Dos modelos se confrontaron en el proceso de constitución de las naciones: pueden denominarse el modelo francés y el modelo alemán7. El primero es político y el segundo étnico. Las diferencias entre ambos se explican por la historia. La nación francesa se formó en el interior de un Estado con siglos de antigüedad, muy anterior al fenómeno nacional; un Estado unificado y consolidado sin cesar por una larga serie de reyes cuya obra fue continuada y perfeccionada por la Revolución y los regímenes ulteriores. Se entrelazaron así en un tronco común y, de forma paulatina, se homogeneizaron elementos inicialmente diversos: durante la Revolución, la mayoría de los franceses aún no hablaban francés. Lo que los unió no fue la identidad étnica, sino un proceso político consecuente. Sin embargo, Alemania no existía; entre el imperio medieval y el Estado nacional moderno hay una interrupción de varios siglos. Tan solo existía un espacio físico alemán, muy fragmentado políticamente, pero ligado por la lengua y la cultura.
El proyecto alemán aspiraba a reunir a todos los alemanes, mientras que el francés perseguía (y lo consiguió) transformar en franceses incluso a quienes no eran franceses de origen. Cualesquiera que sean sus diferencias, la nación se define como una gran solidaridad: es la solidaridad suprema. No hay nada por encima de ella, nada la iguala en importancia, todo está subordinado a ella. Por eso, no puede hablarse de nación cuando predominaban otros tipos de solidaridad: de clase, religiosas o regionales, pues estas o bien fragmentaban en sentido social o territorial el espacio de las futuras naciones o bien tendían a soluciones de unidad más allá de las fronteras existentes (como, en el Medievo occidental, la Iglesia, el imperio o la cultura latina). Hasta el siglo XVIII, incluso en vísperas de la afirmación decisiva del fenómeno nacional, se manifiesta un cosmopolitismo de las luces aristocrático e intelectual opuesto, desde muchos aspectos, a la cercana ideología nacional.
Federico el Grande elevó a Prusia al rango de potencia europea y preparó el terreno al poderío alemán posterior; sin embargo, hablaba y escribía en francés y despreciaba la cultura alemana; su amigo Voltaire era un gran francés que, no obstante, no vaciló en felicitar al rey de Prusia cuando derrotó a los franceses en Rossbach. ¡Ni Federico ni Voltaire vivían aún en la era de las naciones! Pero también por aquel entonces Jean-Jacques Rousseau afirmaba en El contrato social (1762) que la soberanía pertenecía al pueblo; así pues, a cada miembro de la comunidad en igual medida. Y algo más tarde, Johann Gottfried Herder, en Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad (1784-1791), veía al mundo compuesto de pueblos, cada uno con su espíritu propio y con su destino en el mundo. El imaginario democrático es el fundamento de la ideología nacional; los pueblos asumen su destino (al menos, en sentido simbólico, cuando no de hecho). La Revolución francesa estimuló enormemente esas evoluciones, primero, instituyendo en Francia los nuevos principios políticos y, después, extendiéndolos en Europa como consecuencia de las guerras revolucionarias y las napoleónicas y, también, paradójicamente, por la resistencia de los pueblos al expansionismo francés. La ideología nacional alemana se perfiló en el contexto de lo que llegó a ser una auténtica guerra de liberación contra la dominación francesa.
No hay una “receta” única para hacer una nación. Pero sí es menester un aglutinante potente, sea cual sea. En Francia, los principios revolucionarios y los valores republicanos. En el territorio germánico, la lengua y la cultura (con la particularidad de que la lengua literaria, que parte de la traducción de la Biblia, es la que unificó un espacio lingüístico fragmentado). Teóricamente, el modelo francés puede considerarse como más evolucionado desde el punto de vista político, porque implica una elección libre por parte de los ciudadanos y no una fatalidad “hereditaria”. En este sentido se citan las palabras de Ernest Renan: “La nación es el plebiscito de todos los días”. Suena bonito, pero eso no sucede en la realidad, naturalmente. ¡Francia no se hizo por un plebiscito! Los únicos territorios que entraron a formar parte de Francia tras una consulta popular fueron Saboya y Niza en 1860 (pero, en cualquier caso, después de que su anexión ya estuviera decidida). Los franceses no aceptaron ningún referéndum ni siquiera para Alsacia y la zona germanófona de Lorena después de la Primera Guerra Mundial, lo que habría tenido la ventaja de poner punto final a una larga disputa; les pareció más normal volver a hacerse, lisa y llanamente, con las provincias perdidas medio siglo antes, como si fuera un derecho incuestionable.
Quizá el modelo alemán sea más “primitivo”, pero es el más extendido. La nación implica algo diferente a la etnia, pero, en la mayoría de los casos, las etnias constituyen el fundamento de las naciones modernas. Y la etnia suele percibirse por la lengua que habla una comunidad. De entre todos los elementos que pueden tomarse en consideración, la lengua es, por consiguiente, el aglutinante más común y más seguro. Podremos discutir hasta la saciedad lo que significa ser alemán o ser francés. Pero es difícil de refutar el hecho de que, antes de identificarse mediante otras “señas particulares”, el alemán habla alemán y el francés habla francés. Si en Alemania ello fue el punto de partida para perfilar el espacio nacional, en Francia es un resultado al que se llegó por una política activa e insistente de homogeneización cultural. En Francia ya no hay minorías, no hay lenguas ni culturas minoritarias, ni siquiera se han conservado los dialectos franceses. Todos los franceses son franceses, en el sentido político, naturalmente, pero también en el lingüístico y cultural (la dificultad reside ahora en integrar en la misma medida a los emigrantes, cada vez más numerosos y diferentes de lo que antaño fueron los bretones, los provenzales o los alsacianos desde el punto de vista cultural y religioso).
Al fin y a la postre, la mayoría de los europeos se acercaron más al modelo alemán que al francés. La tendencia, bastante generalizada, fue la de transformar espacios etnoligüísticos en espacios nacionales. Así pues, Alemania está lejos de ser la excepción, ¡sino que esta más bien la ha constituido Francia! Pero Alemania tenía un problema en comparación con el resto de Europa: el espacio nacional alemán, definido por sus rasgos étnicos y lingüísticos, se presentaba como el más extenso y poblado del continente si exceptuamos el ruso. El famoso himno alemán Deutschland über alles definía con precisión sus límites:
Von der Maas bis an die Memel,
Von der Etsch bis an den Belt.
Es decir, desde el Mosa, el río paralelo al Rin que se consideraba el límite occidental del territorio alemán, hasta Memel, la última ciudad de la Prusia Oriental, y del Adige, el río que atraviesa el Tirol del Sur, al estrecho de Belt, al este de la provincia de Schleswig, la cual se disputaron Dinamarca y Alemania. Además del territorio que llegó a englobar efectivamente la “pequeña Alemania” creada en 1871, entraban también en este conjunto “ideal” las regiones alemanas del Imperio austriaco (austrohúngaro): la Austria propiamente dicha, el Tirol, los Sudetes… Los mapas etnográficos alemanes anteriores a la Primera Guerra Mundial se “anexionaban” también Holanda, el Flandes belga y Luxemburgo, ya que sus respectivos idiomas se consideran dialectos del alemán (lo cual no es incorrecto desde el punto de vista lingüístico: es difícil decir cuándo un dialecto deja de serlo para convertirse en un idioma autónomo). Al margen de la pertenencia lingüística, Holanda al menos era desde hacía mucho tiempo una nación independiente, una de las mejor perfiladas del continente. Ciertos ideólogos, como Friedrich List (en la primera mitad del siglo XIX), la veían integrada en una confederación germana, mientras otros más realistas reconocían sus peculiaridades.
La controversia en torno a las germanófonas Alsacia y Lorena ilustró con todo dramatismo la oposición entre los modelos francés y alemán. Desde el punto de vista francés, los alsacianos eran indudablemente franceses, su origen alemán y el dialecto alemán que hablaban no tenían ninguna relación con su pertenencia nacional; sencillamente, habían elegido ser franceses. Por el contrario, con arreglo al modelo alemán, los alsacianos eran alemanes sin discusión, por el simple motivo de que… eran alemanes. Cada uno tenía razón desde su punto de vista y, en esa cuestión, tampoco existe una razón absoluta. Alemania se anexionó Alsacia en 1871 sin que a sus habitantes se les preguntase nada y la sometieron a una política de germanización; pero también Francia se la había anexionado antes, prescindiendo igualmente de la opinión de sus habitantes y procedió, de un modo que conocía a la perfección (de forma más sutil y eficaz que Alemania), a afrancesarla (con idéntico criterio, los mapas etnográficos alemanes extraían también del territorio francés a los bretones, a los vascos y a los corsos; a veces, trazaban una línea más discreta que separaba a los franceses del norte de los del sur).
La frase “desde el Dniéster hasta el Tisa”8, que define a la Rumania ideal, es el equivalente perfecto de los versos anteriormente citados de Deutschland über alles: una Rumania que se extienda hasta los confines del territorio habitado por rumanos (¡por más que en la zona del Tisa los rumanos sean muchos menos que los húngaros!). Con anterioridad a 1918, la Gran Hungría (a la sazón, en el marco de la monarquía austrohúngara) se alineó con el modelo francés, “generoso”, pero, sobre todo, asimilador: una sola nación, la nación húngara, que englobaba tanto a los magiares como también a las demás nacionalidades (rumanos, eslovacos, serbios, croatas y germanos). Por su parte, las nacionalidades se oponían a la asimilación conforme al espíritu del modelo alemán, que justificó finalmente la separación de Hungría y la creación o constitución de muchos estados nacionales, según el criterio étnico-lingüístico. Los húngaros se quedaron en una Hungría casi sin minorías e incluso ellos mismos fueron repartidos entre diversos estados (Eslovaquia y Rumania, en especial); pasaron del modelo francés, que, en la práctica, no les sirvió para nada, al alemán para mantener juntos, al menos en el sentido cultural, a todos los que, fuera de Hungría, tenían un origen y un idioma comunes.
Sin embargo, cuando Serbia reúne en torno a sí a una buena parte de los eslavos del sur y da origen a Yugoslavia, o cuando los checos y eslovacos forman un único país, el modelo alemán rebasa incluso el caso de Alemania, pues junta pueblos, cierto que con lenguas muy parecidas, pero que a la postre resultaron demasiado diferentes para poder convivir. Si tenemos en cuenta todos estos ejemplos, no hay nada de “escandaloso”, exagerado o inédito en las aspiraciones nacionales alemanas. Una Gran Alemania tendría menos minorías que la Gran Rumania, por no hablar de la Gran Hungría, y sería una nación más auténtica que Yugoslavia o Checoslovaquia. También los albaneses sueñan con una Gran Albania, los búlgaros quisieron una Gran Bulgaria y los rumanos lograron llevar a cabo la Gran Rumania. Pero la Gran Alemania sería mucho más grande que cualquier Estado europeo que se extendiese hasta los últimos confines étnicos e incomparablemente más potente y, en consecuencia, amenazadora para el equilibrio del continente.