EL PUTSCH DE LUDENDORFF
OTOÑO DE 1923 - PRIMAVERA DE 1924
El empujón drástico y subversivo para promocionar su perfil como líder nacional, en previsión del inminente cambio político radical de Alemania, lo dio Hitler in extremis, ya que en octubre de 1923 se estaba planeando un golpe de Estado previsto para el 9 de noviembre. La decisión de derrocar al Gobierno alemán no se tomó en Múnich, en Uffing am Staffelsee o en cualquier otro sitio de los que frecuentaba Hitler, sino en Moscú. El 4 de octubre, el Politburó del Partido Comunista de Rusia decidió que Alemania estaba lista para la revolución, y aunque los líderes del Partido Comunista de Alemania no lo tenían tan claro, no se atrevieron a desafiar a Moscú. Por ejemplo, Heinrich Brandler, presidente del KPD, publicó un artículo en Pravda, el periódico oficial de los comunistas rusos, donde afirmaba que «nuestros dirigentes más viejos no creen que hacerse con el poder sea difícil; por el contrario, lo ven perfectamente factible».[800]
El 12 de octubre el comité central del KPD dio su consentimiento formal a la resolución de Moscú, y se decidió que el 9 de noviembre el poder pasaría oficialmente a manos de un nuevo Gobierno de los obreros y los campesinos.[801] Como el KPD formaba parte de una coalición que gobernaba en Turingia y Sajonia, en la que Brandler dirigía la Oficina del Ministro Presidente Erich Zeigner, eran los integrantes de dos gobiernos estatales alemanes quienes tramaban trasladar al país la revolución mundial.
Como respuesta al empeoramiento de la crisis política y económica de Sajonia, el comité central decidió el 20 de octubre que la revolución no podía esperar hasta el 9 de noviembre; había que ponerla en marcha al día siguiente. El plan era sencillo; el comité declararía una huelga general que desencadenaría la revolución. Pero esta nació muerta, por culpa de la incompetencia y del diletantismo. La decisión del comité ni siquiera se le comunicó a Valdemar Roze, aunque supuestamente él iba a ser el líder militar de la revolución alemana. En cuestión de horas, los dirigentes comunistas del país se vieron obligados a abortar su plan.[802]
La intentona revolucionaria comunista de octubre de 1923 no puede menospreciarse solo porque careciera de una mayoría que la secundara.[803] El éxito o el fracaso de las revoluciones raramente dependen del apoyo de una mayoría. Como demuestran los sucesos acaecidos en Hamburgo, la gran ciudad del norte de Alemania, aquel intento revolucionario de los comunistas podría haber desencadenado una guerra civil en el país si se hubiera conducido con más eficacia y la comunicación entre los distintos grupos comunistas alemanes hubiera funcionado.
Como la orden original del 20 de octubre se recibió en Hamburgo, pero no la otra orden, la que informaba de que el proceso revolucionario se había suspendido, grupos comunistas ocuparon trece comisarías de policía la mañana del 22 de octubre, levantaron barricadas en el barrio de Barmbek y las guarnecieron con ciento cincuenta hombres. Tardaron dos días y medio en rendirse. Durante ese tiempo fueron atacados sin pausa por policías, marineros y unidades del ejército, unos ataques que dejaron un balance de diecisiete policías y veinticuatro comunistas muertos.[804]
La insurrección comunista de Hamburgo da una idea de lo que podría haber pasado si se hubieran desencadenado acontecimientos similares al mismo tiempo en las principales ciudades del país. Además, se tardó cuatro veces más tiempo en acabar con aquella intentona que en abortar el golpe de Estado que tuvo lugar el 9 de noviembre en Múnich, la fecha que los comunistas escogieron al principio para su revolución nacional.
La agitación comunista en Alemania debe leerse a la luz de la crisis que el país arrastraba desde 1921. Las reparaciones de guerra, la humillación de ver reducidos su ejército y su armada, la pérdida de territorios, la ocupación francesa de Renania y del Rühr, así como la resistencia pasiva que el Gobierno animó a ofrecer contra las potencias ocupantes y la hiperinflación llevaron al país al borde del abismo. En Berlín y en otros lugares, la autoridad estatal se vino abajo. A mediados de octubre de 1923, el Gobierno se vio obligado a tomar decisiones drásticas para intentar controlar la situación. Por ejemplo, sustituyó la vieja moneda por una nueva, el Rentenmark, con objeto de contener la inflación. Pero a corto plazo el cambio de moneda no hizo más que agravar la crisis, ya que produjo una oleada de bancarrotas.
Los acontecimientos de Sajonia, Turingia, Hamburgo y otros lugares como Renania, donde los separatistas proclamaron una república renana, agudizaron al máximo la crisis económica, política y social preexistente y crearon las condiciones que los regionalistas bávaros (los que anteponían los intereses de Baviera a los del resto de la nación) y los nacionalsocialistas llevaban tiempo esperando. Ambos vieron su oportunidad de presentarse como salvadores frente a la amenaza comunista. Desde el punto de vista de la clase dirigente bávara, la situación era más que favorable para modificar la Constitución alemana y convertir de nuevo a los bávaros en los dueños de su casa. Hitler, por su parte, esperaba organizar una marcha desde Múnich a Berlín para liberar Alemania, como había hecho Mussolini en Roma el año anterior. Para él, la marcha sobre Berlín era un movimiento táctico preventivo, ya que, como confesó en octubre a un periodista estadounidense de la agencia United Press: «Si Múnich no marcha sobre Berlín cuando se presente la ocasión, Berlín marchará sobre Múnich».[805]
Pero lo que más influyó en la escalada de la crisis fue la hiperinflación que atenazaba al país en el otoño de 1923 y que hacía desaparecer los ahorros literalmente de la noche a la mañana. Por ejemplo, a una amiga de Helen Hanfstaengl que se vio obligada a vender su parte de una cuantiosa hipoteca, el dinero que le dieron solo le llegó para comprar seis panecillos de desayuno la mañana siguiente.[806] Como aseveró Heinrich Wölfflin —suizo, historiador del arte y profesor en la Universidad de Múnich— el 25 de octubre de 1923: «El futuro inmediato será horrible. Los precios no suben de un día para otro, sino cada hora». Y las cosas, en efecto, fueron de mal en peor. El propio Wölfflin informaba el 4 de noviembre: «Medio kilo de carne costaba ayer mismo noventa y nueve mil millones de marcos».[807]
La situación se volvió extremadamente inestable con el regreso de Gustav von Kahr al mando de la política bávara a finales de septiembre. Esta vez, el tecnócrata de derechas no fue nombrado presidente, sino comisionado del Estado; en otras palabras, ocupaba una posición parecida a la del dictador en los tiempos de la República romana —es decir, tenía poderes dictatoriales pero solo por un tiempo limitado—. El nombramiento de Kahr se produjo cuando el Gobierno alemán renunció a seguir apoyando a la resistencia contra la ocupación de la cuenca del Rühr, el núcleo industrial del país, por parte de las tropas francesas y belgas. Como respuesta a esa renuncia, el Gobierno bávaro afirmó que se cumplían las condiciones estipuladas en el artículo 48 de la Constitución alemana para declarar el estado de emergencia. El Gobierno de Baviera, respaldado por el Partido Popular Bávaro, nombró a Kahr comisionado del estado, transfiriéndole, por tanto, todos los poderes ejecutivos necesarios para restaurar la normalidad en Baviera. En teoría, aquel poder debía servir para mantener el orden en la región más meridional de Alemania, pero podía usarse también fácilmente para preparar una revolución nacional.
En el otoño de 1923 Múnich estaba repleto de derechistas que tramaban el derrocamiento del orden político. Pero asombra la falta de coordinación entre sus respectivos planes y cómo casi todos ellos sobreestimaban su propio poder y su influencia.
También le ocurrió a Kahr mientras fue presidente; creía que podría controlar los distintos grupos nacionalistas y conservadores de Baviera. Pensaba, además, que sería capaz de reunir a las fuerzas regionalistas y pangermanistas bajo un mismo paraguas. Para él, Hitler no era más que un elemento que podía usar en provecho propio.[808] Ni se le pasó por la cabeza que utilizar a Hitler como una herramienta era abrir una caja de Pandora y que después no podría controlarlo. Kahr acabaría pagando con su vida aquel error de cálculo. A principios de 1934 los secuaces de Hitler lo liquidarían.
Hitler, mientras tanto, se había hecho creer a sí mismo que ya era algo más que un simple instrumento táctico en manos de los dirigentes bávaros. En el otoño de 1923, estaba convencido de que su perfil político tenía la suficiente proyección nacional y que, junto al general retirado Erich Ludendorff, era lo bastante poderoso como para prender la mecha de la revolución en Baviera y propagar su fuego por todo el país. Pero se equivocó al no darse cuenta de que el príncipe heredero, Ruperto de Baviera, y sus partidarios jamás unirían fuerzas con su peor enemigo, Ludendorff.
Hitler hizo caso omiso de las voces que le advertían de que los objetivos políticos de la clase dirigente bávara y los del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán eran incompatibles. Los nacionalsocialistas del norte de Baviera, por su parte, enviaron varias cartas a los cuarteles generales del partido en Múnich, avisando de la heterogeneidad de los distintos grupos derechistas y paramilitares de la región; a su juicio, era muy improbable que aquella gente apoyase al NSDAP. Al no recibir ninguna respuesta, uno de ellos, Hans Dietrich, se fue a Múnich en tren con el propósito de decirle a Hitler en persona que no contase con el apoyo de las milicias locales ni de la policía bávara. Pero sus advertencias se ignoraron, pues Hitler se había autoconvencido de que las fuerzas de derechas lo respaldarían. El sermón que Michael von Faulhaber dio el 4 de noviembre, en el que criticó la persecución de los judíos de Alemania, debería haberle servido, también, para darse cuenta de que la elite bávara no estaba con él.[809]
Cuando, a instancias de Wilhelm Weiss, Hans Tröbst, el redactor jefe del semanario derechista Heimatland, volvió a Múnich a finales de octubre para apoyar los planes de la Bund Oberland, como se llamaban ahora los Freikorps Oberland, se sorprendió al ver cuánto desconfiaban los distintos grupos entre sí a pesar de estar preparándose para un golpe de Estado. El veterano de la guerra de independencia turca se dio cuenta también de que Hitler no había forjado alianzas sólidas con algunos de los más importantes golpistas potenciales. El caos reinaba en la ciudad.[810]
Como consecuencia del creciente odio de los regionalistas y nacionalistas bávaros al Gobierno federal, varios planes apresurados —que a veces se solapaban, se complementaban, se coordinaban, competían o chocaban abiertamente entre ellos— estaban en marcha. Su objetivo era acabar con el orden establecido en Alemania. Había incertidumbre y desavenencias —no solo entre los nacionalistas y los regionalistas, sino también en sus respectivas filas— sobre quién debía liderar el movimiento para echar abajo el sistema político. Tampoco eran capaces de ponerse de acuerdo sobre qué debía hacerse cuando el sistema colapsara. Y ni siquiera tenían una opinión unificada acerca de si el actual Gobierno bávaro era parte del problema o la solución a la crisis.
Tröbst supo, poco después de su llegada a Múnich, que Weiss le había llamado para que, en medio de aquel caos de ideas y planes, su presencia le ayudara a jugar mejor sus cartas y las de su compinche, el capitán Von Müller, uno de los comandantes de la Bund Oberland. Weiss y Müller informaron a Tröbst de que su plan era derrocar al Gobierno, no intimidarlo para que cooperara. Tröbst estaba muy ilusionado con la perspectiva de una inminente toma del poder en Baviera y, después, en Alemania, y con una ulterior guerra contra las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial. Esperaba que aquella crisis resucitara su carrera como oficial.[811]
Weiss y Müller le dijeron también, la tarde del 31 de octubre, que tenían previsto dar un golpe de Estado la noche del 6 al 7 de noviembre. Los hombres de la Bund Oberland, fingiendo llevar a cabo unas maniobras nocturnas, ocuparían unas instalaciones militares en Múnich a las tres en punto de la madrugada. Dos horas más tarde, a las cinco en punto, cinco escuadrones arrestarían simultáneamente a Kahr; al ministro de la Presidencia, Eugen von Knilling; al ministro de Agricultura, Johannes Wutzlhofer, y a algunos otros políticos y jefes de policía. A las cinco y veinte los llevarían a los cuarteles Pioneer y los obligarían a firmar sus actas de dimisión. En el caso de que se negaran a cooperar, a los cinco minutos ejecutarían a Wutzlhofer delante de los otros.
Se suponía que Kahr designaría a Ernst Pöhner, nacionalista y antiguo director de la policía, como sucesor, y que un nuevo Gobierno con este a la cabeza, del que formarían parte también Hitler y Ludendorff, se constituiría de inmediato.[812]
Unas horas después de aquella sesión informativa, Weiss y Müller fueron con Tröbst a visitar a Friedrich Weber, el jefe político de la Bund Oberland y yerno del editor pangermanista Julius Friedrich Lehmann, para compartir con él sus planes. Pero el demacrado jefe de la Oberland no quedó muy convencido, al menos inicialmente. En primer lugar, Weber todavía no tenía una idea clara sobre Hitler y su partido, y desconfiaba de ellos; en segundo, pensaba que podría ganarse a Kahr para que apoyara el golpe y convertir así al Gobierno de Baviera en parte de la solución del problema.[813]
Pero entonces las cosas se inclinaron del lado de los visitantes, cuando Adolf Hitler se presentó allí inesperadamente. Tröbst se fijó en que parecía nervioso y, a todas luces, «muy disgustado». Entre Hitler y los líderes de la Oberland, la desconfianza había sido mutua. Aunque había intentado durante meses convertirse en la referencia de los nacionalistas en Múnich y otros lugares, era claramente consciente de que sus ambiciones no se correspondían (aún) con la realidad y de que su reputación de palabrero no había cambiado. Con el alma en vilo porque sabía que la oportunidad de llevar a cabo el golpe no duraría mucho tiempo, había decidido subir la apuesta o perderlo todo. Les espetó a Weber y a sus acompañantes: «Ya no sé qué más decirle a toda esa gente que asiste a nuestras reuniones. Estoy bastante harto de toda esta basura».
Y la jugada lo benefició. Resultó que tanto él como los jefes de la Oberland habrían preferido pasar antes a la acción, pero no estaban seguros de las intenciones y los sentimientos mutuos. En cuanto se dieron cuenta de que querían lo mismo —acabar lo antes posible con los acuerdos de Gobierno vigentes—, Hitler presentó su propio plan, esa misma tarde.[814]
La desconfianza entre Friedrich Weber y Hitler se debió, casi seguro, a la reticencia de este a comprometerse con Lehmann y otros pangermanistas. El rencor de Hitler hacia Karl Harrer y todos los que apoyaban una visión al estilo Thule para el DAP/NSDAP había impedido la colaboración entre ambas partes y una mejor y más realista planificación del golpe. Hasta el año siguiente —1924, cuando ambos estaban en la cárcel—, Weber y Hitler no se harían amigos.[815]
Por fin, Tröbst podía disfrutar de tener a Hitler cerca y consolarse por aquel encuentro de septiembre que no se había llegado a celebrar. Estaba más que contento de que se hubiera unido a su causa.[816] Dos días después, el viernes 2 de noviembre, ambos se vieron de nuevo en una reunión de los jefes de la Oberland en la oficina del capitán von Müller, que era propietario de una pequeña empresa de cinematografía en Múnich. Hitler les conminó a actuar con celeridad porque, como Tröbst relataría tres meses más tarde, «a él mismo [es decir, a Hitler] le fallaban ya las fuerzas; su gente estaba a punto de venirse abajo y las finanzas de su partido se encontraban bajo mínimos». A principios de noviembre, Hitler actuaba movido tanto por su megalomanía como por desesperación. Tröbst, por su parte, no podía evitar sentir que a «Hitler le movían, de alguna forma, asuntos personales, porque de pronto soltó: “¡No crean que voy a levantarme y a renunciar sin más; antes me...!”».[817] Y como tantas veces hizo antes y haría después, Hitler presentó la situación a la que se enfrentaba como una apuesta a vida o muerte y exigió a los otros conspiradores que se lo jugasen todo para aprovechar a fondo la ocasión. Incluso entonces, en lo que dijo aquella tarde en la oficina de Müller, asomaba su viejo temor a no ser nadie y no tener adonde ir.
Tröbst se percató de que Hitler intentaba manipularlo, pero le dio igual, ya que el plan del líder del NSDAP «se ajustaba perfectamente a nuestro plan, que fue refinándose a lo largo del día». O lo que es lo mismo, Tröbst y el resto de los conspiradores no consideraban a Hitler su líder, sino un medio muy adecuado para conseguir sus propios objetivos. A Tröbst lo impresionó enormemente el talento de Hitler para la oratoria: «Era una delicia escucharle —diría tres meses después—, las metáforas y los símiles acudían a él con una facilidad pasmosa, y de pronto comprendí lo que Ludendorff quería decir con aquello de que en Hitler había encontrado Alemania su más brillante y eficiente agitador. Su imagen de la “mosca borracha” era realmente magnífica, una mosca embriagada que yace de espaldas y forcejea y se revuelve pero no es capaz de levantarse; aquella mosca era el Gobierno imperial en Berlín».[818]
Hitler aún no confiaba lo bastante en Weber, Tröbst, Weiss y Müller como para revelarles que dos días después, el domingo 4 de noviembre, tendría lugar un golpe de Estado planeado por Erich Ludendorff, el líder nacionalista Hermann Kriebel —que simpatizaba con los nazis—, y él mismo, durante la inauguración del monumento a los trece mil ciudadanos de Múnich caídos durante la Primera Guerra Mundial que se había erigido junto al Museo del Ejército, detrás del Hofgarten. Al acto estaban convocadas todas las unidades militares acuarteladas en Múnich, los grupos paramilitares y de estudiantes, así como la élite de Baviera.
El plan era el siguiente; Hitler subiría las escaleras del museo al finalizar los discursos oficiales y se encararía con los miembros del Gobierno bávaro; preguntaría a Kahr, procurando que todo el mundo le oyera, por qué era imposible comprar pan en ningún sitio aunque las panaderías estuvieran bien provistas de harina; en el caos subsiguiente, Ludendorff, Kriebel y el propio Hitler se acercarían a los grupos militares y paramilitares para hacer que arrestaran al Gobierno y proclamar uno nuevo allí mismo, en ese mismo momento.
Pero el 4 de noviembre las cosas tomaron un rumbo diferente; ni la población de Múnich respondió tan patrióticamente como deseaba el Gobierno ni con el espíritu que esperaban encontrar los golpistas. A Tröbst lo sorprendió la escasez de banderas en las casas, a pesar de que se había rogado encarecidamente a los ciudadanos que llenaran la ciudad con ellas. En el acto conmemorativo, además, la gente aireaba sin pudor su descontento. Tröbst oyó a alguien decir: «Ya, ya, si los muertos escucharan todos estos discursos se revolverían en sus tumbas sin pensarlo». Y a otros: «¡Bien podría Kahr dedicarse a conseguir pan para todo el mundo, en vez de estar siempre celebrando algo!».[819]
Por otra parte, y más importante, Ludendorff, para sorpresa de todos, no se presentó. Ya fuera intencionadamente o por casualidad, el caso es que la policía del estado de Baviera no pasó a recogerlo tal como estaba previsto.[820] A los aspirantes a golpistas ni se les ocurrió que el comportamiento de la policía pudiera ser una prueba decisiva de cómo reaccionarían las fuerzas de seguridad bávaras ante un posible golpe de Estado. Convencidos aún de que contaban con el apoyo de todos los que realmente importaban, no se dieron por vencidos y decidieron volver a intentarlo otro día.
El domingo por la noche, Tröbst participó en una sesión espiritista en casa de su cuñada Dorothee, que intentó convencer a los fantasmas para que se presentaran en una habitación oscura y le revelasen el futuro. Pero, al final, Tröbst decidió no dejar el futuro en manos de los espíritus y se pasó los días siguientes apremiando a los suyos para que actuaran sin demora, sobre todo porque la situación económica había empeorado dramáticamente. Los ciento treinta y ocho millones de marcos que le había costado el billete de tren desde el norte de Alemania a Múnich la semana anterior eran una broma, ahora que una libra de pan rondaba los treinta y seis mil millones. Se veía incluso a damas bien vestidas mendigando por las calles de la ciudad. Como recordaría el mismo Tröbst más tarde, algunos de los jefes de la Oberland le dijeron a Weber: «O actúan de inmediato o pronto será imposible diferenciar entre comunistas y gente que pasa hambre».[821]
El miércoles 7 de noviembre, Weber entregó a Tröbst un billete de tren junto con tres mil millones de marcos y le pidió, en nombre de Ludendorff, que fuese enseguida a Berlín, o Neu-Jerusalem (Nueva Jerusalén), como llamaba Tröbst despectivamente a la capital del país, debido al alto número de judíos que vivían en ella. Se le encomendó ganarse el favor de los círculos nacionalistas de la ciudad para que apoyaran el golpe de Múnich y así este se pudiera extender a Berlín. Sin embargo, una vez allí, solo una de las personalidades de la derecha con las que Tröbst se reunió se mostró dispuesta a acompañarlo a Múnich.[822] Como demuestra este hecho, Ludendorff, Hitler y los demás conspiradores pecaban de ilusos en cuanto al apoyo con el que creían contar en el ámbito nacional.
El 8 de noviembre, Hitler juzgó que el momento de pasar a la acción había llegado. A eso de las nueve menos cuarto, sin coordinarse bien con otros grupos con cuya participación contaba, él y los suyos irrumpieron en un acto abarrotado que se celebraba en la cervecería Bürgerbräukeller, mientras estaba hablando Kahr y la elite política bávara al completo lo escuchaba. Hitler disparó con su revólver al techo y declaró que la revolución nacional había empezado.[823]
Se había figurado que Kahr respaldaría una revolución liderada por los nacionalsocialistas si esta se le presentaba como un hecho consumado. Y, al menos en un principio, y dejándose llevar por el impacto que les produjo el desarrollo de los acontecimientos, tanto Kahr como sus principales colaboradores, el coronel Hans Ritter von Seisser y el general Otto von Lossow, se mostraron favorables a la revolución. Pero a las pocas horas se retractaron y ordenaron a las autoridades del Estado de Baviera que tomaran medidas para echarlo. El jefe de la policía de Múnich, Karl Mantel, ya había intentado en vano, desde la Bürgerbräukeller, alertar a la policía estatal bávara para que actuara contra Hitler. Las autoridades ilegalizaron el NSDAP esa misma noche. El golpe había fracasado.[824]
Tal como se esperaba, lo que Kahr y otros querían era usar a Hitler para sus propios fines, no dejarse usar por un arribista. En ese momento, Hitler no era el mesías para ninguno de los miembros de la clase política y social dirigente. Melanie Lehmann, la mujer del editor Lehmann, le dijo por carta a Ludendorff que «Hitler ha cometido un error al juzgar mal la cercanía de Kahr al partido de centro [es decir, al Partido Popular Bávaro] y su propio poder».[825]
Ya antes de que Kahr retirara su apoyo al golpe, el general Friedrich Kress von Kressenstein —que durante la Primera Guerra Mundial había salvado a la comunidad judía de Jerusalén al intervenir en una orden de deportación dictada por el Imperio otomano y ahora era el comandante de las unidades de la Reichswehr radicadas en Baviera— había pasado a la acción. Emitió un edicto según el cual toda orden procedente de su superior, Otto von Lossow, debía considerarse nula, puesto que se había dictado bajo coacción.[826]
Sin embargo, aunque el golpe había sido un fracaso absoluto, Hitler, Ludendorff y sus partidarios se negaron a aceptar la derrota. Como no querían retirarse sin un último intento desesperado de cambiar su suerte, decidieron marchar al día siguiente por el centro de Múnich hasta el edificio del antiguo Ministerio de la Guerra, con la esperanza de que los jefes de la Reichswehr de Baviera se sumaran al golpe. Fueron muchos los nacionalistas que se unieron a Hitler aquel día. Incluso Paul Oestreicher, un pediatra judío convertido al protestantismo y veterano de los Freikorps Bamberg, pretendía hacerlo, porque creía que el antisemitismo de Hitler no tenía motivaciones raciales. Pero un compañero le advirtió de cómo reaccionarían los nacionalsocialistas ante la presencia de un judío de nacimiento entre los suyos, y renunció en el último instante.[827] A Oestreicher no le habría pasado nada ese día por unirse a la marcha, pues allí se encontraba Erich Bleser, que, según los criterios nazis de los años treinta, era «medio judío» y, sin embargo, militaba en el NSDAP y en las SA. A pesar de que se le concedería la Blutorden como veterano del golpe de Estado de 1923, la Gestapo fue a por su madre, Rosa, en 1938, y ella acabó suicidándose.[828]
Hitler, Ludendorff y sus partidarios, que no dejaban de aumentar en su avance por las calles de Múnich, no llegaron al Ministerio de la Guerra. Cuando marchaban por la Residenzstrasse y estaban a punto de salir a la Odeonsplatz, se dieron de bruces con una unidad de la policía estatal bávara comandada por Michael von Godin. Este, como ya hiciera con Anton von Arco, su antiguo compañero del regimiento Leib y asesino de Kurt Eisner —el líder de la revolución bávara—, estaba preparado para detener también a Hitler. No se sabe quién disparó primero, pero el caso es que el tiroteo acabó con quince golpistas y cuatro policías muertos. Erwin von Scheubner-Richter, que desfilaba junto a Hitler, se contó entre los caídos. Al ser alcanzado por los disparos, Scheubner-Richter se desplomó, llevándose a Hitler con él. Este se dislocó un brazo, pero salvó la vida. Su guardaespaldas, Ulrich Graf, se le echó encima inmediatamente para parar las balas a modo de escudo humano. Lo acribillaron, y, milagrosamente, vivió para contarlo, aunque le quedaron en la cabeza fragmentos de bala imposibles de extraer para el resto de su vida. Cuando el tiroteo cesó por fin, dos de los hombres de Hitler, un joven médico y un enfermero, lo recogieron, herido, del suelo, se lo llevaron rápidamente a la cola de la manifestación, lo metieron en uno de los descapotables que acompañaban a los sublevados y salieron de allí a toda velocidad.[829]
Casi un siglo más tarde, debido a las consecuencias a largo plazo, el golpe parece un acontecimiento monumental, pero lo que ocurrió en Odeonsplatz fue, en realidad, algo bastante local. Mientras la policía y los golpistas intercambiaban disparos, la amiga de Hitler, Helene Hanfstaengl, se subía a un tranvía en Barer Strasse, a solo tres manzanas al oeste de Odeonsplatz, totalmente ajena a lo que pasaba allí. Estuvo esperando veinte minutos en la estación de ferrocarril de Múnich y después cogió el tren a Uffing, sin enterarse aún de lo que había ocurrido en el centro de la ciudad y sin tener ni idea de lo que ocurriría en breve.[830]
El médico y el enfermero que pusieron a salvo a Hitler intentaron huir con él a Austria, pero, justo antes de llegar a los Alpes, el coche en el que iban se averió; un suceso de consecuencias históricas mundiales.[831] De haber alcanzado Hitler la frontera austriaca, no habría sido juzgado ni encarcelado en Landsberg y, muy probablemente, hoy no sería más que una nota a pie de página de la historia.
Al darse cuenta de que estaban al lado de Uffing am Staffelsee, Hitler propuso que se escondieran en un bosque cercano hasta que se hiciese de noche, para luego ir a casa de los Hanfstaengl amparados por la oscuridad. Cuando se presentaron en la casa y Helene Hanfstaengl abrió la puerta, fue un Hitler pálido y cubierto de barro quien entró.[832]
Pasó toda la noche en un estado febril, pero finalmente consiguió descansar un poco. Cuando se despertó, al día siguiente, el sábado 10 de noviembre, decidió proseguir con su huida a Austria, de modo que instó al enfermero a que volviese en tren a Múnich y pidiera a los Bechstein —los propietarios del taller de pianos de Berlín y simpatizantes del NSDAP tan próximos a Hitler, que se encontraban en Baviera en ese momento— que prestasen el coche a Max Amann, el director administrativo del partido, para que fuera a buscarlo y lo llevara al otro lado de la frontera.[833] En medio de su gran tribulación, Hitler decidió depositar su confianza en las dos Helenes, en «la chica alemana de Nueva York» y en su seguidora berlinesa, más que en sus compañeros de Múnich. Durante un día y medio, esperó impacientemente la llegada del coche de Bechstein. No sabía que los Bechstein estaban en el campo. El recado les llegó con mucho retraso, así que hasta el domingo por la tarde no pudo Amann salir de Múnich en el coche. En ese mismo momento, un escuadrón salía también de la ciudad con la orden de arrestar a Hitler.
Entretanto, Hitler se paseaba por el salón de Helene Hanfstaengl vestido con el albornoz azul de su marido, ya que no podía ponerse la chaqueta del traje, debido a su brazo dislocado. Iba de aquí para allá en silencio, malhumorado, manifestando su preocupación por el destino de sus camaradas golpistas, diciéndole a Helene que la próxima vez todo sería diferente. Se mostraba cada vez más preocupado por no saber qué pasaba con el coche de Bechstein y lo angustiaba que no llegase a tiempo para recogerlo y cruzar, a través de las montañas, la frontera con Austria.
Justo después de las cinco de la tarde, sonó el teléfono. Era la suegra de Helene, que estaba muy cerca de allí. Le dijo que había un escuadrón en su casa buscando a Hitler y que, en pocos minutos, se presentarían en la casa de ella. Helene dio a Hitler las funestas noticias y a él le entró un ataque de nervios. Con las manos en alto, exclamó «¡Ya todo está perdido! ¡Es absurdo seguir!» y se dirigió resueltamente al mueble donde había guardado su revólver la noche antes. Lo agarró y se lo puso en la sien. Pero, a diferencia de él, Helene guardó la compostura. Se le acercó con mucha calma y le quitó el arma suavemente mientras le preguntaba: «¿Qué crees que estás haciendo? ¿Cómo puedes rendirte a la primera de cambio?». Le dijo también que pensara en todos sus simpatizantes, en la gente que creía en él y en su idea de salvar al país, gente que perdería toda su esperanza si los abandonaba ahora, y Hitler se dejó caer, hundido, en una silla. Enterró la cabeza entre las manos y se quedó allí, inmóvil, mientras Helene escondía rápidamente el revólver en un tarro de harina.[834]
No importa mucho si Hitler pensó realmente en suicidarse o no, lo que está claro por su comportamiento es lo sombrío que era su ánimo tras el fracaso del golpe. Cuando logró calmarlo, Helene le pidió, con un cuaderno en la mano, que le diera instrucciones para saber qué había que hacer cuando lo arrestaran, cómo debían actuar sus seguidores y su abogado. Hitler tuvo que pensar con rapidez, aventurar los nombres de quienes, a su juicio, no serían arrestados y trazar un plan improvisado para que su grupo no se desinflara como una pelota después del mazazo recibido.
Pidió a Helene que Max Amann se asegurara de mantener en orden las finanzas del partido; que Alfred Rosenberg debía ocuparse del periódico del NSDAP, el Völkischer Beobachter, y que su marido usara sus contactos en el extranjero para relanzar el periódico. Rudolf Buttmann —el nacionalista que le había dado vueltas a la idea de derrocar el Gobierno revolucionario de Baviera en el invierno de 1918-1919, y que, desde entonces, se había ido acercando cada vez más a Hitler— y Hermann Esser, amigo de Hitler y uno de sus más antiguos colaboradores, debían encargarse de llevar a cabo las acciones políticas del partido; mientras que a Helene Bechstein se le pedía que siguiera siendo tan generosa como hasta ahora en su ayuda a la organización. Cuando terminó, Hitler firmó las órdenes y Helene deslizó el cuaderno en el interior del mismo tarro de harina.[835]
Sobre las seis de la tarde, el escuadrón se presentó en casa de los Hanfstaengl. Soldados y agentes de la policía con perros adiestrados rodearon la vivienda y arrestaron a Hitler. Lo llevaron a la prisión de la vecina Weilheim, vestido aún con el albornoz azul oscuro de Ernst Hanfstaengl. Una hora después —una hora demasiado tarde—, Amann, profundamente preocupado por el destino de der Chef, llegó a casa de los Hanfstaengl en el coche de los Bechstein. Aunque había tardado más de la cuenta, se sintió aliviado y contento al saber que Hitler estaba «sano y salvo». Amann le confesó a Helene que, como su jefe había amagado repetidamente con suicidarse ante sus compañeros de la directiva nacionalsocialista, temía que pudiera haberse quitado la vida.[836]
Hitler fue trasladado enseguida a la fortaleza de Landsberg, una prisión moderna situada a unos sesenta y cinco kilómetros al oeste de Múnich. No era una fortaleza militar; el término fortaleza designa, en este contexto, una cárcel para reos de alta traición. Una vez allí, se le puso bajo custodia y quedó a la espera del juicio. Poco después de la llegada, un médico lo examinó, tomando notas detalladas sobre la dislocación del brazo y registrando también un defecto de nacimiento, una «criptorquidia del lado derecho», es decir, la ausencia del testículo derecho por no haber bajado hasta el escroto.[837] Aquella tara de nacimiento se convertiría en el tema de una canción burlesca muy popular en Gran Bretaña, «Hitler no tiene pelota»; a día de hoy sigue sin saberse cómo llegaron a enterarse los británicos de esto. Es muy posible que aquella tara fuese la razón por la que Hitler, durante el resto de su vida, se negó a desnudarse ni siquiera ante el médico,[838] y también por la que no tuvo tratos íntimos con mujeres durante tantos años. Es verdad que, a principios de la década de los veinte, pasaba mucho tiempo en compañía de Jenny Haug, una austriaca que había emigrado a Múnich, como él. La gente, a espaldas de Hitler, consideraba a Jenny su novia. Incluso celebraron juntos la Navidad de 1922. Pero es poco probable que su relación fuese algo más que un idilio romántico inocente.[839]
Para Hitler, todo parecía perdido en Landsberg. Al principio se negaba a colaborar; se declaró en huelga de hambre y adelgazó cinco kilos. Parece que temía volver a ser de nuevo un don nadie, pues a pesar de la campaña para impulsar su figura en el ámbito nacional, para la mayoría de los alemanes aún no tenía rostro.
Además, la gente llamaba al golpe de Estado fallido «el putsch de Ludendorff», no «el putsch de Hitler».[840] En la lejana Renania, por ejemplo, Joseph Goebbels anotó en su diario el día después de los acontecimientos de Múnich: «Golpe de Estado de los nacionalistas en Baviera. Parece que Ludendorff “salió de paseo” de nuevo».[841] El modo en que la gente hablaba o escribía sobre Hitler entre el 9 de noviembre y el comienzo de su juicio, a finales de febrero, demuestra también que, a pesar de los esfuerzos por dejar de fingir ante el público que solo era un escudero y convertirse en un líder, no se lo veía como el promotor del golpe, ni mucho menos como el futuro dirigente de Alemania.
En diciembre de 1923, Melanie Lehmann llegó a la conclusión de que, si el golpe hubiera tenido éxito se podría haber creado un puesto especial para Hitler, «lo que le habría dado la oportunidad de demostrar su capacidad para hacer cosas admirables». Su marido le dijo más o menos lo mismo a Gustav von Kahr en una carta: «En Hitler, vi un hombre que, gracias a su brillante talento para ciertas cosas, estaba destinado a ser ese “escudero” del que, según Lloyd George, Alemania carece. Por eso me habría gustado que se le hubiera dado un puesto desde donde servir, con sus excepcionales dones, a la patria».[842]
En el invierno de 1923-1924 casi nadie creía que Hitler, si es que aún tenía algún futuro en la política, pudiera ser el líder de Alemania. Melanie Lehmann escribió en su diario, el 25 de noviembre de 1923, que esperaba que Hitler volviera para ponerse al servicio «de alguien más grande que él».[843] También Hans Tröbst veía en Hitler, en febrero de 1923, «no un líder, sino un magnífico agitador» que allanaba el camino a «alguien más grande que él».[844]
Hitler estuvo deprimido durante semanas, pero con el nuevo año empezó a ver la luz al final del túnel. Un informe psicológico personal, fechado el 8 de enero de 1924, concluía: «Hitler está completamente entusiasmado con la idea de una Alemania más grande y unida y tiene un temperamento enérgico».[845] La muerte de Lenin, el líder bolchevique ruso, el 21 de febrero, le levantó bastante el ánimo. Esperaba el colapso inminente de la Unión Soviética.[846] Por fin, el objetivo político del que tanto había hablado con Erwin von Scheubner-Richter parecía estar al alcance; una alianza permanente entre una Alemania völkisch y una Rusia monárquica. Como el propio Scheubner-Richter había escrito en un artículo aparecido el 9 de noviembre de 1923, el día en que murió tiroteado: «La Alemania nacional y la Rusia nacional deben marchar por el mismo camino hacia el futuro, y [...] es necesario, por tanto, que los círculos völckisch de ambos países se unan».[847]
Cinco días después de que Lenin muriera, dio comienzo el juicio contra Hitler en el Tribunal Popular de Múnich, situado en el centro de la ciudad, en la calle Blutenburg, dentro del edificio de la Escuela Central de Infantería. En el juicio, que se prolongaría hasta el 27 de marzo, Hitler era uno más entre los diez acusados, de los que solo uno había nacido en Múnich y, entre el resto, ninguno procedía del sur de Baviera.[848] Pero durante el proceso las cosas empezaron a cambiar para Hitler. A lo largo de las cinco semanas de duración, el golpe de Estado fallido, visto retrospectivamente, fue dejando de ser «el putsch de Ludendorff» para convertirse en «el putsch de Hitler». De hecho, aquel juicio fue mucho más decisivo para la transformación de Hitler en un líder que la publicación de Mi lucha, ya que le proporcionó una plataforma desde donde proclamar sus ideas políticas a toda la nación. Hasta el momento del golpe fallido, a él se le veía, al menos fuera de Múnich, a la sombra de Ludendorff, por mucho que intentara promocionar su figura con la publicación de su libro y dejándose fotografiar. La gente que quería un golpe de Estado en el otoño de 1923 consideraba a Ludendorff su futuro líder y a Hitler únicamente el ayudante del general. Gracias al juicio, Hitler dejó de ser ese ayudante y un tribuno local[849] y se convirtió en lo que siempre quiso ser, una figura nacional (véanse imágenes 26 y 27).
¿Cómo lo logró? Hitler utilizó astutamente sus intervenciones ante el tribunal para situar sus actos en la estela de Kemal Atatürk y de Mussolini, afirmando que, al igual que había ocurrido en Turquía y en Italia, él había cometido alta traición para «liberar» Alemania.[850] Por lo que parece, la iluminación para aprovechar la oportunidad que le brindaba el juicio le vino cuando este ya estaba en marcha.
Al principio, trató de usar sus intervenciones para recalcar la participación de la clase dirigente bávara y de sus colegas conspiradores en el intento de derrocar al Gobierno. Pero ellos procuraban minimizar su propia participación en los hechos y convertir a Hitler en chivo expiatorio, exagerando el papel que supuestamente había desempeñado en la sublevación. Así que, al final, Hitler se aprovechó de la versión de sus compañeros de banquillo para presentarse ante el tribunal y ante el pueblo como una figura mucho más importante de lo que realmente había sido. Por eso, hoy en día, los acontecimientos del 9 de noviembre de 1923 se conocen como «el putsch de Hitler» y no como «el putsch de Ludendorff», que es como sus contemporáneos lo llamaron al principio. Hitler sacó partido de un modo brillante a la plataforma que le ofreció el juicio, y su nombre se volvió muy familiar para todos los alemanes. La gente, por todo el país, tomó buena nota de su declaración ante el tribunal, en la que afirmaba que, tras cumplir su inevitable condena en prisión, retomaría las cosas exactamente donde lo habían obligado a dejarlas el 9 de noviembre.[851] Además de eso, dijo: «Nuestro ejército crece cada día, crece de hora en hora. Incluso en esta situación, tengo la orgullosa esperanza de que llegará el momento en que las bandas desorganizadas [salvajes] se conviertan en batallones, los batallones en regimientos y los regimientos en divisiones [...] y la reconciliación llegue ante el eterno y último tribunal, el Tribunal de Dios, donde ocuparemos el lugar que nos ha sido asignado. A través de nuestros huesos, desde nuestras tumbas, se escuchará la voz de ese tribunal, el único que tiene el derecho de juzgarnos». Y, dirigiéndose a los jueces, apostilló: «Podrán declararnos culpables una y mil veces, pero la diosa que preside el eterno Tribunal de la Historia hará añicos con una sonrisa los cargos que nos imputa el fiscal y el veredicto de sus señorías. Porque ella nos absuelve».[852]
La medida en que el juicio transformó la imagen pública de Hitler, proyectándola en el ámbito nacional, nos la da el diario de Goebbels. Al registrar en él la intentona golpista en noviembre, solo había mencionado a Ludendorff. Más tarde, elogió a Lenin en el día de su muerte. Pero de «Hitler y el movimiento nacionalsocialista» escribió por primera vez el 13 de marzo de 1924, diciendo que este le parecía una combinación de «socialismo y Cristo», tanto por su rechazo del «materialismo» como por sus «fundamentos éticos».[853] Durante los siguientes nueve días, mientras el juicio se celebraba, mencionó a Hitler en cada una de las entradas de su diario, pues se había propuesto averiguar todo lo que pudiera sobre él.[854]
El 20 de marzo de 1924, cuando llegaba a su fin la cuarta semana del juicio y solo había pasado una desde la mención a Hitler en su diario por primera vez, Goebbels lo definió como un mesías con palabras parecidas a las que usaría, casi sin variaciones, durante los veintiún años siguientes. Ensalzaba a Hitler, lo consideraba «un idealista lleno de entusiasmo», alguien que le traía «al pueblo alemán una nueva esperanza» y cuya «voluntad encontraría el modo de abrirse paso». El 22 de marzo de 1924 Goebbels anotó que no podía dejar de pensar en Hitler.
Para él, nadie había estado jamás a su altura en Alemania. Para Goebbels, Hitler era «el más ferviente [glühendster] alemán».[855]
El golpe de Estado de Hitler es la historia de una insensatez, una megalomanía y un fracaso espectaculares. La estrategia que había diseñado para promocionar su perfil era inteligente; pero luego las cosas se le escaparon de las manos. Su intento de encabezar una revolución bávara que se propagase hasta Berlín fue un desastre desde el principio hasta el final. Se planteó suicidarse, si bien no dio el paso. Y fue en la derrota donde logró todo aquello en lo que fracasó cuando creía estar progresando. Su campaña de imagen, con sus fotografías y su libro, publicado bajo la autoría de Koerber, llegaron demasiado tarde para convertirle en una figura nacional de cara al golpe. Pero el juicio consiguió justo eso; hacerlo famoso en todo el país. En su primera aparición ante el tribunal, era tan solo un acusado más en «el juicio de Ludendorff». Cuando los jueces le condenaron, aquel proceso se había convertido en «el juicio de Hitler». Pero, desde su perspectiva, era un triunfo agridulce, ya que estaba a punto de pasar una buena temporada entre rejas.
El 1 de abril de 1924, lo sentenciaron a cinco años de reclusión en la fortaleza de Landsberg, donde la gente no podría verlo ni escucharlo. La opinión general era que el juicio le había dado a Hitler sus quince minutos de fama, y que su figura se desvanecería a medida que surgieran otras personalidades políticas importantes en la derecha populista.