VII
En la calle principal de Ueno hay pocos incendios y, como no recuerdo que haya habido alguno en Matsugen, imagino que la habitación de estilo japonés sigue intacta. Suezō pidió una habitación tranquila y pequeña, por lo que lo condujeron a una habitación de seis tatamis[12], a la izquierda de un pasillo orientado hacia el sur.
Un hombre que iba vestido con uniforme estaba cerrando las puertas de papel grueso.
—Hasta que no oscurezca podréis disfrutar de la puesta de sol —dijo la criada que los había acompañado.
Suezō se sentó de espaldas al tokonoma[13], de cuya pared colgaba un pergamino con un ukiyo-e de autenticidad cuestionable y un jarrón con una única ramita de jazmín, y examinó la habitación.
Lo que veía, a diferencia del segundo piso, era una valla de madera que tapaba el lago (que años después se convertiría en una pista de carreras de caballos y, más adelante, para carreras ciclistas), ideal para ocultarse de la calle principal. Entre el muro y la casa había un parche de tierra alargado y estrecho que no podía considerarse un jardín. Desde donde estaba sentado, Suezō veía dos o tres parasoles chinos con los troncos suaves y lustrosos como si hubieran sido pulidos con aceite. Veía, además, un farol de piedra dedicado al dios Kasuga. Aparte de eso, donde fuera que mirara, solo había cipreses. Aún había luz diurna y podía vislumbrarse la nube de polvo blanca alzada por los pasos de los transeúntes, mientras que gracias al agua recientemente rociada, el verde de las plantas se mantenía brillante en ese lado del muro.
A continuación, la sirvienta le trajo té e incienso para alejar a los mosquitos y preguntó qué deseaba. Suezō respondió que se lo diría tras llegar sus invitados, le pidió que se marchara y fumó su pipa. Una vez sentado pensó que la habitación era demasiado cálida y que al pasar por la cocina y los baños notó un hedor, y pese a la suave brisa tuvo que usar el abanico sucio que le había dejado la criada.
Suezō, apoyado en la columna de la habitación mientras bufaba anillos de humo del tabaco, dejó volar su imaginación. Cuando vio por primera vez a Otama aún era una niña. ¿En qué clase de mujer se habría convertido? ¿Qué kimono llevaría para la ocasión? Sea como fuere, que viniera acompañada de su padre eran malas noticias. ¿Habría alguna posibilidad de que su padre se marchase pronto a casa? Oyó el sonido de un shamisen desde el segundo piso.
Escuchó los pasos de dos o tres personas en el pasillo, y la criada asomó la cabeza.
—Sus invitados —dijo.
—¡Adelante, entren, entren! —dijo la casamentera con su voz tan escandalosa como la de un grillo— ¡El amo es muy simpático, sin compromisos!
Suezō se puso en pie. Cuando salió al pasillo vio al padre, encogido, titubeando en la esquina y, detrás, a Otama, serena, observando todo lo que les rodeaba con infinita curiosidad. La carita bonita y redonda que recordaba era ahora bella. Llevaba el pelo recogido en un peinado típico japonés y femenino y, siguiendo las normas protocolarias, no se había maquillado. Estaba muy distinta a como Suezō la había imaginado: era más bella aún. Suezō la miró como si pudiera absorberla con los ojos y sintió en su corazón una satisfacción indescriptible.
En cambio, Otama, que había decidido venderse para asegurar un buen futuro a su padre, había decidido que no le importaba el aspecto de su futuro amo, fuera cual fuere el desenlace, pero cuando vio al hombre de piel morena, ojos audaces pero tiernos, su ropa de alta calidad pero discreta, no pudo evitar sentirse aliviada, cual condenado al que perdonan.
—Por favor, pase —le dijo Suezō a su padre respetuosamente mientras indicaba al interior de la habitación—. Adelante —invitó a Otama.
Entraron los dos a la habitación y Suezō pidió a la casamentera que lo acompañara a una esquina discreta, le dio un sobre de papel y le susurró algo al oído. La mujer sonrió respetuosamente, mostrando sus dientes sucios y teñidos de negro, riendo como si se estuviera burlando de alguien, hizo reverencias con la cabeza y se marchó.
Regresó a la habitación y vio que tanto el padre como la hija se habían apiñado en la entrada. Suezō los invitó a sentarse e hizo el pedido de comida a la criada. Enseguida les trajeron entrantes acompañados de sake, y Suezō llenó la copa del padre y, tras intercambiar unas palabras, supo que el hombre había vivido días mejores y que nada de lo que veía en esa habitación le pillaba desprevenido.
Al principio, Suezō pensaba que el padre no sería más que una molestia, pero poco a poco cambió de opinión cuando la conversación se volvió más personal. Y, pensó de golpe, si se esforzaba en demostrar que era una persona agradable y en mostrar sus virtudes, podría convencer a Otama de su buena voluntad y ganársela de ese modo.
Cuando llegó la comida, el ambiente se asemejaba al de una familia en plena excursión en la montaña. Con su esposa, Suezō podía incluso considerarse un tyran a quien su mujer en ocasiones le llevaba la contraria y en ocasiones obedecía, pero cuando vio la expresión vergonzosa y la piel enrojecida de Otama, quien le servía el sake con una sonrisa modesta, se sintió embriagado por una felicidad sin precedentes. Sin embargo, esa felicidad tenía una pequeña sombra y, sin poder evitarlo, Suezō se preguntó por qué no podía sentirse así en su propio hogar. Pero no se planteó los pasos necesarios para mantener un ambiente tan perfecto, ni toda la dedicación que eso requeriría, ni si eso haría realmente feliz tanto a él como a su mujer.
De repente, al otro lado del muro, escuchó el ruido de los hyōshigi[14].
—¡Oh! ¡Qué estupenda clientela! —dijo una voz.
El sonido del shamisen del segundo piso se interrumpió y una criada dijo algo desde el balcón. Desde abajo, se escuchó:
—¡Adiós, Narita-ya y Otowa-ya[15], y a sus personajes, Kōchiyama y Naozamurai! —dijo el imitador de voces.
—¡Qué día más especial, es un imitador auténtico! —dijo la criada, tras abrir la puerta y traer más copas.
Suezō no la entendió.
—¿Los hay auténticos y los que no son auténticos? —preguntó.
—Así es. Últimamente hay un estudiante universitario que se está dando a conocer.
—¿Y toca un instrumento?
—Sí. Es idéntico a quien imita, pero sabemos reconocerle por la voz.
—Entonces, sólo hay uno que no sea auténtico.
—Auténticos sólo hay uno —rió la criada.
—¿Lo conoces en persona?
—Sí, viene a menudo a comer aquí.
—Debe de ser un estudiante con talento —dijo el padre.
La criada no dijo nada.
Suezō rió.
—Sea como fuere, no debe de ser un buen estudiante —dijo Suezō con una sonrisa irónica, pensando en los estudiantes que acudían siempre a su casa.
Muchos de ellos se hacían pasar por empresarios y se burlaban de los propietarios de los pequeños comercios, y empleaban la jerga de su supuesto oficio. Sin embargo, debía admitir que no hubiera imaginado nunca que un estudiante pudiera imitar voces.
Suezō se giró hacia Otama, quien escuchaba la conversación en silencio, y le preguntó:
—¿Tienes algún actor preferido?
—No, ninguno en particular.
—Nunca hemos ido al teatro —la interrumpió su padre—. En Ryūseiza, donde vivimos, tenemos uno muy cerca y, aunque vayan chicas a ver obras, Otama nunca ha ido con ellas. Esas chicas, a la que oyen bullicio, corren a ver qué pasa.
Pese a que no fue su intención, el padre no tardó en hacer cumplidos a su hija.