Capítulo 11

Hitler y el Tercer Reich

Resulta revelador observar el porcentaje de votos obtenidos por los nazis en las elecciones legislativas desde 1924 hasta 1933. Helo aquí40:


Tabla 2

Porcentaje de votos del Partido Nacionalsocialista entre 1924 y 1933



Se constata fácilmente que el periodo de relativo equilibrio y crecimiento económico entre 1924 y 1928 no les favoreció nada. En cambio, la crisis económica los ayudó extraordinariamente. Así y todo, el porcentaje más alto que obtuvieron fue del 37,4%. A partir de ahí, a los pocos meses tiene lugar un retroceso de varios puntos: 33,1%, menos de lo que registraba la suma de socialistas y comunistas (solo que no iban juntos). Señal de que el Partido Nacionalsocialista había alcanzado su techo. El descenso habría continuado con toda seguridad junto a los signos de salida de la crisis. Si Hitler no hubiera logrado alcanzar el poder en enero de 1933 (tal y como ocurrieron las cosas), no habría tenido ninguna otra oportunidad. Lo ayudó la democracia, desde luego. Sin el sufragio universal ni amplias libertades políticas, los nazis no habrían podido llegar tan alto. Pero la democracia (con la crisis al fondo) tan solo les aseguró un tercio de los votos. Se sumó el apoyo de una derecha hostil a la República de Weimar, pero muy alejada de las intenciones revolucionarias de los nazis: una derecha que equivocó la jugada y se engañó. Es un hecho constatado que Hitler no obtuvo nunca la mayoría en Alemania antes de convertirse en el amo del país. También las elecciones de marzo de 1933 fueron significativas: el 43,9% de los votos, menos de la mitad, en condiciones de intimidación e incluso de terror contra los adversarios políticos.

En su carrera por el poder a principios de los años treinta, los nazis contaron con el voto masivo de la clase media y de una parte menor del voto obrero. Pero las razones por las que este voto fue al nazismo no fueron las que podrían suponerse hoy en una lectura superficial de la historia. Las ideas fijas de Hitler, expresadas en su libro programático Mein Kampf (1925-1926), eran exterminar a los judíos y extender las fronteras de Alemania lo más lejos posible al este mediante la destrucción de Rusia. La raza alemana purificada poblaría así un extenso Imperio. Esos objetivos los persiguió el Führer con tenacidad tan pronto como llegó al poder. Pero a través de ellos y solo por ellos nunca lo habría alcanzado. ¿Cuántos alemanes lo votaron únicamente para quitarse de encima a los judíos o para colonizar Rusia? El problema de los alemanes eran las repetidas crisis de la sociedad en la que vivían y la humillación que les impuso el Tratado de Versalles. Perfectamente manejado por Goebbels, imbatible especialista en la materia, la propaganda electoral nazi apostó por el profundo descontento y la expectativa de las gentes y adaptó su discurso, aparte de los temas generales, a cada sector en particular. Una Alemania poderosa y unida, sin barreras entre las clases y sin conflictos sociales; una Alemania próspera y reasentada entre las grandes potencias del mundo: esa era la esencia del mensaje. El racismo y el antisemitismo, el núcleo duro de la doctrina nazi, se dejaron de lado o, en cualquier caso, quedaron muy atenuados, pues se consideraban con toda razón contraproducentes como temas electorales. No solo la mayoría de los alemanes no votaron a Hitler, sino que la mayor parte de quienes lo votaron no lo hicieron, en el fondo, por lo que constituía el perfil específico de la doctrina nazi. Fue un voto producto de la desesperación y la esperanza. Que se pagó caro.

¿En qué medida se adhirieron los alemanes al régimen nazi en los años siguientes? Para responder a esa pregunta, las consultas electorales no tienen ninguna relevancia; en 1938, 48.850.000 electores dijeron “sí” a la lista única y tan solo 75.000 se pronunciaron en contra. Para conseguir esa aparente cuasiunanimidad en torno a su proyecto, los nazis aniquilaron a la oposición, lógicamente. Los líderes políticos o de opinión, socialistas, liberales, comunistas, universitarios, judíos, etc., o bien estaban en las cárceles y campos de internamiento o bien en el exilio. Por otro lado, los éxitos del régimen tuvieron un impacto, pues cumplió algunas de sus promesas. Se relanzó la economía, el desempleo bajó de seis millones en 1932 a un millón a fines de 1937. Como puede comprenderse, el régimen se jactó de sus logros económicos. Los historiadores han reducido algo sus proporciones. Sin el nazismo, una vez que Alemania hubiese salido de la crisis, habría registrado, al igual que los otros países, un crecimiento económico y una disminución del paro. Pero es cierto que, en las condiciones dadas, un régimen totalitario dispuso de medios más eficaces para movilizar recursos y personas. Las grandes obras públicas, principalmente la construcción de autopistas, y las inversiones en la industria pesada —en la industria armamentística, en primer lugar— estimularon la economía en su conjunto y ofrecieron numerosos puestos de trabajo; la reintroducción del servicio militar obligatorio también tuvo su contribución a la disminución del desempleo. Según recientes estimaciones, considerando 100 el PIB en 1932, se llegó en el año 1938 en Alemania (sin Austria y los Sudetes) a 155, mientras que Gran Bretaña registró únicamente 125 y Francia un índice todavía menor, 11341. Subieron los salarios, no mucho, pero subieron. En conjunto, y sobre todo comparado con el desastre de los años de la crisis, la situación social mejoró sensiblemente, cierto que pagando el precio correspondiente: la pérdida de las libertades. Al mismo tiempo, los puntos marcados por Hitler en el plano europeo, a saber, la anexión de los territorios germánicos (Austria y la región de los Sudetes) y la reafirmación del Reich como potencia de primer rango tenían que satisfacer a una nación que había sentido hasta lo más hondo la humillación de Versalles.

La impresión es que hubo una adhesión masiva a la política de Hitler, al menos en el periodo de los grandes éxitos (que fue erosionándose en los últimos años, cuando la guerra tomó un giro desfavorable para Alemania). De ahí podría sacarse con facilidad (con demasiada facilidad) la conclusión de una responsabilidad colectiva. Ese juicio debería tener en cuenta la condición específica de los sistemas totalitarios. El nazismo no puede contemplarse únicamente en sí mismo, sino en el contexto de una tipología que encontramos también en la Italia mussoliniana (aunque de forma menos acentuada) y plenamente en los regímenes comunistas. No resulta adecuado de ninguna manera sopesar el comportamiento de una sociedad “cerrada” por analogía con los valores y reacciones propios de una sociedad “abierta”. Por ejemplo, la convocatoria a las urnas en un régimen totalitario equivale a una ceremonia de apoyo unánime, en absoluto a una consulta electoral auténtica. Los himnos de alabanza al líder supremo o al partido único forman parte de un ritual y no definen grado alguno de convicción. En democracia también se manipula a la gente; siempre se la ha manipulado. Pero, al menos, en los regímenes democráticos la manipulan en varios sentidos, lo cual se traduce en una diversidad de opciones. En los totalitarismos tiene lugar una manipulación única y masiva cuyo resultado es lavar el cerebro de forma total o parcial (pues solamente una minoría bastante restringida es inmune a este procedimiento). Seguro que sí hay bastantes entusiastas seducidos por lo que suponen que es la nueva condición heroica de la existencia; seguro que también hay gente ligada al régimen totalitario por intereses y ventajas de todo tipo. Pero la mayoría la compone una masa influenciable y manipulable. Ya desde el principio existe un miedo generalizado: el individuo se siente falto de defensa, atrapado en un engranaje implacable que puede aplastarlo en cualquier momento. En todas partes resulta decisiva la alteración desconcertante de los puntos de referencia. El mundo de los totalitarismos se presenta como un mundo nuevo construido con criterios sociales y morales completamente diferentes, opuestos a los del mundo “anterior”. Da la impresión de haberse instalado definitivamente en la historia, sobre las ruinas del “antiguo mundo”. Así se presentaba el “Reich de los mil años”, así se presentaba el comunismo, que afirmaba ser la culminación de la evolución humana en su integridad. El juicio individual cede ante lo que parece ser el veredicto de la historia (que, a menudo, en una esquizofrénica mezcla de contradicciones, Orwell definía con el sintagma de “doble pensamiento”). La historia siempre tiene razón. Son pocos los que conservan una plena independencia de espíritu y menos aún quienes tienen la osadía —o la inconsciencia— de oponerse de manera efectiva. Los activistas del régimen, instrumentos suyos directos, son una minoría. Pero, de hecho, la mayoría lo sostiene por la docilidad con la que se somete a las órdenes. Así pues, cierta “responsabilidad colectiva” existe, pero no como consecuencia de una opción libre y voluntaria y, en ese caso, de una culpabilidad equivalente, sino en el sentido de una vinculación pasiva ante la falta —real o aparente— de alternativas. Los alemanes no fueron el problema, sino los mecanismos propios del totalitarismo (en Alemania y en todas partes donde esos regímenes existieron) sobre un fondo frágil de convicciones y comportamientos humanos.

Los golpes de fuerza de Hitler anteriores a la guerra representan solo una primera etapa de su plan de expansión y dominación. Pero si los separamos de todo lo que siguió, aparecen como soluciones, brutales, por supuesto (¿acaso lo contrario era posible?), de la inmensa frustración alemana que resultó de las decisiones que le impusieron en Versalles. La entrada del ejército alemán en Renania en marzo de 1936 (en su propio territorio) confirmaba en el fondo un derecho de todo Estado soberano que a Alemania le habían menoscabado. El Anschluss en marzo de 1938 encarnaba por fin la unión de Alemania y Austria, un viejo anhelo de alemanes y austriacos (¡todos eran germanos!); desde luego, habría sido preferible que se hubiese hecho en condiciones democráticas y no como un paso a la guerra que daba un régimen totalitario. El pacto de Múnich de octubre de 1938 supuso una vulneración flagrante de la soberanía de Checoslovaquia, pero no debemos olvidar que ese país había sido un “invento” del sistema de Versalles. Según los principios de Wilson aplicados a las otras naciones, la región de los Sudetes tendría que haber sido considerada alemana y no checoslovaca. Todo parece feo porque se trata de Hitler y de sus métodos y objetivos, pero el que Alemania tu­­viera razón en esa disputa territorial no puede ignorarse ni ne­­garse (sin que semejante afirmación signifique —¿hay que volver a decirlo?— reabrir casos definitivamente cerrados). Si el Tratado de Versalles se hubiese redactado de otra forma, no se habría llegado a eso, ni a Hitler ni a la Segunda Guerra Mundial. La timidez de Francia y Gran Bretaña, que cedieron con facilidad en Múnich, se explica por el deseo de paz del Gobierno y de la opinión pública de los respectivos países, lo cual los colocó en una neta posición de inferioridad frente a un dictador dispuesto a jugárselo todo a una carta. Pero la explicación también reside, al menos en parte, en la falta de convicción de las dos potencias occidentales en lo tocante a la validez de Checoslovaquia y en el reconocimiento tácito de que había cierta razón en las reivindicaciones alemanas. Lo que está en discusión es una cuestión de principios y no la estrategia de Hitler, al cual no se le pasaba por la imaginación limitarse a las fronteras étnicas: solo unos cuantos meses después de Múnich se anexionó todo el territorio checo con el estatuto de “protectorado”.

Tras esas anexiones, la extensión del Reich llegó a ser de 637.000 km² y la población aumentó a casi 87 millones de habitantes, muy superior a antes de 1918; en población casi igualaba a la de Gran Bretaña (47 millones) y Francia (42 millones) juntas. Si Hitler se hubiera detenido ahí, Alemania habría sido, con mucho, la mayor potencia europea. Desde luego, del proyecto “puramente” alemán aún quedaba por recuperar Danzig; esa fue la gota que colmó el vaso: Gran Bretaña y Francia ya no aceptaron esa nueva pretensión que apuntaba en realidad a toda Polonia (destinada a que se la repartieran entre Alemania y la Unión Soviética) y así se llegó a la Segunda Guerra Mundial. Hitler no tenía la menor intención de pararse: para él, la consecución de la unidad nacional alemana no significaba el final, sino el principio de un proyecto de mucha más envergadura. La mayor parte de los alemanes seguramente se habrían conformado con lo realizado hasta entonces; quisieran o no, tuvieron que estar a su lado. Nadie les preguntó y, aunque les hubieran preguntado, en un régimen totalitario las respuestas se saben de antemano.

Con Polonia, las cosas se resolvieron rápidamente; totalmente derrotada en solo tres semanas, su mitad occidental (incluida Varsovia) quedó anexionada al Reich. En junio de 1940, Francia se quedó fuera de combate; el ejército alemán ocupó una parte del país y la otra, al sur, quedó bajo la autoridad del Gobierno de Vichy, dependiente a su vez de la potencia vencedora. Los ejércitos alemanes habían invadido entretanto Dinamarca y Noruega, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Pero el proyecto de invadir Gran Bretaña fracasó, ya que la “batalla de Inglaterra” se saldó con fuertes pérdidas para la aviación alemana; su condición insular salvaba una vez más a los británicos. Vuelve la pregunta: ¿qué habría pasado si Hitler se hubiese detenido ahí? La respuesta es que tenía grandes posibilidades de ganar la guerra o, al menos, de no perderla. Al este, la Unión Soviética se habría quedado tranquila, satisfecha con lo que le había ofrecido el Pacto Ribben­­trop-Molotov en agosto de 1939: la Polonia oriental, los países bálticos, Besarabia y la Bucovina del norte arrebatadas a Rumania… Difícilmente habría podido Hitler dejar a Inglaterra fuera de combate, pero tampoco esta podía hacerlo con Alemania. Ni si­­quiera la entrada de los Estados Unidos en la guerra habría tenido un efecto decisivo. Con las tropas alemanas concentradas enteramente en el frente occidental, una invasión anglo-norteamericana resultaba harto problemática.

Esta lógica no era la de Hitler. Su guerra tenía que ser a toda costa la guerra, la guerra total, la guerra de exterminio contra la Unión Soviética (el aliado provisional de 1939). Por otro lado, Hitler esperaba que franceses y británicos cedieran en la cuestión de Polonia, al igual que lo habían hecho antes en el momento del Anschluss y después con la desmembración de Checoslovaquia. Él no quería la guerra con Francia e Inglaterra y menos aún con los Estados Unidos. Es cierto que con Francia había que ajustar cuentas, Alsacia-Lorena y en especial la humillación siempre presente de Versalles que, en su mayor parte, se le achacaba a ese país. Eso para Hitler era una cuestión secundaria. Con Inglaterra, también un país de “raza” germánica, habría deseado más bien una alianza, un acuerdo para repartirse el mundo: los mares para Inglaterra y el continente para Alemania.

Ya en Mein Kampf Hitler había expresado su convicción (a la que no renunció en ningún momento) de que Alemania no tenía que concebir su expansión ni al oeste ni al sur, sino al este. Sin quererlo, se vio con una guerra en el oeste al dar el primer paso hacia el este y desmantelar Polonia. Su idea era que Alemania, tal y como se presentaba, no podía considerarse en verdad una gran potencia. No lo había sido ni en 1914 (de ahí la derrota), ni se había convertido en una potencia lo bastante grande con las sucesivas anexiones de 1938 y 1939. Países grandes —y solamente con ellos cabía la comparación— eran el Imperio británico, a su manera, aunque muy fragmentado, y sobre todo las extensas potencias continentales: los Estados Unidos, Rusia y China. De todos ellos, Estados Unidos era el modelo a seguir. Es interesante constatar lo sensible que fue Alemania a los distintos modelos que imitó sucesivamente. Primero, se conformó con ocupar el lugar de Francia como potencia continental. Luego ambicionó la posición de In­­glaterra de potencia marítima y colonial. Con la llegada de Hitler, los Estados Unidos pasan a primer plano: parte entera de un continente poblada de colonos de raza “nórdica” en detrimento de los indios autóctonos, expulsados de sus tierras o, lisa y llanamente, exterminados42. En su adolescencia, Hitler era un apasionado lector de las novelas de aventuras de Karl May centradas en el salvaje Oeste y en las guerras contra los indios y ahí reside, en buena parte, el origen de su interés por el espacio norteamericano43. Vio una salida a la frustración causada por la derrota de 1918 precisamente acudiendo al imaginario norteamericano de May. Para la mayoría de los alemanes, habría bastado con que su país recuperase la posición de 1914. Para Hitler, por el contrario, las fronteras de 1914 no resolvían nada, ni siquiera con la inclusión de los territorios germánicos limítrofes. Se habría llegado de nuevo a la situación que se saldó con la derrota de Ale­­mania, ni más ni menos. La única solución era que Alemania se convirtiera en una Norteamérica de Europa, en un Estado que dominase la mayor parte del continente y no en una simple confederación de pueblos bajo dominio alemán (tal y como se presentaban los objetivos alemanes en la Primera Guerra Mundial), sino poblando con elementos germánicos unos territorios que previamente serían “depurados” de la presencia de los otros. Semejante proyecto solo podría tener un nombre: Rusia44. Allí y solamente allí se encontraban aquellas extensiones interminables que el Reich necesitaba para convertirse en un país verdaderamente grande, al igual que una población considerada inferior, destinada a ser expulsada, reducida a esclavitud o exterminada. Según la lógica estricta de la guerra, Hitler cometió un error al desencadenar en junio de 1941 las hostilidades contra la Unión Soviética mientras todavía luchaba contra Inglaterra y cuando ya se vislumbraba la entrada en el conflicto de los Estados Unidos. Pero no erró absolutamente nada conforme a su propia lógica. Su misión histórica era extender la dominación alemana sobre las estepas rusas. Consideraba que una victoria sobre Rusia, que suponía rápida, pondría a su disposición los inmensos recursos de ese país y consolidaría sus posibilidades en la confrontación posterior con los anglonorteamericanos. Sin embargo, los rusos aguantaron, de suerte que Alemania tuvo que luchar, como en la Primera Guerra Mundial, en dos frentes e incluso en tres, si tenemos en cuenta el frente italiano en un momento dado. Una guerra así únicamente podía perderla.

Ni que decir tiene que la expansión al este no es algo que se inventó Hitler. El Drang nach Osten fue una constante en la historia alemana: la parte oriental del Reich se extendía por territorios antaño eslavos y las islas alemanas esparcidas por el Volga parecían indicar la senda de una futura marcha gloriosa. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, las personas y organizaciones más enfervorizadas, como la Liga Pangermana, imaginaron proyectos inconcretos de anexiones y colonizaciones en la zona báltica y en Polonia (aunque, en realidad, los alemanes no consiguieron finalmente ni la colonización interna en las zonas orientales del Reich, donde se mantenía todavía una mayoría polaca). El tema se puso de actualidad durante los años de la guerra a medida que avanzaban las fuerzas alemanas por las orillas del Báltico, Bielorrusia y Polonia y se agudizó después del Tratado de Paz de Brest-Litovsk. A juicio de Ludendorff, Crimea habría sido el lugar ideal para una colonización ale­­mana. Pero los responsables políticos se mostraron reticentes por miedo a despertar susceptibilidades en los pueblos que acababan de desgajarse del antiguo Imperio zarista: ¿cómo iban a atraerse a Ucrania si planeaban la colonización de Crimea? Resulta imposible saber lo lejos que habría llegado la expansión oriental de Alemania en caso de una victoria definitiva. Durante la República de Weimar, dos autores contribuyeron especialmente al debate en torno al “espacio vital” (Lebensraum): el “geopolítico” Karl Haushofer, profesor de la Universidad de Múnich, cuyos argumentos puede que llegaran a Hitler a través de su admirador Hess, y Hans Grimm, autor de la novela que lleva el explícito título de Volk ohne Raum, o sea Un pueblo sin espacio, publicado en 1926 y que fue un éxito de ventas. Pero en lo referente a la estricta expansión territorial, Haushofer no iba más allá de unificar todos los territorios germánicos y restaurar el Imperio colonial, mientras que a Grimm le interesaban exclusivamente las colonias45. Según puede verse, aunque hizo suyas tendencias preexistentes, Hitler fue incomparablemente más lejos: desde una Europa oriental, zona de influencia y hinterland económico de Alemania, a una Europa oriental anexionada y colonizada.

Digamos también que la historia volvió a tender una trampa a los alemanes. Cuando empezó la guerra, los súbditos del Führer no se mostraron muy optimistas e incluso los generales albergaban sus dudas. El haber derrotado con una facilidad inesperada al ejército francés, considerado el mejor del mundo, creó de repente la sensación de ser invencibles y catapultó a Hitler, a sus propios ojos y a los de otros, al rango de genio militar sin igual. Poco antes, la inmensa Rusia había estado en un tris de ser derrotada por la pequeña Finlandia: ¡una prueba lamentable para el Ejército Rojo! Si Francia hubiera resistido mejor y Rusia hubiese derrotado con facilidad a los finlandeses, quizá Hitler habría sopesado con más fundamento los pasos siguientes. Pero así, ¿cómo iba a dudar del éxito de la campaña del este?

En los meses que siguieron a la invasión de Rusia (el verano y otoño de 1941), Hitler se deleitaba invocando ante sus invitados los grandiosos proyectos para el este. Una red de ciudades y aldeas alemanas, así como vías rápidas de comunicación, cubrirían el antiguo espacio soviético. Los eslavos se quedarían fuera de la civilización, en una especie de reservas, como si dijéramos, y consumidos por las privaciones desaparecerían paulatinamente a causa de las enfermedades y la miseria (una vez más, la analogía con los indios americanos). Veinte años después, los colonos serían veinte millones. Al cabo de un siglo, la población eslava sería completamente reemplazada por alemanes. En julio de 1942 se adoptó de forma oficial un Plan General para el Este. Preveía la evacuación al este de más de treinta millones de personas: entre el 80 y el 85% de la población polaca; el 64% de la población ucraniana y el 75% de los bielorrusos. Los reemplazarían diez millones de alemanes46. ¡Y eso solo era el principio!

Es extraño que Hitler no se percatara de la enorme diferencia de nivel histórico, demográfico, social y tecnológico que había entre las tribus dispersas de los pieles rojas norteamericanos y el imponente Imperio ruso. Subestimó a los rusos en idéntica medida y, contra toda lógica militar, lanzó la ofensiva en 1941 no en una sola dirección decisiva, sino en tres: hacia Leningrado, Moscú y Kiev e incluso, al año siguiente, dividió de nuevo sus fuerzas entre Sta­­lingrado y el Cáucaso. Un apoyo precioso para los alemanes habría sido atraerse a los pueblos dominados por los rusos, en primer término al mayor de ellos, los ucranianos. Llegó a esbozarse esa estrategia, pero no fue muy lejos: ¡Hitler no tenía la menor intención de regalarles a los ucranianos los territorios conquistados!