«Venganza: satisfacción que se toma del agravio o daño recibidos».
El 22 de julio de 2019, una cuenta satírica de Twitter llamada «Only in Rusia» publicaba un tuit con un breve vídeo con Vladímir Putin de protagonista. Presentaba al presidente ruso rodeado de jóvenes que se van disponiendo a su alrededor para posar en una fotografía como recuerdo de su visita a la Universidad Federal de Ural. Uno de los chicos se coloca rápidamente en un escalón bajo Putin, pero su altura hace que tape al dirigente. Tras unos incómodos segundos en los que Putin intenta sacar la cabeza por detrás del joven, un miembro del equipo de protocolo agarra al muchacho por el brazo, lo quita de ese lugar y coloca a una chica mucho más bajita que permite que en la foto Putin luzca bien centrado y plenamente visible, como corresponde. El texto del tuit que acompañaba el vídeo era conciso pero muy orientativo sobre lo que se entiende que puede pasar en Rusia —y más allá— si inoportunas lo más mínimo a su presidente: «How to win a free trip to the Gulag
». («Cómo ganar un viaje gratis al Gulag»). ¿Tapas al presidente en una foto? Venganza asegurada en forma de billete a uno de esos campos de concentración donde se condenaba a trabajos forzados a los enemigos del régimen soviético. Ahí es nada.
Vladímir Putin es la quintaesencia de lo que el régimen soviético podía producir y aspiraba a proyectar, pasado por el tamiz de una grandeza neozarista y el dominio de la escena mediática. Fuerza, como cuando el presidente monta a caballo a pecho descubierto, o cuando recorre los dorados pasillos de palacio atravesando puertas casi de catedral que se abren a su paso. O como cuando, en represalia ante un país desobediente, ocupa una península como Crimea. Si en España la venganza se condensa en la obra
La venganza de Don Mendo
, la capacidad de punición de Putin ante quienes osan plantarle cara es ya otra suerte de «clásico» tanto en Rusia como en el resto del mundo. Siempre a punto con su bumerán para devolver el golpe, y a poder ser, multiplicado.
El método da resultados. El poder de Rusia no es folclórico: por la vía de los hechos se ha tomado su venganza después de mucho tiempo sintiéndose en un rincón de la historia y del mapamundi. Una potencia, y su más alto representante, se coloca en el centro del escenario sin contemplaciones, tomando el espacio que le había sido negado. El dónde es muy importante en la vida, y en particular en política a la hora de generar percepciones. Lo dice el genial personaje Francis Underwood en una de sus primeras frases en la serie House of Cards
, cuando resume cómo entiende la política: «It’s all about location, location, location. The closer you are to the source, the higher your property value
». Todo va de ubicación, ubicación, ubicación. Cuanto más cerca estés de la fuente —de poder—, mayor será el valor de tu propiedad. Mayor valor tendrás a los ojos del que mira. Ahí se ha centrado la batalla geopolítica que Putin libra desde hace años para desplazar el eje, el centro, y crear un Imperio Euroasiático en el que Rusia sea la referencia de un espacio que le devuelva el golpe a Occidente.
El líder ruso ha buscado esa ubicación clave teorizada hace tiempo por el filósofo Aleksandr Dugin, considerado durante años como su gurú en la sombra, el «Rasputín de Putin». El presidente aplica también la búsqueda de ese núcleo irradiador
a una Duma que tiene totalmente sometida y a un contexto político-mediático que, extramuros de las instituciones rusas, también padecen su venganza. Se está con él o contra él, y posicionarse en el segundo caso acarrea consecuencias.
Putin y su cultura política beben de un pasado conocido por todos, donde la antigua Unión Soviética dejó una huella de poder entendido en clave de acción-reacción con un Occidente con el que siempre estuvo en guerra, fuera explícita o fría. Eso se sigue notando hasta físicamente en sus instituciones de gobierno. En julio de 2019, un artículo de The Economist
titulado «Parliaments get facelifts; but it is politics that really needs one», y publicado con la excusa de las
reformas en el parlamento de Westminster, planteaba muy certeramente cómo la ubicación física de sus señorías en las diferentes cámaras de representación del mundo marca también dónde los sitúan los ciudadanos. Esa ubicación está muy pensada, tiene intención, hasta el punto que dos arquitectos, Max Cohen de Lara y David Mulder van der Vegt, han dividido las cámaras parlamentarias del mundo en cinco tipos
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. La Cámara de los Comunes en Westminster tiene bancos opuestos, al igual que antiguas colonias británicas como Jamaica y Uganda. La mayoría de los políticos estadounidenses y europeos, por el contrario, se sientan en forma de abanico, conocido como hemiciclo. Una tercera disposición, que los arquitectos llaman herradura pero que a menudo se parece más a la letra u
, combina las dos primeras formas: Irlanda y Kenia lo usan. Un cuarto tipo, el círculo, es más raro, pero se utiliza en el estado alemán de Renania del Norte-Westfalia y en el Senedd galés. Finalmente —y lo que aquí me interesa apuntar— China y Rusia tienen un quinto diseño que se parece a un teatro o a un aula gigante, y que se puede sentir como ambos. Favorece el aplauso del respetable, que se dispone frente al «escenario» pero unos peldaños por debajo. Arriba se sitúan los referentes que imparten doctrina frente a atentos y obedientes alumnos. Es la escena que la Duma reserva a quien ostenta el poder y, del otro lado, a quienes ocupan los asientos de la oposición. «Location, location, location
», que diría Underwood.
Es evidente que la idea de parlamentarismo en la Rusia de Putin, tal y como él la ha concebido, es a lo sumo puro teatro
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. Su política responde al esquema antiguo de situarse un peldaño por encima, propio del viejo profesor respecto de los claramente inferiores alumnos, que tanto deben reverenciarlo, aprender de él y temerlo. Si no obedecen, saben que la represalia, la venganza, será terrible. En este modelo se basa, por tierra, mar y aire, en todos sus formatos, el régimen pseudodemocrático de Putin para afianzar su poder entre su cúpula, entre su pueblo y de cara al mundo: o se asume lo fijado por el poder, o la venganza será tan severa como corresponda. Así funciona la Rusia del nuevo zar
, catapultada por el factor económico, por la tecnología y por la clásica represalia contra el disidente, incluso física.
Aleksandr Dugin ha sido asesor político y militar de Putin. Aunque en los últimos tiempos ha perdido mucho peso del que llegó a tener en el Kremlin, su figura nos da bien la medida y la base teórica del proceder del líder a quien Forbes
llegó a describir como el hombre más poderoso del mundo. Este filósofo, politólogo y geopolítico, siempre crítico con los organismos internacionales y claro promotor del regreso al Estado nacional, no ostentó nunca ningún cargo institucional, pero su influencia se dejó notar en el cénit de la presidencia de Putin, hasta el punto de que ha sido descrito en más de una ocasión como el «cerebro» del presidente. Como mínimo, de sus ideas de grandeza a nivel geopolítico.
La leyenda sobre la influencia de Dugin creció durante años igual que la de Vladislav Surkov, hasta febrero de 2020 el más influyente consejero palaciego. Surkov trabajó en los años noventa en la transición entre Boris Yeltsin y Putin, y es considerado «la eminencia gris» en la construcción del putinismo
, así como de la formación del movimiento juvenil Nashi («Los nuestros»), fiel al presidente, y de la red de medios de comunicación afines al Kremlin. Cuando «fue relevado de su cargo por deseo propio», las principales teorías para explicarlo apuntaron a la línea dura respecto a Ucrania, de la cual consejeros como Surkov eran partidarios.
Este frente también habría desgastado en su día a Dugin, doctor en Ciencias Políticas y profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Moscú, donde perdió la plaza tras su defensa a ultranza de la invasión total de Ucrania en 2014 como había hecho con Georgia en 2008. Dugin es más radical que Putin en este frente, lo cual le cosechó duras críticas del mundo académico así como un desgaste a nivel político y de influencia. Mucho antes, entre 1993 y 1994, ya había dado muestras de sus filias y fobias como ideólogo del Partido Nacional Bolchevique (PNB), de tendencia marxista-leninista. El pasado soviético que no pasa, que hace bueno el «Nada se crea ni se destruye, únicamente se transforma» que nos enseñaban de pequeños en clase de ciencias naturales. Pues bien, Dugin, que al presentarse a la Duma en 1995 con el PNB obtuvo tan solo el 1% de los votos, tres años después dejaría la formación y en 2002 fundaría el Movimiento Eurasia, que posteriormente convertiría en partido. Miembro de la Iglesia Ortodoxa Rusa, se ha
mostrado radicalmente en contra del colectivo gay, aunque también fija en el objetivo de sus críticas a la modernidad y al liberalismo, a los que identifica como las raíces del mal. Ha promovido actuar contra ellos también como miembro de uno de los think tanks
más influyentes de Rusia, el Club de Izborsk. Dugin se identifica con sistemas conservadores y autocráticos como Rusia y los países de la Europa central, en una línea que incorpora a su teorizada Eurasia. Lo describió en 1997 en su libro Fundamentos de geopolítica
y ahondó en ello en la que probablemente es su obra de mayor impacto: Cuarta teoría política
(2009).
La síntesis del pensamiento de Dugin, así como de buena parte de lo que ha descrito durante años la acción geopolítica de Putin, está en estos y otros escritos, donde este ideólogo fan de Donald Trump y del Brexit identifica la globalización, el cosmopolitismo tecnológico, el ateísmo, el imperialismo y el unipolarismo
norteamericano como deshumanizadores de nuestras sociedades contemporáneas. Su receta señala como necesaria una respuesta en forma de venganza, de castigo sin miramientos. Pero antes debe generarse dicho sentimiento en una sociedad rusa que arrastra demasiados años de penurias, un hecho que refuerza la idea del triunfo vinculada a Occidente y la del fracaso, a la fórmula rusa y a su zona de influencia. El resurgir económico de la nación rusa debe ir adjunto a un rearme moral e ideológico que entienda que el orden mundial liberal ha de ser derrotado. No se trata solo de ganar, sino de arrasar con quienes han liderado todos los campos del poder hasta ahora. Se trata de tomarse la revancha, de vengar lo perdido. Así, Dugin promueve una revolución estructural contra el liberalismo, al que contrapone un populismo integral que debe unir la derecha de valores cristianos con el socialismo, la justicia social y el anticapitalismo, todo revestido de un nacionalismo evidente. Como ha defendido el admirado sociólogo William Davies, rememorar las pérdidas del pasado —incluso volviendo a luchar deliberadamente las mismas batallas— tiene eficacia debido al «sentimiento de rabia y venganza» que surge una vez aparece el recordatorio. De ahí, por ejemplo, que Vladímir Putin inunde la televisión de su país con mensajes sobre cómo Occidente ha humillado a los rusos.
¿Referentes políticos de Dugin, aparte de Vladímir Putin? Lo han
sido Trump, Viktor Orbán y Matteo Salvini, así como los gobiernos más confrontados con Estados Unidos de América Latina, es decir, Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua. ¿Les suenan gestos y encuentros bilaterales entre Putin y los mandatarios o dirigentes políticos de estos países? ¿Verdad que sí? Todo en clave de venganza contra «el Tío Sam» y sus aliados, como ha dejado escrito Dugin: «Nuestro objetivo es el Imperio Indoeuropeo, desde Vladivostok hasta Dublín, bajo la bandera de Cristo y del gran monarca». ¿El gran zar, quiere decir? «Rusia retornará a la historia y construirá una nueva Rusia, imperial y absoluta». Putin hace años que se puso a ello. Después de un largo paréntesis impuesto por los enemigos de la patria, tocaba volver a las glorias del imperio zarista, ahora en clave Eurasia y con la Federación Rusa en el epicentro.
Vimos una traducción de esta ideología en la anexión de Crimea en 2014 y en la agresión rusa contra Ucrania, sin precedentes en las últimas décadas en el contexto del continente europeo. Pero lo viven constantemente en Rusia sus ciudadanos, de todo tipo. Por ejemplo, el proceder implacable del régimen contra el empresario Alexéi Navalni, a quien persigue sin contemplaciones y sin descanso desde que en 2011 osó disputarle la presidencia a Putin, y a quien desde entonces aquel le hace la vida imposible. De nada ha servido que la BBC lo describiera como «posiblemente la única figura opositora de peso que ha emergido en Rusia en los últimos cinco años». Ciudadano David contra un poderoso Goliat, Navalni ha sido apodado el «Erin Brockovich» ruso por la revista Time
, y fue nombrado «Persona del Año 2009» por el diario ruso Védomost
. Pero nada ha aplacado la maquinaria represiva.
En julio de 2013, Navalni fue juzgado culpable de malversación de fondos y condenado a cinco años de prisión. Un hombre que precisamente se había especializado en denunciar la corrupción de acuerdo con las leyes de la propia Federación de Rusia, que parecen ser ampliamente ignoradas por los funcionarios, las autoridades y las empresas controladas por el régimen putiniano
. A Navalni se le aplicó una venganza en toda regla, con una condena que ha sido denunciada por la Unión Europea y por Estados Unidos como un proceso influido por intereses políticos. De nada ha servido. Nada le ahorró la cárcel. Un ejemplo de lo que le espera, por poderoso que
sea, a quien también internamente se atreva a desafiar a Putin.
Ese sentimiento de venganza mueve a un régimen que ha conseguido impregnar su relato con la represión para impulsar su permanencia en el poder. Una mayoría de la población rusa lo avala elección tras elección con un apoyo masivo a un Putin que golpea sin contemplaciones a quien lo cuestiona. No deja sin respuesta ninguna agresión —o lo que intuya como tal— y esa actitud le sirve también para defender los intereses del país y de sus ciudadanos en el mundo. La dialéctica del enemigo exterior y del enemigo interior atrapa a capas de la sociedad proclives a la conservación de un cierto statu quo
, por precario que pueda ser, porque como mínimo ofrece una cierta estabilidad y la posibilidad, aunque sea retórica, de mejora en el futuro. El imaginario de Dugin nutrió este relato y su conexión con amplias capas de la sociedad.
ALIMENTAR LAS «GRANJAS DE TROLES»
Pero la estrategia de Putin no la ha marcado Dugin, como Dugin tampoco influyó al presidente únicamente a través de sus libros. Malcom Nance
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, un conocido autor estadounidense especializado en inteligencia y seguridad, destaca que Putin se ha sabido rodear de un núcleo intelectual de filósofos y pensadores que en muchos casos están claramente ubicados en el ideario neofascista y totalitario. Entre otros —y a diferentes niveles de proximidad al líder— Konstantín Maloféyev e Igor Panarin, este último considerado durante años como el más influyente de los tres principales «monjes negros»
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que ayudaron —cada uno en su medida y con sus habilidades y competencias— a promover las mencionadas ideas por el mundo. Lo han hecho desde la misma retórica del presidente ruso o desde la Agencia de Investigación de internet, la herramienta rusa para crear granjas de troles
que conciben la política como una guerra (cibernética), que no buscan el consenso, sino que inundan la red de noticias falsas y de odio. Estas granjas
o fábricas
intoxican de forma tan efectiva que han llevado a la Unión Europea a intensificar la «lucha contra la desinformación» con un plan de acción que vehicula el Grupo de Trabajo East Stratcom, dependiente del
Servicio Europeo de Acción Exterior y dotado con millones de euros.
William Davies ha destacado muy acertadamente cómo ya en 2013 el general ruso Valery Gerásimov afirmó que «en el siglo XXI hemos visto una tendencia a desdibujar las líneas entre estados de guerra y de paz. Las guerras ya no se declaran». Se libran a diario, y no necesariamente a cara descubierta. El autor defiende que pequeños actos de transgresión pueden tener considerables efectos políticos si se escogen cuidadosamente la herramienta y el objetivo. Esta «doctrina Gerásimov» explica por qué la Rusia de Putin emplea gran variedad de medios no militares para agitar política y socialmente donde le convenga, ya sea troles en internet, violación de datos o difusión a gran escala de fake news
. Aunque, no nos engañemos, lo que hacen los partidarios de Putin bebe de un proceder —o cuando menos, contemporiza con él— que la mayoría de empresas y partidos practican. Por ejemplo, utilizando Facebook para personalizar una comunicación que se proyecta a muy variados perfiles psicológicos, identificados como públicos objetivos a los que dirigir mensajes y a los que generar estados de ánimo y de opinión. O movilizando votantes potenciales a favor o en contra de algo o alguien. El líder ruso lo practica claramente con una comunicación sobre todo en segundo plano, en clave de confrontación y de propaganda bélica. Genera un contexto donde el conocimiento se modifica como arma, donde los hechos se manipulan con el objetivo de movilizar en positivo o negativo vía impacto emocional. Las sensaciones cobran un valor especial en medio de la aceleración que provoca este intercambio concebido como si de un campo de batalla se tratase. La política como componente de la (ciber)guerra que describe nuestra era de las redes sociales.
Durante un turno de preguntas y respuestas en Facebook en 2015, Mark Zuckerberg habló de «la tecnología de la comunicación suprema», que en el futuro permitirá «enviarnos pensamientos complejos los unos a los otros de manera directa usando tecnología». Sobre esta predicción de comunicación telepática ya trabaja Facebook. Con ingenieros capaces de desarrollar
«novedosas tecnologías no invasivas de neuroimagen» y «experiencias hápticas [referentes al tacto] de inmersión realista». Zuckerberg ha contratado a importantes neurocientíficos y a antiguos trabajadores de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa del Pentágono (DARPA) para dirigir proyectos sobre «tecnologías que mezclan con fluidez las palabras físicas y las digitales». Suena a ciencia ficción, pero no lo es. Está pasando. Desarrollan tecnologías para leer la mente de forma limitada, para detectar intenciones de usuarios de entornos de realidad virtual, para enviar breves mensajes de texto simplemente con pensarlos. Avances tecnológicos que plantean grandes interrogantes, también éticos y filosóficos, ya que todos pensamos y sentimos muchas cosas que no deseamos comunicar. ¿Quién nos dice cómo se utilizará y a disposición de quién se pondrá todo aquello con lo que están experimentando grandes magnates tecnológicos como Zuckerberg, o como Elon Musk, quien tiene una compañía dedicada a desarrollar tecnologías de «cordón neuronal» para integrar pensamientos con ordenadores? No olvidemos que Vladímir Putin, como Musk, ya ha defendido en voz alta que el país que lidere el mundo de la inteligencia artificial dominará el siglo XXI.
Putin domina el poder en Rusia desde 1999. Este exagente de la KGB lleva, por tanto, veinte años construyendo su propio imperio. Dos décadas sustentadas en una retórica y en una acción que promete a su pueblo volver a lo más alto. Al servicio de ese objetivo, el autoritarismo y la represión política parecen ser asumidos como un «mal menor», ya que sus índices de popularidad siguen altos. Normal, si se tiene en cuenta el control que el régimen ejerce a todos niveles y el relato que difunde por todos los canales posibles, en multimedia y multiplataforma, con diversidad de géneros también en cuanto a tono y formato.
En abierto o en secreto, vía medios de comunicación o agencias de inteligencia, la Rusia de Putin habría logrado influir en comicios como los presidenciales de Estados Unidos y en consultas como el Brexit del Reino Unido. Se aprovecharía, según los indicios, de nuestra sociedad abierta, de forma especialmente eficaz a través de las redes sociales y de agentes de influencia que incluyen antiguos espías de la KBG para difundir fake news
y propaganda. Se ha sabido, por ejemplo, que Facebook vendió cien mil dólares de espacio publicitario a una granja de troles
pro-Kremlin durante la campaña de las presidenciales norteamericanas de 2016. El contenido fue visto por 126 millones de estadounidenses. Troles que pagan a Facebook para ganar difusión y que proyectan fake news
a través de esta plataforma. Internet y sus rincones más populares, entendidos como armas de sabotaje. Y solo es la punta del iceberg de un mundo que mayoritariamente escapa a nuestro conocimiento.
El estudio sobre propaganda «Freedom on the Net 2017», de la oenegé Freedom House, identificó treinta Estados en el mundo que usan de forma deliberada las redes sociales para manipular la opinión pública y su voto, con Rusia y China en posiciones destacadas. Estos Estados utilizan las libertades del sistema para detener, atacar y destruir la democracia occidental desde fuera y desde dentro. En su libro The Plot to Destroy Democracy
(2018), Malcolm Nance describe estas granjas
de producción y de difusión de contenidos como productos de una «filosofía de Putin» que ha sido históricamente alimentada por ideas de personajes que promueven los regímenes autoritarios, caso de la supremacía de los rusos eslavos, y que augura la caída de los Estados Unidos. La venganza de Eurasia.
Junto al marco teórico del que pudo proveer Dugin al presidente ruso, otra mano que se apunta como importante para la difusión de su proyecto es la del multimillonario Konstantín Maloféyev, quien habría sido clave para financiar campañas de desinformación a lo largo y ancho de Europa a través de su propio think tank
, Katehon, canalizador de fondos para el Brexit o para promover bulos sobre Hillary Clinton, sobre migrantes centroamericanos en Estados Unidos o sobre refugiados sirios, libios e iraquíes en Europa. También, para incentivar el triunfo de algunos partidos de ultraderecha en el continente. Según diferentes publicaciones internacionales, Maloféyev habría fomentado todo ello, así como la propaganda prorrusa en la Europa oriental. Y lo habría impulsado en off
, claro.
El tercero de los «monjes negros» que habrían influido durante los años clave del putinismo
es Igor Panarin, un oficial de
inteligencia y exanalista de la KGB que trabajó para la Agencia Federal de Información y Seguridad del Gobierno (FAPSI) antes de que cerrara y se convirtiera en el Servicio Especial de Información de Comunicaciones, que hoy opera de manera similar a la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense, la NSA. Suya es la teoría, desde hace décadas, de una desintegración de los Estados Unidos a través una supuesta «guerra civil desencadenada por la inmigración masiva, el declive económico y la degradación moral». Panarin ha alentado, por ejemplo, la idea de la anexión de Alaska después de que se produzca ese supuesto naufragio norteamericano.
Panarin, al igual que el resto de consejeros del presidente, propone respuestas al escenario de desintegración de la antigua Unión Soviética en clave de centralidad y de dominio de la escena internacional. Con compañeros de viaje como estos, se entienden las políticas y las prácticas impulsadas por Putin durante años, por muy increíble que parezca que las pueda protagonizar un líder institucional elegido en las urnas.
Como ejemplo de dichas prácticas sirve lo sucedido en Ucrania. El diario digital Infobae
fue en su día acusado por el medio ruso RT
de manipular la información en la crisis de ese país durante 2014 para beneficiar la postura norteamericana. Infobae
, con el tiempo, sería distinguido por la Fundación Konex como el mejor proyecto de Emprendimiento Digital de la última década en Argentina. En 2017, además, llegaría a una alianza de contenidos con Vice.com
y The Washington Post
, entre otros medios de referencia. Infobae
ha trabajado de forma metódica y profesional para poner luz sobre las granjas de troles
rusas, para conocer de dónde salen, cómo funcionan y qué efectos están dejando en nuestras democracias. En febrero de 2018 dedicó un reportaje a un hilo de la inmensa tela de araña presuntamente tejida a la sombra por el régimen de Putin. Y digo «presuntamente» porque aún se está investigando en sede parlamentaria en Norteamérica.
El reportaje tiene un título de película de espías: «Proyecto Lakhta: así funcionaba la fábrica rusa de noticias falsas para interferir en las elecciones de Estados Unidos». Según su investigación, la agencia Internet Research Agency (IRA), ubicada en San Petersburgo y financiada por un oligarca amigo de Putin,
operaba como una moderna empresa de marketing, con especialistas en gráficos, análisis de datos y posicionamiento en buscadores. Su objetivo era claro: dividir a los estadounidenses y sembrar desconfianza en la democracia. Esa fábrica
, cuyo objetivo era debilitar a la demócrata Hillary Clinton —muy crítica con Putin— y favorecer la candidatura de Donald Trump, pasó a ser el centro de la polémica después de que el fiscal especial Robert Mueller imputara a trece ciudadanos rusos y a tres empresas por injerencia en las elecciones presidenciales de 2016
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.
Detrás de la granja de troles
, además, se sitúa de nuevo un oligarca que le debe su buena fortuna a Putin: Yevgeny Prigozhin. Según el dictamen del fiscal especial Mueller, la empresa de Prigozhin, Concord Catering, financió la IRA como parte de una operación global de interferencia denominada «Proyecto Lakhta», en referencia al nombre del barrio en el que se fundó la agencia para difundir información falsa por todo el mundo. Si bien al principio los objetivos eran Ucrania y otros países europeos, posteriormente puso su foco en las presidenciales norteamericanas. La investigación describe que la agencia funcionaba como una moderna empresa de marketing, con jóvenes empleados atraídos por unos salarios más altos que los que se ofrecían en otras empresas. El número total de trabajadores se movió entre los cuatrocientos y los mil. Su presupuesto mensual era de 1,25 millones de dólares.
CONDUCIR OPERACIONES EN LAS REDES SOCIALES
En 2014, la IRA creó una nueva unidad, conocida como «Proyecto Traductor». Estaba compuesta por unas ochenta personas y tenía por objetivo la «población de Estados Unidos», hacia la que orientó «operaciones en las redes sociales como YouTube
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, Facebook, Instagram y Twitter», según palabras del fiscal. Trabajaban 24 horas al día, siete días a la semana, para seguir en tiempo real los acontecimientos políticos y «difundir desconfianza hacia los candidatos y el sistema político en general». Sus empleados abrieron cientos de cuentas en las citadas redes sociales, creando perfiles falsos de estadounidenses para transformarlos en «líderes de la
opinión pública» y así inflamar el debate a través del «apoyo a grupos radicales, usuarios descontentos con la situación social y económica y movimientos sociales de oposición». Propiciaron grupos como «Fronteras Seguras», «Musulmanes Unidos de América» o «Ejército de Jesús». También falsas cuentas de Twitter como «Tennesee GOP», al parecer vinculada al Partido Republicano local y que llegó a tener más de cien mil seguidores. Como apunta Infobae
, sus tuits fueron compartidos por funcionarios de primer plano de la campaña de Trump como Kellyanne Conway, Michael Flynn y el propio hijo del mandatario, Donald Trump Jr. Igualmente, contribuyeron a aumentar la popularidad de hashtags
como #Trump2016, #TrumpTrain, #MAGA e #Hillary4Prison. O mensajes como «Digo no a Hillary Clinton, digo no a la manipulación», «Donald quiere acabar con el terrorismo… Hillary quiere patrocinarlo», o «Hillary es Satán, y sus crímenes y mentiras prueban su maldad». A finales de 2016, a pocas semanas de las elecciones presidenciales, los troles apuntaron directamente a las minorías étnicas, según lo establecido por la acusación. Con persuasivos mensajes en las redes, animaron a esas minorías a votar a candidatos independientes como Jill Stein, del Partido Verde, quien participó después en una famosa cena en Moscú con el general Michael Flynn y Vladímir Putin.
Esa manipulación digital promovida desde Rusia también se apropió en 2016 de los números de la seguridad social de miles de estadounidenses, con los que abrieron cuentas de Paypal para comprar propaganda política y difundirla en las redes. En la parte final de la campaña, incluso organizó de forma encubierta mítines políticos. «Usen cualquier oportunidad para criticar a Hillary y a los demás —excepto Sanders y Trump, los apoyamos—», se lee en un documento interno de la IRA.
En total, la agencia compartió ochenta mil publicaciones entre 2016 y 2017. Según Facebook, más de 126 millones de estadounidenses vieron en algún momento la propaganda rusa. Hubo 131.000 tuits y más de mil vídeos subidos a YouTube. Incluso desconociendo si los esfuerzos rusos fueron suficientes para influir directamente en el resultado, la investigación deja patente que
atacaron a los votantes en estados inestables. Trump, que perdió el voto popular por 2,8 millones de votos, ganó sin embargo la presidencia imponiéndose precisamente en esos estados inestables, en algunos casos por unos pocos miles de papeletas. Un caso paradigmático de un proceder sin miramientos en clave de guerra cibernética.
QUE SEA MIEDO, ENTONCES
En el penúltimo capítulo de Juego de tronos
, la protagonista Daenerys Targaryen, tras ser rechazada por su amante, se revuelve y dice con rabia: «Let it be fear, then
». Que sea miedo, entonces. Una frase propia de la leyenda de Maquiavelo, según la cual defendía que como líder vale más ser temido que querido. La aspirante a soberana de todos los reinos de Poniente apunta así a su posterior asunción de la tiranía como gobernante.
Esa misma tiranía es la que dirige Rusia con un barniz de democracia. El mundo sabe que a Putin no le tiembla el pulso cuando las circunstancias llevan a la confrontación. Los rusos también lo viven, con unos medios de comunicación condicionados, cuando no directamente intervenidos o comprados, y con organizaciones internacionales de derechos humanos clamando en el desierto contra el trato dispensado a colectivos como el LGTBI+ o a profesiones como la periodística, sobre la que pesa una amenaza de muerte propia de contextos de conflicto armado o bajo el yugo de dictaduras. Las majestuosas y televisivas ruedas de prensa anuales de Putin en vísperas de Año Nuevo son la otra cara de la misma moneda, con ese gran simulacro de «rendir cuentas» ante la prensa que acaba en un concurso de preguntas complacientes con el líder, a mayor gloria de él, de su poder y de la capacidad que tiene de aplastar sin contemplaciones a quien ose salirse del guion.
Hablando de guiones: el proceder vengativo y el relato emocional que caracteriza el régimen de Putin se plasmó nítidamente a principios de 2019 tras el éxito mundial de la miniserie Chernobyl
, de la plataforma HBO. Esta ficción televisiva, basada en hechos reales, dramatiza los acontecimientos que rodearon el accidente
nuclear de la central ucraniana en 1986, el peor de la historia. El régimen soviético y sus dirigentes salen bastante mal parados.
Chernobyl
se convirtió en 2019 en un verdadero fenómeno viral, no solo en las redes sociales. Producida por HBO y Sky, recibió la puntuación más alta (un 9,7) para un programa de televisión en la historia del portal IMDB, la base de datos de películas y series más conocida en internet, así como una calificación de 9,1 en su equivalente ruso Kinopoisk. Tras su éxito, la televisión estatal rusa anunció que ya estaba trabajando en su propia serie sobre lo sucedido, una alternativa basada en presuntos hechos históricos que mostraría cómo la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA) estuvo involucrada en el desastre. La propuesta anglosajona había puesto encima de la mesa una versión de cómo el gobierno de la Unión Soviética trató de ocultar la catástrofe y cómo se enteró el mundo de ella. El director de la contraserie
rusa, Alexéi Muradov, dijo que mostraría «lo que realmente sucedió en ese entonces». La batalla política, hasta en las pantallas. O sobre todo en ellas, como gran canal de conexión con las mayores audiencias y sectores de la opinión pública.
Este fenómeno lo ha descrito magistralmente y de forma entretenida Dominique Moïsi en su libro Geopolítica de las series o el triunfo global del miedo
(2017). Se trata de una obra que nos propone un lúcido análisis de la geopolítica contemporánea a través de las series de televisión, tomando como referencia productos como Juego de tronos
, Downton Abbey
, House of Cards
o Homeland
. A través de ellos, Moïsi, un referente internacional en el ámbito académico, consejero del prestigioso Institut Français de Relations Internationales y profesor entre otras de la Universidad de Harvard, explica que comprender las series de televisión supone una manera de comprender mejor el mundo actual. Moïsi ofrece un retrato ajustado de la evolución actual de la política internacional y de las emociones que la dominan.
Tras el 11-S, la geopolítica ha tomado literalmente lo real, pero también nuestro imaginario. Moïsi apunta que las series se han convertido en una de nuestras máximas referencias políticas y culturales. Demuestra, por ejemplo, cómo las series occidentales critican y minan su propio sistema, que aparece siempre como
corrupto y decadente, mientras que las series chinas o rusas glorifican los suyos. Eso pretende la versión rusa de Chernobyl
. Eso, y seguir fomentando el sentimiento de venganza entre una población a la que se le dice que está constantemente sometida a la agresión del enemigo exterior, contra el que se debe actuar en los mismos términos, o redoblados. Si no quieres caldo, dos tazas.
PUTIN, EN LA TRINCHERA CONTRA EL VIRUS
¿Podía Putin entrar a caballo en un hospital ruso con enfermos de coronavirus? ¿Jugando a hockey? ¿Practicando judo? Algunas de sus icónicas estampas, con él aplicando mano dura a sus rivales, podía ser coherente con su proceder y con la imagen que siempre ha buscado proyectar como presidente-capo de Rusia. Pero todo ello, típico en él, sin duda en este caso hubiese sonado excesivo. Aún más de lo habitual en él, si cabe. ¿Solución intermedia, a su manera? El 24 de marzo de 2020, Vladímir Putin decidió visitar el hospital Kommunarka, a las afueras de Moscú y que estaba tratando la mayoría de personas infectadas por coronavirus en Rusia, enfundado en un chándal de sambo, el arte marcial que adora.
Para los que no lo conozcan, solo apuntar que el sambo, nacido de las sangrientas batallas de la revolución rusa, es una de las artes marciales más violentas del mundo. Nació mucho antes que las artes marciales mixtas y en el estilo híbrido soviético tiene casi cualquier movimiento imaginable. Puñetazos, patadas, proyecciones estilo yudo y hasta técnicas del brutal estilo de la estepa rusa. Se practica por doquier, desde los campos de trabajos forzados de Siberia hasta las calles de Moscú, y trabaja habilidades muy especialmente pensadas para hombres que trabajan en el sector de la seguridad, como guardaespaldas. Y esta es una buena imagen para Putin entendido como el guardaespaldas de Rusia, dispuesto a tumbar cualquier amenaza que se cierna sobre ella.
Poco antes de la visita al hospital, aquel mismo día, a esa imagen la había precedido otra, en este caso con Putin enfundado en traje y presidiendo una mesa de trabajo con cuatro interlocutores, uno de ellos el alcalde de Moscú, el político que estaba liderando las
medidas ante la pandemia en Rusia. Ese día el número oficial de personas infectadas con coronavirus había subido, pero la situación aún era envidiable respecto a muchos países: 495 afectados, ningún muerto. Serguéi Sobianin, el alcalde moscovita, advertía a Putin ante las cámaras del desconocimiento de la situación real, así como destacaba que la dinámica era al alza y seria… «especialmente porque mucha gente que ha llegado del extranjero está en casa y no se le ha realizado el test».
Al día siguiente, en mensaje televisado a la nación, Putin establecía una semana no laborable —con mantenimiento de sueldo— y pedía a los rusos que se quedaran en casa. Quería demostrar, en Rusia y fuera de ella, que se había puesto al frente del combate contra la pandemia en su país. Afirmó ante las cámaras que en ese momento la prioridad era la salud de los ciudadanos, y en esta línea justificó aparcar para más adelante la consulta ciudadana sobre la reforma constitucional prevista para el 22 de abril y que le podía permitir optar a más mandatos. Después del discurso, aquel día, se notificaban las dos primera víctimas mortales por coronavirus en Rusia.
La situación ofreció a partir del 30 de marzo imágenes insólitas como trolebuses de Moscú vacíos. La noche anterior, el alcalde había confirmado que solo se podría salir a la calle a pasear al perro a un máximo de cien metros del domicilio, o para comprar comida en la tienda más cercana, ir a la farmacia, tirar la basura o ir al médico. El alcalde advirtió que se ponía en marcha un sistema de control inteligente del confinamiento, en una ciudad de más de doce millones de habitantes y llena de cámaras, pero también de móviles. Unos días antes, las autoridades alertaron que gracias a la señal de los móviles se había detectado que el 20% de los ancianos que debían quedarse en su casa no lo habían hecho. Las cifras del primer día de confinamiento general en Moscú habían seguido siendo peores que el anterior, con 302 positivos más sobre un total en Rusia de 1.836 y nueve personas muertas. Aquel 30 de marzo se cerraron las fronteras, y el primer ministro de Putin pidió a las regiones que se preparasen para seguir el ejemplo de la capital.
Al día siguiente, el 31, se sumó récord de positivos según los datos oficiales, y entre los infectados, Denis Protsenko, el doctor
responsable del hospital de referencia para enfermos de coronavirus en Rusia y que Putin había visitado unos pocos días antes enfundado en su chándal de sambo. El líder ruso había sido guiado por el centro de la mano por Protsenko, con quien había compartido ascensor a poca distancia y se habían encajado las manos. El Kremlin se apresuró a decir que el presidente se encontraba bien, que se sometía regularmente a tests y que hasta la fecha todos habían dado negativo. Su portavoz, Dimitri Peskov, zanjó el asunto, contundente: «Todo está bien». Y lo recogieron todas las agencias rusas. La Covid-19 se extendía por todos lados y había estado cerca de Putin cuando este se acercó demasiado, a pie de trinchera, para demostrar que en la lucha contra el virus el general arriesgaba como su tropa.
Salvando todas las distancias y teniendo presentes sus imágenes icónicas a caballo, la idea respiraba lo que Napoleón atravesando los Alpes
, el título de cinco versiones de un retrato ecuestre pintado al óleo sobre lienzo de Napoleón Bonaparte de la mano del artista francés Jacques-Louis David. Putin había querido dejar de manifiesto que la tecnología y los científicos rusos estaban en condiciones de aplastar al atacante y que en Rusia no pasaría como había pasado en otros países como Italia. Cerca estuvo de sufrir rápidas consecuencias por ello, pero no. En el primer tramo de lucha contra la pandemia en Rusia, su presidente consiguió hacer gala de su trabajada imagen de dureza contra quien (o lo que) osara levantar la mano contra su país y los suyos.