ARRESTADO
PRINCIPIOS DE ABRIL - PRINCIPIOS DE MAYO DE 1919
El 12 de abril de 1919, Ernst Schmidt decidió que ya era hora de abandonar el ejército. Su amigo Hitler, en cambio, eligió quedarse.[123] Con su decisión, el futuro dictador derechista de Alemania escogía conscientemente apoyar a un régimen que por aquel entonces había sellado una alianza con Moscú.
El 7 de abril, el Consejo Central de Baviera siguió el ejemplo de la reciente constitución de una república soviética en Budapest. Con la esperanza de que el eje socialista pudiera extenderse desde Múnich, a través de Viena y Budapest, hasta Moscú, el Consejo declaró a Baviera república soviética. Se hizo hincapié en que no se colaboraría bajo ningún concepto con el «despreciable» Gobierno socialdemócrata de Berlín. Y se concluyó con un: «¡Larga vida a la república soviética! ¡Larga vida a la revolución mundial!».[124] El Consejo se las arregló para salirse con la suya y sacar adelante la proclamación —a pesar del pobre resultado que la izquierda radical había obtenido en las elecciones—, porque la balanza se había inclinado últimamente en contra del Gobierno parlamentario. La causa de esto era que la cúpula del Partido Socialdemócrata (SPD) de Alta Baviera se había puesto en contra de su propio líder, Johannes Hoffmann, que había tomado el relevo tras el intento de asesinato de Erhard Auer.
El mismo día en que se proclamó la república soviética, el Gobierno en minoría de Baviera encabezado por Hoffmann —constituido el 17 de marzo, tras la votación parlamentaria, había competido por el poder con el Consejo Central desde el principio— empezó a huir de la ciudad para refugiarse en Bamberg, en el norte del Estado. Las unidades militares acuarteladas en Múnich se negaron a prestar ayuda al Gobierno de Hoffmann. El príncipe Adalberto de Baviera, hijo de un primo del rey depuesto, anotó en su diario el 7 de abril: «La guarnición de Múnich declaró que no haría nada para proteger el Parlamento bávaro».[125] De todos modos, el parlamento había suspendido ya sus poderes con carácter indefinido el 18 de marzo. Lo había hecho mediante la aprobación de una ley habilitante que, en la forma, no en el espíritu, recordaba a la ley que dio a Hitler plenos poderes en 1933 y aniquiló la democracia parlamentaria en Alemania durante los siguientes doce años.[126]
Con el Gobierno minoritario fuera de la ciudad, el socialismo revolucionario se adueñó de ella. El 10 de abril, los dirigentes de la República Soviética de Baviera anunciaron que todas las unidades de la guarnición de la ciudad conformarían el núcleo del recién constituido Ejército Rojo. Este es el contexto en el que Ernst Schmidt decidió que ya era hora de desmovilizarse y, por consiguiente, de dejar de servir al régimen revolucionario.[127] En vez de optar por seguir pasando el máximo tiempo posible con el único miembro que le quedaba de su familia «adoptiva» de la guerra, Hitler permaneció en una unidad que rehusó prestar apoyo al Gobierno de Bamberg y que, bajo el nuevo Gobierno soviético, pasó a formar parte del recién formado Ejército Rojo.
¿Por qué Hitler no siguió a Schmidt cuando este abandonó el ejército? ¿Por qué optó por renunciar a pasar más tiempo junto a quien fuera la persona más querida para él durante meses, e incluso años? Una respuesta posible es que su elección como Vertrauensmann lo había cambiado. Le dio a su existencia una razón de ser, le proporcionó un nuevo hogar y un hueco a su medida. Y por primera vez en su vida pudo tener poder e influencia sobre otras personas. De haber secundado la decisión de Schmidt y de haber dado la espalda al régimen revolucionario, se habría visto obligado a renunciar a todo eso.
Hitler se quedó incluso cuando, el 13 de abril, Domingo de Ramos, la revolución devoró a sus propios hijos, transformándose en un régimen más radical aún con el establecimiento en Múnich de una nueva y más dura república soviética liderada por los comunistas. Su Gobierno, el Vollzugsrat, mantenía una comunicación directa con la cúpula soviética de Moscú y de Budapest, y los telegramas encriptados iban y venían entre la capital de Rusia y Múnich. De hecho, en la persona de Towia Axelrod, tenían Lenin y sus colegas de la cúpula bolchevique de Moscú a uno de sus propios hombres en el Vollzugsrat, mediante el cual podían influir directamente en las decisiones políticas de la República Soviética de Baviera. [128]
La creación de la Segunda República Soviética fue un baño de sangre. El 13 de abril, veintiuna personas murieron luchando en las calles de Múnich y, al día siguiente, el caos y el desconcierto se adueñaron de la ciudad. «Estamos totalmente aislados y a merced de la chusma roja —escribió la cantante de ópera Emmy Krüger en su diario el 14 de abril—. Mientras escribo se oyen disparos y tañidos de campanas, una música espantosa. Todos los teatros han sido cerrados. Múnich está en manos de los espartaquistas. Asesinatos, pillajes, todos los vicios campan a sus anchas.»[129]
Sin embargo, Múnich recuperó pronto la normalidad. Por ejemplo, Rudolf Hess, el futuro ministro de Estado de Hitler, que se había mudado hacía muy poco a la ciudad y que ahora vivía en Elisabethstrasse, cerca de los cuarteles donde Hitler se alojaba en aquel tiempo, no creía que mereciese la pena disgustarse por la república soviética. «Si uno se deja llevar por lo que se escribe en los periódicos extranjeros le parecerá que sobre Múnich corren los rumores más neandertales. Sin embargo, puedo dar fe de que aquí reinaba y reina la más absoluta tranquilidad —escribió Hess a sus padres el 23 de abril—. No he experimentado la más mínima inquietud. Ayer tuvimos la típica y disciplinada manifestación con banderas rojas. Nada extraordinario.»[130]
A pesar de la aparente calma, la situación política, social y económica en Múnich se volvía cada vez más inestable, y la escasez de comida y suministros se agudizaba día tras día. Aunque los habitantes de la ciudad se habían estado yendo a la cama hambrientos durante los anteriores cuatro años y medio, el aguante tenía un límite. El 15 de abril, el profesor Josef Hofmiller sentenciaba: «O recibimos el auxilio de tropas desde el exterior o pereceremos de inanición».[131]
El servicio de inteligencia británico compartía la opinión de Hofmiller. Winston Churchill, secretario de Estado de Guerra británico, basándose en informes del servicio de inteligencia, había llegado ya a la conclusión, el 16 de febrero, de que «Alemania se las arregla a duras penas con los suministros de alimentos que recibe, y la hambruna o el bolchevismo, o probablemente ambos, sobrevendrán antes de la próxima cosecha». No obstante, estaba dispuesto a jugar con fuego, ya que permitir que Alemania padeciera de este modo proporcionaba a Gran Bretaña más poder e influencia. El creía que «en tanto que Alemania es aún un país enemigo, pues no ha aceptado todavía los acuerdos de paz, no sería aconsejable aliviarlo de la amenaza de hambruna con un suministro de víveres demasiado repentino y abundante».[132]
Los oficiales del servicio de inteligencia británico que operaban sobre el terreno no estaban tan dispuestos como Churchill a jugársela. El capitán Broad y el teniente Beyfus, que investigaban la situación previa y la que siguió a la proclamación de la República Soviética de Baviera, opinaban que, tras la guerra, el optimismo se apoderó de la población. Sin embargo, la esperanza se había esfumado con el correr del tiempo, puesto que la expectativa de una paz que satisficiera a todo el mundo se había frustrado, y las condiciones materiales, en lugar de mejorar, no hacían más que empeorar. En abril, según ellos, la situación se había vuelto insostenible; la escasez de alimentos era «una amenaza muy seria para el país» y estaba «desmoralizando por completo a la población». Instaban a que: «Los suministros sean enviados con la mayor celeridad posible».[133]
Como dijo Beyfus a principios de abril: «La esperanza postergada ha hecho enfermar el ánimo de los alemanes. De las altas expectativas de primeros de noviembre [pues a pesar del desastre, el armisticio se recibió con alegría genuina en Alemania] han caído en los abismos de la desesperación». El teniente escribió que, por la falta de una «paz rápida», «los nervios de los alemanes parecen haberse quebrado».[134] En su opinión, las constantes depravaciones en Baviera habían dado una oportunidad al bolchevismo. En suma, el personal de la inteligencia británica creía ser testigo en Baviera de un fenómeno político causado por factores socioeconómicos.[135]
Hacia el 15 de abril, los dirigentes de la república soviética decidieron que convocarían unas nuevas elecciones en cada una de las unidades militares residentes en Baviera. Esto se debió al empeoramiento paulatino de la situación política y al hecho de que, desde sus cuarteles generales en Bamberg, Johannes Hoffmann estaba tramando la formación de una fuerza militar para atacar Múnich. Las elecciones se convocaron con la esperanza de asegurar que, a partir de ese momento, todos los representantes electos «respaldarían sin reservas la república soviética» y la defenderían contra los ataques de «los reaccionarios burgueses y capitalistas unidos».[136]
Las elecciones del 15 de abril brindaron a Hitler una oportunidad de oro para dar un paso atrás, si es que de verdad estaba tan profundamente afectado por la instauración de una república comunista soviética. De hecho, muchos soldados que anteriormente habían manifestado su apoyo a la revolución cambiaron de idea y respaldaron abiertamente al Gobierno de Bamberg. Conscientes del ánimo voluble de los soldados —tanto como de su creciente división interna entre moderados y partidarios férreos de la revolución—, los dirigentes comunistas de la ciudad intentaron comprar su lealtad y anunciaron el 15 de abril que «todos los soldados recibirán cinco marcos extra al día».[137]
Hitler no solo no se retiró, como muchos otros hicieron, sino que se comprometió más todavía con el régimen comunista y concurrió de nuevo a las elecciones. Tras haberse puesto a prueba como Vertrauensmann, ahora se presentaba al puesto de Bataillons-Rat o representante de su compañía, la Segunda Compañía de Desmovilización, en el consejo de su batallón. Cuando se hicieron públicos los resultados de las elecciones, al día siguiente de celebrarse, se enteró de que había quedado segundo con diecinueve votos —el ganador había obtenido treinta y nueve—, lo que significaba su elección por defecto para ser el Ersatz-Bataillons-Rat, delegado adjunto del batallón de su unidad.[138]
La elección de Hitler no significa necesariamente que él o sus votantes dieran un respaldo explícito e incondicional a la república soviética. Sin embargo, aunque no es imposible que tanto él como los hombres de la unidad se hubieran dejado llevar por los sucesos de las últimas semanas y la apoyaran ahora,[139] sus patrones de comportamiento previos y posteriores insinúan otra cosa; que sus votantes veían a Hitler como un partidario de los revolucionarios moderados.
Cualesquiera que fueran sus intenciones y pensamientos privados, el caso es que Hitler debía prestar servicio ahora como representante de su unidad dentro del nuevo régimen soviético. Con su disposición a presentarse como Bataillons-Rat, se había convertido en un engranaje de la maquinaria socialista más significativo incluso que antes. Es más, sus acciones ayudaron directamente a sostener la república soviética.
Hacia el 20 de abril, Domingo de Resurrección, día del treinta cumpleaños de Hitler, la suerte de los dirigentes comunistas había mejorado considerablemente desde que convocaran las elecciones para asegurarse el apoyo de las unidades militares desplegadas en Múnich. Como la república soviética había seguido expandiéndose por Baviera, sus gobernantes controlaban ya amplias zonas del estado. Y el 16 de abril, el Ejército Rojo, liderado por Ernst Toller, dramaturgo y escritor nacido en Prusia Occidental, obtuvo un gran triunfo. Logró repeler el ataque a la pequeña ciudad de Dachau, al norte de Múnich, por una tropa improvisada de ocho mil hombres leales al Gobierno de Bamberg, los cuales tenían previsto caer después sobre la capital bávara.
Los carteles repartidos por todo Múnich anunciaban: «Victoria del Ejército Rojo. Dachau tomada».[140] Además, como prueba de que muchos militares de la capital bávara estaban con el régimen comunista, el número tanto de soldados regulares como de marineros e irregulares que lucían brazaletes rojos y otras insignias seguía creciendo diariamente. El Gobierno en el exilio de Bamberg subestimó completamente la fortaleza y la determinación de las tropas rojas. No había rival para el régimen comunista de Múnich.[141]
El Gobierno de la república soviética recibió un nuevo impulso cuando, el 17 de abril, solicitó que los prisioneros de guerra rusos que no habían regresado aún a sus casas se unieran al Ejército Rojo. El número exacto que se alistó no ha llegado hasta nosotros. Sin embargo, su contribución a la potencia bélica del Ejército Rojo de Múnich fue significativa, en particular por su experiencia de combate y su pericia a la hora de trazar operaciones y planes militares.[142]
Se sabe muy poco acerca de cómo celebró Hitler su trigésimo cumpleaños, el Domingo de Ramos, en los cuarteles Karl Liebknecht —este era el nombre que el Gobierno soviético de Múnich acababa de ponerle al complejo militar del que formaba parte el regimiento de Hitler, en honor del cofundador del Partido Comunista de Alemania, recientemente asesinado—. Sabemos, eso sí, que Hitler pasó su cumpleaños luciendo un brazalete rojo, puesto que a todos los soldados de la ciudad se los obligó a hacerlo. Sabemos también que el 20 de abril, durante el recuento diario de su unidad, tuvo que anunciar, como siempre, los últimos decretos y declaraciones de los gobernantes soviéticos de Múnich. El Gobierno los hacía llegar al regimiento a través de su departamento de propaganda. (Hitler debía también personarse una vez por semana en el departamento de propaganda del Segundo Regimiento de Infantería para recoger nuevo material.)[143]
Mientras tanto, Johannes Hoffmann había pedido, aunque de mala gana, ayuda a Berlín, al darse cuenta de que sería incapaz de deponer al régimen soviético sin apoyos externos. Pedir auxilio a Berlín era un asunto espinoso, porque las autoridades bávaras y las nacionales estaban enfrentadas desde el final de la guerra, a causa de si Baviera debía mantener o no el mismo grado de soberanía que había tenido antes del conflicto dentro de la Alemania federal. Ahora, Hoffmann se veía obligado a aceptar que su colega socialdemócrata, Gustav Noske, el ministro de Defensa del país, tuviera la sartén por el mango.
Más aún, Hoffman debía aceptar que un general no bávaro comandara la fuerza pangermana que ambos estaban intentando reunir para descabezar la República Soviética de Baviera. El Gobierno de Baviera solicitó la ayuda militar del gobierno de Württemberg, su vecino del sur, y de las tropas irregulares de fuera de Baviera, y urgió a los bávaros a que formasen milicias y se les unieran. Los líderes del SPD pidieron también a los bávaros que se alistasen en milicias para acabar con «la tiranía de una minoría escasa de gente extranjera; las tropas bolcheviques».[144]
Cuando las nuevas de que el Gobierno de Bamberg estaba reuniendo una fuerza cuyo objetivo era derribar la república soviética se empezaron a extender por Múnich, la gente empezó a abandonar la ciudad en tropel para unirse a las fuerzas «blancas», tal como Friedrich Lüers, antiguo compañero de Hitler en el Regimiento List, escribió el 23 de abril en su diario.[145] Otros muchos en Múnich barajaban la posibilidad de abandonar no ya la ciudad, sino el país, y empezar de cero en el Nuevo Mundo. El interés por emigrar se generalizó tanto que una revista especializada en el tema, Der Auswanderer empezó a venderse en las calles de la ciudad. El día anterior al cumpleaños de Hitler, sin ir más lejos, se pudo ver a gente bien vestida comprando la revista a una vendedora de periódicos en la plaza Stachus, en el centro de Múnich.[146]
Sin embargo, Hitler no mostró ningún interés en abandonar su puesto. Ni le dio la espalda a la república soviética ni la respaldó activamente, puesto que no dejó Múnich para unirse a la milicia ni a ninguna unidad del Ejército Rojo.
En teoría todas las unidades militares radicadas en Múnich y, por tanto, también el regimiento de Hitler, formaban parte del Ejército Rojo.[147] En ese sentido, Hitler prestó servicio en el Ejército Rojo. Pero en realidad, muchos regimientos ni apoyaron activamente el régimen soviético ni se opusieron a él. Esto no quiere decir tampoco que adoptaran de forma abierta una posición neutral, puesto que cualquier negativa a estar disponibles para los legítimos gobiernos en Baviera y en Berlín constituía, estrictamente hablando, un delito de alta traición.
Una vez aclarado esto, se puede afirmar que la mayoría de las unidades radicadas en Múnich no apoyaron la república soviética activa y militarmente. La opinión en muchas de esas unidades estaba dividida. Algunos soldados sí eran partidarios de la república soviética —y, en consecuencia, ingresaban en las recién constituidas unidades del Ejército Rojo, que estaban listas para entrar en combate— mientras que la mayoría de los hombres intentaba permanecer neutral. Esto es, de hecho, lo que ocurrió en la unidad de Hitler.[148] El futuro líder del partido nazi estuvo entre los hombres de su unidad que se mantuvieron a distancia y no se unieron al Ejército Rojo.
Sin embargo, Hitler ya no era un simple soldado. Ocupaba un puesto en el que mantener una postura neutral resultaba casi imposible. Un puesto en el que parecer neutral podía fácilmente interpretarse o bien como un respaldo al statu quo, o bien como un respaldo insuficiente —lo que sin duda era mucho peor—. Al postularse como candidato y prestar servicio como representante de su unidad, tras la constitución de la Segunda República Soviética, sin apoyar a las recién formadas unidades del Ejército Rojo en un momento en el que el régimen se encontraba acorralado, Hitler inadvertidamente se encontró atrapado entre dos fuegos. Se arriesgaba a provocar la ira del nuevo régimen por ocupar un cargo influyente y no ejercerlo para apoyar activamente la república; asimismo, se arriesgaba a ser objeto de la ira de las tropas de Hoffmann y Noske, en el caso de que lograran reconquistar Múnich, por prestar servicio a la república soviética en un puesto de autoridad. De manera que se enfrentaba a un posible arresto por parte de los dos bandos.
Conforme la soga se estrechaba en el cuello de la república soviética, a finales de abril, la vida para cualquier contrarrevolucionario auténtico o para cualquiera percibido como tal se veía cada vez más amenazada. Por ejemplo, el 29 de abril y el día siguiente, los revolucionarios se presentaron en el palacio neoclásico de Brienner Strasse, donde se encontraba la sede de la nunciatura papal, entraron en el edificio e intimidaron al nuncio, Eugenio Pacelli, con pistolas, puñales e incluso con granadas de mano. Lo golpearon en el pecho con tanta fuerza que le deformaron la cruz de la cadena que llevaba al cuello.[149] La agresión que sufrió el futuro papa Pío XII no es el único caso registrado de una acción de este tipo dirigida contra los enemigos reales o supuestos de la república soviética. En el segundo caso más sonado se vio involucrado el propio Hitler.
En Mi lucha, Hitler contó que el 27 de abril, unos soldados de la Guardia Roja se presentaron en sus barracones para apresarlo: «En las reuniones de los consejos revolucionarios actué por primera vez de un modo que molestó al Consejo Central. El 27 de abril de 1919, por la mañana temprano, deduje que venían a arrestarme; pero cuando planté cara a sus fusiles, a los tres compañeros les faltó el coraje necesario y se largaron tal como habían venido».[150] Ernst Schmidt, que no estuvo presente en el arresto pero que seguía manteniendo un estrecho contacto con Hitler, lo relató de un modo similar en la entrevista que le hizo en 1930 el biógrafo filonazi del dictador, Heinz A. Heinz: «Una mañana, muy temprano, tres soldados de la Guardia Roja se plantaron en los barracones y fueron a buscarle a su cuarto. Él estaba ya en pie, vestido. Al oír los pesados pasos por la escalera, se figuró a qué venían, de modo que empuñó su revólver y se preparó para el encuentro. Golpearon la puerta, que se abrió sin esfuerzo. “Si no se retiran de inmediato —gritó Hitler blandiendo su arma—, les recibiré como recibíamos a los amotinados en el frente”. Los rojos se dieron enseguida la vuelta y bajaron de nuevo las escaleras pesadamente. La amenaza iba demasiado en serio como para desafiarla».[151]
El cuento de cómo intentaron arrestar a Hitler puede haber sido una invención de él mismo y de Schmidt, aunque lo más probable es que simplemente lo adornaran basándose en hechos reales. Es difícil hacerse una idea exacta de cómo pudo Hitler frenar a los tres hombres. Esencialmente, su relato de cómo escapó por los pelos del arresto no es del todo increíble. Aunque el poder de los dirigentes de la República Soviética de Baviera se había debilitado mucho para el 27 de abril; esa misma debilidad los hacía mucho más peligrosos aún. De hecho, el régimen actuaba con mayor agresividad, como suelen hacer los movimientos políticos fracasados cuando se debilitan.[152]
El 29 de abril, dos días después del supuesto incidente en el que se vio involucrado Hitler, a Rudolf Egelhofer, jefe del Ejército Rojo, le faltó solo un voto en la reunión de líderes soviéticos para sacar su propuesta adelante. Su plan era juntar a los miembros de la burguesía de Múnich en Theresienwiese y ejecutarlos a todos si las tropas leales al Gobierno de Bamberg tomaban la ciudad. De hecho, ocho presos políticos —siete de ellos miembros de la Sociedad Thule— a los que se había arrestado en Múnich el 26 de abril fueron ejecutados el 30 del mismo mes en el patio de un colegio. Siguiendo las órdenes dadas por Egelhofer, los colocaron contra el muro y los fusilaron.[153]
Otros muchos arrestos se llevaron a cabo a finales de abril,[154] mientras la cúpula militar de la república soviética intentaba desesperadamente reunir el mayor número posible de tropas para hacer frente al ataque previsto sobre Múnich. Por tanto, es perfectamente creíble que a Hitler le arrestaran por no prestar apoyo al Ejército Rojo. Incluso si el encontronazo que describía nunca tuvo lugar, la negativa de un representante electo a prestar ayuda a las nuevas unidades de combate del ejército rojo le habría granjeado la ira del régimen soviético.
El 27 de abril, el contingente de tropas que Hoffmann y Noske habían logrado reunir —una fuerza formidable compuesta por treinta mil hombres— entró en Baviera. Entre aquellas se incluían los restos de las fuerzas derrotadas en Dachau, unidades de Suabia y Württemberg y milicias procedentes de toda Baviera y de otras zonas del Reich. El 29 de abril ya habían reconquistado Dachau.[155]
Las tropas gubernamentales esperaban encontrar una considerable resistencia en Múnich. Una circular del 29 de abril advertía contra la tentación de subestimar al Ejército Rojo. Se creía que entre treinta y cuarenta mil hombres habían tomado las armas en la ciudad, diez mil de los cuales estaban calificados como «combatientes serios y con una determinación férrea». La circular no incluyó la unidad de Hitler, el Segundo Regimiento de Infantería, ni entre «las que no respaldan la república soviética y podrían desertar» ni entre las «[que se pueden considerar] totalmente del lado de los rojos».[156] Al día siguiente se desencadenó una deserción en masa en el Ejército Rojo. Hitler, sin embargo, no desertó. Es más, un gran número de hombres ayudaron a Rudolf Egelhofer a organizar una última defensa de la ciudad.[157]
El 30 de abril la incertidumbre y la ansiedad reinaban en todo Múnich. Según el testimonio de la princesa rumana venida a menos, Elsa Cantacuzène —cuyo matrimonio con el editor muniqués Hugo Bruckmann la había convertido en Elsa Bruckmann y le había devuelto la riqueza perdida— la ciudad era presa de una agitación extrema. La gente recorría las calles a la caza de las últimas noticias, había soldados con ametralladoras, sentados en camiones y en carros de combate, y todo el tiempo se oía el estruendo de los cañones a lo lejos, en el este. Cualquier signo de cotidianidad se había desvanecido. Los tranvías no funcionaban y una huelga general había acabado con los negocios. Estaba todo lleno de carteles donde los revolucionarios daban rienda suelta a su odio al Gobierno, al avance de las tropas gubernamentales y a los prusianos, o proporcionaban información detallada sobre los servicios de urgencias y los puestos de guardia más próximos a la zona de combate, que, según las previsiones, pronto no darían abasto. Por todas partes se distribuían folletos. Se oían conversaciones llenas de inquietud en cada esquina.
Por la noche la princesa Elsa se sentó, con el corazón lleno de pesadumbre, y empezó a escribir una carta a su marido, su «amado, querido Tesoro», a quien había dejado en la ciudad. Se preguntaba en ella: «¿Se decidirá por fin esta noche o mañana nuestra salvación, como todo el mundo anda diciendo?». Y añadía: «¿En qué acabará todo esto? Muchos dicen que los rojos se rendirán enseguida; otros creen que lucharán hasta el último aliento, y que el palacio de los Wittelsbach, los cuarteles y la estación del ferrocarril se tomarán por la fuerza. En tal caso, esos hombres sin nada que perder empujarán al pueblo a salir a las calles a luchar».[158]
En el último momento, los gobernantes de la república soviética empezaron a actuar a la desesperada. Por ejemplo, la noche del 30 de abril pusieron por toda la ciudad avisos que intentaban capitalizar el sentimiento antiprusiano de los muniqueses. En ellos se leía: «La guardia blanca prusiana se encuentra a las puertas de Múnich».[159] A la mañana siguiente, cuando la entrada de las tropas gubernamentales era inminente, los ciudadanos leales al Gobierno que disponían de armas empezaron a sublevarse contra la república soviética. El 1 de mayo, de madrugada, la soprano Emmy Krüger presenció «motines en las calles» y vio a soldados del Ejército Rojo «disparar a la gente». El ataque sobre Múnich estaba previsto para el día 2, pero, con el estallido de la guerra callejera, se adelantó en un día. Cuando las tropas gubernamentales y las milicias se echaron sobre la ciudad y se encontraron con el Ejército Rojo, se desencadenó una lucha feroz, a causa, sobre todo, de la participación de antiguos prisioneros de guerra rusos, expertos en el combate como tropas de asalto.[160]
La lucha en las calles estalló sobre todo en los lugares donde el Ejército Rojo había levantado barricadas. La población de Múnich estaba tan hambrienta a esas alturas, que Michael Buchberger, un sacerdote católico, presenció desde su apartamento cómo la gente se lanzaba a la calle, a pesar de la crudeza del combate, para cortar trozos de carne de los cadáveres de cuatro caballos víctimas del fuego cruzado. Hacia el mediodía del 2 de mayo, las fuerzas contrarrevolucionarias —conocidas comúnmente como «ejército blanco», el nombre de las tropas antibolcheviques rusas— lograron al fin abrirse paso en la ciudad. Lo que vino después, como Krüger escribió en su diario, fue una «guerra civil», «alemanes contra alemanes, calles cortadas, soldados con revólveres y bayonetas que desalojaban las casas y guardias del Ejército Rojo que disparaban desde los tejados».[161]
El ejército blanco actuó con especial ferocidad contra los soldados del Ejército Rojo, auténticos o imaginarios, que combatían como francotiradores. Así ocurrió cuando los contingentes prusianos y hessianos se aproximaron a los cuarteles Karl Liebknecht, donde se encontraba Hitler, el 1 de mayo a mediodía.[162] Si podemos dar crédito al relato que Hitler, «visiblemente escuálido y pachucho», contó a Ernst Schmidt unos días más tarde y que Schmidt reprodujo después, «cuando los Blancos entraron les recibieron unos pocos disparos aislados que parecían proceder de los barracones. Nadie supo dar razón de ellos, pero los blancos no se anduvieron con rodeos ni pesquisas. Hicieron prisioneros a todos los hombres y los encerraron en los sótanos del Max Gymnasium».[163]
El relato de Schmidt sobre el arresto de Hitler por parte de las tropas gubernamentales, al igual que su versión de cómo escapó por los pelos unos días antes, es verosímil.[164] En primer lugar, no se ajusta al patrón habitual de Schmidt, que exagera el grado en el que tanto él como Hitler se opusieron a la revolución. Según este patrón, es improbable que Schmidt hubiera mencionado en absoluto la historia del arresto de Hitler; en su lugar, probablemente habría contado un cuento acerca de cómo las unidades que ocupaban los barracones de Hitler habían reconocido de inmediato en él a un activista antisoviético. Es más, los arrestos del tipo que describe Schmidt fueron frecuentes tras la caída de la república soviética. Cualquier simpatizante o militante del Ejército Rojo se arriesgaba a ser apresado. Los arrestos se hicieron tan frecuentes que llegó a ser habitual ver presos desfilar con los brazos en alto por las calles de Múnich, camino de los centros de internamiento. En total, unas dos mil quinientas personas fueron puestas en cautividad durante al menos un día tras la derrota del Ejército Rojo de Múnich.[165]
Fuera o no Hitler arrestado y encarcelado en el Max Gymnasium, ahora se enfrentaba a un futuro muy incierto a raíz de la llegada del ejército blanco a Múnich. No podía estar seguro de que sus actividades anteriores no serían interpretadas como colaboracionismo con el régimen soviético, más que como cumplimiento del deber. Hitler necesitaba averiguar cómo salvar el cuello, y eso dependía más de cómo interpretaran los otros su servicio durante las semanas previas que de cómo hubiera definido él mismo sus lealtades políticas en el mes de abril.
Uno de los legados más duraderos de la República Soviética de Baviera fue el enorme aumento del antisemitismo. Sin embargo, en la primavera de 1919, este antisemitismo era muy diferente del posterior antisemitismo radical de Hitler. Será difícil comprender cómo surgió este último más adelante, ese mismo año, sin comprender la naturaleza de ese otro antisemitismo del que difiere.
A diferencia del nazi, el distintivo más propio del antisemitismo muniqués de 1919 era que no estaba dirigido contra todos los judíos por igual. De hecho, muchos judíos de la ciudad manifestaban abiertamente su desdén por los judíos revolucionarios y ni siquiera se dieron cuenta de que la explosión antibolchevique y antisemita de la primavera de 1919 iba dirigida contra ellos. El hijo de Rafael Levi recordaría después que su padre, un médico, fue a partes iguales un judío ortodoxo y un patriota monárquico: «Mi padre y la mayoría de nuestros amigos eran conservadores —declaró—, no creían que esto les afectaría. Pensaban que el objetivo eran los revolucionarios como Eisner. Ni mi padre ni mi tío, así como tampoco sus camaradas soldados, judíos o gentiles, mostraban la más mínima simpatía hacia aquellos revolucionarios “exaltados” y “ateos”. Lo recuerdo perfectamente».[166]
A diferencia de la posterior conversión de Hitler al antisemitismo, el aumento de este en el Múnich revolucionario de principios de 1919 fue en gran parte un fenómeno que afectó al catolicismo de la clase dirigente de la ciudad, debido a su enfrentamiento con los protagonistas de la república soviética. Su más célebre expresión se encuentra en un informe diplomático de Eugenio Pacelli redactado el 18 de abril, donde el futuro Papa detalla, usando un lenguaje antisemita, un brusco encontronazo de su asistente, Lorenzo Schioppa, con Max Levien y otros revolucionarios en la Residenz, el Palacio Real, el edificio que los dirigentes de la república soviética utilizaban como sede. Cuenta con detalle cómo los revolucionarios habían convertido el palacio en «un auténtico caldero infernal», lleno de «jovencitas vulgares, judías en su mayoría, que se paseaban por las oficinas provocativamente, sonriendo con malicia». Se describía a Levien, que, de hecho, no era judío, como un «joven ruso, además de judío, lívido, sucio, con ojos imperturbables, inteligente y taimado».[167]
En su informe, el futuro papa Pío XII y su ayudante compartían claramente la opinión, muy común en Múnich, de que la revolución había sido cosa de judíos. Añadiendo a su anticomunismo un fuerte trasfondo antisemita, Pacelli rechazaba además las prácticas religiosas judías —al igual que, como cabeza de la Iglesia católica, rechazaría después todas las prácticas que no pertenecieran a su religión—. Sin embargo, no tenía ningún inconveniente en apoyar a los judíos en temas que no afectaran a la religión; ayudó en varias ocasiones a sionistas que acudieron a él con problemas, trató de intervenir para socorrer a los judíos ante el estallido de la violencia antisemita en Polonia y, en 1922, alertó al ministro de Asuntos Exteriores alemán, Walther Rathenau, judío, del complot que se había urdido para asesinarlo. Las acciones para socorrer a la comunidad judía que Pacelli llevó a cabo fueron parejas a las de Michael von Faulhaber, arzobispo de Múnich, quien auxiliaba gustosamente a los representantes judíos que se acercaban a menudo a él. Además, en una carta dirigida al gran rabino de Luxemburgo, Faulhaber expresaba su desaprobación por el creciente antisemitismo en la ciudad: «Aquí en Múnich también hemos sufrido intentos de avivar [...] las llamas del antisemitismo, pero por fortuna no han prendido bien». El arzobispo también ofreció su ayuda a la Asociación Central de Ciudadanos Alemanes de Fe Judía, para impedir que se repartiera propaganda antisemita a la entrada de las iglesias.[168]
En resumen, a diferencia de la judeofobia nazi, el antibolchevismo antisemita de Pacelli y Faulhaber —y su rechazo de cualquier práctica religiosa que no fuera católica— no consideraba a los judíos la fuente de todo mal. Se los veía, más bien, como semejantes que merecían ayuda en cualquier asunto no religioso, siempre y cuando no apoyaran el bolchevismo. En esencia, el antisemitismo de Pacelli y Faulhaber no tenía un carácter racial. Es por eso que difiere fundamentalmente del antisemitismo de Hitler durante el Tercer Reich. Esto no quita importancia al antisemitismo generalizado de los católicos. Más bien sugiere que echar un vistazo al antibolchevismo antisemita de Múnich en la primavera de 1919 no nos servirá de mucho para explicar la transformación antisemita de Hitler. Ciertamente, para algunos bávaros, el antisemitismo racial y el antibolchevique iban de la mano. Sin embargo, para la gran mayoría de ellos, las dos corrientes antisemitas no convergían.
Lo mismo ocurría con el antisemitismo de la clase política dirigente de Baviera. Por ejemplo, el 6 de diciembre de 1918, un mes después de la revolución, el boletín oficioso del católico Partido Popular Bávaro, el Bayerischer Kurier, declaraba que «la raza tampoco es importante para el BVP» y que los miembros del partido «respetan y honran a los judíos honestos [...]. A lo que, sin embargo, hemos de enfrentarnos es a los numerosos elementos ateos que forman parte de la despreciable Internacional Judía, de carácter eminentemente ruso».[169] Del mismo modo, Georg Escherich, que lideraba uno de los grupos paramilitares de derechas más numerosos de la Alemania del periodo posrevolucionario, le manifestó a Victor Klemperer durante un encuentro fortuito en un tren, en diciembre de 1918, que un futuro Gobierno del BVP estaría abierto a católicos, protestantes y judíos por igual. Dijo textualmente: «El hombre del futuro ya está aquí; el doctor Heim, el organizador de la Bauernbund (la Liga de los Campesinos), un hombre del Partido de Centro, pero no un “negro” [es decir, no uno que solo atrae a los católicos]. Los protestantes y los judíos también forman parte de la Bauernbund».[170]
La judeofobia de Pacelli, Faulhaber y el BVP es importante para explicar la ulterior transformación de Hitler en un antisemita radical por dos razones; en primer lugar porque era representativa del antisemitismo del Múnich revolucionario y posrevolucionario. En segundo, se trataba de un antisemitismo que Hitler juzgaría inútil desde el mismo momento en que él se convirtiera en antisemita. Significativamente, el antisemitismo mayoritario en Baviera, tanto como las actitudes de Pacelli, Faulhaber y la clase política dirigente bávara, tenía más en común con el de Winston Churchill que con el de Hitler. En febrero de 1920, el entonces secretario de Estado para la Guerra británico escribió en un periódico dominical que, para él, había tres clases de judíos; una buena, una mala y otra que le traía sin cuidado. El «buen» judío era para Churchill el judío «nacional», es decir, «un inglés practicante de la fe judía». Por el contrario, el «mal» judío era un «judío internacional», marxista revolucionario, destructivo y peligroso que, según Churchill y muchos bávaros, había liderado la revolución. Churchill escribió: «Con la notable excepción de Lenin, la mayoría de los líderes son judíos. Es más, la inspiración fundamental y la dirección proceden de los líderes judíos».[171]
El carácter no racial del antisemitismo de muchos bávaros explica por qué, a pesar del meteórico ascenso del antisemitismo antibolchevique durante la revolución, los judíos podían, como hacían, servir en los Freikorps y otras milicias que ayudaron a aplastar a la República Soviética de Múnich. También explica por qué quienes no eran judíos estaban dispuestos a servir junto a los judíos para parar en seco a los comunistas. Y lo que es más importante aún; el servicio que prestaron muchos judíos en los Freikorps desafía la opinión, muy extendida, de que el movimiento político encabezado por Hitler se originó precisamente en los Freikorps. Por lo común, se cree que los Freikorps —espoleados por principios fascistas y por un rechazo frontal a la democracia, la cultura y la civilización— fueron la vanguardia del nazismo. Muchos aún opinan que los miembros de los Freikorps profesaban el culto a la violencia y anhelaban la unificación y el establecimiento de una comunidad racial. Opinan, asimismo, que los Freikorps siguieron una incontrolada e incontrolable «lógica de exterminio y limpieza étnica»[172] que inauguró el espíritu de las SS (las Schutzstaffel), la fuerza paramilitar del partido nazi que más tarde se encargaría de ejecutar el Holocausto. También se cree que eran, en la misma medida, antisemitas y anticapitalistas, o mucho más antisemitas que anticapitalistas.[173] Pero si de verdad eran todo eso y dieron, como se cree, origen al nacionalsocialismo, ¿cómo es posible que tantos judíos sirvieran en los Freikorps?
Los Freikorps Oberland, por ejemplo, contaban entre sus filas con varios miembros judíos. Pero los Oberland no eran cualquier Freikorp. En ellos militaba uno de los camaradas de Hitler, que había servido junto a él como enlace durante la guerra —Arthur Rödl, el futuro comandante de un campo de concentración—, y nada más y nada menos que el futuro cabecilla de las SS, Heinrich Himmler. Al final de la guerra, cuando se requirieron voluntarios para servir en los Freikorps, muy pocos soldados se presentaron; la mayoría prefirió volver a casa. Por ejemplo, solo ocho soldados del regimiento de Hitler se presentaron voluntarios a principios de diciembre, cuando el Regimiento List recibió la llamada con la oferta. Sin embargo, cuando en la primavera de 1919, el Gobierno elegido democráticamente pidió voluntarios para que defendieran sus propios hogares contra el golpe de Estado de los comunistas, el asunto se percibió de una forma completamente distinta. Se instó a los hombres a incorporarse con carácter temporal, puesto que el ejército regular y las fuerzas de seguridad no eran lo bastante numerosos como para responder al desafío que la izquierda radical representaba para el nuevo orden político.[174]
Una multitud de hombres corrió a alistarse. De hecho, ni la experiencia de una larga y brutal guerra ni el deseo de violencia de una generación supuestamente protofascista y nihilista que despreciaba la cultura y la civilización son las causas de que tan gran número de bávaros —aun así, una minoría— se alistaran en las unidades paramilitares en 1919, sino la dinámica y la lógica de los conflictos surgidos tras la guerra. Por ejemplo, la militancia en el Partido Democrático Alemán —de signo liberal— no impidió a Fridolin Solleder, oficial del regimiento de Hitler, unirse a los Freikorps.[175]
Los Freikorps eran un movimiento sorprendentemente heterogéneo. Al menos ciento cincuenta y ocho judíos prestaban servicio en los Freikorps de Baviera tras la Primera Guerra Mundial. Es necesario recalcar que los judíos siguieron uniéndose a los Freikorps en los días y semanas posteriores a la caída de la República Soviética de Múnich, lo cual, obviamente, debe interpretarse como una aprobación y un respaldo a las acciones del ejército blanco. Por ejemplo, el 6 de mayo de 1919, Alfred Heilbronner, un comerciante judío de Memmingen, se unió a los Freikorps Schwaben, donde Fritz Wiedemann, oficial jefe de Hitler durante la guerra, había servido como comandante. Los Freikorps Wiedemann y Heilbronner estuvieron implicados en las operaciones llevadas a cabo en Múnich entre el 2 y el 12 de mayo, y en el combate posterior en Suabia.[176]
Los ciento cincuenta y ocho integrantes judíos de los Freikorps de Baviera constituían el 0,5 por ciento del total de los miembros. Esta cantidad era casi proporcional al número de judíos que se contaban entre la población bávara, cuyo porcentaje en 1919 oscilaba entre el 0,7 y el 0,8 por ciento. Pero el número real de judíos integrados en los Freikorps, es decir, de los que se definían a sí mismos como practicantes de la fe judía, fue sin duda mucho mayor que los susodichos ciento cincuenta y ocho, sin embargo, no disponemos de la lista completa de miembros. Por ejemplo, Robert Löwensohn, de Fürth, en Franconia, no aparece en la lista que ha llegado hasta nosotros. Este oficial judío y comandante de artillería durante la guerra se unió a una milicia de los Freikorps en la primavera de 1919. Como sus tendencias izquierdistas moderadas eran incompatibles con las ideas de la República Soviética de Baviera, ayudó a derrocarla. Cuando lo arrestaron por segunda vez, en 1942, los servicios prestados en la Primera Guerra Mundial y en 1919 no le valieron de nada. Este veterano de las campañas de los Freikorps contra la República Soviética de Baviera pasaría el resto de la guerra en campos de concentración del este y moriría en 1945 durante una marcha de la muerte.(1) Debido a la ausencia de judíos como Löwensohn en la lista de miembros de las milicias bávaras que ha llegado hasta nosotros, es altamente probable que el porcentaje de judíos en los Freikorps fuera, de hecho, proporcional o superior al porcentaje de judíos del censo de Baviera.[177]
Es más, la lógica nos hace suponer que un considerable número de judíos seculares —esto es, judíos que no se definían a sí mismos como practicantes de la fe judía, que no pertenecían a ninguna comunidad religiosa o que se habían convertido a alguno de los credos cristianos— prestaron también servicio en los Freikorps.[178] En resumen, es necesario darle la vuelta a la opinión convencional sobre los Freikorps, que sostiene que eran más antisemitas que anticomunistas y que conformaron el núcleo del movimiento nacionalsocialista. Aunque solo sea porque los Freikorps de Baviera incluían en sus filas al menos a ciento cincuenta y ocho judíos, pero no a Hitler.
Nada de esto pretende cuestionar, sin embargo, la clara continuidad que se aprecia entre las acciones de una sección de los Freikorps en 1919 y el ascenso al poder del nacionalsocialismo. Lo importante aquí es que se trata tan solo de una sección de ese amplio movimiento. Sostener que los Freikorps de la primavera de 1919 eran la vanguardia del nacionalsocialismo implica dar crédito inconscientemente al relato que urdió después la propaganda nazi. Por ejemplo, en 1933, Hermann Goering se referiría a los miembros de los Freikorps como los «primeros soldados del Tercer Reich»,[179] en su intento de narrar el ascenso del nacionalsocialismo entre 1919 y 1933 en clave heroica y épica. De igual modo, Hitler declararía en 1941 que, aunque algunos judíos, por razones estratégicas, habían manifestado su oposición a Eisner, «¡ninguno de ellos se alzó en armas contra sus propios congéneres judíos para defender a la nación alemana!».[180]
Viera lo que viera el ejército blanco en el delegado adjunto de la Segunda Compañía de Desmovilización cuando llegó a la capital bávara el 1 de mayo, una cosa está clara, después de un siglo; Hitler no se opuso a los socialdemócratas moderados revolucionarios en el Múnich de la revolución, ni respaldó los ideales de la Segunda República Soviética.
Sin embargo, aunque no manifestara abiertamente ideas políticas y antisemitas firmes durante los más de cinco meses de revolución que experimentó en Múnich y en Traunstein, es posible, al menos en teoría, que Hitler pudiera haberlas albergado ya en lo más profundo de sí. Es decir, que a pesar de mostrarse como un ser indefinido, sin dirección, en el periodo revolucionario, sus ideas políticas pudieran estar ya firmemente desarrolladas y arraigadas. En otras palabras, es posible sostener que quizá detestó con toda su alma el espectáculo de la revolución durante su viaje a Múnich desde Pasewalk y que, en realidad, nunca tuviera inclinaciones izquierdistas.[181]
Se puede defender que la experiencia de la revolución y de la República Soviética de Baviera suscitara en Hitler un odio profundo hacia todo lo extranjero, lo internacional y lo judío, y que ese odio, que ya sintió durante sus años en Viena,[182] salió a flote tras haber permanecido latente un tiempo. Sin embargo, las pruebas a favor de este tipo de afirmaciones suelen ser posteriores a los hechos, como la presunta declaración de Hitler en su cuartel general militar, en 1942, mientras su plan de exterminio de los judíos se aceleraba. Por lo visto, dijo a sus invitados que «en 1919, una judía escribió en el Bayerischer Kurier: “Lo que Eisner está haciendo ahora caerá sobre nosotros, los judíos, un día”. Es un extraño caso de clarividencia».[183]
La cita de Hitler es ciertamente reveladora, aunque no clarifica su incipiente visión del mundo tras el fin de la República Soviética de Baviera. Lo que demuestra, más bien, es cómo utilizó de manera notoria la revolución como inspiración post facto de sus políticas cuando detentaba el poder, del mismo modo que evocó sus experiencias en la Primera Guerra Mundial, reconfiguradas a partir de sus vivencias de posguerra, como fuente de inspiración para dirigir las acciones de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Sostener que Hitler mantuvo una postura hostil hacia la revolución desde el principio y que no mostró nunca ninguna simpatía por los socialdemócratas da credibilidad, inadvertidamente, a la propaganda nazi. Es importante señalar que la cooperación de Hitler con el nuevo régimen no lo distanció de sus antiguos superiores. Después de todo, algunos de ellos, como el general Max von Speidel, también apoyaron a la nueva administración y colaboraron con ella. Si hasta su antiguo comandante de división dio el visto bueno al gobierno revolucionario, no debería sorprendernos que Hitler, que durante toda la guerra miró a sus superiores con veneración, hiciera lo mismo.[184]
Aunque la probable asistencia de Hitler al funeral de Eisner sugiere que albergaba simpatías izquierdistas, eso no lo convierte necesariamente en un partidario de los socialdemócratas independientes, puesto que la figura de Eisner, tras su asesinato, se respetaba tanto en el ala moderada de la izquierda como en la radical, así como entre los soldados destinados en Múnich.[185] La cuestión no es si Hitler apoyó a la izquierda durante la revolución —está claro que lo hizo—, sino qué clase de ideas izquierdistas tenía y qué grupos apoyó o, al menos, aceptó. Como Hitler sirvió a los distintos regímenes de izquierdas durante todas las fases de la revolución hasta que esta finalizó, obviamente los aceptó todos o, al menos, les dio su consentimiento por motivos oportunistas. Sin embargo, sus manifestaciones políticas anteriores a la guerra, así como su comportamiento durante esta y durante la revolución, indican que el número de ideas políticas con las que estaba claramente de acuerdo era mucho menor que el de aquellas a las que estaba dispuesto a servir.
Teniendo en cuenta que los soldados, que votaron abrumadoramente al SPD en las elecciones bávaras de enero de 1919, habían elegido a Hitler como representante; considerando también que su compañero más próximo durante la revolución fue un miembro del sindicato socialdemócrata y que el SPD, bajo la dirección de Erhard Auer, se opuso al socialismo internacional y colaboró en más de una ocasión con los grupos centristas y conservadores, una cosa está bastante clara; que Hitler se había mantenido al lado del SPD pero perdió la oportunidad o le faltó voluntad para abandonar el barco tras la instauración de la Segunda República Soviética.
De hecho, durante la Segunda Guerra Mundial Hitler admitió en privado, al menos indirectamente, que una vez le tuvo simpatía a Erhard Auer. Fue el 1 de febrero de 1942, en su cuartel general militar: «Pero hay una diferencia en lo que concierne a unos cuantos personajes de 1918. Algunos de ellos se encontraban simplemente allí como Poncio Pilato; nunca quisieron participar en una revolución, y esto incluye a Noske, a Ebert, a Scheidemann, a Severing, y a Auer en Baviera. Fui incapaz de tener en cuenta eso mientras la lucha estaba en marcha. [...] Solo después de que ganáramos pude decir: “Entiendo tu postura”».[186] Hitler añadió: «El único problema de los socialdemócratas es que carecían de líder». Incluso cuando en privado se refería al Tratado de Versalles, el acuerdo de paz que castigó tan duramente a los alemanes y que puso fin a la Primera Guerra Mundial, culpaba al católico Partido de Centro, más que a los socialdemócratas, de haber estafado a Alemania: «Se podría haber logrado un acuerdo de paz muy diferente —dijo Hitler en privado el 27 de enero de 1942 en su cuartel general militar—. Había socialdemócratas preparados para no ceder lo más mínimo. [Sin embargo] fueron Wirth y Erzberger, del Partido de Centro, los que firmaron el pacto.»[187]
El propio Auer declaró también que Hitler, en el invierno y la primavera de 1919, simpatizaba con el SPD. En un artículo que escribió en 1923 para el Münchener Post, afirmaba que a Hitler, «por sus convicciones, se le consideraba un socialdemócrata moderado (Mehrheitssozialist) en los círculos del departamento de propaganda, y que así lo declaraba él mismo, como muchos otros; pero nunca fue un miembro políticamente activo ni militó en ningún sindicato».[188]
Es extremadamente improbable que un dirigente tan astuto y prudente como Auer inventase una afirmación como esa en un ambiente político tan cargado como el de la primavera de 1923. Un bulo de este tipo tenía el riesgo de ser fácilmente desmontado, y a su autor le habría salido el tiro por la culata. No nos es posible asegurar quién fue la fuente de información de Auer, pero no es difícil imaginarlo. Muy probablemente se trató de Karl Mayr, quien se convirtió en el mentor y protector de Hitler en el verano de 1919, tras ser nombrado jefe del departamento de propaganda del ejército en Múnich. Su tarea, además de dirigir el departamento, consistía en revisar las actividades que este llevó a cabo durante la revolución. Mayr cambió de bando político en 1921, y de ahí en adelante suministró regularmente a Erhard Auer información para sus artículos.[189]
Auer no fue el único articulista socialdemócrata —cuyas fuentes eran hombres como Mayr— que dio fe de la afinidad de Hitler con el SPD durante la primavera de 1919. Konrad Heiden, un socialdemócrata de madre judía que llegó a Múnich para estudiar en 1920 y que, tras graduarse, comenzó a trabajar como corresponsal en Múnich del periódico liberal Frankfurter Zeitung, declararía en los años treinta que Hitler había apoyado al SPD e incluso había considerado la posibilidad de afiliarse al partido. Según Heiden, Hitler «intercedió ante sus camaradas en nombre del Gobierno socialdemócrata, y en sus acaloradas discusiones abrazó esa causa en contra de los comunistas».[190] El dramaturgo Ernst Toller afirmó también que mientras estaba en la cárcel, a finales de 1919, por participar en la revolución, un compañero de celda le dijo que se había encontrado con «Adolf Hitler durante los primeros meses de la república en un barracón militar de Múnich».[191] Según Toller, el prisionero le dijo además que Hitler, por aquel entonces, «se declaraba abiertamente socialdemócrata». Es más, el propio Hitler insinuaría después que simpatizó con los socialdemócratas en el pasado. En 1921 les dijo a algunos de sus compañeros nacionalsocialistas: «Todo el mundo ha sido socialdemócrata alguna vez».[192] Friedrich Krohn —un miembro temprano y benefactor del partido que se dirigía a Hitler con el informal du («tú») hasta que se separaron en 1921, cuando la megalomanía de este empezó a dispararse— también sostenía que, al principio, Hitler tenía inclinaciones socialdemócratas. Cuando él y Krohn se conocieron, en el primer encuentro de lo que más tarde se convertiría en el Partido Nacionalsocialista, Hitler le dijo que estaba a favor de un «socialismo» con los rasgos de una «socialdemocracia nacional», leal al estado, parecido al de los países nórdicos, al de Inglaterra y al de la Baviera de antes de la guerra.[193]
Para comprender quién fue Hitler durante la República Soviética de Múnich, y después de ella, sería un error afirmar que formaba parte de un regimiento donde los simpatizantes de izquierdas y los de derechas estaban enfrentados. Por lo tanto sería un error etiquetarle, en su papel de representante electo de su unidad, como un portavoz secreto de los soldados de derechas.[194] Tal como ya se ha dicho, el personal de las unidades militares radicadas en Múnich durante la república soviética no se dividía entre izquierdistas y derechistas, sino entre izquierdistas radicales y moderados, lo que sitúa a Hitler entre estos últimos.
Karl Mayr afirmó en una crónica publicada en Estados Unidos en 1941, cuando estaba ya recluido en uno de los campos de concentración de Hitler, que al término de la guerra este no era más que un «perro callejero». «Tras la Primera Guerra Mundial —escribió Mayr—, solo era uno más de los muchos exsoldados que daban tumbos por las calles en busca de un empleo [...]. En esa época estaba dispuesto a ponerse a los pies de cualquiera que lo tratase con amabilidad [...]. Habría trabajado para un judío o un francés tanto como para un ario. Cuando lo vi por primera vez era como un perro callejero extenuado, en busca de un amo».[195]
Por supuesto, es posible que Mayr exagerase y que el alma de Hitler no fuese una simple tabula rasa en los meses posteriores a la guerra. Es verdad que volvió de ella desnortado, en busca de sí mismo. Sin embargo, el oportunismo, el arribismo y las ideas políticas confusas convivían en su interior y, a veces, luchaban entre sí. Su futuro, tanto en lo personal como en lo político, aún estaba por definir. Hitler se quedó en el ejército porque no tenía ningún otro lugar adonde ir. Y de hecho, a veces se condujo como un oportunista, espoleado por la urgente necesidad de no quedarse solo, y a veces fue tan solo un hombre a la deriva. Sin embargo, sería exagerado afirmar que era un tipo apático, sin intereses políticos, guiado simplemente por el instinto de supervivencia.[196]
La forma de ser y los actos de Hitler, así como la lectura crítica de las declaraciones tempranas o posteriores que hicieron él y otros, revelan a un hombre que simpatizaba con la revolución y el SPD, pero que al mismo tiempo rechazaba las ideas internacionalistas.[197] En unos pocos meses, y por una combinación de oportunismo, cálculo y tibias inclinaciones izquierdistas, Hitler sufrió una metamorfosis y pasó de ser un tipo raro y solitario que solo ejecutaba órdenes a convertirse en alguien con capacidad y voluntad para desempeñar el papel de líder. Esta transformación se dio justo en el momento en el que la mayoría de las personas preferían inhibirse para capear el temporal. Con la caída de la república soviética, sin embargo, Hitler se vio obligado a averiguar cómo saldría, si es que podía hacerlo, de la ratonera en la que se había metido a causa de sus acciones durante las semanas previas.