VIII
Llegaron a un acuerdo: Otama se mudaría a Muenzaka.
No obstante, la mudanza, que Suezō pensaba que sería fácil, trajo consigo complicaciones. Para empezar, Otama le había pedido a Suezō que su padre se mudase cerca para poder visitarlo a menudo y cuidar de él. Desde el principio, Otama había decidido que la mayor parte del dinero que ganase lo dividiría y se lo enviaría a su padre, que ya tenía más de sesenta años, y para que no tuviera dificultades, le contrataría a una sirvienta. Lo ideal era que no tuviera que vivir en esa horrible casa en Torigoe, que estaba puerta con puerta con el aparcamiento de rickshaws.
—Y ya que se muda —sugirió Otama—, preferiría que estuviera cerca.
Suezō, que pensaba que tras el primer encuentro sólo tendría que ofrecerle un hogar a ella, tuvo que ocuparse de su padre y del hogar de él para complacer a su hija.
Sin embargo, Otama comprendía que esa petición era egoísta y no quería causarle problemas a su amo, pero Suezō no podía ignorar un favor como ese. Quería mostrarle a Otama, que tanto lo había enamorado a primera vista, que era el hombre generoso que pretendió ser durante su primer encuentro, así que mientras Otama se estaba mudando a Muenzaka, decidió que su padre se mudaría a una de las casas de Ike-no-Hata. Y como Otama estaba dispuesta a gastar casi todo su dinero en el apartamento para su padre, Suezō descubrió que no podía permitirlo pese a los gastos adicionales que eso supondría. Aceptó ese desembolso con tal tranquilidad que la casamentera lo miró con la boca abierta en más de una ocasión.
Si mal no recuerdo, el ajetreo de las mudanzas terminó a mediados de julio. La presencia y las palabras de Otama eran modestas, por lo que Suezō, que trataba el dinero con una severidad intimidante, estaba dispuesto a todo con tal de lograr su cariño y la visitaba todas las noches en Muenzaka. Como dicen a menudo los historiadores, esa era la cara oculta de todos los héroes.
Suezō la visitaba todas las noches, pero nunca se quedaba a dormir. Gracias a la casamentera pudo contratar a una criada llamada Ume de trece años, así que Otama se sentía como jugando a las muñecas. Apenas tenía con quién hablar y se aburría, y cuando oscurecía esperaba impaciente la llegada de su amo, y a la que se daba cuenta reía para sí. Incluso cuando vivía en Torigoe, su padre trabajaba hasta tarde y ella se quedaba sola, así que trabajaba un poco en casa y su padre se sorprendía cuando la veía tan atareada. Pese a que no se había llevado tan bien con las demás chicas, nunca se había aburrido. Ese fue el principio de un estilo de vida sin problemas económicos, pero monótono.
Pese a su aburrimiento, era feliz cuando su amo volvía por la noche y la halagaba. Para su padre, para quien esa relajación le había llegado de golpe tras una vida llena de penurias, a veces se preguntaba si no lo habría embrujado un espíritu. Recordaba con amor y nostalgia esas noches a solas con Otama, sentados debajo de la lámpara, en las que hablaban de todo lo que se les ocurriese y que ahora parecía un sueño. Esperaba día tras día a que viniera a visitarlo. No obstante, Otama no fue a verlo ni una sola vez.
Los primeros días, el padre había estado encantado con esa casa tan bonita, con la criada de pueblo a quien sólo le pedía que trajera agua del pozo y que hiciera las comidas, ya que él mismo se encargaba de limpiar y ordenar la casa, y le pedía que hiciera las compras y varios recados en Naka-chō. Por la noche, mientras ella cocinaba, él escuchaba los ruidos de la cocina y regaba las coníferas; a veces, mientras fumaba un cigarrillo y los cuervos de Ueno graznaban, observaba el santuario y el bosque que había en la isleta del lago. Por encima de las flores de loto que flotaban en el agua se alzaba la niebla. El hombre se sentía satisfecho y agradecido, pero a la vez le parecía que le faltaba algo. Desde que Otama había sido un bebé él la había criado solo y se entendían sin palabras. Su amable hija lo había esperado siempre a que volviera a casa. Cuando se sentaba al lado de la ventana y observaba el paisaje del lago, veía pasar a los transeúntes, a las carpas saltar del agua, y a las mujeres occidentales con un pájaro entero en el sombrero, siempre abría la boca para decir:
—¡Otama! ¡Mira eso!
Le faltaba algo.
Al cabo de tres o cuatro días de su mudanza, su humor empeoró y criticaba para sí todas y cada una de las acciones de su criada. Hacía diez años que nadie lo asistía y era un hombre amable, así que nunca la regañaba. Sin embargo, todo lo que hacía le molestaba y no podía estar tranquilo. Después de todo, si se la comparaba con Otama, que todo lo hacía bien y con gracia, era fácil encontrarle fallos a una chica de pueblo. El cuarto día vio que, cuando le traía el desayuno, su pulgar estaba en la sopa.
—¡No vuelvas a servirme, vete de aquí! —exclamó.
Tras comer, miró por la ventana y vio que, pese a que estaba nublado, no parecía que fuera a llover, más bien daba la impresión de que el día iba a mejorar, así que decidió salir. Se preguntó si durante su ausencia Otama lo visitaría y se giró varias veces para mirar la entrada de su casa mientras paseaba por la orilla del lago. Se paró en un pequeño puente que estaba entre Kaya-chō y Shichiken-chō, en dirección a Muenzaka. Se preguntó si debía visitar a su hija, pero por algún motivo no pudo dirigirse hacia allí, ya que notaba una barrera extraña entre los dos. Si la relación hubiera sido de madre e hija esto nunca hubiera ocurrido, así que no entendía por qué él, su padre, tenía que sentirse así. No cruzó el puente y simplemente rodeó el lago.
De golpe, vio que se encontraba en la cuneta de la casa de Suezō. La casamentera le había señalado la casa desde la ventana cuando ya se había mudado. Era una casa elegante, con un muro de tierra rodeándola y cañas de bambú clavadas diagonalmente. La casa del erudito Fukuchi era vecina y, pese a que era un edificio amplio, era más vieja y, en comparación, la de Suezō era más ostentosa y solemne. Se detuvo y, como tenía un toque de queda para volver a su casa, contempló la entrada trasera de madera y en ningún momento sintió ganas de entrar. No estaba pensando en nada en particular, pero se sintió embestido por una sensación de soledad que lo dejó sin palabras. Si hubiera tenido que describirlo a la fuerza, eran las emociones de un hombre que se había visto forzado a vender a su hija como amante.
Pasó una semana y su hija aún no había ido. Tenía muchas ganas de verla y pensaba constantemente en Otama. Pensaba que al tener una vida más tranquila, habría olvidado a su padre y eso lo inquietaba. Intentó que esas sospechas cobraran vida y tonteaba con esas emociones, pero eran pensamientos superficiales y no podía pensar mal de su propia hija. A veces pensaba que tal vez así sería más fácil, pero no era más que la débil ironía que uno usa cuando piensa en cosas serias.
Sin embargo, el padre pensaba a veces cosas así. Cuando estaba en casa pensaba en muchas cosas, entre las cuales rondaban pensamientos como qué pasaría si su hija lo visitaba cuando él estaba fuera, ¡qué pena sería el no encontrarse! Se dijo a sí mismo que qué más le daba, que habría sido una pérdida de tiempo por su parte. ¡Qué más le daba a él! Al final, siempre que salía de casa pensaba en eso.
Iba al parque de Ueno durante el atardecer, descansaba en uno de los bancos, cruzaba el parque y observaba los rickshaws que estaban cubiertos por un baldaquín. Imaginaba que su hija lo visitaba y su expresión de sorpresa al no verlo allí. Se ponía a prueba entonces, intentando evaluar si se sentía bien pensando en cosas así.
Comenzó a frecuentar los teatros musicales e ir a las salas donde estaban los humoristas contando historias, y salía a escuchar a Komanosuke[16]. Incluso cuando estaba ahí no podía sacarse de la cabeza la imagen de su hija visitando una casa vacía. Y entonces se le ocurría que su hija podría estar con él en el teatro, y miraba alrededor a las chicas con el mismo peinado que ella. En una ocasión, durante el entreacto en la obra, estuvo seguro de ver a Otama. Vio a una chica acompañada de un hombre que llevaba puesto un sombrero de panamá, aún raro en esa época, y vestía un yukata. Ambos se sentaron en las galerías del segundo piso. La joven se apoyó en el pasamanos mientras se acomodaba y bajó la mirada donde se encontraba el público. Se fijó más en ella y descubrió que tenía la cara más redonda y era más pequeña que su Otama. Además, el hombre del sombrero de panamá estaba acompañado por otras tres mujeres sentadas detrás de ellos cuyos peinados delataban que eran jóvenes y no estaban casadas. Seguramente eran geishas o aprendices. El estudiante que se había sentado a su lado murmuró:
—¡Es el maestro Fukuchi!
Tras la función, a punto de regresar a casa, vio que una mujer llevaba una lámpara china grande y con el mango largo en el que estaba escrito en diagonal y con letras rojas «Fukinuki-tei», el nombre del teatro, que guiaba a las geishas y a las aprendices que seguían al hombre del sombrero de panamá. El padre volvió a su casa, a veces siguiéndolos, a veces adelantándolos.