VI
Para Suezō, la reunión en Matsugen era una fête. Pese a que hay personas tacañas, aquellos quienes manejan dinero son impredecibles. Los hay que cuidan hasta el más pequeño detalle, como cortar en dos los papeles de baño y escribir postales con una caligrafía tan pequeña que es indescifrable sin un microscopio; los hay que son avariciosos en todos los aspectos habidos y por haber, aunque también hay quienes se dan un respiro y se permiten algún capricho.
Los tipos que suelen aparecer en las novelas y en las obras teatrales suelen ser tacaños absolutos. En realidad, existen hombres que no son tan absolutistas. Ya sea por una mujer o por alguna comida exótica, algunos tienden a relajar su bolsillo. Como ya he comentado en alguna ocasión, a Suezō le apasionaba la ropa y, pese a que por entonces solo era un sirviente, los días festivos descartaba su uniforme de mangas rectas y vestía un kimono propio de comerciantes. Esa era una de sus máximas ilusiones. Las raras veces en que los estudiantes se encontraban con Suezō vestido con sus mejores vestimentas se sorprendían. Aparte de eso, Suezō apenas tenía aficiones. Nunca se involucraba con geishas ni prostitutas, y nunca salía a beber fuera. Consideraba comer fideos en el Rengyokuan cuando iba solo un lujo, y sólo recientemente había decidido permitirse invitar a su mujer y a sus hijos a acompañarle, debido a que nunca se había preocupado por vestir tan bien a su mujer como a sí mismo. Cuando su esposa se quejaba, Suezō siempre le decía:
—No seas estúpida, tú y yo somos muy distintos. Yo me reúno con gente importante, así que no tengo elección.
Desde que sus negocios como prestamista comenzaron a prosperar, empezó a visitar con más frecuencia los restaurantes, aunque siempre iba acompañado, nunca solo. Pero, como iba a reunirse con Otama, quería que la ocasión fuera ostentosa y solennel, así que decidió que el lugar de encuentro sería Matsugen.
A medida que se acercaba el día, Suezō se percató de que había un problema que requería su atención. Se trataba del atuendo de Otama. Por supuesto, si solo se tratase de ella, no habría problema alguno, pero también tenía que encargarse de su padre. La casamentera que intermediaba entre ellos no le dio más opciones, ya que el señor solo tenía una hija y debía darles su bendición, así que no tenía elección.
El padre había dicho:
—Otama es mi única hija y es muy importante para mí. No tengo más parientes, estamos solos. Apenas he tenido una esposa, que falleció y me condenó a una vida solitaria. Tenía más de treinta años cuando dio a luz a nuestra primogénita, Otama, y murió por complicaciones en el parto. Otras mujeres la amamantaban y a los cuatro meses contrajo el sarampión que afectó a la toda la ciudad. El médico dijo que no sobreviviría pero yo lo dejé todo de lado, incluso mi trabajo, para cuidar de ella, y se recuperó. Vivíamos una mala época, hacía solo dos años que habían asesinado al señor Ii[11] y a un señor inglés en Namamugi. ¡Cuántas veces pensé en suicidarme! ¡No tenía trabajo, no tenía nada! Pero su pequeña mano me acariciaba el pecho, me miraba con sus enormes ojos y reía, y no pude hacerle daño, ¡no podía matarnos! Sobrevivimos, un día tras otro. Cuando Otama nació, yo ya tenía cuarenta y cinco años, y las penurias por las que estaba pasando seguro que me envejecieron más, pero ya sabes lo que dicen. Cuando uno solo no puede alimentarse, debe alimentar a otro si quiere sobrevivir. Un amable señor incluso prometió presentarme a una viuda adinerada que buscaba marido, aunque a cambio debía abandonar a mi niña. Pero no podía alejarme de mi queridísima hija, así que rechacé la proposición. El ser pobre ha atrofiado mis sentidos, y cuando vino ese impresentable y nos engañó, ¡cuánto sufrió mi hija! Por suerte, aún hablan bien de mi buena Otama. Por mucho que quiera entregarla a un buen caballero, nadie la acepta porque soy una carga como padre. Pese a que no quiero entregarla como amante de nadie, puedo aceptarlo si es un amo amable, como dices. Otama pronto cumplirá los veinte y ya está en edad de casarse. Voy a intentar comprometerme con vosotros. Voy a entregaros a mi queridísima Otama, así que permíteme que vaya con vosotros para conocer también al amo.
Cuando estas palabras llegaron a oídos de Suezō, al ser distintas de las que había previsto, no pudo evitar sentirse decepcionado. Había pensado en enviar a la casamentera a casa una vez hubiera cumplido con su deber de traer a Otama a Matsugen, para disfrutar con la muchacha en la intimidad. Si el padre los acompañaba, el ambiente sería mucho más formal. En parte, Suezō se consideraba también una persona formal y había puesto demasiado empeño en cumplir sus deseos, así que lo consideró un paso más para lograr sus objetivos y salir adelante con ese tête-à-tête. Aunque si contaba con la presencia del padre, el ambiente cambiaría de forma radical. Según la casamentera, ambos eran muy honestos y pese a que al principio se negaron rotundamente, un día Otama la llamó y la casamentera la regañó por no pensar en las necesidades de su padre, que pronto tendría que jubilarse y, al hablar, llegaron a un acuerdo y después convencieron al padre. Al principio, cuando escuchó la historia, Suezō se alegró de poder hacerse con una chica tan amable y honesta, pero al descubrir que era un dúo tan bien avenido comenzó a pensar en la reunión de Matsugen como en la primera toma de contacto de un joven con su futuro suegro. Ese nuevo ambiente le sentaba a Suezō como un cubo de agua fría a su cabeza acalorada.
Sin embargo, Suezō tenía que seguir con la farsa de que era un buen hombre, así que hizo llegar a la dirección que le había facilitado la casamentera dos trajes para la ocasión. Suezō razonó que, una vez hubiera conseguido a Otama, también tendría que ocuparse de su padre, así que estaba invirtiendo de antemano lo que hubiera tenido que hacer después.
Normalmente, en esos casos se suele enviar dinero para cubrir los gastos, pero Suezō lo hizo de otra manera. Él, que siempre vestía adecuadamente, explicó las circunstancias al sastre para que hiciera dos trajes pertinentes. La casamentera le pidió las medidas a Otama. Es lamentable que las acciones rastreras y tacañas de Suezō fueran recibidas con una sonrisa agradecida por parte de Otama y de su padre, que opinaban que el no enviarles dinero había sido una muestra de respeto.