mató esa serpiente por ella. De no haber sido su casa, tal vez hubiera pasado de largo. Además, ella lo quería tanto, aunque nadie más lo supiera, que dudaba que nunca hubiera percibido su interés. Tal vez dar a luz era más fácil que planear todo eso.

Mientras pensaba, el agua del cubo se había enfriado, pero Otama ni se dio cuenta.

Guardó la bandeja en la estantería y se sentó al lado del brasero, pero estaba intranquila y no quería quedarse quieta. Usó las tenazas para remover las cenizas que Ume había colocado, se levantó y se puso el kimono. Decidió visitar a una peluquera que vivía en Dōbō-chō. La peluquera que visitaba a Otama en casa, que era una buena mujer, le había recomendado ese sitio para ocasiones especiales, pero aún no había ido ni una sola vez.