Mascarada política 154
Mil veces les habrá sucedido a mis lectores, y aun a los que no me leen, oír una campana y quedarles una prolongada vibración en los oídos [por mucho tiempo] después de haber sonado; les habrá sucedido también viajando, durarles gran rato, después de apeados ya del carruaje, la sensación del movimiento y traqueteo producido por muchas horas de camino. He aquí precisamente lo que a mí me ha sucedido y me sigue sucediendo todavía con el fantástico aparato y desigual clamor que en mis sentidos dejaron las pasadas máscaras. Voy por la calle y se me antojan aún caretas las caras, y disfraces los trajes y uniformes. Oigo hablar de cosas nuevas, y, acostumbrado a tanta cosa vieja y a tanta broma, se me figura aún que me siguen embromando. Pasará sin duda esta sensación, y será preciso creer a todo el mundo; pero mientras pasa o no pasa, mientras creo o no creo, todo el trabajo de mi entendimiento limitado se reduce por ahora a ver de conocer al que me habla, que no es poco. Con tal rumor en los oídos, con tal prevención en la vista, salía yo la última noche del pasado carnaval de Abrantes, 155 donde había codeado a la aristocracia, y del teatro, donde me había codeado a mí la democracia. Llena la cabeza de estas dos ideas, que no podía amalgamar nunca, y que así se separaban al tocarse como se separan dos bolas de billar al chocar una con otra, se me antojó que entraba en un salón adornado por el orden anti–moderno; toda la parte alta gótica, góticas las paredes y ventanas; el mueblaje y adorno bajo del último gusto. Tres comparsas 156 le llenaban, a lo que entonces me pareció. La menos numerosa era compuesta toda de viejos (¡rara aprensión!), pero gordos y robustos; para hacer gente y engruesarse iba derramando su dinero con tanto sigilo, como si fuese mal adquirido y peor conservado; pero a cada moneda que daban ¡cosa rara!, perdían carnes y fuerzas. Toda esta comparsa andaba hacia atrás, más como quien huye que como quien anda; para lo cual traían la cabeza y los pies vueltos del revés, que hacían rara figura. Andaban desbandados a causa de hallarse su jefe [ausente] a diligencias propias; pero en cambio presumían serlo todos. Seguía a esta comparsa una porción de pobres, rotos y malparados, con una venda en los ojos como pintan a la fe, creyendo a pies juntillas cuanto aquellos les decían, y tomando varios dijes de poco valor en cambio de sus servicios. De cuando en cuando dábanles los magnates de la comparsa un palo, y unos respondían ¡viva! y otros respondían ¡gracias! Raros trajes se veían entre ellos, pero ninguno pasaba del siglo XVIII. Retazos de manteos, cruces y veneras,157 papel de Italia, espadines de Toledo, tal cual estrella en la frente, látigo en las manos, calzón, peluquín y hebillas. Color general blanco como la leche. Conversación poca; chispa ninguna.
La segunda traía jefe, o por mejor decir, representante; gente nueva, y la más barbilampiña; flaca aún como muchacho que está creciendo; conocíase a legua que no habían tenido tantas ocasiones de comer como los otros. No andaban, sino corrían; todo eran piernas. Bailaban todos a una, y hacían los mismos pasos; encogíanse los altos, empinábanse los bajos; todo su prurito era andar iguales; al menor desnivel había gira y algazara. Pedían la palabra, y tomaban lo demás. Venían vestidos de telas de institución, color de garantía: el disfraz era lo mejor que traían; si bien a muchos se les traslucían por debajo juboncillos 158 de ambición, con tal cual cenefilla de empleo, y se conocía que no estaban hechos a usarlos, porque a los más les venían anchos. Estos no repartían dinero, sino periódicos; dábanlos con audacia y a venga lo que venga; si alguno se perdía o se interceptaba malamente, otro al puesto, como quien tenía el molde en casa. Por el contrario de los otros, a cada periódico que daban ganaban carnes y razón. Las caretas eran discursos históricos de sucesión. Iban encendiendo las luces, que la primera comparsa apagaba siempre que podía; pero el salón estaba iluminado, de donde era fuerza inferir que se encendían más de prisa que se apagaban. Seguía a éstos una turba desigual hambrienta de felicidad; verdad es que nunca la habían catado. Unos eran gordos, otros flacos; unos tenían tres piernas, otros una; uno tres ojos, otro medio; quién era gigante, quién lilipuciano. Se os igualará, les iban diciendo los magnates, nada más fácil, y lo creían sin mirarse despacio unos a otros, el tonto y el discreto, el tullido y el sano, el pobre y el rico. Estos creían en la felicidad de este mundo; los primeros en la del otro. Su conversación buena, su chispa mucha, y mayor el ruido que metían. Color general, negro.
Era el resto de la concurrencia la mayoría; pero se conservaba a cierta distancia del que parecía su jefe. Era el color de éste un atornasolado claro, que visto de distintos puntos lejanos parecía siempre un color diferente, pero en llegando a él no se le podía llamar color. Éste y los suyos no andaban, aunque lo parecía, porque marcaban el paso; conociendo que no había para qué, unos traían pies, y otros los traían de plomo. De medio cuerpo arriba venía vestido a la antigua española, de medio cuerpo abajo a la moderna francesa, y en él no era disfraz, sino su traje propio y natural. Ni era alto, ni bajo, ni gordo, ni flaco; sutil como cuerpo glorioso, y máscara, en fin, racional, si las hubo nunca. No traía careta, sino que enseñaba una cara de risa que a todos quería dar contento. Era su comparsa gente pasiva y estacionaria, de esta que tiene y no quiere perder, que no tiene por qué moverse, miedosa, que teme perniquebrarse a cada paso, escarmentada ya y paralítica, envilecida con el sufrimiento y bien avenida a todo, o despreocupada, que se ríe de los hombres y sus partidos. Éstos no decían nada, ni aplaudían, ni censuraban; traían caretas de yeso, miraban a una comparsa, miraban a otra, y ora temblaban, y ora reían. En realidad no hacían cuenta con su jefe; éste era el que contaba con ellos; es decir, con su inercia.
En una palabra, parecían tres las comparsas y no eran más que dos. Cuando yo entré en el baile acababan de separarse; hasta entonces habían bailado mezclados, porque hasta entonces no había faltado bastonero que los había hecho bailar a todos a un mismo son.
Apenas tuve tiempo de reconocer lo que llevo descrito, cuando se dirigieron a mí varios de la primera comparsa.
—¡Ah, Fígaro maldito! Aquí está. ¡Nadie pase sin hablar al portero! ¡La planta nueva! 159 ¿Sabes que nos has hecho más daño que un cañón?
—Mala entrada es ésta –dije yo para mí.
—Mira –prosiguieron–, tú debes ser tonto. ¿Qué provecho has sacado de tus artículos?
—El gusto de escribir lo que pienso, y me sobra.
—Eso por un lado y por otro el que te ahorquemos, si... ¡desigual es el partido!
—Ya me pondré a distancia respetable.
—Vente con nosotros.
—Gracias.
—Te irá mejor; no hallarás rivales, porque no escribimos; te daremos una prebenda.
—Soy casado.
—Te daremos un empleo en correos y podrás interceptar las cartas.
—No soy curioso.
—Andarás por esas breñas. 160
—No soy peregrino.
—Dormirás al sereno.
—Más quiero dormir sereno.
—Tendrás inquisición y rey absoluto.
—Lo agradezco, pero es tarde.
—¡Matarle! ¡Matarle!
—¡Ea, dejar a Fígaro! –dijeron los de la segunda comparsa, sacándome de entre ellos–. Este es nuestro, enteramente nuestro. ¿No es verdad, Fígaro?
—¡De corazón!
—¡Bravo! Tú también eres igual.
—Y si no soy igual, me es igual todo.
—¡Ya! Por eso te descuidas, y haces a veces artículos tan largos y tan pesados, y con tantas disgresiones y atrevimientos; no teniendo respeto a nadie, fácil es hacer reír...
—No hay para qué hablar más, que ya me habéis conocido –dije yo apresurándome a interrumpir a los míos, que me iban tratando peor que los contrarios.
Mientras esto me pasaba, en un rincón de la sala andábanse embromando los principales personajes de las dos comparsas.
—Estas bromas pararán en veras –dije yo para mí, y acerqueme a oír.
—Andad –decían unos–, hipócritas; a nosotros no nos embromaréis, porque os conocemos; ahora andáis con careta del Pretendiente, pero es mentira; vosotros existíais antes que él. Vosotros triunfasteis malamente en Villalar 161 en nombre de otro Carlos V; desde entonces no dejó de crecer un punto vuestra audacia; vosotros fuisteis los que el año 14 engañasteis a un rey y perdisteis a un pueblo; vosotros los que el año 23...
—¡Silencio! –respondieron los otros– ¿Qué nos echáis en cara? Echaos la culpa a vosotros mismos, que dos veces fuisteis los amos, y dos veces...
—Sí, pero no tengáis cuidado; a la tercera...
—Veremos.
—Sí; vosotros lo que queréis es embaucar al pueblo con vuestros sortilegios, cubrirle los ojos y taparle la boca para beber su sangre que os engorda; el favoritismo, el absolutismo, el oscurantismo, el fanatismo, el egoísmo... ésas son vuestras virtudes... ése es el Carlos V que proclamáis; y lo demás es farsa y mascarada. Quitaos esas caretas de ley de Felipe V, 162 que ya os hemos conocido.
—¡Miren! –contestaban los ofendidos–; ¿y qué queréis vosotros? ¿Queréis hacer felices a los pueblos? Broma y más broma. Igualdad, para tener todos derecho a todo, representaciones nacionales para ocupar un puesto en ellas, porque todos hacéis oficio de leer y escribir, y pensáis que hablando... y los empleados, en fin, que por tantos años tuvimos nosotros, y las rentas que nos comemos y...
—Y bien, y bien; ¿y hay nada más justo? Nosotros haremos el bien público, haciendo el nuestro, aun sin querer hacerlo...
—¡Careta! ¡Pretexto!
—Pretexto, sí; pero más noble que el vuestro. En nosotros tendrá la sucesión directa...
—¡Fuera, fuera la careta! ¡También os conocemos!
—¡Holgazanes!
—¡Ambiciosos!
Al llegar aquí la broma, exasperáronse unas y otras máscaras, y ¡oh!, ¡qué noche de horror y de confusión!
—¡A ellos, a ellos! –gritaron unos y otros desenvainando sus armas. Un paquete de Boletines de Comercio 163 atrasados, lanzado por un brazo vigoroso y joven, vino a estrellarse sobre un grupo de peluquines; seis cayeron del golpe. Diez y nueve Siglos, llenos de reconvenciones, se alzaron a una contra la pandilla blanca; y ¿quién les pudiera resistir? Tampoco se descuidaban los acometidos; volaban Estrellas por todas partes, pero daban en el aire con los Siglos y los Boletines que iban y caían desvaneciéndose como los fuegos fatuos del verano. Un discurso parlamentario encontraba en el aire una exhortación carlista y arrollábala al punto. ¡Qué furor! Volaban Tiempos y Cínifes, lanzábanse Ateneos y Minervas; enemigo herido de ellos, enemigo dormido y fuera por consiguiente de combate. Hasta hubo quien sacó Correos, Crónicas y Auroras, armas prohibidas porque suelen dispararse contra el mismo que las carga. ¿Quién diría el destrozo y la mortandad? ¿Y quién el fin de tan sangrienta lucha, si el jefe de la inerte comparsa no se apareciese con una sonrisa en la boca y una Revista en la mano? Interpúsola el atornasolado como pudiera Mercurio su caduceo, 164 y cedieron los combatientes al arma más pesada. Todos quedaron aplanados. ¡Ay de aquel a quien le cayó encima una noticia diversa! ¡Ay del que tuvo que sufrir el peso de la crónica de provincias! ¡Mísero el que sintió sobre sí la Cámara de los Diputados! Quiso la buena suerte que esto cayese todo sobre la comparsa blanca, y nadie de ella pudo ya levantar cabeza. Roncaban unos, y otros se quejaban amargamente. En la comparsa nueva cayó un artículo de entrada, y ¡oh prodigio!, como el maná, súpole a cada uno al manjar más de su gusto; a nadie empero levantó chichón ni cardenal.
—¡Hola! ¿Quién es éste? ¿Es vuestro? –preguntaron los jóvenes a sus contrarios.
—¿Qué ha de ser nuestro? ¡Ay míseros! –contestaron los vencidos.
—¡Ah!, ¡ya! –repusieron los primeros–. ¿Quién diablos te había de conocer? Vaya, pase, pase por nuestro; mira, júzganos...
—¿Yo juzgar? –dijo el mediador–. No lo permita el cielo. Si fuera conciliar...
—Mira que si no quieres ser nuestro juez serás su reo... ¡Esos hipócritas!
—¡Oh!, no; hipócritas precisamente, no... seductores... –dijo el mediador.
—¡Revolucionarios! –gritaron los viejos.
—Revolucionarios precisamente... no... fautores de asonadas... –interrumpió el justo medio.
—¡Fanáticos! –gritaron los jóvenes.
—No, fanáticos, no... ilusos, incautos.
—¡Ignorantes!
—¡Incrédulos!
—Señores, todos tienen ustedes razón; la unión, la cultura, un justo medio... ni uno ni otro... las dos cosas...
—¡Nosotros queremos todo nuevo!
—No, nuevo no –dijo el justo medio.
—¡Nosotros todo viejo!
—No, viejo, no –repuso el atornasolado. 165
—¡Nosotros lo negro!
—¡Nosotros lo blanco!
—Todo, bien, todo; si se puede, todo; está entendido; daremos un blanco que tire a negro, y un negro que tire a blanco.
—¿Con que sí?
—No digo que sí, precisamente... mas...
—¿Con que no?
—No digo que no, precisamente... pero...
—Eso, eso es ponerse en la razón –dijo a este punto levantándose pausadamente, la mayoría hasta entonces inmóvil–; nosotros estamos por ese señor de la antigua española y moderna francesa. No somos partido, pero somos los más. Venga cualquiera cosa, llámenlo como quieran, y vamos viviendo. De cualquier modo hemos vivido hasta ahora, de cualquier modo moriremos.
—La verdadera diversión, señores, si me atrevo a llamarla así –dijo entonces animado con su inmensa fuerza el atornasolado de no conocido color—es tomar, permítaseme la frase, de los juegos venerandos antiguos lo preciso, modificándolo según el humor de los que han de divertirse [en el día, y si es que alguien ha de divertirse]. Y a propósito de esto diré para convencer a ustedes lo siguiente: las necesidades y las reformas, las instituciones y garantías, así como la antigua monarquía de las ideas nuevas, la discordia, la hidra de las revoluciones, y la bondad de arriba abajo, y no de abajo arriba, la legitimidad, los malévolos seducidos, un campo de horror y dulce fraternidad, los sucesos retrógrados y las masas progresivas... Otras cosas podría decir... pero... ¡Cuán dulce es la paz, señores! Y por fin el talento es mío, mía la experiencia, el tacto mío y la nación mía, porque no es de nadie, porque es pasiva; al que se oponga a mi justa conciliación –añadió riéndose con la más amable y cariñosa sonrisa—al que no quiera ser feliz, como yo entiendo la felicidad, harásele feliz, mal que le pese.
Un prolongado clamor de la multitud inmensa, tan callada toda la noche, pero un clamor no de entusiasmo pasajero, sino tranquilo, sereno, como la voz del poder que no ha menester esforzarse para hacerse oír, aplaudió sordamente la alocución ambilátera, que, traducida al lenguaje inteligible, quería decir a unos: Ya es tarde; y a otros: Es temprano todavía.
Restablecida la paz y el silencio, desapareció a mis ojos el baile y ambos partidos con él; halleme en medio de Madrid repitiendo para mí: Los tres no son más que dos, y el que no es nada vale por tres.
La Revista Española (18 febrero 1834)
He aquí una de las cosas exceptuadas en el reglamento para la censura de periódicos, 166 y de que se puede hablar, si se quiere, por supuesto. Ni un solo artículo en que se prohíba hablar de Numancia. No se puede hablar de otras cosas, es verdad; pero todo no se ha de hablar en un día. Por hoy, que es lo que más urge, ¿quién le impide a usted estarse hablando de [la] Numancia hasta que se pueda hablar de otra cosa? Tanto más ventilada quedará la cuestión. Dado siempre el supuesto de que no ha de haber borrones, pena de dos mil reales; las cosas limpias: el periódico ha de ser impenitente y pertinaz; sin enmienda, como carlista o pasaporte. Un artículo de periódico ha de salir bien de primera vez, que al fin no es ningún reglamento de milicia. Dado también el supuesto de que no se deje usted nada en blanco, pena de los dichos dos mil reales. No, sino andarse dando a leer al público papelitos en blanco. 167 ¿Sabe nadie lo que se puede aprender en un papel blanco? Dado el supuesto además de que ha de poder usted ser elector, porque al fin gran talento tendrá el que no ha sabido hacerse una rentita de seis mil reales.
Abundando en todos estos supuestos, diremos que el teatro estaba casi lleno en esa representación. Parécenos que en decir esto no hay peligro. Igualmente llena estaba la tragedia de alusiones patrióticas. Mucho nos gusta a los españoles la libertad, en las comedias sobre todo. Innumerables fueron los aplausos: tan completa la ilusión y tantas las repeticiones de libertad, que se olvidaba uno de que estaba en una tragedia. Casi parecía verdad. ¡Tanta es la magia del teatro! [El coro introducido al principio gustó sobremanera, y es digno del inteligente maestro que tenemos al frente de nuestra ópera.] Otra cosa que tampoco exceptúa el reglamento es el señor Luna: de éste se puede hablar, en cuanto a actor, atendido que el señor Luna ni es cosa de religión, ni prerrogativa del trono, ni estatuto real, ni su representación es fundamental, ni tiene fundamento alguno, ni perturba tranquilidad, ni infringe ley, ni desobedece a autoridad legítima, ni se disfraza con alusiones, sino con muy malos trajes antiguos; ni es licencioso y contrario a costumbre alguna, buena ni mala; no es libelo, ni infamatorio, ni le coge por ningún lado ningún ni de cuantos níes en el reglamento se incluyen; ni menos es soberano, ni gobierno extranjero. Y a nosotros sí nos atañe, por el contrario, no dejar este punto de nuestro papel en blanco, so pena de la consabida de los dos mil reales a la primera, del duplo a la segunda, y de dar al traste la tercera, que va la vencida. Decimos esto, porque no nos ha gustado el señor Luna: triste cosa es, pero no lo podemos remediar. Hay, sí, en él, celo y buena intención; pero esto, todos sabemos ahora más que nunca que no basta siempre. Su declamación en este papel es enfática y poco natural; sus transiciones son duras, más duras y crueles que una censura. Sensible nos es haberle de decir nuestra opinión; empero tal es nuestro deber y en eso no somos más que los intérpretes del público mismo.
Por lo demás, la tragedia, que literalmente hablando no es de mérito sobresaliente, ha hecho el efecto que debía hacer una composición, como ella, eminentemente patriótica. Cada cual se fue a su casa con la triste convicción de que en política como en tragedia, lo que más le cuesta a un pueblo es conquistar su libertad. Es de esperar que tenga mejor fin la nuestra, por esta vez, que la de Numancia. A bien que de nosotros depende.
La decoración última nos pareció muy regular, incluso los comparsas y aquellas descabelladas doncellas que chillaban a lo lejos, huyendo de los feroces romanos, y que parecían periódicos perseguidos por algún reglamento.
El telón al caer se detuvo a la mitad del camino a tomar un ligero descanso; no parecía sino que caminaba por la senda de los progresos, según lo despacio que iba y los tropiezos que encontraba. Tardó más en bajar que han tardado las patrias libertadas en levantarse.
La Revista Española (9 junio 1834)
Así como hay en el mundo hombres buenos, también hay cosas buenas: no citaremos nombres propios en la primera clase, por no ofender a la mayoría; pero en la segunda preciso será citar si queremos que nos crean. Cosa buena por ejemplo es la previa censura, y para algunos no sólo buena, sino excelente. Que manda usted y que manda usted mal, dos cosas que pueden ir juntas. ¿Pues no es cosa buena y rebuena que nadie pueda decirle a usted una palabra? Que manda usted, y que no manda usted mal, pero que es usted hombre de calma; y como había usted de mandar algo bueno, no manda usted nada, ni bueno ni malo. 168 ¿Pues no es un placer verdaderamente que si hay algún escritorzuelo atrevido que sale a decir: “Esto no marcha”, salga por otra parte el censor que usted le pone, y le escriba en letra gorda y desigual al pie del folleto: Esto no puede correr? Vaya si es cosa buena. Que es usted un sujeto de luces por otra parte, amigo del Gobierno, y que tiene usted poco sueldo, o no tiene usted ninguno, como suele suceder; vaya si es cosa buena que le den a usted 20.000 reales de sueldo u opción a los primeros que vaquen, sólo por poner: Esto no puede correr, que al cabo es decir una verdad como un templo... Cosa buena es y muy buena. 169 Replicaránnos los que viven de disputar que la tal previa censura no es igualmente buena para el que escribió el artículo que no puede correr, ni para el país que de él pudiera sacar provecho; pero en primer lugar, que al sentar nosotros la proposición de que hay cosas buenas, no hemos dicho para quién, y en segundo añadiremos que ése es el destino de las cosas de este mundo, en las cuales no hay una sola buena para todos. Países hay donde se cree que la perfección consiste en que las cosas sean buenas para los más; pero también hay países donde se cree en brujas, y no por eso son las brujas más verdaderas. Dejemos por consiguiente este punto, que entra en el número de los muchos que no son oportunos todavía para nosotros y convengamos únicamente en que hay cosas buenas.
Sabido esto, pocas hay que se puedan comparar con la policía. Por de pronto su origen está en la naturaleza; la policía se debe al miedo, y el miedo es cosa tan natural, que poco o mucho no hay quien no tenga alguno; y esto sin contar con los que tienen demasiado, que son los más. Todos tenemos miedo; los cobardes a todo; los valientes a parecer cobardes; en una palabra, el que más hace es el que más lo disimula, y esto no lo digo yo precisamente; antes que yo lo ha dicho Ercilla, en dos versos, por más señas, que si bien pudieran ser mejores, difícilmente podrían ser más ciertos.
El miedo es natural en el prudente,
Y el saberlo vencer es ser valiente.
Preclaro es, pues, el origen de la policía. No nos remontaremos a las edades remotas para encontrar apoyos a favor de la policía. Trabajo inútil fuera, pues ya nos lo dan hecho; un orador ha dicho 170 que en todos los países la ha habido con este o aquel nombre, y es punto sabido y muy sabido que la había en Roma y en el consulado de Cicerón; no se sabe si con este o con aquel nombre, no precisamente con su subdelegado al frente y sus celadores al pie; pero ello es que la había, y si la había en Roma es cosa buena; si a esto se añade que la hay en Portugal, y que el pueblo da a sus individuos el nombre de morcegos, 171 ya no hay más que saber.
Venecia ha sido el Estado que ha llevado a más alto grado de esplendor la policía; pues ¿qué otra cosa era el famoso tribunal pesquisidor de aquella República? 172 A ella se debía la hermosa libertad que se gozaba en la reina del Adriático, y que con colores tan halagüeños nos ha presentado un literato moderno en la escena, y un célebre novelista en su Bravo. La Inquisición no era tampoco otra cosa que una policía religiosa; y si era buena la inquisición, no hay para qué disputarlo. Aquí se prueba lo que ha dicho el orador citado, de que siempre ha existido en todos los países con este o aquel nombre.
Otra prueba de que es cosa buena la policía es su existencia, no sólo en Roma y en Portugal, sino también en Austria; y sobre todo, en la parte de Italia 173 sujeta a aquel Imperio, donde es delito a los ojos de la policía haber a las manos un papel francés. Así son los italianos tan felices, así se hacen lenguas del emperador de Austria. Óigase otro ejemplo. Ahí está la Polonia, que debe su actual felicidad –¡vaya si es feliz!– a la policía rusa. Que la policía es, pues, una institución liberal, se deduce claramente de su existencia en Austria y en Polonia; y si nos venimos más acá, veremos que en Francia la instaló Bonaparte, uno de los amigos [más] acérrimos de la libertad, 174 y tanto, que él tomó para sí toda la que pudo coger a los pueblos que sujetó; y a España, por fin, la trajo el célebre conquistador del Trocadero 175 el año 23, y fue lo que nos dio en cambio y permuta de la Constitución que se llevó; prueba de que él creía que valía tanto por lo menos la policía como la Constitución.
Pues luego, si ha hecho bienes al país, no hay para qué ponerlo en cuestión.
A la policía debió el desgraciado Miyar su triste fin; y como ha dicho muy bien otro orador, a la policía se debió sin duda alguna aquella inocente treta por la cual se sonsacó de Gibraltar a un célebre patriota para acabarlo en territorio español, con toda nobleza y valentía. 176 Pero ¿a qué más ejemplos? De cuantos liberales han muerto judicialmente asesinados en los diez años, acaso no habrá habido uno que no haya tenido algo que agradecer a esa brillante institución. Ahora bien: continuador el año 35 y heredero universal, como se ha pretendido, de los diez años, mal pudiera rehusar herencia tan legítima; así hemos visto a nuestra policía recientemente hacer prodigios en punto a conspiraciones.
La policía se divide en política y en urbana. 177 Y es cosa tan buena una como otra. Por la primera, supongamos que sabe usted que se habla en un café, en una casa, o que no se habla, pero que tiene usted un enemigo –¿quién no tiene un enemigo?–. Va usted a la policía, y con contar el caso, y con añadir que en la casa tienen pacto con isabelinos, y que detrás del viva de ordenanza está tapada la anarquía, hace usted prender a su enemigo. ¿Pues no es cosa excelente? Luego, para cualquier carrera se necesita saber algo, suponiendo que no haya favor o parentesco; para médico, por ejemplo, alargar la enfermedad; para abogado, embrollar el asunto; para militar, ir a Vizcaya... para cura, todos sabemos ya lo que se necesita saber, y por ese estilo; pero para ser de policía, basta con no ser sordo. ¡Y es tan fácil no ser sordo! Ahora, si fuera preciso hacerse el sordo, ya era otra cosa; era preciso saber entonces casi tanto como para ser ministro.
Por otra parte, decía un ilustre amigo nuestro 178 que la España se había dividido siempre en dos clases; gentes que prenden a gentes que son prendidas: admitida esta distinción, no se necesita preguntar si es cosa buena la policía.
Acerca de los premios destinados a la delación, y para cuyos gastos será sin duda gran parte de los millones del presupuesto, esto es indispensable: primero, porque uno no ha de delatar de balde, y segundo, porque no se cogen truchas, etc., refrán que pudiéramos convertir en no se cogen anarquistas, etc. En una palabra, o se ha de prender, o no se ha de prender; si se ha de prender, es preciso que haya quien delate; y si ha de haber delatores, éstos han de comer, porque tripas llevan pies. Por consiguiente, no sólo es cosa buena la policía, sino también los ocho millones.
En los Estados Unidos y en Inglaterra no hay esta policía política; pero sabido es en primer lugar el desorden de ideas que reina en aquellos países; allí puede uno tener la opinión que le dé la gana; por otra parte, la libertad mal entendida tiene sus extremos, y nosotros, leyendo en el gran libro abierto de las revoluciones, como ha dicho muy bien otro orador, debemos aprender algo en él, y no seguir las mismas huellas de los países demasiado libres, porque vendríamos a parar al mismo estado de prosperidad que aquellas dos naciones. La riqueza vicia al hombre, y la prosperidad le hace orgulloso por más que digan.
La otra policía es urbana. Ésta es todavía más cosa buena que la otra. Entre las ventajas que produce nos contentaremos con los pasaportes, con los cuales va usted adonde quiere y adonde le dejan. Paga usted su peseta, y ya sabe usted que tiene pasaporte. Suponga usted que a imitación de Inglaterra no hubiera pasaportes. 179 En verdad que no se concibe cómo se puede ir de una parte a otra sin pasaporte; si fuera sin caminos, sin canales, sin carruajes, sin posadas, ¡vaya!, pero ¡sin pasaportes! Por el mismo consiguiente saca usted su carta de seguridad, y ya está usted seguro de haber gastado dos reales; pero en cambio hay otro que desde que usted los tiene de menos los tiene de más. De modo que para éste, sobre todo, la carta de seguridad es cosa buena, tan buena por el pronto como dos reales. Hay cosas mejores, es verdad, pero siempre es cosa buena.
Probada, pues, hasta la evidencia la bondad de la policía, ¿cómo pudiéramos no agregarnos al voto de los 50 señores procuradores que han perdido la última votación? Poco vale por cierto nuestra opinión; no somos desgraciadamente ni procuradores ni inviolables, pero en cambio tendremos policía por lo menos; pagaremos en compañía de nuestros compatriotas ocho millones para que nos averigüen nuestras conversaciones, nuestros pensamientos, nuestros... y si algún día la policía nos prende, como es probable, por anarquistas, exclamaremos con justo entusiasmo: “¡Buena cárcel nos mamamos! ¡Pero buen dinero nos cuesta!”.
La Revista Española (7 febrero 1835)
Rápida ojeada sobre la historia e índole
de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir. Profesión de fe
La política, interés principal que absorbe y llena en el día todo espacio que a la pública curiosidad ofrecen en sus columnas los periódicos, nos ha impedido hasta ahora señalar en el nuestro a la literatura el lugar que de derecho le corresponde. Pero no hemos olvidado que la literatura es la expresión, el termómetro verdadero del estado de la civilización de un pueblo, ni somos de aquellos que piensan con los extranjeros que al concluir nuestro siglo de oro expiró en España la afición a las bellas letras. Sí pensamos que, aun en la época de su apogeo, nuestra literatura había tenido un carácter particular, el cual o había de variar con la marcha de los tiempos o había de ser su propia muerte, si no quería transigir con las innovaciones y el espíritu filosófico que comenzaba a despuntar en el horizonte de la Europa. Impregnada del orientalismo que nos habían comunicado los árabes, influida por la metafísica religiosa, puédese asegurar que había sido más brillante que sólida, más poética que positiva. A esta razón, y cuando nuestros ingenios no hacían ni podían hacer otra cosa que girar de continuo dentro de un mismo estrecho círculo, antes que se hubiese acabado de formar y fijar la lengua, una causa religiosa en su principio, y política en sus consecuencias, apareció en el mundo; y esa misma causa, que dio el impulso investigador a otros pueblos, reprimida y perseguida en España, fijó entre nosotros el nec plus ultra 180 que había de volvernos estacionarios. La Reforma abrió un nuevo campo a los pueblos de Alemania y de Inglaterra, que la abrazaron ansiosos; y si en Francia no triunfó, tuvo el influjo bastante para templar y equilibrar el ciego impulso del fanatismo. Los que se atrevieron a luchar con ella abiertamente no osaron en cambio dejar toda su fuerza a la reacción religiosa, temerosos sin duda de que la falta de contemplación forzase a los pueblos, avizorados 181 ya con el ejemplo, a lanzarse en la nueva senda que delante de sí veían abierta. De aquí la tolerancia que fue forzoso a los legisladores adoptar en política y en religión; la cual preparó en Francia un siglo de escritores filósofos, propagadores del germen de una revolución en las ideas que debía ser sangrienta, porque no la hacía allí la predicación, sino la violencia. La España estaba más lejana del foco de las ideas nuevas; las que en otros países caducaban ya, eran nuevas todavía para ella, porque recién salida de la larga dominación musulmana, veía todavía en el catolicismo el paladium 182 que la había salvado. Siete siglos además de guerras y rencores religiosos debían haberla hecho más fanática. ¿Qué mucho, pues, que el impulso de la Reforma se hiciese apenas sentir en sus habitantes, más bien ocupados en sus intestinas discordias que envueltos en el movimiento general, de que hacía tiempo la habían segregado sus intereses particulares? Ella fue por el contrario el refugio de los vencidos de otras partes; aquí se vinieron a hacer fuertes contra la invasión reformista los que habían sido por ella desarmados en sus patrios lares; y la persecución religiosa, amalgamada con el celo fundador y apostólico que nos llevaba a descubrir mundos nuevos que ofrecer al cielo, sofocó para largo espacio toda esperanza de progreso. Ni dejamos tampoco de tener disculpa. La gloria, poesía de las naciones conquistadores, nos hacía más llevaderas unas cadenas de que podíamos hacer cirineos 183 a tantos pueblos sometidos, y el metal precioso de la conquista nos las doraba. ¿Qué mucho que la España de entonces trocase su libertad interior por el dominio en lo exterior, si hemos visto en los tiempos modernos a una gran nación 184 que se decía harto más adelantada, a una nación que parecía haber sacudido para siempre toda especie de tiranos por medio de la más sangrienta Revolución, si la hemos visto, decimos, coronar a un nuevo déspota, que no necesitó para ceñirse con una mano la corona imperial sino alargar con la otra a los republicanos más ardientes laureles perecederos y el oropel de una pasajera conquista?
En España, pues, causas locales atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el movimiento literato. La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, 185 añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas; así que aun en nuestro siglo de oro es cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar. Fuera de los escritos místicos y teológicos, y de los tratados sutilmente metafísico–morales de que podemos presentar una biblioteca antigua desgraciadamente más completa que ninguna otra nación, si queremos encontrar prosistas nos habremos de refugiar en la Historia. Solís, Mariana 186 y algunos otros ilustraron en verdad la musa de Tácito y de Suetonio. Nos es fuerza empero confesar que aun ésos se ofrecieron más bien como columnas de la lengua que como intérpretes del movimiento de su época; influidos por las creencias populares, no dieron un solo paso adelante; adoptaron los cuentos y las tradiciones fabulosas como verdaderas causas políticas; trataron más bien de lucir su claro ingenio en estilo florido que de desentrañar los móviles de los hechos que se veían llamados a referir. Más parecieron sus escritos una recopilación de materiales y fragmentos descosidos, una copia selecta de arengas verosímiles que una historia razonada. No sabiendo deslindar la crónica de la Historia, la Historia de la novela, llenaron muchos tomos sin llegar a hacer un solo libro.
La novela, hija toda de la imaginación, se vio mejor representada entre nosotros, y en una época en que no era sospechado siquiera el género en el resto de Europa, pues que hasta los mismos libros de caballería tuvieron su origen en la península española. En ella podemos citar escritores excelentes, si contados. El Ingenioso Hidalgo, último esfuerzo del ingenio humano, bastaría a adjudicarnos la palma, aunque no tuviéramos otras que presentar en lugar privilegiado, si no tan eminente. Pero esta época fue de corta duración, y después de Quevedo la prosa volvió al olvido de que momentáneamente la habían sacado unos pocos, sólo al parecer para dar una muestra al mundo literario de lo que era permitido hacer en ese género a la lengua y al ingenio español.
Poco después la literatura se refugió al teatro, y no fue por cierto para predicar ideas de progreso; no supo siquiera sostenerse; no hizo más que decaer.
A fines del siglo pasado volvió a brillar un destello de esperanza, una apariencia de resurrección, que se hubiera acaso llevado a cabo si los disturbios políticos no se hubieran apresurado a sofocar el germen sembrado durante el feliz reinado de Carlos III. Dado ya el impulso, sin embargo, era forzoso que algunos efectos siguieran a la causa. La larga paz que disfrutaba la Europa, el embrutecimiento y la servidumbre en que habían caído los pueblos, habían hecho menos recelosos a los tiranos; si bien los más perspicaces oían ya el rumor sordo de la próxima tempestad, no era seguramente en España donde debía de esperarse el estallido; era tan distinta nuestra predisposición, que al verificarse aquél, ningún miedo de contagio infundió en el Gobierno español. Al contrario, él mismo había sido una de las causas de la propagación de las ideas nuevas, apoyando la rebelión de las primeras colonias 187 americanas que se separaron de su metrópoli. A fines, pues, del siglo pasado apareció en España una juventud menos apática y más estudiosa que la de las anteriores generaciones; pero juventud que, al volver los ojos atrás para buscar modelos y maestros en sus antecesores, no vio sino una inmensa laguna; desesperando entonces de unir el cabo interrumpido y de continuar un movimiento paralizado dos siglos antes, creyó no poder hacer cosa mejor que saltar el vacío en vez de llenarle, y agregarse al movimiento del pueblo vecino, adoptando sus ideas tales cuales las encontraba. Viose entonces un fenómeno raro en la marcha de las naciones; entonces nos hallamos en el término de la jornada sin haberla andado.
Ayala, Luzán, Huerta, Moratín el padre, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos y algunos otros, restauraron las bellas letras, es verdad; pero ¿cómo? Introduciendo en nuestro siglo XVIII el gusto francés, bien como en el XVI habían otros introducido el italiano. Fueron imitadores, sin saberlo las más veces, repugnándolo casi siempre. El espíritu de análisis, disecador, digámoslo así, y el espíritu filosófico francés, hicieron sentir su influencia en nuestra regeneración literaria. Los agentes de ella, queriendo con todo creerse independientes, quisieron salvar de nuestro antiguo naufragio la expresión; es decir, que al adoptar las ideas francesas del siglo XVIII, quisieron representarlas con nuestra lengua del siglo XVI. Una vez puros, se creyeron originales. Así que, en poesía, vimos conservado el saber poético de nuestros buenos tiempos: parecíamos oír todavía la lira de Herrera y de Rioja; y en prosa fue declarado delito toda innovación en el lenguaje de Cervantes. Iriarte, Cadalso y otros se declararon a todo trance puristas, y persiguieron toda novedad con las armas de la sátira, al paso que Meléndez, Jovellanos, Huerta y Moratín sostenían la misma opinión con el ejemplo.
Éste es el lugar de hacer una observación esencialísima en la materia. Hemos dicho que la literatura es la expresión del progreso de un pueblo; y la palabra, hablada o escrita, no es más que la representación de las ideas, es decir, de ese mismo progreso. Ahora bien: marchar en ideología, en metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar ideas nuevas a las viejas, combinaciones de hoy a las de ayer, analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la lengua, que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza. Quisiéramos, sin ir más lejos en la cuestión, ver al mismo Cervantes en el día, forzado a dar al público un artículo de periódico acerca de la elección directa, de la responsabilidad ministerial, del crédito o del juego de bolsa, y en él quisiéramos leer la lengua de Cervantes. Y no se nos diga que el sublime ingenio no hubiera nunca descendido a semejantes pequeñeces, porque esas pequeñeces forman nuestra existencia de ahora, como constituían la de entonces las comedias de capa y espada; y porque Cervantes que las escribía, para vivir, cuando no se escribían sino comedias de capa y espada, escribiría, para vivir también, artículos de periódico. Lo más que pueden los puristas exigir es que al adoptar voces y giros, frases nuevas, se respete, se consulte, se obedezca en lo posible el tipo, la índole, las fuentes, las analogías de la lengua.
Ha aquí verdades que no comprendieron los padres de nuestra regeneración literaria; quisieron adoptar ideas peregrinas, exóticas, y vestirlas con la lengua propia; pero esta lengua, desemejante de la túnica del Señor, no había crecido con los años y con el progreso que había de representar; esta lengua, tan rica antiguamente, había venido a ser pobre para las necesidades nuevas; en una palabra, este vestido venía estrecho a quien le había de poner. Acaso sea ésta una de las trabas que nuestros literatos tuvieron entonces para entrar más adentro en el espíritu del siglo. De esto sería una prueba la inculpación que a Cienfuegos se ha hecho de haber respetado poco la lengua. ¿Qué mucho, si Cienfuegos era el primer poeta que teníamos filosófico, el primero que había tenido que luchar con su instrumento, y que le había roto mil veces en un momento de cólera o de impotencia? Si nuestras razones no tuvieran peso suficiente, habría de tenerlo indudablemente el ejemplo de esas mismas naciones, a quienes nos vemos forzados a imitar, y que mientras nosotros hemos permanecido estacionarios en nuestra lengua, han enriquecido las suyas con voces de todas partes. Porque nunca preguntaron a las palabras que quisieron aceptar: ¿De dónde vienes?, sino: ¿Para qué sirves? Y medítese aquí que el estar parado cuando los demás andan, no es sólo estar parado, es quedarse atrás, es perder terreno.
Además de esta causa, que opuso tantas trabas a nuestros adelantos, había otra, a saber: que el número de los que adoptaban el gusto francés, e importaban una nueva literatura, era reducido; eran entonces solamente unas cuantas avanzadas de la multitud, estacionaria todavía, tanto en literatura como en política. No queremos rehusarles por eso la gratitud que de derecho les corresponde; quisiéramos sólo abrir un campo más vasto a la joven España; quisiéramos sólo que pudiese llegar un día a ocupar un rango suyo, conquistado, nacional, 188 en la literatura europea.
No es nuestra intención en esta reseña general entrar a analizar el mérito de los escritores que nos han precedido; esto fuera molesto, inútil a nuestro propósito, y poco lisonjero acaso para algunos que viven todavía. Después que algunos hombres caros a las musas hubieron, no levantado nuestra literatura, sino introducido en España la francesa, después que nos impusieron el yugo de los preceptistas del siglo ostentoso y compasado de Luis XIV, las turbulencias políticas vinieron a atajar ese mismo impulso, que llamaremos bueno a falta de otro mejor.
Muchos años hemos pasado de entonces acá sin podernos dar cuenta siquiera de nuestro estado, sin saber si tendríamos una literatura por fin nuestra o si seguiríamos siendo una postdata rezagada de la clásica literatura francesa del siglo pasado. En este estado estamos casi todavía: en verso, en prosa, dispuestos a recibirlo todo, porque nada tenemos. En el día numerosa juventud se abalanza ansiosa a las fuentes del saber. ¿Y en qué momentos? En momentos en que el progreso intelectual, rompiendo en todas partes antiguas cadenas, desgastando tradiciones caducas y derribando ídolos, proclama en el mundo la libertad moral, a la par de la física, porque la una no puede existir sin la otra.
La literatura ha de resentirse de esta prodigiosa revolución, de este inmenso progreso. En política el hombre no ve más que intereses y derechos, es decir, verdades. Y no se nos diga que la tendencia del siglo y el espíritu de él, analizador y positivo, lleva en sí mismo la muerte de la literatura, no. Porque las pasiones en el hombre siempre serán verdades, porque la imaginación misma ¿qué es sino una verdad más hermosa?
Si nuestra antigua literatura fue en nuestro siglo de oro más brillante que sólida, si murió después a manos de la intolerancia religiosa y de la tiranía política, si no pudo renacer sino en andadores franceses, y si se vio atajado por las desgracias de la patria ese mismo impulso extraño, esperemos que dentro de poco podamos echar los cimientos de una literatura nueva, expresión de la sociedad nueva que componemos, toda de verdad, como de verdad es nuestra sociedad, sin más reglas que esa verdad misma, sin más maestro que la naturaleza, joven, en fin, como la España que constituimos. Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la nuestra, he aquí la medida con que mediremos; en nuestros juicios críticos preguntaremos a un libro: ¿Nos enseñas algo? ¿Nos eres la expresión del progreso humano? ¿Nos eres útil? Pues eres bueno. No reconocemos magisterio literario en ningún país; menos en ningún hombre, menos en ninguna época, porque el gusto es relativo; no reconocemos una escuela exclusivamente buena, porque no hay ninguna absolutamente mala. Ni se crea que asignamos al que quiera seguirnos una tarea más fácil, no. Le instamos al estudio, al conocimiento del hombre; no le bastará como al clásico abrir a Horacio y a Boileau y despreciar a Lope o a Shakespeare; no le será suficiente, como al romántico, colocarse en las banderas de Víctor Hugo y encerrar las reglas con Molière y con Moratín; no, porque en nuestra librería campeará el Ariosto al lado de Virgilio, Racine al lado de Calderón, Molière al lado de Lope; a la par, en una palabra, Shakespeare, Schiller, Goethe, Byron, Víctor Hugo y Corneille, Voltaire, Chateaubriand y Lamartine.
Rehusamos, pues, lo que se llama en el día literatura entre nosotros; no queremos esa literatura reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar sonetos y odas de circunstancias, que concede todo a la expresión y nada a la idea, sino una literatura hija de la experiencia [y de la Historia y faro, por lo tanto, del porvenir]: estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún; apostólica y de propaganda; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa saberlas, mostrando al hombre no como debe ser, sino como es, para conocerle; literatura, en fin, expresión toda de la ciencia de la época, del progreso intelectual del siglo. 189
El Español (18 enero 1836)
Drama caballeresco, en cinco jornadas,en prosa y verso.
Su autor, don Antonio García Gutiérrez
Con placer cogemos la pluma para analizar esta producción dramática, que tanto promete para lo sucesivo en quien con ella empieza su carrera literaria, y que tan brillante acogida ha merecido al público de la capital. Síganle muchas como ella, y los que presumen que abrigamos una pasión dominante de criticar a toda costa y de morder a diestro y siniestro, verán cuán presto cae de nuestras manos el látigo que para enderezar tuertos ajenos tenemos hace tanto tiempo empuñado.
El autor del Trovador se ha presentado en la arena, nuevo lidiador, sin títulos literarios, sin antecedentes políticos; solo y desconocido, la ha recorrido bizarramente al son de las preguntas multiplicadas: ¿Quién es el nuevo, quién es el atrevido?; y la ha recorrido para salir de ella victorioso; entonces ha alzado la visera, y ha podido alzarla con noble orgullo, respondiendo a las diversas interrogaciones de los curiosos espectadores: Soy hijo del genio, y pertenezco a la aristocracia del talento. ¡Origen por cierto bien ilustre, aristocracia que ha de arrollar al fin todas las demás! 190
El poeta ha imaginado un asunto fantástico e ideal y ha escogido por vivienda a su invención el siglo XV; halo colocado en Aragón, y lo ha enlazado con los disturbios promovidos por el conde de Urgel.
Con respecto al plan no titubearemos en decir que es rico, valientemente concebido y atinadamente desenvuelto. La acción encierra mucho interés, y éste crece por grados hasta el desenlace.
Sin embargo, no es la pasión dominante del drama el amor; otra pasión, si menos tierna, no menos terrible y poderosa, oscurece aquélla: la venganza. No hace mucho tiempo tuvimos ocasión de repetir que es perjudicial al efecto teatral la acumulación de tantos medios de mover: en El Trovador constituyen verdaderamente dos acciones principales, que en todas las partes del drama se revelan a nuestra vista rivalizando una con otra. Así es que hay dos exposiciones: una enterándonos del lance concerniente a la gitana, que constituye ella por sí sola una acción dramática; y otra poniéndonos al corriente del amor de Manrique, contrarrestado por el del conde, que constituye otra. Y dos desenlaces: uno que termina con la muerte de Leonor la parte en que domina el amor; otro que da fin con la muerte de Manrique a la venganza de la gitana.
Estas dos acciones dramáticas, 191 no menos interesantes, no menos terribles una que otra, se hallan, a pesar de la duplicidad, tan perfectamente enclavijadas, 192 tan dependientes entre sí, que fuera difícil separarlas sin recíproco perjuicio; y en el teatro sólo así daremos siempre carta blanca a los defectos.
De aquí resultan necesariamente tres caracteres igualmente principales, y en resumen ningún verdadero protagonista, por más que refundiéndose todos esos intereses encontrados en el solo Manrique, pueda éste abrogarse el título de la obra exclusivamente. Pero si nos preguntan cuál de los tres caracteres elegimos como más importante, nos veremos embarazados para responder: el amor hace emprender a Leonor cuanto la pasión más frenética puede inspirar a una mujer: el olvido de los suyos, el sacrificio de su amor a Dios, el perjurio y el sacrilegio, la muerte misma. Hasta aquí parece difícil que otro carácter pueda ser el principal; sin embargo, la gitana, movida de la venganza, empieza por quemar su propio hijo, y reserva el del conde de Luna para el más espantoso desquite que de su enemigo puede tomar. Don Manrique mismo, en fin, movido por su pasión, por el amor filial y por el interés de su causa política, no puede ser más colosal, ni necesitaba el auxilio de otros resortes tan fuertes como el que le mueve a él para llevarse la atención del público.
¿Diremos al llegar aquí lo que francamente nos parece? Todos los defectos de que la crítica puede hacer cargo al Trovador nacen de la poca experiencia dramática del autor; esto no es hacerle una reconvención, porque pedirle en la primera obra lo que sólo el tiempo y el uso pueden dar, sería una injusticia. Ha imaginado un plan vasto, un plan más bien de novela que de drama, y ha inventado una magnífica novela; pero al reducir a los límites estrechos del teatro una concepción demasiado amplia, ha tenido que luchar con la pequeñez del molde.
De aquí el que muchas entradas y salidas estén poco justificadas: entre otras las del proscrito Manrique en Zaragoza y en palacio, en la primera jornada; la del mismo en el convento en la segunda; su introducción en la celda de Leonor en la tercera, cosa harto difícil en todos tiempos, para que no mereciera una explicación. Tampoco es natural que el conde don Nuño, que debe desconfiar mucho de las proposiciones tardías de una mujer que ha preferido el convento a su mano, la deje ir al calabozo del Trovador, y más cuando no es siquiera portadora de ninguna orden suya para ponerle en libertad, sin la cual seguramente no puede bastar ni servir de nada la concesión lograda. No somos esclavos de las reglas, 193 creemos que muchas de las que se han creído necesarias hasta el día son ridículas en el teatro, donde ningún efecto puede haber sin que se establezca un cambio de concesiones entre el poeta y el público; pero no consideramos tales justificaciones como reglas, sino como medios seguros de mayor efecto; evitemos por su medio, siempre que la verosimilitud lo exija, que el espectador tenga que invertir en pedirse razón de los sucesos el tiempo que debería atender a las bellezas del desempeño; y todos convendrán conmigo en que es indispensable preparar y justificar cuanto pueda dar lugar a la menor duda.
La exposición es poco ingeniosa, es una escena desatada del drama; es más bien un prólogo; citaremos, por último, en apoyo de la opinión que hemos emitido acerca de la inexperiencia dramática, los diálogos mismos; por más bien escritos que estén, los en prosa semejan diálogos de novela, que hubieran necesitado más campo, y los en verso tienen un sabor en general más lírico que dramático: el diálogo es poco cortado e interrumpido, como convendría a la rapidez, al delirio de la pasión, a la viveza de la escena.
Pero ¿qué son estos ligeros defectos, y que acaso no lo serán sólo porque a nosotros nos lo parezcan, comparados con las muchas bellezas que encierra El Trovador? Las costumbres del tiempo se hallan bien observadas, aunque no quisiéramos ver el don prodigado en el siglo XV. Los caracteres sostenidos, y en general maestramente acabadas las jornadas; en algunos efectos teatrales se halla desmentida la inexperiencia que hemos reprochado al autor: citaremos la linda escena que tan bien remata la primera jornada, la cual reúne al mérito que le acabamos de atribuir una valentía y una concisión, un sabor caballeresco y calderoniano difícil de igualar.
De mucho más efecto es el fin de la segunda jornada, terminada con la aparición del Trovador a la vuelta de las religiosas; su estancia en la escena durante la ceremonia, la ignorancia en que está de la suerte de su amada y el cántico lejano, acompañado del órgano, son de un efecto maravilloso; y no es menos de alabar la economía con que está escrito el final, donde una sola palabra inútil no se entromete a retardar o debilitar las sensaciones.
Igual mérito tiene el desenlace del drama, que tenemos citado más arriba, y en todos estos pasajes reconocemos un instinto dramático seguro, y que nos es fiador de que no será éste el último triunfo del autor.
Como modelos de ternuras y de dulcísima y fácil versificación, citaremos la escena cuarta de la primera jornada entre Leonor y Manrique.
¿Quiérese otro ejemplo de la difícil facilidad de que habla Moratín? Léase el monólogo con que principia la escena cuarta de la jornada tercera, en que el poeta además pinta con maestría la lucha que divide el pecho de Leonor entre su amor, y el sacrificio que a Dios acaba de hacer; y el trozo del sueño, contado por Manrique en la escena sexta de la cuarta, si bien tiene más de lírico que de dramático.
Diremos en conclusión que el autor, al decidirse a escribir en prosa y en verso su drama, adoptaba voluntariamente una nueva dificultad; es más difícil a un poeta escribir bien en prosa que en verso, porque la armonía del verso está encontrada en el ritmo y la rima, y en la prosa ha de crearla el escritor, pues la prosa tiene también su armonía peculiar; las escenas en prosa tenían el inconveniente de luchar con el sonsonete de las versificadas, de que no deja de prendarse algún tanto el público; y luego necesitaba el poeta desplegar aún tino en la determinación de las que había de escribir en prosa y las que había de versificar, pues que se entiende que no había de hacerlo a diestro y siniestro.
Tanto esta libertad como la frecuente mudanza de escena no las disputaremos a ningún poeta, siempre que sean, como en El Trovador, indispensables, naturales y en obsequio del efecto. Sólo quisiéramos que no pasase un año entero entre la primera y la segunda jornada, pues mucho menos tiempo bastaría.
En cuanto a la repartición, hala trastrocado toda en nuestro entender una antigua preocupación de bastidores; se cree que el primer galán debe de hacer siempre el primer enamorado, preocupación que fecha desde los tiempos de Naharro, y a la cual debemos en las comedias de nuestro teatro antiguo las indispensables relaciones de dama y galán, sin las cuales no se hubiera representado tiempos atrás comedia ninguna. Sin otro motivo se ha dado el papel del Trovador al señor Latorre, a quien de ninguna manera convenía, como casi ningún papel tierno y amoroso. Su físico, y la índole de su talento, se prestan mejor a los caracteres duros y enérgicos; por tanto le hubiera convenido más bien el papel del conde don Nuño. Todo lo contrario sucede con el señor Romea, que debiera haber hecho el Trovador.
Por la misma razón el papel de la gitana ha estado mal dado. Ésta era la creación más original, más nueva del drama, el carácter más difícil también, y por consiguiente el de mayor lucimiento; si la señora Rodríguez es la primera actriz de estos teatros, ella debiera haberlo hecho, y aunque hubiese estado fea y hubiese parecido vieja, si es que la señora Rodríguez puede parecer nunca fea ni vieja. El carácter de Leonor es de aquellos cuyo éxito está en el papel mismo; no hay más que decirlo: una actriz como la señora Rodríguez debiera despreciar triunfos tan fáciles.
Felicitamos, en fin, de nuevo al autor, y sólo nos resta hacer mención de una novedad introducida por el público en nuestros teatros: los espectadores pidieron a voces que saliese el autor: levantose el telón y el modesto ingenio apareció para recoger numerosos bravos y nuevas señales de aprobación.
En un país donde la literatura apenas tiene más premio que la gloria, sea ése siquiera lo más lato posible; acostumbrémonos a honrar públicamente el talento, que ésa es la primera protección que puede dispensarle un pueblo, y ésa la única también que no pueden los Gobiernos arrebatarle.
El Español (4 marzo 1836)
Fígaro, en el cementerio
En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. 194 Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, 195 un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, 196 imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo 197 en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
—¡Día de Difuntos! –exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
—¡Fuera, exclamé, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–: ¡fuera!–, como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria 198 de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
—¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador 199 del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.
—¿Qué monumento es éste? –exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:
Y ni los v... ni los diablos veo. 200
En el frontispicio decía: “Aquí yace el trono: nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja 201 de un aire colado”. En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos:
Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos. R. I. P.
Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra media.
Doña María de Aragón 202: Aquí yacen los tres años.
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar. 203
Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.
Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí, involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
En su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
La calle de Postas, la calle de la Montera. Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat! Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar! 204
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¡es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña!
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. 205 Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo, 206 pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto.
Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió ser raquítico, según lo poco que vivió.
El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.
¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvía todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!!
¡Silencio, silencio!!!
El Español (2 noviembre 1836)
Yo y mi criado. 207 Delirio filosófico
El número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce veces al año amanece, sin embargo, día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de incendio, así yo desde el 23 me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése a lo menos oye la verdad!
El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, 208 y consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las cortinas de mi estancia.
El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24 había de ser día de agua. Fue peor todavía: amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.
Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la frente, cargada como el hielo de nubes frías, apoyé los codos en mi mesa y paré tal 209 que cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional 210 citado para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados y como llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros los ven alegres y serenos...
Haré merced a mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay periódicos bastantes en Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Dichoso el que tiene oficina! ¡Dichoso el empleado aun sin sueldo o sin cobrarlo, que es lo mismo! Al menos no está obligado a pensar, puede fumar, puede leer la Gaceta. 211
—¡Las cuatro! ¡La comida!–, me dijo una voz de criado, una voz de entonación servil y sumisa; en el hombre que sirve, hasta la voz parece pedir permiso para sonar.
Esta palabra me sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a exclamar como Don Quijote: “Come, Sancho hijo, come tú que no eres caballero andante y que naciste para comer”; porque al fin los filósofos, es decir, los desgraciados, podemos no comer, pero ¡los criados de los filósofos! Una idea más luminosa me ocurrió: era día de Navidad. Me acordé de que en sus famosas saturnales 212 los romanos trocaban los papeles y que los esclavos podían decir la verdad a sus amos. Costumbre humilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado y dije para mí: “Esta noche me dirás la verdad”. Saqué de mi gaveta unas monedas; tenían el busto de los monarcas de España: cualquiera diría que son retratos; sin embargo, eran artículos de periódico. Las miré con orgullo:
—Come y bebe de mis artículos –añadí con desprecio–; sólo en esa forma, sólo por medio de esa estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas gentes.
Una risa estúpida se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas han tenido la bondad de llamar racional sólo porque lo han visto hombre. Mi criado se rió. Era aquella risa el demonio de la gula que reconocía su campo.
Tercié la capa, calé el sombrero y en la calle.
¿Qué es un aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera compartido el año en trescientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de nuestro aniversario? Pero al pueblo le han dicho: “Hoy es un aniversario” y el pueblo ha respondido: “Pues si es un aniversario, comamos, y comamos doble”. ¿Por qué come hoy más que ayer? O ayer pasó hambre u hoy pasará indigestión. Miserable humanidad, destinada siempre a quedarse más acá o ir más allá.
Hace mil ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo; nació el que no reconoce principio y el que no reconoce fin; nació para morir. ¡Sublime misterio!
¿Hay misterio que celebrar? “Pues comamos”, dice el hombre; no dice: “Reflexionemos”. El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumento terrible en favor del alma!
Para ir desde mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente como es preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro. Montones de comestibles acumulados, risa y algazara, compra y venta, sobras por todas partes y alegría. No pudo menos de ocurrirme la idea de Bilbao: 213 figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban. Era horrible el contraste de la fisonomía escuálida y de los rostros alegres. Era la reconvención y la culpa, aquélla agria y severa, ésta indiferente y descarada.
Todos aquellos víveres han sido aquí traídos de distintas provincias para la colación 214 cristiana de una capital. En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás.
¡Las cinco! Hora del teatro; el telón se levanta a la vista de un pueblo palpitante y bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Una representación en que los hombres son mujeres y las mujeres hombres. He aquí nuestra época y nuestras costumbres. Los hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en congresos y en corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicas que conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro de su esperanza; ese novio es el pueblo español: no se casa con un solo Gobierno con quien no tenga que reñir al día siguiente. Es el matrimonio repetido al infinito.
Pero las orgías llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas, ábrense las cocinas. Dos horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a merced de mi pensamiento. La luz que ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras se abre paso hasta mis sentidos y entra en ellos como cuña a mano, rompiendo y desbaratando.
Las doce van a dar: las campanas que ha dejado la junta de enajenación 215 en el aire, y que en estar en el aire se parecen a todas nuestras cosas, citan a los cristianos al oficio divino. ¿Qué es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha ocurrido en él más contratiempo que mi mal humor de todos los días? Pero mi criado me espera en mi casa como espera la cuba al catador, llena de vino; mis artículos hechos moneda, mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbécil como imaginé, y el asturiano ya no es hombre; es todo verdad.
Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. 216 Por tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa, es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía sería difícil reconocerle entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica.
Mi criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato del día 24. La verdad me esperaba en él y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino al través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.
—Aparta, imbécil –exclamé empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios se venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!
Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimado a los pies de mi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando inútilmente un fósforo que nos iluminase.
Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué misterio mi criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más favorable que de mi astur y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y nadie se admira.
En fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja, eso se ahorrará tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:
—Lástima –dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación–. ¿Y por qué me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.
—¿Tú a mí? –pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba a decir verdad.
—Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada 217 o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti y ese frac elegante y esa media de seda, y ese chaleco de tisú 218 de oro que yo te he visto son tus armas maldecidas.
—Silencio, hombre borracho.
—No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de 219 elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador es el precio del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te he visto morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.”
”Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando 220 en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido; o cada vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado, y eres también despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.
—¡Basta, basta!
—Concluyo; yo en fin no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. 221 Tú lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.
—Por piedad, déjame, voz del infierno.
—Concluyo; inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia!...
Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba. “¡Ahora te conozco –exclamé–, día 24!”
Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla 222 donde se leía mañana. ¿Llegará ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena.
El Redactor General (26 diciembre 1836)
Como no quiero que me llame usted mal criado, señor Estudiante, ni menos ser postrero en cortesanía, me apresuro a contestarle; sea empero la última, si usted es de mi parecer, o la última siquiera en que hablemos uno de otro. Porque si es usted tan galán como parece, no me dirá sino lisonjas, y por vida mía que me ruborizo. Yo por el contrario, no pudiera, alabándole, decirle lisonjas; mis encomios no serían más que justicia, y paréceme desigual la partida para mí. De alabanza en cumplimiento, y de fineza en alabanza, vendríamos a enternecernos y llorar, y puedo asegurar a usted que no estoy para llantos. Además, no somos diputados, y no habiendo menester todavía de echar mano de esos recursos oratorias. Si lo fuéramos algún día, entonces podríamos a mansalva decir, usted de mí, mi digno amigo, y yo de usted, mi tierno compañero, y alabarnos uno a otro sin conciencia, sobre todo si fuésemos enemigos y si tratásemos de sacrificarnos uno a otro en la revolución primera que ocurriese.
Por su firma parece que usted estudia. Hace usted mal, a fe mía. Si lo hace usted por saber, válgame Dios que yo tenía más alto concepto formado de su buen juicio. Aquí no se trata de saber, sino de medrar.
Si lo hace usted por seguir carrera, pardiez 224 que me asombra la determinación. ¿Pues tiene usted más que matricularse en la universidad que a usted peor le parezca, que siempre será la primera que le ocurra, y marcharse luego a la guerra, que es donde en el día se medra, y a los pocos años de andar siguiendo a Gómez, le abonan a usted las campañas por cursos, como está mandado, y queda usted hecho médico o abogado, o lo que a usted más le agrade, y mata usted así dos pájaros de una pedrada? ¿Ni qué carrera quiere usted más lucida, ni que más se asemeje por lo rápida a una carrera de caballo, que la que ya tiene con tan buenos auspicios empezada? ¿Pues no es usted ya periodista? ¿Qué otra cosa han sido hombres que hemos visto llegar al Ministerio y arrellanarse en la silla, como quien llega a la posada y se acuesta?
Apéese usted, santo varón, de esa luna, donde lo ve todo efectivamente al revés, y vea las cosas y los libros en este país, claras aquéllas como yo se las refiero y claros éstos como generales y oradores.
Empieza usted su carta confesando con raro candor que usted se convence. ¿Está usted en sí? Ha hecho usted bien en irse a la luna, porque aquí, amigo, nadie se convence, y eso que media España 225 anda todo el día ocupada en convencer a la otra media. Sin ir más lejos, ahí tiene usted al Gobierno, que son seis nada menos, empeñado en convencernos a todos de que ellos son los únicos que saben mandar, y a los periodistas, que somos más de seiscientos, empeñados en convencerle de que cualquiera de nosotros lo haría mejor; y ni ellos convencen a nadie, ni nosotros a ellos. En este embrollo está el mal en que todos queremos ser ministros, y así es imposible que nos convenzamos nunca; para conseguirlo sería preciso dar sillas y no razones, y por eso acabamos tan a menudo a silletazos. Vea usted, pues, lo que hace, que si él es el único que se convence, vendrá usted a parar en que todos le mandemos.
Me echa usted luego en cara que digo una cosa y hago otra; amigo, yo no vivo en la luna, sino en Madrid; digo hoy una cosa para poder hacer otra mañana. ¿De qué diablos le sirve a usted tanto como estudia? Pues si usted desea casarse y le dice a la novia que harán luego mala vida; si necesita dinero y va y dice al que se lo presta que no se lo ha de pagar; si anhela ser diputado y le cuenta a su provincia que no trata de representarla, sino de llegar al poder; si ambiciona ser ministro y le confiesa a la nación que quiere tiranizarla, ¿le parece a usted, señor Estudiante, que llegará jamás por ese sistema a tener ni mujer que le quiera, ni amigo que le preste, ni provincia que le elija, ni secretaría que despachar? ¿A sus ojos de usted no está suficientemente probado todavía que para conseguir hay que decir una cosa antes y hacer otra después? 226 Pues dígame, ¿por dónde han logrado los que en el día tienen? No, sino haga usted lo contrario, y verá cómo le va.
Si usted no sabe más, señor Estudiante, bueno será que siga estudiando, pues, sea dicho en puridad de verdad, veo que no sirve para otra cosa. Y en acabando puede usted pretender una cátedra de Humanidades, que dará gozo oírle a usted. Y aun yo que me voy por el otro camino, y que por él llegaré como los demás a ser ministro, prometo a usted con el tiempo dejarle cesante por el Ministerio de mi digno cargo en cuanto cumpla veinte años un sobrino mío, que probablemente querrá a esa edad gozar el sueldo de la cátedra de usted, y que será el mejor catedrático del mundo porque desde pequeñito prometía ser un zote, y le da por la intriga que es un contento, de tal suerte, que no sirve, vive Dios, sino para sobrino de ministro, que es precisamente para lo que le crío.
Y con esto queda de usted su afectísimo. –Fígaro.
El Mundo (3 enero 1837)
Drama en cinco actos, en prosa y verso,
por don Juan Eugenio Hartzenbusch
Venir a aumentar el número de los vivientes, ser un hombre más donde hay tantos hombres, oír decir de sí: “Es un tal fulano” es ser un árbol más en una alameda. Pero pasar cinco y seis lustros 227 oscuro y desconocido, y llegar una noche entre otras, convocar a un pueblo, hacer tributaria su curiosidad, alzar una cortina, conmover el corazón, subyugar el juicio, hacerse aplaudir y aclamar y oír al día siguiente de sí mismo al pasar por una calle o por el Prado: “Aquél es el escritor de la comedia aplaudida” eso es algo; es nacer; es devolver al autor de nuestros días por un apellido oscuro un nombre claro; es dar alcurnia a sus ascendientes en vez de recibirla de ellos; es sobreponerse al vulgo y decirle: “Me has creído tu inferior, sal de tu engaño; poseo tu secreto y el de tus sensaciones, domino tu aplauso y tu admiración; de hoy más no estará en tu mano despreciarme, medianía; calúmniame, aborréceme, si quieres, pero alaba”. Y conseguir esto en veinticuatro horas, y tener mañana un nombre, una posición, una carrera hecha en la sociedad, el que quizá no tenía ayer dónde reclinar su cabeza, es algo, y prueba mucho en favor del poder del talento. Esta aristocracia es por lo menos tan buena como las demás, pues que tiene el lustre de la cuna y pues que vale dinero como la de la riqueza.
El drama que motiva estas líneas tiene en nuestro pobre juicio bellezas que ponen a su autor no ya fuera de la línea del vulgo, pero que lo distinguen también entre escritores de nota. Sinceramente le debemos alabanza, y aquí citaremos de nuevo, como otras veces hemos hecho, a los que de maldicientes nos acusan; solo se presenta el autor de Los amantes de Teruel, sin pandilla literaria detrás de él, sin alta posición que le abone; no le conocemos; pero nosotros, mordaces y satíricos, contamos a dicha hacer justicia al que se presenta reclamando nuestro fallo, con memoriales en la mano, como Los amantes de Teruel. Si la indignación afila a veces nuestra pluma, corre sobre el papel más feliz y más ligera para alabar que para censurar.
No haremos de Los amantes de Teruel un análisis minucioso; vale en nuestro entender la pena de ser visto; y para quien no tenga la curiosidad de verle, ¿qué interés puede ofrecer nuestro artículo?
La historia de Isabel de Segura y de Diego Marsilla, legada por la tradición a la posteridad y consignada en el poema y en los apuntes del escribano Yagüe 228 es popular, trivial casi en nuestro país; a más de una persona hemos oído deducir de esa trivialidad la imposibilidad de hacer con ella un buen drama. Tiempo es de alegar razones que rebatan esta opinión, puesto que nosotros no participamos de ella. El ingenio no consiste en decir cosas nuevas, maravillosas y nunca oídas, sino en eternizar, en formular las verdades más sabidas; que dos amantes se amen y muera uno por otro es efectivamente idea tan poco nueva, que apenas hay comedia, anécdota o cuento, cuya intriga no gire sobre la exageración o los excesos del amor; pero el ingenio no está en el asunto sino en el autor que le trata; si en el asunto pudiera estar, la comedia de Montalbán 229 que trata la misma tradición hubiera sido buena, o mala la de Hartzenbusch. Aquélla es sin embargo una pobre trama salpicada de trivialidades y lugares comunes, y ésta es un destello de pasión y sentimiento. ¿Qué es don Juan Tenorio sino un disipado, seductor de mujeres, como mil se han presentado en el teatro antes y después de El convidado de piedra? Sin embargo, ¿por qué han quedado todos enterrados en la oscuridad con sus autores y sólo El convidado de piedra 230 se ha hecho europeo, universal?
¿Qué es un celoso, sino un ser común de que hay una muestra en cada intriga amorosa, y que cien poetas han pintado? ¿Por qué Otelo solo, por qué sólo el celoso de Shakespeare ha traspasado su época y su teatro?
¿Qué es el Faust de Goethe sino una idea al alcance de todo el mundo desenvuelta por un ingenio superior?
¿Qué es un loco y una manía para asombrar al mundo? Llenos están de ellos los hospitales y las novelas. ¿Por qué Cervantes sólo hace llegar el suyo a la posteridad?
¿Qué dice Molière cuando el Bourgeois gentilhomme cae en la cuenta de que toda su vida ha hablado prosa sin saberlo, más que una simpleza, que parece estar al alcance de todo el que la oye y que nadie sin embargo ha dicho sino él?
¿Quién ignora que los goces acaban la vida, y que cada deseo realizado se lleva una porción de nuestra existencia? ¿Ha sido sin embargo lo sabido de la idea un obstáculo para que Balzac se haya coronado de gloria con La peau de chagrin?
El huevo de Colón es la parábola más significativa de lo que hace el talento. Las verdades todas son triviales y sabidas; es fuerza saberlas decir y presentar.
No hemos querido establecer comparaciones: no son los coetáneos de una obra ni los críticos de periódicos los que pueden fijar imparcialmente el puesto que ha de ocupar en la biblioteca de la humanidad; la posteridad sólo decide y la sucesión de los tiempos, si la obra de un ingenio está escrita en la lengua universal y si ha de abarcar el mundo. Sólo hemos querido probar que la trivialidad del asunto no es obstáculo, sino que al paso que es aumento de dificultad, es el primer síntoma de verdadero talento.
Los amantes de Teruel está escrito en general con pasión, con fuego, con verdad.
La mayor dificultad que ofrecía el asunto era esa misma publicidad, ese amor colosal que la imaginación y la tradición abultan hasta lo infinito. ¿Cómo persuadir al auditorio que la amante de Teruel podía dar su mano a quien no fuese dueño de su corazón? Era preciso sin embargo, y no había más medio para eso que poner a Isabel en posición tal, que sin menoscabarse nada lo sublime, lo ideal de su pasión, pudiese aparecer casada, y casada voluntariamente, pues sólo voluntariamente puede casarse quien puede morir. El autor ha evitado este escollo con raro tino, y ha encontrado el secreto de ese resorte dramático en la misma virtud de su protagonista, inventando un episodio bellísimo en la pasión criminal de la madre de Isabel, preparada con tal discreción que cuando el espectador la sabe, como llega a su noticia acompañada del castigo y de las angustias del delito, hace más sublime a esa misma madre; porque la sublimidad, en el teatro sobre todo, no está en la perfección sin tacha, sino en la lucha de la debilidad humana y de la virtud vencedora. Rodeada Isabel por todas partes, creída de que su amante le ha faltado, cumplido el plazo, obligada por el honor y la felicidad de su madre, que es deuda en ella conservar ilesos, deudora de inmensos beneficios a Azagra, en sí misma y en su familia, cede, no empero, a la seducción o a la inconstancia, sino al deber. Pero el marido que así abusa de la posición de Isabel es un monstruo. No; porque el autor ha tenido la habilidad de pintar en él un afecto loco, y don Rodrigo no cede, abusando de Isabel, a un amor vulgar, sino a un sentimiento muy creíble para el espectador, que ya ha hecho la concesión del amor extraordinario de Isabel y Marsilla. En la excelente escena tercera del acto cuarto, el público se reconcilia completamente con Azagra, y perdona los medios en gracia de su pasión violenta y desinteresada, que se contenta con el título de esposo. De esta suerte preside al drama no la maldad, repugnante siempre cuando se presenta en las tablas fría y estéril, sino la fatalidad, la hermosura misma de Isabel, que le acarrea sus desventuras todas.
Nunca se pudo decir con más razón:
¡Ay infeliz de la que nace hermosa!
Y esa fatalidad que preside al drama se halla exactamente fijada en los dos versos que dice Marsilla, tan amargos y enérgicos:
¡Maldito el hombre que virtudes siembra
Para coger cosecha de desgracias!
Marsilla, luchando a brazo partido, y solo, contra esa fatalidad, es una creación llena de valor y de entereza. Pobre, se enriquece; el amor de una mujer se atraviesa como un obstáculo inseparable a su felicidad; torna a su patria y es despojado y detenido en el momento más crítico de su vida por unos bandidos que no pueden comprender, cuando le roban un tesoro, que le roban el tiempo, que es para él más que la vida; la venganza misma de esa mujer le salva, pero tarde. Isabel está casada, y él ha oído el eco de la campana que se lo anuncia; el crimen es el único recurso, y le cometerá; los hombres han sido un obstáculo, y los vencerá; un vínculo sagrado le priva de su bien. Es sacrílego, responde, es injusto.
En presencia de Dios formado ha sido.
—Con mi presencia queda destruido.
Sublime respuesta de la pasión, tan sublime por lo menos como el famoso Qu’il mourut de Corneille, porque para la pasión no hay obstáculo, no hay mundo, no hay hombres, no hay más Dios, en fin, que ella misma. Sacrilegio sublime como el de Ayax 231 en Homero.
El autor ha sabido hacer interesantes a todos sus personajes, y esta verdad resultaría más palpable si el drama hubiera sido bien representado. El padre sacrifica a su hija a su despecho, víctima del honor, bien diferente en aquel siglo del que en el día se usa; la madre sacrifica a su hija, no ya por sí, sino para salvar la honra y la tranquilidad de su esposo; su larga expiación lava su culpa; Isabel sacrifica su mano por salvar a su madre, en holocausto a su familia y a la gratitud; Azagra mismo y la mora enamorada sacrifican la dicha de los amantes, porque ellos también aman, y el amor es el sentimiento más egoísta. Si Isabel y Marsilla, sólo porque aman, tienen derecho a conseguir el objeto de su pasión ante los ojos del espectador, el mismo derecho tienen Azagra y la mora, porque también aman; su pasión disculpa sus acciones. Todos obran a un fin y movidos por un resorte superior a ellos mismos. Y ese mismo amor que pudiera haber hecho dichosos a los amantes, es el único que desbarata su felicidad.
Hemos dicho que esta verdad resultaría más palpable si el drama hubiera sido mejor ejecutado. Sí, Azagra y la mora parecen odiosos porque no han expresado su pasión; sólo ésta puede disculpar los excesos; un amor vicioso y poco violento no autoriza a nada, y si lo que Azagra y la mora sienten no es más que un mero capricho o un empeño de amor propio no es perdonable en ellos que perturben la dicha de dos seres que saben amar mejor que ellos. Lo decimos con sentimiento: la señora Bravo no ha desempeñado su papel con fuego, y el señor Romea, a quien tantas veces hemos alabado, y a quien quisiéramos poder alabar siempre, ha hecho el de Azagra con tibieza. ¿Habrá creído acaso que es menos brillante que el de Marsilla? Nosotros juzgamos todo lo contrario: en Azagra se ofrecía la dificultad de una lucha constante entre la generosidad y la pasión; nos parece más fácil presentar al público un carácter de enamorado, siempre igual, siempre violento, que el de un amante despachado y no correspondido, que toma por fuerza la mano de una mujer.
Muchas bellezas del drama han pasado oscurecidas por faltas de la representación; sin embargo, haremos la justicia, de decir que el señor Latorre ha hecho esfuerzos laudables, que la señora Baus ha descubierto un celo grande, y que la actriz encargada del papel de Isabel ha merecido algunos aplausos justos.
Una de las situaciones mejor imaginadas en el drama dependía enteramente de la ejecución; tal es el momento en que se muda la escena en el cuarto acto desde Teruel a sus inmediaciones, y en que después de haberse oído de cerca la campana de vísperas que anuncia la boda de Isabel, vuelve a resonar a lo lejos en un bosque donde los bandidos tienen atado al infeliz amante. Es imposible además que se represente una escena peor que la han representado los tales bandidos: si no asesinan a Marsilla, asesinan por lo menos al autor y al drama.
La versificación y el estilo nos han parecido excelentes; castizo el lenguaje y puro, y tanto en él como en la representación y en los trajes bastante bien guardados los usos y costumbres de la época.
Hemos oído culpar de largas y lánguidas varias escenas; confesando que algunas pudieran haberse descargado un tanto, ¿se nos permitirá poner a esta crítica un reparo? En el teatro escenas cortas mal dichas, o dichos de prisa, pueden parecer más largas que escenas realmente largas bien dichas y pronunciadas despacio. Y esto no es una paradoja, porque lo que hace parecer larga una escena no es su dimensión, sino la falta de interés; y tanto vale que no le haya como que la torpeza de los actores se le quite, o le oscurezca. Cuando se da a cada palabra su sentido, a cada idea su valor, encuentra el público una mina de sensaciones que le ocupan y le entretienen y hacen desaparecer el tiempo, bien así como un cuarto de hora pasado en compañía de un necio o de una vieja regañona puede parecer un siglo al mismo hombre a quien se le hace corto un día entero transcurrido al lado de su amada o en buena sociedad.
No quisiéramos que el autor hubiese creído necesario recargar tanto en el papel de doña Margarita las exclamaciones acerca de su delito; hubiéramos querido eliminar algunas repeticiones inútiles de la palabra adulterio, mal sonante, sobre todo delante de Isabel; existe un pudor en el mismo corazón del culpable que le hace evitar el nombre de su falta, y en la escena en que la madre descubre la suya hubiera sido de más efecto que la hija hubiese adivinado por medias palabras. No es lo que se dice a veces lo que hace más efecto, sino lo que se calla o se deja entender.
Algún otro lunar pudiéramos advertir; pero nos parece mejor dejarlo al propio discernimiento del autor, que tan bueno le manifiesta; en nuestro humilde juicio, las bellezas oscurecen los defectos; nosotros animamos al poeta a proseguir la carrera que tan brillantemente empieza, no ya como jueces de su obra, sino como émulos de su mérito, como necesitados de sus producciones; y si oyese repetir a sus oídos un cargo vulgar que a los nuestros ha llegado, y que ni mentar hemos querido en este artículo; si oyese decir que el final de su obra es inverosímil, que el amor no mata a nadie, puede responder que es un hecho consignado en la Historia, que los cadáveres se conservan en Teruel y la posibilidad en los corazones sensibles; que las penas y las pasiones han llenado más cementerios que los médicos y los necios; que el amor mata (aunque no mate a todo el mundo) como matan la ambición y la envidia; que más de una mala nueva, al ser recibida, ha matado a personas robustas instantáneamente y como un rayo; y aun será en nuestro entender mejor que a ese cargo no responda, porque el que no lleve en su corazón la respuesta no comprenderá ninguna. Las teorías, las doctrinas, los sistemas se explican; los sentimientos se sienten.
El Español (22 enero 1837)