Comparando sin prejuicios, el Tratado de Versalles (junto a los tratados afines: Saint-Germain con Austria, Trianon con Hungría, Neully con Bulgaria y Sèvres con Turquía) no parece ser más benevolente con los vencidos que los de Brest-Litovsk y Bucarest, impuestos por Alemania a Rusia y a Rumania. El territorio de Alemania quedó sensiblemente disminuido (y más aún si tomamos en cuenta a las colonias) y se le imponía una drástica reducción de su potencial económico y militar. A Turquía se la trató más bien como a un país no europeo y, conforme a la práctica colonialista, las potencias vencedoras se la repartieron. Es cierto que Austria-Hungría desapareció por sí sola, pero a Hungría, a lo que de ella quedó, le trazaron unas fronteras muy desfavorables y un buen número de húngaros quedaron fuera del país.
Cuando firmaron el armisticio, los responsables alemanes aún no eran plenamente conscientes de que estaban firmando una capitulación incondicional. Pronto cayeron en la cuenta; sin embargo, el paso decisivo se había dado y Alemania ya no podía reanudar las hostilidades. El artículo 231 del Tratado de Versalles decretaba que Alemania y sus aliados eran los únicos culpables de haber desencadenado una guerra de agresión y, en consecuencia, responsables de las pérdidas sufridas por los países aliados. Como Austria-Hungría había desaparecido y los otros aparecían en cierto modo como algo residual, Alemania habría de cargar con casi todo el peso moral y material de las responsabilidades. Hoy sabemos que la culpa de Alemania fue menor que la culpa ilimitada que entonces se le atribuyó. Esa “falta de generosidad” que, en nombre de Francia, reconocía recientemente el presidente Sarkozy35, contribuyó en gran parte, tal vez incluso de forma decisiva, a los trastornos que lanzaron al mundo a la Segunda Guerra Mundial.
La misión más delicada de los vencedores fue rediseñar el mapa político de Europa. Los imperios tenían que desaparecer y los estados nacionales ocuparían su lugar, conforme al derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, principio enunciado por el presidente Wilson de Estados Unidos. Sin embargo, era más fácil enunciar el principio que aplicarlo, en especial porque lo que estaba en discusión era, en primer lugar, la Europa central, caracterizada por una amalgama de etnias entre las cuales resultaba muy difícil trazar líneas separadoras. A decir verdad, la Europa central se habría adecuado mejor a una fórmula de tipo confederal que a la separación drástica de unos territorios con mezcla de población. Lamentablemente, no se podía pasar de la noche a la mañana de una situación de discriminación y confrontación a otra de igualdad y entendimiento mutuo. El criterio que se tomó en consideración fue el idioma y la definición de un territorio como nacional se hizo atendiendo al elemento étnico mayoritario, sin preocuparse mucho de las minorías, por numerosas que fueran. Las cosas se complicaron más aún al poner en la balanza, junto al criterio étnico, también otros, opuestos a veces a este según los intereses de quienes se hallaban en el campo vencedor. En caso de necesidad, se invocó el derecho histórico: así, Bohemia permaneció íntegramente dentro de sus límites históricos, aunque “el derecho de los pueblos” habría debido tener en cuenta la existencia de dos poblaciones bien delimitadas territorialmente, checos y alemanes. Criterios geográficos, estratégicos o, sencillamente, “el derecho” de los vencedores contribuyeron también a establecer las nuevas líneas fronterizas. Fijar el Danubio como frontera permitió la anexión a Eslovaquia de una región entera habitada por húngaros, la cual habría debido permanecer en Hungría. Al trazar la frontera entre Italia y Austria en el paso montañoso del Brennero se rompió buena parte del Tirol mayoritariamente austriaco a favor de Italia. Lo cierto es que ninguna de estas excepciones redundó en beneficio de los vencidos.
Los estados nacionales resultantes tuvieron de nacionales solo el nombre. En la Europa central, el más próximo al modelo nacional (pero todavía bastante lejos; diríamos que estaba a medio camino entre un Estado nacional y uno multinacional) fue Rumania. Las provincias anexionadas comprendían numerosas minorías (húngaros y alemanes en Transilvania, ucranianos y alemanes en Bucovina, rusos y ucranianos en Besarabia y judíos en todas las regiones); sin embargo, los rumanos al menos eran mayoritarios casi en todas partes. Por ello, el sistema de Versalles resistió en Rumania mejor que en todos los demás estados nuevos. Polonia se valió del derecho étnico en el oeste, pero en el este reivindicó sus derechos históricos para, a la postre, englobar territorios habitados mayoritariamente por ucranianos o bielorrusos. De Checoslovaquia solamente puede decirse que era un Estado casi igual de multinacional que el difunto Imperio austrohúngaro: además de checos y eslovacos, abarcaba regiones compactas de alemanes, húngaros y ucranianos. A primera vista, Yugoslavia parecía más bien un Estado nacional, ya que las poblaciones eslavas que la constituían estaban muy próximas por la lengua (aunque junto a ellas se hallaban bastantes minorías: albaneses, húngaros, rumanos, alemanes…). Sin embargo, es un caso que demuestra la insuficiencia del criterio lingüístico para perfilar, en ausencia de otros factores de vinculación, una unidad de tipo nacional. Los serbios ortodoxos, los croatas católicos y los bosnios musulmanes, incluso hablando el mismo idioma, demostraron finalmente no solo ser muy diferentes, sino también hostiles unos con otros.
En tales condiciones de aplicación muy generosa del criterio etnolingüístico (¡en realidad, la definición “alemana” de la nación!), los alemanes tenían motivos fundados para solicitar un tratamiento igualitario. Con otras palabras, a cambio de renunciar a los territorios no alemanes que poseían, conseguir reunir por fin todas las regiones alemanas. Las zonas que perdieron representaban el 13% de la superficie y el 10% de la población del Reich. Alemania se reducía de 540.000 a 472.000 km². Francia recobró Alsacia-Lorena sin referéndum: el único caso en el cual el criterio no fue la lengua hablada, sino la pertenencia nacional conforme a la concepción francesa (realmente, la germanización e integración en el conjunto alemán había hecho muchos progresos; es difícil decir en 1918 en qué medida los alsacianos se sentían más franceses o más alemanes). Polonia recibió las provincias de Posen y Prusia Occidental (con un “pasillo” hasta el mar Báltico), de cierta mayoría polaca, pero también con una minoría alemana bastante significativa; tras un plebiscito, recibió también la extremidad oriental de Silesia. Igualmente por un plebiscito, Dinamarca volvió a posesionarse de la zona septentrional de la provincia de Schleswig. Aparte de territorios mayoritariamente no alemanes, Alemania hubo de ceder en varios lugares donde los alemanes eran mayoritarios. Así perdieron la ciudad de Danzig (actual Gdansk), que se convirtió en “ciudad libre” al final del “pasillo” polaco. En Memel (en la extremidad norte de la Prusia Oriental) tendría que haberse celebrado un plebiscito, pero los lituanos ocuparon la ciudad sin complicarse con formalismos. Malmédy, de lengua francesa, pasó a Bélgica pero, a la vez, también el distrito de Eupen, en su totalidad de lengua alemana (y para que todo fuera perfecto e irrefutable, ¡la población alemana de Eupen ratificó en un referéndum la anexión!).
En cambio, se negó tajantemente a los alemanes que estaban fuera de Alemania el derecho a unirse con Alemania. Existía un fuerte deseo recíproco de unión entre Alemania y Austria. “Expulsada” de Alemania en 1866, pero ahora sin Imperio, parecía absolutamente natural que Austria, no menos germana que cualquier otro Estado germano, volviese al seno de Alemania. El veto que los vencedores pusieron al Anschluss desconcertó a los austriacos y disgustó profundamente a los alemanes. La discusión concluyó aún con más rapidez en lo tocante a la integración en Alemania de la región de los Sudetes, poblada en su gran mayoría por alemanes. La decisión fue favorable a los checos con el argumento de que ¡no podía romperse la unidad histórica de Bohemia! Estas decisiones injustas son fáciles de entender: Austria, con seis millones y medio de habitantes, y la región de los Sudetes, con tres, habrían añadido a Alemania, en términos de población y de valor general del territorio, más de lo que se había visto obligada a ceder. Después de la derrota, Alemania habría ganado en lugar de perder. Eso no podía admitirse. ¡Tanto peor para los principios: a los alemanes no se les aplicaban!
Al menos no se llegó a desmembrar Alemania, una idea no carente de adeptos en Francia y que parecía realizable toda vez que el Reich solamente databa de 1871 y que en su interior los diferentes estados habían mantenido su identidad. La cuestión de Renania fue más espinosa. Los franceses querían anexionarse este territorio situado al oeste del Rin (28.000 km², cinco millones y medio de habitantes y con una importante capacidad económica). Pero la anexión parecía difícil de llevar a cabo: los aliados anglosajones no la habrían aceptado y por descontado que la población germana de la región tampoco la habría recibido con entusiasmo. Quedaba la fórmula de la independencia, combinada con una unión aduanera con Francia. O, al menos, una amplia autonomía dentro de Alemania: esta variante se apoyaba en un movimiento autonomista renano bastante activo. Los franceses perseguían que, de una forma u otra, la frontera occidental de Alemania (si no la frontera política, al menos sí la militar) se detuviera en el Rin. El mariscal Folch, el vencedor de 1918, consideraba que Francia tenía que asegurarse a toda costa una defensa avanzada en la línea de ese río. Los franceses acudieron al Congreso de Paz con la tesis de que los habitantes de Renania fueron originariamente celtas y que fueron romanizados después y solo más tardíamente germanizados, pero que todo el tiempo estuvieron sometidos a una fuerte influencia francesa. Entre unas cosas y otras, ¡estaban más cerca de los franceses que de los alemanes!36. Los ingleses y los norteamericanos se opusieron con firmeza a esas tentativas capaces de provocar otra desavenencia del tipo Alsacia-Lorena, pero en sentido inverso. Finalmente, Clemenceau se vio obligado a ceder. No obstante, Francia siguió en los años siguientes pescando en las aguas revueltas del separatismo o autonomismo renano, pero sin obtener ningún resultado. La única posibilidad de anexión fue la pequeña región fronteriza del Sarre, de 2.000 km² y 800.000 habitantes. Parte de esa región perteneció a Francia hasta 1815. Pero el gran interés residía en sus ricos yacimientos de carbón. Francia obtuvo la propiedad de las minas y la inclusión de la región en su propio espacio aduanero. Quince años más tarde, un referéndum decidiría su situación jurídica posterior: la unión con Alemania, con Francia o la continuación del régimen de autonomía bajo la égida de la Sociedad de Naciones. En 1935 el veredicto de la población fue inapelable: la gran mayoría se pronunció por la reintegración en Alemania. Todas esas pretensiones francesas envenenaron más aún las relaciones entre ambas naciones y reforzaron en Alemania el espíritu de revancha.
Si se mermó el territorio del Reich, aunque no se desmembró, las posesiones coloniales alemanas fueron sometidas a un tratamiento mucho más radical: todas fueron confiscadas. Los vencedores se las repartieron bajo la protección de la Sociedad de Naciones, para dejar una mejor impresión. Gran Bretaña recibía el África oriental alemana (Tanganica, que correspondía en gran parte a la actual Tanzania). Togo y Camerún se repartieron entre Gran Bretaña y Francia. África del suroeste se le atribuía a la Unión Sudafricana, o sea, al Imperio británico. Bélgica recuperaba Ruanda. A Japón se concedía Qingdao, en China, y se repartía con Gran Bretaña las posesiones insulares alemanas del Pacífico. Lisa y llanamente, era un auténtico expolio, aunque hoy la injusticia pueda parecer menos evidente, desde el momento en que toda dominación colonial se considera injusta en relación con las poblaciones colonizadas. Ni que decir tiene que el famoso derecho de los pueblos a disponer de sí mismos no se aplicaba a las razas “de color”. Para Alemania significaba menos una pérdida material que una pérdida de prestigio, una pérdida simbólica. Se le hacía saber que, en adelante, quedaba limitada a su espacio europeo, en contraste con Gran Bretaña y Francia, potencias mundiales, con posesiones e intereses en todos los continentes. Una humillación más.
Había que “reducir” a Alemania en toda su dimensión. El ejército se limitaba a 100.000 hombres y exclusivamente para mantener el orden interno. La flota de guerra fue hundida para no tener que entregarla. En lo económico, a Alemania se le impusieron obligaciones discriminatorias de todo tipo. Pero el colmo del abuso lo alcanzó la deuda de guerra, fijada en 1921 en la enorme cantidad de 132.000 millones de marcos-oro; conforme a un fraccionamiento posterior, ¡Alemania habría tenido que pagar hasta 1988! Las dificultades económicas y financieras fueron causa desde el principio de un retraso en los pagos. Francia aprovechó la ocasión para ocupar la región del Ruhr en 1923 con la intención, además, de forzar a Alemania al pago de las cantidades convenidas, de poner a su servicio el potencial económico de la región y de estimular el separatismo renano. Al final, la operación fue un fracaso; las fuerzas francesas se retiraron en 1924 y ese mismo año, con la adopción del Plan Dawes, se recalculó la deuda alemana de una forma menos onerosa. En total, Alemania pagaría (hasta que la “perdonaran” en 1932) la cantidad de 23.000 millones de un total de 132.000, desproporción que ilustra lo excesivo de las pretensiones iniciales.
La responsabilidad de Francia a la hora de provocar en Alemania un estado de desesperación fue mayor que la de sus aliados anglosajones. Estos exhortaron más de una vez a París a comportarse con moderación. Inicialmente, tampoco parecían convencidos de los derechos de Francia sobre Alsacia y Lorena; en todo caso, no aceptaron sus pretensiones sobre Renania. Por otro lado, poco después, Estados Unidos adoptó una línea política “aislacionista” y se desinteresó de Europa. Gran Bretaña continuó con su tradicional estrategia del equilibrio europeo: con una Alemania debilitada, no era cuestión de reforzar mucho a Francia. Sin embargo, entre Francia y Alemania las cosas eran más complejas. Se había desatado una serie de conflictos ya desde la época de las guerras napoleónicas. Ora los alemanes, ora los franceses tenían que tomarse la revancha por las derrotas y pérdidas anteriores. Como Inglaterra ocupaba una posición especial de potencia con intereses en todo el mundo, los dos países competían entre sí por ostentar la categoría de primera potencia europea. A la sazón, los franceses tenían mucho que recuperar y mucho que pagar: la derrota de 1870, la pérdida de Alsacia y Lorena, el haber pasado a ocupar el lugar de una potencia de segundo orden en relación con Alemania, la invasión de 1914, la ocupación alemana de una parte del territorio francés, con todos los perjuicios y traumas que de ella se derivaron… Desde el punto de vista francés, Alemania había de pagar sin ningún límite, con creces. Un empobrecimiento tal de la potencia rival tenía que llevar a invertir los papeles: una Francia de nuevo primera potencia europea (con mayor motivo porque Rusia se quedó un tiempo fuera de juego). El nuevo proyecto hegemónico francés se manifestó de todas las modalidades posibles, por su presencia o por intervenciones militares en distintas zonas de Europa, por intentos de apoderarse de la “herencia” económica alemana, por cultivar estrechas relaciones con los nuevos estados de la Europa central (Polonia y la Pequeña Entente: Checoslovaquia, Rumania, Yugoslavia). El problema, no obstante, era que esa política resultaba demasiado ambiciosa para las fuerzas de Francia. Incluso disminuida, Alemania seguía siendo mayor y, potencialmente, más poderosa que su adversaria: sesenta millones de alemanes en el interior de las nuevas fronteras, en 1919, frente a cuarenta de franceses; de igual forma, por grandes que hubieran sido las pérdidas y dificultades de la posguerra, la capacidad económica de Alemania, principalmente la industria, superaba con mucho las posibilidades de la economía francesa. El espíritu de revancha de los franceses es comprensible después de todo lo que había acontecido, así como sus sueños de hegemonía, nutridos por la nostalgia de una época en que Francia era, de lejos, la primera potencia europea. Una política más comprensiva con Alemania —para ser sinceros, más fácil de imaginar ahora que en el ambiente de entonces— habría podido tener, no obstante, efectos positivos sobre la evolución ulterior de los acontecimientos. También Francia trabajó sin saberlo y sin quererlo en la subida de Hitler al poder y en la preparación de su propia derrota dos décadas más tarde. Es significativo que, de todas las campañas de la Segunda Guerra Mundial, la más popular en Alemania fuera la ofensiva contra Francia de mayo y junio de 1940. La derrota de esta, rápida y completa, se percibió como una lección merecida por las humillaciones que Alemania hubo de soportar al final de la contienda precedente.