Durante el confinamiento forzado por el estallido de la pandemia del coronavirus, muchos ciudadanos de todo el mundo constataron con crudeza la relatividad del tiempo. Un meme de internet de aquellos días lo retrató bien. Contraponía un típico calendario semanal y sus habituales días, con otro creado para la ocasión y que básicamente contaba con tres momentos: ayer, hoy y mañana. El calendario semanal, patas arriba, como todas nuestras vidas confinadas de la noche a la mañana por culpa de la Covid-19, y a partir de ahí también con el conjunto del calendario reformulado, cuanto menos a nivel existencial, tal y como lo habíamos conocido hasta entonces. Porque si en el siglo VI, gracias a los cálculos del matemático, astrónomo y monje Dionisio el Exiguo, se empezaron a contar los años a partir del nacimiento de Jesús, antes de Cristo (a.C.) y después de Cristo (d.C.), nuestras particulares vidas como atribulados ciudadanos de principios del siglo XXI es obvio que a partir de 2020 pasamos a contarlas con un a.c. y un d.c. alternativos, antes del confinamiento y después del confinamiento. Nuestra política, sus maneras y sus líderes, por otro lado, también se dieron de bruces con sus particulares a.C. y d.C. De cuando todo fue puesto a prueba, una durísima prueba de estrés que también tensionó las costuras de los liderazgos políticos contemporáneos y que los hizo temblar de punta a punta del globo, abrazados como lo han estado desde hace tanto tiempo al imperio de unas emociones más a flor de piel que nunca.
Todo ello, para acabarlo de complicar, en tiempos de difusión masiva y veloz de fake news
. Y si bien la medicina es una ciencia, es igualmente cierto que se presta a la desinformación, ya que las noticias que la acompañan no acostumbran a ser categóricas. ¿Les
suena aquello de la «segunda opinión» que a menudo buscamos los ciudadanos cuando nos enfrentamos al diagnóstico de un médico? Pues eso afecta a las informaciones sobre cuestiones médicas. Partiendo de esta base, con esta tendencia presente, más en un momento crítico, angustioso y lleno de incertidumbre, en un mundo dominado por lo racional, el liderazgo institucional y político, para mirar de superar el bache, debería ayudar a superarlo aportando certidumbres y soluciones prácticas. ¿Eso es buscar héroes más que a líderes? No, si atendemos a la definición misma del concepto líder
, que según el diccionario de la RAE describe en su primera acepción como la «persona que dirige o conduce un partido político, un grupo social o colectividad». Acción, dirección y confianza. No retórica vacía ni suma de desinformación o de temores. Pero eso, claro está, lo planteo sobre todo pensando en un mundo dominado por lo racional, no tanto en nuestras sociedades adictas al imperio de la emoción.
Es evidente que los canales oficiales de los gobiernos no son neutros. Pero de ahí a que la inmensa mayoría de Ejecutivos mundiales aprovecharan el estallido de la crisis del coronavirus para arrimar el ascua a su sardina, solo se explica por la política de las emociones que dirige partidos e instituciones de punta a punta del globo —con honrosas excepciones—. Esa venta de humo, de gas emocional, que se dedica a proyectar percepciones que a menudo viven fuera de la realidad.
Un popular anuncio de los años noventa del siglo pasado defendía que «la primera impresión es la que queda». En este sentido, tras el estallido mundial de la crisis del coronavirus —en marzo de 2020—¿qué impresión dieron ante millones de ciudadanos los principales líderes? Lo analizaremos en este libro que pretende dibujarlos junto con sus estrategias, sobre todo antes del coronavirus (a.c.), porque también sobre la reacción de unos y otros ante la pandemia todo tiene su origen y su explicación.
Se analizó en los medios, por ejemplo el 20 de marzo de 2020, cómo el responsable de información del Ministerio de Exteriores chino, aquellos días, se había aplicado a fondo para revertir la imagen sobre la situación y la gestión de la crisis por parte del gigante asiático. Allí los positivos por coronavirus remitían
contundentemente, mientras que en Occidente parecía que no se llegaba al pico de la famosa curva de contagio, con cifras de infectados y de muertes que ponían los pelos de punta. China se plantaba entonces ante la opinión pública como quien había solucionado el problema y quien socorría al resto de países, con aviones y misiones de ayuda humanitaria, eso sí, obviando en sus explicaciones que el gobierno de Xi Jinping escondió el estallido de contagio durante las primeras semanas. Eso, y controlando las cifras bajo el manto de la censura y de la represión propias de un régimen no democrático.
La Casa Blanca, por su parte, tiró de los canales oficiales de la Administración norteamericana —por ejemplo, en redes— para proyectar desde el principio de la crisis un discurso antichino que el presidente Donald Trump personificaba, con su estilo habitual, cuando se dedicó a hablar del «virus chino» para referirse a la Covid-19, la denominación que las autoridades sanitarias y científicas habían decidido para bautizar al origen de la pandemia, precisamente para que no se produjera el efecto estigmatización de una región del mundo, como sí que había pasado por ejemplo en 1918 y la pandemia conocida como la «gripe española». La institución norteamericana adoptaba el rol, el tono y el contenido de su polémico presidente, en la línea de lo propio de la era Trump en aquel país, pero sublimándolo. Aunque como intentaré probar en este libro, eso no fue nada que no tuviera su réplica —adaptada al contexto local— de punta a punta del mapamundi.
En España, Pedro Sánchez decía que la crisis del coronavirus no iba de fronteras, pero lo defendía en pleno estallido con apelaciones a la unidad —de España— y con discursos afectados, con explícita connotación bélica y llenos de contenido patriótico. Y su réplica interna, por ejemplo en Catalunya, tampoco se abstraía de los malabares que respondían a la crisis más en clave emocional que racional, con un gobierno catalán que anunciaba medidas sobre las cuales no tenía competencias. Pero, lo dicho: nada lejos de lo que se vivía en pleno estallido de la pandemia por todas partes, de forma glocal1
como lo habría descrito el profesor —y ministro— Manuel Castells, con líderes institucionales hablando desde los atriles de sus respectivos gobiernos, del más grande al más pequeño, con un
lenguaje entre poco y nada disociable del que los ciudadanos les podríamos escuchar desde los atriles de sus mítines electorales. Y eso día tras día, y en un momento tan crucial.
Los líderes mundiales parecían cantar al unísono: «¡La política ha muerto! ¡Viva la elección permanente!». La idea inquieta, ¿verdad? Por supuesto. Y ahora profundizaré en ello, aunque antes, para empezar, quería advertir que este libro es un ensayo sobre el mundo en el que vivimos, pero que a la vez funciona como una novela de terror. De todos modos, al final ofrezco escapatoria, no se asusten. Otra cosa es que aquella sea plausible en un mundo donde se impone más la afición a la victoria que al consenso. Y así es muy difícil hacer política. Sin embargo, para muchos políticos y ciudadanos resulta adictivo vivir en una vacía campaña permanente. Inquietante. Y no solo en tiempos de pandemia. Este libro, de hecho, pretende retratar la política de los últimos años a través de los sentimientos que gobiernan el mundo, con grandes líderes mundiales como estandarte en un proceder que el estallido de la crisis del coronavirus proyectó descarnadamente pero que tenía sus raíces mucho más allá, porque ellos llevan la corona, pero las emociones imperan.
NUESTRO TIEMPO ES EL PRESENTE CONTINUO
Atravesamos una época en la que podemos saber más que nunca o tan poco como siempre, según se mire y se practique. Vivimos hiperconectados y tenemos acceso a información al instante, y a la vez, esa hiperconexión nos suministra desinformación también de forma masiva. Nos intoxican, nos bombardean con titulares, con estímulos, con eslóganes. Con un lenguaje pensado, elaborado y lanzado directo a los sentimientos, al corazón. De hecho, este órgano de nuestro cuerpo —y su significado idealizado— aparece por doquier en nuestro entorno, en las conversaciones, en los discursos, e incluso gráficamente. Muchas marcas comerciales lo utilizan desde hace años y algunas marcas políticas lo han mimetizado. ¿Se han fijado en el emblema de Ciudadanos? ¿Y en el logotipo de Unidas Podemos? ¿O en el del Partido Popular Europeo? ¿No se han fijado en
cómo ha mutado esa ave, el charrán, que coronaba la imagen del PP? ¿Y qué me dicen de la iconografía de las dos últimas campañas electorales de Pedro Sánchez, o de la última que protagonizó Hugo Chávez en Venezuela? ¿Qué tienen en común? El dibujo idealizado y estereotipado de un corazón. En unos casos teñido con los colores de un país; en otros, con los colores corporativos de un partido o con un color convertido en bandera, como el amarillo. Hace no tanto tiempo habríamos dicho que semejante recurso gráfico era cursi, pero ahora lo abrazan productos, empresas e incluso partidos que copan las instituciones. Son —o quieren ser— todo corazón. Sentimiento. Porque en la política, como tantas otras cosas, la película ya no va de aquello que defendía un calmoso eslogan del PP, Con cabeza y corazón
, sino que todo galopa desbocado para abrazar una nueva máxima: «Menos cabeza, más corazón».
¿Por qué este reducir el debate público a la manipulación emocional? Cuando nos hacemos esta pregunta, algunas respuestas desasosiegan. La preocupación sobre el uso emocional del lenguaje no es nueva. Sabemos que el contexto actual nos condiciona más sistemáticamente que nunca. Ese mañana que fusionamos con el presente continuo en el que vivimos instalados —como mínimo, mentalmente—. El presente continuo era uno de esos tiempos verbales que estudiábamos en el colegio. Ahora, ese tiempo dirige nuestra política: es la línea temporal que describe nuestras sociedades y sus individuos. Se trata de un pez que se muerde la cola, ya que hace décadas que la publicidad y los medios de comunicación, en especial los audiovisuales, dan un extra de emoción a los contenidos que sirven a sus audiencias a modo de fast food
de consumo rápido, casi compulsivo. Lo que conecta emocionalmente, de sencilla metabolización y a poder ser con una cara famosa que lo sirva en bandeja, entra mejor. Impacto emocional, simplificación y personalización: si un mensaje tiene estas tres características, propias del lenguaje publicitario y de los medios audiovisuales, se consume mejor, también en política. Un mensaje simple, un rostro con el que empatizar —o todo lo contrario— y directo al corazón, el órgano que nos mueve. Así es como el escándalo y sus sucedáneos ganan protagonismo en política, como
explicó perfectamente hace años el sociólogo John B. Thompson, profesor en la Universidad de Cambridge, en su libro Escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación
(2001). Cada vez más parte de los medios, a modo de trincheras, simplifican unos contenidos que se basan en el ruido y en la confrontación, cual gladiadores que salen a la arena a luchar a vida o muerte. Política de circo. No es casual ni espontáneo, por tanto, que las democracias liberales más sólidas se abonen a crear emociones y a construir su acción pública en base a audiencias cada vez más segmentadas en lo simple, confrontadas con otras visiones vecinas, con sentimientos a flor de piel.
La neurociencia, que estudia nuestro cerebro y nuestra consciencia, nos advierte desde hace años que René Descartes se dejó una parte importante de la foto neuronal cuando sentenció su mítico «Pienso, luego existo». El filósofo racionalista francés esquivó que las emociones y los sentimientos también son necesarios para tomar decisiones de forma efectiva, para construir nuestra existencia. Descartes se aproximaba a las sensaciones físicas con gran recelo. Pero su mundo, su siglo XVII, queda tan lejos de nuestro siglo XXI que hoy se nos antoja imposible limitarnos a sus principios racionales, cuando la razón se forma más que nunca a través de la emoción, del sentimiento. Ya en el siglo XX, el escritor y ensayista checo Milan Kundera defendía que no somos el Homo sapiens
, sino el Homo sentimentalis
, porque es evidente que las emociones y los sentimientos han sido siempre determinantes en nuestras elecciones. Pero, ¿por qué ahora más? ¿Por qué, cuando somos los ciudadanos que más acceso han tenido a la formación y a la información, a la vez somos más sensibles que nunca a que nos apelen a la razón a través de la emoción? ¿Por qué ya no funciona la división categórica entre razón y sentimiento? ¿Será porque la idea cartesiana de la mente racional e incorpórea ha muerto? ¿O porque las emociones han colonizado casi la totalidad de nuestro entorno? ¿Será porque la tecnología lo hace cada vez más posible, sistemático y eficaz?
EMOCIONES QUE LLEVAN A SENTIMIENTOS
Antes de responder a dichas preguntas en este libro necesitamos apuntar la diferencia entre dos conceptos que ya he nombrado muchas veces en pocas líneas: emoción
y sentimiento
. Los ha estudiado el neurocientífico Antonio Damasio, un referente en este campo y autor del libro El error de Descartes
(1994): «Cuando experimentas una emoción, por la del miedo, hay un estímulo que tiene la capacidad de desencadenar una reacción automática. Y esta reacción, por supuesto, empieza en el cerebro, pero luego pasa a reflejarse en el cuerpo, ya sea en el cuerpo real o en nuestra simulación interna del cuerpo. Cuando percibimos todo eso es cuando tenemos un sentimiento». Los sentimientos, en definitiva, son el modo en el que nos relacionamos con esa vertiente emocional de nuestro cerebro, las construcciones que hacemos tras experimentar ciertas emociones. Se antoja imposible, pues, aislar las funciones racionales del cerebro de las emocionales. Las emociones son algo más químico, mientras que el sentimiento es el resultado de aplicar el filtro de la evaluación consciente. Y en ese proceso, el éxito de la inteligencia artificial, una tecnología cada vez más generalizada y que asiste ya nuestra forma de comunicarnos, ha acelerado la difuminación de la delgada línea que separaba nuestros sentimientos ante las cosas de cómo pensamos racionalmente sobre ellas.
¿Pero de qué sentimientos hablamos? Los psicólogos J.G. Carlson y E. Hatfield destacan los dieciséis que experimentamos con más frecuencia en uno de los trabajos canónicos sobre la cuestión, Psychology of Emotion
(1992): amor, odio, euforia, indignación, optimismo, impaciencia, admiración, envidia, afecto, enfado, gratitud, satisfacción, tristeza, agrado, venganza, celos. ¿A que todos sabemos de qué estamos hablando cuando los nombramos? En este libro ahondamos en diez de ellos como impulsos principales.
Estos sentimientos y su importancia creciente a la hora de captar nuestra atención o de fijar nuestra dedicación, son claves para explicar por qué el gran consejo de Ted Sorensen, el gran escritor de discursos de John Fitzgerald Kennedy, ha quedado demodé. Hace más de medio siglo, Sorensen indicó a JFK que un discurso, político o de cualquier otro tipo, nunca debía exceder los veinte minutos de
duración porque a partir de ese momento la atención del público decae. Pasadas las décadas, ese plazo máximo de temprana dispersión se ha acortado. Los psicólogos lo llaman «procrastinación», un diagnóstico para la facilidad creciente con la que nos distraemos de lo esencial, mientras dedicamos compulsivamente breves momentos de atención a aquello que nos reporta breves instantes de placer o de satisfacción. O, en definitiva, a algún tipo de emoción pasada por el filtro de la evaluación consciente que hacemos de esa experiencia.
Hay una anécdota que explica perfectamente este fenómeno. La XVI conferencia Yalta European Strategy (YES) se celebró en septiembre de 2019 en Kiev bajo el título «La felicidad ahora: nuevos enfoques para un mundo en crisis». Uno de los momentos álgidos del encuentro lo dejó el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, elegido tan solo cuatro meses antes con una efectiva campaña que lo jugó todo a su telegenia y a su capacidad comunicativa, entrenada durante sus años de actor, humorista y guionista. Durante la cena oficial de la conferencia, Zelenski proyectó en una gran pantalla un falso grupo de WhatsApp llamado «Grupo de Líderes Mundiales». En el vídeo satírico esos líderes parodiados «discutían» una serie de cuestiones de actualidad como las armas de Corea del Norte, el Brexit o la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014. Era casi imposible quitar la vista de la pantalla durante sus cuatro minutos hilarantes, donde el auditorio, en medio de carcajadas, esperaba uno a uno los mensajes que teóricamente colgaban los líderes mundiales en el chat. Mírenlo en YouTube y lo entenderán. Era entretenido, conectaba emocionalmente y resumía en breves frases grandes prejuicios y clichés sobre los protagonistas y sus países. Impacto emocional, simplificación y personalización.
Dedicamos horas que nos parecen minutos a mirar
Twitter —aunque a través de las aplicaciones móviles leamos mucho, la percepción es que cada vez leemos menos libros—. Nos acomodamos en el asiento y nos ponemos a dar unos cuantos likes
en Instagram —y a ver cuántos me gusta
nos han dado—, aunque entramos en dicha red social sobre todo para repasar esas stories
de quince segundos de duración que nos hipnotizan. Miramos también
breves vídeos de YouTube, casi sin acabarlos, cerrando la ventana para compartir los de mayor impacto por WhatsApp con amigos y la familia. Y así con mil y un estímulos, la mayor parte con un gran componente visual que deja aquellos veinte minutos de atención que identificaba Sorensen en una horquilla de entre dos y cinco. Eso es a lo que, según los más sesudos estudios, alcanza nuestra atención antes de dispersarse.
La máxima clásica de «Lo bueno, si breve, dos veces bueno», cobra especial valor e impulso en nuestra sociedad de la procrastinación. Entendiendo aquí breve por brevísimo. De hecho, no ha tenido el mismo éxito la propuesta de IGTV (Instagram TV) que sus stories
. La plataforma IGTV ofrece a los usuarios la opción de colgar también vídeos, pero de mayor duración, mínimo de un minuto y máximo de diez si se sube desde un dispositivo móvil, o desde sesenta minutos si se sube desde la versión web. Diez minutos, de entrada, ya es demasiado tiempo para algunos.
A causa de esta urgencia en nuestros hábitos, al plantarnos ante un auditorio, sea para contar una anécdota o algo importante, sabemos que debemos hacer algo relevante desde el punto de vista emocional para mantener la atención del respetable unos minutos y recuperarla pasado otro tanto. Porque nos hemos acostumbrado a dedicar nuestra fragmentada atención a cosas novedosas, diferentes, intensas, sorpresivas, que nos generen algún tipo de sentimiento. Y todo ello constantemente. Encallados en el presente continuo.
Así, como individuos, hemos mutado en una versión homínida de aquel perro del experimento de Pávlov, que salivaba al oír un estímulo que relacionaba con la comida. Ahora nos abandonamos a ese carpe diem
, a vivir el momento, que vinculamos automáticamente con la intensidad, con algún estímulo emocional y visual que nos atrape, que mantenga concentrada nuestra mirada unos minutos en algo que nos distraiga. «Concentrarse en algo que nos distraiga». ¿Paradoja? ¿Oxímoron, contradicción manifiesta? Quizás, también una descripción de la vida en este atropellado principio de siglo. Una sociedad donde una reconocida profesora de Literatura Comparada como Marina van Zuylen ha escrito un ensayo, A favor de la distracción
(2019), en el que defiende los «efectos beneficiosos de la dispersión, de los rodeos y los desvíos»,
recordando de entrada que hace cinco siglos Michel de Montaigne aprendió a aceptar su defecto particular: la incapacidad de pensar en línea recta. De eso somos dignos herederos.
La tecnología, las aplicaciones, las tabletas desde las que podemos ver la serie o la película que queramos, incluso avanzando rápidamente en su metraje si la cosa se pone aburrida o de un suspense insoportable… Todo eso y más nos ancla en un presente sostenido que se va reseteando cada poco. Vivimos instalados de forma permanente en un ahora distraído. En apariencia, felizmente encallados en un agradable mundo, sobre todo el virtual. Eso sí, todo tiene consecuencias también en el mundo analógico, sobre la realidad.
LA CONSTRUCCIÓN DE LAS EMOCIONES
¿Cómo convivir con todo esto? En primer lugar, conociendo esta realidad y la características que la describen. Además, podemos aprovecharnos y no solo ser víctimas
de este fenómeno. Para botón de muestra, solo hay que fijarse en el manejo de las emociones que realizan nuestros políticos, y más concretamente algunos de los que han cosechado mayores éxitos en los últimos tiempos. Siempre que por éxito computemos llegar a la cima y mantenerse ahí lo suficiente como para que, como mínimo, la opinión pública les dedique un tiempo de su dispersa atención. De ahí la creciente profesionalización de la comunicación política, una necesidad que defendía en 2002 en el contexto español, cuando empecé a estudiar el mundo de las estrategias comunicativas y de sus artífices en la sombra, sobre todo planteado en comparación con un ya entonces muy profesionalizado contexto anglosajón. Porque las emociones también son una construcción. Como el sentido del humor, que sabemos que es diferente, por poner solo tres ejemplos, en el caso británico, en el ruso y el español. Y la construcción puede realizarse a muchas manos.
Es por eso que he concebido este libro como un billete con destino a revertir esta situación, darle la vuelta al mundo vía emociones, o mejor, a través del uso de las emociones que nos
enganchan y los sentimientos que estas generan. Un lenguaje que la mayoría de mortales utilizamos de forma más bien intuitiva, a menudo sin saber exactamente lo que estamos haciendo o lo que podríamos llegar a hacer. Los políticos y sus equipos de asesores, en cambio, son perfectamente conscientes de lo que hacen la mayor parte del tiempo. Esa consciencia implica, en el campo de las emociones, jugar con la generación de sentimientos con un objetivo a alcanzar. En este sentido, comunicar con intención, y hacerlo eficazmente, pasa cada vez más por el manejo de las emociones.
Palabras, eslóganes, discursos, promesas. Todo ello nos retrata a los políticos, en paralelo a su imagen, a su actitud y a otros frentes más visuales. Fondo y forma son decisivos en un tándem ya indisociable, nos guste o no. Pero, ¿por qué? ¿Cómo hemos llegado a esto como sociedad y como individuos? ¿Tan escasa es nuestra capacidad de razonar? ¿Tan a flor de piel tenemos nuestras reacciones, que un gesto o un tono inspirador pueden reportar la confianza que no se gana con un discurso mediocre? ¿Tan poco la traspasamos? La respuesta a todas estas preguntas tiene mucho que ver con las emociones y los sentimientos que generan. Han estado ahí siempre, siempre han condicionado nuestra atención, nuestra memoria y nuestro razonamiento lógico, pero el salto clave que hemos dado como sociedad consiste en que ya no vivimos de espaldas a ello, ya no se niega. Y actuando en consecuencia, se está aprendiendo a marchas forzadas a gestionar esas emociones que generan los sentimientos que nos mueven, también al voto. ¿Esto hace la política contemporánea peor o mejor que sus precedentes? La respuesta es fácil si atendemos al global de lo que supone un razonamiento basado sobre todo en lo emocional. Como ha escrito el experto en libertad de expresión Greg Lukianoff y el psicólogo Jonathan Haidt en un libro revelador, La transformación de la mente moderna
(2019), «el razonamiento emocional es una de las distorsiones más comunes de todas; la mayoría de la gente sería más feliz y eficiente si no lo empleara tanto». Aplicable a todo. Aplicable a la política. Aplicable siempre, especialmente ahora, pero con una ristra de precedentes.
DISTRAÍDOS Y VULNERABLES
En los análisis de lo contemporáneo no debería optarse nunca por el presentismo
, por limitarse a las circunstancias del presente, aunque a menudo se cae en esa acotación. Poner en contexto histórico es importante, entre otras cosas para acertar en ciertas causas o antecedentes que también ayudan a explicar el presente y a especular con una mínima base sobre escenarios futuros. En este sentido, cuando alguien plantea la recurrente frase «Los líderes políticos de antes eran mejores, tenían más nivel que los de ahora» —así, sin más, como mucha gente lo verbaliza a menudo—, la necesidad de matiz y de contexto llaman imperiosamente a la puerta. Porque en absoluto puede juzgarse el nivel de los políticos, o medirlo, sin hacerlo a la vez con sus respectivas sociedades. Los políticos son parte y producto de ellas. Aunque nos pese, no son muy diferentes en cuanto a capacidades, a talantes y a comportamiento de la ciudadanía a la que representan en instituciones y partidos, y en la que también se integran. Alguien podría plantear que de los políticos, de los administradores del bien común, de los constructores de nuestras sociedades desde las instituciones de todos, debería esperarse un nivel mayor, y que deberían aplicárseles unos baremos de exigencia también superiores. Pero la discusión es otra, que no anula además la necesidad de analizar ecuánimemente si en efecto nuestros políticos son más o menos insustanciales, más o menos preparados, más o menos simplificadores de la realidad que el resto de sus contemporáneos. Aquí, como en tantas otras circunstancias, valdrá la pena escuchar a Hannah Arendt y algún tramo de su libro Verdad y mentira en la política
(2017), como cuando defiende que «la opinión, y no la verdad, está entre los prerrequisitos esenciales de todo poder». Opinemos, pues, analíticamente. Pero a la vez no apartemos del todo las emociones en este análisis de la realidad, por mucho que queramos racionalizarla.
La obsesión por tejer relatos —en las mentes del público—, para imponerlos como guion a menudo vacío, se ha comido la concepción más clásica de la política, que es la acción ligada a construir realidades —palpables, sobre el terreno—. La táctica que
históricamente describía a los periodos electorales, al cronificarse la campaña electoral permanente, se come la verdadera estrategia, y lo hace cada vez de forma más acelerada y compulsiva. De ahí que la finalidad de la política, que tradicionalmente había sido enfocada a la gestión del poder, del bien común una vez superadas unas elecciones, pase a convertirse en una carrera electoral constante donde los debates y los juicios que se provocan sean cada vez más superficiales.
Ganar elecciones, un paso tradicionalmente importante al servicio de otro objetivo último, gobernar, pasa a ser el principal objetivo la mayor parte del tiempo. Hemos perdido el miedo al cambio, todos, o al menos nos hemos acostumbrado a ello, a estar en permanente movimiento —también emocional—, y le hemos cogido más afición. Nos hemos acomodado a este contexto. A menudo, en vez de transaccionar, discutir, argumentar, contraargumentar, ceder o negociar, lo más fácil, lo más atractivo, es tirar de aquel consejo clásico que dan los informáticos: reiniciar. En política, reiniciar significa elecciones. Cada vez más seguidas, con menos periodo de entreguerras que distancien unos comicios de los otros. Con menos realidades
construidas de por medio. Y, eso sí, con más luchas de relatos pensados en clave publicitaria, marketiniana, de campaña, en disputa por la atención y por el favor de un procrastinado público al que se debe impactar emocionalmente para que en él se creen sentimientos que muevan a la acción.
Vivimos en un presente continuo, en una continua campaña cortoplacista, poco dada a conjugar el futuro, ni siquiera a pensar demasiado a fondo en él. Pasa en nuestras vidas, pasa en política. De ahí que las legislaturas en países sin mandatos de duración inmutable cada vez sean más cortas. Al igual que sus líderes, en competición abierta constante, más frecuentemente expuestos a unos focos de las cámaras que también los desgastan más aceleradamente, que muestran sus contradicciones, sus carencias, y que por supuesto también los queman. De ahí el peso creciente de la comunicación en la vida política, al igual que su papel preponderante en nuestras sociedades. De ahí que mucha parte de la política pase cada vez más por su vertiente comunicativa y por un
lenguaje de autopromoción, comercial y audiovisual que impregna nuestro consumo de mensajes del barniz emocional que más triunfa en este formato. Mucha parte de la política pasa por el intento de control de este flanco, por la obsesión por imponer un relato favorable y contrarrestar el de los adversarios. Esa táctica deriva en excesos como la construcción de hiperrealidades que son realidades alternativas que no existen, o directamente mentiras que dan por hecho lo que se desea que suceda. De ahí la importancia, también disparada, de unos profesionales del ramo erigidos, más que en asesores o consejeros, en verdaderos gurús en los que se depositan demasiadas esperanzas y también a menudo demasiada responsabilidad y poder, e incluso leyenda.
A los asesores, nadie más que el líder de turno los ha elegido. El electo por los ciudadanos —o por las bases de su partido— es el líder, y algunos de sus compañeros políticos. Pero a la vez, los liderazgos políticos, al depender más del factor comunicativo, necesitan constantemente del consejo y de las directrices de sus spin doctors
. Yo siempre había defendido que la potencia de un liderazgo institucional es inversamente proporcional a la influencia de los asesores en sus decisiones políticas. Tenía claro que el ámbito de actuación del asesor debe circunscribirse a las vertientes estratégicas y comunicativas. Pero cuando estos dos frentes pasan a copar la mayor parte de la actividad política, entonces cabe llegar a replantearse la mayor, ya que difícilmente ningún político al máximo nivel puede abstraerse de esta realidad. Igual que los influencers
digitales condicionan el estilo de vida de la generación Z, la de los centennials
y la de los millennials
—aunque del resto también, no nos engañemos—, propagando patrones de comportamiento y modos de vida ligados al aparente éxito en nuestra sociedad hiperemocional e hiperexpuesta, los asesores políticos dejan su huella en sus particulares beliebers
, como se autodenominaban los incondicionales seguidores del cantante Justin Bieber, esos clientes que han pasado a convertirse en followers
. Pero, a través de los beliebers
, la huella se deja también en el terreno de la opinión pública.
En este libro pretendo explicar cómo los sentimientos dominan el mundo, a través de un decálogo de ellos, a través del trabajo que la
comunicación política realiza en tándem con líderes políticos que en los últimos años están copando altas magistraturas, portadas en medios y horas de debate, también en las redes. Sentimientos, por tanto, que nos mueven a todos, ni que sea en potencia. ¿Hoy más que ayer pero menos que mañana? Hoy más sistemáticamente que ayer seguro, pero mañana vayan ustedes a saber, que igual en lo que tarden en leer este libro todo ha crecido exponencialmente, así que a lo máximo a lo que aspiro de base es a darles unas claves para que lo que venga les coja lo menos distraídos y lo menos vulnerables posible ante el gas emocional que emiten quienes quieren hacer diana en su atención y en su voluntad. Ese gas emocional que, al estilo de la contaminación que cubre nuestras grandes ciudades la mayor parte del tiempo, está ahí casi sin que nosotros los homínidos seamos conscientes, demasiado ignorantes de hasta qué punto nos llega a intoxicar. Queda lejos aquel siglo XVII en el que René Descartes trataba con gran recelo las sensaciones físicas y elogiaba los principios racionales de la mente. Y no se divisa que a corto plazo pueda volver. A medio y a largo plazo tampoco.
Da miedo pero aspiro a que este sentimiento no sea paralizador, sino todo lo contrario. «Los líderes y las campañas pasarán, pero las condiciones que los habilitaron perdurarán», dice sabiamente el sociólogo inglés William Davies en Estados nerviosos. Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad
(2019), un ensayo que debería ser prescriptivo para quienes quieran moverse por el mundo contemporáneo.
En este libro me he propuesto que conozcamos mejor las condiciones que han hecho posible el éxito de algunos de los líderes políticos que más hemos oído nombrar de mucho tiempo para acá. Porque como también defiende Davies, es a partir de la Ilustración cuando se configura un modelo de liderazgo político completamente nuevo: «En cuanto la razón humana hubo triunfado sobre la superstición y los derechos divinos, se descubrió la fuerza de las emociones y las sensaciones humanas en cuanto medios para perturbar y dominar el nuevo orden político». A esa perturbación se han puesto manos a la obra líderes de todo el mundo, ayudados por una tecnología digital que marca un punto de inflexión.
Junto a los líderes, sus asesores cobran un plus de importancia.
Unos profesionales a quienes Edward Bernays, periodista, publicitario e inventor de la teoría de las relaciones públicas, describió así magistralmente en su libro Propaganda
(¡ojo!, de 1928): «Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas son en gran medida personas de las que nunca hemos oído hablar». Hace años que dedico buena parte de mi actividad docente, investigadora, periodística y divulgativa a dar visibilidad a esta parte de la política, de importancia siempre presente pero especialmente de relieve en una sociedad donde la comunicación es más protagonista y ocupa más espacio que nunca en nuestras vidas, también por tanto en nuestra política. Más, en un contexto que se mueve más por percepciones que por realidades, y en una política que en consecuencia trabaja igualmente más con percepciones que con realidades, con —y por— el sentir
de la gente, más que con aquello que los datos nos dicen que viven.
Vivimos un mundo donde la incertidumbre se erige en el elemento más característico, más aún que en la postmodernidad líquida que describió el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman. Un contexto gaseoso donde el tiempo y el espacio se viven como conceptos relativos, y donde las democracias están siendo transformadas y dominadas por algo en teoría tan etéreo como los sentimientos. Vivimos atropellados como individuos y como gobiernos en unas sociedades aceleradas, nos apoyamos cada vez más en los sentimientos y menos en las realidades, en general desconcertados, como ha descrito magistralmente Daniel Innerarity en su Política para perplejos
(2018). Vivimos más de percepciones (sensoriales) que de realidades, y eso nos provoca una decepción generalizada que se deja notar en nuestro consumo en general y en el político en particular. Y ahí es donde los sentimientos han pasado a dominar aun más el mundo. Observémoslos y aprendamos de ellos, así como de las emociones que los provocan. Porque, aunque no lo hagamos, otros se han puesto ya a ello por nosotros. Los líderes institucionales más conocidos y sus equipos, por ejemplo, antes y después del coronavirus. Aquí va su retrato vía trabajo de las emociones antes de la pandemia del coronavirus y de cómo todo ello fue puesto a prueba con el estallido de la crisis.