(Neque enim notare singulos mens est mihi,
Verum ipsam vitam et mores hominum ostendere 1
Phaedr. Fab. Prol. I. III.)
No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo todo que nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas, y que me obliga más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados 2 por escuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión para aquellos ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he escuchado.
Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en cierto café de esta corte donde suelen acogerse a matar el tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían hablar sin sus anteojos puestos, un médico que no podría curar sin su bastón en la mano, cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana, 3 y varios de estos que apodan en el día con el tontísimo y chabacano nombre de lechuguinos, 4 alias botarates 5 que no acertarían a alternar en sociedad si los desnudasen de dos o tres cajas de joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el frontispicio de su persona, y si les mandasen que pensaran como racionales, que accionaran y se movieran como hombres, y, sobre todo, si les echaran un poco más de sal en la mollera.
Yo, pues, que no pertenecía a ninguno de estos partidos, me senté a la sombra de un sombrero hecho a manera de tejado que llevaba sobre sí, con no poco trabajo para mantener el equilibrio, otro loco cuya manía es pasar en Madrid por extranjero; seguro ya de que nadie podría echar de ver mi figura, que por fortuna no es de las más abultadas, pedí un vaso de naranja, aunque veía a todos tomar ponche o café, y dijera lo que dijera el mozo, de cuya opinión se me da dos bledos, traté de dar a mi paladar lo que me pedía, subí mi capa hasta los ojos, bajé el ala de mi sombrero, y en esta conformidad me puse en estado de atrapar al vuelo cuanta necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso.
Se hablaba precisamente de la gran noticia que la Gaceta 6 se había servido hacernos saber sobre la derrota naval de la escuadra turcoegipcia. Quién, decía que la cosa estaba hecha: “Esto ya se acabó; de esta vez, los turcos salen de Europa”, como si fueran chiquillos que se llevan a la escuela; quién, opinaba que las altas potencias se mirarían en ello, y que la gran dificultad no estaba en desalojar a los turcos de su territorio, como se había creído hasta ahora, sino en la repartición de la Turquía entre los aliados, porque al cabo decía, y muy bien, que no era queso; y, por último, hubo un joven ex militar de los de estos días, que cree que tiene grandes conocimientos en la Estrategia y que puede dar voto en materias de guerra por haber tenido varios desafíos a primera sangre y haberle favorecido en no sé qué encrucijada con un profundo arañazo en una mano, no sé si Marte o Venus; el cual dijo que todo era cosa de los ingleses, que eran muy mala gente, y que lo que querían hacía mucho tiempo era apoderarse de Constantinopla para hacer del Serrallo 7 una Bolsa de Comercio, porque decían que el edificio era bastante cómodo, y luego hacerse fuertes por mar.
Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no hubiera estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer que el que menos se carteaba con el Gran Señor 8 o, por el pronto, que tenía espías pagados en los Gabinetes de la Santa Alianza; 9 riendo estaba yo de ver cómo arreglaba la suerte del mundo una copa más o menos de ron, cuando un caballero que me veía sin duda fuera de la conversación y creyó que el desprecio de las opiniones dichas era el que me hacía callar, creyéndome de su partido se arrimó con un tono tan misterioso como si fuera a descubrirme alguna conjuración contra el Estado, y me dijo al oído, con un aire de importancia que me acabó de convencer de que también estaba tocado de la politicomanía:
—No dan en el punto, amigo mío; un niño que nació en el año 11, y que nació rey, reinará sobre los griegos, 10 las potencias aliadas le están haciendo la cama para que se eche en ella; desengañémonos (como si supiera que yo estaba engañado): el Austria no podrá ver con ojos serenos que un nieto suyo permanezca hecho un particular toda su vida. ¿Qué tal? –Como quien dice: ¿he profundizado? ¿He dado en el blanco?
Yo le dije que sí, que tenía razón, y, efectivamente, yo no tenía noticia alguna en contrario ni motivo para decirle otra cosa, y aun si no se hubiera separado de mí tan pronto, y con tanta frialdad como interés manifestó al acercarse, le hubiera aconsejado que no perdiese momentos y que hiciese saber sus intenciones a las altas potencias, las que no dejarían de tomarlas en consideración, y mucho más si, como era muy factible, no les hubiera ocurrido aún aquel medio tan sencillo y trivial de salir de rompimientos de cabeza con la Grecia.
Volví la cabeza hacia otro lado, y en una mesa bastante inmediata a la mía se hallaba un literato; a lo menos le vendían por tal unos anteojos sumamente brillantes, por encima de cuyos cristales miraba, sin duda porque veía mejor sin ellos, y una caja llena de rapé, 11 de cuyos polvos, que sacaba con bastante frecuencia y que llegaba a las narices con el objeto de descargar la cabeza, que debía tener pesada del mucho discurrir, tenía cubierto el suelo, parte de la mesa y porción no pequeña de su guirindola, 12 chaleco y pantalones. Porque no quisiera que se me olvidase advertir a mis lectores que desde que Napoleón, que calculaba mucho, llegó a ser Emperador, y que se supo podría haber contribuido mucho a su elevación el tener despejada la cabeza, y, por consiguiente, los puñados de tabaco que a este fin tomaba, se ha generalizado tanto el uso de este estornudorífico, 13 que no hay hombre, que discurra que no discurra, que queriendo pasar por persona de conocimientos no se atasque las narices de este tan precioso como necesario polvo. Y volviendo a nuestro hombre:
—¿Es posible –le decía a otro que estaba junto a él y que afectaba tener frío porque sin duda alguna señora le había dicho que se embozaba con gracia–, es posible –le decía mirando a un folleto que tenía en las manos–, es posible que en España hemos de ser tan desgraciados o, por mejor decir, tan brutos? –En mi interior le di las gracias por el agasajo en la parte que me toca de español, y siguió–: Vea usted este folleto.
—¿Qué es?
—Me irrito, eso es insufrible –y se levantó y dio un golpe tremendo en la mesa para dar más fuerza a la expresión; golpe que hubiera sido bastante a trastornar todos los vasos si alguno hubiera habido; mirele de hito en hito, creyéndole muy interesado en alguna desgracia sucedida o un furioso digno de atar por no saber explicarse sino a porrazos, como si los trastos de nadie tuviesen la culpa de que en Madrid se publiquen folletos dignos de la indignación de nuestro hombre.
—Pero, señor don Marcelo, ¿qué folleto es ése, que altera de ese modo la bilis de usted?
—Sí, señor, y con motivo; los buenos españoles, los hombres que amamos a nuestra patria, no podemos tolerar la ignominia de que la cubren hace muchísimo tiempo esas bandadas de seudoautores, este empeño de que todo el mundo se ha de dar a luz, ¡maldita sea la luz! ¡Cuánto mejor viviríamos a oscuras que alumbrados por esos candiles de la literatura!
Aquí, todo el mundo reparó en la metáfora; pero nuestro hombre, que se creyó aplaudido tácitamente, y seguro de que su terminillo había tenido la felicidad de reasumir toda la atención de los concurrentes, prosiguió con más entereza:
—Jamás, jamás he leído cosa peor; abra usted, amigo, abra usted, la primera hoja; lea usted: “Carta de las quejas que da el noble arte de la imprenta, por lo que le degrada el señor redactor del Diario de Avisos.” ¿Qué dice usted ahora?
—Hombre, la verdad: el objeto me parece laudable, porque yo también estoy cansado del señor diarista. 14
—Sí, señor, y yo también; no hay duda de que el señor diarista da mucho pábulo a la sátira y a la cólera de los hombres sensatos; pero si el diarista, con su malísima impresión y sus disparatados avisos, degrada la imprenta, no sé qué es lo que hace el señor S. C. B. cuando emplea ese noble arte en indecencias como las que escribe; lea usted y verá el cuarto o quinto renglón “todo el auge de su esplendor”, el sueldo de inválidas que deben gozar las letras, gracia que después nos repite en verso, el país de los pigmeos, los ojos de linces, el anteojo de Galileo para estrellas, los tatarabuelos de las letras y otras mil chocarrerías y machadas, 15 tantas como palabras, que ni venían al caso ni han hecho gracia a ningún lector, y que sólo prueban que el que las forjó tenía la cabeza más mal hecha que la peor de sus décimas, si es que hay alguna que se pueda llamar mejor; pues entre usted luego... vamos... yo me sofoco... El muy prosaico, ¿pues no se le antoja decir, después de habernos malzurcido un mediano pedazo de grana ajeno entre sus miserables retales, que tiene comercio con las musas, cuando en el Parnaso no le querrían ni para limpiar las inmundicias del Pegaso, 16 no le darían entrada ni aun para recibir sus bien merecidas coces, y nos regala por muestra una cadena de décimas que no tienen más de verso que el estar partidos los renglones, y, después de mil insulseces y frías necedades, le da por imitar al señor Iriarte en el malísimo gusto de sus décimas disparatadas, como si tuviesen algo que ver los delirios de una cabeza enferma con la indolencia del señor diarista, y no ha leído la primera página del Arte Poética de Horacio, que hasta los chicos saben de memoria, donde hubiera visto retratado su plan antes de escribirle tan descabelladamente, que no parece sino que se hicieron aquellos versos después de haber leído el folleto, aunque tengo para mí que si el señor Horacio hubiera sabido que tales hombres habían de escribir con el tiempo tales cosas, no la hubiera hecho, porque no está la miel para... 17 etcétera, y ¿hay quien haya dado cerca de un real (ocho cuartos, treinta y dos maravedís) por tal sarta de sandeces? ¿Por qué no le han de volver a uno su dinero? Señores, no puedo más: o ese hombre tiene mala la cabeza, o nació sin ella.
Aquí, el hombre pensó echar los bofes 18 por la boca, y yo me lo temí cuando le interrumpió el que estaba con él.
—Efectivamente, señor don Marcelo, y yo, si fuera usted, escribiría contra esos folletistas y les cardaría las liendres 19 muy a mi sabor.
—¿Qué dice usted? ¿Merece acaso ese hombre que se hable de él en letras de molde? Eso sería, como él dice, degradar aún más que él y el diarista el arte de la imprenta; además, que si yo me pusiera a escribir, ¿dónde habría papel? Pues qué, ¿es el único que merece semejante tratamiento? Hace mucho tiempo que nos infestan autores insulsos; digo, ¡pues, la leccioncita de modestia...! Y, vamos, que siquiera allí hay gracias, hay sales de trecho en trecho; es verdad que, como dice Virgilio, sin que parezca gana de citar, apparent rari nantes in gurgite vasto. 20 Sí, señor, pocas, pero las hay; también hay majaderías; tan pronto dice que no vale nada la comedia, como que es buena; las décimas son poco mejores que las del antidiarista; y, sobre todo, señores, ya no puedo ver con serenidad que haya hombres tan faltos de sentido que se empeñen en hacer versos, como si no se pudiera hablar muy racionalmente en prosa; al menos, una prosa mala se puede sufrir; pero, en materia de verso, lean lo que dice Boileau:
Il est dans tout autre art des dégrés différents,
On peut avec honneur remplir les seconds rangs,
Mais dans l’art dangereux de rimer et d’écrire
Il n’est point de dégré du médiocre au pire.21
Y siguió:
—Si yo escribiera no dejaría tampoco en paz al autor del “Clavel histórico de mística fragancia, o ramillete de flores cogido en el jardín espiritual en el día de San Juan”, etcétera, siquiera por el título estrafalario, por esa hinchada e incomprensible metáfora, que hace cabeza de tanto disparate; y dale que ha de ser en verso, y que hasta los animales van a hablar en verso; y el autor petulante de la tragedia de Luis XVI. ¡Qué bien viene aquí el Quid feret 22 de Horacio! ¿Se ha visto nunca modo más arrogante de alabarse a sí mismo en un cartel que forra los edificios de media calle?, y ¿para qué?, para producir versos prosaicos y una tragedia soporífera que debía hallarse en todas las boticas en lugar de opio; no digo nada, el de Orruc Barbarroja, cuyo autor se nos ha querido vender, y no menos petulantemente, por segundo Homero, con decir que es ciego; eso es una lástima; lo siento mucho; pero ¿qué culpa tienen las musas para que las asiente palos talmente de ciego? Pues ¿qué le parece a usted de otro título? No hace mucho tiempo que iba yo por la calle, pensando en cosa de muy poco valor, cuando levanto la cabeza y me hallo con un cartelón más grande que yo, que decía, con unas letras que dificulto se puedan escribir mayores: El té de las damas. ¿Querrán ustedes creer lo que voy a decir? Precisamente yo tengo una mujer demasiado afectada del histérico, y como este mal es tan común en las señoras, vea usted que el deseo mismo me hizo consentir en que sería alguna medicina para algún mal de las mujeres, de modo que me puse tan contento, creyendo haber encontrado la piedra filosofal, y sin leer más, ni dónde se vendía siquiera, pensando hallarlo en los cafés, me dirigí al primero que encontré, interiormente regocijado de ver los adelantos que hace la Medicina, pregunté por un té que acababa de descubrirse, exclusivamente para las señoras; respondiome el mozo: “Señor, yo le sacaré a usted té; pero hasta la presente, el que tenemos en estas casas puede servir y ha servido siempre, para señoras y para caballeros”. Creí, pues, hallarlo en alguna lonja, 23 donde se rieron en mis hocicos; salí de aquí, y me sucedió otro tanto en una droguería, en una botica. Y, por último, desesperado de encontrarlo, volví a mi cartel y distinguí, ¡necio de mí!, con la mayor admiración, que era un libro. ¡Oh, cabeza redonda, exclamé, la que produjo este título! En España, donde las señoras ni toman té, si no es cuando se desmayan y no hay por casualidad a mano manzanilla, flores cordiales, salvia o cosa semejante de las que dicen que son buenas para tales casos, ni, por consiguiente, hablan reunidas al tomarle; pues ya que quería poner un título de cosa de comer o de beber, ¿por qué no dijo El chocolate de las damas? ¡Como si fuera preciso que para hablar unas señoras estuviesen tomando algo! ¡Pues no andan por ahí mil títulos rodando, que a lo menos, no hacen reír y no puede equivocarse lo que pueda dar de sí la obra, como Tertulias en Chinchón, Noches de invierno, y caso que fuese para hablar de personas muertas, llamáralas primero Tertulias en los infiernos o Noches en el otro mundo, y no El té de las damas, título que, después de habernos abierto el apetito, nos deja con una cuarta de boca abierta!
”Pues qué, ¿le parece a usted que si yo me pusiera a escribir dejaría a nadie en paz? No, señor; tengo ya llenas las medidas; y volviendo a la “Carta”, mire usted un asunto tan bonito, si podía haber criticado al señor diarista el no pasar la vista por los anuncios que le dan, para redactarlos de modo que no hagan reír, como cuando nos dice que se venden “zapatos para muchachos rusos”, “pantalones para hombres lisos”, “escarpines de mujer de cabra” 24 y “elásticas de hombres de algodón”. Cuando anuncia que el sombrerero Fulano de Tal, “deseando acabar cuanto antes con su corta existencia, se propone dar sus sombreros más baratos”; que “una señora viuda quisiera entrar en una casa en clase de doncella, y que sabe todo lo perteneciente a este estado”. Y hay más; aquí creo que he de traer una apuntacioncita que he tenido la curiosidad de hacer de varios avisos; lean ustedes:
“El lunes 8 del corriente, por la tarde, se perdió un librito encuadernado en papel de poesías alemanas, titulado Charitas. 20 de octubre.”
“En la posada de la Gallega Vieja, red de San Luis, número 20, hay un coche que caben seis asientos para Vitoria, Bilbao, Bayona, etc. 8 de noviembre.”
“En la calle del Baño, número 16, cuarto segundo, se venden desde hoy hasta el 12 del corriente, desde las diez de la mañana hasta el anochecer, pinturas originales de los pintores más clásicos y de varios tamaños, a precios equitativos.”
“Un matrimonio sin hijos, que saben servir perfectamente bien, y tienen quien les abonen, desean colocarse con un sacerdote u otros cualesquiera señores. 4 de octubre.”
“El día 2 del corriente se han perdido unos papeles desde la calle del Carmen hasta la iglesia del Buen Suceso, que contienen unas fees de matrimonio y bautismo de las parroquias de Santa Cruz y San Ginés.”
“El miércoles 10 del corriente se extraviaron del palco bajo número 8, en el teatro de la Cruz, unos anteojos dobles, su autor Lemière, metidos en una caja de tafilete encarnado. 16 de octubre.”
“Se venden medias negras inglesas de estambre lisas, de hombre y mujer de superior calidad. Ídem.”
Y sería nunca acabar; esto sólo es de octubre y noviembre. Lo del dinero está bien criticado, que yo también he tenido que poner algún aviso que otro y lo sé por mí, que no me lo han contado; y aunque no me duele el dinero cuando es preciso gastarlo, no hallo la razón por qué he de mantener con mi sueldo al señor diarista, y que el tal señor se quede riendo de mí y de cuantos tenemos la desgracia de haber perdido lo que nos hacía falta.
—Dice usted muy bien, señor don Marcelo; ha hablado usted mucho y muy bueno.
—¡Oh si hablo! Y dijera más si no me llamase mi obligación. (Esto dijo levantándose y sacando el reloj, y yo me hubiera alegrado que hubiera apuntado con una hora de adelanto, que ya me dolía la cabeza, al paso que me gustaba aquel hombre estrepitoso.) Amo –siguió–, amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla; aquí nunca haremos nada bueno... y de eso tiene la culpa... quien la tiene... Sí, señor... ¡ah! ¡Si pudiera uno decir todo lo que siente! Pero no se puede hablar todo... no porque sea malo, pero es tarde y más vale dejarlo... ¡Pobre España!... Buenas noches, señores.
Entre paréntesis, y antes que se me olvide, debo prevenir que la misma curiosidad de que hablé antes me hizo al día siguiente indagar, por una casualidad que felizmente se me vino a las manos, quién era aquel buen español tan amante de su patria, que dice que nunca haremos nada bueno porque somos unos brutos (y efectivamente que lo debemos ser, pues aguantamos esta clase de hipócritas); supe que era un particular que tenía bastante dinero, el cual había hecho teniendo un destino en una provincia, comiéndose el pan de los pobres y el de los ricos, y haciendo tantas picardías que le habían valido el perder su plaza ignominiosamente, por lo que vivía en Madrid, como otros muchos, y entonces repetí para mí su expresión “¡Pobre España!”
Y volviendo a mi café, levanteme cansado de haber reunido tantos materiales para mi libreta; pero quise echar un vistazo, antes de marcharme, por varias mesas: en una se hallaba un subalterno vestido de paisano, que se conocía que huía de que le vieran, sin duda porque le estaba prohibido andar en aquel traje, al que hacían traición unos bigotes 25 que no dejaba un instante de la mano, y los torcía, y los volvía a retorcer, como quien hace cordón, y apenas dejaba el vaso en el platillo cuando acudía con mucha prisa a los bigotes, como si tuviese miedo de que se le escapasen de la cara; hablaba en tono bastante bajo y como receloso de que le escucharan, aunque estaba en un rincón bastante retirado con una que parecía joven, y en cuyo examen no me quise detener mucho porque me hice prudentemente el cargo de que sería prima suya o cosa semejante.
Otro estaba más allá, afectando estar solo con mucho placer, indolentemente tirado sobre su silla, meneando muy de prisa una pierna sin saber por qué, sin fijar la vista particularmente en nada, como hombre que no se considera al nivel de las cosas que ocupan a los demás, con un cierto aire de vanidad e indiferencia hacia todo, que sabía aumentar metiéndose con mucha gracia en la boca un enorme cigarro, que se quemaba a manera de tizón, en medio de repetidas humaradas, que más parecían salir de un horno de tejas que de boca de hombre racional, y que, a pesar de eso, formaba la mayor parte de la vanidad del que le consumía, pues le debía haber costado el llenarse con él los pulmones de hollín más de un real.
Aparteme de él porque me fastidian los hombres vanos y no tenía gana de que me sofocara el humo que despedía; y en otra mesa reparé en otra clase de tonto que compraba los amigos que le rodeaban a fuerza de sorbetes, 26 pagaba y bebía por vanidad, y creía que todos aquellos que se aprovechaban de su locura eran efectivamente amigos, porque por cada bebida se lo repetían un millón de veces; le habían hecho creer que tenía mucho talento, soltura, gracia, etc., y de este modo te hacían hacer un papel ridículo; él no conocía que nunca se granjea sino enemigos el que ofende el amor propio de los demás haciendo siempre el gasto, porque no hay uno que no quiera hallarse en el caso de hacerle para dar a los demás en cara; y como ésta es una situación envidiable, porque todos quieren ajar a los otros, sólo engendra odio hacia aquel que de este modo nos insulta, aunque saquemos partido por el pronto de su largueza; ni preveía que el día en que se le acabara el dinero serían aquellos mismos los primeros a ridiculizarle, a reírse en sus bigotes y a no hacerle más caso que si nunca le hubieran conocido. Vi que hacía ostentación de despreciar la vuelta que el mozo le dio, al mismo tiempo que una pobre anciana se le acercaba, pidiéndole alguno de aquellos cuartos que tanto despreciaba; y, efectivamente vi que creyó cumplir con lo que debe a la humanidad el que tiene dinero, regalándole con un seco y repetido “Perdone usted, hermana”; y dándola un empellón al levantarse, añadió:
—Vamos; ya se habrá empezado la sinfonía, y en esta ópera es preciso sacar todo el jugo posible a los 12 reales y dos cuartos. ¡También es desgracia que haya tanto pobre! ¡A mí me parte el corazón; por todas partes no halla usted sino pobres!
Al fin, dije para mí, el otro tenía la cabeza huera, pero éste tiene el corazón en la lengua.
Púseme a mirar en seguida con bastante atención a otro mozalbete muy bien vestido, cuya fisonomía me chocó, y el mozo, que gusta de hablar a veces conmigo porque le suelo dar algunos cuartos siempre que tomo algo, y que conoce mi curiosidad, se acercó y me dijo:
—¿Está usted mirando a aquel caballero?
—Sí, y quisiera saber quién es.
—Es un joven, como usted ve, muy elegante, que viene a tomar todos los días café, ponch, ron en abundancia, almuerzos, jamón, aceitunas; que convida a varios, habla mucho de dinero y siempre me dice, al salir, con una cara muy amistosa y al mismo tiempo de imperio: “Mañana le pediré a usted la cuenta”, o “Pasado mañana te daré lo que te debo”. Hace ya medio año que sucede esto; yo, todavía no he visto la cruz a la moneda, y le busco, y le hablo, y nada, no consigo nada, y lo peor es que tiene uno más vergüenza que él, porque no me atrevo a decirle: “Págueme usted, o no le sirvo”, y resulta que se luce con mi bolsillo; ¡oh!, y si fuera el único; pero hay muchos que, a trueque de conde, 27 marqués, caballero, y a la capa de sus vestidos, nunca pagan si no es con muy buenas palabras. Y ¿qué ha de hacer usted?
—¡Bravo! ¿Y aquel otro que está ahora hablando con él?
—Sí, señor, ya sé... aquél, ¿eh?... Si supiera usted; sólo a usted se lo diría; pero, de todos modos, no le diré cómo se llama, ni quién es, que aunque usted me ve de mozo de café, también tengo mi poquito de miramiento y no quiero ajar la opinión de nadie.
—Diga usted, que si él no cuida de la suya, ¿por qué se la ha de conservar usted, importándole mucho menos?
—Pues aquel sujeto, ahí donde usted le ve tan bien vestido, suele traerme los días que hay apretura para ver la ópera algunos billetes, 28 que le vendo por una friolera: al duplo o al triplo, según es aquélla; da una gratificación por una o dos docenas a quien se las proporciona a poco más del justo precio y viene a sacar veinte, cuarenta o sesenta reales en luneta; 29 estoy seguro que la Semíramis 30 le ha valido más de tres onzas, luego suena que ya soy el vendedor, porque saca con mi mano el ascua, y él gana mucho y no pierde su opinión, y yo, de quien dicen que no la tengo porque se le figura a la gente que un hombre mal vestido o que sirve a los otros por precisión está dispensado de tener honor, gano poco de dinero y no gano nada en crédito.
En esto salía yo ya, y al pasar por un pasillo me quedaba todavía que observar; tuve que hacer la vista gorda porque un mozo, creyendo que nadie le veía, estaba echando un poco de agua en una cafetera de leche, sin duda para quitarle la parte mantecosa, que siempre fastidia al paladar; y al tiempo de salir de un billar contiguo, que atravesé con mucha prisa por el humo del tabaco, la bulla y las malísimas trazas de los que pasan el día en dar tacazos a una bola al ronco y estrepitoso ruido del bombo, acompañado del continuo gritar “El 1, el 2”, etc., y en herir los oídos de las personas sensatas con palabras tan superfluas como indecentes, tropecé, por desgracia, con un buen hombre a quien los años no dejan andar tan de prisa como él quisiera, y que, a pesar de eso, sé yo que no deja de ir hace la friolera de unos cuarenta años a su partida de billar o a ser espectador de la de los demás cuando el pulso no le permite jugar a él mismo; el tropezón fue fuerte por su natural torpeza, y no pude menos de exclamar, en la fuerza del dolor: “¿A qué vendrán estos hombres, cargados con tantos años como vicios, al billar, como si no hubiera iglesias en Madrid, o no tuviesen casa y mujer, sobrina o ama de quien despedirse para la otra vida?”.
Seguí quejándome hasta mi casa, sin ninguna gana de reír de mis observaciones como otros días, aunque siempre convencido de que el hombre vive de ilusiones y según las circunstancias, y sólo al meterme en la cama, después de apagar mi luz, y al conciliar el sueño, confesé, como acostumbro: “Este es el único que no es quimera en este mundo”.
El Duende Satírico del Día (26 febrero 1828)
(Artículo parecido a otros) 31
En prensa tenía yo mi imaginación no ha muchas mañanas, buscando un tema nuevo sobre que dejar correr libremente mi atrevida sin hueso, 32 que ya me pedía conversación, y acaso nunca lo hubiera encontrado a no ser por la casualidad que contaré; y digo que no lo hubiera encontrado, porque entre tantas apuntaciones y notas como en mi pupitre tengo hacinadas, 33 acaso dos solas contendrán cosas que se puedan decir, o que no deban por ahora dejarse de decir.
Tengo un sobrino, y vamos adelante, que esto nada tiene de particular. Este tal sobrino es un mancebo que ha recibido una educación de las más escogidas que en este nuestro siglo se suelen dar; es decir esto que sabe leer, aunque no en todos los libros, y escribir, si bien no cosas dignas de ser leídas; contar no es cosa mayor, porque descuida el cuento de sus cuentas en sus acreedores, 34 que mejor que él se las saben llevar; baila como discípulo de Veluci; canta lo que basta para hacerse de rogar y no estar nunca en voz; monta a caballo como un centauro, 35 y da gozo ver con qué soltura y desembarazo atropella por esas calles de Madrid a sus amigos y conocidos; de ciencias y arte ignora lo suficiente para poder hablar de todo con maestría. En materia de bella literatura y de teatro no se hable, porque está abonado, y si no entiende la comedia, para eso la paga, y aun la suele silbar; de este modo da a entender que ha visto cosas mejores en otros países, porque ha viajado por el extranjero a fuer de 36 bien criado. Habla un poco de francés y de italiano siempre que había de hablar español, y español no lo habla, sino lo maltrata; a eso dice que la lengua española es la suya, y que puede hacer con ella lo que más le viniere en voluntad. Por supuesto que no cree en Dios, porque quiere pasar por hombre de luces; pero en cambio cree en chalanes 37 y en mozas, en amigos y en rufianes. Se me olvidaba: no hablemos de su pundonor, porque éste es tal que por la menor bagatela, sobre si lo miraron, sobre si no lo miraron, pone una estocada en el corazón de su mejor amigo con la más singular gracia y desenvoltura que en esgrimidor alguno se ha conocido.
Con esta exquisita crianza, pues, y vestirse de vez en cuando de majo, 38 traje que lleva consigo el ¿qué se me da a mí? y el ¡aquí estoy yo! ya se deja conocer que es uno de los gerifaltes 39 que más lugar ocupan en la corte, y que constituye uno de los adornos de la sociedad de buen tono de esta capital de qué sé yo cuántos mundos.
Este es mi pariente, y bien sé yo que si su padre le viera había de estar tan embobado con su hijo como lo estoy yo con mi sobrino, por tanta buena cualidad como en él se ha llegado a reunir. Conoce mi Joaquín esta mi fragilidad y aun suele prevalerse de ella.
Las ocho serían y vestíame yo, cuando entra mi criado y me anuncia a mi sobrino.
—¿Mi sobrino? Pues debe ser la una.
—No, señor, son las ocho no más.
Abro los ojos asombrado y me encuentro a mi elegante de pie, vestido y en mi casa a las ocho de la mañana.
—Joaquín, ¿tú a estas horas?
—¡Querido tío, [muy] buenos días!
—¿Vas de viaje?
—No, señor.
—¿Qué madrugón es éste?
—¿Yo madrugar, tío? Todavía no me he acostado.
—¡Ah, ya decía yo!
—Vengo de casa de la marquesita del Peñol: hasta ahora ha durado el baile. Francisco se ha ido a casa con los seis dominós 40 que he llevado esta noche para mudarme.
—¿Seis no más?
—No más.
—No se me hacen muchos.
—Tenía que engañar a seis personas.
—¿Engañar? Mal hecho.
—Querido tío, usted es muy antiguo.
—Gracias, sobrino: adelante.
—Tío mío, tengo que pedirle a usted un gran favor.
—¿Seré yo la séptima persona?
—¡Querido tío!; ya me he quitado la máscara.
—Dí el favor–, y eché mano de la llave de mi gaveta.
—En el día no hay rentas que basten para nada; tanto baile, tanto... en una palabra, tengo un compromiso. ¿Se acuerda usted de la repetición Breguet 41 que me vio usted días pasados?
—Sí, que te había costado cinco mil reales.
—No era mía.
—¡Ah!
—El marqués de *** acababa de llegar de París; quería mandarla limpiar, y no conociendo a ningún relojero en Madrid le prometí enviársela al mío.
—Sigue.
—Pero mi suerte lo dispuso de otra manera; tenía yo aquel día un compromiso de honor; la baronesita y yo habíamos quedado en ir juntos a Chamartín a pasar un día; era imposible ir en su coche, es demasiado conocido...
—Adelante.
—Era indispensable tomar yo un coche, disponer una casa y una comida de campo... A la sazón me hallaba sin un cuarto; mi honor era lo primero; además, que andan las ocasiones por las nubes.
—Sigue.
—Empeñé la repetición de mi amigo.
—¡Por tu honor!
—Cierto.
—¡Bien entendido! ¿Y ahora?
—Hoy como con el marqués, le he dicho que la tengo en casa compuesta, y...
—Ya entiendo.
—Ya ve usted, tío..., esto pudiera producir un lance muy desagradable.
—¿Cuánto es?
—Cien duros.
—¿Nada más? No se me hace mucho.
Era claro que la vida de mi sobrino, y su honor [sobre todo] se hallaban en inminente riesgo. ¿Qué podía hacer un tío tan cariñoso, tan amante de su sobrino, tan rico y sin hijos? Conté, pues, sus cien duros, es decir, los míos.
—Sobrino, vamos a la casa donde está empeñada la repetición.
—Quand il vous plaira, 42 querido tío.
Llegamos al café, una de las lonjas de empeño, 43 digámoslo así, y comencé a sospechar desde luego que esta aventura había de producirme un artículo de costumbres.
—Tío, aquí será preciso esperar.
—¿A quién?
—Al hombre que sabe la casa.
—¿No la sabes tú?
—No, señor; estos hombres no quieren nunca que se vaya con ellos.
—¿Y se les confían repeticiones de cinco mil reales?
—Es un honrado corredor que vive de este tráfico. Aquí está.
—¿Éste es el honrado corredor?
Y entró un hombre como de unos cuarenta años, si es que se podía seguir la huella del tiempo en una cara como la debe de tener precisamente el judío errante, si vive todavía desde el tiempo de Jesucristo. Rostro acuchillado con varios chirlos 44 y jirones tan bien avenidos y colocados de trecho en trecho, que más parecían nacidos en aquella cara, que efectos de encuentros desgraciados; mirar bizco, como de quien mira y no mira; barbas independientes, crecidas y que daban claros indicios de no tener con las navajas todo aquel trato y familiaridad que exige el aseo; ruin sombrero con oficios de quitaguas, 45 capa de estas que no tapan lo que llevan debajo, con muchas cenefas 46 de barro de Madrid; botas o zapatas, que esto no se conocía, con más lodo que cordobán; 47 [manos de cerdo], uñas de escribano, y una pierna, de dos que tenía, que por ser coja, en vez de sustentar la carga del cuerpo, le servía a éste de carga, y era de él sustentada, por donde del tal corredor se podía decir exactamente aquello de que tripas llevan pies; metal de voz además que a todos los ruidos desapacibles se asemejaba, y aire, en fin, misterioso y escudriñador.
—¿Está eso, señorito?
—Está; tío, déselo usted.
—Es inútil; yo no entrego mi dinero de esta suerte.
—Caballero, no hay cuidado.
—No lo habrá ciertamente, porque no lo daré.
Aquí empezó una serie de votos y juramentos del honrado corredor, de quien tan injustamente se desconfiaba, y de lamentaciones deprecatorias de mi sobrino, que veía escapársele de las manos su repetición por una etiqueta de esta especie; pero yo me mantuve firme, y le fue preciso ceder al hebreo mediante una honesta gratificación que con sus votos canjeamos.
En el camino, nuestro cicerone, más aplacado, sacó de la faltriquera un paquetillo, y mostrándomelo secretamente:
—Caballero –me dijo al oído– cigarros habanos, cajetillas, cédulas de... y otras frioleras, por si usted gusta.
—Gracias, honrado corredor.
Llegamos, por fin, a fuerza de apisonar con los pies calles y encrucijadas, a una casa y a un cuarto, que alguno hubiera llamado guardilla a haber vivido en él un poeta.
No podré explicar cuán mal se avenían a estar juntas unas con otras, y en aquel tan incongruente desván, las diversas prendas que de tan varias partes allí se habían venido a reunir. ¡Oh, si hablaran todos aquellos cautivos! El deslumbrante vestido de la belleza, ¿qué de cosas diría dentro de sus límites ocurrida? ¿Qué el collar, muchas veces importuno, con prisa desatado y arrojado con despecho? ¿Qué sería escuchar aquella sortija de diamantes, inseparable compañera de los hermosos dedos de marfil de su hermoso dueño? ¡Qué diálogo pudiera trabar aquella rica capa de [embozos de] chinchilla 48 con aquel chal de cachemira! Desvié mi pensamiento de estas locuras, y pareciome bien que no hablasen. Admireme sobremanera al reconocer en los dos prestamistas que dirigían toda aquella máquina a dos personas que mucho de las sociedades conocía, y de quien nunca hubiera presumido que pelecharan 49 con aquel comercio; avergonzáronse ellos algún tanto de hallarse sorprendidos en tal ocupación, y fulminaron una mirada de estas que llevan en sí [toda] una larga reconvención sobre el israelita que de aquella manera había comprometido su buen nombre, introduciendo profanos, no iniciados, en el santuario de sus misterios.
Hubo de entrar mi sobrino a la pieza inmediata, donde se debía buscar la repetición y contar el dinero: yo imaginé que aquél debía de ser lugar más a propósito todavía para aventuras que el mismo puerto Lápice: 50 calé el sombrero hasta las cejas, levanté el embozo hasta los ojos, púseme a lo oscuro, donde podía escuchar sin ser notado, y di a a mi observación libre rienda que encaminase por do más le pluguiese. Poco tiempo habría pasado en aquel recogimiento, cuando se abre la puerta y un joven vestido modestamente pregunta por el corredor.
—Pepe, te he esperado inútilmente; te he visto pasar, y he seguido tus huellas. Ya estoy aquí y sin un cuarto: no tengo recurso.
—Ya le he dicho a usted que por ropas es imposible.
—¡Un frac nuevo!, ¡una levita poco usada! ¿No ha de valer esto más de diez y seis duros que necesito?
—Mire usted, aquellos cofres, aquellos armarios están llenos de ropas de otros como usted; nadie parece a sacarlas, y nadie da por ellas el valor que se prestó.
—Mi ropa vale más de cincuenta duros: te juro que antes de ocho días vuelvo a por ella.
—Eso mismo decía el dueño de aquel surtú 51 que ha pasado en aquella percha dos inviernos; y la que trajo aquel chal, que lleva aquí dos carnavales, y la...
—¡Pepe, te daré lo que quieras; mira: estoy comprometido; no me queda más recurso que tirarme un tiro!
Al llegar aquí el diálogo, eché mano de mi bolsillo, diciendo para mí: “No se tirará un tiro por diez y seis duros un joven de tan buen aspecto. ¿Quién sabe si no habrá comido hoy su familia, si alguna desgracia...?”. Iba a llamarle, pero me previno Pepe diciendo:
—¡Mal hecho!
—Tengo que ir esta noche sin falta a casa de la señora de W***, y estoy sin traje: he dado palabra de no faltar a una persona respetable. Tengo que buscar además un dominó para una prima mía, a quien he prometido acompañar.
Al oír esto solté insensiblemente mi bolsa en mi faltriquera, menos poseído ya de mi ardiente caridad.
—¡Es posible! Traiga usted una alhaja.
—Ni una me queda; tú lo sabes: tienes mi reloj, mis botones, mi cadena.
—¡Diez y seis duros!
—Mira, con ocho me contento.
—Yo no puedo hacer nada en eso, es mucho.
—Con cinco me contento, y firmaré los diez y seis, y te daré ahora mismo uno de gratificación.
—Ya sabe usted que yo deseo servirle, pero como no soy el dueño... ¿A ver el frac?
Respiró el joven, sonriose el corredor; tomó el atribulado cinco duros, dio de ellos uno, y firmó diez y seis, contento con el buen negocio que había hecho.
—Dentro de tres días vuelvo por ello. Adiós. Hasta pasado mañana.
—Hasta el año que viene–. Y fuese cantando el especulador.
Retumbaban todavía en mis oídos las pisadas y le fioriture 52 del atolondrado, cuando se abre violentamente la puerta, y la señora de H. Z., y en persona, con los ojos encendidos y toda fuera de sí, se precipita en la habitación.
—¡Don Fernando!
A su vez salió uno de los prestamistas, caballero de no mala figura y de muy galantes modales.
—¡Señora!
—¿Me ha enviado usted esta esquela?
—Estoy sin un maravedí; mi amigo no la conoce a usted –es un hombre ordinario– y como hemos dado ya más de lo que valen los adornos que tiene usted ahí...
—Pero ¿no sabe usted que tengo repartidos los billetes para el baile de esta noche? Es preciso darle, o me muero del sofoco.
—Yo, señora...
—Necesito indispensablemente mil reales, y retirar, siquiera hasta mañana, mi diadema de perlas y mis brazaletes para esta noche; en cambio vendrá una vajilla de plata y cuanto tengo en casa. Debo a los músicos tres noches de función; esta mañana me han dicho decididamente que no tocarán si no los pago. El catalán me ha enviado la cuenta de las velas, y que no enviará más mientras no le satisfaga.
—Si yo fuera solo...
—¿Reñiremos? ¿No sabe usted que esta noche el juego sólo puede producir...? [¿No lleva usted parte en la banca?].
—¡Nos fue tan mal la otra noche!
—¿Quiere usted más billetes? No me han dejado más que [estos] seis. Envíe usted a casa por los efectos que he dicho.
—Yo conozco...; por mí...; pero aquí pueden oírnos; entre usted en ese gabinete.
Entráronse y se cerró la puerta tras ellos.
Siguiose a esta escena la de un jugador perdidoso que había perdido el último maravedí, y necesitaba armarse para volver a jugar; dejó un reloj, tomó diez, firmó quince, y se despidió diciendo: “Tengo corazonada; voy a sacar veinte onzas en media hora, y vuelvo por mi reloj”. Otro jugador ganancioso vino a sacar unas sortijas del tiempo de su prosperidad: algún empleado vino a tomar su mesada adelantada sobre su sueldo, pero descabalada de los crecidos intereses: algún necesitado verdadero se remedió, si es remedio comprar un duro con dos; y sólo mentaré en particular al criado de un personaje que vino por fin a rescatar ciertas alhajas que había más de tres años que cautivas en aquel Argel 53 estaban. Habíanse vendido las alhajas, desconfiados ya los prestamistas de que nunca las pagaran, y porque los intereses estaban a punto de traspasar su valor. No quiero pintar la grita y la zalagarda 54 que en aquella bendita casa se armó. Después de dos años de reclamaciones inútiles, hoy venían por las alhajas; ayer se habían vendido. Juró y blasfemó el criado y fuese, prometiendo poner el remedio de aquel atrevimiento en manos de quien más conviniese.
¿Es posible que se viva de esta manera? Pero ¿qué mucho, si el artesano ha de parecer artista, el artista empleado, el empleado título, el título grande, y el grande príncipe? ¿Cómo se puede vivir haciendo menos papel que el vecino? ¡Bien haya el lujo! ¡Bien haya la vanidad!
En esto salía ya del gabinete la bella convidadora: habíase secado el manantial de sus lágrimas.
—Adiós, y no falte usted a la noche –dijo misteriosamente una voz penetrante y agitada.
—Descuide usted; dentro de media hora enviaré a Pepe– respondió una voz ronca y mal segura. Bajó los ojos la belleza, compuso sus blondos cabellos, arregló su mantilla, y salió precipitadamente.
A poco salió mi sobrino, que después de darme las gracias, se empeñó tercamente en hacerme admitir un billete para el baile de la señora H. Z. Sonriente, nada dije a mi sobrino, ya que nada había oído, y asistí al baile. Los músicos tocaron, las luces ardieron. ¡Oh, elocuencia de la belleza! ¡Oh, utilidad de los usureros!
No quisiera acabar mi artículo sin advertir que reconocí en el baile al famoso prestamista, y en los hombros de su mujer el chal magnífico que llevaba tres carnavales en el cautiverio; y dejó de asombrarme desde entonces el lujo que en ella tantas veces no había comprendido.
Retireme temprano, que no le sientan bien a mis canas ver entrar a Febo 55 en los bailes; acompañome mi sobrino, que iba a otra concurrencia. Bajé del coche y nos despedimos. Pareciome no encontrar en su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel interés con que por la mañana me dirigía la palabra. Un adiós bastante indiferente me recordó que aquel día había hecho un favor, y que el tal favor ya había pasado. Acaso había sido yo tan necio como loco mi sobrino. No era mucho, decía yo, que un joven los pidiera; ¡pero que los diera un viejo!
Para distraer estas melancólicas imaginaciones, que tan triste idea dan de la humanidad, abrí un libro de poesías, y acertó a ser en aquel punto en que dice Bartolomé de Argensola:
De estos niños Madrid vive logrado,
Y de viejos tan frágiles como ellos,
Porque en la misma escuela se han criado 56
El Pobrecito Hablador (26 septiembre 1832)
(Artículo del Bachiller)
[Habrá observado el lector, si es que nos ha leído, que ni seguimos método, ni observamos orden, ni hacemos sino saltar de una materia a otra, como aquel que no entiende ninguna, cuándo en mala prosa, cuándo en versos duros, ya denunciando a la pública indignación necios y viciosos, ya efectuando conocimiento del mundo en aplicaciones generales frías e insípidas. Efectivamente, tal es nuestro plan, en parte hijo de nuestro conocimiento del público, en parte hijo de nuestra nulidad.
—No tienen más defecto esos cuadernos –nos decía días pasados un hombre pacato– 57 que esa audacia incomprensible, ese atrevimiento cínico con que usted descarga su maza sobre las cosas más sagradas. Yo soy un hombre moderado, y no me gusta que se ofenda a nadie. Las sátiras han de ser generales, y esa malignidad no puede ser hija sino de una alma más negra que la tinta con que escribe.
—Deme usted un abrazo –exclamaba otro de esos que por no haberse purificado lo ven todo con ojos de indignación–; así me gusta: esa energía nos sacará de nuestro letargo; duro con ellos. ¡Bribones!... Sólo una cosa me ha disgustado en sus números de usted; ese quinto número, en que ya empieza usted a adular.
—¿Yo adular? ¿Es adular decir la verdad?
—Cuando la verdad no es amarga, es una adulación manifiesta; corríjase usted de esos defectos, y nada de alabar, aunque sea una cosa buena, que ése no es el camino del bolsillo del público.
—Economice usted los versos –me dice otro–; pasó el siglo de la poesía y de las ilusiones: el público de las Batuecas 58 no está ahora para versos. Prosa, prosa mordaz y nada más.
—¡Qué buena idea –me dice otro– esa de las satirillas en tercetos! ¿Y seguirán? Es preciso resucitar el gusto a la poesía: al fin, siempre gustan más las cosas mientras mejor dichas están.
—¡Política –exclama otro–; nada de ciencias ni artes! ¡En un país tan instruido como éste, es llevar agua al mar!
—¡Literatura –grita aquél–; renazca nuestro Siglo de Oro! Abogue usted siempre por el teatro, que ése es asunto de la mayor importancia.
—Déjese usted de artículos de teatros –responde un comerciante–. ¿Qué nos importa a los batuecos que anden rotos los poetas, y que se traduzca o no? ¡Cambios, y bolsa, y vales y créditos, y bienes N..., 59 y empréstitos!
¡Dios mío! Dé usted gusto a toda esta gente, y escriba usted para todos. Escriba usted un artículo jovial y lleno de gracia y mordacidad contra los que mandan, en el mismo día en que sólo agradecimiento les puede uno profesar. Escriba usted un artículo misantrópico 60 cuando acaban de darle un empleo. ¿Hay cosa entonces que vaya mal? ¿Hay mandón que le parezca a uno injusto, ni cosa que no esté en su lugar, ni nación mejor gobernada que aquella en que tiene uno un empleo? Escriba usted un artículo gratulatorio para agradecer a los vencedores el día en que se paró el carro de sus esperanzas, y en que echaron su memorial debajo de la mesa. ¿Hay anarquía como la de aquel país en que está uno cesante? 61 Apelamos a la conciencia de los que en tales casos se hayan hallado. Que den diez mil duros de sueldo a aquel frenético que me decía ayer que todas las cosas iban al revés, y que mi patriotismo me ponía en la precisión de hablar claro: verémosle clamar que ya se pusieron las cosas al derecho, y que ya da todo más esperanzas. ¿Se mudó el corazón humano? ¿Se mudaron las cosas? ¿Ya no serán los hombres malos? ¿Ya será el mundo feliz? ¡Ilusiones! No, señor; ni se mudarán las cosas, ni dejarán los hombres de ser tontos, ni el mundo será feliz. Pero se mudó su sueldo, y nada hay más justo que el que se mude su opinión.
Nosotros, que creemos que el interés del hombre suele tener, por desgracia, alguna influencia en su modo de ver las cosas; nosotros, en fin, que no creemos en hipocresías de patriotismo, le excusamos en alguna manera, y juzgamos que opinión es, moralmente, sinónimo de situación. Así que, respetando, como respetamos, a los que no participan de nuestro modo de pensar, daremos, para agradar a todos, en la carrera que hemos emprendido, artículos de todas clases, sin otra sujeción que la de ponernos siempre de parte de lo que nos parezca verdad y razón, en prosa y verso, fútiles o importantes, humildes o audaces, alegres y aun a veces tristes, según la influencia del momento en que escribamos; y basta de exordio: vamos al artículo de hoy, que será de costumbres, por más que confesemos también no tener para este género el buen talento del Curioso parlante, ni la chispa de Jouy, ni el profundo conocimiento de Addisson. 62
Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro [también] no hace mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Este era hijo de una mi hermana, la cual había recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se paseaba [solo] las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos [se cuidaba de que no anduviesen las niñas balconeando], y andaba siempre señor padre, que entonces no se llamaba papá, con la mano más besada que reliquia vieja, y registrando los rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, 63 hubiesen a las manos algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día; sólo sabemos que vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana en principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado, no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos persuada que debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionose mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino: casose, y siguiendo en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy hermanos y nunca bebía vino, emigró a Francia. 64
Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan malos cimientos como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca sepa detenerse en el justo medio, pasó del año Cristiano a Pigault Lebrun, 65 y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora porque las dejaba que antes porque las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría leer sin orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y del fanatismo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social en que sólo los tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que padre y madre eran cosa de brutos, y que a papá y mamá 66 se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a la que une a los padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de los primeros, y algunos soplamocos 67 que darán siempre los primeros a los segundos): verdades todas que respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara.
No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de nuestro calendario, salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este siglo.
Leyó, hacinó, 68 confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España con mi hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar; y trayéndonos entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras escandalosas, y de los amores de Fulanito con la Menganita, le pareció en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear, enamorarse.
Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la cual es verdad que no sabía gobernar una casa, pero se embaulaba 69 en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella todos los días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa, 70 y no hay más que decir sino que a los cuatro días se veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y escurrían su correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los criados, y por último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, 71 se llegaron a imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición a sus ejecutorias y blasones, 72 porque hay que advertir dos cosas: 1ª Que hay despreocupados por este estilo; y 2ª Que somos nobles, lo que equivale a decir que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este apego a la nobleza, aunque no conservaba bienes; y ésta es una de las razones porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho los parientes y la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro, ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el boato de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño no tenía empleo, y dándosele un bledo 73 de su nobleza, hubo aquello de decirle:
—Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?
—Quiero a Elenita –respondió mi sobrino.
—¿Y con qué fin, caballerito?
—Para casarme con ella.
—Pero no tiene usted empleo ni carrera...
—Eso es cuenta mía.
—Sus padres de usted no consentirán...
—Sí, señor; usted no conoce a mis papás.
—Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso de sus padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...
—Entiendo.
—Me alegro, caballerito.
Y quedó nuestro Orlando 74 hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.
Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con la mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de corresponder al mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija para escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirla las reflexiones acerca de la ninguna fortuna de su elegido; todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad; concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, que en cuanto a comer, ni eso hacía falta a los enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo.
Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia, también concluía de que los padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los padres: insistía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo había hecho por una obligación imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él, sino por las razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.
Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente varios medios de seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, a la vista de la obstinación de las familias, en recurrir al medio en boga de sacar a la niña por el vicario. 75 Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena depositada en poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro 76 se veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin amaneció el día feliz; otorgose la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del amigo.
Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta, y era indispensable buscar recursos.
Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pasemos un velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa donde no hay harina todo es mohína; 77 las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue en fin el odio.
¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en el pecho de mi sobrino, y que le impide prestarse para sustentar a la familia a ocupaciones groseras, no le impide precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo sobre el cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la última.
En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus juegos infantiles. Ya el himeneo 78 y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus encantos están ajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus manos feas; ninguna amabilidad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa aquel hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de su esposo, que les presta dinero y les promete aún protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza en acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido se distrae con otra...!
¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, 79 sucumbe por fin a la seducción y a la falaz esperanza de mejor suerte.
Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.
—¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?
Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos. Pero le llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega; son las diez de la noche; corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro; llama; la voz que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo, y el seductor cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale precipitado del teatro del crimen, y encerrándose, antes de que le sorprendan, en su habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su madre la carta siguiente:
“Madre mía: Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdaderamente despreocupados, empezar por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora. Que aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo. Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre.”
Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me privó para siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí y a cuantos le rodean.
No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y llamándome para mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.
“Hijo... despreocupación... boda... religión... infeliz...” son las palabras que vagan errantes sobre sus labios moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar hoy a mis lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les tengo reservados.
[Réstanos ahora saber si este artículo conviene a este país, y si el vulgo de lectores está en el caso de aprovecharse de esta triste anécdota. ¿Serán más bien las ideas contrarias a las funestas consecuencias que de este fatal acontecimiento se deducen las que deben propalarse? No lo sabemos. Sólo sabemos que muchos creen por desgracia que basta una ilustración superficial, cuatro chanzas 80 de sociedad y una educación falsamente despreocupada para hacer feliz a una nación. Nosotros declaramos positivamente que nuestra intención al pintar los funestos efectos de la poca solidez de la instrucción de los jóvenes del día ha sido persuadir a todos los españoles que debemos tomar del extranjero lo bueno, y no lo malo, lo que está al alcance de nuestras fuerzas y costumbres, y no lo que les es superior todavía. Religión verdadera, bien entendida, virtudes, energía, amor al orden, aplicación a lo útil, y menos desprecio de muchas cualidades buenas que nos distinguen aún de otras naciones, son en el día las cosas que más nos pueden aprovechar. Hasta ahora, una masa que no es ciertamente la más numerosa, quiere marchar a la par de las más adelantadas de los países más civilizados; pero esta masa que marcha de esta manera no ha seguido los mismos pasos que sus maestros; sin robustez, sin aliento suficiente para poder seguir la marcha rápida de los países civilizados, se detiene hijadeando, 81 y se atrasa continuamente; da de cuando en cuando una carrera para igualarse de nuevo, caminando a brincos como haría quien saltase con los pies trabados, y semejante a un mal taquígrafo, que no pudiendo seguir la viva voz, deja en el papel inmensas lagunas, y no alcanza ni escribe nunca más que la última palabra. Esta masa, que se llama despreocupada en nuestro país, no es, pues, más que el eco, la última palabra de Francia no más. Para esta clase hemos escrito nuestro artículo: hemos pintados los resultados de esta despreocupación superficial de querer tomar simplemente los efectos sin acordarse de que es preciso empezar por las causas; de intentar, en fin, subir la escalera a tramos: subámosla tranquilos, escalón por escalón, si queremos llegar arriba. “¡Que otros van a llegar antes!”, nos gritarán. ¿Qué mucho les responderemos, si también echaron a andar antes? Dejadlos que lleguen; nosotros llegaremos después, pero llegaremos. Mas si nos rompemos en el salto la cabeza, ¿qué recurso nos quedará?
Deje, pues, esta masa la loca pretensión de ir a la par con quien tantas ventajas le lleva; empiécese por el principio: educación, instrucción. Sobre estas grandes y sólidas bases se ha de levantar el edificio. Marche esa otra masa, esa inmensa mayoría que se sentó hace tres siglos; deténgase para dirigirla la arrogante minoría, a quien engaña su corazón y sus grandes deseos, y entonces habrá alguna remota vislumbre de esperanza.
Entretanto, nuestra misión es bien peligrosa: los que pretenden marchar adelante, y la echan de ilustrados, nos llamarán acaso del orden del apagador, 82 a que nos gloriamos de no pertenecer, y los contrarios no estarán tampoco muy satisfechos de nosotros. Estos son los inconvenientes que tiene que arrostrar quien piensa marchar igualmente distante de los dos extremos: allí está la razón, allí la verdad; pero allí el peligro. En fin, algún día haremos nuestra profesión de fe: en el entretanto quisiéramos que nos hubieran entendido. ¿Lo conseguiremos? Dios sea con nosotros; y si no lo lográsemos, prometemos escribir otro día para todos.]
El Pobrecito Hablador (30 noviembre 1832)
Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.
Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacían reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos; y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante? 84
[Una de esas interjecciones que una repentina sacudida suele, sin consultar el decoro, arrancar espontáneamente de una boca castellana, se atravesó entre mis dientes, y hubiérale echado redondo a haber estado esto en mis costumbres, y a no haber reflexionado que semejantes maneras de anunciarse, en sí algo exageradas, suelen ser las inocentes muestras de afecto o franqueza de este país de exabruptos.] 85
No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás: “¿Quién soy?”, gritaba, alborozado con el buen éxito de su delicada travesura. “¿Quién soy?” “Un animal [irracional]”, iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales: “Braulio eres”, le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, 86 alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.
—¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
—¿Quién pudiera sino tú...?
—¿Has venido ya de tu Vizcaya?
—No, Braulio, no he venido.
—Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. 87 ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días? 88
—Te los deseo muy felices.
—Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.
—¿A qué?
—A comer conmigo.
—No es posible.
—No hay remedio.
—No puedo –insisto ya temblando.
—¿No puedes?
—Gracias.
—¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F... ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una [alevosa] sorpresa de esta especie? ¿Quién quiere parecer vano?
—No es eso, sino que...
—Pues si no es eso –me interrumpe–, te espero a las dos: en casa se come a la española; temprano. Tengo mucha gente: tendremos al famoso X. que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña 89 con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder; un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo, para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
—No faltarás, si no quieres que riñamos.
—No faltaré– dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
—Pues hasta mañana, [mi Bachiller]–; y me dio un torniscón 90 por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas 91 son las más encantadoras de todas las mujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia 92 bastante visible sobre entrambos omoplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo, lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere por plantarle una fresca al lucero del alba, como suele decir, y cuando tiene un resentimiento se le espeta a uno 93 cara a cara. Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir cumplo y miento; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego; cree que toda la crianza está reducida a decir Dios guarde a ustedes al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su cabeza, y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme 94 demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días [y] en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más cometidos que contar para ganar tiempo; era citado a las dos y entré en la sala a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, 95 y sus perritos; déjome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía 96 la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo 97 en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
—Supuesto que estamos los que hemos de comer –exclamó don Braulio–, vamos a la mesa, querida mía.
—Espera un momento –le contestó su esposa casi al oído–, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
—Bien, pero mira que son las cuatro.
—Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
—Señores –dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones–, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que esté con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.
—¿Qué tengo de manchar? –le respondí, mordiéndome los labios.
—No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
—No hay necesidad.
—¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
—Pero, Braulio...
—No hay remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, 98 y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que, se había creído capaz de contener catorce personas que éramos una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme, por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, 99 y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.
Ustedes harán penitencia, señores –exclamó el anfitrión una vez sentado–; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys–; 100 frase que creyó preciso decir. Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.
Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.
—Sírvase usted.
—Hágame usted el favor.
—De ninguna manera.
—No lo recibiré.
—Páselo usted a la señora.
—Está bien ahí.
—Perdone usted.
—Gracias.
—Sin etiqueta, señores –exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados 101 de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar en nada.
—Este plato hay que disimularle –decía ésta de unos pichones–; están un poco quemados.
—Pero, mujer...
—Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.
—¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.
—¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
—¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
—¡Oh, está excelente! –exclamábamos todos dejándonoslo en el plato–. ¡Excelente!
—Este pescado está pasado.
—Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto!
—¿De dónde se ha traído este vino?
—En eso no tienen razón, porque es...
—Es malísimo.
Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender [a todos] entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
—Señora, no se incomode usted por eso –le dijo el que a su lado tenía.
—¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto: otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás...
—Usted, señora mía, hará lo que...
—¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa 102 ignorancia de los usos sociales: que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?
A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía; hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, 103 se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. “Este capón no tiene coyunturas”, exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa; levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volver tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla 104 con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. “¡Por San Pedro!”, exclama dando una voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. “Pero sigamos, señores, no ha sido nada”, añade volviendo en sí.
¡Oh, honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! Sí, las hay para mí, ¡infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
—Es preciso.
—Tiene usted que decir algo –claman todos.
—Désele pie forzado, 105 que diga una copla a cada uno.
—Yo le daré el pie: A don Braulio en este día.
—Señores, ¡por Dios!
—No hay remedio.
—En mi vida he improvisado.
—No se haga usted el chiquito.
—Me marcharé.
—Cerrar la puerta.
—No se sale de aquí sin decir algo.
Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. 106 Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.
¡Santo Dios, yo te doy [las] gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite de acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, 107 desaparezca del mundo el beefsteak, 108 se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Perigueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del Champagne.
Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.
El Pobrecito Hablador (11 diciembre 1832)
(Artículo del Bachiller)
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero 109 de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: 110 en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, 111 suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de estos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima, traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
—Mirad –le dije–, monsieur Sans-délai, 112 que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
—Ciertamente –me contestó–. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista 113 para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
—Permitidme, monsieur Sans-délai –le dije entre socarrón y formal–, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
—¿Cómo?
—Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
—¿Os burláis?
—No por cierto.
—¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
—Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
—¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
—Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
—¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
—Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
—Vuelva usted mañana –nos respondió la criada–, porque el señor no se ha levantado todavía.
—Vuelva usted mañana –nos dijo al siguiente día–, porque el amo acaba de salir.
—Vuelva usted mañana –nos respondió el otro–, porque el amo está durmiendo la siesta.
—Vuelva usted mañana –nos respondió el lunes siguiente–, porque hoy ha ido a los toros.
—¿Qué día, a qué hora se ve a un español?
Vímosle, por fin, y “Vuelva usted mañana –nos dijo– porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio”.
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
—¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? –le dije al llegar a estas pruebas.
—Me parece que son hombres singulares...
—Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentose con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
—Vuelva usted mañana –nos dijo el portero–. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
—Grande causa le habrá detenido –dije yo entre mí. Fuimos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.
Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
—Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
—Grandes negocios habrán cargado sobre él– dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, 114 busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada 115 del Correo entre manos que le debía de costar trabajo de acertar.
—Es imposible verle hoy –le dije a mi compañero–; su señoría está en efecto ocupadísimo.
Dionos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad!, el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño 116 para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasose al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
—De aquí se remitió con fecha de tantos –decía en uno.
—Aquí no ha llegado nada –decían en otro.
—¡Voto va! –dije yo a monsieur Sans-délai– ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, 117 y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
—Es indispensable –dijo el oficial con voz campanuda–, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía:
“A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado”.
—¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai –exclamé riéndome a carcajadas–; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans–delái se daba a todos los diablos.
—¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dicho mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.
—¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
—Ese hombre se va a perder –me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
—Ésa no es una razón –le repuse–; si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
—¿Cómo ha de salir con su intención?
—Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
—Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.
—¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
—Sí, pero lo han hecho.
—Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
—Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
—Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
—En fin, señor Fígaro, es un extranjero.
—¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?
—Con esas socaliñas 118 vienen a sacarnos la sangre.
—Señor mío –exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia– está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero –seguí– que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia se ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted –concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo– que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: “Hágase el milagro, y hágalo el diablo”. Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]
Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai.
—Me marcho, señor Fígaro –me dijo–. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
—¡Ay!, mi amigo –le dije–, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
—¿Es posible?
—¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.
—Vuelva usted mañana –nos decían en todas partes–, porque hoy no se ve.
—Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentose con decir:
—Soy extranjero. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver, [a fuerza de esquelas y de volver] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa 119 de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: ¡Eh!, mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin esa mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
[Nota.–Con el mayor dolor anunciamos al público de nuestros lectores que estamos ya a punto de concluir el plan reducido que en la publicación de estos cuadernos nos habíamos creado. Pero no está en nuestra mano evitarlo. Síntomas alarmantes nos anuncian que el hablador padece de la lengua: fórmasele un frenillo 120 que le hace hablar más pausada y menos enérgicamente que en su juventud. ¡Pobre Bachiller! Nos figuramos que morirá por su propia voluntad, y recomendamos por esto a nuestros apasionados y a sus preces este pobre enfermo de aprensión, cansado ya de hablar.]
El Pobrecito Hablador (14 enero 1833)
Anch’io son pittore. 121
No fuera yo Fígaro, 122 ni tuviera esa travesura y maliciosa índole que malas lenguas me atribuyen, si no sacara a la luz pública cierta visita que no ha muchos días tuve en mi propia casa.
Columpiábame en mi mullido sillón, de estos que dan vueltas sobre su eje, los cuales son especialmente de mi gusto por asemejarse en cierto modo a muchas gentes que conozco, y me hallaba en la mayor perplejidad sin saber cuál de mis numerosas apuntaciones 123 elegiría para un artículo que me correspondía injerir 124 aquel día en la Revista. Quería yo que fuese interesante sin ser mordaz, y conocía toda la dificultad de mi empeño, y sobre todo que fuese serio, porque no está siempre un hombre de buen humor, o de buen talante, para comunicar el suyo a los demás. No dejaba de atormentarme la idea de que fuese histórico, y por consiguiente verídico, porque mientras yo no haga más que cumplir con las obligaciones de fiel cronista de los usos y costumbres de mi siglo, no se me podrá culpar de mal intencionado, ni de amigo de buscar pendencias por una sátira más o menos.
Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por más inocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me deparó felizmente la casualidad materia sobrada para un artículo, al anunciarme mi criado a un joven que me quería hablar indispensablemente.
Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, 125 como de hombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de favorecer sus gustos e inclinaciones, o su humor del momento, para conformarse prudentemente con él; y dando tormento a los tirantes y rudos músculos de su fisonomía para adoptar una especie de careta que desplegase a mi vista sentimientos mezclados de afecto y de deferencia, me dijo con voz forzadamente sumisa y cariñosa:
—¿Es usted el redactor llamado Fígaro?
—¿Qué tiene usted que mandarme?
—Vengo a pedirle un favor... ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!
—Es claro... Si usted me necesita...
—Un favor de que depende mi vida acaso... ¡Soy un apasionado, un amigo de usted!
—Por supuesto... siendo el favor de tanto interés para usted...
—Yo soy un joven...
—Lo presumo.
—Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro.
—¿Al teatro?
—Sí, señor... como el teatro está cerrado ahora...
—Es la mejor ocasión.
—Como estamos en cuaresma, y es la época de ajustar para la próxima temporada cómica, desearía que usted me recomendase...
—¡Bravo empeño! ¿A quién?
—Al Ayuntamiento.
—¡Hola! ¿Ajusta el Ayuntamiento?
—Es decir, a la empresa.
—¡Ah! ¿Ajusta la empresa?
—Le diré a usted... según algunos, esto no se sabe... pero... para cuando se sepa.
—En ese caso, no tiene usted prisa, porque nadie la tiene...
—Sin embargo, como yo quiero ser cómico...
—Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?
—¿Cómo? ¿Se necesita saber algo?
—No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor...
—Por eso; yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con ese pie en una corporación.
—Ya le entiendo a usted; usted quisiera ser cómico aquí, y así será preciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted castellano?
—Lo que usted ve..., para hablar; las gentes me entienden...
—Pero la gramática, y la propiedad, y...
—No, señor, no.
—Bien, ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted desgraciadamente el latín, y habrá estudiado humanidades, bellas letras...
—Perdone usted.
—Sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podrá verter sus ideas en las tablas.
—Perdone usted, señor. Nada, nada. ¿Tan poco favor me hace usted? Que me caiga muerto aquí si he leído una sola línea de eso, ni he oído hablar tampoco... mire usted...
—No jure usted. ¿Sabe usted pronunciar con afectación todas las letras de una palabra, y decir unas voces por otras, actitud por aptitud, y aptitud por actitud, diferiencia por diferencia, háyamos por hayamos, dracmático por dramático, y otras semejantes?
—Sí, señor, sí, todo eso digo yo.
—Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso. ¿Aprendió usted historia?
—No, señor; no sé lo que es.
—Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, ni caracteres históricos...
—Nada, nada, no señor.
—Perfectamente.
—Le diré a usted; en cuanto a trajes, ya sé que en siendo muy antiguo, siempre a la romana.
—Esto es; aunque sea griego el asunto.
—Sí, señor: si no es tan antiguo, a la antigua francesa o a la antigua española; según... ropilla, trusas, capacete, acuchillados, 126 etc. Si es más moderno o del día, levita a la Utrilla en los calaveras, y polvos, casacón y media en los padres.
—¡Ah! ¡Ah! Muy bien.
—Además, eso en el ensayo general se le pregunta al galán o a la dama, según el sexo de cada uno que lo pregunta, y conforme a lo que ellos tienen en sus arcas, así...
—¡Bravo!
—Porque ellos suelen saberlo.
—¿Y cómo presentará usted un carácter histórico?
—Mire usted; el papel lo dirá, y luego, como el muerto no se ha de tomar el trabajo de resucitar sólo para desmentirle a uno... Además, que gran parte del público suele estar tan enterada como nosotros...
—¡Ah! ya... Usted sirve para el ejercicio. La figura es la que no...
—No es gran cosa; pero eso no es esencial.
—Y de educación, de modales y usos de sociedad, ¿a qué altura se halla usted?
—Mal; porque si va a decir verdad, yo soy un pobrecillo: yo era escribiente en una mala administración; me echaron por holgazán, y me quiero meter a cómico porque se me figura a mí que es oficio en que no hay nada que hacer...
—Y tiene usted razón.
—Todo lo hace el apunte, y... por consiguiente, no conozco esos señores usos de sociedad que usted dice, ni nunca traté a ninguno de ellos.
—Ni conocerá usted el mundo, ni el corazón humano.
—Escasamente.
—¿Y cómo representará usted tantos caracteres distintos?
—Le diré a usted: si hago de rey, de príncipe o de magnate, ahuecaré la voz, miraré por encima del hombro a mis compañeros, mandaré con mucho imperio...
—Sin embargo, en el mundo esos personajes suelen ser muy afables y corteses, y como están acostumbrados, desde que nacen, a ser obedecidos a la menor indicación, mandan poco y sin dar gritos...
—Sí, pero ¡ya ve usted!, en el teatro es otra cosa.
—Ya me hago cargo.
—Por ejemplo, si hago un papel de juez, aunque esté delante de señoras o en casa ajena, no me quitaré el sombrero, porque en el teatro la justicia está dispensada de tener crianza; daré fuertes golpes en el tablero con mi bastón de borlas, y pondré cara de caballo, como si los jueces no tuviesen entrañas...
—No se puede hacer más.
—Si hago de delincuente me haré el perseguido, porque en el teatro todos los reos son inocentes...
—Muy bien.
—Si hago un papel de pícaro, que ahora están en boga, cejas arqueadas, cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartes melodramáticos... Si hago un calavera, 127 muchos brincos y zapatetas, 128 carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera... Si hago un barba, 129 andaré a compás, como un juego de escarpias, me temblarán siempre las manos como perlático 130 o descoyuntado; y aunque el papel no apunte más de cincuenta años, haré del tarato 131 y decrépito, y apoyaré mucho la voz con intención marcada en la moraleja, como quien dice a los espectadores: “Allá va esto para ustedes”.
—¿Tiene usted grandes calvas para los barbas?
—¡Oh!, disformes; tengo una que me coge desde las narices hasta el colodrillo, 132 bien que ésta la reservo para las grandes solemnidades. Pero aun para [el] diario tengo otras, tales que no se me ve la cara con ellas.
—¿Y los graciosos?
—Esto es lo más fácil: estiraré mucho la pata, daré grandes voces, haré con la cara y el cuerpo todos los raros visajes y estupendas contorsiones que alcance, y saldré [siempre] vestido de arlequín...
—Usted hará furor.
—¡Vaya si haré! Se morirá el público de risa, y se hundirá la casa a aplausos. Y especialmente, en toda clase de papeles, diré directamente al público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos de intención o lucimiento que en mi parte se presenten.
—¿Y memoria?
—No es cosa la que tengo; y aun esa no la aprovecho, porque no me gusta el estudio. Además, que eso es cuenta del apuntador. Si se descuida, se le lanza de vez en cuando un par de miradas terribles, como diciendo al público: ¡Ven ustedes qué hombre!
—Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de una carreta, y sacándole a usted la relación del cuerpo como una cinta. De esa manera, y hablando él altito, tiene el público el placer de oír a un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.
—Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación, se dice cualquier tontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público! ¡Si usted viera!
—Ya sé, ¡ya!
—Vez hay que en una comedia en verso añade uno un párrafo en prosa: pues ni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común que añadir...
—¡Ya se ve, que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno. ¿Usted ha representado anteriormente?
—¡Vaya!, en comedias caseras. He alborotado con el García y el Delincuente honrado. 133
—No más, no más; le digo a usted que usted será cómico. Dígame usted, ¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no los entienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que es, o por el verso mas que no entienda siquiera lo que es prosa?
—¿Pues no tengo de saber, señor? Eso lo hace cualquiera.
—¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal contra el primero que se atreva a decir en letras de molde que usted no lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿Sabrá usted decir de los periodistas que quién son ellos para?...
—Vaya si sabré; precisamente ese es el tema nuestro de todos los días. Mande usted otra cosa.
Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y arrojándome en los brazos de mi recomendado:
—¡Venga usted acá, mancebo generoso –exclamé todo alborozado–; venga usted acá, flor y nata de la andante comiquería: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían los hombres bellotas y pacían a su libertad por los bosques, sin la distinción del tuyo y del mío. 134 Usted será cómico, en fin, o se han de olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio!
Diciendo estas y otras razones, despedí a mi candidato, prometiéndole las más eficaces recomendaciones.
La Revista Española (1 marzo 1833)
¿Qué gente hay allá arriba, que anda tal estrépito?
¿Son locos?
Moratín, Comedia nueva.
No hace muchas noches que me hallaba encerrado en mi cuarto, y entregado a profundas meditaciones filosóficas, nacidas de la dificultad de escribir diariamente para el público. ¿Cómo contentar a los necios y a los discretos, a los cuerdos y a los locos, a los ignorantes y a los entendidos que han de leerme, y sobre todo a los dichosos y a los desgraciados, que con tan distintos ojos suelen ver una misma cosa?
Animado con esta reflexión, cogí la pluma y ya iba a escribir nada menos que un elogio de todo lo que veo a mi alrededor, el cual pensaba rematar con cierto discurso encomiástico acerca de lo adelantado que está el arte de la declamación en el país, para contentar a todo el que se me pusiera por delante, que esto es lo que conviene en estos tiempos tan valentones que corren; pero tropecé con el inconveniente de que los hombres sensatos habían de sospechar que el dicho elogio era burla, y esta reflexión era más pesada que la anterior.
Al llegar aquí arrojé la pluma, despechado y decidido a consultar todavía con la almohada si en los términos de lo lícito me quedaba algo que hablar, para lo cual determiné verme con un amigo, abogado por más señas, lo que basta para que se infiera si debe de ser hombre entendido, y que éste, registrando su Novísima y sus Partidas, me dijese para de aquí en adelante qué es lo que me está prohibido, pues en verdad que es mi mayor deseo ir con la corriente de las cosas sin andarme a buscar cotufas en el golfo, 135 ni el mal fuera de mi casa, cuando dentro de ella tengo el bien.
En esto, estaba ya para dormirme, a lo cual había contribuido no poco el esfuerzo que había hecho para componer mi elogio de modo que tuviera trazas de cosa formal; pero Dios no lo quiso así, o a lo que yo tengo por más cierto, un amigo que me alborotó la casa, y que se introdujo en mi cuarto dando voces en los términos siguientes, u otros semejantes:
—¡Vamos a las máscaras, Bachiller! –me gritó.
—¿A las máscaras?
—No hay remedio; tengo un coche a la puerta, ¡a las máscaras! Iremos a algunas casas particulares, y concluiremos la noche en uno de los grandes bailes de suscripción.
—Que te diviertas: yo me voy a acostar.
—¡Qué despropósito! No lo imagines: precisamente te traigo un dominó negro y una careta.
—¡Adiós! Hasta mañana.
—¿Adónde vas? Mira, mi querido Munguía, tengo interés en que vengas conmigo; sin ti no voy, y perderé la mejor ocasión del mundo...
—¿De veras?
—Te lo juro.
—En ese caso, vamos. ¡Paciencia! Te acompañaré.
De mala gana entré dentro de un amplio ropaje, bajé la escalera, y me dejé arrastrar al compás de las exclamaciones de mi amigo, que no cesaba de gritarme:
—¡Cómo nos vamos a divertir! ¡Qué noche tan deliciosa hemos de pasar!
Era el coche alquilón, 136 a ratos parecía que andábamos tanto atrás como adelante, a modo de quien pisa nieve; a ratos que estábamos columpiándonos en un mismo sitio; llegó por fin a ser tan completa la ilusión, que temeroso yo de alguna pesada burla de carnaval, parecida al viaje de D. Quijote y Sancho en el Clavileño, abrí la ventanilla más de una vez, deseoso de investigar si después de media hora de viaje estaríamos todavía a la puerta de mi casa, o si habríamos pasado ya la línea, como en la aventura de la barca del Ebro.
Ello parecerá increíble, pero llegamos, quedándome yo, sin embargo, en la duda de si habría andado el coche hacia la casa o la casa hacia el coche; subimos la escalera, verdadera imagen de la primera confusión de los elementos: un Edipo 137 sacando el reloj y viendo la hora que era; una vestal, atándose una liga elástica y dejando a su criado los chanclos y el capote escocés para la salida; un romano coetáneo de Catón dando órdenes a su cochero para encontrar su landó 138 dos horas después; un indio no conquistado todavía por Colón, con su papeleta impresa en la mano y bajando de un birlocho; 139 un Óscar acabando de fumar un cigarrillo de papel para entrar en el baile; un moro santiguándose asombrado al ver el gentío; cien dominós, 140 en fin, subiendo todos los escalones sin que se sospechara que hubiese dentro quien los moviese, y tapándose todos las caras, sin saber los más para qué, y muchos sin ser conocidos de nadie.
Después de un molesto reconocimiento del billete y del sello y la rúbrica y la contraseña, entramos en una salita que no tenía más defecto que estar las paredes demasiado cerca unas de otras; pero ello es más preciso tener máscaras que sala donde colocarlas. Algún ciego alquilado para toda la noche, como la araña y la alfombra, y para descansarle un piano, tan piano que nadie lo consiguió oír jamás, eran la música del baile, donde nadie bailó. Poníanse, sí, de vez en cuando a modo de parejas la mitad de los concurrentes, y dábanse con la mayor intención de ánimo sendos encontrones a derecha e izquierda, y aquello era el bailar, si se nos permite esta expresión.
Mi amigo no encontró lo que buscaba, y según yo llegué a presumir, consistió en que no buscaba nada, que es precisamente lo mismo que a otros muchos les acontece. Algunas madres, sí, buscaban a sus hijas, y algunos maridos a sus mujeres; pero ni una sola hija buscaba a su madre, ni una sola mujer a su marido.
—Acaso –decían– se habrán quedado dormidas entre la confusión en alguna otra pieza...
—Es posible –decía yo para mí–, pero no es probable.
Una máscara vino disparada hacia mí.
—¿Eres tú? –me preguntó misteriosamente.
—Yo soy –le respondí, seguro de no mentir.
—Conocí el dominó; pero esta noche es imposible: Paquita está ahí, mas el marido se ha empeñado en venir; no sabemos por dónde diantres ha encontrado billetes.
—¡Lástima grande!
—¡Mira tú qué ocasión! Te hemos visto, y no atreviéndose a hablarte ella misma, me envía para decirte que mañana sin falta os veréis en la Sartén... Dominó encarnado y lazos blancos.
—Bien.
—¿Estás?
—No faltaré.
—¿Y tu mujer, hombre? –le decía a un ente rarísimo que se había vestido todo de cuernecitos de abundancia, un dominó negro que llevaba otro igual del brazo.
—Durmiendo estará ahora; por más que he hecho, no he podido decidirla a que venga; no hay otra más enemiga de diversiones.
—Así descansas tú en su virtud: ¿piensas estar aquí toda la noche?
—No, hasta las cuatro.
—Haces bien.
En esto se había alejado el de los cuernecillos, y entreoí estas palabras:
—Nada ha sospechado.
—¿Cómo era posible? Si salí una hora después que él...
—¿A las cuatro ha dicho?
—Sí.
—Tenemos tiempo. ¿Estás segura de la criada?
—No hay cuidado alguno, porque...
Una oleada cortó el hilo de mi curiosidad; las demás palabras del diálogo se confundieron con las repetidas voces: ¿Me conoces? Te conozco, etc., etc.
¿Pues no parecía estrella mía haber traído esta noche un dominó igual al de todos los amantes, más feliz por cierto que Quevedo, que se parecía de noche a cuantos esperaban para pegarlos?
—¡Chis! ¡Chis! Por fin te encontré –me dijo otra máscara esbelta asiéndome del brazo, y con su voz tierna y agitada por la esperanza satisfecha–. ¿Hace mucho que me buscabas?
—No por cierto, porque no esperaba encontrarte.
—¡Ay! ¡Cuánto me has hecho pasar desde antes de anoche! No he visto hombre más torpe; yo tuve que componerlo todo; y la fortuna fue haber convenido antes en no darnos nuestros nombres, ni aun por escrito. Si no...
—¿Pues qué hubo?
—¿Qué había de haber? El que venía conmigo era Carlos mismo.
—¿Qué dices?
—Al ver que me alargabas el papel, tuve que hacerme la desentendida y dejarlo caer, pero él le vio y le cogió. ¡Qué angustias!
—¿Y cómo saliste del paso?
—Al momento me ocurrió una idea. ¿Qué papel es ése?, le dije. Vamos a verle, será de algún enamorado; se lo arrebato, veo que empieza querida Anita; cuando no vi mi nombre, respiré; empecé a echarlo a broma. ¿Quién será el desesperado?, le decía riéndome a carcajadas; veamos. Y él mismo leyó el billete, donde me decías que esta noche nos veríamos aquí, si podía venir sola. ¡Si vieras cómo se reía!
—¡Cierto que fue gracioso!
—Sí, pero, por Dios, don Juan, de éstas, pocas.
Acompañé largo rato a mi amante desconocida, siguiendo la broma lo mejor que pude... El lector comprenderá fácilmente que bendije las máscaras, y sobre todo el talismán de mi impagable dominó.
Salimos por fin de aquella casa, y no pude menos, de soltar la carcajada al oír a una máscara que a mi lado bajaba:
—¡Pesia a mí! –le decía a otro–; no ha venido; toda la noche he seguido a otra creyendo que era ella, hasta que se ha quitado la careta. ¡La vieja más fea de Madrid! No ha venido; en mi vida pasé rato más amargo. ¿Quién sabe si el papel de la otra noche lo habrá echado todo a perder? Si don Carlos lo cogió...
—Hombre, no tengas cuidado.
—¡Paciencia! Mañana será otro día. Yo con ese temor me he guardado muy bien de traer el dominó cuyas señas le daba en la carta.
—Hiciste bien.
—Perfectísimamente –repetí yo para mí, y salime riendo de los azares de la vida.
Bajamos atropellando un rimero de criados y capas tendidos aquí y allí por la escalera. La noche no dejó de tener tampoco algún contratiempo para mí. Yo me había llevado la querida de otro; en justa compensación otro se había llevado mi capa, que debía de parecerse a la suya, como se parecía mi dominó al del desventurado querido. “Ya estás vengado, exclamé, oh burlado mancebo.” Felizmente yo, al entregarla en la puerta, había tenido la previsión de despedirme de ella tiernamente para toda mi vida. ¡Oh previsión oportuna! Ciertamente que no nos volveremos a encontrar mi capa y yo en este mundo perecedero; había salido ya de la casa, había andado largo trecho, y aun volvía la cabeza de rato en rato hacia sus altas paredes, como Héctor al dejar a su Andrómaca, 141 diciendo para mí: “Allí quedó, allí la dejé, allí la vi por la última vez”.
Otras casas recorrimos, en todas el mismo cuadro: en ninguna nos admiró encontrar intrigas amorosas, madres burladas, chasqueados 142 esposos o solícitos amantes. No soy de aquellos que echan de menos la acción en una buena cantatriz, o alaban la voz de un mal comediante, y por tanto no voy a buscar virtudes a las máscaras. Pero nunca llegué a comprender el afán que por asistir al baile había manifestado tantos días seguidos don Cleto, que hizo toda la noche de una silla cama y del estruendo arrullo: no entiendo todavía a don Jorge cuando dice que estuvo en la función, habiéndole visto desde que entró hasta que salió en derredor de una mesa en un verdadero ecarté. 143 Toda la diferencia estaba en él con respecto a las demás noches, en ganar o perder vestido de mamarracho. Ni me sé explicar de una manera satisfactoria la razón en que se fundan para creer ellos mismos que se divierten un enjambre de máscaras que vi buscando siempre, y no encontrando jamás, sin hallar a quién embromar ni quién los embrome, que no bailan, que no hablan, que vagan errantes de sala en sala, como si de todas les echaran, imitando el vuelo de la mosca, que parece no tener nunca objeto determinado. ¿Es por ventura un apetito desordenado de hallarse donde se hallan todos, hijo de la pueril vanidad del hombre? ¿Es por aturdirse a sí mismos y creerse felices por espacio de una noche entera? ¿Es por dar a entender que también tienen un interés y una intriga? Algo nos inclinamos a creer lo último cuando observamos que los más de éstos os dicen, si los habéis conocido: “¡Chitón! ¡Por Dios! No digáis nada a nadie”. Seguidlos, y os convenceréis de que no tienen motivos ni para descubrirse ni para taparse. Andan, sudan, gastan, salen quebrantados del baile... nunca empero se les olvida salir los últimos, y decir al despedirse:
—¿Mañana es el baile en Solís? Pues hasta mañana.
—¿Pasado mañana es en San Bernardino? ¡Diez onzas diera por un billete!
Ya que sin respeto a mis lectores me he metido en estas reflexiones filosóficas, no dejaré pasar en silencio antes de concluirlas la más principal que me ocurría. ¿Qué mejor careta ha menester don Braulio que su hipocresía? Pasa en el mundo por un santo, oye misa todos los días, y reza sus devociones; a merced de esta máscara que tiene constantemente adoptada, mirad cómo engaña, cómo intriga, cómo murmura, cómo roba... ¡Qué empeño de no parecer Julianita lo que es! ¿Para eso sólo se pone un rostro de cartón sobre el suyo? ¿Teme que sus facciones delaten su alma? Viva tranquila; tampoco ha menester careta. ¿Veis su cara angelical? ¡Qué suavidad! ¡Qué atractivo! ¡Cuán fácil trato debe de tener! No puede abrigar vicio alguno. Miradla por dentro, observadores de superficie; no hay día que no engañe a un nuevo pretendiente; veleidosa, infiel, perjura, desvanecida, envidiosa, áspera con los suyos, insufrible y altanera con su esposo: ésa es la hermosura perfecta, cuya cara os engaña más que su careta. ¿Veis aquel hombre tan amable y tan cortés, tan comedido con las damas en sociedad? ¡Qué deferencia! ¡Qué previsión! ¡Cuán sumiso debe ser! No le escojas sólo por eso para esposo, encantadora Amelia; es un tirano grosero de la que le entrega su corazón. Su cara es también más pérfida que su careta; por ésta no estás expuesta a equivocarte, porque nada juzgas por ella; ¡pero la otra...! Imperfecta discípula de Lavater, 144 crees que debe ser tu clave, y sólo puede ser un pérfido guía, que te entrega a tu enemigo.
Bien presumirá el lector que al hacer estas metafísicas indagaciones, algún pesar muy grande debía afligirme, pues nunca está el hombre más filósofo que en sus malos ratos; el que no tiene fortuna se encasqueta su filosofía, como un falto de pelo su bisoñé; 145 la filosofía es, efectivamente, para el desdichado lo que la peluca para el calvo; de ambas maneras se les figura a entrambos que ocultan a los ojos de los demás la inmensa laguna que dejó en ellos por llenar la naturaleza madrastra.
Así era, un pesar me afligía. Habíamos entrado ya en uno de los principales bailes de esta corte; el continuo traspirar, el estar en pie la noche entera, la hora avanzada y el mucho cavilar, habían debilitado mis fuerzas en tales términos que el hambre era a la sazón mi maestro de filosofía. Así se refugiaban máscaras a aquel estrecho local, y se apiñaban y empujaban unas a otras, como si fuera de la puerta las esperase el más inminente peligro. Iban y venían, los mozos aprovechando claros y describiendo sinuosidades, como el arroyo que va buscando para correr entre las breñas las rendijas y agujeros de las piedras. Era tarde ya; apenas había un plato de que disponer; pedimos, sin embargo, de lo que había, y nos trajeron varios restos de manjares que alguno que había cenado antes que nosotros había tenido la previsión de dejar sobrantes. Hicimos semblante de comer, según decían nuestros antepasados, y como dicen ahora nuestros vecinos, y pagamos como si hubiéramos comido. Esta ha sido la primera vez en mi vida, salí diciendo, que me ha costado dinero un rato de hambre.
Entrámonos de nuevo en el salón de baile, y cansado ya de observar y de oír sandeces, prueba irrefragable de lo reducido que es el número de hombres dotados por el cielo con travesura y talento, toda mi ambición se limitó a conquistar con los codos y los pies un rincón donde ceder algunos minutos a la fatiga. Allí me recosté, púseme la careta para poder dormir sin excitar la envidia de nadie, y columpiándose mi imaginación entre mil ideas opuestas, hijas de la confusión de sensaciones encontradas de un baile de máscaras, me dormí, mas no tan tranquilamente como lo hubiera yo deseado.
Los fisiólogos saben mejor que nadie, según dicen, que el sueño y el ayuno, prolongado sobre todo, predispone la imaginación débil y acalorada del hombre a las visiones nocturnas y aéreas, que vienen a tomar en nuestra irritable fantasía formas corpóreas cuando están nuestros párpados aletargados por Morfeo. 146 Más de cuatro que han pasado en este bajo suelo por haber visto realmente lo que realmente no existe, han debido al sueño y al ayuno sus estupendas apariciones. Esto es precisamente lo que a mí me aconteció, porque al fin, según expresión de Terencio, homo sum et nihil humani a me alienum puto. 147 No bien había cedido al cansancio, cuando imaginé hallarme en una profunda oscuridad; reinaba el silencio en torno mío; poco a poco una luz fosfórica fue abriéndose paso lentamente por entre las tinieblas, y una redoma mágica se me fue acercando misteriosamente por sí sola, como un luminoso meteoro. Saltó un tapón con que venía herméticamente cerrada, un torrente de luz se escapó de su cuello destapado, y todo volvió a quedar en la oscuridad. Entonces sentí una mano fría como el mármol que se encontró con la mía; un sudor yerto me cubrió; sentí el crujir de la ropa de una fantasma bulliciosa que ligeramente se movía a mi lado, y una voz semejante a un leve soplo me dijo con acentos que no tienen entre los hombres signos representativos: Abre los ojos, Bachiller; si te inspiro confianza, sígueme; el aliento me faltó, flaquearon mis rodillas; pero la fantasma despidió de sí un pequeño resplandor, semejante al que produce un fumador en una escalera tenebrosa aspirando el humo de su cigarro, y a su escasa luz reconocí brevemente a Asmodeo, héroe del Diablo Cojuelo. 148
—Te conozco –me dijo–, no temas; vienes a observar el carnaval en un baile de máscaras. ¡Necio!, ven conmigo; do quiera hallarás máscaras, do quiera carnaval, sin esperar al segundo mes del año.
Arrebatome entonces insensible y rápidamente, no sé si sobre algún dragón alado, o vara mágica, o cualquier otro bagaje de esta especie. Ello fue que alzarme del sitio que ocupaba y encontrarnos suspendidos en la atmósfera sobre Madrid, como el águila que se columpia en el aire buscando con vista penetrante su temerosa presa, fue obra de un instante. Entonces vi al través de los tejados como pudiera al través del vidrio de un excelente anteojo de larga vista.
—Mira –me dijo mi extraño cicerone–. ¿Qué ves en esa casa?
—Un joven de sesenta años disponiéndose a asistir a una suaré, 149 pantorrillas postizas, porque va de calzón; un frac diplomático; todas las maneras afectadas de un seductor de veinte años; una persuasión, sobre todo, indestructible de que su figura hace conquistas todavía...
—¿Y allí?
—Una mujer de cincuenta años.
—Obsérvala; se tiñe los blancos cabellos.
—¿Qué es aquello?
—Una caja de dientes; a la izquierda una pastilla de color; a la derecha un polisón. 150
—¡Cómo se ciñe el corsé! Va a exhalar el último aliento.
—Repara su gesticulación de coqueta.
—¡Ente execrable! ¡Horrible desnudez!
—Más de una ha deslumbrado tus ojos en algún sarao, 151 que debieras haber visto en ese estado para ahorrarte algunas locuras.
—¿Quién es aquel más allá?
—Un hombre que pasa entre vosotros los hombres por sensato; todos le consultan: es un célebre abogado; la librería que tiene al lado es el disfraz con que os engaña. Acaba de asegurar a un litigante con sus libros en la mano que su pleito es imperdible; el litigante ha salido; mira cómo cierra los libros en cuanto salió, como tú arrojarás la careta en llegando a tu casa. ¿Ves su sonrisa maligna? Parece decir: venid aquí, necios; dadme vuestro oro; yo os daré papeles, yo os haré frases. Mañana seré juez; seré el intérprete de Temis. 152 ¿No te parece ver al loco de Cervantes, que se creía Neptuno? Observa más abajo: un moribundo; ¿oyes cómo se arrepiente de sus pecados? Si vuelve a la vida, tornará a las andadas. A su cabecera tiene a un hombre bien vestido, un bastón en una mano, una receta en la otra: 0 la tomas, o te pego. Aquí tienes la salud, parece decirle, yo sano los males, yo los conozco; observa con qué seriedad lo dice; parece que lo cree él mismo; parece perdonarle la vida que se le escapa ya al infeliz. No hay cuidado, sale diciendo; ya sube en su bombé; 153 ¿oyes el chasquido del látigo?
—Sí.
—Pues oye también el último ay del moribundo, que va a la eternidad, mientras que el doctor corre a embromar a otro con su disfraz de sabio. Ven a ese otro barrio.
—¿Qué es eso?
—Un duelo. ¿Ves esas caras tan compungidas?
—Sí.
—Míralas con este anteojo.
—¡Cielos! La alegría rebosa dentro, y cuenta los días que el decoro le podrá impedir salir al exterior.
—Mira una boda; con qué buena fe se prometen los novios eterna constancia y fidelidad.
—¿Quién es aquél?
—Un militar; observa cómo se paga de aquel oro que adorna su casaca. ¿Qué de trapitos de colores se cuelga de los ojales! ¡Qué vano se presenta! Yo sé ganar batallas, parece que va diciendo.
—¿Y no es cierto? Ha ganado la de ***
—¡Insensato! Esa no la ganó él, sino que la perdió el enemigo.
—Pero...
—No es lo mismo.
—¿Y la otra de ***?
—La casualidad... Se está vistiendo de grande uniforme, es decir, disfrazando; con ese disfraz todos le dan V.E.; él y los que así le ven, creen que ya no es un hombre como todos.
—Ya lo ves; en todas partes hay máscaras todo el año; aquel mismo amigo que te quiere hacer creer que lo es, la esposa que dice que te ama, la querida que te repite que te adora, ¿no te están embromando toda la vida? ¿A qué, pues, esa prisa de buscar billetes? Sal a la calle y verás las máscaras de balde. Sólo te quiero enseñar, antes de volverte a llevar donde te he encontrado –concluyó Asmodeo–, una casa donde dicen especialmente que no las hay este año. Quiero desencantarte.
Al decir esto pasábamos por el teatro.
—Mira allí –me dijo– a un autor de comedia. Dice que es un gran poeta. Está muy persuadido de que ha escrito los sentimientos de Orestes y de Nerón y de Otelo... ¡Infeliz! ¿Pero qué mucho? Un inmenso concurso se lo cree también. ¡Ya se ve! Ni unos ni otros han conocido a aquellos señores. Repara y ríete a tu salvo. ¿Ves aquellos grandes palos pintados, aquellos lienzos corredizos? Dicen que aquello es el campo, y casas, y habitaciones, ¡y qué más sé yo! ¿Ves aquel que sale ahora? Aquél dice que es el grande sacerdote de los griegos, y aquel otro Edipo, ¿los conoces tú?
—Sí; por más señas que esta mañana los vi en misa.
—Pues míralos; ahora se desnudan, y el gran sacerdote, y Edipo, y Yocasta, y el pueblo tebano entero, se van a cenar sin más acompañamiento, y dejándose a su patria entre bastidores, algún carnero verde, o si quieres un excelente beefsteak hecho en casa de Genyeis. ¿Quieres oír a Semíramis?
—¿Estás loco, Asmodeo? ¿A Semíramis?
—Sí; mírala; es una excelente conocedora de la música de Rossini. ¿Oíste qué bien cantó aquel adagio? Pues es la viuda de Nino; ya expira; a imitación del cisne, canta y muere. Al llegar aquí estábamos ya en el baile de máscaras; sentí un golpe ligero en una de mis mejillas. ¡Asmodeo!, grité. Profunda oscuridad; silencio de nuevo en torno mío. ¡Asmodeo!, quise gritar de nuevo; despiértame empero el esfuerzo. Llena aún mi fantasía de mi nocturno viaje, abro los ojos, y todos los trajes apiñados, todos los países me rodean en breve espacio; un chino, un marinero, un abate, un indio, un ruso, un griego, un romano, un escocés... ¡Cielos! ¿Qué es esto? ¿Ha sonado ya la trompeta final? ¿Se han congregado ya los hombres de todas las épocas y de todas las zonas de la tierra, a la voz del Omnipotente, en el valle de Josafat...? Poco a poco vuelvo en mí, y asustando a un turco y una monja entre quienes estoy, exclamo con toda la filosofía de un hombre que no ha cenado, e imitando las expresiones de Asmodeo, que aún suenan en mis oídos: El mundo todo es máscaras: todo el año es carnaval.
El Pobrecito Hablador (4 marzo 1833)