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Máquinas

GEOINGENIERÍA: EL BUENO, EL FEO Y EL MALO

En El Ministerio del Futuro, la novela que Kim Stanley Robinson publicó a finales de 2020, una combinación de calor y humedad mata a veinte millones de personas en una región de India en menos de una semana. Mueren cocinados por dentro, porque la humedad no deja sudar. El límite de temperatura que podemos tolerar depende de nuestra temperatura interna, y esta se gestiona sudando. Al evaporarse, el sudor dispersa nuestro calor interno y nos refresca. Pero, para que el sudor se evapore, hace falta que se encuentre en un medio que no sea más caliente y húmedo que sí mismo. Ese límite es de 35 °C en un termómetro a la sombra envuelto en un paño mojado bajo una corriente de aire. El nombre oficial es wet-bulb temperature o WBT, una temperatura superior a la del cuerpo (38,9 °C) y una humedad del 77 por ciento. Un baño turco a temperatura de sauna, en que el cuerpo humano pierde la capacidad de regular su temperatura interna y se cocina por dentro, aunque beba agua sentado a la sombra y delante de un ventilador.

Cuando le preguntan por qué decidió empezar la novela con una escena tan aterradora, Robinson responde que le horroriza que suceda aunque, técnicamente, la WBT ha tenido ya lugar. En ciudades de los Emiratos, Arabia Saudí, India y Pakistán. También ha sido registrada en varios puntos de México y Venezuela, pero no ha matado a millones de personas todavía. Los modelos dicen que muchas de las zonas más pobladas del mundo van a experimentar esa clase de temperatura húmeda en los próximos sesenta años, causando millones de muertos. Probablemente no haga falta esperar tanto. La inspiración para la novela fue una ola de calor que sacudió al estado indio de Andhra Pradesh en junio de 2015, matando a miles de personas. Antes de esa, la ola de calor de Chicago de 1995 acabó con la vida de casi mil personas, dejó sin luz a 49.000 familias y sembró el caos en la ciudad. Ninguna superó los treinta grados de temperatura de bulbo húmedo.

En julio de 2021, una tromba de agua desbordó ríos y arrasó casas, terminando con la vida de cientos de personas en Alemania. En un solo día, casi medio millón de alemanes se quedaron sin suministro eléctrico, sin carreteras, sin comunicaciones y sin ferrocarril. Pocos días más tarde, la ciudad china de Zhengzhou sufrió una tormenta tan fuerte que, en menos de una hora, había inundado la línea 5 del metro, matando a docenas de personas. Tres días más tarde, una ola de calor recorrió el oeste de América del Norte, dejando cientos de fallecidos por muerte súbita. Ese verano, los incendios forestales de California, España y Siberia emitieron 1.760 megatoneladas de carbono en la atmósfera. Según el servicio de cambio climático de Copernicus, 2021 fue uno de los años más calurosos jamás registrados, pero hace un tiempo que cada año lo es. «Cada año durante el resto de tu vida va a ser el año más caluroso jamás registrado —comentó el profesor de ciencias atmosféricas Andrew Dessler, de la Universidad de Texas—. Eso significa que 2021 será uno de los más fríos de este siglo. Disfrútalo mientras dura».

En junio de 2021, el Organismo Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA) de Estados Unidos anunció que la concentración de CO2 en la atmósfera había batido un nuevo récord. Esta cantidad se mide en partes por millón (ppm).[1] Cuando empezó a registrarse en 1958, durante el primer Año Geofísico Internacional, marcó 315 ppm, pero sabemos que antes de la Revolución Industrial la cantidad era de 280 ppm. Ese es nuestro punto de referencia. Fue David Keeling, el químico que había conseguido registrar la molécula de CO2 en el Observatorio de Mauna Loa, en Hawái, quien descubrió que la suma crecía constantemente y que la acumulación atmosférica de esos gases provocaba un efecto invernadero que incrementaba la temperatura global. Por eso se llama «curva de Keeling», y cada vez sube más rápido.

En mayo de 2021, el Observatorio de Mauna Loa registró un máximo de concentración histórica de 421,21 ppm. El NOAA explicó que la última vez que había habido tanto CO2 en la atmósfera había sido en el Óptimo Climático del Plioceno Medio, hace tres millones y medio de años. Entonces la temperatura era de 2-3 °C por encima de la que había en la era preindustrial y el nivel del mar era entre quince y veinticinco metros superior. El dato llamaba especialmente la atención en el contexto de la pandemia, cuya estrategia inicial de contención había reducido drásticamente el transporte aéreo y la actividad industrial.

Los gobiernos y las industrias contaminantes se comprometen desde hace años a cumplir objetivos para no superar el límite de 1,5-2 °C. Nunca son vinculantes, lo que significa que pueden prometerlos sin cumplirlos y sin que haya más consecuencias que un poco de indignación general y la aceleración del proceso de destrucción planetaria. De hecho, el Informe sobre la Brecha de Producción del Instituto Medioambiental de Estocolmo, que analiza la discrepancia entre los compromisos gubernamentales y sus planes de inversiones, demuestra que ni siquiera lo están intentando. Para hacerlo, tendríamos que reducir la producción de energía con combustibles fósiles un 6 por ciento cada año durante la próxima década. Los gobiernos proyectan aumentarlo un 2 por ciento anual.

Nuestro presupuesto colectivo de CO2 hasta 2040 es de un total de quince gigatones, pero, según los planes estatales, vamos a emitir un total de cuarenta gigatones anuales, que vendrían a sumarse al resto de los gases de efecto invernadero que ya están aparcados en la estratosfera. El Informe sobre la Brecha de Emisiones de la ONU concluye que la suma de decisiones de los gobiernos a escala mundial nos conduce a un aumento de 2,7 °C en lo que queda de siglo. Hay proyecciones que sitúan esa cifra por encima de los 4 °C. Cualquiera de las dos es una sentencia de muerte; solo varían en la velocidad de la ejecución. La cumbre del clima empieza a parecer un consorcio de alcohólicos bien vestidos que juran dejar la bebida pidiendo copas en un bar con botellas suficientes para ahogar los próximos veinte años de su vida. La verdad es que somos adictos a los combustibles fósiles. Hace falta más que voluntad.

En este momento, los combustibles fósiles suponen el 84 por ciento de nuestras fuentes de energía. Los usamos para trabajar, para resguardarnos de los elementos, para viajar y fabricar cosas, para cocinar y conservar lo cocinado, para operar caderas y entretener a las masas. Pero también para vestirnos, empaquetar comida y medicamentos, para construir carreteras, computadoras e instrumentos de precisión. Todos los aspectos de nuestra vida están tocados por los combustibles fósiles. Hay otras energías más sostenibles, pero los siguen muy de lejos, como la energía hidráulica (6,4 por ciento), las renovables (eólica, solar y biodiésel, 5 por ciento) y la nuclear (4,3 por ciento). Y tenemos mil millones de personas viviendo sin electricidad, sobre todo en zonas rurales, que no han contribuido a la crisis climática. Sería moralmente inaceptable exigir que paguen por ella, renunciando a las infraestructuras que tanto mejoraron la calidad de vida de otras personas en países más desarrollados. Al mismo tiempo, una parte considerable de esa población vive en países con grandes reservas petrolíferas, con petroleras nacionales que se dedican a la exportación, como los Emiratos, Brasil o Nigeria. No podemos prohibir que quemen sus propios combustibles fósiles para calentar a su población. Pero los países que más han contribuido —y más siguen contribuyendo— a la crisis climática no sienten la responsabilidad de reducir sus emisiones si no lo hacen todos los demás. Todo eso es un problema. Pero hay otro todavía peor.

La temperatura media mundial lleva aumentando una media de 0,2 °C por década desde los años setenta. La mayoría de los modelos predicen que seguirá creciendo durante al menos dos décadas, incluso si todos los países hacen todo lo que está en su mano para mantenerse por debajo de los 1,5 °C. Para conseguirlo, los partidos ahora en el Gobierno tendrían que imponer medidas drásticas y probablemente impopulares sobre una población cada vez más polarizada y furiosa sin la esperanza de ser recompensados con resultados visibles a corto plazo. Tendrían que asumir el coste político de hacer lo que es necesario sabiendo que, durante bastante tiempo, todo irá a peor. Incluso si todo el mundo cumpliese con los objetivos, el indicador principal de que el esfuerzo ha funcionado podría no ser más que una ralentización del aumento de la temperatura. A pesar del empeño, las olas de calor serán más largas y los incendios forestales más devastadores, el nivel del mar subirá más rápido y se acelerará la sexta extinción. No hace falta ser futurólogo para prever que el oportunismo político sabrá capitalizar esa realidad desafortunada con campañas que declaren su ineficacia y destruyan el plan.

Afrontar una cadena causa-efecto tan larga requiere políticos capaces de hacer lo que es necesario, en ambos extremos del espectro ideológico. Visionarios con verdadera voluntad de servicio público y un sentido histórico de la responsabilidad. Líderes capaces de atravesar la espesa niebla de individualismo, miedo y partidismo que domina el ecosistema político con un proyecto a largo plazo que motive a la población hacia una década de esfuerzo colectivo, con la ciencia como única certidumbre y el futuro como única recompensa. Como decía Kahneman, esto no se nos da bien. Y no refleja a la clase política que tenemos en este momento. La que tenemos parece haber decidido que podemos seguir emitiendo cantidades astronómicas de CO2 —y haciendo crecer la economía— porque pronto podremos eliminarlas mecánicamente con tecnologías de «descarbonización». Es el futuro que promocionan los oligopolios, los gigantes energéticos y las grandes tecnológicas porque requieren lo que ellos necesitan: más dinero público, más gasto energético y una cultura de la excepcionalidad que ofrece a las naciones desarrolladas una cierta ilusión de control. Una vez más, el capitalismo extractivo se presenta como la única solución a la enfermedad que produce. Aseguran que es demasiado tarde para todo lo demás.

Lo dicen la Agencia Internacional de la Energía, los departamentos de transición energética, las agencias meteorológicas y hasta el IPCC. Para mantener el calentamiento global por debajo de 1,5 °C antes de 2100 ya no basta con reducir las emisiones; también hay que disminuir parte de las que se han acumulado. Esto a menudo requiere una explicación. Muchos imaginan que los gases de efecto invernadero se disipan, como el humo del tabaco cuando paramos de fumar cigarrillos y abrimos para airear la habitación. Pero estos gases se parecen más a la basura: si no los saca nadie, se acumulan y no se van. Dentro de cien años, la mitad de los gases que hemos producido este año seguirán allí. Alguien tiene que sacarlos. La cantidad depende de lo mucho que hayamos reducido las nuevas emisiones. Esto no requiere de mecánica cuántica, basta con una calculadora. Si cumplimos los compromisos de París, esa cifra sería de unos cien gigatones, dos veces la cantidad que la humanidad produce en un año. Si seguimos al ritmo actual, la cuenta se dispara a mil gigatones; eso significaría retroceder veinte años de emisiones globales, solo para conservar el planeta como está hoy.

A los gobiernos les gustan los proyectos de geoingeniería porque son espectaculares, heroicos y rimbombantes, y exigen inversiones de dinero público en lugar de sacrificios políticos, además de prometer resultados visibles antes de la siguiente campaña electoral. A la población le gustan porque ofrecen optimismo sin sacrificio, entretenimiento sin responsabilidad. Son como los viajes a Marte, una historia de un desastre medioambiental y una tecnología que nos salva que se podrá seguir en Netflix, debatir en Twitter y memetizar en TikTok e Instagram sin renunciar a las botellas de plástico, los modelos de temporada, los aviones a la playa y el chuletón. Mejor todavía: están libres de culpa porque, si no funcionan, no puede ser culpa nuestra porque no hicimos nada. Para perder hay que jugar. Finalmente, si los países no cumplen los objetivos o los cálculos de la industria no son los correctos, siempre podemos inyectar un buen chorro de dióxido de azufre en la atmósfera para que sus partículas reflectantes nos protejan del sol. El problema es que no existe una tecnología lo suficientemente rentable, escalable y sostenible para hacer ninguna de las dos cosas.

EL ASPIRADOR DE PARTÍCULAS

La jerga que describe las tecnologías de captura y extracción de carbono es típicamente obtusa. La «captura» se refiere al proceso de atrapar el CO2 en el momento y el lugar donde se está produciendo. Por ejemplo, en el momento en que sale de la chimenea de una fábrica o de una planta eléctrica. La «extracción» se refiere a aspirar el dióxido de carbono que ya se ha instalado en la atmósfera. En cualquiera de los casos, una vez capturado o extraído, el dióxido de carbono necesita ser utilizado o almacenado. Eso se llama «secuestro» de carbono, y el compromiso de conseguir economías de carbono cero, o de emisiones netas cero, implica seguir quemando una cantidad indeterminada de combustibles fósiles pero gestionando los gases que producen. Las tecnologías de captura, extracción y secuestro de carbono (CCS, por sus siglas en inglés) fueron las grandes protagonistas de la XXVI Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, la tercera desde el Acuerdo de París y la última antes de la publicación de este libro, que tuvo lugar en Glasgow, Escocia, en noviembre de 2021.

La prioridad es capturar las emisiones de las centrales eléctricas. Han aumentado un 60 por ciento en las dos últimas décadas,[2] y el IPCC observa ya en su informe de 2014 que, si nadie hace nada, esa cifra se habrá doblado en 2050. La promesa implícita es que, si hubiese una tecnología capaz de contener la toxicidad del modelo energético desde el origen, entonces no haría falta cambiar tanto el modelo, independientemente de que se queme carbón, biomasa o gas natural. Es un fuerte incentivo para la industria, que, como la alimentaria, puede vender obesidad y wellness al mismo tiempo mientras asegura que el poder es del consumidor. Esta tecnología forma parte de los escenarios de contención de todos los informes gubernamentales, a pesar de que solo existe una instalación de captura y almacenamiento de carbono de este tipo a escala industrial, y no es precisamente un relato de éxito. Boundary Dam, la vieja central termoeléctrica de Saskatchewan, Canadá, es propiedad de la empresa pública SaskPower y tiene una capacidad instalada de 140 megavatios. En 2014 su director ejecutivo, Mike Monea, anunció que habían incorporado una tecnología capaz de capturar hasta un millón de toneladas, el 90 por ciento del CO2 que la planta generaba cada año quemando carbón, y almacenarlo de manera permanente.

«El carbón está cogiendo mala fama en todo el mundo —explicó en la reunión anual de la Asociación de Carbón de Canadá—, así que en 2008 decidimos construir la primera planta de carbón limpia del mundo». Se gastaron mil quinientos millones de dólares, con un fuerte apoyo del Gobierno central, el regional y la Agencia Internacional de la Energía. Un millón de toneladas son 250.000 coches circulando durante un año. También tenían la esperanza de poder alargar la vida de la central unos treinta años más. Antes de dos años, SaskPower había demandado a SNC-Lavalin, la empresa de Montreal que diseñó la tecnología, y a AB Western, la empresa de Alberta que la construyó.

Las demandas eran secretas pero fueron filtradas a la prensa. Decían que la tecnología había costado el triple de lo que establecía el proyecto original y que tenía «serios problemas de diseño», porque funcionaba muy por debajo de la capacidad prometida. La empresa tenía contratos con clientes que contaban con el dióxido de carbono para sus procesos de «recuperación optimizada de petróleo», uno de los posibles usos «circulares» del CO2, y los estaba incumpliendo sin remedio. En 2015, SaskPower publicó un informe en el que admitía su equivocación en un texto lleno de extraños condicionales. «Cuando la planta fuera operativa, las condiciones económicas y técnicas del proyecto probablemente habrían cambiado, mostrando que quizá no había sido la mejor decisión, especialmente considerando el precio de los diferentes combustibles. Este era el caso de Boundary Dam».

En el mismo informe sugieren que habría sido mejor para todos cerrar la planta e invertir en energías renovables. En 2021 la planta no había superado la captura del 37 por ciento, menos de la mitad de la cantidad proyectada, y se enfrentaba a problemas técnicos que ponían en crisis su sostenibilidad, incluyendo apagones generales que no solo afectaban a la captura de carbono sino a su principal razón de ser. SaskPower ha cancelado los tres emprendimientos de captura de carbono que tenía proyectados argumentando que no le sale a cuenta, especialmente cuando está tan bajo el precio del gas natural.

En el interesante libro Super Polluters, el profesor de Sociología de la Universidad de Colorado Don Grant analiza la base de datos de emisiones de la industria energética, para descubrir que está fuertemente concentrada. Hay un puñado de centrales que producen una cantidad desproporcionada del volumen total, y están en China, Estados Unidos e India. No es sorprendente; son los tres países que más subvencionan los combustibles fósiles junto con la Unión Europea, un subsidio total de 5,3 billones de dólares anuales en todo el mundo, o el 6 por ciento del PIB global.[*]

Eso significa que una solución a escala, centrada en esos supercontaminadores, no solo sería deseable para sus países de origen, sino que tendría un impacto positivo muy considerable en el resto del mundo. No haría falta que todas las economías hicieran el esfuerzo. Bastaría con que lo hicieran tres. Otra ventaja de este tipo de captura es que facilita políticas de reparación por emisión de gases, porque permite cuantificarlas. A diferencia de los combustibles, los gases de efecto invernadero son partículas que se dispersan en el aire. La cantidad exacta es difícil de monitorizar, de pesar, de analizar. Es mucho más fácil medir el flujo de gas, electricidad o gasolina de un negocio y establecer un porcentaje apropiado de captura de emisiones que medir las emisiones mismas. Sería absolutamente deseable que las tecnologías de captura de carbono funcionaran bien. Pero de momento son caras y experimentales, no escalan lo suficiente y, con un mercado de emisiones que tiene a diez euros la tonelada de CO2, no hay incentivos suficientes para que cambie. Al precio y la ineficacia de las tecnologías disponibles hay que añadir un tercer factor: producen más emisiones que las que capturan.

Es el caso de Scotford, la planta de mejoramiento de Shell que transforma betún de arenas bituminosas en crudo sintético para refinarlo en petróleo en Alberta, Canadá. En 2015, la tercera petrolera más grande del mundo anunció un proyecto de captura y almacenamiento de carbono llamado Quest, otra gran colaboración público-privada capaz de capturar un millón de toneladas de dióxido de carbono al año. Según una investigación de la ONG Global Witness, la planta habría sido capaz de capturar cinco millones de toneladas de CO2 desde que empezó a funcionar en 2015, pero generando 7,5 millones de toneladas de gases de efecto invernadero en el proceso, lo que nos deja un saldo neto de 2,5 millones de toneladas, o 625.000 coches circulando durante un año sin parar. Hay unas veinticinco plantas de estas características en todo el planeta, operando con resultados insignificantes o directamente desconocidos. Incluso en el caso de que funcionaran, no sería suficiente. Aunque lo fuera, después vienen la construcción y los transportes.

UNA ORCA

Aunque descarbonicemos la energía, los barcos y los aviones, la fundición de acero y la producción de cemento seguirán quemando combustibles fósiles más allá de 2050. Desde que Joseph Aspdin lo patentó en 1824, el maleable y duradero conglomerado de rocas calcinadas con el que construimos casas, aceras, puentes y carreteras ha sido el material más utilizado de la historia del hombre. El proceso químico que usamos para calcinar sus ingredientes es responsable del 8 por ciento del total de los gases de efecto invernadero. A pesar de la proliferación de nuevos materiales y del resurgimiento de la madera en el sector de la construcción, el cemento sigue siendo el material más barato y duradero y su producción se ha multiplicado por cuatro desde los años noventa. China consumió más cemento entre 2011 y 2013 que Estados Unidos en todo el siglo XX. Es improbable que esto pare. Segunda en la jerarquía de soluciones tecnológicas para salvar el mundo está la llamada «captura directa», una operación que consiste en cobrar a terceros por succionar dióxido de carbono directamente del aire. La más grande se llama Orca, que significa «energía» en islandés.

Inaugurada en Hellisheiði en septiembre de 2021, Orca es la gran ballena blanca de su categoría, una colaboración entre la empresa suiza de captura directa Climeworks AG y la firma islandesa de almacenamiento de carbono Carbfix. Construirla ha costado quince millones de dólares y se asegura que puede atrapar unas cuatro mil toneladas métricas de dióxido de carbono por año. Incluso en el caso de que lo consiga sin producir nuevas emisiones —Orca usa la energía de una planta geotérmica local— es una cantidad ridícula, la misma de CO2 que exhala cada tres segundos nuestra civilización. Para capturar los diez mil millones de toneladas anuales que necesitamos harían falta dos millones y medio de Orcas. Ese es el primero de los problemas. El segundo es que sale a unos ochocientos dólares por tonelada de CO2, un precio que, de momento, solo son capaces de pagar empresas como Microsoft, la pasarela de pagos Stripe o Swiss Re, la mayor reaseguradora del mundo. Luego hay curiosidades. La banda de rock Coldplay contrató a Climeworks para cancelar parte de las emisiones de su última gira, Music of the Spheres. «Hemos pasado los últimos dos años consultando con expertos medioambientales para hacer que este tour sea lo más sostenible posible y seguir aprovechando el potencial de la gira para que las cosas avancen», dijo Coldplay en su comunicado. Explicaron que Orca engulliría la mitad de su huella, mientras que, para la otra mitad, han puesto fichas en proyectos de reforestación, regeneración de suelos, introducción de vida salvaje, carbono azul y restauración de praderas submarinas. «No lo conseguiremos a la primera, pero estamos comprometidos a hacer lo que podamos y compartir lo que aprendamos». Un ejemplo que seguir, sobre todo por las promotoras, pero con pocas posibilidades de llegar al mainstream. Es demasiado caro.

«Orca ha pasado de cero a uno —explica en una entrevista el doctor Julio Friedmann, investigador del Centro de Política Energética Global de la Universidad de Columbia—. Ahora sabemos que podemos hacer más Orcas. Imaginamos que los costes se reducirán, que su eficiencia crecerá, etc., pero lo que tenemos ahora es una sola unidad que captura cuatro mil toneladas de CO2 del aire cada año».[3] Con la ayuda de sus primeros clientes, y el apoyo de instituciones y una importante cantidad de subsidios, Climeworks espera rebajar el precio a entre cien y doscientos dólares. Sería importante debatir cuánto dinero público podemos destinar a la factura de la captura directa para que las empresas más contaminantes puedan esquivar las multas sin dejar de contaminar.

Es posible —y deseable— que, invirtiendo la cantidad suficiente de dinero, tiempo e ingenieros, todo eso pueda resolverse. Rescatarnos «en el último minuto» es parte del drama de la tecnología que nos salva, del Arca de Noé a Iron Man. Colón salió de San Sebastián de La Gomera camino de Japón, pensando que lo separaban 3.860 kilómetros porque en El libro de las maravillas Marco Polo habla de una isla llamada Cipango que está «a mil quinientas millas apartada de la tierra en alta mar y [que] tiene oro en abundancia pero que nadie [quiere] explotar, porque no hay mercader ni extranjero que se haya llegado al interior». Por suerte para Colón (y por desgracia para millones de indígenas), en lugar de Japón se tropezó con América. El explorador encuentra siempre lo que no busca. No hay gloria sin dolor. Pero, incluso en el caso de que un genio inventase una máquina capaz de devolver la atmósfera a las 280 ppm de CO2 que tenía en 1785, hay un problema irresoluble: la captura directa no detiene ni revierte la acidificación de los océanos.

Lo explicaba el biólogo marino Howard Dryden, jefe del Global Ocean Exploratory Survey, en la COP26: «Incluso si consiguiéramos la neutralidad de carbono en 2030, los niveles de acidificación seguirían subiendo hasta superar el pH 7,95, lo que matará a la mitad del océano». No sabemos exactamente lo que pasará si cruzamos esa línea, pero Dryden tiene algunas ideas. Para empezar, produciría una reacción en cadena que desintegraría las conchas del fitoplancton, al que llama «los verdaderos pulmones del planeta», porque capturan más CO2 que todos los bosques juntos. Soñamos con ser rescatados por ingenios que contaminan más de lo que limpian, que cuestan más de lo que ahorran, que no están a la altura del problema y que no han funcionado nunca, pero nos escandalizan los antivacunas por su fanatismo e irracionalidad.

MIL ORCAS

Hay tecnologías naturales de captura de CO2 que llevan funcionando sin cortes de suministro ni grandes interrupciones desde mucho antes de que nosotros llegáramos. Son tan sostenibles que funcionan exclusivamente con energía solar. Por un lado, el 30 por ciento de todo el CO2 que producimos es absorbido por las capas superficiales del mar y secuestrado en las capas más profundas del océano. Por otro, las plantas capturan dióxido de carbono y cocinan con el agua y minerales del suelo para producir los azúcares que las alimentan, exhalando oxígeno en el proceso. Los animales que se comen a las plantas digieren los azúcares y liberan parte de ese CO2 con el aliento, los gases y los excrementos, que a su vez alimentan a las plantas, que vuelven a almacenar el carbono. En este ciclo rápido, el secuestro de este último es relativamente inestable. El ciclo más largo ocurre cuando las plantas y los animales mueren y el material de descomposición resultante queda secuestrado en estratos más profundos de la tierra, en formatos más estables y permanentes. Durante millones de años, los bosques, las formaciones rocosas y los fondos marinos fueron guardándose los restos de plantas, animales, dinosaurios y monstruos marinos en forma de petróleo, carbón y gas. Yacían sin ser perturbados, hasta que llegamos nosotros.

En honor a la verdad, los humanos tardamos poco en descubrir la existencia de esas reservas y encontrarles utilidad. Dios manda a Noé impermeabilizar su arca con betún, algo bastante corriente. Pero no empezamos a explotarlas de forma industrializada hasta 1859, cuando el coronel Edwin Drake perforó su primer pozo en el valle de Oil Creek, en Pennsylvania, inaugurando la era de las petroleras. Como todas las leyendas lovecraftianas, taladrar en las profundidades suele abrir alguna puerta infernal. Tres décadas y miles de pozos más tarde, llegaron los motores de explosión y de combustión y un nuevo mundo emprendió el vuelo. Desde entonces, hemos ido quemando la cuerda por los dos extremos. Por un lado, hemos aprendido a extraer las reservas de carbono estables y quemarlas para romper sus moléculas y usar la energía resultante, llenando la atmósfera de metano, CO2 y otros gases contaminantes. Por otro, hemos ido eliminando a los agentes de la captura y secuestro de CO2.

Poco menos de media hectárea de bosque de secuoyas gigantes captura cuatro mil toneladas de CO2. Son árboles autóctonos de California y los seres vivos más grandes y longevos del planeta, con una edad media de 500-700 años, aunque hay ejemplares de más de tres mil años todavía en circulación. También son enormes contenedores de biomasa. Crecen a gran velocidad (hasta tres metros al año) y son más baratos que una planta de captura y secuestro de CO2, por no mencionar su eficacia comprobada a lo largo de los 240 millones de años que llevan en el negocio. Se estima que solo en los tres principales incendios que arrasaron California entre 2020 y 2021 desapareció casi el 20 por ciento de la población mundial de estos árboles, el equivalente a más de 260.687 orcas. A quince millones de dólares por Orca, cabe preguntarse si no valdría la pena invertir los cuatro billones de dólares equivalentes en proteger los bosques milenarios que quedan para que sigan haciendo su trabajo durante 240 millones de años más. O, al menos, dejarlos en mejores manos que las de la industria minera, petrolera, maderera o ganadera.

NUEVE MIL MILLONES DE ORCAS

«Los colonizadores robaron la tierra de los indígenas californianos, que sabían cómo vivir bien con la ecología y quemar vegetación en ciertos momentos del año para mantener sano el paisaje y mantenerse a salvo (de incendios) —explicaba Elizabeth Weil en un ensayo sobre la California postapocalíptica publicado en la revista de The New York Times—.[4] Después los colonos mataron a los nativos californianos con la ayuda del Gobierno. Ahora muy poca gente mantiene esas prácticas indígenas y no hemos devuelto la tierra a las tribus». De hecho, un grupo conservacionista llamado Save the Redwoods League compró un bosque de secuoyas de 211 hectáreas solo para ponerlo en manos del Consejo Intertribal de Vida Salvaje de Sinkyone, que representa a las diez tribus que habitan la zona desde tiempos inmemoriales. El Andersonia West, un bloque de la Costa Perdida californiana encajado entre el Parque Estatal Sinkyone de Vida Salvaje y el bosque Usal en el condado de Mendocino, llevaba casi dos siglos en manos de una familia maderera. En cuanto obtuvieron la potestad legal sobre el territorio, empezaron por devolverlo a su nombre original, Tc’ihLéh-Dûñ, o «Lugar donde corren los peces».

Las tribus creen que el daño sufrido por el bosque y el expolio padecido por sus ancestros forman parte de un trauma compartido que solo puede repararse de forma compartida con el resto de las especies del bosque, escuchándolo y aprendiendo a sanar con él. «El trauma intergeneracional significa que los humanos sufren el duelo y el dolor heredado de generaciones pasadas y les afecta profundamente —explicó Hawk Rosales, miembro de la tribu apache y exdirector del consejo de Sinkyone, durante la rueda de prensa—. La tierra no es diferente. Está compuesta de comunidades de organismos vivos que también han sido heridos y traumatizados. Si aprendemos a prestar atención, podremos entender mejor cómo la tierra experimenta el trauma y tener la compasión, la compresión y el respeto capaces de integrarse en nuestro modo de vida».

Los pueblos indígenas ofrecen un proyecto de reparación climática diferente al de los emprendedores de las tecnologías de captura y secuestro de CO2. Es un proyecto simbiótico y no extractivo que vale por miles de Orcas y que, a diferencia de las nuevas soluciones técnicas, ha demostrado una gran eficacia y es perfectamente escalable. Según un informe elaborado por treinta expertos en conservación en colaboración con líderes indígenas y organizaciones de derechos humanos,[5] los pueblos indígenas del mundo ocupan por lo menos 3.800 millones de hectáreas en el planeta, aproximadamente la cuarta parte de la superficie terrestre. Son más de nueve mil millones de orcas que se resisten a la industrialización, pero que van perdiendo terreno año tras año por falta de legitimidad administrativa. José Gregorio Díaz Mirabal, portavoz de la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA), explica en el informe que «gran parte de los territorios indígenas ya están concesionados a petroleras, mineras, sin respetar que ahí estamos los pueblos indígenas. Es por eso que la falta de titulación es una debilidad».

En las últimas décadas, esa debilidad ha facilitado la destrucción de los principales capturadores de CO2 del planeta, las selvas tropicales. En los años noventa, las selvas del cuerno de África y el Amazonas eran capaces de secuestrar el 15-17 por ciento de las emisiones globales. Después de una década de incendios, explotaciones madereras y ganadería intensiva, su capacidad se ha reducido a un 6 por ciento. Los líderes sociales, ambientales e indígenas del Amazonas luchan a vida o muerte contra un bloque implacable de intereses económicos que, desde los acuerdos de reparación de tierras de la década de 2000, se impone a través de la violencia. En 2020 hubo 227 asesinatos de líderes ambientalistas que luchaban contra el expolio y la deforestación.

Un informe de la ONG Global Witness señala que los gobiernos no están protegiendo a los defensores ambientales, sino todo lo contrario; en muchos casos perpetran violencia contra ellos directamente y en otros podrían ser cómplices de empresas. «La agroindustria y el petróleo, el gas y la minería aparecen como los principales detonantes de los ataques contra personas defensoras de la tierra y el medioambiente —explicaba Rachel Cox, jefa de campañas de la ONG, en la presentación del informe—. Al mismo tiempo, son las industrias que propician el cambio climático a través de la deforestación y el aumento de las emisiones de carbono». La investigación, que recoge datos desde 2012, indica que las industrias que están causando la crisis climática y los ataques contra defensores ambientales en connivencia con los gobiernos locales son las de extracción de madera (23), construcción de represas (20), agroindustria (17) y minería (17). «La exigencia de tener las mayores ganancias [...] al menor costo posible parece traducirse con el tiempo en la idea de que quienes obstaculizan el proyecto deben desaparecer», anota el ambientalista estadounidense Bill McKibben, líder del proyecto 350.org.

Los gobiernos populistas han demostrado una fuerte propensión a la violencia y a la destrucción del hábitat, con especial incidencia en Colombia, México y Brasil. Desde que Jair Bolsonaro llegó al poder en 2019, la deforestación en la región amazónica de Brasil ha aumentado un 30 por ciento, gracias a una combinación de incendios, tala masiva, explotación agropecuaria y minería invasiva. «Usamos los minerales como gran palanca para el desarrollo económico», dice Silas Câmara, diputado y presidente de la Comisión de Energía y Minería. Según el Observatorio de Conflictos Mineros en América Latina, se han abierto miles de explotaciones ilegales en territorios indígenas que emplean técnicas metalúrgicas basadas en químicos como el cianuro, tan peligroso que está prohibido en varios países de Europa por su toxicidad para el suelo y los recursos hídricos. Pero el verdadero protagonista de la deforestación amazónica es la carne.

Brasil es el mayor exportador de carne de vacuno del mundo. Tanto Amnistía Internacional como Greenpeace han denunciado en repetidas ocasiones que la destrucción de la selva forma parte de un proceso delictivo que comienza con la ocupación ilegal de tierras —muchas de ellas en reservas indígenas— que luego son taladas y quemadas para ser pasto del ganado. Asimismo, Brasil es el principal exportador de soja, el producto que alimenta a las explotaciones de ganadería intensiva de todo el mundo. La soja no solo se traga la selva a velocidades nunca vistas, desplazando a las poblaciones indígenas con un monocultivo que aniquila su biodiversidad. También requiere grandes cantidades de energía e infraestructuras para su transporte y explotación, convirtiéndola en una de las grandes fuentes de CO2. En 2020, la Universidad de Bonn calculó la cantidad de CO2 emitido por tonelada de soja brasileña en la cadena de suministro, y descubrió que llega a contaminar doscientas veces más que el resto de las exportaciones.[6] Aunque tiene múltiples aplicaciones, más del 90 por ciento de toda esa soja se utiliza exclusivamente para alimentar ganado, que al digerirla produce una gran cantidad de metano, un gas que atrapa 86 veces más calor en la atmósfera que el CO2. Nuestro apetito insaciable por la fibra muscular de otras especies está a punto de convertir los mayores sumideros de carbono del planeta en máquinas de producir gas. De hecho, un análisis pionero de más de treinta científicos[7] publicado en marzo de 2021 sugiere que algunas partes del Amazonas podrían estar liberando ya más carbono que el que almacenan. «Tenemos un sistema del que hemos dependido para contrarrestar nuestros errores —explicaba en la revista National Geographic Fiona Soper, coautora y profesora adjunta de la Universidad McGill—, y hemos superado con creces su capacidad de proporcionar un servicio fiable». Soñamos con Orcas mecánicas mientras dejamos morir a las de verdad.

PLANTAR, REFORESTAR, RESTAURAR

Curiosamente, el poder descuida la conservación de los grandes bosques y selvas tropicales, pero abundan las iniciativas de reforestación. La más famosa es la Gran Muralla Verde de África, un proyecto para plantar cien millones de hectáreas de árboles a lo largo del Sahel, un espacio de transición entre el desierto del Sáhara en el norte y la estepa sudanesa en el sur que cruza el continente de lado a lado. Hace quince años la ruta estaba cubierta de bosque, pero hoy es una zona semiárida en mitad de un proceso de rápida desertificación. En otras palabras, en la lucha entre el Norte y el Sur el desierto va ganando. El Banco Mundial y el Fondo Mundial para el Medioambiente invirtieron mil millones en 2007 para impulsar la iniciativa, que une a las doce naciones africanas del Sahel, bajo la premisa de que los árboles traerían agua, comida y trabajo a una región condenada, pero también de que el mundo necesitaba expandir ese pulmón. En lugar de enviar profesionales a cubrir las áreas proyectadas, el modelo fue dejar en manos de los agricultores la gestión de sus propias tierras, estableciendo un incentivo económico inicial por plantar árboles que mantiene vivas a las familias durante las vacas flacas, pero cuyos resultados deberían inspirar permanencia a más largo plazo, contribuyendo a la captura de CO2 al mismo tiempo que sostienen la economía local.[8] Según la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, ya se ven brotes verdes. Nigeria le ha robado al desierto cuatrocientas mil hectáreas de terreno, y esperan que la senda verde avance de manera orgánica.

El tiempo de proceso y la implicación local son dos factores cruciales en el éxito de estos proyectos. Hace falta espacio de prueba y error. Muchos de los que se saltan alguno de los dos factores para acelerar el proceso y optimizar resultados suelen fracasar. El 11 de noviembre de 2019, el Gobierno turco se propuso plantar once millones de árboles en un solo día, celebrando para ello una ceremonia masiva que llenó 81 ciudades del país de voluntarios plantadores de árboles, incluidos el presidente Recep Tayyip Erdogan y su esposa, que inauguraron la jornada en Ankara, la capital, levantando sendas palas por una Turquía más verde. Lo llamaron «Gelecege nefes ol», que significa «Sé un respiro para el futuro». En Çorum Celilkırı, una ciudad del norte de doscientos mil habitantes, un centenar de voluntarios plantó 303.150 árboles en una sola hora, rompiendo el récord Guinness de esa categoría. Tres meses más tarde, el 90 por ciento de los árboles estaban muertos. Habían sido plantados «en un momento inadecuado, por manos no expertas, en una temporada con pocas lluvias», pero «incluso si los hubieran plantado en el momento y con la preparación adecuados, el éxito sería del 65 al 70 por ciento». Así lo explicó el portavoz del sindicato forestal turco, Sükrü Durmus¸, al diario The Guardian,[9] contradiciendo el relato oficial, que declaraba un éxito del 95 por ciento.

Los árboles y las fechas tienen que estar bien elegidos, pero los incentivos también. Sembrando Vida, un programa que el Gobierno de México lanzó en 2018 y que beneficia a más de cuatrocientos mil campesinos en veinte estados del país, acabó dañando más territorio que el que salvó. Aparentemente, los agricultores clareaban el bosque para poder plantar los árboles por los que recibían el subsidio. El sistema de monitoreo satelital Global Forest Watch indica que en 2019 se perdieron 72.830 hectáreas de cobertura forestal. Es raro que los gobiernos y empresas que emprenden estas campañas hagan un seguimiento de los resultados o admitan los errores cometidos, ofreciendo una auditoría o un análisis productivo del ejercicio con ánimo de mejorar las futuras ejecuciones, no solo para sí mismos sino para el resto de la comunidad internacional. Eso es porque suele tratarse de una campaña de marketing, diseñada para proyectar responsabilidad ecológica donde no la hay.

Plantar árboles es la herramienta perfecta de greenwashing. Es menos arriesgado políticamente que devolver tierras, más conveniente que acabar con el plástico y más barato que poner una Orca o pagar por los vertidos, pero suena positivo, preciso y específico. Plantar árboles es sinónimo de vida, de futuro y de prosperidad. Este es el perfil de campaña que se ha ido formalizando en los últimos años. Primero anuncias que vas a plantar un millón de árboles en un día, calculando los beneficios ambientales sin restar las externalidades de la operación y asumiendo que todos prosperan, lo cual sabemos que no ocurrirá. Después compras árboles baratos de crecimiento rápido y dejas que sean los voluntarios quienes los planten, porque además de barato es vistoso, y ofrece a los ciudadanos un agradecido respiro dentro de la alienación general. Prescindes de los expertos porque piden cosas locas, como comprar especies autóctonas que no destruyan la diversidad ni se beban el presupuesto hídrico de toda la región en cuatro días. También quieren dejar un presupuesto especial de mantenimiento para asegurar que prosperan o convocar la ceremonia dentro del ciclo natural de la planta, en lugar de respetar tu calendario electoral. (Concepción típica de las granjas de producción intensiva, donde la inseminación artificial garantiza que los animales crían de acuerdo con el calendario del mercado en lugar de con el ciclo natural, a costa de gran cantidad de sufrimiento, muerte y antibióticos).

Finalmente, el día señalado, con una Barbour y una pala, dejamos que el presidente, candidato o CEO se manche las rodillas de tierra limpia para bañarse en la gloria verde del ritual, confiando en que ningún periodista tendrá tiempo de volver en una semana para ver cuántos árboles han sobrevivido o podrá calcular el CO2 que ha generado la operación. Es fenomenalmente popular, no solo entre políticos y ayuntamientos sino también entre multimillonarios, bancos y multinacionales, en especial las más contaminantes, desde cárnicas como Campofrío y lobbies del plástico como Ecoembes hasta cadenas como Starbucks y plataformas de consumo masivo como Pornhub. La reforestación es el nuevo negro. Todo gloria, cero fact-checking. Consecuentemente, la ONU ha declarado el periodo que nos separa de 2030 como el «Decenio sobre la Restauración de los Ecosistemas», y más de un centenar de países han prometido regenerar cerca de ochocientos millones de hectáreas de suelo. Sería crucial establecer unos estándares de calidad para la ejecución y el seguimiento de los proyectos, teniendo en cuenta los precedentes actuales. Pero todo esto nos distrae del elefante en la habitación, la propuesta más contundente, barata, eficiente y sostenible, que, sin embargo, nos parece imposible de implementar: cambiar de dieta.

UNA DIETA PARA LA SALUD PLANETARIA

La crisis climática amenaza nuestra capacidad de alimentar a una población mundial en crecimiento, pero nuestro modelo alimentario es una amenaza en sí mismo. La industrialización de la cadena alimentaria es la causa principal de obesidad y de las llamadas ENT o «enfermedades no transmisibles» (cardiovasculares y respiratorias, cáncer y diabetes), que son responsables del 71 por ciento de las muertes que se producen en el mundo. En otras palabras, la dieta mata a más gente que el sexo sin protección, el alcohol, las drogas y el tabaco juntos. (Uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030 es la reducción de las muertes prematuras por ENT en un 33 por ciento). También es uno de los principales agentes de degradación medioambiental a lo largo de toda su cadena de suministro, incluidos la producción, el procesamiento y la distribución. Tanto es así que, si consiguiéramos reducir a cero todas las emisiones de todas las demás industrias, no podríamos quedarnos por debajo del límite de 1,5 °C sin reducir drásticamente las que produce nuestra dieta.[10] La curva empeora muy rápidamente. David Tilman y Michael Clark, de las universidades de Oxford y Minnesota, calcularon en 2014 que el crecimiento global proyectado hasta 2050 aumentaría las emisiones en un 80 por ciento.[11] Finalmente, parece ser una fuente de alimentación muy poco eficiente. La carne y los lácteos proporcionan el 18 por ciento de las calorías y el 37 por ciento de las proteínas de nuestra dieta, pero usan el 83 por ciento del suelo[12] y se beben más del 90 por ciento del agua.

En la era del big data, los ordenadores cuánticos, la revolución genética y la biotecnología, cuesta creer que no seamos capaces de diseñar un sistema de producción alimentaria que sea asequible, accesible y saludable para todos sin poner en crisis la estabilidad climática y la resiliencia del ecosistema. De hecho, lo somos. La Comisión EAT-Lancet, un consorcio de treinta y siete científicos de prestigio mundial, procedentes de instituciones científicas de distintos países y de disciplinas dispares, se propuso establecer un consenso científico que abordase los dos problemas al mismo tiempo y de forma global. Su solución es una reforma del sistema alimentario mundial capaz de alimentar a diez mil millones de personas con comida saludable sin transgredir los límites planetarios. Y una dieta, The Planetary Health Diet («La Dieta para la Salud Planetaria»).

La composición de la dieta tuvo dos fases. Primero, los nutricionistas revisaron la literatura científica disponible y actualizada para diseñar una dieta básica y completa, compuesta de productos integrales, no refinados. Después llegaron los científicos del clima y fueron apartando de su dieta todo aquello que causara emisiones en exceso o una pérdida de biodiversidad, o que implicara grandes extracciones de agua potable, tierra fértil, nitrógeno y fósforo. Entre unos y otros parecen haber llegado a la misma conclusión que Michael Pollan en El dilema del omnívoro: «Come comida. No mucha. Sobre todo plantas». La Dieta para la Salud Planetaria consiste principalmente en frutas, verduras, nueces, cereales en grano y legumbres y proteína vegetal, con un consumo moderado de proteína animal (un filete o hamburguesa de cien gramos por semana, o dos raciones de pollo o pescado). Lo admite, pero no lo considera necesario. Los vegetarianos pueden seguir siendo vegetarianos y vivir una media de diez años más. También limita el consumo de lácteos y azúcares añadidos.

En el propio informe explican que, si su objetivo principal fuese solo reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, entonces la dieta sería estrictamente vegana, pero «no está claro que la dieta vegana sea la opción más saludable» para toda la población. Se busca un equilibrio nutritivo con alimentos disponibles y eficientes, con una huella de carbono razonable en relación con su aporte calórico y nutritivo. Pero destaca la importancia crucial de reducir drásticamente el consumo de carne porque su producción contribuye demasiado a la desigualdad económica y a la degradación de la salud pública y medioambiental, además de consumir muchos más recursos que los que devuelve. Seguir comiendo carne de forma indiscriminada «garantiza la continua degradación de la salud pública y la incapacidad colectiva de cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU y los Acuerdos de París».

No todo el mundo puede dejar de comer carne todos los días. Hay países donde es más barato comer una hamburguesa que fruta y verdura, porque está más subvencionada o porque el clima limita el acceso a estas durante largos periodos anuales. Ese no es el principal obstáculo. Una investigación publicada en Nature calculó que, solo con que los 54 países más ricos del mundo siguieran la dieta planetaria, el resultado sería equivalente a que todos los países cumplieran al cien por cien los propósitos de la COP26. No solo por las emisiones que ahorra, sino también por los territorios que libera. «Sabemos que cambiar de dieta puede ahorrarnos una enorme cantidad de emisiones evitando las que produce la agricultura para el consumo animal —explicaba Paul Behrens, profesor de la universidad holandesa de Leiden y líder del proyecto de investigación—, pero ocurre que también nos ahorramos enormes cantidades de terreno que puede ser empleado para secuestrar carbono de la atmósfera». Si los países más ricos del planeta —un tercio del total— adoptaran la dieta propuesta por los científicos, se liberaría una cantidad proporcional de tierra ahora dedicada al pasto, el maíz o la soja que, en su estado natural, volvería a ser una verde máquina de captura y secuestro de CO2. Un «doble dividendo climático», declaran los investigadores, capaz de sacar cien mil millones de toneladas de CO2 de la atmósfera en lo que queda de siglo. En realidad es un triple dividendo, porque aumenta la superficie de bosque disponible y los humanos somos más inteligentes, más sanos y más felices cuando tenemos acceso a entornos naturales. El fenómeno se llama «biofilia».

TRIPLE DIVIDENDO CLIMÁTICO: SANOS, SOSTENIBLES Y FELICES

«Nunca estaremos realmente sanos, satisfechos o contentos si vivimos apartados y alienados del entorno en el que hemos evolucionado», aseguraba Stephen R. Kellert, uno de los padres del concepto, en su libro Birthright. People and Nature in the Modern World. Nuestro cerebro evolucionó durante millones de años para adaptarse a su larga travesía por la sabana, mientras que la emigración masiva a entornos urbanos tiene menos de doscientos años. Un gran paso para la humanidad y un paso muy pequeño para la evolución. Por eso pasear por «la naturaleza» nos hace sentir bien. Más que bien. «De pie en el suelo desnudo, con la cabeza bañada por el aire alegre y levantada hacia espacios infinitos, todo egoísmo mezquino se desvanece —dice el ensayo más célebre de Ralph Waldo Emerson—. Me convierto en un globo ocular transparente; no soy nada; lo veo todo; las corrientes del Ser Universal circulan por mí; soy parte o partícula de Dios».[13] Hoy tenemos herramientas que explican algunos de los fenómenos que experimentamos en el bosque.

Por ejemplo, que respiramos unos compuestos volátiles llamados «fitoncidas» que las plantas usan para protegerse de los hongos y los insectos, y que activan y multiplican nuestras células NK, asesinas naturales que destruyen células infectadas y cancerosas.[14] Tras la visita devastadora del Agrilus planipennis, un bello escarabajo de color esmeralda que tumbó cien millones de árboles en Norteamérica, la incidencia de enfermedades cardiovasculares y respiratorias aumentó notablemente entre los vecinos de las zonas afectadas.[15] Simplemente mirar un rato los árboles reduce los niveles de cortisol y adrenalina, las hormonas del estrés. Nuestras neuronas visuales responden tanto a la influencia de lo verde que hasta mirar una fotografía de un bosque durante un rato suficiente disminuye la presión arterial, reduciendo notablemente los niveles de ansiedad, depresión y violencia. Un estudio por barrios en la ciudad de Baltimore concluyó que un 10 por ciento más de árboles equivale a un 12 por ciento menos de delincuencia.[16] «Es chocante lo fuerte que es la correlación», comentaba el líder de la investigación Austin Troy, director del Centro de Investigación de Transporte de la Universidad de Vermont.17 Más interesante todavía, la exposición a los árboles nos ayuda a pensar mejor.

En su famoso libro Biofilia, el adorado biólogo E. O. Wilson habla de nuestra «tendencia innata a concentrarnos en lo vivo y en los procesos de lo vivo». Nuestro cerebro no ha evolucionado para mirar una lámpara, una pantalla o una pared. La naturaleza, con su despliegue de elementos cambiantes sin un patrón aparente, estimula nuestra atención de forma difusa y reparadora, mientras que los entornos urbanos la exigen de forma directa y multiplicada, agotando nuestras reservas. La ciudad es extractiva, mientras que el bosque es restaurador y expansivo. Como explica de forma astuta la divulgadora científica Annie Murphy Paul en su fascinante The Extended Mind, la naturaleza expande y aumenta nuestro cerebro. Por ese motivo las mejores universidades y centros de investigación están rodeados de bosques. Y los colegios, institutos, cárceles y hospitales de todo el mundo deberían estarlo también.

La comunidad indígena podría proteger gratis y de forma eficiente las máquinas de captura y secuestro de carbono que sabemos que funcionan. La comunidad científica ha propuesto un modesto cambio de dieta capaz de mejorar radicalmente nuestra salud, reducir radicalmente los gases de efecto invernadero y expandir nuestra capacidad intelectual. Ninguna de las dos soluciones requiere grandes inversiones o un exceso de confianza en la capacidad de tecnologías experimentales para optimizar a tiempo su eficiencia o resolver los problemas técnicos que les impiden crecer. Sin embargo, no solo son rutinariamente descartadas por las administraciones, sino que son ninguneadas por los grandes medios de comunicación. ¿Por qué la ruta más corta, barata, sensata y eficiente hacia una solución necesaria es, no obstante, la más improbable? Daniel Kahneman diría que es el típico problema que no sabemos resolver. Y es verdad, pero es más complicado que eso.

OTRAS MANERAS DE SER HUMANO

La dieta está fuertemente vinculada al relato fundacional de lo que somos. «Der Mensch ist, was er ißt», declara Ludwig Feuerbach en 1850. No podemos cambiar de dieta sin cambiar de ser, y dejar de ser para ser otra cosa es una forma de muerte, si no de la carne al menos sí del ego. Erik Erikson, un gran renovador de Freud en el campo de la psicología evolutiva, explicaba que este problema presenta dos partes. Por un lado, tenemos una identidad individual que se describe como una persistencia de la uniformidad con uno mismo. Comer es un comportamiento que se repite varias veces a lo largo del día y que requiere atención y esfuerzo continuos; es por lo tanto una marca profunda en nuestra identidad individual. Por otro, tenemos una identidad social que consiste en compartir características de base con otros, y la comida es uno de los ejes principales de nuestra vida social. La dieta nos define como grupo, no solo en las diferentes culturas sino en la especie. Nuestra dieta es una parte importante de quiénes somos en el contexto del planeta, esas historias arquetípicas anteriores al verbo que constituyen las partes mecánicas de nuestro córtex cerebral. Los cuentos que nos contamos para poder sobrevivir. Dejar de comer carne desafía el relato de superioridad sobre el entorno y el resto de las especies que nos reconforta y nos hace sentir seguros. Por otra parte, la existencia misma de los pueblos indígenas demuestra que ese relato mesopotámico basado en la superioridad divina y la explotación indiscriminada no es el único que existe. Hay otras maneras de ser humano que no dependen de la explotación y la acumulación.

En su último libro, The Dawn of Everything. A New History of Humanity, el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow van a buscar las pruebas de otra clase de civilización, un desarrollo urbano cuyo relato no esté anclado en la inevitabilidad de la explotación de clase, la acumulación de bienes y la esclavitud. Para su sorpresa, encuentran decenas «escondidas a plena luz del día».18 Desde el mismo momento en que empiezan a establecerse las primeras civilizaciones mesopotámicas, surgen asentamientos masivos de cazadores-recolectores en el este de Europa que prosperan durante ochocientos años sin un Gobierno central totalitario, una administración conjunta o una plaza central. Carecen de las jerarquías de privilegio hereditario de las primeras ciudades sumerias, que se manifiestan en descripciones pictóricas o arquitecturas monumentales, mausoleos, templos y palacios. Tampoco hay documentos escritos que muestren un sistema contable de recaudación centralizada. En cambio, construyen con piedra, cuecen cerámica y hasta parece que inventan la metalurgia, creando herramientas, armas y joyas con piezas de oro y cobre que excavan en pozos de hasta treinta metros de profundidad. Estas primeras ciudades que emergen al norte del mar Negro, en Ucrania y Moldavia, llegan a tener más de diez mil habitantes, y construyen miles de viviendas en una red urbana distribuida en círculos concéntricos, aparentemente autogobernados, que Wengrow y Graeber comparan con «los anillos de un árbol». Ocupan espacios liminares entre la estepa y el bosque, una zona ondulada de barranco erosivo y temperaturas moderadas que hoy ha sido completamente deforestada y colonizada por ciudades, centros industriales, la explotación agrícola y la extracción minera.

Al otro lado del Atlántico encuentran el ejemplo de Tlaxcala, con ciento cincuenta mil habitantes, donde Hernán Cortés firma su alianza con los tlaxcaltecas en 1519. Escribe el conquistador que tiene un Gobierno muy parecido al de «las repúblicas de Venecia, Génova y Pisa, porque no tienen un jefe supremo». Mantienen a raya al imperio azteca gracias a la buena organización de su ejército y a su buena organización política, que favorece la asociación cívica y castiga la emergencia de líderes populistas, el modelo opuesto al de la faraónica capital azteca de Tenochtitlán. Mucho antes, en la ciudad que los aztecas bautizaron como Teotihuacán, «donde los hombres se convierten en dioses», la sociedad fundacional que en el siglo I levanta el templo de Quetzalcóatl, la pirámide de la Luna y la pirámide del Sol, típicamente dinástica y jerárquica, sufre una transformación. Tres siglos después, con una población de más de cien mil habitantes y en pleno apogeo comercial, Teotihuacán abandona la construcción de templos y palacios para embarcarse en un proyecto de desarrollo urbano sin precedentes; levanta amplias zonas residenciales llenas de espaciosas y acomodadas viviendas para todos sus habitantes, equipadas con elaborados sistemas sanitarios y espacios comunitarios para la vida social, convirtiéndose en la ciudad más grande y próspera del Nuevo Mundo.

«Teotihuacán destaca de manera única con unos principios de planificación muy diferentes —escribe Michael E. Smith, arqueólogo de la Universidad de Arizona en la revista Archaeology Magazine—,19 y sus bloques de apartamentos representan un modelo único de residencia, no solo en Mesoamérica sino en el mundo de la planificación urbana a escala planetaria». Ambos modelos demuestran que somos capaces no solo de vivir de forma más igualitaria sino también de cambiar hacia formas más igualitarias de coexistencia y prosperar. Otro relato es posible. Lamentablemente, hay un segundo obstáculo más grande y pesado para la adopción de las medidas más simples hacia una reparación medioambiental: la devolución de tierras, la gestión racional de los recursos y la reducción de la industria agroalimentaria son la mejor esperanza para el planeta pero la peor amenaza para el capitalismo. Y, como decía Fredric Jameson, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

GEOINGENIERÍA CONTRA EL FIN DEL CAPITALISMO

En El Ministerio del Futuro, la comunidad internacional reacciona con desolación ante la muerte de millones de indios durante la ola de calor, y despliega una nube de propósitos contra el calentamiento global que rápidamente se desinflan y se disipan en la rutina habitual. Ante la inconsistencia del resto de las naciones y la amenaza de otra ola letal, el Gobierno indio decide contravenir los acuerdos internacionales y dispersar cantidades industriales de dióxido de sulfuro en la atmósfera, con la esperanza de bajar las temperaturas. Es la primera intervención climática en un libro que se toma muy en serio las soluciones que la ingeniería ha propuesto para mitigar el desastre climático, desde bombear agua de debajo de los casquetes polares para evitar que se derramen en el océano hasta inyectar nieve en el Ártico para ralentizar su calentamiento. También es el acontecimiento que aterra a Kim Stanley Robinson y que desata una cadena de sucesos. Aunque se trata de una novela antidistópica, las cosas empeoran notablemente antes de mejorar.

«La geoingeniería solar presenta exactamente las propiedades opuestas a la descarbonización —explica Gernot Wagner, autor de Geoengineering. The Gamble—. El problema no es cómo motivar a la gente para que la adopte, sino cómo impedir que lo haga demasiado, demasiado pronto y de forma estúpida». A diferencia de las tecnologías de captura de carbono, es relativamente barata y tiene un impacto global. Según sus defensores, ya sabemos que funciona. En 1991, meses después del primer informe del IPCC, un cráter del arco volcánico de Luzón, en Filipinas, despertó de un sueño de quinientos años, inyectando casi veinte millones de toneladas de dióxido de sulfuro en la estratosfera. La erupción del monte Pinatubo no solo le hizo un bonito agujero a la capa de ozono. Al oxidarse en contacto con la atmósfera, algunos de esos gases se transformaron en una capa de ácido sulfúrico que envolvió a la Tierra, haciendo descender su temperatura medio grado, justo a tiempo para firmar la Declaración de Río sobre el Medioambiente y el Desarrollo de Naciones Unidas en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, celebrada en junio de 1992. Según sus detractores, el dióxido de carbono podría generar fuertes cambios en los patrones de precipitación, afectando a las cosechas. «La inyección de sulfato estratosférico debilita los monzones de verano africanos y asiáticos —dijo el IPCC—, y provoca la sequía en la Amazonia». También podría elevar todavía más la acidez de los océanos. Peor aún, el «choque de terminación» que se produciría al concluir súbitamente la siembra de la atmósfera con partículas de azufre podría generar el efecto opuesto al deseado. La Tierra podría combatir el tratamiento precipitando un aumento brusco de la temperatura. Sería la clase de apocalipsis que nos imaginamos. Rebelarse contra ese futuro empieza por imaginar un final mejor.