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LA CHICA ALEMANA DE NUEVA YORK

PRINCIPIOS DE 1923 - VERANO DE 1923

 

 

 

 

La Navidad de 1922 pasó, dejando claro que, a pesar de las expectativas de Eckart registradas en el libro de visitas de los Schwarzenbach, aquel no había sido «el año de la decisión». Sin embargo, el día de Año Nuevo sucedió algo que, si bien no provocó el cambio político, sí fue de la máxima importancia para Adolf Hitler, pues le proporcionó un lugar donde se sentía como en casa, y reveló quién le abriría las puertas en Múnich y quién lo vería como una simple herramienta política para sus propios fines.

Ocurrió un día de principios de 1923, cuando Hitler se subió a un tranvía que iba desde Schwabing, el barrio artístico de Múnich, hasta el centro de la ciudad. Allí se encontró con Ernst Hanfstaengl, un tratante de arte germanoamericano, licenciado en Harvard, que vivía en Alemania desde 1921, y con su mujer, Helene. A Ernst Hanfstaengl le hacía mucha ilusión que Hitler y su mujer se conocieran por fin. El de Harvard se había acercado a Hitler tras un discurso que este había dado en noviembre, profundamente impresionado por su dominio magistral de la voz así como por el soberbio uso de las insinuaciones, del humor burlón y de la ironía. De vuelta en casa, no hablaba de otra cosa, arrebatado por su encuentro con Hitler, delirando ante su mujer sobre «este serio y magnético joven».[696] Desde entonces, se habían visto unas cuantas veces más.[697] Helene invitó entusiásticamente al ídolo de su marido, cuando le viniera bien, a su apartamento en el número 1 de Gentzstrasse, para comer o cenar.

Hitler aceptó feliz aquella invitación. Desde la primera visita a los Hanfstaengl se sintió con ellos como en su casa, y volvió casi a diario.[698] La frecuencia con la que Hitler acudía a esas tres habitaciones subalquiladas da una pista de lo que le faltaba en la vida. A principios de 1923, Hitler había encontrado un hogar político pero, en todo lo demás, seguía siendo el mismo tipo aislado que era en 1919, cuando trataba desesperadamente de encontrar un hogar adoptivo en Múnich.

Si hubiera encontrado antes ese «hogar» y si las clases medias y altas le hubieran abierto sus puertas, la integración de Hitler en la vida de los Hanfstaengl habría sido más gradual. Pero ni pudo encontrar antes el tipo de hogar donde se le permitiera ser él mismo ni tuvo relaciones reales con la gente de las clases medias y altas de Múnich. El único hogar «adoptivo» que había encontrado era la casa de Hermine Hoffmann, una anciana, viuda de un profesor que había sido miembro del partido desde que este echara a andar. La casa estaba en un suburbio de Múnich. Hitler la visitaba a menudo y se refería a su dueña con el diminutivo cariñoso que se usa en el sur de Alemania para la palabra «madre», Mutterl.[699]

Ernst Hanfstaengl se hizo famoso posteriormente por los libros y artículos que escribió sobre su época con Hitler, pero la que tuvo una importancia real en él, emocionalmente hablando, fue su mujer. Hitler se sintió atraído por esta rubia de veintinueve años, delgada y alta —más alta que él— que se consideraba a sí misma «una chica alemana de Nueva York». Para Hitler, como recordaría más tarde, ella era «tan preciosa que a su lado todo lo demás se desvanecía».[700] Para Helene, el líder del NSDAP era «un hombre cálido» que, como diría también más tarde, «solía abrir mucho sus grandes ojos azules y sacarles partido».[701]

Aunque nació en Nueva York y se educó allí, los padres de Helene siempre le hablaron en alemán. Y ella, aunque decía que sus sentimientos eran «los de una alemana, no los de una americana», en realidad era una especie de mestiza. Solía decir también que a veces pensaba en alemán y a veces en inglés. Para sus conocidos en Múnich, era simplemente la «amerikanerin» («americana»). Y con la «amerikanerin» —alguien que, como Hitler, era una alemana extranjera que había hecho de Múnich su hogar— se sentía él a sus anchas. Le atrajese o no sexualmente, el caso es que su apartamento se convirtió en el hogar de Hitler en Múnich.

Mientras ella le preparaba el almuerzo en la cocina improvisada que el matrimonio había montado, tras una falsa pared, en el vestíbulo de su apartamento, o mientras él disolvía pastillas de chocolate en su taza de café negro, Hitler y Helene llegaron a intimar mucho. A veces, él le hablaba de sus planes para el futuro del partido y de Alemania. Otras, se quedaba sentado en un rincón, leyendo o tomando notas. También recreaba con realismo hechos de su pasado, revelando sus dotes teatrales y su amor por el drama, o jugaba con Egon, el hijo de Helene, que tenía dos años, y a quien tomó mucho afecto y colmaba de palmaditas. Cada vez que llegaba al apartamento, Egon corría hacia la puerta para dar la bienvenida al «tío Dolf».[702]

Para Helene, Hitler no era la estrella emergente y orador principal de un partido, sino un «joven tímido y delgado, con ojos de un azul intenso que miraban desde la lejanía», vestido pobremente, con camisas blancas, corbatas negras, un traje azul oscuro algo raído, un chaleco de cuero marrón oscuro que no pegaba nada con el resto del conjunto y zapatos baratos de color negro. Cuando salía a la calle, se ponía su «gabardina beige estropeada por el uso» y su «viejo sombrero gastado y gris».[703] Esta descripción habría sido de inmediato reconocible para otras mujeres que trataron de cerca al soldado Hitler. En palabras de Ilse Pröhl, la futura esposa de Rudolf Hess, Hitler era «tímido» y también «extremadamente cortés, como buen austriaco».[704]

En una de sus muchas conversaciones, Hitler le confesó a Helene que de pequeño quería ser predicador, que se ponía el delantal de su madre a modo de sobrepelliz y se subía en un taburete de la cocina para soltar el sermón de punta a cabo. Inconscientemente, le revelaba a Helene su temprana vocación de hablar a la multitud, pero también su preferencia por imponerse con su discurso más que por dialogar. Todo apunta a que, desde la infancia, conectar con los otros fue para Hitler un proceso unidireccional.[705] Como observaba Helene, incluso cuando ella y su marido estaban allí delante mientras Hitler hablaba, este solía caminar de un lado a otro. Ella tenía la impresión de que «el cuerpo de Hitler se movía según sus pensamientos; cuanto más intensa era su charla, más rápido se movía».[706]

Hitler le contó a Helene cosas sobre sus padres y su relación con ellos pero no mencionó nunca a sus hermanos; ni siquiera dijo que los tuviera. Y solo en contadas ocasiones habló de su vida anterior a su traslado a Viena. Cuando ella le preguntaba por su pasado, Hitler no se enojaba, a diferencia de lo que le ocurría con la gente del partido. Sin embargo, aunque le alegraba rememorar su adolescencia en Austria y su vida desde que se había mudado a Múnich, no llegó a contarle sus experiencias en Viena. Solo se refería a su estancia en la capital austriaca cuando cargaba contra los judíos de la ciudad. En 1971, Helene dijo que «se mostraba extraordinariamente reservado sobre sus vivencias allí [en Viena]». Ella creía que algo malo, algo personal, debió de haberle ocurrido en aquella ciudad, y que él culpaba a los judíos; algo de lo que no quería o no se sentía capaz de hablar: «Él lo creó, ese odio. A menudo lo oía despotricar contra los judíos. Era un odio absolutamente personal, no una cuestión política».[707]

Puede que Helene Hanfstaengl tuviera razón. No solo se negaba a hablar con nadie de sus años vieneses sino que falseó siempre la fecha en la que se mudó a Múnich desde la capital austriaca. Todo indica que Hitler no llegó a Múnich antes de 1913. Sin embargo, en un artículo publicado en el Völkischer Beobachter del 12 de abril de 1922, afirmaba haberse mudado en 1912. Dijo lo mismo durante el juicio por el golpe de Estado fallido de 1923.[708]

No es que cometiera dos veces el mismo error, ya que en una breve semblanza biográfica incluida en una carta de 1921 a Emil Ganser, el principal recaudador de fondos para el partido en el extranjero, afirmó exactamente lo mismo.[709] Y lo volvió a hacer en 1925 ante las autoridades de su país, al solicitar la anulación de la ciudadanía austriaca.[710] Nunca se ha resuelto de forma concluyente la cuestión de por qué Hitler adelantó en un año su fecha de llegada a Múnich.

Helene estaba más próxima a Hitler que su marido desde el punto de vista emocional, pero Ernst llegó a ser también muy importante para él en 1923. Le dio a conocer el fútbol americano y las canciones universitarias de Harvard, que a Hitler le encantaban. Según Ernst, el Sieg Heil que se usaría después en todas las manifestaciones y demás actos políticos nazis provenía directamente de las animadoras del fútbol americano. Además, Ernst Hanfstaengl ofreció toda su experiencia comercial, adquirida en Estados Unidos, al movimiento de Hitler. Por ejemplo, se interesó mucho por el Völkischer Beobachter y convenció a Hitler para que cambiaran el tamaño de la página y lo editaran en formato americano.[711]

Ni sus orígenes familiares —su familia era de Múnich, y allí pasó él su infancia y su adolescencia—ni el tiempo que vivió al otro lado del Atlántico predisponían a Ernst Hanfstaengl a convertirse inevitablemente en un adepto del movimiento de Hitler. Sus padres, que habían sido amigos de Mark Twain, tenían una visión cosmopolita del mundo.[712] La razón por la que se entregó a Hitler tiene poco que ver con sentimientos de culpa por haberse quedado en Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial o por la necesidad de compensar la pérdida de su hermano en el frente.[713] De hecho, Ernst Hanfstaengl se sentía como en casa en Estados Unidos. No solo se había casado con una «chica alemana de Nueva York» y se había mezclado durante la década anterior con lo más granado de la alta sociedad estadounidense, sino que era medio americano de nacimiento, por parte de madre. Además, su otro hermano, Edgard, que había perdido, como él, un hermano en el frente, fue uno de los miembros fundadores del Partido Democrático Alemán, de signo liberal, en Múnich tras la guerra.

Hanfy, como lo conocían en aquel tiempo, participó intensamente en la vida social universitaria de Harvard, encantando y entreteniendo a sus compañeros de clase y a sus familias con historias ingeniosas y divertidas y con sus interpretaciones musicales. Una vez incluso lo invitaron a la Casa Blanca, gracias a su amistad con Theodore Roosevelt hijo, compañero de clase. Cuando salió de la universidad, se hizo cargo de los negocios artísticos que la familia tenía en la Quinta Avenida.

Durante un tiempo, en 1917 y 1918, Hanfstaengl no habría podido viajar a Alemania aunque hubiera querido. Tras la entrada de Estados Unidos en la guerra, el negocio familiar, debido a los lazos alemanes de los Hanfstaengl, se expropió y en última instancia se vendió. Y, con todo, una vez terminada la guerra y levantada la prohibición de abandonar Estados Unidos, Ernst no regresó a Alemania enseguida.

Allí, en Estados Unidos, en la posguerra, no mostró ninguna culpa por haber permanecido al otro lado del océano mientras en Europa se combatía, ni ninguna señal de que creyera haber traicionado a su hermano caído en el frente. No solo no regresó a Alemania en cuanto pudo, sino que montó un nuevo y próspero negocio en la calle Cincuenta y siete, justo enfrente del Carnegie Hall. Disfrutó mucho en el Manhattan de la posguerra, sirviendo a los ricos, famosos y poderosos del país —entre los que estaban Charlie Chaplin, J. P. Morgan hijo o la hija del presidente Woodrow Wilson— y comiendo en el Harvard Club con Franklin D. Roosevelt, candidato a la vicepresidencia en 1920, y otros. Solo tres años después de la guerra se decidió por fin Hanfstaengl a regresar a Alemania.

En resumen, nada apuntaba, a juzgar por la historia reciente de la familia Hanfstaengl y del propio Ernst, a que este estuviera destinado a caer en los brazos de Hitler. Además, no solo no se distanció de la política, ideales e instituciones estadounidenses, sino que se mantuvo muy ligado socialmente al aparato del Partido Republicano y al del Partido Demócrata, aunque tenía preferencia por el primero.

Una vez en Múnich, en lugar de dedicarse a buscar el modo de vengar la muerte de su hermano en la guerra, estudió historia y escribió un guion cinematográfico junto al escritor judío de Europa del Este Rudolf Kommer, a quien había conocido en Nueva York y quien, como él, se había mudado a Europa y ahora vivía en Baviera.[714] Obviamente, Hanfstaengl nunca se habría mezclado con Hitler si sus ideas le hubieran repugnado. A juzgar por su trayectoria y por su personalidad, parece que el movimiento de Hitler le atrajo, sobre todo, porque prometía emociones y aventuras en una ciudad y entre una clase política que debían de resultarle pueblerinas, tras sus años en Harvard y en Nueva York.

El papel histórico de Hanfstaengl no consistió tampoco en abrirle a Hitler las puertas de la alta sociedad de Múnich, dado que su capacidad para hacerlo era muy limitada. Sus lazos con las clases altas de la ciudad eran marginales, como evidencia el hecho de que, después de más de una década en Estados Unidos, hablase alemán con acento americano.[715] Y difícilmente habría podido pedirle a su hermano del Partido Democrático Alemán que maniobrase para introducir a Hitler en los círculos selectos de Múnich.

Lo que Ernst Hanfstaengl hizo por Hitler fue ponerle en contacto con las pequeñas comunidades estadounidenses y germanoamericanas de Múnich, preparando reuniones con hombres como William Bayard Hale y el pintor Wilhelm Funk. Hale, al igual que Hanfstaengl, había estudiado en Harvard y fue corresponsal en Europa de la corporación periodística Hearst. Por su trabajo como propagandista alemán durante la guerra, fue expulsado de Estados Unidos y se retiró a vivir al Hotel Bayerischer Hof de Múnich. Y fue en el salón de Funk donde Hitler, según Hanfstaengl, conoció al príncipe Guidotto Henckel von Donnersmarck, un aristócrata de Alta Silesia, de madre rusa, y uno de los hombres más ricos de Alemania, cuya residencia estaba en Rottach-Egern, en Tegernsee, en las estribaciones de los Alpes.[716]

La única familia que Hanfstaengl presentó a Hitler fue la de Friedrich August von Kaulbach, el otrora director de la Academia de Bellas Artes de Múnich y reconocido pintor, muerto en 1920. La viuda de Kaulbach tampoco era bávara de nacimiento, sino danesa, de Copenhague; había recorrido el mundo como virtuosa del violín y, tras conocer a Kaulbach, había fijado su residencia en Múnich. En 1925, una de sus hijas, Mathilde von Kaulbach, se casaría con Max Beckmann, el pintor que, para los nacionalsocialistas, acabaría siendo la encarnación misma del «arte degenerado».

A pesar de los esfuerzos de sus amigos, Hitler permaneció largo tiempo al margen de la vida social de las clases medias y altas de Múnich,[717] y fracasó, por tanto, en su intento de conseguir nuevos patrocinadores entre los ricos de la ciudad en 1923.[718]

El círculo familiar de los Hanfstaengl se convirtió en el centro social de un buen número de colaboradores de Hitler que, como él y sus anfitriones, no habían nacido en Alemania o habían vivido en el extranjero durante muchos años. Helene se hizo enseguida muy amiga de la nueva mujer de Hermann Goering, Carin. Hitler y Goering se conocieron en octubre de 1922 y, poco después, en diciembre, este se convirtió en el jefe de las SA. Carin Goering, nacida en Suecia —su madre era irlandesa, pero la familia de su padre era alemana—, pasaba muchas horas en compañía de «la chica alemana de Nueva York», tanto en la casa de esta como en el salón de fumadores que los Goering tenían bajo el comedor de la suya —y al que se accedía a través de una trampilla en el suelo—, en las afueras de Múnich.[719]

Sorprende que en los primeros años del NSDAP, Hitler, el germanoaustriaco, se mezclase con tantos alemanes que habían crecido en el extranjero, con germanoamericanos, suizogermanos, germanorrusos e incluso un germanoegipcio. A él lo admiraban muchas personas humildes que se consideraban víctima del cambio social o económico, los protestantes residentes en Múnich, los católicos deseosos de romper con el internacionalismo de la Iglesia o los jóvenes estudiantes idealistas. Los dirigentes bávaros, en cambio, lo veían como un instrumento —talentoso, eso sí— que tenían previsto utilizar para modificar la Constitución en favor de Baviera. No se imaginaban que Hitler acabaría utilizándolos a ellos.

 

 

Hitler prefería, de lejos, la compañía de su familia adoptiva a la de su familia real, de modo que, a finales de abril de 1923, no estaba precisamente ilusionado con la inminente visita de su hermana Paula a Múnich. Aunque ella salía de Austria por primera vez en su vida solo para verlo, él hizo todo lo posible por reducir al mínimo el tiempo que debieran pasar juntos. Por fortuna, no había espacio en la habitación en Thierschstrasse para alojarla, así que Hitler preguntó a Maria Hirtreiter —una cincuentona que regentaba una papelería y a quien conoció cuando se unió al partido, poco después que él— si podía hospedar a su hermana.[720]

Como a Hitler le traía sin cuidado la visita de su hermana, la utilizó como coartada para visitar, a su vez, a Dietrich Eckart, que estaba escondido en los Alpes bávaros. Eckart se había recluido allí tras publicar un poema difamatorio sobre Friedrich Ebert, presidente de la nación, que le había acarreado una orden de arresto emitida por el Tribunal Supremo de Alemania, el Staatsgerichtshof für das Deutsche Reich, con sede en Leipzig. Desde la huida de Múnich, Eckart se ocultaba en lo alto de las montañas próximas a Berchtesgaden, en la frontera de Austria y Alemania, unas pocas millas al sur de Salzburgo, bajo el nombre de Dr. Hoffmann.

De modo que Hitler sugirió a su hermana, quien ignoraba sus verdaderas intenciones, hacer un viaje a las montañas. Aquel 23 de abril de 1923, camino de los Alpes en el descapotable rojo de Hitler, iban los dos hermanos, además de Hirtreiter, cuya misión era hacer compañía a Paula, y Christian Weber, asesor y chófer de Hitler. Cuando llegaron a Berchtesgaden, los dos hombres dijeron a las mujeres que tenían una reunión importante en las montañas, que estarían de vuelta en pocos días, y las dejaron haciendo turismo por la región.

Weber y Hitler subieron a pie por la montaña. Este recordaría más tarde, en 1942, sus quejas por la caminata: «¿Acaso te imaginas que voy a escalar el Himalaya, que me he convertido por arte de magia en una cabra montesa?».[721] Pero pronto llegaron al pueblecito de Obersalzberg, un puñado de granjas, posadas y casas de veraneo de gente pudiente. Se dirigieron a la pensión Moritz, donde se alojaba Eckart con su nombre falso, y Hitler llamó a la puerta de su habitación mientras gritaba Diedi. Eckart salió en camisón, exultante por volver a ver a su amigo y protegido.[722]

Aquella visita a Eckart en las montañas, que duró varios días, le descubrió Obersalzberg a Hitler, su futuro refugio alpino, el lugar que más amaba en el mundo, donde se retiraría, en la cúspide de su poder, para madurar las grandes decisiones. Posteriormente diría: «Fue gracias a Eckart que acabé aquí arriba».[723] El viaje de Hitler para ver a Eckart, así como sus visitas a los Hanfstaengl, revelan también qué personas le importaban en realidad; no su auténtica familia, sino el hombre al que consideró como un padre y «la chica alemana de Nueva York». Cuando tuvo oportunidad de pasar algo de tiempo con su hermana no solo la abandonó sino que la usó para ver a quien realmente quería ver, Dietrich Eckart.[724]

En aquel tiempo, Hitler se sentía tan próximo a Eckart como siempre. Sin embargo, su relación estaba a punto de sufrir profundos cambios. Hitler había reemplazado hacía muy poco a Eckart por Rosenberg en la dirección del Völkischer Beobachter, lo que convirtió a este en el principal ideólogo del NSDAP.[725] Hitler se dio cuenta de que Eckart era incapaz de dirigir el día a día de un negocio; por eso lo destituyó. En 1941, diría: «Nunca le habría dado un gran periódico para que lo dirigiera [...]. Un día se habría publicado. Al día siguiente no». Sin embargo, Hitler siguió hablando de él con admiración y añadió que «en lo que concierne a la dirección de un gran periódico, yo tampoco lo habría hecho mejor; afortunadamente, conocí a unas cuantas personas que sí sabían cómo hacerlo. ¡Dietrich Eckart no podría haber dirigido la Reichskulturkammer [la Cámara de Cultura del Reich], pero sus logros son imperecederos! ¡Es como si yo hubiera intentado administrar una granja! ¡No lo habría conseguido!».[726]

Sin embargo, surgieron tensiones entre los dos durante una de las visitas que Hitler le hizo a Eckart en su refugio de montaña poco después, en verano, ya que ambos se acusaban mutuamente de haber perdido la cabeza por una mujer. Según Eckart, era vergonzoso ver a Hitler tratando de ocultar lo mucho que le gustaba la esposa del posadero, una rubia de más de metro ochenta de altura; cuando estaba delante de ella, decía, se ruborizaba, respiraba con ansiedad y se pavoneaba como un adolescente, con los ojos echando chispas. Claramente molesto con la censura de Eckart, Hitler se burlaba de él a sus espaldas, tachándolo de «viejo pesimista» y «debilucho senil que se había enamorado de la chica esa, Annerl, treinta años más joven que él». Hitler también estaba molesto porque Eckart desaprobaba que se hubiera presentado a sí mismo como un mesías y que se hubiera comparado con Jesucristo; tampoco soportaba que Eckart dudase de que un golpe de Estado que triunfara en Baviera sería el principio del éxito de una revolución nacional. Eckart decía: «Supongamos que nos apoderamos de Múnich mediante el golpe de Estado. Múnich no es Berlín. Ese triunfo no nos llevaría más que al gran fracaso final». Y Hitler respondía: «Te refieres a la falta de apoyos claros, pero esa no es razón para dudar. Cuando la hora llega, llega. Marchemos, que nuestros partidarios saldrán a la calle y se encontrarán los unos con los otros».[727]

Debido a la incompetencia de Eckart para los asuntos directivos y, sin duda, debido también a que se sentía molesto con él, Hitler intentó manejar el partido sin su ayuda directa. Por ejemplo, fue a ver al empresario berlinés del café, Richard Franck, con la esperanza de que este lo ayudase a mejorar la recaudación de fondos en Múnich, que era lamentable. Franck le puso en contacto con Alfred Kuhlo, presidente de la Federación Industrial Bávara. Kuhlo le organizó reuniones con algunos empresarios, pero Hitler no llegó a ningún acuerdo con ellos debido a las posiciones antifrancmasónicas y antisemitas del NSDAP. A las condiciones que le ponían para concederle un préstamo de bajo interés, Hitler respondía: «Guárdate tu dinero», y abandonaba el lugar de la reunión inmediatamente. Como recordaría en 1942: «¡No tenía ni idea de que eran todos francmasones! La de veces que tuve que escuchar después a gente decirme: “De acuerdo, pero si pones fin a toda esa agitación antijudía”».[728]

Ante la imposibilidad de asegurarse fondos considerables en Múnich, Hitler intentó de nuevo usar a Eckart políticamente, ya que tanto ellos como sus compañeros preveían el estallido de una crisis que podrían aprovechar para tomar el poder en Baviera y Alemania al estilo de Mussolini. Hitler y Emil Ganser llevaron a Eckart a Zurich en agosto de 1923, con la esperanza de que la familia Wille auxiliara de nuevo al partido, pensando que la presencia de Eckart sería determinante para ello.

Y aunque Ully Wille congregó a un buen número de empresarios suizos pertenecientes a la colonia alemana y a unos cuantos oficiales derechistas para que se encontraran con el líder del NSDAP en Villa Schönberg el 30 de agosto, las reuniones de Hitler con su público suizo y con los padres de Wille al día siguiente fueron un completo fiasco. Así que Eckart, Ganser y él volvieron a Baviera con las manos vacías.[729]

Es muy probable que la misión suiza de Hitler fracasara debido a la falta de entendimiento entre él y los colegas de su anfitrión. Sin embargo, tanto Hitler como Gasner echaron la culpa al comportamiento de Eckart aquella noche, a sus pocas dotes sociales. Como dijo Ganser: «Esa gente casi se había rendido a nuestra causa, pero a Dietrich Eckart le dio por empinar el codo desde muy temprano y por pegar puñetazos en la mesa; por comportarse, en fin, como un elefante en una cacharrería. Esas costumbres bávaras estaban fuera de lugar».[730]

La debacle suiza hizo que Hitler se reafirmara en su opinión de que Eckart era un lastre para los asuntos políticos. Sin embargo, no lo trató de la misma manera que a quienes se interponían en su camino. A Harrer lo había desechado. A Drexler lo había postergado sin dejar de tratarle con una cortesía superficial. A Eckart simplemente lo apartó de las labores organizativas por su dipsomanía y su tendencia al caos. Pero siguió considerándolo su amigo, alguien cercano emocional e intelectualmente, a pesar del altercado veraniego, y no dejó de visitarlo en su refugio de las montañas durante todo el año. Además, el modo en que Hitler hablaba de Eckart durante la Segunda Guerra Mundial deja ver que la relación que ambos mantenían no era solo de naturaleza política. Había entre ellos una conexión que nunca se dio entre Hitler y su hermana, por poner un ejemplo. En la noche del 16 al 17 de enero de 1942, Hitler recordaba «Qué agradable era todo en la casa de Dietrich Eckart, en Franz-Joseph-Strasse, cuando iba a verlo».[731]

 

 

La crisis política de Alemania se había agudizado desde que Eckart escribiera en el libro de visitas de los Schwarzenbach, en diciembre de 1922, que «el año de la decisión» había llegado. En enero, las tropas francesas y belgas ocuparon la cuenca del Ruhr, el corazón de la industria alemana, para forzar al país a seguir pagando sus deudas por reparaciones de guerra. Pero la ocupación no solo no amilanó a los alemanes, sino que reforzó su determinación de desafiar a los franceses y los belgas. Lo que vino después fue una especie de guerra civil que duró varios meses. Mientras tanto, como el Gobierno alemán no paraba de imprimir dinero para cumplir con los pagos por las reparaciones y tratar de encauzar la economía doméstica, el país se encaminaba inadvertidamente hacia una inflación descomunal. En verano, la economía alemana y su moneda estaban en caída libre.

En sus maquinaciones para beneficiarse del agravamiento de la crisis y beneficiar a su partido, Hitler fue contando cada vez menos con los demás para las cuestiones operativas y tácticas, y fiándolo todo a su instinto y a su conocimiento de la historia. Mientras rehuía la política entendida como el arte de hacer concesiones y negociar, no tenía empacho en adoptar compromisos hipócritas por razones estratégicas. Dicho de otro modo, estaba dispuesto a hacer y decir lo que hiciera falta con tal de acercarse a sus objetivos. Para él, un compromiso no era algo sincero, sino un medio para un fin. Debido a su visión del mundo maniquea, a su personalidad extremista y a la naturaleza de sus objetivos políticos, Hitler, a diferencia de otros, nunca mantenía mucho tiempo sus compromisos. Su meta última era la transformación total de Alemania. Puesto que esa transformación era un asunto de vida o muerte, cualquier compromiso solo podía ser estratégico y efímero.

Desde el punto de vista estratégico, Hitler tenía un talento asombroso para hacerles creer a quienes defendían puntos de vista opuestos a los suyos que los apoyaba. Por ejemplo, los monárquicos estaban persuadidos de que, en el fondo de su corazón, era monárquico; mientras que los republicanos pensaban que era un republicano convencido. El hecho de que, entre los pocos libros supervivientes de la biblioteca personal de Hitler haya uno, y copiosamente subrayado y comentado, sobre la monarquía socialista como la forma ideal del estado para el futuro, indica que intentó sinceramente averiguar qué papel debían representar las monarquías en ese futuro, si es que debían representar alguno. Sin embargo, nunca se pronunció con claridad sobre el asunto sino que, como dijo Hermann Esser, siempre fue ambiguo acerca de sus preferencias. Dejó que los monárquicos creyesen que los ayudaría a restaurar la monarquía, y a otros que instauraría un Estado socialista y nacionalista.[732] Por ejemplo, en su discurso del 27 de abril de 1920 afirmó: «No se trata ya de elegir entre monarquía y república, sino de encaminarnos hacia un tipo de Estado que, en cualquier situación, sea el mejor para el pueblo».[733]

La extraña mezcla de vaguedad y audacia que caracterizaba a las declaraciones de Hitler, tanto en la década de los veinte como después, impide establecer qué cosas de entre las que decía eran genuinas y cuáles estratégicas. Era esto precisamente lo que permitía que los demás proyectaran en él sus propias ideas. Hitler era una especie de lienzo en blanco donde cualquiera podía pintar su propio retrato. Así que, a pesar de su imagen cambiante, mucha gente con convicciones y credos diversos lo apoyó, y esto le permitió crecer en los años siguientes. Una vez en el poder, levantó una cortina de humo detrás de la cual podía perseguir objetivos muy distintos de los que la gente creía perseguir cuando lo respaldaba. En resumen, se las arregló para darle a cada uno su propio Hitler mientras él usaba el poder que le concedían para cumplir sus objetivos, y eso fue lo que hizo que tanto los monárquicos como los republicanos lo considerasen uno de los suyos.

En 1923, era crucial para Hitler no contrariar a los monárquicos. El NSDAP aún era poca cosa; no tenía capacidad para estructurarse más que como un movimiento de protesta. Además, el partido se vio obligado a depender de la buena voluntad de los monárquicos bávaros —y de otras personalidades influyentes— para que no lo prohibieran, como había ocurrido ya en Prusia y en Hesse. Si su partido quería beneficiarse del rápido deterioro de la situación política alemana y encabezar una revolución nacional, Hitler debía subirse a lomos, al menos durante un tiempo, de un movimiento político más fuerte. Más tarde se vería en la necesidad de hacer que los líderes de ese movimiento se enemistaran entre sí, para aplastarlos y eliminarlos, tal como se había quitado de encima a Harrer y a Drexler en su propio partido. Las cabalgaduras más apropiadas para encaminarse al poder eran, obviamente, los conservadores de Baviera y de Prusia.

Unir sus fuerzas a las de los monárquicos bávaros con convicciones separatistas radicales, es decir, contrarios a la idea de una Alemania unida, era, por supuesto, un anatema para él. Pero colaborar con los conservadores que soñaban con el restablecimiento de una monarquía bávara que permaneciera dentro del redil de una Alemania más nacionalista era aceptable desde el punto de vista estratégico. Como dijo Esser, Hitler no los desafió, porque quería obtener el apoyo de las ligas patrióticas bávaras. Dichas ligas eran, en realidad, organizaciones paramilitares encubiertas que pretendían eludir tanto las condiciones del Tratado de Versalles como la disolución del ejército bávaro constituido tras la revolución.[734]

Obtener el apoyo de los conservadores bávaros y del norte era un desafío formidable, sobre todo porque la clase dirigente bávara estaba muy dividida en cuanto al NSDAP. Para conseguir que colaboraran con él, debía mostrarse ante ellos como alguien dispuesto, por puro patriotismo, a hacer lo que le pidieran. Como la mayoría tenía preferencias monárquicas, Hitler debía cuidarse mucho de aparecer como un detractor de la monarquía.[735] El futuro de la monarquía bávara aún no estaba decidido. Aunque Luis III había muerto en 1921, se esperaba que su hijo, Ruperto de Baviera, se proclamase rey en cuanto la coyuntura política lo permitiera, ya que, técnicamente, Luis nunca había abdicado.[736]

A Hitler le vino muy bien que un número cada vez mayor de hombres de la clase dirigente bávara, incluidos aquellos que no habían perdido la fe en la democracia, creyesen erróneamente que podrían utilizar al líder del NSDAP como un simple peón para sus propios fines. Por ejemplo, el conde Hugo von Lerchenfeld, que reemplazó a Gustav von Kahr como primer ministro de Baviera en septiembre de 1921, era un firme partidario de la democracia parlamentaria. De hecho, el conde Lerchenfeld se había mostrado favorable a la coalición de Gobierno entre el BVP y el SPD; que la iniciativa no llegara finalmente a buen puerto no se debió a ninguna desavenencia sobre la democracia, sino a la negativa del SPD a aceptar, en contra del BVP, que la soberanía recayera, por encima de todo, en el estado bávaro.[737] Cuando, un año más tarde, el Gobierno de Lerchenfeld se derrumbó, un nuevo Gobierno aún más conservador se constituyó bajo la presidencia de otro tecnócrata, Eugen Ritter von Knilling. Sin embargo, la principal preocupación de Knilling era devolver el poder al estado bávaro, no abolir la democracia, y para conseguirlo, estaba dispuesto a utilizar a Hitler, si se daba el caso.

Como se supo tras la visita de un diplomático estadounidense a Múnich en noviembre de 1922, los políticos bávaros y los tecnócratas creían que Hitler no era más que un peón útil para conseguir su objetivo. Al capitán Truman Smith, el asesor militar agregado de la embajada de Estados Unidos en Berlín, se le dijo durante el viaje que hizo a Múnich con objeto de obtener una impresión de primera mano «de este hombre, Hitler»,[738] que el propósito de los dirigentes políticos bávaros no era abolir la Constitución, sino «reformarla para otorgar al Estado [de Baviera] más independencia» y volver así al sistema federal de la Alemania de antes de la guerra.[739]

Los funcionarios con los que se reunió Truman Smith le dijeron que los objetivos e ideales de los dirigentes bávaros eran muy diferentes de los que perseguían los nacionalsocialistas y que Hitler no era más que un medio para conseguirlos. En concreto, los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores bávaro le informaron de que los nacionalsocialistas eran hostiles al Gobierno de Baviera, pero algunas de sus metas podían canalizarse en provecho de este. También le dijeron que podían usar a los nacionalsocialistas para alejar a los obreros de las ideas de extrema izquierda y así poder controlarlos.

A Smith —que, mientras estuvo en Múnich, asistió a un mitin nacionalsocialista en el que Hitler, arropado por el delirio entusiasta de su público, gritó «Muerte a los judíos»— le dijeron, además, que el líder del NSDAP «no era tan radical como parecía por sus discursos». Uno de los funcionarios del Ministerio de Exteriores bávaro opinaba que «entre bastidores, [los nacionalsocialistas] son gente razonable que, más que morder, ladran». Entretanto, Max Erwin von Scheubner-Richter informó a Smith de que «Hitler había pactado en secreto con el Gobierno lo que su partido podía y no podía hacer dentro de Baviera».[740]

Como se ve por la información que recabó Smith, la argucia de Hitler le había dado resultados asombrosos por el momento. Pero aún debía superar dos grandes retos; tenía que demostrar que podía enfrentar entre sí a las autoridades políticas bávaras con la misma facilidad con la que había conseguido engañarlas, haciéndoles creer que jugaban con él. Y, más difícil aún, debía lidiar con la importante y poderosa minoría de dirigentes a los que no había logrado engatusar con su estrategia.

Por ejemplo, el ministro bávaro del Interior, Franz Xaver Schweyer, consideró siempre a Hitler un serio peligro, alguien incontrolable. Ya en la primavera de 1922, Schweyer había contemplado tomar medidas severas contra el líder del NSDAP. El 17 de marzo, en concreto, invitó a los líderes del BVP, a los del conservador Mittelpartei, a los del liberal Partido Democrático Alemán, a los del Partido Socialdemócrata Independiente y a los del Partido Socialdemócrata a una reunión para tratar el tema de Hitler. Durante el transcurso de la misma, Schweyer se quejó en su dialecto suabo del vandalismo que los partidarios de Hitler desplegaban por las calles de Múnich. Hitler se comportaba, a su juicio, «como si fuera el amo de la capital del estado, cuando no era más que un vagabundo». Schweyer dijo luego a los allí reunidos que estaba sopesando expulsar a Hitler de Baviera.[741] En un momento en que Hitler contaba antes con el apoyo de Helene Hanfstaengl, «la chica alemana de Nueva York», que con el de la clase política genuinamente bávara, la amenaza de Schweyer representaba un gran riesgo; cabía la posibilidad de que su carrera política se desmoronara como un castillo de naipes.