I. LA RELIGIÓN GRIEGA EN SU HISTORIA

I. TRAYECTORIA DE LA RELIGIÓN GRIEGA

1. La religión griega se prepara entre los egeos neolíticos. Grecia no existe aún. En “la Creta de cien ciudades”, que dice Homero, donde se oyen tantas lenguas distintas, los Minos, los faraones insulares de Cnoso, relacionan el comercio marítimo del Oriente y del Occidente, almacenan en sus palacios los pingües provechos de su “talasocracia” —su imperio marítimo—, ofrecen fiestas y corridas de toros, protegen las artes en que por primera vez sonríe la gracia. Esto acontecía miles de años antes de Cristo.

Cambiándose influencias con el Egipto y con el Asia Anterior, los pueblos egeos habían llegado a una religión extática de la Diosa Nutriz, Genio de la Fertilidad, la Madre Tierra acompañada cada vez más de su “paredro”: el doncel que acabará por arrebatarle el sitio preeminente al confundirse más o menos con Zeus.

Ardientes ritos agrarios y sacramentos públicos —sacramentos coram populo, procesiones, cantos y danzas que se volverán Misterios en Grecia cuando el predominio de los Olímpicos— caracterizan esta etapa de las creencias. Sea dicho con las reservas a que obliga un enigma no enteramente descifrado.

Los egeos en el núcleo, y en la periferia los pelasgos y tirrenios, carios, léleges, tiredas, lapitas, confunden sus credos y observancias en la cuba extrema del Mediterráneo oriental, “la Muy Verde” de los egipcios, la madrina de navegantes.

Los micenios recibieron de los minoicos y legaron a la Grecia histórica la deidad que muere y resucita, como Dióniso o Jacinto; la idea del Niño Dios abandonado y criado por mano ajena, la noción mística de Eleusis y la promesa de las Islas Bienaventuradas. Han comenzado ya a agitarse los embriones de algunas futuras divinidades, por lo pronto “ctónicas”, reducidas a un lugar y pegadas a su terruño.

Los cultos de inspiración naturalista, comunes a todos los pueblos primitivos, dominan la religión egea: cultos del sustento y la agricultura, las estaciones, la primavera y el retoño, a que Grecia infundirá más tarde singulares encantos.

Refractado en tímpanos cristianos, todavía se escucha el retumbo del Drama del Año en el gran poema español de la Edad Media —el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita—, donde son los cortejos de “Don Melón de la Huerta” y “Doña Endrina de la Rama”; donde los combates de “Don Carnal”, propio dios pagano, y de esa caricatura de institutriz protestante que es “Doña Cuaresma”.

2. El material egeo se adultera con los elementos que aportan las invasiones. Aqueos y dorios bajan del Danubio al Mediterráneo trayendo su religión en guiñapos y alterada en el curso de las migraciones. La religión emocional del prehistórico se hace más sobria, y va resultando la figura de la nueva religión griega. De la mezcla, templada al baño luminoso del Mediodía, fluye poco a poco la teodicea oficial de Grecia, penetrada de antropomorfismo. Los Olímpicos, ceñidos a la apariencia humana, serán los troncos propicios donde prenda la mitología clásica.

Las colonias griegas del Asia, que han dado la espalda al pasado y se han enriquecido en el comercio marítimo y en el tráfico fluvial con los bárbaros de tierra adentro, se adelantan a la metrópoli, crean cortes señoriales que prestan escasa atención a las tradiciones antiguas o las consideran con una sonrisa tolerante. Cuando la Grecia continental asome a la historia, apegada a la continuidad de sus costumbres caseras, parecerá, junto a sus colonias, una graciosa provinciana. De aquí que Homero, el primer poeta de la mitología, criado en Jonia, se interponga, por la “modernidad” misma de sus nociones, en la marcha lenta y natural de las formas y de los ritos, marcha que puede trazarse desde los días de la prehistoria hasta los días de la Grecia clásica. De aquí que los maestros de Grecia lo hayan adoptado como texto escolar, para de una vez levantar al pueblo a la altura de esta religión aséptica y despojada. La singularidad homérica se nos atravesará a cada paso casi como una anticipación. Hesíodo, aunque algo posterior, representa un estado más vetusto de las creencias. Es, frente a Homero, un retardado, como lo era su Beocia frente a las opulencias de Jonia. Áspero labriego de Ascra, aunque era un justo, está lleno de pavor primitivo y vulgares supersticiones. Heródoto atribuyó a Homero y a Hesíodo la definitiva configuración de las deidades olímpicas. Brillante paradoja. Pero ni el Olimpo de Homero es el de Hesíodo, ni se hacen así las religiones, ni Grecia se creó de repente en el siglo VIII.

3. Se concilian la religión y el Estado, entre titubeos y divorcios. Desde los orígenes temblorosos, ambas instituciones quieren sentirse unificadas. Lo logran prácticamente en la Polis, la ciudad clásica. La introducción de nuevos cultos sin permiso de los gobiernos —es decir, del pueblo entero de ciudadanos mediante votación directa— es cosa prohibida. El desaire para los dioses reconocidos es una traición a la patria.

Recuérdense las muchas persecuciones por impiedad o asebia, justas o injustas y casi siempre provocadas por la pasión política, contra Anaxágoras, Aspasia, Protágoras, Alcibíades, Diágoras, Sócrates, Estilpón, y las acusaciones intentadas contra Aristóteles y Teofrasto.1 El primer sacerdote que quiso enseñar a los atenienses la adoración de la Dea Siria, Cibeles, fue muerto y arrojado al Báratro. La sacerdotisa Nino fue sentenciada a muerte por traer el culto de Sabacios. La hetaira Friné fue acusada de pretender introducir en Atenas la adoración de Isodaites.

Pero con permiso del pueblo todo puede hacerse: los mercaderes egipcios alzan un templo a Isis, y los de Kitión, un templo a la Afrodita Chipriota; Bendis, diosa tracia, tiene un sagrario en el Pireo. En general, tales exotismos se consideran, no peligrosos, un tanto extravagantes. Ante las burlas de los poetas cómicos, los cultos sentimentales de Sabacios y Adonis hacen adeptos, sobre todo entre las mujeres.

Demóstenes censura el que Esquines y su madre se entreguen públicamente a ritos extraños. Aristófanes, que no se reprime para caricaturizar a dioses y a héroes nacionales —Dióniso o Héracles—, con ninguno se permite más libertades que con Tribalo, estúpida divinidad tracia de los pájaros.

4. Pero el vetusto misticismo nunca desaparece del todo. Lo sustentan los ritos agrarios y naturalistas, agarrados tercamente al suelo como la ruda. Entre Homero y la edad clásica, mientras en Jonia se despereza el racionalismo, la Grecia peninsular sufre una marea de misticismo que nunca se aquietará del todo.

A un nivel distinto del olimpismo, el misticismo cobija el culto de los muertos; cunde, algo recóndito, en la fase religiosa del pitagorismo, en el difuso orfismo, en los semiocultos Misterios (prenuncios de las catacumbas, sectas de iniciados con amagos de misa que se consagran a Deméter y a Kora); adelanta con la marcha revolucionaria de Dióniso y sus rituales orgiásticos.

Dióniso es el dios vital, silvestre y combativo. Su aparición casi coincide con la aparición de la Grecia histórica. Entra en son de guerra, y pudo conducir a una catástrofe nacional. Por suerte lo magnetiza Apolo, el dios de las formas intelectuales, quien un día compartirá con él sus sagrarios, se aficionará a llamarse Dionysódotos y recomendará a las ciudades la devoción de su nuevo acólito. El olimpismo, aderezado cada día más por la poesía, en la poesía seguirá viviendo para siempre. El misticismo, en cambio, brotado del corazón popular, buscará el arrimo de la filosofía.

5. Ya en el cielo hay malos presagios. El futuro desmoronamiento del mundo helénico se anuncia con la derrota de los atenienses en las Guerras Peloponesias y con su desastre en Sicilia. La “Grecia griega” cayó a los pies del lacedemonio. Ya jamás se recobrará, a pesar de sus desesperados esfuerzos. Bien comprendió Tucídides que aquello era más, mucho más que una querella entre vecinos helénicos: allí se decidía, o mejor, se planteaba el duelo entre dos interpretaciones del hombre. Atenas sigue todavía luchando contra Esparta.

6. El descubrimiento contribuyó a aflojar los nervios. En el maridaje de Religión y Estado, éste sufrió el contagio del mal que minaba ya las creencias. Desde la época de la Ilustración, el descreimiento se extiende por todas las clases educadas y educadoras. Sembró la semilla Protágoras el filósofo, que declaraba no ser bastante el trecho de una existencia humana para averiguar si había o no dioses, y le siguió muy de cerca Diágoras el Ateo, un poeta melio. El poeta Cinesias fundó lo que llamaríamos el Club de los Sin-Dios. Jenofonte, en sus Memorabilia, nos habla de un joven que ni ofrecía sacrificios, ni consultaba a los adivinos, ni tenía en nada a quienes lo hacían: era un “representativo”, como hoy se dice. No escaseaban los blasfemos, adiestrados en la esgrima de los sofistas. Tucídides, para explicar la historia, prescinde metódicamente de los argumentos sobrenaturales, aunque hoy el nuevo humanismo ha dado en hallarlo supersticioso.2 Platón declara que, en sus días, muchos dudan de que haya dioses o de que se cuiden de las cosas humanas. Los oradores respetan el culto por deber cívico y como de dientes afuera. ¿Y el teatro? Eurípides está lleno de inquietud, y no es fácil creer que el Aristófanes de Las ranas, Las aves o el Pluto —por muy conservador que se llame— crea realmente en las deidades a la manera de sus abuelos.

El enrarecimiento de la creencia alterna —mal síntoma— con histéricas reacciones de fanatismo. Ejemplo, la mutilación de los Hermes y el escándalo que produjo.3 La buena gente se las arregla para convencerse de que aún guarda la piedad incólume.

Los sistemas del racionalismo filosófico venían amagando con la bancarrota, y un buen día el eje se ha quebrado.

Aparecen las filosofías morales tocadas de cierto escepticismo, que buscan el bien del individuo, y no ya el ideal público.

7. La antigua estructura política no resiste el choque macedónico. Los Estados-Ciudades se vienen abajo, mientras allá afuera el mundo se abulta y ya no cabe en las normas clásicas. Griegos y bárbaros se confunden, se rompen las líneas del dibujo. Aristóteles no entiende ya las imaginaciones de su discípulo, el visionario Alejandro. Éste deja a sus capitanes un testamento de rencillas que aumentan la desmoralización general.

Roma, poder recién amanecido, avezado en la doma de Italia y los mares occidentales, hace ahora de árbitro en el Oriente y se queda con el premio de las reyertas. Por lo pronto, absorbe el patrimonio helénico, a reserva de consagrar a Atenas como un museo de la cultura.

8. Va a nacer un nuevo orden en medio de la confusión de las conciencias. Cavando las bases de los templos olímpicos, afloran los veneros místicos nunca exhaustos, salen a la plaza los Misterios hasta entonces algo escondidos. Pero, en sus ensanches, el orbe greco-romano se ha contaminado de asiatismo, y los Misterios asumen ahora apariencias extravagantes. El Orontes —dice Juvenal— desemboca en el Tíber.

El legado de Platón, sumo genio religioso de Grecia, comienza después de varios siglos a dar frutos tardíos en la obra de los neoplatónicos. Y neoplatónicos, cínicos, epicúreos, estoicos, luchan entre sí y luchan contra los sectarios de Isis, de Atis-Cibeles o de Mitra.

Estos multiplicados tanteos, sea cual fuere su nombre, reconocen un anhelo común: acercarse a la divinidad y, si es dable, encenderse en ella al rojo-blanco de la verdadera compenetración. No había sido otra, al fin y a la postre, la consigna del misticismo antiguo. Pues si los dioses olímpicos vivían felices e indiferentes o, en todo caso, ponían férreos límites a la desmedida ambición o hybris de los humanos —pecado mortal para el “legalismo” ético-religioso—, en cambio las deidades de los Misterios, los clásicos o los decadentes (¡ah, y asimismo el nuevo Dios Crucificado!) levantaban en sus brazos y acogían en sí a sus adoradores.

En el desconcierto del mundo, entre el torbellino de promesas, armado con una moral mejor templada y ya superior al martirio, movido por la sed de justicia que arrebataba a los profetas hebreos, imbuido de la doctrina estoica sobre la fraternidad de todos los hombres, corregido en las palestras de la filosofía griega que le prestaron todas sus armas, urgido por la visión del reino celeste, se abre paso el Cristianismo. “Grecia se ahogó en el abrazo de Oriente.”

9. Este viaje tiene un sentido. Organismo en movimiento y desarrollo incesante, la religión griega no puede entenderse sin su historia. La presentación sistemática la mutila y la reduce a un plano. Pero, a lo largo de su proceso, asoman ciertas ideas dominantes, ciertas apetencias del espíritu que, vistas desde muy arriba, permiten discernir un rumbo.

Una honda transformación interna ha acompañado a las convulsiones exteriores. Es un lento tránsito de la heterogeneidad a la homogeneidad, de lo particular a lo universal, de lo concreto a lo abstracto, de la materialidad a la “eterealidad”, como en casi todos los progresos espirituales; de la complejidad ya innecesaria a la contundente unidad.

La subdivisión del poder divino, que heredaba las limitaciones tribales, que reducía el ámbito de las creencias y hasta fragmentaba el cielo en sus vaivenes, condujo gradualmente, desde las fuerzas misteriosas de la naturaleza, el Drama del Año y el Ciclo de la Fertilidad, hasta las divinidades personales y definidas; del fetichismo al polidemonismo,4 y de éste al politeísmo; de la multiplicidad de poderes a la multiplicidad de seres poderosos. El poder era un adjetivo suelto en busca del sustantivo a quien servir. El sustantivo fue el dios. El ojo primitivo comenzó por ver la cualidad. Operó la mente, e incorporó la cualidad en una sustancia. Un día las cualidades y las sustancias inconexas se sumaron al fin en el solo Dios Omnipotente.

Si tal sucedía con las nociones, otro tanto acontecía con las prácticas. Los ritos se van despojando —aunque lentamente— de su candorosa grosería, obra de Adanes irresponsables. El sacrificio, alimento brindado al dios, se sutiliza en términos tales que ya el dios sólo recibe el vapor, el aroma y el incienso, mientras el oficiante se apropia la porción útil de la ofrenda. Ésta, a su vez, se adelgazará desde el sangriento trozo de carne hasta la levedad del pan ázimo. Aquel banquete compartido en la theoxenia o visita del dios, donde “todos se contentan con su justa ración”, como dice Homero, evoluciona hacia la comunión espiritual.

Se ha modificado también la actitud del hombre ante los objetos de su creencia. De la magia directa, que esclaviza el fenómeno natural en manos del jefe metafísico, se asciende a la postura menos activa y ya más bien consultiva de la adivinación. Se llega después a la imploración y a la plegaria. Se alcanza por último la cima desinteresada de la pura contemplación y el himno adorante.

En esta escala que trepa de la tierra al cielo, la imaginación poética y filosófica de Grecia ha obrado como agente hierático. Y si se considera la aportación del pensar griego al orden cristiano —cuenta habida en los estímulos provistos por la sensibilidad siríaco-semítica—, la carrera de la mente helénica, en larga perspectiva histórica y a vista de águila (testigos irrecusables, San Pablo, San Agustín, Santo Tomás, alumnos de Grecia), va desde el amuleto mágico hasta el Dios de los occidentales.

10. La trayectoria es un proceso en cinco etapas:

  1. El misticismo egeo se revuelve con las especies olímpicas en gestación.
  2. Mientras aquel misticismo primitivo se posa, como alimento interior, en las entrañas, y mientras, fieles a la tierra, persisten los antiguos ritos agrarios, el olimpismo —aunque combatido muy pronto por la especulación filosófica— se apodera de la vida cívica y se integra en el Estado.
  3. Quebrantadas las estructuras políticas bajo la conquista extranjera, resurge el misticismo para sostener la esperanza religiosa, amenazada entre los escombros.
  4. Se desvanece el elemento olímpico de la religión y, tras una crisis trepidante, el elemento más diáfanamente espiritual, hecho religión nueva, se extiende por un mundo nuevo, obra de proletariados internos y de invasores bárbaros.
  5. El Imperio romano, ya desmembrado, trasmite a la Iglesia sus ideales de unificación.

Tal es, en cinco jornadas desiguales, la tragedia de la religión mediterránea. El espectáculo que de aquí resulta, en todo instante y todo sitio de Grecia, aparece como una maraña que fatigaría a los pájaros devanadores de los cuentos.

No se engañe mi discreto lector. Las anteriores páginas admiten una reserva general. Toda perspectiva es deformación, todo examen a posteriori es subjetivamente anacrónico. Ningún pueblo vive su religión para que se le transforme en otra, y la religión de los griegos cumplió su función actual tan bien o tan mal como cualquiera.

II. LA HETEROGENEIDAD RELIGIOSA

1. Grecia no logró la unidad política ni la unidad religiosa, aunque Atenas, Esparta o Tebas hayan aspirado a la hegemonía, y a pesar del duro aleccionamiento que significaba la amenaza del persa. Grecia es imagen del particularismo, es un mosaico. Entre los valles y cañadas de la montañosa nervadura, los Estados-Ciudades, pequeñas patrias irreducibles con alrededores de aldeas y campos, se combatían entre sí, cambiando alianzas. Más allá de sus disensiones, los pueblos helénicos se sentían espectralmente unidos por la comunión étnica, lingüística, cultural, religiosa, que los llevaba a dividir el mundo en griegos y bárbaros. Pero el parentesco sólo hacía valer sus fueros de modo intermitente, y nunca hubo reconciliación para aquella discolería sublime.

Queda por averiguar si la falta de unificación fue un mal o un bien para la cultura que heredamos. Tampoco vivió unificada la Italia del Renacimiento, otro mestizaje como el de Grecia y otra luminaria de la historia. Y sólo los siglos dirán si, en el orden de la inteligencia, sirvió de algo el que la mixtura americana se haya dividido en una veintena de repúblicas, tras la pasajera consolidación del imperio hispánico. La escuela de Basilea, Burckhardt a la cabeza —Praeceptor Helvetiae—, consideraba con simpatía aquellas minúsculas comarcas helénicas, parecidas a los cantones suizos y medidas a la talla humana. Nietzsche, que en su juventud respiró los aires de Suiza, pensaba que nuestros inmensos Estados, comparados con la Grecia de ayer, son monstruos de barbarie asiática.

Las grandes empresas colectivas de la prehistoria que la leyenda nos permite entrever —el Rescate o Cuesta del Vellocino de Oro, la Caza del Jabalí Calidonio, los dos Asedios de Tebas, el Sitio de Troya— mantienen la imagen de la unidad como una forma inaccesible. La aspiración es manifiesta por lo menos desde el siglo VIII, y la expresa Homero. Durante las tres Guerras Sagradas —siglos VI, V y IV—, la esperanza flota como nube deshecha. La palabra o la doctrina del panhelenismo se autorizan en vano con los nombres de mayor prestigio: Tales, Biante, Arquíloco, Gorgias, Aristófanes, Isócrates y los filósofos fundamentales.

Y la heterogeneidad política se refleja en la heterogeneidad religiosa. Algunos prefieren decir “las religiones griegas”. No sólo hay mudanzas de una en otra época, de un lugar en otro. En cada sitio, en cada momento se percibe una dualidad: orden olímpico y orden ctónico, actos municipales e iniciaciones místicas, “legalismo” urbano y hechicerías rurales, novedades del inmigrante y vejeces del aborigen, creencias del conquistador y creencias del conquistado, religión del servicio y religión del terror. Verdad es que la luminosa Familia Olímpica logró replegar hacia el pasado y la sombra a la familia de los Monstruos: Gigantes, Centímanos, Multicéfalos, Cien-Ojos, Cari-Horrendos, Zoomorfos, Híbridos de múltiple casta como el Cerbero, la Quimera y el Hipocampo. Pero en un plano más profundo, en las nociones si no en los mitos, nunca fue cabal la reducción de los dos órdenes religiosos. Hay quienes carguen a esta cuenta el derrumbe de la Grecia clásica. Nos parece que simplifican demasiado el caso de la historia, olvidan que ella está en movimiento, que unos pueblos se acompañan con otros, y ni viven en la inmovilidad ni viven aislados. Además, con excepción del Egipto galvanizado o la China amurallada de ayer —y acaso sea engaño de la distancia— ¿qué sociedad ha unificado del todo su cultura? ¿Y sería ello saludable?

2. El anhelo de unificación religiosa tuvo dos manifestaciones; una, en los actos personales, en la acción pasajera de los estadistas, los pensadores y los poetas, a quienes impacientaba el desorden tan nocivo al ideal panhelénico cuanto a la representación racional del mundo; otra, en los actos institucionales, en la acción permanente de ciertos centros que en balde lucharon por la coherencia aunque alcanzaron algunas conquistas limitadas.

Cuenta, entre los actos de los estadistas, el que Solón haya acudido a Epiménides el cretense para restaurar la paz religiosa, devolver a Atenas la confianza en la benevolencia divina y purificar la ciudad, manchada por el asesinato de los partidarios de Cilón. El caso de Epiménides está lleno de anacronismos, pero la gente lo contaba y lo repetía, vale como testimonio de conciencia. A Pisístrato se atribuye el haber encargado la recopilación homérica, a fin de que Grecia contara con una especie de Biblia, un repertorio de ideales, una base de enseñanza escolar. Se le atribuye asimismo el haber dado mayor ensanche a las Grandes Panateneas, sacros festivales en que se juntaban todos los áticos. Pericles pretendió coordinar los cultos de Delfos y de Eleusis, el legalismo de Apolo y la mística de los Misterios. Era ya algo tarde. El intento da la medida de su genio y de su helenismo.

Los filósofos y los poetas pugnaron por la unidad espiritual de Grecia y por la depuración de la fe, ya con el sarcasmo o con el consejo, y aun combatiendo unos contra otros: Homero, Hesíodo, Arquíloco, Jenófanes, Heráclito, Solón, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes y Platón, cada uno a su modo.

Las instituciones permanentes que obraron en igual sentido son las Anfictionías, los Grandes Festivales o Panegirias, los Grandes Oráculos y los templos de mayor renombre.

Las Anfictionías eran unas congregaciones religiosas que cuidaban de ciertos cultos. Las hubo por todas partes, y tal vez por muy numerosas, fomentaban más aún el particularismo; y como ninguna se impuso, ninguna consiguió domeñarlo. Se vieron mezcladas en las Guerras Sacras, y a todas, más o menos, las corrompieron las ambiciones políticas y la intriga extranjera.

Las Panegirias eran magnas fiestas religiosas revestidas de juegos atléticos y concursos teatrales, y acompañadas a veces de lecturas públicas y aun de ferias. A su convocación, los distintos pueblos se confundían en un sentimiento nacional y hasta dictaban verdaderas “treguas de Dios” para suspender transitoriamente sus querellas. Pero la discordia se renovaba al día siguiente.

Los Grandes Oráculos, sedes de la palabra divina, como el muy famoso de Delfos que logró salvar su prestigio a pesar de sus veleidades ante el persa, llegaron a ejercer una influencia trascendental en la política, y mucho hicieron para definir las normas ético-religiosas. Pero tampoco acertaron con el secreto del panhelenismo.

Otro tanto puede decirse respecto a la acción atractiva de los sagrarios principales, que hasta cierto punto concentraban la adoración de las divinidades mayores.

No fue dable resolver los simples en una sola masa homogénea. Las ciudades se contentaban con abrigar el ideal de armonía dentro de sus muros. Y éste es el sentido de la veneración de los muros, patente en filósofos y poetas.

3. La complicación obedece a dos órdenes de causas. Las principales son inconscientes, escapan a la voluntad de los hombres y proceden con irresponsabilidad histórica: la formación del pueblo griego, el politeísmo, la ausencia de Iglesia. Las secundarias son conscientes, provienen de la iniciativa personal y, aunque de menor alcance que las otras, no por eso dejaron de producir efectos palpables. Nunca hubieran ido muy lejos si no correspondieran a los hábitos de la mente helénica. Se reducen a ciertas intenciones de la literatura y de la política que más adelante examinaremos.

El resultado de todo ello es la indefinición o la mezcla de las personas divinas, la distribución extremadamente irregular de los cultos, y la imbricada configuración de los ritos.

4. La primera causa de la heterogeneidad religiosa está en la diversidad étnica, en la estructura del pueblo griego, suma de autóctonos e inmigrantes. El inmigrante es un conquistador más o menos violento. La conquista no fue una Blitzkrieg, ni fue tan cruel como las guerras contemporáneas. La invasión no fue una marcha militarmente organizada, sino un caminar con acomodaciones y posadas en el camino. La lenta penetración dio lugar a combinaciones y componendas. Ni los autóctonos fueron invariablemente esclavizados, ni todos sufrieron invasiones. Tampoco pensemos en un choque de pueblos que se ignoraban entre sí y cuyas respectivas mentalidades eran del todo incompatibles, como sucedió en la conquista española del Nuevo Mundo. Invasores e invadidos, vecinos seculares, “se conocían las mañas”, habían tenido contactos, fáciles o broncos. Por eso pudo haber cambio y mezcla entre las creencias. La filosofía histórica de Heródoto explica esta relación de tratos, agravios y desquites entre el Occidente y el Oriente. Pero, por ignorancia de la prehistoria, no esclarece este caso previo: la relación del Norte y del Sur. Antes de que la gente del Norte se haya echado a andar hacia el Sur, debió de haber, entre una y otra zona, un vagabundeo profuso. Aun los dorios, cuyo avance fue más acelerado y destructor que el de sus precursores aqueos, se decían ya oriundos de Doris, en pleno corazón de Grecia, cuando cayeron sobre el Peloponeso; es decir, que estaban ya aclimatados. Hubo, pues, heterogeneidad por lo mismo que hubo convivencia y mutuo conocimiento. Y pudieron acontecer varias cosas, que admiten una descripción esquemática:5

1º Se instaura en toda su pureza la divinidad del invasor, donde se ocupan tierras desiertas o donde se suprime o expulsa al autóctono.

2º Se adoptan sin reserva los dioses del pueblo invadido. Aún no se concibe el dios universal, y puede estimarse de suma conveniencia religiosa y política merecer la gracia de las divinidades locales. Jasón las implora en llegando a Cólquide, el rey de Argos recomienda igual cosa a las Danaides que se acogen a su hospitalidad, y se nos asegura que Alejandro seguía el consejo.

3º Entre ambos extremos un tanto teóricos, aparecen las soluciones intermedias, las más frecuentes:

a) Los dioses antiguos son tolerados en categoría de supersticiones populares, sin ser reconocidos nunca por la casta triunfante.

b) Los dioses antiguos, opresos en el primer instante, son admitidos a negociar con el vencedor. Pues a veces la religión vencedora fracasa en su trato con las divinidades ctónicas, lo que se revela en plagas, hambres, sequías y otras calamidades. Entonces, o se encarga la reconciliación a los “hechiceros” aborígenes —que no se les da ya categoría de sacerdotes—, o bien, y fue lo más común, el conflicto se resuelve prohijando a las deidades locales en el panteón de los conquistadores. Para esta adopción hay tres medios:

1) El viejo dios local ingresa al panteón con nuevo disfraz y nuevo nombre.

2) Se lo identifica con otra deidad ya reconocida, la cual gana por este medio un nuevo epíteto o apellido, y cuyo culto se enriquece con nuevos rasgos. Éste es el caso más corriente, y explica la coexistencia de calificaciones distintas y aun incompatibles. “Reina” y “Selvática”, “Austera” y “Tentadora” son invocaciones usuales para aquellas divinidades de múltiples senos que los griegos “rebautizaron” con el nombre de su Ártemis: las Diosas Madres de Éfeso y, en general, del Asia Anterior.

3) La deidad ctónica, sin mudar de nombre, se somete a la fusión con otra deidad más potente, a favor de una semejanza fortuita.

En este tira y afloja obran dos tendencias:

Por una parte, la tendencia a concentrar las divinidades ctónicas en unas cuantas divinidades de atracción imperial, reconocidas por este o aquel Estado y que capitanean sus ensanches políticos.

Por otra parte, la tendencia —ya opuesta o ya coadyuvante— a desenredar el embrollo mediante la asignación de un dominio propio a cada deidad, dominio más moral que geográfico, o siquiera mediante la aproximada repartición de ciertos fenómenos naturales. Esta tendencia se inspira en el sentimiento de la nacionalidad común, y fue fomentada por los Oráculos, por las letras y por las artes.

4º Con las prácticas y los ritos pasa otro tanto:

1) El ritual asignado a la misma divinidad se modifica de uno en otro sitio.

2) Un ritual de probable origen común es acogido por varias familias o vecindades, y se lo asigna a la provincia oficial de dioses diferentes: aquí a Zeus, allá a Dióniso.

3) Ritos de distintas épocas y procedencias se yuxtaponen en la misma localidad.

4) Aun se yuxtaponen en torno a un dios mayor, que resulta así el punto centrípeto de observancias contradictorias y de inesperadas supervivencias.

Deidades y cultos cruzan, pues, por la historia con una prehistoria secreta que nunca nos han revelado cabalmente. Y cada localidad posee, además de características peculiares, algo en que participa de la región circundante y algo que definitivamente la incluye en la gran comunidad helénica. Si Zeus era reconocido por todos, ya la Damia o la Auxesia que se adoraban en Epidauro, Egina o Trecena —según Heródoto y Pausanias—, eran ignoradas hasta de los pueblos vecinos.

5. La heterogeneidad quedó registrada en la nomenclatura divina. El nombre del dios es común denominador, y sus adjetivos son variantes. Ya son calificaciones geográficas, genealógicas o funcionales:

1º Las calificaciones geográficas se refieren a dos conceptos:

a) La cuna del dios. Pero la cuna puede ser discutible: Apolo es Hiperbóreo porque ha nacido en el Norte, es Delio porque nació en Delos, es Licio porque nació en Licia. Su hermana Ártemis también es Delia, y Ortigia porque así se llamó antes Delos, aunque hay otra media docena de sitios llamados Ortigia para desesperación de los mitólogos, y todavía hay la Ártemis Ortia, que acaso entró a Grecia con la invasión de los dorios. Si el Zeus ario vino del Norte, el Zeus cretense es Dicteo, del Monte Dictis, y ambos paran en uno.

b) La sacra morada. Y entonces el nombre del dios se multiplica por el número de sus principales sagrarios: Ártemis Efesia (Éfeso), o Brauronia (Braurón); Afrodita Cipria (Chipre) o Citerea (Citeres), centros de sus mostraciones primeras. Zeus, el de Dodona, es invocado por Aquiles: pero los capitanes homéricos prefieren generalmente invocarlo como Zeus Ideo, por su recinto en el Monte Ida, cercanías de Troya. Otros ejemplos: Zeus Labrandeo (Labranda, Caria); Zeus Lafistio (Beocia y Tesalia); Zeus Liceo (Licayo o Liketo, Arcadia). Dióniso Cidateneo (Cidateneón). Deméter Eleusía (Eleusis), adorada en Feneo, etcétera.

2º Las calificaciones genealógicas padecen ciertas incertidumbres, a pesar de la fijación olímpica. Zeus es Cronión o Crónida, hijo de Cronos; pero ya Afrodita es, en Homero, hija de Zeus, y en Hesíodo, tía de Zeus, Urania o hija de Urano. Dióniso es hijo de Zeus, y tras de emigrar de seno en seno, vino a nacer por el muslo mismo de su padre; pero en las distintas versiones, Dióniso ya fue engendrado en Semele o ya en Perséfone (que será la esposa de Hades, el dios infernal), y entonces resulta ser Dióniso Zagreo, un niño cornudo que se divierte en lanzar rayos desde el trono de Zeus y que morirá a manos de los Titanes, para ser nuevamente concebido por obra de Zeus y Semele. Estas concepciones delegadas complican tanto la nomenclatura como la genealogía. Atenea fue engendrada por Zeus en Metis, su primera esposa, la cual desaparece de la mitología cuando el divino señor decidió tragársela con el germen que llevaba a cuestas, y Atenea nace finalmente por la frente de Zeus, que Hefesto (o bien Prometeo, etc.) tuvo que abrirle de un hachazo. La segunda esposa de Zeus, su esposa etimológica, es Dione (femenino del genitivo “Dios”), madre de Afrodita en Homero; y no deja de ser singular que Dione habite tranquilamente el Olimpo, a pesar de los feroces celos de Hera, la tercera esposa de Zeus. Un azar de nuestra lengua nos ha privado de adjetivo para los retoños de Zeus, que pudieran llamarse “Zeusios”, o más correctamente, “Dióseos”. Cástor y Polideuces (latinado, Pólux) se llaman precisamente “Dióscuros” o “muchachos de Zeus”.

3º Las calificaciones funcionales pueden referirse a cuatro conceptos y tal vez sean las más abundantes:

a) Síntesis de personas divinas: Zeus-Trofonio, Zeus-Vélcanos; Apolo-Jacintio, Apolo-Karnio, Apolo-Delfinio.

b) Simpatía de oficios: Zeus Hefestío y Atenea Hefestía, dicen relación con Hefesto, dios del fuego. Atenea Areía, con Ares, dios de la guerra.

c) Rasgos sobresalientes de la biografía mítica: Apolo Pitio, que mató en Pitos (Delfos) a la Serpiente Pitón y cuya oficiante es la Pitonisa; Apolo Nonio, que alguna vez pastoreó las greyes de Admeto. Dióniso Líknites, que fue cunado en un harnero o líknon. Atenea es Pronaía sólo por tener su templo en Delfos frente al de Apolo.

d) Virtudes eminentes del dios:

Zeus Acreo, bienhechor del campo; Brontoón o Tonante; Eleuterios o de la libertad; Herkios o de los sacrificios domésticos, guardián de la casa; Hórkios o de los juramentos; Ktesios o Pasios, el despensero; Sóter, el salvador y amparo; Xenios, el hospitalario; Zeus Georgós, de los campesinos; Híkates, de las súplicas; Hyetios, de las lluvias; Kataibates, de la piedra celeste; Keraúnios, del rayo; Maimaktes, de las tormentas; Meilichios, próvido y propicio; Molosios, del ganado lanar; Ombrios, del chubasco; Oúrios, de los buenos vientos; Panhelenios, de todos los griegos; Pairóos, padre universal; Sasípolis, guardián de la ciudad. Febo-Apolo (Foibos), por la luz fulgente que al cabo lo confundirá con Helios, el Sol; Apolo Archeegétees, fundador de ciudades (nombre que también se dio a Asclepio y a Héracles). Atenea Bulea, de los senados; Ergane, de los artesanos; Polías o Políade, de la ciudad; Kurotrofos o nutriz de jóvenes; Promakos, guerrera. Hera Pais, doncella; Hera Teleía, casada. Afrodita Ambologeéra, la que retarda la vejez; Pandemos o señora de todos; Filomedea o de los anhelos; Afrodita Hetaira o cortesana; Pórnee o meretriz, etcétera. Hermes Psicopompo, el que guía las almas de los difuntos.

Hay epítetos dudosos, los hay del todo incoherentes y los hay puramente poéticos:

Dudosos: Atenea es Alalcomenia. ¿Por Alalcómene (Beocia), o por guardiana? Es Tritogenia. ¿Por alguna relación con el agua, o con la fuerza naval? Es Aiantís, en Megara, nombre no explicado. Apolo es Esininteo. ¿Por Esminte (Tróade), o por el baño purificador, o porque extingue las plagas de ratones silvestres? Hera, en Estínfalo, es llamada Xeéra o viuda. ¿Cómo, si Zeus su esposo es inmortal? ¿Por recuerdo de algún disgusto que estuvo a punto de provocar el divorcio, según quieren algunos?

Incoherentes: Los que aplican los últimos Himnos Órficos, que no tienen relación alguna con la deidad ni con su culto.

Poéticos: Las denominaciones de la fantasía religiosa, que carecen de valor canónico. Declinando las excelencias de la Madre de Dios, la letanía la llama Salud de los Enfermos, Vaso Espiritual, Estrella Matutina. De modo semejante, Homero llama a Hermes “el Argifonte” (Matador de Argos); a Ares, “Brotoloigós” (Funesto a los Mortales); a Atenea, “Palas” (la Joven), “Ojos de Búho” u Ojizarca; a Apolo, “el Cazador o el Amparador Distante”; a Hera, “la Brazos Blancos” y también “la Ojos de Novilla”. Estas y otras denominaciones de igual estilo, aunque ayudaron a establecer la imagen del dios, tal vez no tienen categoría ritual. Con igual derecho habla Ruskin de una “Atenea en el Cielo”, una “Atenea en la Tierra” y una “Atenea en el Corazón”.

La frontera, sin embargo, no es infranqueable, pues, por epiclesis, algunos nombres invocatorios adquirieron entidad mítica: Ariadna o “la Muy Santa”, Aridela o “la Muy Visible”, Britomartis o “la Dulce Virgen”, Díctina o “la que adoran en Dictis”, Europa o “la del Ancho o del Oscuro Mirar”, Helena o “la Fulgurante”, tal vez Ilitia o “la que está por llegar”, Pasife o “la Manifiesta”: diversas hipóstasis de Ártemis o de Hécate, además de sus historias heroicas.

Aun los gritos ceremoniales quisieron personalizarse: “Peán” se hizo dios, e “Himeneo” alcanzó cierta figura transparente.

Bajo la multiplicidad de nombres, Zeus es uno, Atenea es una, y lo mismo las demás deidades, por absorción de elementos desperdigados o por radiaciones de virtudes; al modo como son la misma persona, en Sevilla, el Jesús del Gran Poder y el Cachorro, y Nuestra Señora de Copacabana en el Perú y la Guadalupana del Tepeyac, o la Dolorosa y la Concepción en todas partes.

6. El politeísmo es por sí solo nueva causa de heterogeneidad. Después nos referiremos al concepto del politeísmo; aquí lo consideramos en su efecto histórico. La mente de aquellos pueblos se orientaba al politeísmo y lo venía configurando de milenios atrás. Resultó adecuado a la imaginación media del griego, maestro consumado en prosopopeya y en toda representación plástica, aunque poco dado a sistematizar el cielo.

Ya se ha advertido que la distribución de provincias y funciones es indecisa. Si Ares es el dios de la guerra, Atenea es guerrera por excelencia, árbitro del botín y amparo de príncipes, de ella se vale Zeus, en la Ilíada, para que invente el modo de ahuyentar al “funesto Ares”. Afrodita es diosa de los amores: Diomedes la expulsa del combate por ser cosa que a ella no le incumbe. Pero, en Esparta, en Chipre, se la representa siempre armada. En Chipre, hasta le han nacido barbas; y por algo se habló tanto de sus amores subrepticios con Ares. Atenea y Apolo comparten los fueros de la inteligencia; pero Atenea es, además, maestra de bordado, y Apolo, a su vez, preside al canto y a las Musas, es dios de la medicina y cuida las puertas de las casas como ese verdadero dios menor que fue Hermes y ese fantasma que fue Hécate. Hera y Ártemis son igualmente invocadas como “Ilitias” o comadronas, y en el caso, las mujeres del pueblo solían también encomendarse a las Ninfas. En el cuidado del campo andan mezclados muchos dioses, por lo mismo que es una preocupación primaria. Una que otra rivalidad parece inevitable, y no siempre quedan tan definitivamente resueltas como aconteció cuando Posidón y Atenea se disputaron el padrinazgo de Atenas. Para merecerlo, Posidón inventó el caballo, raro portento; pero Atenea lo venció porque inventó el olivo, utilidad esencial en que Atenas fundará su grandeza. A su turno, los pueblos mismos se disputan el favor de algún dios, y aún continúan estas querellas: Müller reclama a Apolo para los dorios, Curtius lo reclama para los jonios. Por su parte, los dioses toman bando en los combates de Troya, al punto que llegan a las manos. Los mitólogos quieren extraer consecuencias étnicas. Les parece muy significativo que el nombre de la madre de Apolo, Latona, recuerde de cerca a la “Lada” licia, y que Apolo esté de parte de los troyanos y contra los aqueos; o que, bajo el disfraz de la paternidad que se le atribuye, Zeus no pueda disimular su mala voluntad hacia Ares; o que Paris, ante los reproches de Helena y tras la ridícula figura que hace en su duelo con Menelao, declare tranquilamente:

Si hoy venció Menelao por gracia de Atenea,

ya llegará mi hora, que

también tengo abrigo

entre los Inmortales…

Il., III, 439-441. Trad. A. R.

Si de los dioses bajamos a los héroes, el espectáculo es el mismo. Los héroes se arrebatan o se prestan entre sí algunas hazañas. Ni la buena amistad entre Héracles y Teseo disimula cierta rivalidad de sus mitos, salvo que éste tiene proporciones más humanas que aquél; pero ambos parecen encargados por la razón griega de reducir a límites la monstruosidad primitiva, lo que los emparienta asimismo con las figuras heroicas de Perseo y de Belerofonte: todos, urbanizadores de la tierra. También hay pugna entre los héroes respecto a ciertas jurisdicciones étnicas y territoriales. Témenos, epónimo de los reyes de Argos —los Teménidas— es, para muchos, un Heraclida, un dorio; pero en Estínfalo se lo tiene por hijo o pariente de Pelasgo, es decir, por un legítimo argivo.

El arrastre de las leyendas salva los diques, rompe las formas. Fidias vio a Zeus a través de un pasaje homérico, feliz inspiración sin duda. Pero ¿cómo lo verían el rudo pastor de la Arcadia, el minero de Braurón, el pirata de Lemnos, el artífice de Gortina, el retórico de Sicilia, el refinado corintio? Cada uno según su cultura y las tradiciones de su tierra. Cuando hay un solo Dios, todo se reduce a entenderlo con mayor o menor sentido. Cuando hay varios, y estambrado cada uno con hilos de diversos colores, la anarquía es inevitable y el cielo y la tierra se fragmentan.

7. La ausencia de Iglesia complicó aún la heterogeneidad. La religión griega no posee un sumo organismo regulador. Cada uno entiende a su modo las creencias, concibe a los dioses según la medida de su alma. El dios es una manera de mapa mudo: dentro de sus móviles contornos, cada fiel inscribe su credo. El rigor sólo se aplicaba al cumplimiento del rito, a la obediencia ceremonial. Aun los Misterios —agencias del misticismo— hacían hincapié en las exterioridades y meticulosamente las cuidaban.

Cuando el joven Goethe sobresaltó a la Facultad de Estrasburgo con aquella tesis doctoral que no pudo serle aceptada y aun hizo dudar de su cordura a los profesores, procedía con helenismo innato. Proponía un remedio para la discordia religiosa: —Que el Estado se limitara exigir un mínimo de observancias, y que se dejara en libertad la conciencia. Algo parecido acontecía en Grecia, sino que las observancias eran muchas.

Esta falta de rigidez canónica y aun de jerarquía sacerdotal ¿tienen algo de común con el hieratismo de Egipto? Hubo un tiempo en que se buscaba en Egipto el origen de todas las cosas griegas. Hoy sabemos que la cuna de Grecia se meció en las aguas del Egeo. Las invasiones hicieron olvidar el secreto de las artes egeas. Entonces hubo que empezar por los palotes. Entonces y sólo entonces se dejó sentir la maestría directa de Egipto sobre la Grecia arcaica. Y tal fue el “periodo geométrico”, deleite de Arnold von Salis, a quien muy buena pro le haga. Por ventura la Grecia arcaica abandonó pronto esas procesiones de hormigas que tristemente se comparan con los desfiles de los segadores cretenses.

La elasticidad y la tolerancia en los dogmas permitieron el nacimiento de la filosofía y las ciencias, y aquella impregnación de sentido humano que caracteriza a las artes sacras y profanas de Grecia.

8. La literatura fue factor consciente de la heterogeneidad religiosa. Los poetas y los dramaturgos, a quienes tanto debemos para el estudio de la religión griega, y que tanto contribuyeron a dignificar la idea de las deidades, usaban las libertades de su oficio, e imprimían uno que otro rasgo en la imagen, según su capricho personal, sobre todo para con aquellos héroes míticos que no son objeto de culto. La censura de Aristóteles a Timoteo o a Eurípides por haber empeorado las figuras tradicionales de Odiseo o de Menelao es una censura literaria, no religiosa. Pero ya Aristófanes echa en cara a Eurípides el convertir a dioses y a héroes en fantoches. Lo que Aristófanes mismo podía permitirse en la comedia, le parecía impropio que Eurípides se lo permitiera en la tragedia.

Además, cuando la literatura se propone contarnos mitos y leyendas, como ellos son incoherentes, no puede menos de incurrir, por economía del relato, en cierta falsificación técnica. Hay que escoger y retocar, y aquí mismo va a sucedernos. El pintor griego, para figurar su Afrodita, aprovechó la cabeza de una mujer y el busto de otra. Hesíodo, para organizar la mitología en sistema, zurció los inconexos retazos, y si no siempre logra el engaño estético es porque —artista un tanto rudo— deja que resalten los remiendos. Apolonio de Rodas, para su gesta de los Argonautas, espigó en todos los campos y concertó artificiosamente cuanto convenía a sus fines poéticos.

Tal es la falsificación técnica, que desde luego es justificable. Hay otro tipo de falsificación literaria, perdonable al menos. Los exégetas, cronistas o “logógrafos” y los anticuarios, de que por desgracia sólo nos han llegado migajas, y sólo del siglo V en adelante, es de creer que hayan cedido al amor de su terruño —al fin como historiadores en pequeño— y que, haciéndose eco de las pasioncillas parroquiales, hayan solicitado un poco las fábulas en uno o en otro sentido. ¡Si todavía en el siglo IV, un historiador maduro como Éforo, para contarnos lo que sucedía en el ancho mundo, tiene que contarnos lo que, a la sazón, ocurría en su invisible patria! Los eruditos alejandrinos recogieron muchas leyendas divergentes; pero se sospecha que en buena parte son tardías, no hacen fe de tradición, y alguna vez fueron inventadas; sin contar con que nos han llegado a través de referencias póstumas. Así, Diodoro funda sus noticias sobre las antiguas Amazonas en una novela histórica de Dionisio Eskitobrachion o “Brazo de Cuero”.

Los más eminentes filósofos, en su noble anhelo por salvaguardar la cultura de las ciudades, tan gloriosamente conquistada contra el salvajismo del campo, y por no ser testigos ante la posteridad de los aspectos más sombríos de Grecia, simplificaron algo las cosas, ajustando el cuadro de aquel pasado tan revuelto a la nitidez de sus ideales presentes. Platón, según Aristóxeno, deseó —y se salió con su empeño— que desaparecieran todos los libros de Demócrito. Si hubieran sobrevivido éste y otros heterodoxos, como su compatriota Protágoras, quién sabe lo que encontraríamos en ellos.

9. Hubo, por último, falsificaciones francamente maliciosas, inspiradas en el propósito de desviar un poco la tradición. Las suscitaron los fanatismos, las ambiciones de los príncipes y la política de las ciudades. Para entenderlo, hay que percatarse de que, a falta de mejor cosa, los mitos se esgrimían como títulos de autoridad, y si constaban en Homero, casi eran irrecusables. Heródoto refiere que, cuando los embajadores de Lacedemonia y de Atenas solicitaron la ayuda de Siracusa contra los ejércitos de Persia, y Gelón les ofreció contribuir con abundantes refuerzos y pagar todos los gastos de la campaña a condición de que se lo nombrara general en jefe de los griegos, tanto el lacedemonio como el ateniense se negaron rotundamente, aquél a ceder el mando en tierra y éste a ceder el mando naval, y ambos fundaron sus respectivos derechos en los textos homéricos y en las tradiciones de la guerra troyana.6

Dice la fama que, bajo Pisístrato, se procedió a la recopilación y ordenamiento de la obra homérica, y ya poco antes, Solón había decretado que, en las recitaciones públicas, se respetara la secuencia de las rapsodias. Pero, a la hora de recoger los poemas ¿qué pudo suceder? Algo semejante a lo que nos cuenta el rumor: Onomácrito —uno de los diaskevastas o recopiladores, y sin duda un fanático—, fue desterrado por el Pisistrátida Hiparco, porque se lo sorprendió cuando interpolaba en el texto homérico cierto oráculo de Museo. Algunos creen que pudo haber textos primitivos de la Ilíada y de la Odisea donde no aparecían algunos pasajes de “intención ateniense”. La Ilíada, por ejemplo, hace que Áyax, héroe de Salamina, forme con su gente al lado de las tropas de Atenas, y los megarenses se quejaban de que este par de versos no era más que una interpolación de los atenienses para fundar sus proyectos imperiales sobre Salamina. Un autor de nuestros días sostiene que la antigua epopeya refleja veladamente la política de las ciudades y es una “poesía comprometida”.7 En la Ilíada, más que en la Odisea, se advierte el expurgo de las leyendas para corregirlas de sus horrores primitivos, lo que es origen de variantes.8 Los alejandrinos, al recoger a su vez los textos con que hoy contamos (textos que coinciden, salvo menudencias, con los papiros del siglo III, descubiertos en nuestra época), marcaron con el “obelo” o signo de duda los pasajes que no les parecían propios del espíritu homérico o de la época en que estos poemas se elaboraron; es decir, que advertían ya posibles fraudes o corrupciones.

Si los interpoladores se atrevieron con los sagrados textos homéricos ¿qué no había de osarse con las tradiciones informuladas de otros asuntos míticos? Aquí prestaron su ayuda los genealogistas. Acusilao —como Hesíodo— comienza por el Caos primitivo, para después bajar a los dioses, y de éstos, a los magnates. Si lo hizo de buena fe, dio una tentación muy grande a los poderosos y un mal ejemplo a los traviesos. Desde luego, las grandes familias aspiraron a la ascendencia divina o semidivina, y así fue que en ocasiones redujeran la mitología a su propaganda personal.

Los Butades de Atenas, aristócratas recalcitrantes, se daban por descendientes de Erecteo y hasta de Posidón; defendieron palmo a palmo, contra la energía unificadora del Estado, su derecho a administrar el culto de la Atenea Políade, patrona de Atenas, y acaso hayan contribuido a erigir a Teseo en héroe nacional de Atenas, para oponerlo a Hémeles, que los dorios reclamaban por suyo. El vidente Tisameno adquirió la ciudadanía espartana y se estableció en Pitane. Pronto declaró que la heroína Pitane era su abuela. El rey Pirro se desposó con Lanasa, hija de Agatocles el tirano de Siracusa, y Próxeno, el historiador oficial, los emparentó al instante con Héracles, aunque para eso tuvo que expulsar de la dinastía a la pobre Andrómaca que, tras de haber perdido a Héctor en Troya, perdió el lugar junto a Neptólemo, su segundo esposo.

Hubo una verdadera mitología política. Las fábulas hacían de documentos diplomáticos para las alianzas y las expropiaciones. Y si se ofrecían “matrimonios de Estado” entre los epónimos o antecesores legendarios de quienes se apellidaron los pueblos, nunca faltaba un viejo dios complaciente que trajera escondido en el manto algún inesperado brote de su numerosa familia. Pues las actas del Registro Civil Celeste se habían carbonizado en el incendio de la prehistoria.

Los dorios justificaban la ocupación del Peloponeso por considerarse descendientes de Héracles, a cuyos hijos —según ellos— toda la región había sido ofrecida antaño; de donde esta invasión vino a llamarse, entre los antiguos, “la Vuelta de los Heraclidas”. (Este tema de los anteriores dueños que regresan a reclamar su tierra reaparece en la leyenda romana de la Eneida y aun en la historia de la conquista de México.) Los espartanos, especialmente, presentaban la conquista de Mesenia como una restitución obligatoria en favor de una rama de los Heraclidas.

Los atenienses y los jonios resolvieron emparentarse, o dar fundamento jurídico a las vagas memorias de su parentesco. Y entonces apareció Ion, padre de las cuatro tribus jónicas, y cuya leyenda, tal como la recoge Eurípides, favorece la pretensión de Atenas a la hegemonía. De paso, conforme a una versión muy distinta de la “vulgata”, los dorios pasan a descendientes de Héleno, o sea griegos de segunda mano; pues Héleno era hijo de Pirra y pertenece a la generación humana posterior al Diluvio.

Para Heródoto, las inacabables luchas entre Grecia y los orientales parten de los raptos mitológicos: Medea y Helena. Eleusis y Atenas, en sus reyertas, invocan la fabulosa pugna entre Eumolpo y Erecteo. Allá en el tiempo de los mitos, las hijas de Erecteo (o bien una de ellas) se habían sacrificado por la victoria. En el siglo VI, Pisístrato conquista a Nisa como recuperación del patrimonio de Niso, hijo de Pandión. Milcíades, hacia el año 500, toma posesión de Lemnos como desagravio por el rapto de unas mujeres de Ática, rapto perpetrado alguna vez por los pelasgos, según Heródoto. Cuando los arcadios se emanciparon de Esparta en el siglo IV, gracias a Epaminondas, exhibieron un nuevo epónimo, Trifilo, para alegar su mejor derecho sobre Trifilia, contra las pretensiones de Élide. Los acarnienses merecieron cierto favor de Roma por haber sido el único pueblo helénico que no hizo armas contra Ilión, la fingida madre patria de Roma. Pues ya se sabe que los romanos se apropiaron a Eneas, y aun respaldaron con la leyenda troyana su acción sobre Sicilia y Grecia. Todavía los mesenios pleitearon ante el emperador Tiberio la adjudicación de cierto distrito del Taigeto, que reclamaban por la hijuela de Héracles y que retenían en su poder los lacedemonios.9

III. LAS SUPERVIVENCIAS

1. La religión griega suma los rasgos de varias etapas del espíritu, ley general de las instituciones fundamentales. En toda religión se perciben los legados automáticos de la religión precedente. Abolida ya la danza ritual, perdura su espectro, y la Catedral de Sevilla hospeda el Baile de los Seises. Hasta la edad clásica, solapados bajo el olimpismo, se deslizan los engendros errantes de la prehistoria. Los cuerpos anacrónicos se diluyen entre nuevos pretextos. En plena época de la Ilustración, por ejemplo, los filósofos atenienses sostienen que los nombres de las cosas son una expresión esencial de su naturaleza, y no convenciones y hábitos humanos: resabio evidente del pensar mágico.

No nos extrañe, pues, si en las imaginaciones míticas, que no están sujetas al freno racional, encontramos cosas sólo comprensibles por referencia a la tradición subyacente, pero en modo alguno dentro del cuadro mental del olimpismo.

Por lo que a los ritos respecta, se diría que el hombre fabricó un aparato de actos y fórmulas, y luego lo fue aplicando tal cual era o modificándolo con una lentitud temerosa en las sucesivas etapas de su pensamiento. La historia de las religiones, dice Frazer, se reduce a un largo esfuerzo para dar explicaciones nuevas a los usos antiguos.

2. Hay supervivencias notorias en los grandes cultos: Fiestas Antesterias, Dipolias, Tesmoforias, acaso las Eleusinias, las Elafebolias, Dedalas y Dionisíacas.

Las Antesterias fueron incorporadas oficialmente al culto ateniense de Dióniso. Uno de sus elementos peculiares era el destapar y tapar las cántaras de vino: exorcismo tradicional contra los difuntos maléficos.

En las Dipolias atenienses era de rigor la bouphonia o matanza del toro, a la cual seguían la condenación del cuchillo empleado para degollarlo y la simulada resurrección de la víctima, rasgos de primitivismo todos ellos.

Las Tesmoforias eran unas fiestas sacras exclusivas para las mujeres. Se celebraban anualmente por toda Grecia y de Cirene a Sicilia, aunque no en iguales fechas. Nominalmente se consagraban a Deméter y a Kora, pero las diosas por ninguna parte aparecen. El rito de la vegetación se mueve por sí solo. Como otros actos al aire libre, éste ni siquiera necesita la presencia de sacerdotes. Su elemento principal era la matanza del lechoncillo. Los restos se escondían en pozos o mégara para servir como abono al siguiente año. Aquí no hay ofrendas a las diosas, sino trato directo entre las mujeres y la tierra.

En Eleusis y en otros centros religiosos perduran los sortilegios de la fertilidad, sutilmente asociados a la creencia de ultratumba y a la posible comunión con los dioses (ver capítulos X y XI, sobre Festivales y Misterios).

La gente, en las Elafebolia de Yámpolis y de Lafria —derivadas éstas de Calidón—, y en las Dedalas del Citerón y el Eta, encendían fogatas como nuestra Hoguera de San Juan. Ahora bien: la ecuación entre fuego y vida es tan universal como añeja, y ni siquiera ha tomado en cuenta a Prometeo que, junto a esto, parece una invención reciente.

¿Y hay erupción más manifiesta del primitivismo represo que los ritos dionisíacos, inspirados aún en el despertar pavoroso de la conciencia? La orgía, el vino y la sangre los anuncian al mundo, y más tarde, en las Dionisíacas Cívicas como en las Rurales, las procesiones fálicas y los rasgos obscenos arrastran todavía el duermevela de la pesadilla original.

3. Algunas costumbres rituales respiran vejez y se enredan con supersticiones muy añejas. El culto de los antepasados no sólo se practica en la ofrenda fúnebre —costumbre que aún perdura en mil pueblos y, desde luego, entre nosotros—, sino que se halla en variadas supervivencias, y lo mismo abarca la adoración de los héroes, la de los padres, los exorcismos y la propiciación de espectros.

La expulsión del Hambre, en Queronea, que aún se celebraba anualmente bajo el arcontado de Plutarco —siglo I de nuestra Era—, consistía en echar de la ciudad a una esclava, vapuleándola con una rama de agnus castus para comunicarle con ella las virtudes vitales. La esclava es un phármakos, paga por todos como aquel chivo expiatorio de los antiguos hebreos que se abandonaba en los páramos. No hay aquí religión ni dios, sino magia descarada y reacia. La vetustez de la costumbre no necesita comentario.

Tampoco lo exige la evocación de la lluvia —hechicerías en el pozo de Hagnos (Monte Licayeto o Liceo), y en Halos (Monte Pelión)—, aunque se ocultara ya su antiguo sentido con invocaciones en el nombre de Zeus. Los carros de ánforas en el cuño de las monedas de Cranon son una última pisada de la magia pluvial.

El sacrificio de Ifigenia y los pases de los domadores de vientos, en Corinto y otros lugares, son otros tantos conjuros de la magia climática, a que Grecia dio cierto desvío, pues siempre fue reacia a la “profesión del mago”.

A los despojos animales se atribuía virtud íntima. En lo alto del Pelión, los mancebos pedían la lluvia al Zeus Acreo, revestidos con pieles nuevas de cabra. Estas pieles eran defensas milagrosas contra el pedrisco y la centella. El discutido rito de “la lana de Zeus” —Dios Koódion—, asociado a la facultad “maimáctica” o estruendosa del dios, tal vez engendró el mito del Vellocino de Oro, que siempre ronda el Monte Lafistio. El poder de los Pelópidas depende de la posesión del cordero áureo que Tiestes robó a su hermano Atreo, así como sedujo a su esposa. Empédocles se inspiró en muy viejas tradiciones, cuando para defender del viento a su ciudad nativa de Acragas, mandó colgar por las laderas cercanas unas cortinas de cuero de asno.

Las procesiones comenzaron por tener valor de hechicerías. En Metana, cuando el soplo del sudeste derribaba las viñas, se partía en dos un gallo; dos oficiantes paseaban sendas mitades por los contornos del sembrado, marchando siempre en sentido inverso. En el sitio donde volvían a encontrarse, se enterraban los despojos del ave: visible aplicación del círculo mágico, que los labradores trazaban para defender de plagas sus parcelas. Otras veces, se hacía trotar en redondo a una mujer en luna.

La práctica punitiva del dios es clara herencia de la prehistoria. Cuando la deidad defraudaba las esperanzas de los fieles, se la castigaba como a un amuleto. Consta por las Talisias de Teócrito que los campesinos de Arcadia azotaban la efigie de Pan en cuanto escaseaban las subsistencias. El azote se hacía con haces de cebolla albarrana —planta fertilizante—, y se encargaba de la ceremonia a los niños, rasgo típico de la magia. ¿A quién puede sorprender tal costumbre, cuando todavía hay gente que pone al santo de cabeza? Frazer ha recogido ejemplos en Japón, China, Cantón, Siam, la Sicilia de nuestros días, y llama graciosamente a estas prácticas: “tomar el reino de los cielos por la tremenda”.

4. Las supervivencias se aprecian igualmente en las incorporaciones de las deidades. Además de las “incorporaciones”, encontramos en el culto, en las artes y en las letras de Grecia y Roma, ciertas “personificaciones” de ideas abstractas que no llegan a adquirir cuerpo y que se desvanecen constantemente hacia la retórica y las figuras de dicción. Así cuando escribimos “Justicia” con una mayúscula, por “apoteosis gramatical”, como dice Bouché-Leclercq. La personificación queda comprendida entre dos extremos: la Tyche —Fortuna o Azar— estuvo a punto de ser diosa; la Fama, en Virgilio, no pasa de símbolo poético. Dejemos a un lado estas sombras. Tampoco ha llegado el momento de referirnos a las personalizaciones que ganaron cauda mitológica: el Tiempo, las Horas o Estaciones, el Alba, el Día, la Noche, etc. Las incorporaciones auténticas son realmente dioses que habitan en cosas físicas, o son estas cosas mismas hechas deidades.

Procuraremos enumerar algunas supervivencias de dioses incorporados, conforme a un método puramente explicativo, que no corresponde a sistema alguno y sólo busca la claridad de conceptos. Las incorporaciones divinas pueden acontecer en fenómenos y objetos del mundo físico, en seres del orden vegetal o animal, y excepcionalmente, en seres humanos. Los fenómenos del mundo físico en que las deidades se incorporan pueden clasificarse en cuerpos celestes, meteoros, elementos y piedras.

5. Los cuerpos celestes hechos dioses pertenecen a cosmogonías remotas, aún no emancipadas racionalmente. No sólo son anteriores a los primeros físicos jonios del siglo VII, sino anteriores a Homero, que pudo pertenecer al siglo VIII. La Ilíada conserva vestigios de estos cultos bárbaros: en los pactos para suspender la guerra y decidirla mediante un duelo singular, Menelao pide que se apresten los sacrificios para el Zeus verdadero, y para el Sol y la Tierra; y Agamemnón, junto a Zeus y a los Ríos, invoca también al Sol y a la Tierra. Pero claramente se entiende que los cultos olímpicos pertenecen a los aqueos, y los cosmogónicos, a los troyanos: el pacto debe respetar las creencias de los dos bandos. Además, el Sol es buen testigo, porque “lo ve y lo oye todo”. En la mitología, hace el chismoso.

Ya hemos dicho que la Diosa Tierra, acaso heredada del Asia Menor por la cultura egea, pasó a Grecia confundida con la Ártemis. La “próvida Tierra”, en sí misma, es objeto de veneración sin ritos. Los ritos más bien se dirigen a las deidades que velan por el logro de las cosechas: Deméter, Kora, Ceres. Las personificaciones mitológicas de la Tierra (Rea, Gea), del Cielo (Urano), del Caos original, etc., no alcanzaron culto especial.

Por lo que al Sol respecta, ya da en qué pensar el que la mitología griega, al recogerlo, le asigne su lugar en la familia de los Titanes y lo dé por hijo de Hiperión, raza anterior al orden olímpico. Gradualmente, la poesía tiende a identificar a Helios con Apolo, y ya se sabe que poesía y mitología se fertilizan entre sí. Cualquiera sea el porvenir reservado al culto solar en las sectas del estoicismo y del mitraísmo o en la institución imperial de Aureliano, este culto arranca de vetusteces naturalistas. Cuando Anaxágoras afirmó que el Sol era una masa candente, y la Luna una masa opaca “no mayor que el Peloponeso”, hubo indignación en Atenas. Pero la actitud general de la mente griega respecto a los cuerpos celestes, aunque se los considerara divinos, no era de atención religiosa. Como decía Platón, basta, al paso, saludarlos con reverencia. Aunque él mismo nos asegura que los cuerpos celestes fueron los primeros dioses de los griegos. Rodas, caso único, rendía un culto al Sol, rasgo de su mixtura bárbara.

La Luna, en muy variadas hipóstasis, pasea todavía en su barquilla viejos misticismos matriarcales, relacionados con la perpetuación de la especie, rancios pavores en que perduran los principios femeninos del mundo y el enigma de la sangre periódica. Como la vida, la Luna crece y mengua; también resucita. Todo, en el curso de la Luna, es magia y tabú. Quiere ser la esposa o la hija del Sol, es errabunda y muchas veces siniestra. Anda absorbida en las varias facultades de Hera, Ío, Ártemis, Hécate; cobra mito en Selene. Pasife la cretense, que tuvo Oráculo en Thalame, puede ser una de sus formas. El folklore, la brujería y la poesía tienen mucho trato con ella y la vinculan con las energías eróticas. Es propicia en creciente, es maléfica en menguante y, cuando es llena, comunica encantamiento amoroso a la piedra selenita. Los tesalios ven hechicería en sus eclipses. La gente alejandrina supone que la Luna es reino de las almas. En sí misma, nunca tuvo culto.

Las constelaciones y los mitos estelares son generalmente de elaboración tardía. El Zodíaco fue importado de Babilonia hacia el siglo VI, y el verdadero auge de la mitología estelar más bien se debe ya al interés de los alejandrinos por la astronomía. Tal vez el de Andrómeda —que arrastra consigo a Perseo, Cefeo y Casiopea— sea el único mito prehistórico de este orden, si, como se supone, viene desde Creta y Filistia. Y Orión, ya familiar a Homero, difícilmente podría separarse de su mito. El tema se relaciona con las metamorfosis y recuerda el caso de los Dióscuros o Jóvenes Dioses también convertidos en estrellas. Hubo dos mitos puramente estelares en la literatura de la edad clásica: Héspero y Heósforo —luceros de la tarde y de la mañana—, resueltos en un solo astro por Parménides o por Pitágoras.

6. Los meteoros pueden comenzar por las nubes que, consideradas algún tiempo como cuerpos celestes, ocupan lugar después de las estrellas. Queda el vago rastro de Nephélee, amada por Ixión, de que nacieron los Centauros. Y queda la vaga sospecha de que esa Diosa-Nube haya podido ser la propia Hera, aunque Zeus haya querido engañar con una Nube-Hera el apetito sacrílego de Ixión. Hay rumores de que Helena —amén de sus asociaciones lunares— fue también una nube, como las divinizadas por las sagas del Norte. Lo cual se relaciona con la versión de que Helena nunca estuvo en Troya, sino solamente su sombra, fábula ya tardía. Al igual de sus hermanos los Dióscuros —ellos de buen agüero, ella de mal agüero—, Helena suele aparecer también en el fuego de Santelmo.

Zeus, para quien el trueno y el rayo son atributos, bien pudo andar en ellos antes de su configuración personal. Cuando, por protervo consejo de Hera, Semele pidió al dios que se le presentara en su verdadera apariencia, Zeus apareció en forma de rayo y la fulminó.

7. Los elementos comienzan por el menos palpable. El odre en que el Éolo de la Odisea ha encerrado a los vientos procede de un cuento universal. Pero aquí hay la huella inequívoca de un Dios-Viento. La religión olímpica conoce a Tifón o Tifeo, padre de Noto (Viento Sur) y de Céfiro (Viento Oeste), a los que debe añadirse Bóreas (Viento Norte). Los raudos caballos de Aquiles son hijos de Céfiro y de una Arpía. En Hesíodo, Astreo (Hombre-Estrella) y Eos (Aurora) han tenido tres hijos-vientos. Aristófanes, en las Ranas, habla del sacrificio a Tifeo. Los atenienses establecieron un culto a Bóreas, porque los ayudó a destruir la flota persa. En la Torre de los Vientos (Atenas del siglo I), los vientos adoptan forma humana (es decir: divina). Entre los romanos, se personalizan el septentrional Aquilón (“Águila”), el Austro meridional y Favonio (Céfiro), que es el favorito; y hay un Templo de las Tempestades que data del siglo III. Las Arpías son entre otras cosas, esos ventarrones traviesos que, como decía Ruskin más o menos, levantan remolinos, se cuelan por las ventanas abiertas y empolvan la mesa del escritor o le arrebatan las cuartillas.

El fuego, que por buenas razones nunca adquirió fisonomía, perdura en Hestia y sus cultos públicos y privados. Esta divinidad hogareña es menos definida que la correspondiente Vesta romana, la cual llegó a poseer templo propio y un colegio de sacerdotisas o Vestales. En la leyenda de Prometeo, el fuego está asociado a los tesoros divinos, ya con Hefesto, ya con Helios (el Sol) o con el mismo Zeus. Entre las novedades de Homero, Hestia se ha desvanecido, pero la conserva Hesíodo el arcaico.

No parece que la lluvia haya sido objeto de incorporación especial. O se la generalizó en la tempestad de Zeus y en las aguas de Posidón, o simplemente se la incluyó en los cultos agrarios. Dioses Fluviales, dispensadores de la fertilidad y los frutos terrestres, tienden por todas las praderas de Grecia sus plateadas barbas de espuma.

La tierra de que está hecha la Tierra, en condición de elemento, nunca fue incorporada. El tema nos llevaría a otro campo: a las teorías de la física natural y de la primera metafísica sobre la sustancia del mundo: lo húmedo, lo etéreo, lo ardiente, lo seco, la materia, el infinito, la mente, etcétera. Los primeros filósofos griegos que se ocuparon de los elementos los llamaban “simientes”, dando así a entender que se referían a ciertas materias primordiales y no siempre ni necesariamente a estas materias de última evolución, perceptibles por los sentidos.

Pero no olvidemos a Iris, hecha de lluvia y luz, arco de colores que va y viene entre cielo y tierra, mensajera de los dioses ante los mortales.

8. Los dioses-minerales han llegado desde muy lejos. El primitivo adoró siempre las piedras, ya brutas, ya ligeramente talladas. Las gemas y las ruinas monumentales demuestran el culto de las piedras en Creta, Micenas y otros pueblos vecinos.

Hay piedras a las que se asigna un mensaje sobrenatural, acaso meteoritos que se han visto caer del cielo, como los tres peñascos de Orcómene que figuran las Gracias, o el Zeus Descendente (Kappoótas) de Gitón. En Fane, se adoran treinta piedras de aspecto cuadrangular bajo sus nombres individuales. En el Feneo arcádico, se jura por las Petroma de Deméter-Kora, dos piedras ensambladas. Zeus está en el Omphalós, mármol abombado de Delfos. Según la fábula preolímpica, el Omphalós es la piedra que Rea hizo tragar engañosamente al “artero Cronos”, para evitar que devorase al Niño Zeus como ya había devorado a sus demás hijos. Vomitado por Cronos, este obvio fetiche de la Diosa Terrestre es el Ombligo de la Tierra. Salvo el parecer de Frazer, se supone que aquella Niobe vista por Pausanias en las laderas del Sipilón, era una roca con apariencia de mujer. En Tespia, Eros es una piedra bruta. Enlazando la fecundidad con la muerte, los frigios plantaban unas piedras fálicas en las tumbas. Todavía en tiempos de Luciano —siglo II de nuestra Era— los retores de Samosata se burlan de los supersticiosos que oran ante las piedras ungidas de aceite y coronadas.

Entre las piedras talladas descuellan los obeliscos, las pirámides y los pilares. Zeus suele asumir esta forma. La Rea cretense y la Cibeles asiática —Reina de los Leones— son pilares con un esbozo femenino. Se asegura que las leonas del Portal de Micenas están adorando al mismo pilar en que se apoyan. El Obelisco de Megara se llamaba Apolo Carino. La columnilla de piedra que guardaba las puertas en los hogares atenienses era el Apolo Agyieús, contrafigura del Apulunas oriental, cuyo nombre ha sido descifrado hace pocos lustros en las inscripciones hetitas. Son objeto de culto las hermas o bustos de Hermes, puestos sobre pilares cuadranglares y provistos de una prominencia viril.

También los romanos tenían sus dioses Términos, imágenes pétreas que servían para deslindar tierras y ahuyentar ladrones, a las que consagraban un rito anual y cuyo parangón oficial era el Júpiter Término, piedra venerada en el Capitolio: prueba de que estas nociones proceden del lejano fondo ario.

La apariencia singular o la supuesta virtud curativa de ciertos pedruscos —betilos, fetiches— los hacía suponer divinos y los asociaba con determinadas deidades: el Héracles de Yeto y de los cultos heroicos; la lapis manalis, amuleto de lluvias que los pontífices trajeron de la Puerta Capena.

De esta adoración de la piedra —mesa de altar elemental, lápida mortuoria, monolito, pilar más o menos tallado— nacerá la estatua. El drama de Lord Dunsany, Los dioses de la montaña, nos muestra cómo pueden brotar los mitos de las piedras antropomórficas. Cuando las piedras dejen de ser dioses, serán todavía lugares sacros.

9. Los dioses-vegetales cuentan entre los más antiguos. Creta y Micenas conocieron la religión del árbol. El plátano de Europa en Gortina, testigo de los amores de Zeus, el encino oracular de Dodona, que hablaba con el rumor del viento, el sauce de Hera en Samnos, el plátano de Delfos y los del hierón de Helena en Esparta, el olivo de Delos y los de Atenas, son rastros de divinidades vegetales, aun cuando puedan ser, a la vez, unidades simbólicas de los bosques sacros. El laurel, eficaz contra las contaminaciones de orden espiritual, tiene por patrono al dios Apolo, purificador por excelencia. En Temnos, Afrodita es un mirto verde. A Deméter y a Ceres incumben los granos y cereales —dón de aquélla, pues de ésta no tenemos leyenda—, y la virtud de las diosas late en las semillas. Triptólemo es el viajante agrícola de Deméter. Dióniso transfigura en vino su preciosa sangre, y en Tebas, es un tronco apenas revestido de un manto, y más tarde reforzado con tal o cual moldura de bronce. Ártemis Ilitia, la comadrona, infunde a la yerba artemisa su dón medicinal, provechoso a las parturientas. Es “Lygodesma” por el sauce, “Caryatis” por el castaño, “Cedreatis” por el cedro. La misteriosa Britomartis se asocia al pino y al lentisco en las guirnaldas de sus festines. Pluto el rico ha sido alguna vez un Dios-Árbol, medio plantado en tierra. Esparta adoró a los Dióscuros bajo la apariencia de un par de vigas. El culto de Pan está hecho de rocas, fuentes y árboles. En las Ninfas, el vigor silvestre y la humedad vegetal expresan el anhelo amoroso, y su nombre significa “las Novias”. Los héroes Jacinto y Narciso están en las flores de su metamorfosis.

10. Los vestigios de antiguos animales sagrados son innegables, acéptese o no los resabios del “totemismo” primitivo, que algunos creen ya superado para los días de la Grecia prehistórica y aun de la dispersión aria, y que otros ven todavía impresos en los nombres y emblemas de las familias más conocidas.

El clan frigio de los Ofiógenas, los nacidos de la serpiente y guardadores de la triaca contra la mordedura; la serpiente emblemática de los Erecteidas; los Spartoí de Tebas, así llamados por haber nacido de los dientes del dragón sembrados en tierra, y el dragón grabado en la tumba de Epaminondas; las “tripiernas” o svásticas de los Alcmeónidas, familia de Pericles; el caballo de los Pisistrátidas; los cuartos traseros de equinos de los Filedas (¿tribu dividida?); los “bucranios” o cabezas de toro de los Butades, no representan cultos actuales de “totemismo” pero, al menos, muestran los hereditarios estigmas de aquella institución prehistórica. Parece averiguado, en efecto, que estos signos no proceden directamente del totem. Pero ¿cómo probar que no acarrean su recuerdo inconsciente? La coincidencia ¿puede ser únicamente casual en este caso, cuando corresponde tan cabalmente a la primera distribución de grupos sociales, y cuando todavía, en el tumulto de las creencias griegas, persiste la comunión con el animal consagrado?

Cierto es que ya, en la familia de los Olímpicos, las divinidades siquiera parcialmente zoológicas o “teriomórficas”, al tipo del Buey Apis, son excepcionales: así la Deméter-Yegua de Figalia (pues la supuesta Hera-Vaca de Micenas, que Schliemann creyó haber descubierto, está desechada). Abundan los epítetos o calificaciones sacras de referencias animales, pero pueden ser simples metáforas: la Atenea Ojos-de-Búho o Glaucoópis, la Hera Ojos-de-Novilla o Boópis, calificativo ya generalizado en Homero para todas las mujeres de grandes ojos.

El animal es con frecuencia atributo o acompañante del dios: el águila de Zeus, la vaca de Hera (pues el pavo real, como el gallo de Hermes, son invenciones muy tardías), el búho de Atenea, las serpientes en el caduceo de Hermes, el León-Dióniso y el Toro-Dióniso, y hasta las singulares tortugas de Pan en Monte Partenio. Apolo, dios de la poesía, entre otras facultades, se identifica con el cisne que canta para morir según la fábula —tal vez el silbón, único que no grazna con aspereza—; y si Horacio anhela ser un cisne, se entiende que ambiciona ser reconocido como poeta verdadero. Apolo también se acompaña del cuervo y del delfín. La paloma pertenece a Afrodita, acaso por ser el ave de las Diosas Madres asiáticas, Atargatis, Istar y otras. Junto a estas divinidades, vuelan a veces los gorriones, aves libidinosas, según consta por la poetisa Safo. Ya las epifanías minoicas solían asumir forma volátil. En Italia, los gansos se consagran a Juno, la Hera latina, y el lobo y el pájaro carpintero son criaturas de Marte.

Aquí no hay más que residuos y ecos. Los dioses en nada participan ya de la naturaleza animal. Los Olímpicos no son siquiera híbridos, y ni para volar han necesitado de alas. De un salto se trasladan a donde quieren, ellos y su mensajera Iris y los corceles de sus carros. En las artes figurativas, la influencia asiática acabará por prenderles alas: así esas imágenes que se llaman “persas”. Hermes, a lo sumo, usa unas sandalias voladoras a modo de refuerzo, por lo mismo que suele recibir comisiones fatigosas y buscar por mares muy lejanos a las seductoras que se atraviesan en el regreso de Odiseo. Entiéndase que las sandalias de Hermes son voladoras, no precisamente aladas, aunque la plástica haya tenido que interpretarlas así, a modo de jeroglifo para decir “veloces”.

Las divinidades menores se animalizan más fácilmente. Hasta ellas no llegó en plenitud la redención antropomórfica que bañó a los Olímpicos. Los ríos son toros. Aganipe y otras fuentes poseen naturaleza equina. Los reptiles o anguiformes parecen adecuados a los dioses y a los héroes terrícolas: Erecteo, Asclepio, en cuyos templos hay serpientes. Ya en esta segunda categoría, o categoría de los héroes, la familia híbrida es numerosa. Las Sirenas, en un principio, eran aves infernales aunque de rostro femenino, como también lo son las Arpías, y luego se han vuelto mujeres-peces, hembras morfológicas de los Tritones. Los Sátiros son hombres cabríos y también medio-caballos; los Centauros, invariablemente, hombres equinos.

Hay también algunos animales tocados de virtud divina. Los caballos de Aquiles, criaturas sobrenaturales de los vientos, son de esencia mezclada: por gracia de Hera, Janto adquiere voz humana un instante para vaticinar la muerte de su amo. De igual esencia participan todos los animales que han sido presentes de los dioses: los caballos que Zeus obsequió a Tros a cambio del rapto de Ganimedes; los que dieron la victoria a Pélope y a Abas. Y con mayor razón, aquellos que han sido engendrados por los dioses mismos: Skyfios, brote de la simiente de Posidón o del golpe de su tridente, el primer caballo conocido. También Posidón, para dar a Minos una prenda, ha hecho nacer un toro del mar. Él mismo, transformado en garañón, persigue a Deméter —que, en Arcadia, huía disfrazada de yegua entre las manadas de Ongkios—, y engendra en ella el caballo maravilloso Arión, y a una hija cuyo nombre no nos es dable revelar, porque solamente lo conocen los iniciados. Mucho más familiar en las literaturas es Pegaso, el caballo volador de Belerofonte. Este Pegaso era hijo de Posidón y la Medusa.

11. Las metamorfosis lo mismo acontecen entre dioses o entre personajes menores. Pero las metamorfosis de los dioses son transitorias; las de los personajes menores son definitivas, salvo para dos semidioses que se mudan a voluntad como los “genios” del cuento árabe: Nereo, el Viejo del Mar, padre de las Nereidas, vidente benévolo e incapaz de embuste, y el embustero y disimulador Proteo, espíritus ambos de la metamorfosis, de la onda que rueda. La cual, por lo visto, no siempre es “pérfida”, puesto que no lo es Nereo.

Homero nos habla de la facilidad con que Atenea y Apolo se transforman en buitres para presenciar el combate desde la encina troyana, y nos cuenta cómo Atenea, hecha golondrina, ayuda a Odiseo en la matanza de los Pretendientes. Zeus fue un instante toro para Europa, cuclillo para Hera, cisne para Leda, lluvia de oro para Dánae. Ya hemos visto a Posidón-Caballo corriendo detrás de Deméter-Yegua por los llanos de Arcadia.

Estas metamorfosis fugaces bien pueden significar una recaída de los dioses en la forma prehistórica de su infancia, su más cómodo simulacro. Un intérprete exacerbado llega a decir que los dioses parecen preferir la forma animal para sus asuetos galantes por la tierra, por significar ello un retorno a la fuente de su vigor. No nos atrevemos a recomendar abiertamente esta hipótesis.

Las metamorfosis de los simples personajes míticos son innumerables, y las ha divulgado Ovidio en sus poemas. ¿Quién no sabe de Dafne-Laurel? ¿De los árboles Filemón y Baucis? ¿De Aracne-Araña o de Ascábalo-Lagartija? ¿De Siringa-Caña? ¿De Tereo, Procne y Filomela, la abubilla, el vencejo y el ruiseñor? ¿De Ío convertida en vaca? Crímenes, amores o celos, la pasión es siempre el origen de estas metamorfosis. Con estas mudanzas muere la fábula y no volvemos a saber de ella. Salvo en el caso de Ío, que sigue peregrinando, en Esquilo, para darnos otra muestra más de los errores olímpicos junto al caso de Prometeo. Góngora pone fin a su Polifemo cuando Acis, aplastado por el peñasco y sueltas las linfas de sus venas,

a Doris llega que, con llanto pío,

yerno lo saludó, lo aclamó río.

Es de notar que las metamorfosis heroicas raras veces se refieren a animales de especie superior, como los mamíferos. Acaso éstos quedan reservados a las diversiones pasajeras de un dios. Las aves son muy socorridas. Boio, antigua sacerdotisa de Delfos, consagró al tema una obra perdida: Ornithogonía.

Merece señalarse una curiosa transformación temática, y es la adopción de disfraces animales en ciertos cultos: oseznas de la Ártemis Brauronia, mancebos-potros en algún rito dionisíaco; probables inspiraciones del coro zoológico en Aristófanes: aves, ranas, avispas.10

12. Dos incorporaciones excepcionales ofrecen especial interés, los Dioses-Instrumentos y los Dioses-Hombres. Respecto a los primeros, la supervivencia es manifiesta. Los segundos nos llevan a cuestiones más trascendentes y requerirán otro capítulo aparte (“Consubstanciación y deificación”).

Los instrumentos culturales o relacionados con las creencias —objetos de humana hechura— algún día fueron divinizados. Son símbolos de investidura o son talismanes, y en sí mismos se los adoraba: el cetro de Atreo, cuya transmisión Homero evoca con reverencia; el cetro de Cadmo —ambos documentados en Pausanias—; la lanza de Ceneo; la doble hacha, “bipena” o labrys sacrificial de Zeus, emblema del rayo.11 En Lidia, esta hacha es talismán real, arrebatado por Héracles a la reina de las Amazonas, obsequiado por éste a Onfale, y de ella transmitido siempre a sus herederas femeninas. Los trípodes, atributos de la adivinación, aseguran el mando y son objeto de rivalidades, disputas y cesiones. Los Eteobutades de Atenas se comunican entre sí el sacerdocio mediante la entrega de un tridente sagrado. Linceo, yerno de Dánao, para que su hijo Abas pueda heredar el trono de Argos, tiene que poner en sus manos el escudo que Dánao había dedicado al templo de Hera.

Estos valiosos objetos suelen llamarse agálmata, pero tal palabra designa también las ofrendas en general, las imágenes y los animales consagrados al sacrificio.

13. Las deidades no se explican totalmente por las supervivencias, ni en su génesis ni en su significado religioso. Quede esto bien claro. De las numerosas teorías propuestas sobre la formación de los dioses griegos, no preferimos ninguna, y nos parece mucho más cuerdo disponer de todas, de cada una según el caso, pues cada una encierra una parte de la verdad.

Mil motivos se entretejen para urdir el manto de un dios: la magia naturalista, el paralogismo, el equívoco verbal, el sentimiento del misterio y la dependencia, la sola imaginación religiosa, la necesidad antropomórfica, el legado de anteriores creencias, las mezclas y las luchas étnicas, la obra conjunta de las especulaciones filosóficas, las letras y las artes, las vicisitudes políticas, las transformaciones sociales y los desarrollos económicos… Todo dios griego es una síntesis casi imposible de deshacer, un compendio de la jornada humana. Y lo que importa en los dioses es la definitiva orientación que al cabo ha logrado darles la edad clásica. En los lechos de la subconsciencia colectiva, la edad clásica preparó la síntesis superior de todas estas síntesis todavía parciales: progreso del Espíritu que el lenguaje de Hegel ayuda muy bien a expresar.