XXII
De entre los cuentos occidentales que se leen a los niños hay uno que trata de un clavo. No recuerdo muy bien la historia, pero por culpa de ese clavo que no sujetaba bien la rueda de un carro, el hijo de un campesino sufría una serie de desgracias. En mi historia, el clavo es una caballa hervida en sopa de miso.
Pese a que intentaba no morir de hambre a base de la comida de la residencia y del comedor de la Universidad, siempre hubo un plato que me ponía el pelo de punta. Sin importar lo bien ventilada que esté la habitación ni lo limpia que esté la bandeja, siempre que veo ese plato, recuerdo los hedores de ese comedor. Cuando me sirven pescado hervido y servido con algas y pasteles de trigo, sufro una hallucination por culpa del olor. Y cuando el pescado es caballa hervida en sopa de miso, esa sensación llega a su auge.
Y ese plato fue precisamente el que nos sirvieron un día en el comedor de Kamijō. Normalmente, siempre cogía los palillos con entusiasmo, pero ese día titubeé. La criada me miró, y dijo:
—¿No le gusta la caballa?
—No es que no me guste. Frita, me la como. Pero hervida en miso…
—Vaya, la casera no lo sabía. ¿Quiere que le prepare unos huevos? —dijo, e hizo ademán de alzarse.
—Espera —dije—, la verdad es que no tengo mucho apetito, así que daré un paseo. Dile algo a la casera, pero no que no me ha gustado el plato. No quiero causarle molestias.
—Me sabe tan mal…
—No digas tonterías.
Me alcé y me vestí cuando la criada se llevó la bandeja. Llamé en voz alta a la habitación de al lado.
—Eh, Okada, ¿estás?
—Estoy, ¿quieres algo? —Se oyó la voz clara de Okada.
—Nada en particular, estaba pensando en salir a pasear y de vuelta comer sukiyaki[24], ¿te apuntas?
—De acuerdo. Hay algo de lo que quiero hablarte.
Me puse el sombrero que estaba colgado de un clavo en la pared, y salí de Kamijō con Okada. Imagino que eran pasadas las cuatro de la tarde. Sin importarme la dirección que tomábamos, tras salir de la entrada de Kamijō, giramos a la derecha.
Bajamos por la cuesta de Muenzaka.
—Mira, está ahí —dije, dándole un codazo a Okada.
—¿Qué? —dijo, pero sus ojos ya estaban mirando a la casa de la izquierda.
Delante de la casa se encontraba Otama. Su agotamiento era obvio y, pese a ello, estaba preciosa. Pero incluso las chicas bonitas se maquillan. A mis ojos, parecía distinta a la de siempre aunque no sabría decir por qué y, sin embargo, desprendía una belleza que no reconocía en ella. Me sentí deslumbrado por lo radiante de su rostro.
Los ojos de Otama no se despegaban de la cara de Okada. Él, algo nervioso, se quitó el sombrero como saludo y comenzó a caminar más deprisa.
Como yo no era más que un espectador, no sentí vergüenza de ir girándome y ver que Otama seguía mirando a Okada, encandilada.
Okada siguió bajando la cuesta sin aflojar el ritmo. Yo lo seguí, callado.
En mi pecho sentía emociones contradictorias. La raíz era mi deseo de estar en el lugar de Okada. Sin embargo, no quería aceptarlo. En mi corazón me preguntaba a mí mismo si de verdad era tan despreciable con la intención de apagar esa llama. Pero me enfurecía no poder mantenerme bajo control. El que quisiera estar en el lugar de Okada no era porque me sintiera atraído por ella. Simplemente sabía que si una mujer tan hermosa me quisiera, yo sería feliz. Y, en el caso de desearla, querría seguir manteniendo mi libertad. No habría huido como Okada. La hubiera visitado, hablado con ella. No hubiera sacrificado mi inocencia, solo querría conversar con ella. La hubiera amado como a una hermana pequeña. La hubiera apoyado en lo que me necesitase. La hubiera rescatado de la suciedad.
Mi mente había divagado ya demasiado.
Llegamos a una encrucijada al final de la cuesta, en silencio. Cuando pasamos de largo la comisaría, al fin pude decir algo.
—Te la estás jugando…
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—¿Cómo que a qué me refiero? ¿Acaso no has estado pensando en esa mujer durante todo este rato? Me he girado varias veces para mirarla, y no ha hecho más que mirarte a ti. Incluso ahora, seguro que está mirando hacia aquí. Es como en esa cita de Saden[25]: «La vio pasar y la despidió con la mirada», solo que en tu caso es la mujer quien lo hace.
—No hables más de ella, ¿quieres? Eres la única persona con la que he hablado de todo esto, así que no me tomes el pelo.
Mientras decía eso llegamos al borde del lago y nos detuvimos.
—¿Vamos hacia allá? —dijo Okada, señalando al norte, al otro lado del lago.
—De acuerdo —dije, caminando por el borde izquierdo del lago. Después de diez pasos, miré las casas de dos pisos que se alzaban a mi izquierda—. Ahí viven el maestro Fukuchi y el señor Suezō —dije, como hablando para mí mismo.
—Es un contraste algo extraño, aunque dicen que el maestro Fukuchi no es de fiar —replicó Okada.
Sin sentirme avergonzado, le llevé la contraria.
—Creo que cuando te metes en política da igual lo que hagas porque alguien hablará mal de ti. —Supongo que quería recalcar la diferencia entre Fukuchi y Suezō.
Nos separamos del tabique de madera de la casa de Fukuchi y, en dirección al norte, la segunda o tercera casa tenía un cartel en el que ponía: «Se vende pescado de agua dulce».
Cuando lo vi, dije:
—Es como una invitación a que nos comamos todos los peces del lago, ¿no te parece?
—Yo también lo he pensado. Pero no estarás pensando que el protagonista de Ryōzanbaku[26] habrá abierto esta tienda.
Mientras hablábamos de eso, cruzamos un pequeño puente en dirección al norte del lago. Allí había un joven que parecía un estudiante que miraba algo fijamente, de pie al lado de la orilla. Al ver que nos acercábamos, nos dijo:
—¡Hola!
Se trataba de Ishihara, un entusiasta de las artes marciales que no leía nada que no estuviera relacionado con su especialidad y, pese a que no lo conocíamos mucho, nos caía bien.
—¿Qué haces aquí de pie? ¿Qué miras? —pregunté.
Ishihara no respondió, y señaló al lago. Tanto Okada como yo miramos al cielo del atardecer, de un gris ceniza, hacia donde señalaba. En esa época crecían juncos por toda Nezu, desde Komizo hasta donde estábamos nosotros tres, en Migiwa. Los juncos secos se habían esparcido hasta el centro del lago y flotaban en medio, como los trapos sucios de las flores de loto también marchitas, como un puñado de esponjas alineadas, en el que las hojas y los tallos se pliegan entre sí, izándose en ángulos agudos, dando una impresión algo desolada al paisaje. De entre este color bitume de los tallos entretejidos y el reflejo negro y opaco del agua, aparecieron lentamente diez gansos salvajes. Los había también que no se movían.
—¿Llegarías si les tirases una piedra? —le preguntó Ishihara a Okada.
—Llegar, llegaría, pero otra cosa es que acierte —respondió Okada.
—¡Demuéstramelo!
Okada titubeó:
—Ahora van a dormir. Me da pena tirarles piedras.
Ishihara rió.
—¡No sé por qué sientes tanta compasión! Si no les das tú, lo haré yo.
Okada cogió una piedra de mala gana.
—En ese caso, lo haré yo para que puedan huir.
Tiró una pequeña piedra silenciosamente. Miré dónde cayó y vi cómo le acertaba al cuello de un ganso, que se dejó caer. Al mismo tiempo, dos o tres gansos graznaron y batieron sus alas, deslizándose por la superficie del agua. Pero ninguno echó a volar. El ganso con el cuello flácido ni se movió.
—¡Le has dado! —exclamó Ishihara.
Miró a la superficie del agua y añadió:
— Iré a por ese ganso, y necesitaré que me ayudéis.
—¿Cómo vas a cogerlo? —preguntó Okada. Sin darme cuenta, yo también esperaba ansioso su respuesta.
—Ahora no puedo ir. En media hora oscurecerá, y entonces iré a cogerlo. No hace falta que vayáis vosotros también, pero venid en media hora y haced lo que os pida. Nos comeremos el ganso juntos —dijo Ishihara.
—Parece divertido —dijo Okada—. ¿Pero qué quieres que hagamos durante media hora?
—Yo estaré caminando por aquí. Vosotros idos, y venid después. Si estamos los tres, llamaremos la atención.
Le dije a Okada:
—Vamos a dar una vuelta al lago.
—De acuerdo —dijo él, empezando a caminar.