«Amor: sentimiento de afecto, inclinación y entrega a alguien o algo».
Cumbre del G-7 en Biarritz, Francia, 26 de agosto de 2019. Foto de familia con los líderes del grupo, sus parejas y otros políticos de países invitados a la cita. Una imagen del fotógrafo de la agencia Reuters Carlos Barria provoca un aluvión de memes
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, se viraliza en redes sociales, con Justin Trudeau como protagonista y con Donald Trump y su esposa Melania como coprotagonistas. Y todo, por un beso, un simple beso de saludo entre la primera dama norteamericana y el primer ministro canadiense. Sin embargo, esa imagen congelada y el enfoque del fotógrafo alumbraron una instantánea que parecía relatar una historia de amor a lo cuento de Disney: la bella y joven reina, casada con un desagradable y viejo tirano, se embelesa por un apuesto príncipe azul que la corteja. Justin y Melania se saludan, mientras Trump, con el ceño fruncido, mantiene sujeta con fuerza la mano de su esposa.
Trudeau quedaba dibujado planetariamente una vez más como el anti-Trump. Y de nuevo, con una construcción de relato sin demasiado fondo, discurso o hechos que lo avalen, más allá de lo que evidentemente separa a los dos líderes: su talante. En contraste con Trump, Justin es todo amor. O lo era en origen, cuando en 2015 sorprendió con su contundente victoria. Después, ese prejuicio se iría resituando y abriéndose paso en ese contexto que la periodista Delia Rodríguez describió en Memecracia: los virales que nos gobiernan
(2013): «Un lugar desconcertante en el que los arquetipos que logran captar la atención ciudadana y guiar su comportamiento no son los mejores, ni los más nobles, ni los más útiles, ni los más veraces; solo son los más contagiosos».
Fruto de ese contagio por la vía del impacto emocional, una década después volvía un liberal al poder en Canadá. Y unas cuantas décadas después, regresaba la trudeaumanía
, nombre dado a principios de 1968 a la emoción generada por la entrada de Pierre Elliott Trudeau en la carrera por el liderazgo del Partido Liberal de Canadá. Aquella trudeaumanía
original continuó durante la campaña electoral federal posterior y durante los primeros años de Pierre como primer ministro de Canadá. Casi cincuenta años después, Justin, su hijo mayor, atrajo una reacción internacional similar cuando se convirtió en primer ministro en 2015. El efecto fue impulsado por un factor que en el mundo anglosajón se describe como likeability
, y que no necesariamente tiene que ver con el atractivo físico, sino más bien con la generación de simpatía, que si además va acompañada de una buena apariencia, la redondea.
De Justin, una celebrity
querida en Canadá desde niño, ya en el lanzamiento de su carrera política se elaboraron titulares que, de haberse dedicado a una mujer, sin duda habrían causado controversia. Por ejemplo, poco después de ser elegido primer ministro, el británico The Mirror
publicó un artículo titulado «¿Es Justin Trudeau el político más sexy del mundo?». La pieza del corresponsal Mickey Smith describía a Trudeau como un «verdadero rompecorazones» y se refería a su familia como «la dinastía política más sexy desde los Kennedy». Una referencia, la de los Kennedy, muy adecuada —y recurrente— para el caso, concretamente cuando hablamos de la especie de flechazo que algunos liderazgos políticos —y la mística que les acompaña, a veces basada básicamente en un look
— consigue establecer con sectores amplios de la opinión pública, o de la opinión publicada que la dibuja. «El mundo conoce a Justin Trudeau y le gusta lo que ve», titulaba la CBC canadiense el día de su elección. Gustaba, atraía lo que de él se veía, su carcasa.
Si bien las encuestas inicialmente indicaban que aquella competición electoral sería apretada, la apasionada campaña de Trudeau se destacó por alimentar el sentimiento anticonservador. Cuando la mayoría absoluta ya estaba oficialmente a punto de caer, él mismo declaró: «Esto es lo que la política positiva puede hacer. No hice historia esta noche, la hicieron los canadienses». Una
declaración de amor correspondida. Los candidatos del Partido Liberal obtuvieron 184 escaños, superando cómodamente los 170 necesarios para formar un gobierno mayoritario. Los conservadores se hundieron, y eso que durante la campaña habían tratado de describir a su rival como un peso pluma inexperto; hasta se burlaron de su «bonito cabello» en sus anuncios televisivos. Pero sabían que iban a remolque. De hecho, Tom Gara, responsable de Opinión de BuzzFeed News, compañía norteamericana especializada en seguimiento de contenido viral, lo tutiteaba avanzada la jornada electoral: «El nuevo primer ministro canadiense es increíblemente guapo». Un resumen sui generis
de lo que iba pasando, por otra parte recurrente respecto a Trudeau.
OTRA FORMA DE SER, OTRA FORMA DE GOBERNAR
El «hermoso candidato» liberal —como lo retrataba la prensa— que había entrado en liza contrastaba nítidamente con el frío conservador Stephen Harper. Un contraste similar al que el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero ofrecía respecto al PP de José María Aznar en 2003: «Otra forma de ser, otra forma de gobernar». De lo agrio de aquel Aznar del «trío de las Azores», de la guerra de Irak, del naufragado buque Prestige
y sus «hilitos de plastilina«, a un candidato a una sonrisa pegado, reivindicando su talante y un cambio en positivo, aspirando a captar apoyos —sobre todo de los jóvenes— vía optimismo en una nueva etapa que dejara atrás una fase de gobierno retratada como oscura. Merecemos una España mejor
, proponía el eslogan de campaña de Zapatero en 2004. En positivo. Con una amplia y atractiva sonrisa. La comunidad internacional lo recibió como «el nuevo Tony Blair», comparación que el mismo premier
británico le espetaría en una cumbre bilateral. En definitiva, un estilo Trudeau, el hombre de la sonrisa de anuncio de dentífrico.
El atractivo no lo puede todo, pero a veces lo parece. La apariencia es clave. Porque la comunicación política tiene muy claro desde hace tiempo que trabaja más con percepciones que con realidades. ¿Cómo convencer a la ciudadanía de que está a salvo
cuando la gente siente que está en peligro? Difícil. Más, en un contexto donde el sentimiento se impone a nivel individual y colectivo. En consecuencia, es más fácil trabajar, construir y combatir percepciones, que no realidades. Como en política, pasa en muchos otros campos. Ha pasado siempre, y hay quienes lo han sabido. Como muestra, el siguiente botón, un diálogo de la película The King
(2019) basada en la mítica obra Enrique V
, de William Shakespeare. Un momento de la conversación entre el rey, interpretado por el actor Timothée Chalamet, y su consejero Sir William Gascoigne, interpretado por Sean Harris:
—Deseáis ser el rey del pueblo. No obstante, a tal fin, no podéis vivir de espaldas al sentir del pueblo.
—¿Y cuál es su sentir?
—Que Francia se mofa de nosotros.
—¿Compartes esa apreciación?
—Ese sentir es una fantasía. Pero no por ello lo creen menos cierto.
Ese sentir popular está instalado ahí, basado o no en hechos reales, construido vía emociones e imponiendo unas percepciones que, ajustadas o no a la realidad, tienen consecuencias sobre ella. Hoy, en un contexto donde tenemos cada vez más interiorizado —y menos temido— el cambio constante en nuestras vidas, el a su vez más corto recorrido de los liderazgos políticos se concentra en generar expectativas en su impulso positivo por el cambio, por lo joven, por lo nuevo, por lo atractivo. A menudo esas expectativas que se generan son desproporcionadas, pero tienen un innegable efecto cuando las sabe capitalizar una cara, un líder, un candidato. Los americanos lo dicen en campaña desde hace tiempo: «El candidato es el mensaje». En ellos se concentran la mayor parte de esfuerzos —más allá de los programas electorales, que pocos leen— para proyectar un tono, un talante, unos valores y unos atributos positivos que enganchen a una parte significativa del electorado vía imagen. De eso va buena parte de la política instalada en aquello que Sidney Blumenthal bautizó hace décadas como la era de «la campaña permanente». De ahí que, como en el caso de Trudeau, luego haya
analistas que consideren que ciertos liderazgos «absorben» a sus partidos. El canadiense, por ejemplo, con su imagen y con su efectivo uso de las redes sociales sacó de la cuneta a un Partido Liberal que según referentes de sus propias filas parecía haber perdido el poder para siempre. El apuesto Trudeau y su aura revirtieron el panorama en 2015. Con un liderazgo renovado, joven, en positivo, que supo declinar un look
en un talante atractivo, consiguió conjurar los malos augurios de Michael Ignatieff, un ilustre antecesor suyo, quien en un libro muy celebrado, Fuego y cenizas: éxito y fracaso en política
(2014) vaticinaba, solo un año antes, que un liberal no volvería a ganar en Canadá por mucho tiempo.
Richard Nixon, en sus memorias, ya advertía cómo en política la apariencia se impone al sentido. Lo había sufrido en su propias carnes durante su pulso fallido frente a un John Fitzgerald Kennedy a quien la cámara quería —y sus amigos editores de los medios más importantes también—. A partir de ahí, el prejuicio en positivo iba en buena parte al político demócrata, mientras que el negativo castigaba al republicano. En la película Nixon
(1995), de Oliver Stone, existe una secuencia especialmente lúcida y resumen de este fenómeno —y de cómo los políticos son conscientes de ello—. Se nos presenta a un atribulado Richard Nixon, interpretado magistralmente por Anthony Hopkins, que deambula de noche por la Casa Blanca, acechado por el caso Watergate
. En un momento dado, se para ante el retrato oficial del presidente Kennedy, se lo queda mirando y le dice: «Cuando la gente te veía a ti, veía lo que quería ser. Cuando me ve a mí, ve lo que es». Parecía que iba a añadir: «Y no le gusta», aunque no lo hiciera. Pero era la idea. Los Kennedy, con su porte, con su sonrisa, con su glamour
, con su indudable atractivo —no solo físico, pero también—, creaban a primera vista un relato aspiracional al estilo de esos anuncios de cremas correctoras del paso del tiempo que protagonizan personas que en absoluto las necesitan. De hecho, esa es la idea: la gente que ve esos comerciales debe identificarse con aquello a lo que aspira, y por supuesto no debe verse en lo más prosaico o cotidiano que protagoniza en primera persona y que querría cambiar. Nixon simbolizaba esto último, sobre todo en contraste con un talante ligado a un look
, el de los Kennedy, que iba más allá de lo físico pero que depositaba buena parte de su suerte en ello. No en vano, de entre los ciudadanos encuestados tras su mítico primer debate (1960), quienes lo habían seguido por la radio dieron como ganador a Nixon, mientras que los televidentes dieron la victoria a JFK. El día de las elecciones, el demócrata se acabaría imponiendo por muy poco al conservador. Más de medio siglo después, ¿alguien duda del peso creciente que ha adquirido el factor imagen y su trabajo estratégico como elemento decantador del favor del público, no solo en el ámbito político?
No se puede desligar imagen de mensaje. Para entender el conjunto del mensaje político, hoy en día simplemente no se puede hacer porque en la génesis del mensaje político, en su gestación, y luego en su construcción, incluso en los casos más reactivos y tácticos, está presente la obsesión por la imagen, el intento de su control, así como de las interpretaciones que harán los prescriptores de los medios o las redes sociales.
En este sentido, un libro de los psicólogos Stephen J. Martin y Joseph Marks publicado a finales de 2019, nos apunta a qué atendemos, a qué no y el porqué de una cosa y de la otra. Messengers: Who We Listen To, Who We Don’t
, And Why
, con los ejecutivos de empresa como protagonistas, nos analiza la excesiva atención que prestamos a la apariencia. Pero sus conclusiones valen para los ejecutivos y también para los políticos. Y especialmente, para los aspirantes a «jefe del Ejecutivo», término habitual para un presidente o primer ministro. Los autores de Messengers
apuntan muy exhaustivamente y rigurosamente cómo las personas respondemos sobre todo a las señales que descodificamos visualmente. Reafirman que las evaluaciones sobre los demás son extremadamente subjetivas y fácilmente desviadas por las apariencias. Eso sugiere que se puede lograr mucho mediante el uso de inteligencia artificial en las decisiones de contratación y promoción, siempre que la programación se realice correctamente y se centre en las calificaciones de los candidatos. Una computadora no se distrae con una cara bonita. Pero nosotros, los humanos, sí.
El mencionado libro reseñado por The Economist
sugiere varios ejemplos: ¿por qué los peatones son más propensos —tres veces más
propensos, según un estudio— a desafiar las leyes de tráfico —cruzar un paso de cebra con el semáforo en rojo, por ejemplo— para seguir a un hombre y pasar al otro lado de la calle si ese hombre viste traje, que cuando lo hace alguien en tejanos? U otro caso similar: los conductores atrapados en un semáforo tardan más en tocar la bocina si el coche que tienen enfrente es de una marca de prestigio.
Lo que estos ejemplos nos dicen de fondo viene de lejos y ahora, en una sociedad obsesionada por la imagen, se sublima. El sociólogo William Davies ya advierte que, a partir de la década de los setenta del siglo XIX, varios estudios empezaron a examinar el cuerpo humano y el animal sobre la base de que podrían revelar la actividad mental, «pero la actividad en cuestión era emocional, y no racional o cognitiva». En esta dirección cita el libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales
(1872), de Charles Darwin, donde el padre de la teoría de la evolución de las especies se centraba en fotografías de expresiones corporales, concluyendo que «cuando nuestras mentes están muy afectadas, lo mismo le sucede a nuestros cuerpos».
LA APARIENCIA IMPORTA
Una posibilidad que explicaría estos comportamientos y a la que apuntan los psicólogos es un respeto «evolucionado» por aquellos con una posición social más alta. Pero la cosa no va solo de ropa o de posesiones. Otra investigación citada por los autores de Messengers
involucró a estudiantes universitarios a quienes les mostraron fotos de cincuenta directores ejecutivos de la lista Fortune 1000 de grandes empresas. La mitad de estos jefes pertenecían a los grupos más rentables y la otra mitad, a los menos. A los estudiantes se les pidió que juzgaran qué ejecutivos tenían cualidades tales como competencia y dominio echándoles solo un vistazo. Y pasó que, sorprendentemente —o no—, los estudiantes eligieron a los ejecutivos que lideraban las empresas más exitosas. Acertaron. Aunque verdaderamente es difícil identificar al cien por cien la causa-efecto en todo ello, sí que se apunta claramente a que, de entrada, las personas con cierto tipo de apariencia son promovidas
antes porque, a primera vista, se cree que son innatamente más competentes.
La apariencia importa. En el reino animal también, y la evolución ha ido dotando a las diferentes especies de sus colores o características singulares. De esta manera, los humanos tendemos a respetar a los hombres con características físicas particulares. Cuando a los participantes en otro estudio se les mostraron imágenes de empleados masculinos de una consultoría de negocios, con ropa similar y caras enmascaradas, percibieron a los hombres más altos de manera más positiva en términos de habilidades de liderazgo de equipo. La investigación demostró que los hombres más altos y más atractivos ganan más que sus colegas más bajos y con rasgos más ordinarios. El libro añade multitud de casos y de casuísticas, que no solo se circunscriben a los niveles de selección laboral más elevados. El patrón está ahí. La conexión emocional que se establece a simple vista con un individuo fija de entrada sus opciones.
Justin Trudeau, su apariencia, su look
, su talante, el aura de su estirpe, su dinamismo, su corrección en el vestir según el registro que aconseje cada momento. Todo eso describe a un líder político que personifica la importancia del likeability
, del gustar en nuestra sociedad contemporánea, con mucha gente obsesionada por los likes
en Instagram, y más allá.
Patrick A. Stewart, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Arkansas y estudioso de la psicología política, ha demostrado ese fenómeno en diferentes análisis de debates electorales, como los de las primarias demócratas para las elecciones presidenciales de 2020: lo que las personas ven importa más que lo que escuchan a la hora de tomar decisiones sobre los líderes a los que seguirán. Así lo indicó en 2009 un artículo académico titulado «Presidential Speechmaking style: Emotional response to micro-expressions of facial affect»
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. En dicho texto se resumen los resultados de experimentos realizados con 206 estudiantes universitarios que mostraron cómo su estado emocional se alteró ante microexpresiones faciales en el rostro de líderes políticos. Resumen: la expresión facial —incluso microexpresiones
muy breves— puede tener un impacto significativo en el receptor de un discurso político. Una muestra clara de la importancia de la telegenia y del control de la expresión en público, que explica por qué el «análisis facial» sirve para extraer conclusiones también de construcción de mensaje. William Davies ha advertido que en el campo de la «computación afectiva», un factor clave en la transformación actual de la investigación de mercados, se emplea el aprendizaje automático para que los ordenadores identifiquen las emociones a través del lenguaje corporal y el comportamiento. Una información que, junto con palabras y sentimientos, se pasa por el filtro de la tecnología y se procesa matemáticamente.
Durante su legislatura de estreno como primer ministro, la «cara bonita» de Trudeau sumó un álbum de imágenes complementarias a los clásicos encuentros con líderes y fotos simbólicas, imágenes más propias del timeline
de una cuenta de Instagram de una estrella del cine o de la música. Camino del liderazgo, Trudeau hizo incluso un «semiestriptís» en un acto con fines benéficos. También retó a un contrincante conservador a un ring de boxeo, ante el cual lució torso, músculo y tatuaje en el brazo cuando pasó la prueba de la báscula. Ya como primer ministro, formó un gobierno paritario, con 15 ministras y 15 ministros, confesándose «feminista»
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. Se convirtió en el primer político de su país que, en el ejercicio del poder, desfilaba en la fiesta del Orgullo LGTBI+, pero no lo hizo de cualquier manera, ni al uso más formal, sino bailando al son de la música, ondeando una bandera de Canadá con los colores del arcoíris y con esos mismos colores dibujando en su mejilla el símbolo canadiense; en mangas de camisa, respirando felicidad y encajando manos a derecha e izquierda por las calles que recorría el Pride. En su primer año como jefe de gobierno desfiló en Toronto, y el segundo, en Vancouver, con toda su familia y empujando el carrito de su hija pequeña. El fervor de los medios por el líder solo lo superaba ese día el de los asistentes al desfile, de todas las edades, vitoreándolo y dedicándole piropos como «You’re so hot!
».
En 2018 Trudeau repitió Vancouver y en 2019 se sumó también al desfile de Montreal. En una imagen de promoción de la fiesta, el liberal formaba con sus manos un corazón encima de su blanca camisa. Besó a un presentador gay en televisión. Su partido, para
recaudar fondos, sorteó una cena barbacoa con él. También abrió Canadá a los refugiados en plena oleada de rechazo en diferentes países.
En los posados para fotógrafos de los encuentros con grandes líderes internacionales, Trudeau luce llamativos calcetines de colores, con dibujos de flores, renos, patitos de goma o hasta del peludo Chewbacca de la saga Star Wars
. De igual forma, durante su viaje a la India tanto él como su familia se mimetizaron con la indumentaria más tradicional del lugar, posando ante las cámaras mientras hacían el signo de rezar con las manos, en lo que muchos describieron como una sobreactuación innecesaria. Ahí se le fue sin duda la mano. Pero Trudeau ha buscado constantemente el agradar, la empatía con su público, siempre con su encantadora sonrisa a punto. En su campaña de reelección, defendió el eslogan Choose forward
(Elige adelante
), con un récord de canciones populares dedicadas a su figura, alguna de las cuales lo describía como «adorable». Su arma de atracción masiva
ha llegado a condicionar a sus adversarios, hasta el punto de que su contrincante conservador en 2019, Andrew Scheer, asumía con alegría la descripción que algunos medios le dedicaron tras su elección: «El sonriente Harper o Harper con una sonrisa». Y él, feliz, defendía: «Es una descripción bastante precisa».
En octubre de 2019, el diario El País
explicaba cómo la consultoría de marketing digital Novicell había desarrollado una herramienta que analiza las imágenes que publican los partidos políticos en sus webs. Para llevar a cabo el proyecto, la compañía había rastreado 11.000 páginas que forman parte de los sites
de los ocho partidos que más escaños obtuvieron en el Congreso durante las elecciones generales del 28 de abril de 2019. A partir de esa búsqueda, pudieron trabajar con más de 8.000 imágenes diferentes. Los científicos de datos dividieron la información recogida en función de la edad de las personas que aparecían en cada foto, su género, emociones faciales y aspecto físico —emociones faciales: quédense con ese dato—. Alberto Cañas, director de marketing en Novicell, concretaba a la publicación: «La tecnología que hemos utilizado dispone de servicios cognitivos para extraer información de imágenes. Nos puede decir si en una foto hay dos personas, de las
cuales una es mujer, tiene entre 40 y 45 años, lleva gafas y está maquillada». Su intención: «Mostrar con un ejemplo práctico qué se puede hacer gracias a inteligencia artificial. Hemos decidido hacer este análisis sobre las fotos que tienen los partidos en su web porque, en definitiva, consideramos que es la imagen que quieren comunicar». Esta misma inteligencia artificial la aplican desde hace tiempo diferentes consultores en su asesoramiento a partidos e instituciones, para calibrar ese tono, talante y aspecto que componen la imagen de un individuo o de una organización.
CENTRARSE EN SER POSITIVO
Antes de la llegada de este tipo de tecnología, la «adorabilidad» de Trudeau se trabajó también durante años, en la línea del dulce heredero del legado político de su padre. Especialmente desde 2012, cuando pasó a ser su principal asesor Gerald Butts, su amigo de los años universitarios, quien ayudó a Trudeau a elaborar el muy bien acogido discurso de elogio que el joven Justin dedicó a su padre en las exequias del antiguo primer ministro en 2000. Se iba construyendo el paralelismo de Justin con el apuesto John-John Kennedy, quien durante años fue objeto de mil y una expectativas depositadas en un futuro político al estilo de su padre, JFK. Justin y John-John eran descritos como «dignos hijos de sus padres», concepto que se incluyó en el relato político del primero. Con Trudeau todavía lejos de la primera línea política, Gerald Butts iba encontrando la fórmula que les haría triunfar en 2015. Trabajó para el exprimer ministro liberal de Ontario Dalton McGuinty como su secretario principal desde 1999, y supervisó su política en los años previos a la gran victoria de McGuinty en 2003. ¿Y cómo ganó McGuinty? Presentándose como una alternativa «positiva» a un Ernie Eves de los conservadores que estaba protagonizando un estilo demasiado atacante. En el discurso de victoria de McGuinty —con la mano de Butts detrás—, el líder liberal dijo que los votantes habían «rechazado la política de división», una frase que Trudeau reproduciría años después en su campaña. Butts destacó igualmente que Justin ganó centrándose en «ser positivo», «sin un solo anuncio
de ataque personal negativo contra ninguno de sus oponentes». Adorable, recuerden, ese liderazgo que de entrada hace sentir bien. Con un componente estético importante, eso sí, y con un look
que en algún caso es su principio y su fin político, un poco al estilo JFK, pero reforzando la tendencia creciente a concentrar el mensaje de un partido en su candidato y líder. Lo mismo que encarnó a la perfección el francés Emmanuel Macron y su En Marche!
(EM!), impulsando en positivo, fijando hasta las siglas de su nombre
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como las de su movimiento político. Una estrategia muy de nuestro tiempo, muy a corto plazo, y que fía mucho de su éxito a generar unas expectativas exageradas que al frustrarse rápidamente una vez en el poder, desgasta prometedores liderazgos de triunfo rápido, pero poco duradero.
Las elecciones de 2019, en las que Trudeau se presentaba a la reelección, arrancaron con unas encuestas que le dejaban lejos de la mayoría absoluta que había conseguido cuatro años antes. En el tramo final de su primer mandato, su mano derecha y arquitecto de su relato Gerald Butts había tenido que dimitir como jefe de su oficina, por un escándalo relacionado con una ministra dimisionaria que había denunciado el acoso del asesor para favorecer a un tercero en un conflicto de intereses
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. A la polémica se le sumaron en plena campaña unas (in)oportunas fotografías recuperadas por la revista Time
de los tiempos de Trudeau en la universidad (curso 2000-2001), en una fiesta de disfraces, pintado de negro para reproducir a una especie de paje real. Las acusaciones de racismo contra el líder liberal fueron tan furibundas que tuvo que comparecer ante los medios para hacer algo poco habitual en un máximo mandatario: reconocer que en su día se equivocó y pedir perdón.
Los partidos calculan estratégicamente la imagen fotográfica de sus líderes, que debe responder a los rasgos de personalidad que buscan los votantes. En el caso canadiense: honestidad, inteligencia, amabilidad, sinceridad y confiabilidad. Como han estudiado los profesores Alex Marland, de la Memorial University of Newfoundland, y Mireille Lalancette, de la Université du Québec à Trois-Rivières (UQTR), los estrategas son conscientes de que las
imágenes digitales viajan rápido y podrían volverse virales en momentos. En Canadá se vivió de forma especialmente intensa en esas elecciones de 2019. Pero en general este hecho describe el gran salto de nuestros tiempos, que cuentan con unas herramientas de coordinación en tiempo real que nunca había tenido a sus disposición la práctica totalidad de la ciudadanía. Internet, sin duda, ha ayudado a cambiarlo todo, también en política.
LA GESTIÓN DE LA FOTOGRAFÍA
Para Marland y Lalancette, el descubrimiento de fotografías antiguas de Justin Trudeau con la cara pintada de negro o de marrón fue un fracaso sorprendente en la gestión de las imágenes, «especialmente para alguien que apareció en la portada de la revista Rolling Stone
». No obstante, ambos estudiaron la gestión fotográfica global de Stephen Harper (2015) y del propio Trudeau (2019), con Instagram como red social destacada. Sus conclusiones: Harper había sido humanizado en la representación vía imágenes como un canadiense cotidiano al que le gustaba el hockey, mientras que Trudeau había sido retratado como un feminista accesible y juvenil con mensajes positivos. Explotando su encanto.
Lo han estudiado estos académicos y está ampliamente probado que las campañas electorales son eventos fuertemente influidos por la puesta en escena, lo que explica que los agentes políticos intenten controlar los mensajes visuales de forma creciente. Lugares cuidadosamente seleccionados y un frame
óptimo refuerzan la proyección del líder. Aquello de las «imágenes realizadas» por los partidos, que los informativos televisivos proyectan como si nada.
En el caso canadiense, por ejemplo, se detectó cómo los fondos con grandes banderas del país estuvieron destinados a transmitir una condición o potencialidad de primer ministro. La popularidad se proyectaba cuando un líder se mezclaba con seguidores. En el contexto de su investigación, Marland y Lalancette repasaron fotografías emitidas en las plataformas oficiales de Instagram de los principales partidos políticos canadienses y sus líderes durante la campaña de 2019, y las compararon con las instantáneas tomadas
por The Canadian Press, agencia nacional de noticias, el mismo día. Se constató cómo los fotógrafos oficiales y los reporteros gráficos independientes pueden llegar a generar imágenes muy diferentes. Comunicar con intención, generar emociones con un objetivo estratégico, también vía imagen.
A pocos días de la cita con las urnas, una foto con banderas canadienses y sonrisas de protagonistas volvió a la actualidad y acaparó la atención de la campaña. Era una imagen de archivo de la cumbre entre Justin Trudeau y el presidente norteamericano Barack Obama. ¿Por qué resucitó esa instantánea? Pues porque muchos medios ilustraron con ella el apoyo explícito que el expresidente de los Estados Unidos le dio al aspirante a la reelección, vía tuit: «Estuve orgulloso de trabajar con Justin Trudeau como presidente. Es un líder eficaz y trabajador que aborda grandes problemas como el cambio climático. El mundo necesita su liderazgo progresista ahora, y espero que nuestros vecinos del norte lo apoyen por otro mandato». Trudeau contestó a las dos horas, también vía tuit: «Gracias, amigo, estamos trabajando duro para mantener nuestro progreso». El de Obama fue un gesto sin precedentes en más de un siglo y algunos lo encontraron significativo por diferentes circunstancias, no todas buenas. Se podía leer como una injerencia, pero a la vez ponía de manifiesto la necesidad del equipo de Trudeau por conseguir un impulso para la clave positiva que cuatro años antes lo había catapultado al poder con mayoría absoluta. El aura de Obama, en positivo, seguía intacta, acrecentada con la perspectiva del tiempo por el contraste con su sucesor en el cargo, Trump. El apoyo del demócrata a Trudeau también era una manera de recordar aquella empatía del canadiense, aunque ya lejos de la imagen idealizada, casi virginal, que había enamorado a primera vista a una mayoría absoluta de los votantes. Finalmente, la noche del 21 de octubre de 2019, tras hacerse públicos los resultados del recuento oficial de votos, Trudeau volvía a respirar tranquilo y a sonreír. Se imponía con 157 escaños, lejos de los 184 de 2015 y de los 170 que configuran la mayoría absoluta, pero podría repetir en el cargo, contra los malos augurios de las encuestas. De sus primeras frases en el discurso de la victoria, una significativa aludía explícitamente al talante marca de la casa y de su éxito: «Esta noche
los canadienses han rechazado la división y la negatividad». Y sonrisa amplia en su rostro. Sin el aura de cuatro años antes, pero sonrisa no congelada, finalmente.
CONFIANZA ESCULPIDA EN PIEDRA CONTRA EL VIRUS
Unos cuantos siglos antes de Cristo, un Justin Trudeau político lo hubiese tenido más fácil que en nuestro complejo siglo XXI. Me explico. El escultor ateniense Praxíteles, uno de los artistas más reconocidos de la Antigüedad, es considerado como el autor del primer desnudo femenino íntegro. Fue, según los estudiosos, el primer escultor griego en representar un desnudo femenino a tamaño natural con su Afrodita de Cnido. Pero, más allá de la obra en cuestión, a este escultor se le considera el creador de un ideal femenino cuya influencia ha resistido milenios. ¿Y por qué explico esto? Muy sencillo. Porque en la Antigua Grecia, la belleza física era crucial y eso sin duda ha creado escuela, pero es que además, por aquel entonces, el factor físico decía mucho más que ahora, anatomía a parte. En el caso de los hombres, por ejemplo, un físico bello era considerado un regalo de los dioses, así como la evidencia de una mente hermosa. Hasta tenían una palabra para describirlo: kaloskagathos
, que significaba ser agradable a la vista y, por tanto, ser una buena persona. Gran triangulación: belleza, inteligencia, bondad. Hoy día, en cambio, el atractivo físico, por ejemplo si eres político, puede ser usado en tu contra, precisamente para poner en duda tu capacidad. Le pasó al primer ministro canadiense con el estallido de la crisis por la pandemia del coronavirus. Nada, por cierto, que no hubiese vivido antes y que no estuviera preparado para regatear.
Su imagen, su muy buena imagen, siempre ha sido un factor de impulso y de críticas por parte de defensores y detractores. De hecho, hasta el estallido de la crisis por el coronavirus, lo más comentado y viral sobre Trudeau desde que revalidara en el cargo había sido el hecho de que se había dejado barba. Un debate nacional no solo a nivel de redes sociales, sino que había traspasado a la prensa. Él disfrutaba plácidamente de aquello, después de
tiempos complicados y de una campaña electoral por momentos dura e incierta, pero igualmente Trudeau siempre había sabido disfrutar de aquellas circunstancias importantes en las que un jefe de gobierno debe mostrar liderazgo. Así fue como su reacción primera con el estallido de la crisis fue juzgada en general como buena tanto a nivel comunicativo como de imagen internacional. Su tono se fue modulando con la evolución de la gravedad de los acontecimientos, pero lo que no cambió fueron sus más críticos, siempre duros especialmente con un frente: el de señalarlo como un buen maniquí sin fondo.
Ante los primeros estragos del coronavirus, algunos medios no dudaron en señalar que en las comparecencias del primer ministro se le notaba que no tenía ni idea de lo que está diciendo. Una impresión que en las reiteradas ruedas de prensa, sobre todo respondiendo a preguntas de los periodistas, efectivamente se palpaba ya que evidenciaban sus lagunas sobre la cuestión. Así fue como él y su equipo, conscientes de ello, rápidamente aprovecharon para dar especial relieve y papel a la opinión de la comunidad científica canadiense. Sabían que la imagen del primer ministro, por si sola, podía tener atractivo y proyectar bondad y amor, pero no necesariamente en la línea griega clásica, mostrar gran conocimiento, menos aún científico. Malos tiempos para la lírica, en general para los liderazgos institucionales.
Pero, lo dicho: el líder canadiense reaccionó rápido. De hecho, desde que empezó a liderar el gobierno de su país, Trudeau demostró que su encanto también implicaba buenos reflejos políticos la mayor parte del tiempo, y así lo demostró con la irrupción de la Covid-19 en escena, enfrentándose a los primeros pasos de la crisis con un mensaje diáfano: «Go Home and Stay Home
». Entonces, ante la aparente pasividad de la sociedad canadiense al mensaje de confinamiento, no dudó en tantear la opción de declarar el estado de emergencia de bienestar público (Public Welfare Emergency
), una vía para dar más poder al gobierno central a costa de los gobiernos provinciales, al estilo de lo impulsado por Pedro Sánchez en España. La primera semana de abril, esta opción aún no se había puesto en práctica pero se contemplaba, ni que fuese como medida de presión para que la gente
se quedara en sus hogares.
Trudeau, ducho en el arte de ganar elecciones en tiempos de elección permanente, supo por dónde apretar pero no ahogar, así como identificó rápidamente por dónde actuar y transmitir que ahí era ejecutivo sin matices. Vio claro que la situación era un test crucial sobre su capacidad. Supo, además, que sus primeros pasos frente a la crisis serían decisivos para condicionar la opinión pública en favor o en contra de su gestión. Se puso a ello y las encuestas reflejaron que la sociedad canadiense se mostraba en marzo de 2020 como generosamente optimista con la habilidad de su país y de sus gobernantes frente a la crisis. La imagen y el discurso de Trudeau fueron claves en el fomento de este sentimiento. Sobre todo en contraste con el proceder de su homólogo del sur, un caótico Donald Trump con un talante y unos vaivenes que claramente en Estados Unidos agravaron el sentimiento de desorientación general ante el estallido y las primeras consecuencias de la pandemia.
De primeras, los medios de comunicación canadienses mostraron una generalizada e importante preocupación por los efectos de la crisis sobre la economía y por el profundo impacto que aquello podría tener sobre las pequeñas y medianas empresas, consideradas el motor de funcionamiento de la sociedad canadiense. Así Trudeau, ágil, el 28 de marzo, anunció contundentes medidas en las que enfocaba la ayuda económica a este sector de la población. Su estrategia parecía ir dando frutos, ponía en valor la opinión de los científicos, impulsaba medidas decididas y él encarnaba la respuesta del gobierno ante la crisis. Aquellos días, la veterana cabecera canadiense Maclean’s
publicó una información según la cual, y en base a sendas encuestas, los canadienses confiaban más en la habilidad de su gobierno al enfrentarse a la crisis del coronavirus que los americanos o los ingleses en los suyos. Forma con fondo, trabajada a conciencia, casi esculpida sobre piedra, eso sí, con mucho amor.