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Los ritos funerarios fueron distintos en todas las culturas de acuerdo con la concepción que cada pueblo tuvo de la muerte, pero un rasgo compartido fue la incorporación de alimentos en las ofrendas que acompañaban al difunto en su viaje al más allá.

Los mayas acostumbraban enterrar a algún ancestro debajo de la casa. Con esto creían llenar de vitalidad e identidad al ámbito doméstico y establecer un fuerte lazo entre vivos y muertos.

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Algunos pueblos honraban a un difunto importante haciendo un bulto funerario con sus restos tras la incineración y le ofrecían, entre otras cosas, tamales y frijoles. Actualmente existe aún en ciertas regiones del país la costumbre de dispersar las cenizas del difunto entre los cultivos para que el ser querido regrese a través de los alimentos.

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Como parte del rito funerario, las familias reunían desde modestas hasta fastuosas ofrendas, formadas con algunas herramientas del difunto y varios de sus recipientes favoritos, algunos repletos de comida. Se rodeaba al cuerpo de objetos de uso personal, tales como cuentas, navajillas de obsidiana y hueso, adornos de concha, vasijas de diferentes formas y tamaños y algunas figurillas de barro.

Los que en vida fueron objetos de uso cotidiano, como los metates para la molienda del maíz o los botellones para el agua, se convertían en piezas de ofrenda que acompañarían al fallecido a su destino final.

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