Capítulo 12

La solución final

El terrible trato que se aplicó a los judíos es actualmente el capítulo más invocado en la historia del Tercer Reich. Parece casi increíble hasta dónde se pudo llegar; sin embargo, en el fondo, todo es explicable, no en la lógica normal, desde luego, sino acudiendo a la lógica perversa del nazismo (y a la de Hitler en particular). En realidad, el problema judío se integra para los nazis en una filosofía más amplia de la raza. Siguiendo las huellas de Gobineau y Chamberlain, Hitler consideraba que los únicos creadores auténticos de civilización en todo el mundo eran los arios. Los judíos eran el polo opuesto: carecían de espíritu creador, eran egoístas, unos parásitos y subversivos. La sangre aria solamente predominó en los pueblos germánicos. En otras partes, la mezcla racial disolvió a la minoría aria creadora. Nada hay más destructor que el mestizaje. Rusia apareció y se consolidó a lo largo de siglos gracias a las virtudes del elemento germánico que catalizó a una masa eslava de calidad inferior; ese núcleo conductor desapareció y lo sustituyó, en la Rusia bolchevique, el elemento judío disolvente. De este modo, Rusia se acercaba a su desaparición. Un fe­­nómeno de mestizaje ocurre también en Francia por el aporte de “sangre” negra de las colonias; se vislumbraba un inmenso territorio, desde el Rin hasta el Congo, poblado por una raza mulata: ¡tremenda degradación! Para Alemania, no había más elección que cultivar la pureza racial. Una estrategia de múltiples facetas. Era menester eliminar a quienes tenían taras biológicas: discapacitados, homosexuales, etc. Había que eliminar a los gitanos. Pero, sobre todo, a los judíos. Por los motivos mitológicos citados, pero también por el motivo más concreto —que invalidaba de hecho su hipotético parasitismo y falta de creatividad— de su presencia con un peso significativo en sectores clave de la sociedad y cultura alemanas. El ascenso de los judíos al mismísimo núcleo de la sociedad —prueba de que antes de 1933 Alemania no había sido tan antisemita— los señalaba a ellos como el “chivo expiatorio” ideal por todos los fracasos registrados desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta la llegada de Hitler al poder. Todo cuanto ocurrió con los judíos fue fraguado por un grupo restringido de personas, ejecutado de igual forma por una minoría y, por desgracia, aceptado tácitamente por una mayoría de alemanes que no lo supieron, o tan solo en parte, y eso porque no quisieron saberlo, porque así los condicionó la filosofía del totalitarismo. El mismo tipo de actitud se encuentra en los países comunistas en relación con los crímenes del comunismo.

Hay que admitir que, en una primera etapa, el nazismo de Hitler fue menos exterminador que el comunismo de Lenin y Stalin. Este último goza de una incontestable prioridad en el capítulo de los crímenes en masa, aunque no es convincente la tesis de que el nazismo se inspiró en su ejemplo47; el nazismo fue propulsado por la propia concepción y el propio impulso en una sociedad de tipo occidental donde, mal que bien, se conservaba algo de una tradición de legalidad que nunca existió en Rusia. Lo cierto es que, antes de la guerra, la táctica del nazismo fue hacerles la vida imposible a los judíos para obligarlos a abandonar el país. Los expulsaron de las universidades, de los colegios, de los cargos públicos y, de forma paulatina, de casi todos los sectores de actividad; las leyes de Núremberg los despojaron de la nacionalidad alemana (1935); tampoco faltaron episodios violentos que culminaron en la “noche de los cristales rotos” (9 y 10 de noviembre de 1938), con incendios de sinagogas, destrucción de tiendas y judíos asesinados y maltratados. Hasta el 1 de septiembre de 1939, unos cuatrocientos mil judíos abandonaron Alemania, lo que equivalía a la mayoría de la población judía.

Con la invasión de Polonia y la anexión de su mitad occidental en septiembre de 1939, casi dos millones de judíos polacos entraron en las fronteras del Tercer Reich. Ahora surgía un problema mucho más difícil de resolver que antes, cuando se presionaba a los judíos alemanes para que se marcharan del país. Se idearon planes ilusorios, como desplazarlos al este (¡pero antes había que conquistar Rusia!) o más lejos, a Madagascar, que formaba parte del Imperio colonial de la Francia derrotada. En espera de una solución, los amontonaron en guetos en condiciones inimaginables de miseria donde muchos encontraron su fin.

La etapa última aparece estrechamente relacionada con la guerra contra la Unión Soviética que empezó en junio de 1941. Los “judío-bolcheviques” eran los primeros a los que había que eliminar del territorio ocupado; hubo matanzas en cadena. A fines de dicho año, la derrota ante Moscú dio al traste con la ilusión del Blitzkrieg; la victoria se alejaba, la guerra se prolongaría y no podía pasarse por alto la posibilidad de un final desfavorable para Alemania. En esas condiciones, las de una guerra generalizada y de larga duración, ya no había ni dónde ni cuándo evacuar a los judíos. Tras la ocupación de la Polonia oriental, de Ucrania y de la Rusia occidental, el número de judíos en los territorios controlados por los alemanes se había elevado a unos cinco millones. El proyecto nazi de librarse de ellos se asociaba ahora a otro más amplio de “limpieza étnica” de un territorio que se extendía hacia el este; tras los ju­díos venían los eslavos, los polacos y los rusos (a los que ya se había sometido a un principio de genocidio). Desde el punto de vista nazi, había que añadir también otras razones. Hitler había advertido a los judíos que lo pagarían caro si los Estados Unidos entraban en la guerra y, ya metidos en el conflicto, se propuso cumplir su palabra. Al alargarse la guerra, morían en los frentes cada vez más alemanes. Y también más civiles en las ciudades alemanas a consecuencia de los bombardeos anglo-norteamericanos. Para el régimen nazi habría sido inconcebible que los alemanes pagasen un tributo de sangre mayor que los ju­díos. Y la hipótesis de una posible derrota no hacía más que poner de relieve la urgencia de su eliminación: que al menos quedara eso de la obra de Hitler, no podía permitirse que sobrevivieran al Reich. Argumentos suficientes para motivar el paso —decidido entre finales del año 1941 y principios de 1942— a una nueva fase de exterminio sistemático48.

Los dos proyectos de exterminio, el nazi y el comunista, obedecen a causas similares a pesar de las diferencias. Los comunistas se proponían eliminar al enemigo de clase y los nazis al de raza. Los crímenes nazis se practicaron de forma metódica, con una organización de tipo industrial, lo que les da un aire más siniestro, aunque, en lo que al número total de víctimas se refiere, el comunismo se coloca con diferencia el primero (pues cierto es que dispuso de mucho más tiempo y espacio que el experimento nazi). Lo que aproxima a ambos sistemas es el imaginario de la salida de la historia y de la inauguración de una era poshistórica de armonía y perfección, en un sentido universalista por parte de los comunistas y en uno racial y étnico en los nazis. Construcciones de tipo milenarista, variantes secularizadas de los antiguos escenarios milenaristas de factura religiosa que tenían como meta cambiar al mundo de base; no es casual en absoluto que los acontecimientos tomaran el mismo sesgo en Rusia y en Alemania, dos sociedades que, por otro lado, son muy diferentes, pero donde, en igual medida, bullían contradicciones y resentimientos. La perfección del mañana pasa por la violencia de hoy. Es menester purificar el cuerpo social (o racial). Entre los verdugos hay también monstruos sádicos que gozan torturando y matando. Pero la mayoría son funcionarios corrientes del orden nuevo (caso típico es el de Eichmann). No matan por placer, sino por obligación. Tienen una misión histórica que cumplir. Hay que pasar página lo antes posible para instaurar la armonía definitiva.