CAMBIO DE CHAQUETA
PRINCIPIOS DE MAYO - MEDIADOS DE JULIO DE 1919
El modo en que las fuerzas blancas acabaron con la república soviética y restauraron el orden en Múnich deja bastante claro por qué la situación era tan delicada para cualquiera que fuese sospechoso de haber simpatizado con el régimen comunista.
Aunque se aclamó a las fuerzas gubernamentales con gritos de Hoch! y «¡Bravo!» en las calles de los barrios de clase media alta, con la llegada de las tropas «blancas» llegaron también las ejecuciones sumarias de sospechosos de pertenecer al Ejército Rojo. Se llevaban a cabo en cualquier parte, incluso en los patios de los colegios. Como escribió en su diario Klaus Mann, el hijo del novelista Thomas Mann, el 8 de mayo de 1919: «En el patio de nuestro colegio han fusilado a dos espartaquistas. Uno de ellos, un muchacho de diecisiete años, no quiso que le taparan los ojos. Poschenriederer dijo que eso sí que era fanatismo. A mí me pareció más bien heroico. El colegio volvió a la normalidad a mediodía».[198]
Muchos de los que servían en las fuerzas blancas veían miembros de la resistencia en todas partes. Por ejemplo, el 3 de mayo, los blancos acribillaron la mansión donde estaba la sede de la nunciatura papal cuando el nuncio Pacelli y su auxiliar, Lorenzo Schioppa, encendieron la luz entrada ya la noche. Schioppa no tuvo más remedio que huir a gatas del cuarto. Los responsables del tiroteo pensaron, al ver encenderse la luz, que estaban a punto de dispararles a ellos.[199]
La violencia contra los simpatizantes, reales o imaginarios, de la república soviética se debió a que algunos miembros —no todos, por supuesto— de los Freikorps eran de gatillo fácil. El escenario de caos y confusión que se encontraron las tropas, que desconocían la geografía de la ciudad, lo empeoró también todo bastante. Por ejemplo, a uno de los comandantes blancos no le dieron un mapa de Múnich hasta que no puso los pies allí. Los miembros de las fuerzas blancas que se consideraban de izquierdas y eran reticentes a luchar se vieron obligados a usar la violencia tras conocer las noticias sobre el asesinato de rehenes. En palabras del editor Julius Friedrich Lehmann, que había huido de la ciudad y ahora estaba de vuelta como comandante de una de las milicias procedentes del estado de Württemberg, en el suroeste de Alemania: «Solo conseguí movilizar a los soldados de la compañía de Württemberg, que eran rojos convencidos, cuando les mencioné las oprobiosas ejecuciones de rehenes que se estaban llevando a cabo en Múnich». Según Lehmann, cinco minutos antes de que se desencadenara la lucha sus hombres eran aún reacios a disparar.[200]
La caza de los sospechosos de pertenecer al Ejército Rojo no se alimentaba solamente de paranoia, miedo y caos, sino del hecho de que muchos acérrimos integrantes de la Guardia Roja siguieron combatiendo, con tácticas de guerrilla, incluso después de que Múnich fuera ocupada. Friedrich Lüers, que vivía en la Stiglmayrplatz, al norte de la Estación Central de Múnich, un distrito que apoyaba mayoritariamente a la república soviética, fue testigo de cómo seguían disparando los francotiradores rojos contra los invasores blancos días después de la llegada del ejército. De hecho, algunas posiciones ocupadas por unidades blancas fueron aniquiladas en mitad de la noche, al amparo de la oscuridad.[201] La escalada de violencia que se dio en los primeros días de mayo se desarrolló, básicamente, según la lógica de la lucha urbana —asimétrica por definición—, donde la desigualdad entre las bajas de los atacantes y las de los defensores no es suficiente para determinar qué bando fue más violento.
Sin embargo, Hitler logró eludir la violencia contra los simpatizantes, reales o imaginarios, de la república soviética. Según su amigo Ernst Schmidt, lo liberaron gracias a la intervención de un oficial a quien conocía del frente y con quien se encontró por casualidad poco después de su arresto.[202]
De las acciones de Hitler en marzo y en abril se deduce que, por aquel entonces, no dominaba aún la habilidad más importante en política, el arte de conjeturar, esto es, de anticiparse a lo desconocido y formarse una opinión a partir de informaciones incompletas. En otras palabras, aún no había aprendido a lidiar con las dudas que toda decisión conlleva y a elegir la opción más ventajosa. Sí se las arregló, sin embargo, para transformarse, para pasar de ser alguien en quien nadie vio nunca el más mínimo asomo de liderazgo a ser alguien con ascendiente sobre otros. Es significativo que la autoridad no se le otorgase desde arriba, sino mediante la vía democrática, desde abajo. Aunque el proceso lo condujo al borde del abismo, como se vio durante los días caóticos de primeros de mayo, había adquirido ya la habilidad de darle la vuelta a las situaciones y transformar la derrota en victoria. Aquí podemos distinguir los primeros signos de lo que sería después la tónica habitual de la vida pública de Hitler; salir siempre mejor parado actuando de forma pasiva que haciéndolo de forma activa.[203]
La situación política en Múnich se volvió más inestable aún, si cabe, en el transcurso del mes de mayo. Los sangrientos sucesos tras la caída de la república soviética endurecieron a los dos bandos combatientes, y el centro político moderado se esfumó. Los socialdemócratas moderados fueron los grandes perdedores de la República Soviética de Baviera, a pesar de haber hecho, objetivamente hablando, más que ningún otro grupo para defender el nuevo orden democrático surgido tras la guerra. Sin embargo, los conservadores moderados reprochaban precisamente al Partido Socialdemócrata su incapacidad para embridar a los revolucionarios radicales y defender el nuevo orden. Para mucha gente de la izquierda, además, el SPD había traicionado sus principios.[204]
El poeta y novelista Rainer Maria Rilke le escribió en una carta a un amigo el 20 de mayo que, sencillamente, no se veía la luz al final del túnel. Debido al legado que la república soviética y su colapso habían dejado tras de sí, escribió Rilke: «Nuestra acogedora e inofensiva Múnich se convertirá, a partir de ahora, en una fuente interminable de disturbios. El régimen soviético ha estallado en un millón de astillas y será muy difícil arrancarlas todas de todas partes [...]. El resentimiento, escondido en muchos rincones secretos, ha crecido monstruosamente y, más tarde o más temprano, reventará otra vez».[205]
Los nuevos gobernantes de Múnich, temiendo que la explosión de rencor y la implosión del centro político propiciaran un resurgimiento de la izquierda radical en la ciudad, decidieron desmantelar lo antes posible las unidades militares radicadas en ella durante la república soviética. Las autoridades militares, preocupadas porque las tropas que habían servido en dichas unidades todavía pudieran contagiarse con ideas radicales izquierdistas, decretaron el 7 de mayo que se reemplazara a todos los soldados de la guarnición de Múnich que antes de ingresar en las fuerzas armadas vivieran en la ciudad. En pocas semanas, la mayoría de los soldados del antiguo ejército bávaro estaba fuera de servicio.[206]
Como desmantelar las unidades que habían vivido la república soviética podía no ser suficiente para evitar el resurgimiento del radicalismo izquierdista, las autoridades militares se propusieron también arrancar el mayor número posible de astillas que el régimen comunista hubiera dejado tras de sí tras saltar por los aires. El objetivo era identificar y castigar a los soldados que con más fervor habían apoyado al régimen soviético. Eso dio a Hitler una oportunidad. Decidió aprovecharse del temor de los nuevos gobernantes de Múnich a que se repitieran los acontecimientos y se convirtió, por propia voluntad, en confidente al servicio de los nuevos amos de la ciudad. Cambiando de chaqueta logró, contra todo pronóstico, no solo librarse de la desmovilización y, por tanto, de un futuro incierto, sino salir airoso y fortalecido de una situación que podría haberle acarreado la deportación a su Austria natal, el encarcelamiento o incluso la muerte.
La nueva vida de Hitler como confidente comenzó el 9 de mayo, cuando se dirigió a la antigua sala del consejo de soldados de su unidad para trabajar en la Junta de Investigación y Desmantelamiento del Segundo Regimiento de Infantería. Era el miembro más joven de un comité constituido por tres hombres: el oficial Oberleutnant Märklin, el suboficial Feldwebel Kleber y él mismo. En los días y semanas posteriores la junta se dedicó a determinar, antes de licenciar a los soldados, cuáles de ellos habían colaborado con el Ejército Rojo.[207]
Puede que fuera Karl Buchner, el comandante que dirigió fugazmente el Segundo Regimiento de Infantería tras la caída de la República Soviética de Baviera, quien propuso que Hitler formara parte de la junta. Es probable que los dos se conocieran en la guerra, cuando Buchner era el jefe del Decimoséptimo Regimiento de Infantería de Reserva del ejército bávaro. Dado que esta unidad y la de Hitler eran hermanas, Hitler, como correo del cuartel general del Regimiento List, iba regularmente en acto de servicio al cuartel general del regimiento de Buchner.[208] Si es verdad, como contaba Schmidt, que tras su arresto el 1 de mayo, Hitler fue liberado gracias a un oficial a quien conocía de los tiempos de la guerra, no estaremos dejándonos llevar demasiado por la imaginación si afirmamos que ese oficial fue Buchner.
El 19 de mayo de 1919, retiraron a Hitler de su batallón, que se estaba desmantelando, para que sirviera en la junta, y lo trasladaron a otra compañía, adscrita al cuartel general del Segundo Regimiento de Infantería.[209] Por tanto, gracias sobre todo a su oportunismo, Hitler fue capaz de agarrarse a otro salvavidas en el ejército reestructurado.
Ahora se dedicaba a delatar a sus camaradas del regimiento.[210] En uno de sus testimonios ante la junta acusó a Josef Seihs, su predecesor como Vertrauensmann de su compañía, así como a Georg Dufter, el antiguo presidente del Consejo del Batallón de Desmovilización, de haber reclutado a miembros del regimiento para el Ejército Rojo. «Dufter fue el agitador más dañino y radical del regimiento —declaró Hitler cuando hizo de testigo en un juicio que se celebró a raíz de las investigaciones realizadas por la junta de la que él mismo formaba parte—. Hacía constantemente propaganda de la república soviética. En las reuniones oficiales del regimiento adoptaba siempre la postura más radical y se mostraba abiertamente a favor de la dictadura del proletariado.» Y se explayaba: «Sin duda, como resultado de las actividades propagandísticas de Dufter y del consejero de batallón Seihs, parte del regimiento se unió al Ejército Rojo. Sus discursos enfervorecidos contra las tropas progubernamentales, con los que nos estuvo importunando hasta una fecha tan tardía como el 7 de mayo, propiciaron que nuestros soldados se unieran a las unidades de zapadores para hacer frente a las del Gobierno».[211]
Hitler no fue ni de lejos el único que cambió de chaqueta. De hecho, en aquella época, Múnich estaba repleto de chaqueteros. Algunos de los antiguos miembros del Ejército Rojo, por poner un ejemplo, se unieron a los Freikorps.[212]
En cuanto se incorporó a la junta, Hitler empezó a reescribir los últimos seis meses de su vida. Con tretas sutiles y otras no tan sutiles, se fue fabricando un personaje acorde con la versión de su propia génesis que ahora le venía bien contar, la de que siempre se había opuesto a los sucesivos regímenes revolucionarios. Su intento de reescribir la historia de su implicación en el Múnich revolucionario se ha visto como un signo temprano de su posterior habilidad para reinventarse constantemente mediante la refundición de su propio pasado. Por ejemplo, le dijo a uno de sus superiores que, tras su retorno de Traunstein —esto es, durante la época en que asesinaron a Eisner—, buscó un empleo fuera del ejército.[213] En otras palabras, pretendió hacer creer que había intentado encontrar una salida para no tener que servir al Gobierno revolucionario. Sin embargo, como al parecer no hizo uso en aquel momento de las provisiones que daban en su unidad de desmovilización para que los soldados pudiesen buscar otro trabajo, parece ser tan solo una mentira interesada que dijo para fortalecer la afirmación, durante el periodo posrevolucionario, de que nunca se había contaminado con las emanaciones más radicales de la revolución bávara.
Debe subrayarse que Hitler lo tuvo más o menos fácil, a diferencia de aquellos que participaron activamente en el combate del lado del Ejército Rojo, para cambiar de chaqueta. A pesar de haber ocupado un cargo en la República Soviética de Baviera, no se había comprometido con los ideales de los líderes del régimen. Sus simpatías se orientaron hacia el SPD y hacia los moderados dentro de la extrema izquierda, así que es improbable que hubiese visto con buenos ojos a la izquierda radical internacionalista, y eso lo convirtió en un candidato aceptable para entrar en la Junta de Investigación y Desmantelamiento de su regimiento.
Si a principios de año Hitler había sido un engranaje de la maquinaria socialista, ahora lo era de la maquinaria del ejército posrevolucionario. En teoría, el Gobierno de Baviera estaba de nuevo al mando de la situación en Múnich, pero en realidad era el ejército el que lo controlaba todo sobre el terreno, ya que el Gobierno se encontraba en Bamberg y no volvió a Múnich hasta pasados más de tres meses, el 17 de agosto. Los nuevos superiores de Hitler eran los oficiales del nuevo ejército de Múnich, la Comandancia Militar del Distrito 4 (Reichswehr-Gruppenkommando 4), constituida el 11 de mayo. La dirigía el general Arnold von Möhl, que tenía autoridad sobre todas las unidades militares regulares de Baviera. Como la ley marcial se mantuvo a lo largo del verano, la Comandancia Militar del Distrito 4 ejerció, en efecto, el poder ejecutivo en la ciudad de Múnich.[214]
El credo político de la comandancia era fervientemente antirrevolucionario. Sin embargo, el objetivo de la junta en la que Hitler servía eran aquellos que habían colaborado con la izquierda radical, más que los simpatizantes de la izquierda moderada —como se vio con su testimonio del juicio de Seihs—. En el decreto fundacional de la junta se decía: «Se arrestará a todos los oficiales, suboficiales y soldados que hayan colaborado con el Ejército Rojo o participado en las acciones de los espartaquistas, de los bolcheviques y de los comunistas».[215] Además, el 10 de mayo, el regimiento de Hitler cayó en manos de un oficial que, ya fuera por motivos prácticos o por convicción, estaba predispuesto favorablemente hacia la izquierda moderada; Oberst Friedrich Staubwasser, quien fue comandante del regimiento desde finales de diciembre de 1918 hasta febrero de 1919 y defendió la creación de un Volksheer, un «ejército del pueblo», que estuviera al servicio de una república gobernada por el SPD. En resumen, las ideas socialdemócratas moderadas aún tenían sitio entre los militares de Múnich tras la caída de la república soviética.[216]
Que el nuevo orden se dirigía fundamentalmente contra la izquierda radical, más que contra la moderada quedó de manifiesto también con la visita en mayo del presidente alemán, Friedrich Ebert, y el ministro de Defensa del Reich, Gustav Noske, a la capital bávara, donde los dos líderes socialdemócratas asistieron a un desfile de las tropas blancas.[217] El propio Hitler, además, aún expresaba sus simpatías hacia el SPD, a tenor de la declaración que el diario liberal Berliner Tageblatt publicó el 29 de octubre de 1930: «El 3 de mayo de 1919, seis meses después de la revolución, Hitler afirmó durante un encuentro de los miembros del Segundo Regimiento de Infantería en la cantina del cuartel, en Oberwiesenfeld, que estaba a favor de una democracia basada en el voto de la mayoría». Se afirma que el motivo del encuentro era discutir quién debía convertirse en el nuevo comandante del regimiento y también que Hitler se definía a sí mismo como «un partidario de la socialdemocracia [Mehrheitssozialdemokratie; esto es, del SPD], si bien con algunas reservas».[218]
La creciente inestabilidad de la situación política en Múnich y la erosión del centro político no fue tan solo, ni tampoco principalmente, un producto de los distintos regímenes revolucionarios que sufrió Baviera entre noviembre y mayo. Tal como señalaban los informes del servicio de inteligencia británico, la radicalización política podría haberse frenado, e incluso revertido, si se hubieran dado dos condiciones; un aumento de los suministros de comida para paliar la escasez que asolaba Baviera, y la firma de un acuerdo de paz que los alemanes no percibieran como demasiado punitivo.
Ninguna de esas condiciones se dio. Como era de esperar, sobrevino el caos. El 7 de mayo, dos días después de que Hitler se estrenara como confidente, los términos del tratado de paz diseñado en París por las potencias vencedoras se hicieron públicos. En ellos se exigía que Alemania renunciara a gran parte de su territorio, además del desmantelamiento de su ejército, el pago de reparaciones de guerra y la asunción de la responsabilidad por haber sido la desencadenante del conflicto. En pocas horas, el tratado provocó una gran conmoción en Múnich y en el resto del país. «Y así los alemanes hemos aprendido —opinaba en su editorial, al día siguiente, el Münchner Neuesten Nachrichten, el periódico de los católicos conservadores de Baviera—, que no somos solo un pueblo vencido, sino un pueblo abandonado a la completa devastación, si la voluntad de nuestros enemigos llega a convertirse en ley.»[219]
La publicación de las condiciones de paz el 7 de mayo aplastó el optimismo inicial de la posguerra. Los muniqueses creían que la paz se ceñiría, más o menos, a las líneas esbozadas por el presidente Wilson y que sería, por lo tanto, aceptable para las dos partes. Las condiciones no eran excepcionalmente severas. O no lo eran más, viéndolas con objetividad, que aquellas que hicieron posible el fin de otras guerras. Además, la mayoría de los artífices del tratado de paz de París eran, de lejos, mucho más razonables de lo que se supone, vista su reputación.[220] Pero lo cierto es que, en el Múnich de 1919, se percibieron como extremadamente punitivas. La indiferencia total que mostraron las potencias vencedoras hacia la Asamblea Nacional Provisional de Austria Alemana y su pretensión de que Austria pasara a formar parte de Alemania, dejó claro que aquello no era el amanecer de una nueva época en las relaciones internacionales, basada en el principio de autodeterminación de los pueblos. Los Catorce Puntos de Wilson, su visión de un nuevo orden internacional y las ulteriores promesas que hizo su administración eran ahora papel mojado, una maniobra pérfida.
Cuando las noticias sobre las condiciones de paz llegaron a Múnich, el descontento se propagó por la ciudad como una plaga. Heinrich Wölfflin, un profesor suizo de historia del arte de la Universidad de Múnich, por ejemplo, mencionó en una carta dirigida a su hermana el 8 de mayo «la enorme tensión provocada por el tratado de paz».[221] Tres días antes, Michael von Faulhaber, el arzobispo de la ciudad, compartió sus inquietudes con otros prelados bávaros: «Un tratado como este, hecho a base de imposiciones, no pondrá los cimientos de la paz, sino de un odio feroz que dejará a la sociedad indefensa ante conmociones de alcance incalculable y hará imposible la existencia de la Sociedad de Naciones que el Santo Padre defendió durante la guerra como garantizadora del desarrollo y de la paz».[222]
El disgusto que suscitó la publicación de las condiciones de paz no desapareció. El 18 de junio, por ejemplo, la cantante de ópera Emmy Krüger apuntaba en su diario: «¡Con esta humillación se atreve la Entente a abofetear a mi orgullosa Alemania! ¡Pero Alemania resurgirá! ¡Nadie podrá aplastar a un pueblo como el nuestro!».[223]
La conmoción provocada por las condiciones de paz fue tan aguda porque solo entonces, en los días y semanas que siguieron al 7 de mayo de 1919, la gente de Múnich se dio cuenta de que Alemania había sido derrotada. De la noche a la mañana, esa revelación envenenó el ya delicado clima político de la ciudad, como se aprecia en el comportamiento de sus habitantes con los delegados de los países contra los que Alemania había combatido en la guerra.
Antes de la publicación de las condiciones de paz hubo, sorprendentemente, muy pocos enfrentamientos entre alemanes y franceses en Múnich, a pesar de la gran cantidad de bajas con las que se había saldado para las tropas bávaras el combate contra los franceses durante la guerra. Como observó el periodista judío Victor Klemperer, debido a que muchos bávaros culpaban de la guerra a los prusianos, la gente trataba bien a los oficiales franceses que estaban en Múnich por los acuerdos de paz cuando se los encontraba por las calles. Klemperer lo vio con sus propios ojos; dijo que los visitantes «no se mostraban vengativos ni soberbios, sino alegres, satisfechos por cómo los habían recibido los muniqueses. Y con razón, ya que no los miraban con hostilidad; incluso resultaban simpáticos, y no solo para las mujeres». Y añadía: «Creo que la guerra había dejado de existir para los bávaros. La guerra, en cierto modo, había sido cosa del Reich prusiano, que ya no existía; Baviera había vuelto a ser ella misma. ¿Por qué no habría pues, el nuevo Estado libre, de ser afable con la República francesa?».[224]
Escenas como estas eran ahora parte del pasado. En agosto de 1919, por ejemplo, los prisioneros de guerra alemanes que volvían a Baviera procedentes de Serbia mostraban un profundo desprecio hacia los franceses. «Todo el mundo culpa a los franceses del humillante tratado de paz —declaró un soldado que se encontró con los prisioneros—. Todos decían que si hubiera que luchar de nuevo contra los franceses allí estarían sin dudarlo».[225]
Puede ser que, en Europa central, la Primera Guerra Mundial dejara tras de sí una mezcla explosiva, tremendamente peligrosa, de odio amargo, militancia y sueños incumplidos.[226] Pero lo cierto es que mucha gente —no solo en Múnich, sino en toda Alemania— tardó medio año en darse cuenta de que la guerra no había terminado en una especie de empate, sino que Alemania, efectivamente, había perdido.[227]
Debido al legado de la República soviética y a la violencia que sobrevino tras su caída, así como a las continuas privaciones y a la publicación de los severos términos de paz en París, la situación en Múnich se volvió extremadamente delicada, como lo evidenciaban las alambradas y las trincheras que se erigieron y cavaron por toda la ciudad. En el resto de Baviera las cosas no iban mucho mejor. Como señaló en su informe un funcionario de la Comandancia Militar del Distrito 4 a primeros de julio, desde las regiones rurales de Baja Baviera y del Bosque Bávaro, el radicalismo de izquierdas no solo no había disminuido, sino que el apoyo a los socialdemócratas independientes (USPD) estaba, de hecho, en auge: «Hay una inmensa actividad propagandística en favor del USPD en el Bosque Bávaro, y ninguna oposición». El oficial da fe de cómo el apoyo al Gobierno dirigido por los socialdemócratas moderados se había esfumado y concluye: «Tanta maledicencia y tanta agitación no auguran sino un nuevo golpe de Estado». También alertaba a las autoridades militares de Múnich de que «la población rural muestra una actitud hostil hacia la nueva Reichswehr», como se llamaban las fuerzas armadas constituidas tras la guerra.[228]
Para apaciguar la situación política en Múnich y en el resto del Estado, la Comandancia Militar del Distrito 4 y el Gobierno de Bamberg decidieron a principios de mayo poner en marcha los Volkskurse («cursos para el pueblo»). El objetivo de estos cursos era atraer a todas aquellas personas susceptibles de ser seducidas por los nuevos experimentos comunistas. El plan consistía en impartir series de seis conferencias vespertinas dirigidas a los obreros. Pero no resultaron según lo previsto, porque al público no le interesó lo más mínimo la propuesta. Heinrich Wölfflin, a quien se reclutó para impartir uno de los cursos, le dijo a su hermana en una carta el 13 de junio: «La charla para los obreros del día 11 fue un fiasco. Acudió gente, sí, pero una cantidad irrisoria si la comparamos con el número total de asistentes potenciales».[229] La guinda del fiasco fue que: «La sala de conferencias estaba llena hasta los topes, pero de vestidos, no de sayos de obreros».[230]
Aunque los Volkskurse fueron un fracaso, la situación era tan desesperada que la Comandancia Militar del Distrito 4 decidió que las clases se abrieran también a los miembros del ejército. Su propósito era adiestrar en la oratoria a los soldados, para que posteriormente propagaran ideas contrarrevolucionarias entre las tropas que conformaban las unidades militares y entre los civiles a lo largo y ancho de Baviera. Tal como se afirmaba en un decreto militar del 1 de junio de 1919, las conferencias se concebían como «un entrenamiento antibolchevique»[231] encaminado a fomentar el «espíritu cívico».[232] La tarea de organizarlas, así como de supervisar las actividades políticas en Baviera y de poner en marcha la propaganda antirrevolucionaria, le correspondió al Abteilung Ib («departamento Ib») de la Comandancia Militar del Distrito 4, más conocido como departamento de inteligencia, educación y prensa. A dicho departamento fue a parar el capitán Karl Mayr, director del subdepartamento de propaganda (Abteilung Ib/P), para organizar y conducir los cursos.[233]
Como señal de la importancia que se le daba a esta labor, a Mayr —que se autodefinía como «el summum de la inteligencia» bávara— se le asignó el hotel más elegante de la ciudad —que se enorgullecía de ser también el más moderno de la Europa de entonces— como cuartel general. Fue en la habitación 22 del Regina Palast Hotel donde conspiró para expulsar las ideas comunistas de Baviera. Su intención era utilizar los cursos de propaganda para inocular en los participantes «la aceptación de las actividades del Estado y una nueva moralidad política».[234] No tenía el propósito de «formar oradores y, una vez entrenados, soltarlos en el mundo y entre las tropas».[235] Más bien pensaba que «sería ya bastante si las ideas que enseñamos en estos cursos arraigan en personas bien dispuestas hacia nuestra patria y nuestros soldados, y esas mismas personas honestas las propagan después entre sus allegados».[236]
Mayr se esforzó por encontrar a los participantes ideales para los cursos de propaganda, y se quejaba a un compañero suyo el 7 de julio, cuando las plazas de dos de los cursos ya estaban completas: «No te imaginas lo difícil que es dar con hombres bien formados y hábiles, con la capacidad de llegar a la gente sin recurrir a consignas partidistas. Uno se ve incapaz de poner fin a tanta palabrería llena de despropósitos».[237]
Uno de los pocos hombres que se ajustaba al ideal de Mayr era un miembro de la Junta para la Investigación y Desmantelamiento del Segundo Regimiento de Infantería: Adolf Hitler. Recomendado probablemente por el comandante de su regimiento, Oberst Otto Staubwasser, Hitler asistió al tercer curso de propaganda de Mayr, que se impartió entre el 10 y el 19 de julio en el Palais Porcia, una mansión de la época barroca. En el curso paralelo para oficiales se encontraba Alfred Jodl, el futuro jefe de operaciones de Hitler en el alto mando de la Wehrmacht, y Eduard Dietl, que llegaría a ser el general favorito de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial.[238]
El curso proporcionó a Hitler otro salvavidas al que agarrarse dentro del ejército. Una orden del regimiento fechada el 30 de mayo dejó claro que Hitler solo se libraría de que lo licenciaran mientras lo necesitaran en la junta de investigación de su unidad.[239] Si no le hubieran dado la oportunidad de participar en uno de estos cursos no habría tenido más remedio que abandonar el ejército. El curso impartido en el Palais Porcia no solo proporcionó al futuro guía del Tercer Reich un salvavidas dentro de la tropa, sino también la primera educación política formal de la que se tiene noticia. Y lo que es más importante, el curso está directamente relacionado con la súbita politización de Hitler de mediados de 1919.
El 9 de julio de aquel año, el día antes de que Hitler se estrenara como aprendiz de propagandista, tuvo lugar un hecho que explica la verdadera importancia de aquel curso. Ese día, Alemania ratificó el Tratado de Versalles. La ratificación puso el punto final al profundo proceso de cambio que la opinión pública de Múnich había estado sufriendo desde el 7 de mayo, cuando las potencias vencedoras dieron a conocer las condiciones de paz. En cierto modo, hasta la ratificación, los que se oponían a dichas condiciones habían vivido con la esperanza de que el Vaticano presionara a Estados Unidos para que la paz no fuera punitiva. O al menos habían podido hacerse la ilusión de que Alemania sería lo bastante fuerte y estaría lo bastante dispuesta a ofrecer resistencia a las demandas de los vencedores. Melanie Lehmann anotó en su diario, con alegría, el 7 de junio, que la Asamblea Nacional Alemana había «declarado esas condiciones de paz inasumibles»; por lo tanto, sentía y esperaba que las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial no se saldrían con la suya y que aquel tratado de paz tan punitivo no prosperase. Pero cuando se dio cuenta a finales de junio, consternada, de que el parlamento iba a aceptar las condiciones, concluyó: «Ahora sí que lo hemos perdido todo».[240]
El 9 de julio todo cambió para Hitler tras comprender con retraso que Alemania, efectivamente, había perdido la guerra. Aquella experiencia fue su camino de Damasco, lo que desencadenó su dramática conversión política. No le ocurrió, tal como afirma en Mi lucha, durante la época de Viena,[241] ni durante la guerra,[242] ni durante el periodo revolucionario;[243] no fue el producto de la suma de las experiencias vividas durante la guerra y la revolución,[244] sino el resultado de su tardía toma de conciencia de la derrota alemana en el Múnich posrevolucionario. En aquel instante empezó la transformación política y la radicalización de Hitler.[245]
La firma del Tratado de Versalles (véase imagen 7) no solo fue traumática para Hitler, sino también para los muniqueses de cualquier tendencia política. Por ejemplo, Ricarda Huch, novelista, dramaturga, poeta y ensayista de ideas conservadoras liberales, así como activista en favor de los derechos de la mujer, escribió a su mejor amiga, la diputada liberal Marie Baum, a finales de mes: «La firma del tratado me provocó una terrible angustia que aún no he podido superar. Siento como si me pincharan y me golpearan todo el tiempo».[246]
A pesar de que Hitler dijo después, por interés político, que el 9 de noviembre de 1918 —cuando la revolución de Berlín acabó con el Imperio alemán— había sido el día en que presuntamente se convirtió en quien era, en realidad fue el 9 de julio de 1919; ese fue, de lejos, el día más importante en su metamorfosis.[247] Su posterior insistencia en señalar el 9 de noviembre como la fecha clave de su transformación política permitió a Hitler correr un tupido velo sobre su compromiso con los sucesivos regímenes revolucionarios. Le permitió pasar por alto, en Mi lucha, las experiencias vividas entre su regreso a Múnich, en noviembre de 1918, y la caída de la república soviética. El relato que hace en Mi lucha de aquellos seis fatídicos meses cabría en la solapa de un sobre. Hasta el relato de cómo riñó con su padre a los once años de edad por no estar de acuerdo con él sobre el tipo de colegio que le convenía ocupa más del doble.[248]
Sin embargo, el hincapié en el 9 de noviembre de 1918 no obedecía a motivos puramente oportunistas. Durante el resto de su vida, Hitler le daría vueltas una y otra vez a las mismas dos cuestiones: ¿cómo podía Alemania resarcirse de su derrota? y ¿cómo debía rehacerse el país para no tener que enfrentarse nunca más a otro noviembre de 1918 y así vivir a salvo por toda la eternidad?
Por ejemplo, durante la noche del 22 al 23 de julio de 1941, horas después de que la Luftwaffe bombardeara Moscú, Hitler no pensaba en Rusia precisamente, sino en cómo la relación entre Gran Bretaña y Alemania podría reequilibrarse, disipando así lo ocurrido en noviembre de 1918 y creando un sistema internacional sostenible en el que hubiera sitio para los dos países: «Creo que el fin de la guerra [con Rusia] será el principio de una firme amistad con Inglaterra. Nuestra condición para vivir en paz con ellos será darles el golpe de gracia que esperan recibir de quienes han de respetar. 1918 debe ser borrado para siempre».[249] Hasta el día de su muerte, Hitler creyó firmemente que revertir las condiciones que, a su juicio, habían llevado a la derrota en la Primera Guerra Mundial, era el único modo de eliminar la amenaza existencial que Alemania afrontaba y de sobrevivir en un entorno internacional que cambiaba a gran velocidad. Los sucesos del 9 de noviembre, vistos en retrospectiva, eran, por tanto, para Hitler, el verdadero núcleo de todos los problemas de Alemania.
Aun así, con la ratificación del Tratado de Versalles el 9 de julio de 1919, el SPD dejó de ser un posible hogar político para Hitler. Los sucesos de aquel día confirmaron que el catolicismo político tampoco lo sería. ¿Por qué? Aunque el Gobierno alemán, liderado por el SPD, había dimitido en protesta por las condiciones de paz, un nuevo Gobierno constituido por el SPD y el católico Partido de Centro firmó finalmente el tratado, y los diputados del Reichstag de ambas fuerzas políticas lo ratificaron.
Los testimonios posteriores de la gente que trató a Hitler en el verano de 1919 revelan la importancia que tuvo para él el Tratado de Versalles. Uno de sus compañeros de la unidad de desmovilización dijo en 1932 que, a principios del verano de 1919, Hitler estaba obsesionado con el acuerdo de paz: «Aún puedo verlo, sentado frente a mí, con la primera edición del Tratado de Versalles, estudiándolo sin parar de la mañana a la noche».[250] Hermann Esser declaró también en una entrevista en 1964 que, como propagandista de la Reichswehr, Hitler se había centrado sobre todo en hablar del Tratado de Versalles y del de Brest-Litovsk, que había puesto fin a la guerra entre Alemania y Rusia a principios de 1918.[251] El propio Hitler declaró sin querer en uno de sus discursos tempranos, el 4 de marzo de 1920, que al principio todo el mundo pensaba que la promesa hecha por Woodrow Wilson de una paz entre iguales se realizaría: «Nosotros, los alemanes, la vasta mayoría de nosotros, llenos de buena fe, honestos, creímos en las promesas de Wilson de una paz conciliadora y sufrimos una amarga decepción».[252]
Como, en cuanto alcanzó el poder, Hitler destruyó completamente cualquier rastro de lo que fuera su vida durante la revolución y el periodo posterior a ella, cualquier prueba de que su verdadero «camino de Damasco» fue el impacto tardío que produjo en él la derrota tiene que ser contextual. El objetivo principal de todos los discursos tempranos de Hitler era darle un sentido a la derrota de Alemania en la guerra. No clamaba solo contra los enemigos de la nación, sino que trataba de comprender las razones que habían provocado dicha derrota y de proyectar la construcción de una Alemania que jamás volviese a perder una guerra.
Hitler no fue consciente ni en Traunstein ni en Múnich de que los alemanes habían sido, efectivamente, vencidos. Lo comprendió, como se ha dicho ya, en mayo de 1919. Es improbable, por tanto, que la decisión de explicar los motivos de la derrota y de trazar planes para construir una Alemania invulnerable se tomara antes de dicha fecha. Sin esa conciencia, ¿qué necesidad habría habido de construir fantasías sobre una Alemania triunfante, pero apuñalada por la espalda, o planes para evitar futuras derrotas? Con toda probabilidad, Hitler, al igual que la gente que lo rodeaba, creyó que la guerra había terminado en una especie de empate, si no muy favorable a Alemania, de ningún modo equivalente a una derrota.
Es improbable también que la politización de Hitler ocurriera antes de que el Parlamento alemán ratificara el Tratado de Versalles, dado que fue eso lo que confirmó la debilidad del país y su derrota. Antes, aún era posible creer que el Gobierno alemán y el Parlamento se negarían a hacerlo. Pero la pista más importante, la que nos permite datar con exactitud la conversión política de Hitler y su despertar, es la fidelidad con que sus posteriores ideas políticas reflejaron siempre lo que aprendió en los cursos de propaganda del Palais Porcia. Es más que verosímil, por tanto, que Hitler empezara a asistir a los cursos en el preciso momento en que se hizo consciente de la derrota de Alemania y que recibiera lecciones políticas sobre dicha derrota.
El curso se componía de conferencias, a cargo de conocidos oradores locales, sobre historia, economía y política, seguidas por seminarios y grupos de debate. El tema principal, tal como el conde Karl von Bothmer —que dirigía los cursos junto a Mayr— dejó claro en un informe, era el rechazo del bolchevismo y de «las circunstancias caóticas y anárquicas». Además, se defendía un «nuevo orden político impersonal», más que los objetivos de ningún partido en concreto.[253]
Los oradores del curso de Hitler abordaban esos asuntos, además de otros relacionados con la política y las distintas formas de gobierno en general, desde una perspectiva histórica pero también idealista. El curso se basaba en una premisa que atrajo de inmediato al amante de la historia que Hitler llevaba dentro desde sus años escolares en Austria; que los precedentes históricos sirven para explicar el mundo y proporcionan las herramientas necesarias para afrontar los desafíos del presente y del futuro. Es más, las conferencias, como se decía en el informe de Bothmer, inculcaban el mensaje de que eran las ideas, más que las condiciones materiales, las que regían el mundo: «En primer lugar, la historia alemana se utilizará para demostrar la conexión existente entre el mundo de las ideas y la construcción del Estado, así como la hipótesis de que no son únicamente las cosas materiales las que influyen en el curso de la historia, sino las imágenes del mundo y las ideas [Weltvorstellungen und Lebensauffassungen], lo que equivale a decir que toda existencia humana se basa en el idealismo [Idealität]. Los altibajos se analizarán en relación con las cualidades positivas o negativas de nuestro pueblo y con su desarrollo histórico».
El informe de Bothmer dejaba claro también que las charlas hacían hincapié en explicar por qué la gestión de las provisiones y de los recursos naturales era fundamental para la supervivencia de los estados. Subrayaban asimismo —al igual que la propaganda comunista, contra la que dirigían todos sus esfuerzos los oradores— cómo el capitalismo internacional financiero destruía el tejido social y era, por tanto, la raíz del problema de la desigualdad y el sufrimiento. Este mensaje dejaría una huella mucho más profunda en Hitler que el antibolchevismo de los cursos.
Finalmente, las conferencias se concibieron como un vehículo para subrayar la dimensión ética y política del trabajo (Arbeit). Según el informe de Bothmer, era el trabajo lo que, «en esencia», distinguía al «ser humano de las bestias... no solo por ser necesario para sobrevivir, sino por la fortaleza moral que otorga considerar el trabajo como el único medio del que provienen las posesiones, la propiedad, el que hace de estas un privilegio mayor que cualquier ganancia obtenida sin esfuerzo. El trabajo forja la comunidad, es una cuestión de conciencia; hacer del trabajo algo respetable es el ideal de todas las clases obreras».[254]
La importancia del informe que redactó Bothmer sobre los objetivos de los cursos de propaganda de Karl Mayr se ve en las huellas que dejó en el posterior enfoque político de Hitler. En primer lugar, Bothmer afirmaba que sería una equivocación «conformarse» con una simple «enunciación en negativo» de las metas y que es igualmente importante definir positivamente aquello que uno defiende. Y esa es la estructura con la que Hitler armó sus argumentos en los años siguientes. Asimismo, durante el resto de su vida, Hitler abordó siempre los problemas desde un punto de vista histórico, tal como Bothmer dijo que debía hacerse, y se volvió siempre hacia los precedentes históricos para comprender el mundo y desarrollar políticas para el futuro.
Una de las características del antisemitismo temprano de Hitler sería la veneración por el idealismo y el rechazo del materialismo, así como el ensalzamiento de la dimensión ética del trabajo, como predicaba Bothmer. Este subrayaba también la importancia de la gestión de las fuentes de víveres y de los recursos naturales para garantizar la supervivencia del Estado; Hitler estuvo obsesionado el resto de su vida con asegurar los recursos alimenticios y con el acceso a las fuentes naturales de abastecimiento, así como con las implicaciones geopolíticas de estas.[255] Bothmer, en su informe, señalaba al capitalismo financiero internacional como responsable de la destrucción del tejido social y, por tanto, como la raíz del problema de la desigualdad y del sufrimiento; la incipiente visión política de Hitler se caracterizó por el anticapitalismo y por el rechazo de las finanzas internacionales.
El curso de Hitler contó con, al menos, seis ponentes. El propio Bothmer habló sobre el SPD y sobre las conexiones entre la política doméstica y la internacional. Los otros oradores fueron Michael Horlacher, director ejecutivo de un lobby agrario; el economista Walter L. Hausmann; Franz Xaver Karsch, director del Museo de los Trabajadores de Baviera; el ingeniero Gottfried Feder, y Karl Alexander von Müller, profesor de historia en la Universidad de Múnich.[256]
Si comparamos los escritos de los ponentes del curso de propaganda de Hitler con sus propios escritos y discursos posteriores, fueron dos de los ponentes en particular —Feder y Müller— quienes proporcionaron a Hitler las respuestas que él buscaba para comprender las razones de la derrota de Alemania y aprender de ella.
Nacido en la región de Franconia, hijo de un alto funcionario bávaro y nieto de una griega, el muniqués Feder, experto autodidacta en teoría económica, aleccionó a sus oyentes sobre el supuesto y desastroso impacto de los intereses en las economías nacionales. El ingeniero de treinta y seis años defendía la abolición de la «esclavitud de los intereses» capitalista. Su objetivo era la creación de un mundo en el que no tuvieran cabida las altas finanzas, pues para él, el capital y los intereses eran la fuente de todo mal. Abogaba por la erradicación de las finanzas, que consideraba un tipo destructivo de capital, pero conservando, en forma de «capital productivo», cualquier cosa que, a su juicio, tuviera un valor real, como las fábricas, las minas o la industria pesada.[257]
Hitler reconoció explícitamente en Mi lucha la influencia de Feder, y no es de extrañar, ya que su anticapitalismo es un reflejo casi calcado del de Feder: «Por primera vez en la vida escuchaba una exposición teórica sobre cómo funciona el valor de cambio y el sistema de préstamos del capital».[258] Estuvo en manos de Feder durante un día entero, el 15 de julio de 1919. Aquel dio su charla por la mañana y, después, por la tarde, dirigió un seminario.[259]
Hitler asistió a ambos: «Para mí, el principal mérito de Feder era cómo sintetizaba, con implacable brutalidad, lo perjudiciales que son para la economía la bolsa de valores y el sistema de préstamos del capital, y cómo desnudaba la falsa premisa, original y eterna, del interés. Sus tesis eran tan certeras en todos los aspectos fundamentales que, quienes las criticaron desde el principio no negaban la exactitud teórica de sus ideas, sino la posibilidad de llevarlas a la práctica. Y donde los demás veían la debilidad en sus argumentos, veía yo la fuerza», escribió en Mi lucha.[260]
Feder disfrutó de la experiencia de enseñar a Hitler y a los demás asistentes al curso. Más tarde escribiría en su diario, sobre ese día, que «estaba más que contento» por cómo habían ido las cosas. No era consciente, sin embargo, de cuán profundamente sus ideas sobre el capitalismo financiero internacional se habían grabado en él, por aquel entonces, treintañero Adolf Hitler.[261]
Lo que Feder y Hitler compartían iba más allá de la conmoción y el desaliento que les había provocado el tratado de paz —Feder anotó en su diario, el día en que se hicieron públicas las condiciones de paz, finis Germaniae («el fin de Alemania»)—.[262] Al término de la guerra, ambos desarrollaron y pulieron sus ideas políticas —sobre el papel del Estado, la teoría económica y social, y la justicia social— que no encajaban bien en el espectro político delimitado por la izquierda y la derecha. No es extraño, por tanto, que al igual que Hitler, Feder mostrara una disposición favorable a los revolucionarios tras el colapso del viejo orden a finales de 1918 y principios de 1919; a pesar de todo, cuando ofreció sus ideas y su asesoramiento sobre teoría económica al régimen revolucionario de izquierdas, este, para su decepción, lo ignoró.[263]
Después, tras la caída de la República Soviética de Baviera, se pasó de la extrema izquierda a la extrema derecha. Este cambio lo favoreció el hecho de que las ideas sobre el papel del Estado y sobre la justicia social y económica de los dos bandos coincidían, aunque no fuesen idénticas. Pero aunque las ideas de Feder no eran originales, Hitler se expuso a ellas en el momento justo en el que andaba buscando respuestas a la cuestión de por qué Alemania había perdido la guerra.
Hitler nunca reconoció de manera explícita la profunda huella que el otro ponente del curso dejó en él. Aquel hombre fue Karl Alexander von Müller, cuñado de Feder y, a diferencia de este, un bávaro conservador en el sentido más tradicional del término. Sin embargo, Müller, que enseñó a Hitler y a los otros participantes historia internacional y de Alemania, sí habló de su encuentro con este en sus memorias: «Cuando acabó mi conferencia y el vivo debate que suscitó, me encontré, en el auditorio casi vacío, con un pequeño grupo de alumnos que me llamó la atención». Müller recordaba que: «Todos formaban un círculo alrededor de un hombre que parecía como si los estuviera sometiendo mientras hablaba, con su voz extrañamente gutural y su fervor creciente». El profesor de historia añadió: «Tuve un extraño pálpito; como si la agitación fuera algo innato en él, como si fuese ella la que le prestaba esa voz. Vi un rostro pálido y macilento bajo un mechón de pelo impropio de un soldado, un bigotillo estrecho y perfectamente recortado y unos ojos azules inusualmente enormes en los que brillaba un frío resplandor fanático».[264]
Müller tenía curiosidad por ver si Hitler participaría en el debate tras la conferencia siguiente. Pero, al igual que había ocurrido tras la anterior, no lo hizo. Así que puso al corriente a Mayr, que estaba allí, de los talentos de Hitler: «¿Se da usted cuenta de que entre sus alumnos hay un orador nato?», preguntó a Mayr. «Las palabras parecen salir por sí mismas de su boca en cuanto se pone a hablar.» Cuando Müller señaló a Hitler, Mayr respondió: «Es Hitler, del Regimiento List». Mayr pidió a Hitler que diera un paso al frente. Y, tal como Müller recuerda: «En cuanto lo llamaron, se acercó obedientemente al estrado; se movía con torpeza, como con una especie de desafiante timidez. Nuestro diálogo fue bastante infructuoso».[265]
El informe de Müller ha dado pie a la opinión generalizada de que el curso de propaganda de Mayr fue tan importante para Hitler porque le hizo ser consciente de su capacidad oratoria y le proveyó, por primera vez en su vida, como dijo un eminente estudioso, de «algo parecido a una “educación” política coherente».[266] Sin embargo, en realidad Hitler era ya más que consciente de su capacidad para hablar y para liderar, ya que había sido elegido dos veces representante de los hombres de su unidad en la pasada primavera. Cuando participó en el curso, ya había dejado de ser un tipo solitario y torpe y se había convertido en un líder. Müller fue importante para Hitler por dos razones; la primera es que lo instruyó sobre cómo aplicar la historia a la política y al arte de gobernar, y la segunda es que le hizo ver en las relaciones entre Alemania y el mundo angloamericano la clave para entender por qué los alemanes habían perdido la guerra y cómo debía reorganizarse el país para estar a salvo eternamente.[267]
Aunque las conferencias que impartió Müller en el curso de propaganda se han perdido, los artículos que escribió en 1918 y a principios de 1919, y que resumían el contenido de ellas, sí se han conservado. Ya desde su periodo de dos años de estudios en Rhodes House, en el Oxford de antes de la guerra,[268] a Müller le obsesionaban Gran Bretaña y su papel en el mundo. En enero de 1918 escribió un artículo para el Süddeutsche Monatshefte titulado: «Cómo ganan los ingleses las guerras mundiales», donde afirmaba que la posición que Alemania ocupaba en el mundo era una consecuencia de la que ocupaba Gran Bretaña e identificaba a esta como el gran enemigo de los alemanes. En otro artículo del mismo año, «Al obrero alemán», Müller arremetía, como tantas y tantas veces haría Hitler después, contra el capitalismo financiero angloamericano, preguntándose si «el pueblo alemán está dispuesto a entregar el mundo entero a las altas finanzas angloamericanas». Más tarde, en febrero de 1919, pergeñó un artículo sobre la amenaza de «la dominación mundial anglosajona».[269]
Por tanto, las conferencias de Müller, Feder, Bothmer —y posiblemente también la de Michael Horlacher sobre agricultura—, que versaron, al parecer, sobre la conexión entre la seguridad del suministro alimentario y la seguridad nacional, dieron a Hitler las respuestas a las dos cuestiones fundamentales que venían fraguándose en él desde su conversión, su camino de Damasco. Sin embargo, no se dedicó a absorber como una esponja todo cuanto tuvo al alcance en los cursos de propaganda. No es de extrañar que Franz Xaver Karsch sea en la actualidad una figura poco conocida. Ciertamente Hitler no se dejó influir por sus ideas económicas, basadas en la noción de paz mundial y en evitar la guerra. Tampoco vio con buenos ojos la opinión de Bothmer de que una Alemania fuerte y unificada sería una fuente constante de inseguridad en Europa o su conclusión posterior de que Baviera y la Austria germanoparlante debían constituirse en un estado monárquico, separado del resto de Alemania.[270] Además, el curso no le proporcionó, ni mucho menos, un conjunto coherente de ideas políticas. Como los ponentes no predicaban exactamente las mismas ideas, la ideología posterior de Hitler no puede definirse, en puridad, como la suma de todas las que escuchó en el curso.[271]
Para comprender su repentina conversión política de 1919 es necesario examinar las ideas que no encontraron acogida en él tanto como aquellas que le inspiraron en el preciso momento en que empezó a transformarse en el hombre que todos conocemos hoy.
Cuando los cursos de propaganda de Mayr se pusieron en marcha, este y Bothmer escogieron oradores del círculo familiar e intelectual de Müller, a quien Mayr conocía desde la infancia, desde que fueran juntos al colegio. Los primeros cursos, así como algunas de las charlas que Mayr organizó para otro tipo de público, los protagonizaron Müller, Josef Hofmiller y el periodista Fritz Gerlich, tres colaboradores habituales del Süddeutsche Monatshefte, el periódico conservador dirigido por Nikolaus Cossmann, un judío convertido al catolicismo. Feder era, además, cuñado de Müller, y había colaborado ya, en tiempos, con el Monatshefte. Bothmer escribía artículos en la hoja dominical de Dietrich Eckart, que trabajaba con Feder y llegó a desempeñar un papel muy relevante en la vida de Hitler.[272] Aunque los últimos cursos, incluido aquel al que asistió Hitler, abrieron la puerta a otros ponentes, el núcleo duro siempre lo constituyeron las personas del círculo de Müller.
A pesar de las semejanzas y la procedencia de círculos sociales comunes, los oradores de los cursos de propaganda de Mayr y Bothmer no formaban un grupo con ideas derechistas homogéneas y afines. Todos ciertamente coincidían en su rechazo del bolchevismo y en algunos de los principios que Bothmer había desgranado en su informe. Pero sus ideas políticas y económicas diferían muchísimo entre sí. Por ejemplo, algunos de ellos eran nacionalistas recalcitrantes, mientras que otros simpatizaban con el regionalismo bávaro. Asimismo, aunque tanto Gottfried Feder como Walter L. Hausmann eran muy críticos con el capitalismo financiero, este rechazo llevó a cada uno a conclusiones radicalmente distintas de las del otro.
Hausmann, que abordó en su charla asuntos como la educación política y la macroeconomía, se había hecho un nombre con la publicación de un libro sobre «el espejismo del oro». En él proponía la idea de que el uso del oro en las transacciones internacionales y en las finanzas era el origen no solo de las disfunciones de la economía, sino también de todas las guerras y de la miseria social. Hausmann creía que las guerras del siglo XX se originarían por la codicia y la búsqueda de nuevos mercados. Por lo tanto, pensaba que la instauración de un orden económico mundial nuevo y diferente, desintoxicado de su dependencia del oro, convertiría las guerras en innecesarias y traería consigo «la paz mundial».[273] Como llegó a estar claro, andando el tiempo, el objetivo de Feder y del partido en el que militaba, el Partido Obrero Alemán, no era precisamente alcanzar la paz mundial y crear un mundo sin guerras. Y, definitivamente, tampoco Hitler se fue del curso con esa idea.
Las vidas que llevaron con posterioridad algunos de los oradores nos recuerdan también que no hay ninguna línea clara que conecte los cursos de propaganda a los que asistió Hitler y su futura trayectoria, por más que algunas de las ideas que le transmitieron llegasen a tener una importancia fundamental en su desarrollo político. Aunque Feder fue secretario de Estado bajo el Gobierno de Hitler y Müller acabó convirtiéndose al nacionalsocialismo, a Horlacher, que habló en el curso de Hitler sobre agricultura y sobre lo que él definía como el estrangulamiento económico de Alemania, lo encerraron en un campo de concentración. Y en un campo de concentración acabaron muriendo Mayr y Gerlich.
El caso de Fritz Gerlich es particularmente importante para entender la orientación política de los cursos de propaganda de Karl Mayr, puesto que fue la persona que Mayr eligió para codirigirlos. Si finalmente, y por recomendación del propio Gerlich, escogió a Bothmer, se debió a que aquel estaba demasiado ocupado para aceptar la oferta. Aunque tanto Gerlich como Bothmer eran fervientes anticomunistas, la cercanía del primero a los judíos lo hacía muy diferente de los otros colaboradores seleccionados por Mayr para los cursos. Gerlich estaba firmemente en contra del antisemitismo. Rechazaba, con especial convicción, la existencia de un nexo entre el bolchevismo y el judaísmo. Dado que Gerlich repudiaba con tanta fuerza el antisemitismo, las enseñanzas que recibió Hitler en los cursos en el preciso momento en el que estaba intentando comprender cómo se articulaba el mundo habrían sido muy distintas si el favorito de Mayr no hubiera estado demasiado ocupado. A Gerlich le preocupaba que «el acoso a nuestros conciudadanos judíos acabe convirtiéndose en un peligro público y fortaleciendo a aquellos individuos que están tratando de hacer trizas al pueblo y al estado».[274] Y, sin embargo, Gerlich había sido el favorito de Mayr para codirigir los cursos de propaganda de la Comandancia Militar del Distrito 4 y siguió colaborando con él.[275]
Es más, aunque los panfletos que Mayr distribuía entre sus propagandistas para que los repartieran entre las tropas del sur de Baviera eran todos antibolcheviques, en otras cuestiones políticas diferían bastante unos de otros. Entre ellos, se incluía uno titulado Lo que hay que saber sobre el bolchevismo, que, según uno de los propagandistas de Mayr, «prueba que los cabecillas del bolchevismo son principalmente judíos que manejan turbios negocios». Sin embargo, entre aquellos panfletos se encontraba también el de Fritz Gerlich, titulado El comunismo en la práctica, que uno de los propagandistas de Mayr afincado en Múnich celebró, a pesar de la ausencia en él de antisemitismo, como «una revelación perspicaz del lado siniestro del comunismo».[276] Otro panfleto, Der Bolschewismus, que según uno de los colaboradores de Mayr merecía «distribuirse lo más ampliamente posible»,[277] fue publicado por una editorial católica asociada al Partido Popular Católico Bávaro. Mayr también distribuyó un panfleto que, según el departamento de propaganda, se aproximaba «mucho a los puntos de vista del SPD». Además, aconsejó al oficial de propaganda de un regimiento de la ciudad de Augsburgo, en Suabia, que se hiciera con ejemplares del periódico conservador Süddeutsche Monatshefte y del socialdemócrata Sozialistische Monatshefte, diciéndole: «Con estos puedes despertar el interés de la gente y promover así nuestros intereses».[278]
Es prácticamente imposible identificar con claridad las convicciones políticas personales de Mayr, puesto que algunos de los más cercanos a él se odiaban ferozmente entre sí. Por ejemplo, entre sus más próximos se contaba no solo Gerlich sino Dietrich Eckart, que llegaría a ser el principal mentor de Hitler en los primeros tiempos del partido nazi. Y, sin embargo, Eckart atacó a Gerlich tan despiadadamente por escrito en su hoja dominical Auf gut deutsch que Gerlich se vio obligado al final a llevarlo ante los tribunales.[279] A pesar de su abierto enfrentamiento público con Gerlich, ni siquiera Eckart se mezcló solo con personas políticamente afines. En el verano de 1919, la gente aún discutía sobre sus diferencias políticas. Por ejemplo, en la mesa que Eckart presidía en el Bratwurst-Glöckl, una taberna que estaba al lado de la catedral de Múnich, «se reunía gente de muy distintas tendencias políticas», según escribió más tarde Hermann Esser, un apasionado periodista y futuro jefe de propaganda del Partido Nazi que frecuentaba también aquellas reuniones. Según este, en la mesa habitual de Eckart «era posible conversar con un adversario político» en «una atmósfera en la que los distintos puntos de vista confluían».[280] Cuando se desencadenó la metamorfosis de Hitler, el futuro líder del partido nazi estaba, por tanto, expuesto a un conjunto bastante variado de ideas políticas.
El Múnich de 1919 era una ciudad donde la gente aún intentaba encontrar un nuevo asidero político en un mundo posrevolucionario y de posguerra. Incluso el futuro mentor político de Hitler, Karl Mayr, como muchos otros en aquella época, parecía fluctuar entre las diferentes tendencias. Lo que está claro es que no le gustaba la vida en la Baviera posrevolucionaria. El 7 de julio de 1919 se quejaba de la «postración, indisciplina y desorganización de nuestra era revolucionaria».[281] Sin embargo, dejando aparte el antibolchevismo, sus ideas políticas distaban mucho de ser fijas. A diferencia de en el pasado, ya no se consideraba cercano al BVP, sino a la derecha política. Y se definía a sí mismo como antisemita. Por un lado, apoyaba a los que soñaban con una gran Alemania unida. Y por otro, escribió un memorando secesionista en el verano de 1919. Cuando este se filtró en septiembre y se iniciaron acciones legales contra Mayr, se descolgó con el más que improbable cuento de que simplemente había fingido apoyar las ideas secesionistas para tender una trampa a los secesionistas sinceros y obligarlos a dar la cara.[282]
Los participantes en los cursos de propaganda de Mayr eran también distintos, tanto por sus antecedentes como por sus puntos de vista políticos. De hecho, las charlas que se impartieron en el curso al que asistió Hitler, y en los otros que Mayr organizó en el verano de 1919, provocaron cierta confusión entre los aprendices por lo heterogéneos que estos eran. Se suponía que los hombres de las unidades militares seleccionados para los cursos de Mayr debían tener un perfil político claro y definido, como se especificaba en el telegrama que el propio Mayr envió a las unidades militares de Múnich: «Los hombres que necesitamos deben ser maduros y fiables, y contar con una aguda inteligencia natural».[283] Sin embargo, los que finalmente fueron reclutados no compartían un perfil común.
Entre los participantes, había tanto gente que acababa de entrar en la veintena como treintañeros; católicos y protestantes; soldados rasos, suboficiales y oficiales; estudiantes universitarios y hombres sin apenas instrucción; veteranos que habían servido en primera línea, otros que lo habían hecho en la retaguardia, y miembros de los Freikorps. Algunos, como Hitler, no habían abandonado el ejército, mientras que a otros se los había desmovilizado al acabar la guerra y se habían reincorporado a principios de mayo. Uno llegó a decir que había vuelto al ejército en mayo para escapar del desempleo. Algunos estaban entusiasmados con la oportunidad de asistir a las charlas. A otros les daba pereza. Tal como dijo uno de ellos, quejándose: «Lamentablemente muchos de los hombres, y en especial los jóvenes, se han apuntado a los cursos con el único fin de pasárselo bien a expensas de las arcas públicas y para librarse durante unos días del servicio regular».[284] Otro coincidía con él en que «los participantes aún dejan mucho que desear. Me he topado con gente allí que, a buen seguro, no harán que los organizadores se sientan orgullosos».[285]
Lo heterogéneo de sus antecedentes se traducía también en heterogeneidad política, aunque compartiesen, por supuesto, el rechazo de los experimentos que había llevado a cabo la izquierda radical. Entre los participantes había gente como Hitler, que simpatizaron con la izquierda y cambiaron después de chaqueta para acabar defendiendo puntos de vista profundamente antisemitas, y otros que se oponían vehementemente a ellos. Por ejemplo, Hermann Esser, que a primeros de año aún trabajaba para el Allgäuer Volkswacht, un periódico de extrema izquierda, cuando llegó el verano ya se había metamorfoseado en un hombre de derechas con profundas convicciones anticapitalistas y antisemitas. Cuando asistió al cuarto curso que impartió Mayr, ya había tenido sus más y sus menos con otros participantes.[286]
Esser se quejó de que otro de los matriculados en el curso se había ofendido por la admiración que le profesaba a Feder, lo cual es un dato muy importante, teniendo en cuenta el papel que Feder desempeñó después en el Partido nazi: «En el debate abierto del viernes, me enfrenté a los organizadores, porque no puedo entender por qué los excelentes escritos de Feder no están disponibles de manera gratuita para los participantes tal como lo están otros panfletos. Dije, entre otras cosas, con palabras certeras: “Creo que se está teniendo una consideración excesiva con ciertos círculos a los que, naturalmente, no les interesa que esos escritos, que hacen temblar los cimientos mismos del capitalismo financiero que nos explota, lleguen al público”. Incluso me atreví a llamar a esos círculos, a este cáncer que corroe la economía alemana, por su nombre: judaísmo internacional. Otro participante, que en turnos anteriores había defendido dichos círculos, creyó oportuno alzar la voz por ellos una vez más. Trató de suavizar el impacto de mis palabras acusándome de falta de tacto por haber reprobado así la labor de los organizadores».[287]
Fueron, de hecho, las distintas reacciones a las ideas de Feder las que pusieron de manifiesto la heterogeneidad de los participantes del curso. Otro asistente, un tal Bosch, admiraba tanto los escritos de Feder que se los vendía sin permiso a sus compañeros; mientras que uno de los matriculados en otro de los cursos de propaganda, por el contrario, escribió a Mayr para quejarse de que se hubieran incluido las ideas de Feder y sus trabajos. Incluso Mayr tenía sentimientos encontrados con respecto a Feder, la persona que se convertiría en una de las más importantes influencias de Hitler. Aunque decidió incluirlo en el curso, lo cierto es que había dejado claro dos veces en cartas dirigidas a anteriores alumnos que no estaba de acuerdo con las ideas de Feder sobre «romper las cadenas de la esclavitud de los intereses»,[288] porque consideraba que eran demasiado radicales y que traerían la ruina en el caso de que se aplicaran. Mayr fluctuaba, algo muy típico de él, en su valoración política de las ideas de Feder, a quien se considera uno de los padres fundadores del nazismo. En una carta dirigida a otro de los antiguos instructores de los cursos de propaganda, escribió: «Por lo que respecta a los trabajos de Feder, debo recomendarte que compres y leas detenidamente su Manifiesto para la abolición de la esclavitud financiera; verás que contiene algunas sugerencias dignas de tener en cuenta».[289]
Tal como indica la heterogeneidad de los participantes y de los instructores de los cursos de propaganda del Palais Porcia, la politización y radicalización de Hitler no fueron simplemente un producto de la frustración y la rabia que le produjo la derrota de Alemania en la guerra.[290] Sus posteriores discursos, escritos y declaraciones apuntan claramente a otra cosa. Muestran que Hitler recogió y escogió grandes pedazos del bufé de ideas que le ofrecieron los oradores, puesto que sentía que lo ayudaban a encontrar sus propias respuestas ante la derrota alemana y a ver con claridad cómo construir un Estado menos vulnerable a las conmociones externas e internas. Por supuesto, no hizo su selección indiscriminadamente; es más, creó su propio modelo a base de rechazar unas ideas y quedarse con otras. El plato combinado que Hitler se preparó en el curso de propaganda de 1919 acabaría constituyendo el núcleo de las ideas políticas que lo guiaron durante los siguientes veintiséis años; de ahí la importancia de dicho curso en una radicalización que acabaría afectando al destino de cientos de millones de personas durante los años treinta y cuarenta.
Sería un error sostener que las ideas no fueron importantes para Hitler y su posterior ascenso. Igualmente, sería un error sostener que importa menos lo que dijo que cómo lo dijo.[291] Hitler fue un hombre que se planteó sus propias preguntas políticas y que buscó sus propias respuestas. Eso no quiere decir que dichas respuestas fueran originales. Lo que empezó a fraguarse durante el verano de 1919 fue un hombre de ideas. Pronto emergería también el manipulador que captó rápidamente el mecanismo de los procesos políticos. No tardaría en convertirse en un maestro del arte de pasar de las ideas a la práctica, tanto como del arte de la connivencia y de la intriga. Ya en los tiempos de la guerra, cuando estudiaba con todo detalle la propaganda alemana y la del enemigo, había comprendido la importancia de crear relatos políticamente útiles, aunque fuesen mentira. De ahí que en sus discursos y en Mi lucha se esforzara tanto en construirse un mito sobre sus orígenes, según el cual ya había desarrollado sus ideas políticas en la Viena de antes de la guerra; un mito que explicaba cómo a causa de la guerra y del estallido de la revolución pasó de ser la encarnación del soldado desconocido de Alemania a convertirse en el futuro salvador del país.
Si bien el servicio que prestó durante la guerra no fue deshonroso, sí era del todo inútil para lo que él pretendía. Sus experiencias y actos reales entre el final de la guerra y el hundimiento de la república soviética fueron fructíferos para él desde el punto de vista político, pero dañinos para su carrera y para lograr sus objetivos finales. De ahí que Hitler se inventara un relato de ficción acerca de su génesis, recogido en Mi lucha, y tan sólidamente construido que sobrevivió durante décadas a la caída del Tercer Reich. Se lo inventó con el propósito de mantener a buen recaudo sus orígenes reales; los de un solitario a quienes muchos de sus compañeros de unidad consideraban un «puerco de retaguardia», que pasó a ser un oportunista con tibias inclinaciones izquierdistas y sirvió a los sucesivos regímenes revolucionarios, antes de convertirse en un chaquetero que finalmente se politizó y radicalizó en el verano de 1919, tras la tardía toma de conciencia de la derrota de Alemania.
Durante los años siguientes, Hitler haría gala de una gran flexibilidad mientras refinaba y modificaba sus ideas políticas y trazaba su camino a la cima. Aunque la propaganda nazi se refirió a Mi lucha como el Nuevo Testamento del nuevo mesías de Alemania, lo cierto es que aquel «Nuevo Testamento» lo confeccionó Hitler a base de muchas tachaduras, muchas reescrituras y muchos borradores desechados, hasta que alcanzó su forma definitiva. Aún tuvo que seguir, durante un tiempo, buscando sus propias respuestas y el modo de fundar una Alemania nueva y perdurable.