1. Los ritos son todos los actos del creyente en relación ceremonial con la deidad. Al conjunto de ritos y ceremonias de una religión se llama hoy “liturgia”. Tal palabra tenía entre los griegos un sentido muy diferente, pues designaba ciertas prestaciones cívicas a que los ciudadanos ricos se veían honrosamente obligados. Preferiremos la palabra “ritual”.
2. El ritual se divide en ordinario y extraordinario. Son ritos ordinarios las plegarias, la maldición, el juramento, la purificación, la iniciación, la danza sacra, el sacrificio. Los ritos domésticos (nacimiento, nupcias y muerte) forman un capítulo aparte dentro de los ritos ordinarios.
Son ritos extraordinarios los consagrados a los héroes, las singularidades hieráticas (Prostitución, Mutilación y Torturas sacras), las Fundaciones de Ciudades, los Festivales Religiosos y Panegirias, y algunas Manifestaciones divinas (Misterios, Oráculos, Adivinaciones y Curaciones místicas), pues veremos después que hay Manifestaciones divinas ajenas a los ritos.
Los ritos ordinarios se bastan solos o se acompañan unos de otros, y entran como componentes en las ceremonias de los ritos extraordinarios, que son unos conjuntos sintéticos. La plegaria, por ejemplo, figura en todos los actos religiosos, como una declaración de intentos; el sacrificio, en casi todos, como una propiciación indispensable para la eficacia del acto.
3. El rito, acto positivo, encuentra su correspondencia negativa en la prohibición, de que conviene al instante distinguirlo.
4. Las prohibiciones sacras comprenden: las abtenciones sacerdotales ya examinadas; las exigidas a todo adorador o implorante por decoro y respeto religiosos (Héctor declara que no puede implorar a los dioses manchado con la sangre del combate, etc.); las que se prescriben a los iniciados en los Misterios; y ciertas abstenciones a que se someten las sectas místico-filosóficas independientes del sacerdocio (pitagóricos y órficos, estudiados en la Primera Parte, cap. VIII, §§ 6-10).
5. Las sectas, amén de coincidir en ciertas nociones, coinciden en ciertas prohibiciones, como el negarse a la alimentación de carne animal: ya sea por repugnancia ascética hacia las impurezas, ya por no devorar la actual encarnación de un alma. Verdad es que esto también pudiera aplicarse a ciertos vegetales; y en efecto, queda de ello algún indicio en la versión de que Pitágoras impuso el tabú de las habas (dicen que por las fermentaciones gaseosas y la ecuación que la mente primitiva establece entre el soplo y el alma: psycheé), y que se dejó matar antes que huir a través de un campo sembrado. También es fácil que la comida de sangre recordara a los órficos la naturaleza asesina de los Titanes, inscrita en su terrorífica antropogonía.
6. Hay otras prohibiciones vulgares que se confunden con el folklore y con las supersticiones de los deisidaímones. De ellas nos da ejemplo Hesíodo, que vive entre campesinos viejos. Si Hesíodo ha influido en la antropogonía órfica como queda dicho, no nos asombra encontrar algunas prescripciones idénticas entre sus reglas de sabiduría popular y las normas de aristocrático pitagorismo. De Hesíodo es el no cortarse las uñas durante un sacrificio: tentación en que acaso caía la gente al verse con el cuchillo en la mano, como hoy en cuanto empuña tijeras. Y nótese que el vulgo aún considera indebido cortarse las uñas en domingo. De Hesíodo es, igualmente, el no poner en cruz ciertos utensilios de cocina (el cuchillo y el tenedor, dice todavía la buena gente); el no sentar cerca de las tumbas a un niño susceptible a malos influjos; el no bañarse el varón en baño de mujer, etc. Y de Hesíodo y los pitagóricos en común es el no desmoronar el pan con los dedos, ni levantar del suelo las migas; el no pisar la escoba ni pisar el brazo de la báscula, etc. Hesíodo, abuelo de los reglamentos de tránsito, quiere que se entre al templo por la derecha y se salga siempre por la izquierda, idea que persistirá más o menos en los hábitos futuros del teatro; quiere que el fiel nunca se presente al templo envuelto en la manta donde ha dormido; quiere que se asista a los oficios descalzo (recordamos a los Seles, los sacerdotes de Dodona); que no se pestañee al volcar las libaciones; que nunca se arranquen hojas de las sacras guirnaldas; que no se mate a un insecto dentro de los sitios consagrados; y, además, da consejos dietéticos que corresponden al espíritu del vegetarianismo pitagórico.
7. Hay, en fin, costumbres rituales de aplicación particular que, sin llegar al valor canónico de los ritos, eran consideradas por el pueblo como otros tantos mandamientos. Junto al lecho de la parturienta, se colocaban ciertas yerbas para evitar todo maleficio; y en Atenas, las ropas de la mujer en trance eran ofrecidas en prenda a la Ártemis Brauronia. Los niños que ayudaban a una ceremonia sacra no habían de ser huérfanos de padre ni madre. (Recuérdese el caso de los sacerdotes que debían renunciar si perdían a un hijo.) Ya veremos que muchas de estas costumbres se relacionan con las prácticas de la purificación.
Algunos cultos exigían la sencillez más extrema en atavíos y vestiduras, y prohibían las joyas o los mantos bordados o teñidos de púrpura. Para ciertos festivales, las mujeres no podían atarse el pelo ni llevar anillos. Y al lado de estas reglas “serias”, las supersticiones vulgares por todo estilo: deshacer todos los nudos que hubiera en el cuarto a la hora del alumbramiento, no cruzar brazos y piernas ni pisarse un pie con el otro ante un enfermo, etc., lo que nos recuerda ciertos usos de las macumbas negras en el Brasil y que sin duda se encuentran en las ceremonias mágicas afrocubanas. (Ver en la Introducción, B, la nota sobre Fernando Ortiz.)
1. La plegaria es, en esencia, una petición. Poco a poco se dignifica y enaltece hasta el himno o la recitación adorante. Por su carácter, la plegaria es la forma inmediata y más definida de las comunicaciones con el dios. La petición que ella encierra se manifestaba con actos o con palabras.
Si con actos, ella se refiere a un anhelo general de bienestar y dicha y que no necesita formularse. Así la ofrenda simbólica del alimento y del vino, antes de comer y beber, equivalente a los rezos que hoy hace el devoto al ponerse a la mesa y al dar las gracias. Los actos, en este caso, tienen relación con el sacrificio. La ofrenda alimenticia era un bocado que se arrojaba al fuego, tal vez un presente para Hestia. A Hestia se la nombraba la primera en las oraciones, y se la nombraba también en casi todos los juramentos. La “libación” u ofrenda del vino se reducía a derramar en el suelo un poquillo de vino puro, siquiera unas gotas, como todavía lo hace la gente del pueblo en Andalucía y en otras partes. (Il a fait, malgré lui, le geste héréditaire, pudo decir Hérédia.) Recuérdese que el vino griego era un extracto y —salvo los brutales macedonios— sólo se lo bebían muy mezclado con dos partes de agua en la crátera y, de preferencia, después de las comidas. La libación era un obsequio para el Buen Demonio, el Agathós Daímoon, borrachín amable figurado por la serpiente, numen casero.
Cuando la petición es precisa y determinada, se emplea la plegaria propiamente tal, la oración. La oración puede ser irregular o textual. La irregular es la que se compone al capricho, “según brinca y parte del propio corazón”, como dice nuestro poeta. Así, en los Poemas Homéricos, fuera del vocativo o llamamiento reverencial —etimológicamente, pudiéramos decir: “telefónico”—, los guerreros la improvisan de cualquier modo. La oración textual, en cambio, singularmente si acompaña un sacrificio, obedece a la fórmula dictada por el sacerdote, como hoy las frases de los novios ante el altar. Los romanos, en su apego mágico y su minuciosidad jurídica usaban curiosísimas precauciones, para evitar equívocos respecto al dios invocado o, cuando por ejemplo se pedía la destrucción de una ciudad, respecto a la identidad de ésta, por el riesgo de los nombres semejantes u homónimos.
Hay ejemplos de casos mixtos: uno reza por todos, y los demás lo acompañan en silencio y con la intención. Lo hace el sacerdote Crises, en la Ilíada, cuando los aqueos le devuelven a su hija, raptada antes por Agamemnón.
2. La fórmula de la plegaria define la petición, recuerda ofrendas pasadas y promete ofrendas futuras; y también, como para invocar un pacto de benevolencia ya tácitamente establecido, recapitula mercedes antes recibidas por el fiel o por sus antecesores. Esta fórmula, por su naturaleza, hereda las virtudes del conjuro o encantamiento, y se relaciona con actos cultuales como el grito —el Evoé de los frenesíes dionisíacos, el Himeneo de las bodas— y como el canto acompañado de danza. El Paioón, grito que se convirtió en un dios del ciclo apolíneo, comienza por ser un alarido ritual, es después un canto con danza: el “peán” guerrero de la victoria o simplemente el de adoración a Apolo. En su origen, el peán es de orden protector o curativo y es considerado asimismo como una plegaria.
3. La oración se hace generalmente en voz alta, y excepcionalmente en voz baja, cuando se está ante extraños, ante enemigos, o por algún reparo especial. Crises, en la Ilíada, ofendido por los aqueos, se aparta a la orilla del mar para pedir a Apolo que los castigue. Áyax, disponiéndose a combatir con Héctor, dice a los suyos:
Orad por mi destino al Cronión Soberano,
mientras visto las armas y salgo a la pelea;
implorad en voz baja, no os oigan los troyanos,
o hacedlo abiertamente, sin miedo y como sea.
Il., VII, 193 y ss. Trad. A. R.
4. La actitud del implorante asume un valor simbólico. El prosternarse corresponde a la súplica humana, y a ciertas purificaciones como en el culto de la Deméter Trofonia, pero no a la plegaria. El echarse a los pies de la persona implorada, abrazar sus rodillas y acaso acariciarle el mentón —en la Ilíada, lo hace Tetis con Zeus—, es actitud ritual del ruego, pero ya se ve que sólo del ruego entre iguales: o entre dioses, o entre hombres; allá imaginado, acá real.
El griego oraba de pie, los brazos en alto y las palmas al cielo, salvo cuando se dirigía a los dioses subterráneos. Entonces tendía los brazos hacia abajo, o se arrodillaba para palpar y golpear el suelo, como quien llama a la puerta de un sótano. Fuera de este caso, el implorar al dios de hinojos era tenido por costumbre bárbara y servil. Solía besarse la mano de la imagen, no las plantas como hoy se acostumbra. En los usos prehelénicos, los antiguos sellos y gemas muestran actitudes extáticas y tal vez de alucinación. Esas cabezas echadas hacia atrás, como en arrebato, sólo aparecerán después en las danzas dionisíacas y en las orgías griegas.
5. Las maldiciones pueden ser divinas o humanas. Las divinas son sentencias de la deidad contra los hombres. Cuando no hay expiación, se transmiten infinitamente de padres a hijos y se manifiestan en una cadena de desgracias y crímenes: la familia de Tántalo, la familia de Edipo. También pueden contaminar al extraño que se aproxima demasiado a la raza maldita, y aun a la tierra que ésta pisa. Han dado fácil asunto a las tragedias.
¿Son siempre verdaderas sentencias, es decir, son siempre el resultado de un juicio? Apena decirlo: a veces, son injustas; algunos, sin siquiera haber heredado maldición alguna de sus progenitores, nacen ya malditos, presas de una iniquidad flotante y no domesticada aún en las antiguas teodiceas, al modo como un hijo feo nace de una hermosa pareja.
Pero no debe olvidarse que, la maldición divina deja lugar a una redención más o menos mediata (§ 8).
6. Las maldiciones humanas son peticiones destructivas, plegarias al revés, que han sido escuchadas por la deidad. A diferencia de la maldición gitana, no hieren directamente a la víctima, sino mediante la intervención de los dioses, a quienes se encarga de refrendarlas y ejecutarlas. No son, pues, hechicerías o actos de magia, sino verdaderos actos religiosos. Singularmente se solicita el servicio de la maldición a las potencias temibles e infernales: Hades, Hécate, Perséfone, las Erinies, espíritus indignados de los muertos, etcétera.
Fénix describe así la maldición de su padre:
… Lo supo mi padre y me maldijo
mil veces, implorando de las Erinies fieras
que nunca en sus rodillas jugueteara un hijo
nacido de mi carne. Los dioses, por mi mal,
escucharon su voto: el Zeus Infernal
y la feroz Perséfone…
Il., IX, 453 y ss. Trad. A. R.
Estas plegarias funestas impetran castigos y desquites por el agravio recibido, o protección contra el agravio posible. Son armas poderosas del débil, del pobre, y buen resguardo contra enemigos que se ignoran (Plainte contre inconnu). Su efecto se agota en el acusado, o bien se prolonga por generaciones, según los términos mismos de la petición. Pero, heridos por la deficiencia de la memoria humana, que ni en el rencor es eterna, estos verdaderos maleficios suelen olvidarse en el curso de las generaciones; sobre todo, si se trata de maldiciones privadas, pues las públicas tienen mayor perdurabilidad.
7. Pues hay maldiciones privadas y maldiciones públicas. Las primeras parten del ánimo personal; las segundas son, por decirlo así, de derecho público, y parten del Estado.
Estas últimas eran una especie de excomunión o expulsión del orden legal, y fueron tan temidas entre los griegos como entre los romanos. El primogénito de la familia de Atamas, rey legendario de los minios, no podía tener acceso al Pritaneo en virtud de una maldición pública. Si se lo sorprendía en transgresión, era sacrificado ante el Zeus Lafistio. La historicidad posible de esta práctica será examinada al hablar de los sacrificios.
8. Son modalidades de la maldición: el usarla como garantía de los pactos, los preceptos éticos y los religiosos, para evitar incumplimientos; el maldecirse a sí propio; el sufrir involuntariamente los efectos el mismo que lanza la maldición.
Nos dan ejemplo de la maldición como garantía o “cláusula penal” de los pactos los guerreros homéricos, cuando exclaman: —A quien viole estos juramentos, que se le esparzan los sesos y los de sus hijos como derramo yo esta libación.— Las maldiciones de los Bucigas atenienses, en los ritos de las “boufonías” o matanzas de bueyes, ilustran el refuerzo de los preceptos mediante estas fórmulas de amenaza contra los transgresores.
La maldición contra sí mismo es las más veces condicional, y tiene por fin obligarse estrechamente a realizar un propósito. En la Ilíada hay, por lo pronto, dos casos: Odiseo dice a Tersites: —Como vuelvas a murmurar de los reyes, muera mi hijo Telémaco o que me corten la cabeza, si es que no te aplico un castigo ejemplar.— Y Pándaro, despechado del poco éxito de sus flechas, exclama: —Si alguna vez regreso a mi patria, echaré al fuego este arco que de nada me sirve, o quiero que me degüelle un enemigo.— Estas maldiciones condicionales son retóricas y no religiosas, pero explican el caso. El arrebato, finalmente, puede conducir a la maldición suicida o incondicional contra sí mismo. Edipo se maldice a sí mismo, aunque sin saberlo, pues que ignora ser el propio asesino de su padre; pero la maldición surte efecto. Y la maldición que lanza contra sus hijos no puede decirse que lo deje impasible en su condición de padre; a él mismo lo hiere.
La maldición tiene poder incontrastable: aun los dioses, si bien no la ejecutan, son impotentes para evitar que las Erinies la cumplan. A veces, ni el arrepentimiento ulterior evita ya sus efectos: Fénix, maldito una vez por su padre, nunca tendrá hijos, aunque su padre se esfuerza por reconciliarse con él. Cuando, por algún motivo ajeno, la maldición queda frustrada y no puede realizarse en la víctima, se vuelve como el boomerang y aniquila al que la ha lanzado. La maldición, en principio, es una relojería que se echa a andar sin que nadie pueda ya detenerla, exceptuado el parecer de los dioses (§ 5).
Excepción notoria: así como Apolo fue desdichado en varias de sus aventuras amorosas, Posidón lo fue cuando se procedió, por arbitraje, a establecer el patronato de los Olímpicos sobre las ciudades. Disputó a Hera el patronato de Argos, fue derrotado en sus pretensiones y maldijo a la Argólide desecando todas las fuentes del país. Pero, por amor a una de las Danaides que fueron a refugiarse en aquel reino —la Danaide Amimone—, levantó al fin la maldición. Unos dicen que le reveló el sitio de la oculta fuente de Lerne; otros, que al perseguir a un sátiro empeñado en apoderarse de la Danaide, le lanzó un golpe con el tridente; el tridente dio contra una roca y —sin remedio— obró la magia del instrumento divino y brotó el agua. Según otra versión inundó la zona y llenó de agua salada todas las fuentes de la Argólida, y luego, a súplica de Hera, devolvió las cosas a su estado natural y anterior. Como éste hay por ahí uno que otro caso de maldición atajada, pero siempre tiene que ser de origen divino. Por ejemplo, aunque la leyenda nada nos dice, es de suponer que la maldición de Afrodita contra las mujeres de Lemnos —el mal olor —se había disipado ya cuando llegaron los Argonautas y se unieron con ellas. Un moderno Luciano se atrevería a decir que los pobres aventureros llegaron a la isla en estado de exasperación, y que “a buen hambre no hay pan duro”. Estos ejemplos nos hacen reflexionar en la conveniencia de no ser demasiado sistemáticos en nuestras definiciones.
9. Las maldiciones humanas pueden ser orales o inscritas. Las orales, como se dirigen a los dioses subterráneos, adoptan por procedimiento el golpear el suelo. Homero narra así el enojo y las maldiciones de Altea contra su hijo Meleagro:
Bañado el seno en lágrimas y golpeando el suelo,
al Hades y a la fiera Perséfone encomienda
contra su propio hijo maldiciones de muerte.
La inexorable Erinis, en la mansión horrenda
y brumosa del Érebo oyó su imploración…
Il., IX, 566 y ss. Trad. A. R.
Estas maldiciones orales solían acompañarse de algún “gesto” simbólico, como se hace hoy para injuriar sin palabras. Estos “gestos”, lenguaje manual del maleficio, serán el elemento masculino u ofensivo correspondiente al femenino o defensivo de ciertos signos actuales: el “alzar pata”, el cruzamiento de dedos, la figa brasileña. etc. La “orientación” apropiada para maldecir consiste en volver el rostro hacia el occidente, donde se pone el sol, adonde vagamente emigran los muertos en alguna de las figuraciones antiguas.
Pues también hay un orden ritual de la orientación. El espacio ha tenido siempre un sentido “semántico” o significativo, y todavía damos la acera, ceremonialmente, a la persona de respeto, la derecha a la dama, etcétera. La simbología del espacio es un supuesto previo en el ritual de la misa, donde todavía queda algo como un residuo de danza. Y la danza es una ocupación del espacio por un movimiento a la vez estético y significativo.
10. Las maldiciones inscritas podían tener un sentido protector o un sentido maléfico. Las protectoras eran, por ejemplo, las inscritas en las tumbas para evitar ultrajes póstumos. Los maleficios solían grabarse en chapas o en hojas de plomo, que lo mismo se depositaban en tumbas o en sagrarios.
De estas piezas de plomo —katádeseis de Platón o tabellae defixionis de los romanos— se ha encontrado buena cantidad, la mayoría procedentes del siglo IV. En un cáliz se lee: “Caiga sobre Aristión la cuartana y cáusele la muerte”. Así se desahogaban también las venganzas entre litigantes. Muchos de los nombres inscritos son nombres de personas históricas: políticos, oradores, estadistas; lo que prueba que estas brujerías no sólo eran de uso entre gente ruda.
11. Los juramentos son votos y garantías de los pactos públicos y privados, o del fiel desempeño de un oficio o encargo. Obligan, en principio, a los mismos dioses, y de aquí la indignación de Atenea y de Hera contra Ares, que juró falsamente ayudarlas en la protección de los aqueos, y luego se pasó a los troyanos.
Llevan los juramentos una maldición implícita para en caso de violación, y los preside el dueño de toda promesa, Zeus Horkios en persona. Los juramentos son, textualmente, “barreras” en que se encierra el que los pronuncia. La Oceánida Éstix, incorporada en la corriente infernal que lleva su nombre, fía ante los dioses la firmeza de toda palabra empeñada. Pero algunos Estados tenían una lista propia de deidades encargadas del juramento, y ciertos sagrarios gozaban de especial renombre para el caso. Se dice que Diágoras el Ateo perdió la fe al ver que los dioses no castigaban a un perjuro. ¡Pues sólo faltaba que los dioses tuvieran la obligación de cumplir todos los antojos de los hombres y recibieran necesaria y obligatoriamente todas sus peticiones y ofertas! Homero abunda en pasajes donde los dioses desoyen las plegarias, y a veces, aun aceptando los sacrificios.
1. La purificación tiene por objeto mantener la dignidad religiosa de la existencia humana. Entregado a sí mismo, el hombre decae, y las veredas ideales que lo conducen hacia la deidad se llenan de abrojos. La relación mística exige una conservación constante, eso que el francés llama entretien. No como quiera se llega hasta la presencia divina. El trato cotidiano y los acasos de la vida ocasionan un desgaste incesante que importa restaurar incesantemente. Tal desgaste es una impureza (miasma).
Las nociones de pureza e impureza son transformaciones últimas del tabú y abarcan un ancho campo que va desde el orden físico hasta el orden moral. Según la levedad o gravedad del caso, a la redención del miasma bastará un rito de sentido meramente “devocional” o un rito de sentido penal. El primero pone al fiel en aptitud de comunicarse con los dioses. El segundo limpia las manchas de la sangre. Al refinarse los conceptos, el rito devocional se convertirá en unción e investidura hierática, y el penal, en la remisión de los pecados. Al racionalizarse, el rito devocional se traduce en respeto a las cosas divinas o en cuidado higiénico, y entonces toma por los atajos de la terapéutica; y el penal, a su vez, halla su sitio en el derecho.
2. El rito devocional se aplica a todo lo sagrado, en ambas fases de su ambivalencia: a lo adorable y a lo horrible, a lo santo y a lo infeccioso. Son santidad y adoración los sacrificios y las plegarias en los templos; es acto embebido de religión el gobierno de la república, y lo es el pacto de guerra. Y en efecto, quien ofrece un sacrificio, como dice Hesíodo, tiene que presentarse puro y limpio. Hemos citado ya el caso de Héctor (“Los ritos y las prohibiciones”, § 4). Héctor abandona por un instante el combate y vuelve a Troya. Hécuba, su madre, se ofrece a darle vino para que brinde libaciones a Zeus y él mismo se restaure. Héctor lo rechaza, pues además de que teme los efectos adormecedores del vino, añade:
… al Amo de las Nubes desparramar no debo
con las manos impuras las negras libaciones,
ni puedo presentármele mostrando estos manchones
del fango y de la sangre, que así yo no me atrevo.
Il., VI, 266 y ss. Trad. A. R.
Este pasaje de Homero es claro; pero respecto al sentido religioso de la purificación, Homero puede confundirnos. Él disimula los vestigios arcaicos, los moderniza sutilmente. Cuando, por haber obedecido a Apolo, se espera ya el fin de la peste que venía diezmando a los aqueos, Agamemnón manda que sus tropas “se purifiquen” y arrojen al mar el material de las lustraciones, las “escorias polutas” (kathármata); pero se nos deja en la duda de si les ha aconsejado, simplemente, la conveniencia de darse un baño. Cuando Patroclo va a entrar en combate, Aquiles friega con agua y azufre la copa de sus libaciones, antes de dirigirlas a Zeus; pero parece un esmero de limpieza y no una característica purificación. En estas indecisiones hay cálculo, hay método. El poeta no quiere recoger las “vulgaridades” de la gente. Las recuerda y a la vez las olvida, las justifica con un leve toque de secularización.
A la entrada del templo, una especie de pila de agua bendita permite el aseo previo de los fieles. La Asamblea del pueblo, antes de entregarse a sus deliberaciones acostumbra purificarse. Y cuando Agamemnón va a pactar con Príamo una tregua, lo primero que hacen los heraldos es traer aguamanos (chernips). El agua asea, desde luego; pero, además, compartirla en las abluciones, por elementales que éstas sean, establece un vínculo. Ya se comprende que las iniciaciones y ceremonias de los Misterios o los Grandes Festivales se acompañan de purificaciones todavía más extremadas.
Pero hay siempre algo de repugnancia y de infección en la cercanía de las cosas corporales; y cuando de ellas nos trasladamos al orden de lo religioso, parece, por contraste, que nos han dejado una mala huella. Así los alumbramientos y las defunciones, y aun los contactos amorosos, que suelen obligar a una “cuarentena” más o menos prolongada para recobrar el derecho a la normalidad ritual.
La sola contemplación de lo impuro puede ser una mancha. A las puertas de la parturienta o del difunto hay siempre un balde de agua para los que vuelven a la calle. Dentro del recinto sacro no es lícito nacer ni morir, y si por desgracia ello acontece, se procede cuidadosamente a consagrar de nuevo el sitio, como en nuestros templos. Ni siquiera se consienten las tumbas en la vecindad de los sagrarios; por lo cual, en dos ocasiones —no sin crueldad—, los atenienses tuvieron por bueno el mandar remover los sarcófagos que yacían junto a los sagrarios de Delos. Y ya hemos visto que los negociadores atenienses inculpaban a los espartanos el haber enterrado a Pausanias demasiado cerca del ara (“Los sacros lugares”, § 13).
3. El rito penal limpia la impureza causada por las muertes violentas, ora nos hallemos ante un homicidio intencional, ora ante un homicidio involuntario, ante un suicidio o ante un accidente. Todos estos casos llevan en sí una esencia de delito, en cuanto violentan el término previsible de una existencia, en cuanto perturban la confianza, la pístis de que antes hemos hablado, base a la vez del sentimiento religioso y del sentimiento social.
4. El homicidio exige la purificación inapelable. Homero habla de compensaciones y destierros como consecuencia de asesinatos, pero no mienta los ritos penales. (Y nótese que la noción ya jurídica de los “daños y perjuicios” es más adelantada, si menos romántica, que la antigua vendetta). Verdad es que Odiseo, después de dar muerte a los Pretendientes, ordena que su palacio sea fumigado con azufre y fuego. Ordena, en suma, asear la casa, pero no se le ocurre purificarse a sí mismo por toda la sangre derramada. El poeta se mantiene fiel a sus normas. En cambio, ya Arctino, en su Etiópida, volviendo por la tradición, hace que Odiseo purifique a Aquiles por el asesinato de Tersites. Y Hesíodo habla de auxilios semejantes concedidos a los héroes Héracles, Peleo, Belerofonte, Alcmeón, Anfictión, Pemandro, Tríopas; lo que, después de Hesíodo, repiten los demás mitógrafos.
Y es que el asesinato era la peor impureza, y de consecuencias trascendentes como vamos a verlo. La sangre derramada es tan virulenta que la mancha se comunica al solo contacto del asesino. De aquí la lapidación pública, para no tocar al delincuente. Cuando Héctor reprocha a Paris sus errores, viene a decirle: “¡Muy manso es el pueblo troyano, pues hasta hoy no te ha puesto encima el túmulo de piedras!”, significando así que Paris responde por la sangre de la guerra troyana. El matricida Orestes, después de su crimen, se refugió en Atenas. Aunque el rey Pandión lo recibió, sustituyó la crátera común por un jarro para cada uno de los huéspedes, a efecto de evitar contactos, práctica que se conserva en el rito de los Choes o ánforas.
Más adelante veremos hasta qué punto era trascendente, de generación en generación, la impureza del asesinato (§ 8).
5. El homicidio involuntario es tema frecuente en las historias míticas, y siempre obligaba al destierro y a la purificación ritual. Como de costumbre, hay contradicciones sobre la posible intención en tal o cual caso. Apolo lanzó un disco y mató involuntariamente a Jacinto, el héroe de Amiclas; pero parece que el celoso Céfiro desvió el disco de un soplo para provocar la desgracia. Tlepólemo, en la versión corriente, tuvo la pena de matar a su tío Licimio sin proponérselo, porque simplemente “se le fue la mano”. Pero Píndaro estaba cierto de que hubo malicia. A lo mejor, Zeus mismo mandó correr el rumor favorable: Tlepólemo era su protegido, lo hizo huir hasta Rodas, lo enriqueció y lo dejó fundar allá tres ciudades. Héracles, enloquecido por la implacable Hera, dio muerte a sus propios hijos (acaso también a su esposa, la infeliz Megara) en un rapto de indignación. Al volver en sí, quiso suicidarse, horrorizado. Lo detuvo la piedad de Teseo, obtuvo de él la purificación y, por aviso de Delfos, se sometió durante doce años a la servidumbre de Euristeo, rey de Tirinto, quien le impuso como penitencia los famosos Doce Trabajos.
6. El suicida no es menos vitando que el asesino. En Cos echaban fuera del territorio su cadáver, y hasta el árbol y la cuerda con que se había colgado.
7. En caso de accidente, se castigaba de algún modo el objeto que lo había causado, como lo vemos con el hacha de las “boufonías”. Los murmuradores de Atenas se hacían lenguas sobre las largas discusiones entre Pericles y Protágoras a propósito de un accidente acaecido en unos juegos atléticos. ¿Había que castigar al matador involuntario, al empresario de los juegos, a la jabalina que ocasionó la desgracia, o a los tres a un tiempo? La discusión tenía algún sentido, a la luz de las prácticas místicas de la purificación.
8. La sangre no redimida infesta a las generaciones. Aún se conserva la conciencia de la antigua comunidad tribal. Si antaño, en las rivalidades de grupos, el clan respondía por uno de sus miembros, posible es que el caso se olvidara —no podemos documentarlo— con la separación, el alejamiento, las emigraciones de las tribus. El acto había sido un acto de guerra, no una mancha; daba lugar a desquites, no a purificaciones. Y si el asesino se expatriaba, sólo era para evitar la venganza de la familia ofendida. Pero cuando el asesinato acontece entre consanguíneos, entonces asume el horror de una impureza religiosa. Ya la sola expatriación no es alivio. A dondequiera que vaya Caín lo persigue el Ojo Acusador. Las Erinies, por toda la tierra, hostigan a Orestes, matador de Clitemnestra su madre, pero no se cuidan de Clitemnestra, matadora de Agamemnón su esposo, porque éste no era de la misma sangre que su cónyuge.
Pero aquella antigua conciencia pro indiviso se ha transformado en cierto modo, ahondando en la dimensión del tiempo y cargándose de memoria. La culpa, y la maldición divina consiguiente, rebota de padres a hijos: de Tántalo a Pélope, de Pélope a Atreo, de Atreo a Agamemnón, de Agamemnón a Orestes, en quien finalmente sobreviene la redención. Y todavía, según cierta tradición vulgar, el trasnochador está expuesto a que, a favor de la oscuridad, la sombra no aplacada de Orestes caiga sobre él, lo vapulee y le robe la ropa, como a los jovencitos viciosos de nuestro tiempo que salen a buscar percances ambiguos.
La culpa hereditaria es una noción profundamente grabada en la mentalidad griega. Aristóteles, para rebatir la comunidad de mujeres propuesta por Platón en La República, por Aristófanes en su Asamblea femenil (¿cum grano salis?) y por otros utopistas de la época, arguye que semejante comunidad quebrantaría los principios de la justicia, haría imposible establecer la dependencia entre padres, hijos y hermanos paternos y, por consecuencia, impediría trazar la línea que va del crimen a las expiaciones.
9. La sola noticia del asesinato podía manchar y exigir purificaciones. Esto se vio, al menos, en casos de asesinatos colectivos, como si aumentara con el número de delincuentes la calidad misma del delito. Goethe que, en Maguncia, salvó a un desconocido de un linchamiento, también sintió el crimen de muchos peor que el crimen individual. Malo si se equivoca el Alcalde: pésimo si llega a equivocarse Fuenteovejuna entera.
En Cintia aconteció una matanza pública. Unos mensajeros llegaron con la información a Mantinea, y al punto la ciudad en masa se entregó a las abluciones místicas. De igual modo se purificó la Asamblea ateniense al averiguar que los demócratas de Argos habían matado a palos a sus adversarios políticos (Skytalismós).
10. El asesinato obliga a purificarse a los mismos dioses que en él incurren. Apolo fue castigado por haber aniquilado a los Cíclopes. Pero dio muestras de una sensibilidad nada común entre los Olímpicos, cuando se sometió al destierro y a la purificación por la muerte de la serpiente que representaba las fuerzas subterráneas, la serpiente Pitón a la que arrebató el sitio de Delfos, donde había de fundar el dios su famoso oráculo. En adelante, Apolo viene a ser el patrono de los ritos purificatorios. Él lucha contra la venganza de sangre, él ayuda a la redención de Orestes.
11. La purificación ha recorrido el tránsito de la magia a la ética. Empezó por ser un mero rito, y gradualmente se penetra de arrepentimiento. Llegará a ser un corregimiento moral, así como la idea de impureza ascendió del tabú al sentimiento de la falta. Tal fue la conquista de Apolo.
A la vez que esto sucede en la tierra, el “ultramundo” se va convirtiendo en lugar de premios y castigos, donde continúa, en sus consecuencias, el ciclo de la vida terrestre. Flotan en el claro cielo de Grecia las imágenes de la justicia y la retribución divinas. Y los Misterios redimen en vida a sus iniciados y les ofrecen, más allá de este mundo, el goce eterno.
12. Los procedimientos de la purificación eran muy variados: dietas y ayunos, penitencias, abluciones, agua, azufre, fuego, frotamientos de harina y fango en los Misterios órficos, descuartizamiento de animales cuyas entrañas se pisan o esparcen, etcétera.
Tales procedimientos se aplicaban también en la purificación terapéutica, subtipo que corresponde a los ritos religiosos, no sólo por su carácter curativo, sino porque fue siempre considerado como una manera de iniciación y con frecuencia se lo relacionó con la danza médico-sagrada. A este fin, se empleaban el baño o la ducha de agua y la aspersión de sangre animal.
Las hijas del rey Preto, enloquecidas por voluntad de Hera o de Dióniso y luego convertidas en vacas, fueron devueltas a su naturaleza y su juicio por el legendario Melampo, un empírico, mediante la inmersión en las aguas del río Minieo, o mediante un tratamiento semejante en el sagrario de la Ártemis Lusia, Nuestra Señora de los Baños. Cuando, en tiempos históricos, el Minieo vino a llamarse el Anigros, conservó la fama, como el Ganges, de devolver la salud a los leprosos.
Para la aspersión de sangre o la purificación mediante el uso de las entrañas animales, se mataba un cerdo o un perro, y una vez aprovechados sus restos para el acto ritual, se los enterraba, se los quemaba o se los arrojaba al mar, sacro basurero de los griegos.
Estos animales no deben considerarse como víctimas de un sacrificio. No eran ofrendas a las deidades, sino animales-phármakos o remedios que obran por sí mismos. El ejército macedonio, cuando tuvo que purificarse en el Monte Chándico, marchó sobre los despojos de un perro. Se asegura que el pueblo de Beocia desfiló sobre el cadáver de un hombre. Y es verdad que los vestigios de sacrificios humanos —más adelante los conoceremos— siempre aparecen referidos de cierto modo a los ritos de la pureza.
Respecto a la purificación por el fuego, bien puede ser simbólica, o no tan efectiva como aquel acrisolamiento a que, según la leyenda eleusinia, sometió Deméter a Demofonte, con escándalo de Metanera, su madre, y cuyo objeto era comunicar al niño el dón de la inmortalidad.
Pero el exceso a que condujo la práctica apolínea de la purificación es sorprendente: el fuego mismo era susceptible de mancha, y entonces había que purificarlo. La lumbre del hogar privado se renovaba en el Hogar Público después de un entierro.
Y, para celebrar el triunfo de Platea, los atenienses, en procesión de antorchas, trajeron fuego inmaculado, fuego límpido, desde los sagrarios de Delfos.
13. La iniciación es rito de “tránsito”. Si las purificaciones permiten pasar del estado de profanidad a la plena adecuación religiosa, las iniciaciones —que siempre exigen el purificarse previamente— conceden a su vez el acceso de una a otra categoría en un sentido más especial.
Algunos recuerdan que la palabra griega para la iniciación —teleteé— no significa tránsito, sino cumplimiento, llegada a término, madurez. Tanto monta. El paso de la infancia a la aptitud genitiva, a la calidad guerrera, y en general todo acontecimiento notable —funesto o placentero— se compara con una llegada a término seguida de una nueva jornada; más aún, se lo compara con una muerte seguida de un renacimiento, que es la representación elemental de los tránsitos, viva aún en nuestra frase corriente: “Volví a nacer”, cuando logramos escapar a un peligro. Tal es el sentido de las múltiples ceremonias de iniciación, bautizo en la nueva categoría. Artemidoro, en su Onirocrítica o interpretación de los sueños —siglo II de nuestra Era—, observa que “todas las circunstancias del matrimonio están presentes en la defunción” y que “matrimonio y muerte han sido universalmente considerados como un coronamiento o cumplimiento definitivo” (télee).
14. Hay iniciaciones habituales, que permiten el paso de una a otra situación en la vida: la incorporación del recién nacido en la familia, la mayoridad, la condición matrimonial, el cruzar la muerte “según las reglas” como diría el médico de Molière: ritos domésticos e investiduras cívicas, etcétera.
15. Hay iniciaciones excepcionales, como la admisión a cofradías y Misterios, que hacen pensar en ritos masónicos, donde es manifiesto que se otorga al neófito el tránsito de la indiferencia a la gracia. Ya conoceremos lo poco que es dable conocer respecto a sus procedimientos.
1. La vinculación de la danza y el rito se da en todos los pueblos. Eran rituales los “mitotes” que el P. José de Acosta vio bailar a los indios de Tepozotlán en el siglo XVI, y siguen siéndolo las muchas fiestas de disfraces y danzas con que los indios celebran sus devociones por todos los lugares de México. Por ejemplo, los Concheros de San Miguel de Allende (ver la monografía de Justino Fernández y Vicente T. Mendoza, con ilustraciones de A. Rodríguez Luna, El Colegio de México, 1941).
Los orígenes de la danza no pueden reducirse a un único estímulo: muchas agencias psicológicas y sociales, como otras tantas Ilitias, han acudido a su nacimiento. Unas de orden íntimo, desahogos emocionales que llevan a correr y saltar; otras de orden mimético, pues como decía Aristóteles la imitación es instinto humano.
Educados en la pobre escuela del realismo, no siempre entendemos hoy el sentido trascendental de la antigua mimesis. ¿Puede una danza imitar la lluvia del Zeus Hyétios, o la peregrinación de Latona por varias ciudades, según que la danza posea un sentido de futuridad o un valor conmemorativo? El artista de hoy no lo duda ya. No lo dudó nunca el primitivo, que parecía entrar sonambúlicamente en la interioridad del fenómeno y animarlo con su voluntad. Creaba la lluvia, creaba el viento o, como se ha dicho, “lo silbaba”. Actuaba y no representaba, y cuando dibujaba el bisonte en las paredes de su gruta había comenzado ya la partida de caza.
Al remedo del Drama del Año y la sucesión de sus estaciones se junta el de los movimientos en el trabajo acompasado: el remo, la hoz. (Dice Jane Harrison que, entre los tarahumaras, nolávoa lo mismo significa “bailar” que “trabajar”, pero no hemos podido comprobarlo.) La acción aplicada y su figuración en la magia simpática del cuerpo apenas se distinguen referidas a su efecto final.
Cede también la danza a los contagios nerviosos de canto y la música escandidos. Interiormente, el cuerpo baila con los ritmos, e inversamente, los ritmos parece que objetivan la aritmética del cuerpo humano, el latido y la respiración. Canto, música y danza se creaban en la misma cuna.
Contribuyen a configurar la danza sus varias aplicaciones, educativas, deportivas, higiénicas y ceremoniales, su uso en las diversiones, los empleos de la lírica coral y del drama. Y alcanza, por fin, su definitiva emancipación artística cuando deja de lado el canto; porque —decía Luciano— el ejercicio corta el aliento, y lo resiente la inflexión de la voz.
Los pitagóricos, y Luciano también, imaginaban que la danza se inspiraba en el curso de las estrellas, metáfora si no explicación. Platón entiende la órcheesis como “un deseo instintivo de expresar palabras con todo el cuerpo”, tentación que todavía nos acosa, pero se deja fuera el puro valor estético de la danza; y Aristóteles la entiende como “una imitación de acciones, caracteres y pasiones mediante posturas y movimientos rítmicos”. Pero sin duda predominó en el origen la intención mágica, sobre todo en el rito agrícola, intención de que se adueñó pronto el sentimiento religioso.
Encontramos la danza generalmente asociada al canto y a la música de lira o de flauta, conforme al carácter y al objeto del baile. Melopoiía, para los griegos, significaba canto y danza; y como, según Luciano lo advierte, no hay Misterio sin danza, de aquí quieren derivar algunos el nombre de los Eumólpidas, sacerdotes hereditarios de los Misterios Eleusinios. Lo que tiene aire de ser un mero juego de palabras.
No pocas veces, la danza se asocia al juego de pelota, de que la palabra inglesa ball parece conservar el equívoco, y cuyo rastro anda por ahí en el griego palla, el latín ballare, el francés bal, baller, acaso el teutónico bale. En la Odisea Nausícaa y sus esclavas juegan con la pelota al ritmo de una melopea; y Halio y Laodamas, en la corte del rey Alcínoo, bailan con la pelota, alcanzándola de un salto en el aire, como alcanza su arco el bailarín ruso en las danzas polovetzianas del Príncipe Ígor. Es posible que el combate mismo se haya entendido, según las reglas de la esgrima para el escudo y la lanza, como una suerte de ejecución danzante, si es que la frase homérica sobre el saber “la danza de Ares” no es mera metáfora por “saber pelear” (ver adelante § 6).
En esencia, la danza puede bastarse a sí misma. Ya se apoya en ritmos sordos —bailes de tambor o de palmas, de castañuelas, güiro o maraca, o el propio compás del zapateo—; ya, excepcionalmente, aparece muda y en pantomimas silenciosas. De que es manifestación tal o cual momento de los ballets rusos y sus derivados, o mejor el ensayo que Isabela Echessarry ofreció hace algunos años a los públicos de París, y de que he tratado en otro libro (“Motivos del Laocoonte”, Calendario, en Obras Completas, II, pp. 293 y ss.).
Hasta puede haber danza inmóvil, larva de estatua. Pues la danza se redujo algún día a la mera exhibición prestigiosa de la presencia y postura corporales. Durante la batalla de Rafidim, en que el pueblo hebreo luchaba contra los amalecitas, Moisés, ayudado por Aarón y Hur, ha mantenido los brazos en alto para comunicar a sus tribus el espíritu de la victoria.
Son tipos de la danza muda los neixcuitilli con que, a fines del siglo XVI, los misioneros de la Nueva España —Gamboa, fray Juan Bautista y Torquemada—, acompañaban sus sermones; costumbre que tiene antecedentes, por lo menos, en la Perusa del siglo XVI. Son tipos de la danza inmóvil, asimismo, los “cuadros plásticos” que aún tenían boga en nuestra infancia y que se conservan en las apoteosis finales de ciertos dramas poéticos y “revistas líricas”.
La danza, en su madurez y plenitud, puede ya definirse como “una coordinación estética de movimientos corporales”. (A. Salazar, La danza y el ballet, México, 1949.) Escritura corporal o poema emancipado de los instrumentos del escriba, en palabras de Mallarmé.
2. La danza griega ha recibido influencias de las culturas antecedentes y vecinas. Los griegos, ante el eclipse de su prehistoria, se conformaron con atribuir a los personajes legendarios la invención o la importación de las danzas: a Teseo, héroe de relación minoico-ateniense, la géranos, danza de la grulla; a Licurgo, el Rey-Lobo y legislador fabulesco, la trichoria. La tradición del Asia Menor y de Siria aún no puede documentarse con claridad. La tracia es más visible entre los antecedentes griegos: de Tracia llegó la imagen salvaje del Sabacios, con su cortejo de bailes convulsivos, imagen que Grecia incorporó en el Dióniso, haciéndole cambiar por vino su cerveza; y Grecia supo de las divinidades tracias Zenthes y Zalmoxis, cuyos nombres significaban a la vez un dios y una danza. El Egipto es atmósfera general en la prehistoria de aquellas regiones mediterráneas, y de allá pudo venir el uso de las castañuelas o el chascar los dedos (apokróteema), si es que no también la danza fálica, que los egipcios ya confiaban a los muñecones manejados con hilos (neuróspasta).
Pero el antecedente inequívoco de Grecia está en la cultura egea, fase minoica y fase micénica. Los monumentos cretenses, en relieves, decoraciones murales y sarcófagos, muestran escenas de danzas en todos los tipos que Grecia ha de conocer: procesiones religiosas, fiestas agrarias, de combate y orgiásticas. Ya desfilan los segadores cantando, ya las damas de la corte presencian un baile bajo una oliva sagrada, los vendimiadores pisan la uva al son de la doble flauta, las muchachas cargan sobre la cabeza cestos de frutas, un guerrero desgreñado —un Curete acaso— agita su enorme escudo; y la Danzante Cretense, en el muro de la alcoba real —al pecho la mano izquierda, el brazo diestro extendido y la cabellera suelta al aire— gira como una peonza.
Homero recoge la tradición cretense del terraplén o pista de baile que Dédalo hizo para la princesa Ariadna, y describe la danza nupcial entre los quiméricos feacios, al son de la flauta y la phórminx, en términos tales que los documentos gráficos cretenses pudieran servir como ilustraciones a su texto. Las evoluciones de la géranos, en Delos —la danza de las grullas— pretendían recordar las sinuosidades del Laberinto, y ya parece prefigurar esta danza cierto relieve de Cnoso donde la escena se desarrolla ante el misterioso altar de cuernos.
Cuando Jenofonte acampaba en Cotyra, presenció varias danzas y pantomimas militares que asombraron a los paflagonios, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Dos tracios bailaron una pantomima de combate. Los de Enia y Magnesia ejecutaron la karpaía, en que un soldado deja sus armas para labrar la tierra y es asaltado por un ladrón, símbolo terrible. Un misio fingió pelear con dos adversarios invisibles, dando volteretas, y después danzó la “pírrica”, chascando dos escudos como platillos. Los de Mantinea y Arcadia, al ritmo guerrero o de enóplios y lujosamente pertrechados, cantaron un peán acompañado de marchas religiosas. Una danzarina profesional se atrevió también con la pírrica. Aquí vemos cómo llegaron a proliferar en Grecia varios tipos de danza, y cómo se mezclaban los usos de distintos pueblos en las correrías de los mercenarios.
Así, en manos de artistas y músicos, fueron adquiriendo fisonomía propia las fiestas de los Muchachos Desnudos en Esparta (ver “Gimnopedias”: festivales, cap. X, pp. 327-328), las Pruebas de Arcadia, las Vestimentas de Argos, donde se repetían con celoso apego los viejos himnos, mientras otras poblaciones menos conservadoras aplaudían las innovaciones de los artistas contemporáneos.
3. La danza griega se distingue de la moderna en su aspecto y en sus aplicaciones. En general, se parece más a nuestro ballet que a nuestro baile de salón, y depende menos de los acompañamientos musicales, por lo mismo que cada una de sus figuras es un signo y no una mera acción graciosa.
Los movimientos de la danza son los elementos o phorai, que los escolares aprendían en los gimnasios, y los gestos o ademanes o schéemata, que eran ya pericia de profesionales. La actitud de las manos y de los dedos o “quironomía” —como entre las bailarinas siamesas— era un verdadero lenguaje cuyo secreto hemos perdido. Las posiciones de las piernas se conservan en la danza actual; las de los brazos son más variadas; la cabeza se levanta o se dobla más a fondo; el cuerpo se flexiona o quiebra más acentuadamente. El movimiento puede ser solemne y mesurado, apenas insinuado en los ancianos que asisten a la ceremonia, o desbocado y frenético, según el caso. Llega entonces al ejercicio acrobático, como en los volatines del kybisteeteér, que parecen heredados de la tauromaquia o taurokatapsia cretense. El vuelo de las vestiduras está reglamentado en la danza, y a veces la integra como en la moderna “serpentina”. Los danzantes adoptan también disfraces zoológicos, y no sólo para los efectos risibles: recuérdense las oseznas de Ártemis en Braurón.
4. Las danzas son individuales o colectivas, de acuerdo con el fin o el culto a que se consagran. Las autoridades antiguas cuentan no menos de doscientas clases de danzas. Las individuales, ceremoniosas en los ritos urbanos, llegan a ser frenéticas en las manifestaciones orgíasticas y primaverales, y son bufonescas en la comedia. Las danzas colectivas pueden reducirse a procesiones y marchas, o bien son rondas, cuadrillas, parejas. Como regla, las parejas no se tocan ni hacen la misma figura. En el grupo tradicional de tres mujeres y un corifeo, los danzantes suelen asirse levemente las manos. Los adultos y las señoras danzan separadamente, y sólo en los collares o guirnaldas del hórmos juvenil se ven cadenas enlazadas. El paso uniforme se respeta, salvo en las danzas dionisíacas cuya condición es el desorden y donde cada uno va por su cuenta, camino del éxtasis.
5. Los danzantes pueden ser aficionados o profesionales. En la clase de aficionados entran prácticamente todos los griegos, sea que dancen para sus cultos, sus actos cívicos o sus diversiones. Conforme un hombre aumenta en importancia social, aumenta el número de sus danzas. Dejar de bailar es la vejez, casi la muerte civil y el abandono de la vida. La danza era parte de la educación escolar, se la enseñaba en las palestras y en los gimnasios. (“Gimnástica”, etimológicamente, es “nudismo”.) Las doncellas espartanas concurrían desnudas a las procesiones y bailaban ante el pueblo desnudas, como mayor estímulo al cuidado de su persona. “Y nada vergonzoso había en ello”, comenta el grave Plutarco. Era un honor el ser admitido a danzar en las ceremonias religiosas, como se cuenta del joven Sófocles, quien danzó desnudo al son de la lira cuando la victoria de Salamina contra el persa.
La danza, además, se practicaba como ejercicio saludable y estético. Sin embargo, algún prejuicio habría entre los buenos vecinos contra la danza no religiosa o no oficial, cuando Xantipa, la mujer de Sócrates, no le perdonaba a éste su afición a bailar desnudo dentro de casa. El escrúpulo llegará al extremo en la sociedad romana de cierto tono. Cicerón declara que, en estado de sobriedad —delicioso distingo—, sólo los locos bailan. Y los romanos de alcurnia veían con malos ojos el que Nerón se entregara a estos esparcimientos.
La Biblia cuenta que David —verdad que en un rapto religioso— había danzado desnudo como un juglar ante las esclavas, mereciendo el reproche de su mujer. Y San Agustín, a causa del descrédito de los Ágapes, llega a decir: Melius est fodere quam saltare.
Los profesionales y maestros de orquéstica eran alquilados para las ceremonias públicas y privadas, pero tenidos por gente de baja condición. Las danzarinas contratadas apenas se distinguen de las rameras. Así las que irrumpen en el Banquete de Platón, a última hora, y transforman en francachela el diálogo de los filósofos. (Surprise party, Shower: el Kóomos privado de los griegos, que viene a ser la ronda.)
6. Las danzas pueden ser guerreras, rituales, líricas, teatrales y privadas. Menos estas últimas, todas poseen sentido religioso. Existe también, como subtipo, la danza terapéutica, relacionada con la purificación.
Las guerreras se ejecutan con armas o sin armas. Nos dan ejemplo de las danzas sin armas las “gimnopedias” espartanas, en que niños y casados bailan y cantan desnudos ante las imágenes de Apolo, Ártemis y Latona. Alcmán, Taletas y otros líricos de renombre componían la letra y la tonada. Un moderno baile de salón, los Lanceros, parece supervivencia de alguna danza militar, en que los guerreros hubieran arrimado las lanzas para mezclarse con las mujeres.
Las danzas armadas son de uso universal. Los Spatadanzari de tierra vasca, baile de la plaza, parecen una supervivencia. El origen de la danza de armas es mítico, y en la Grecia histórica la más importante es la “pírrica”. Estos tipos de baile deben referirse a las cofradías místicas o thíasoi, a los Coribantes que danzaban al son de tímpanos y a los Curetes sobre todo, que entrechocaban los escudos para cubrir los sollozos del Niño Zeus Cretense. (Ver Primera Parte, cap. VIII, § 4.) Los Curetes eran en número de nueve, número orquéstico de las Musas. Algunos les atribuyen la invención de la “pírrica”. Otros se conforman con el mito de su invención por Atenea, cuando ésta quiso celebrar el triunfo de los Dioses contra los Gigantes. En todo caso, tras la victoria contra los Titanes, la leyenda decía que los Dioses habían danzado en Olimpia, como danzaría después la gente de Pélope. Homero casi describe al cretense Meríones como un “saltador” lanza en mano, que hace baile de los combates; y en boca de Héctor, sin duda metafóricamente, llama a la guerra “danza de Ares” (§ 1). Pero es significativo que asocie a los oficios bélicos la saltación, y que vea un danzante armado en un cretense.
A este tipo corresponden el embateérios o marcha militar de Tirteo en Esparta, y otras danzas menos notorias.
En Roma, los Salios, sacerdotes de Marte, ejecutarán unas procesiones con danzas y cantos guerreros.
7. Pasemos a las danzas rituales, las vetustas y las clásicas. Las danzas vetustas difieren de las danzas clásicas. Las danzas vetustas nacen entre la muchedumbre alucinada bajo el ardor de los ritos primaverales, o entre la multitud exasperada que abandona la normalidad de su existencia y se refugia en apartados reductos para entregarse al influjo místico. Si hoy nos resistimos a entender estos arrebatos colectivos —aunque no faltan ejemplos en nuestras sociedades—, recordemos que el frenesí es contagioso. “Un loco hace ciento.” ¡Si lo sabrán los vociferadores demagógicos! En horas de angustia y turbulencia, como en horas de desbordante júbilo, o cuando simplemente se insiste en ello demasiado, los tropeles humanos fácilmente se desenfrenan, y en movimiento acelerado. La celebración de un triunfo deportivo pára en apedrear el consulado del país al que pertenece el equipo rival, etc. El público de los toros protesta contra el juez que cambió la suerte antes de las tres varas reglamentarias, y acaba por quemar a un gendarme en plena plaza. Las Danzas Macabras y otros “furores trepidantes” de la Edad Media, el dolor de las poblaciones que se vuelca en orgías, las epidemias de espanto y de suicidio, los “Bailes de las Víctimas” sobre las tumbas de los parientes guillotinados —a que se entregaban las aristocracias francesas después del 9 Thermidor—, mil manifestaciones más, sin duda provocadas por los desastres de las guerras actuales, y aun las “macumbas” y bailes africanos hoy tan en boga, con sus gesticulaciones, ojos en blanco, pataleos y desmayos, nos permiten ver hasta dónde llega “ese océano de locura —como dice Bertrand Russell— sobre el cual la barquilla de la razón humana se mantiene inciertamente a flote”.
La alucinación colectiva, a la hora de las grandes crisis, siempre ha suscitado fantasmas. Unas figuras gigantescas combatían en las vanguardias de Maratón; los dioses en persona dirigían las cargas romanas junto al Lago Regilo; los signos celestes presagiaban la victoria de Constantino; el apóstol Santiago galopaba entre las filas de los conquistadores de Anáhuac.
Y he aquí, pues, que, al baño magnético de la luna, un daímoon se apodera de los mancebos cretenses, allá en el Paseo Montaraz, en la Oribasia. Afíctor, el dios suplicante, cobra ser en el clamor de los afligidos. No importa que Oríbates y Afíctor se confundan luego con la sustancia de los Olímpicos y del propio Zeus, como corresponde a su ente místico. Han nacido en el corazón multánime de un coro y son los brotes del anhelo. Los kouroi o mancebos iniciados entonan el ditirambo electrizante, llamamiento a la primavera, “a todo lo que es húmedo y resplandece”, como dicen los viejos himnos, y el canto se personifica en el Megistos Kouros: ya un Dióniso, ya un Apolo, un Hermes, un Ares o hasta un Zeus.
Ante estas evocaciones, viene a nuestra mente el fiero lamento de Ignacio Ramírez, en un instante de exasperación nacional: “Y si la civilización nos traicionara, no vacilaríamos en sacrificarla, refugiándonos entonces en esa frontera hospitalaria para todos los perseguidos, donde nos entregaríamos todas las noches a la danza frenética, inspiradora de las cabelleras”. (Discurso en la Alameda de México, 16 de septiembre de 1861.) Tal es el grito dionisíaco en boca de un indio mexicano.
Las remotas danzas epilépticas corresponden a los cultos de Ártemis y Dióniso. Están hechas de éxtasis, orgía y entusiamo: enthousíasis es el transporte del yo hacia la divinidad. Para los antiguos, no era inverosímil el caso de las mujeres histéricas —cuyo mal se relaciona con la epilepsia o “mal sagrado”— que corren a la desbandada como otras tantas Íos perseguidas por una nube de tábanos. Se mencionan casos en Esparta, Epicefiria y Lócride, donde las mujeres, entregadas pacíficamente a sus alimentos, saltaron de pronto, como ante un llamado sobrenatural, y escaparon al monte.
Y aquí aparece el cortejo trepidante de Ménades, Lenas, Bacantes y Tíades: hembras de la locura sacra que, olvidadas de las conveniencias, rondan los bosques y parajes silvestres, visten pieles o nébrides, se coronan de yedra, encina y pino, arrancan árboles de cuajo, matan y devoran a las fieras y aun a los niños en el rapto de la omophagia —hambre de carne viva— y despedazan en el sparagmós ritual el héroe enemigo, Penteo u Orfeo. Pero otras veces se las encuentra dulcificadas en la colecta de uvas y la elaboración del vino —danza de los lagares—; y el arte clásico las domesticó en escenas amorosas, entre Sátiros y Silenos, influidas por Afrodita, por la euritmia de las Musas o por los halagos de Eirene, promesa invencible de la Paz.
De aquellas imágenes sobresaltadas y sangrientas, la mitología sólo cederá a la historia estos dulces trasuntos, amén de la danza convulsiva, adornada con pantomimas de caprípedos que persiguen a las doncellas. Sobrevivirán también los nombres de las Ménades, Lenas, Tíades y Bacantes, que se seguirán usando en los colegios de la religión cívica. El rito danzante se conserva cuidadosamente: así entre los Euneidas de Ática, devotos del Dióniso Melpómenos.
8. Las danzas clásicas corresponden a los cultos severos. A Atenea y a Apolo, por ejemplo, hay que acercarse con el fausto de las Panateneas o el decoro del hypórcheema, un “modo cretense”, según Simónides, esencial en las celebraciones de Delos. Aquí el coro se bifurca: una mitad se mantiene inmóvil o va y viene en redondo; la otra mitad, con ritmo ligero, ejecuta por decirlo así la historia que la anterior canta, imitando —no sabemos cómo— las peregrinaciones de Latona encinta a través de varias ciudades. Este paso es propio de los jóvenes.
En la géranos, atribuida a Teseo —danza delia propia de adultos—, hombres y mujeres en ronda dibujan el vuelo de las grullas.
El Peán o paián, que los aqueos de la Ilíada consagraron en Crisa a Apolo ya reconciliado, se acompañaba también con trancos de baile.
En Mileto, una cofradía danzante —Molpoi—, cuyo aisymneétes o presidente era personaje de relieve, celebraba las honras de Apolo.
El Apolo Láureo o Dafnéforo era festejado en Fila con las danzas de la sacra orquesta que tenía a su servicio.
El culto de Ártemis Karyatis, en Lacedemonia, exigía una viva danza coral, la karyía, donde las jóvenes “Cariátides” lucían una diadema o chátalos en forma de cesto, y usaban una falda trotona hasta arriba de las rodillas.
En las óchlasma de las Tesmoforias, nominalmente consagradas a Deméter y a Kora, las mujeres caían de hinojos como convenía a la adoración subterránea, y se levantaban de un salto.
En el rito de la Deméter Kidaria —kídaris es un peinado, una máscara y una danza arcaica— el sacerdote, enmascarado, representa a la diosa y baila él mismo o rige la danza de los iniciados.
En los Misterios, como queda dicho, la danza es un rito esencial.
9. Las danzas líricas atañen a la historia de la música y también de la poesía lírica, que la antigua Esparta enalteció un día, sólo para que, en su triste acuartelamiento, se las arrebataran después otras ciudades griegas. Desde luego, Esparta no instruía en la música a sus ciudadanos. Los músicos eran forasteros: Terpandro, Polimnesto, Taletes —importador del ágil ritmo peonio y cretense—, Tirteo el de los famosos embateérios que puntúan la marcha militar, y Alcmán el poeta. Aquí se hallan los antecedentes de las complejas evoluciones corales que usarán más tarde Estesícoro y Píndaro. El “ditirambo” que —fuera de un poema dramático de Baquílides— adoptó el giro narrativo, se relaciona con la adoración de Dióniso y se supone importado de Frigia por Arión, el que llegó a Corinto cabalgando a lomos de un delfín “como en una mula de alquiler”, según decía Cervantes. Arión le dio forma definitiva: canto de un coro en torno al dios, con el tema de sus hazañas.
10. Las danzas teatrales pasaron del templo al drama. Para que la danza se transforme en drama basta enfrentarla con un actor. Tal hizo —según decían los griegos— Tespis de Icaria.
Hay que distinguir las danzas en los tres órdenes dramáticos: tragedia, cuyos personajes son dioses y héroes patéticamente considerados; drama satírico, que trata con humorismo y bufonadas a los mismos personajes trágicos —especialmente dioses y semidioses—, cuya víctima preferida es Héracles y cuyas reglas Horacio discutirá más tarde en su Arte poética; y comedia, en fin, cuyos personajes son los simples mortales u otras figuras de fantasía.
El coro de la tragedia permanece inmóvil cuando calla, y cuando recita, avanza y retrocede, se divide en alas o se mezcla, evoluciona en redondo para la tyrbee o danza tumultuosa del ditirambo, y en cuadro para la ponderosa emméleia.
El coro de los dramas satíricos adoptó la danza combinada del síkinnis, donde los coreutas llevan disfraces de sátiros equinos.
La comedia usa preferentemente el baile individual del kórdax, derivado de los cultos fálicos y las orgías rituales o kóomoi. Es danza burlesca que acentúa las insinuaciones sexuales. Se la dice creada en el culto peloponesio de Ártemis. Aristófanes se preciaba de haberla desterrado de su obra, por considerarla indigna del espectáculo.
Diremos de paso que Pílades de Cilicia y Batilo de Alejandría, a fines del siglo I, llevaron a Roma unas pantomimas que representaban casos de la mitología y usaban de coros y danzas. Eran obras de refinamiento y aparato. El pantomimo hacía lujo de “transformismo”, a lo Fregoli, y solía representar hasta cinco personajes distintos. Augusto, en su política de “pan y circo al pueblo”, concedió algunos privilegios a los pantomimos. Tiberio y Domiciano los desterraron. Trajano y Marco Aurelio los hicieron decuriones y sacerdotes de Apolo. Los arrastraron la corrupción del Imperio y la fuerza del Cristianismo.
11. Las danzas privadas acompañaban tanto los regocijos como los duelos. En los banquetes ellas son de rigor, y la coreografía se mezcla a los actos acrobáticos y a los juegos de los kybisteetéeroi. Nunca faltan en las celebraciones nupciales o hymenae. Teofrasto nos pinta a los anfitriones que, vino de por medio, se atreven con unos pasos del kórdax para divertir a sus invitados. En fin, los trenes funerarios tienen, por lo menos, una mímica reglamentaria: la mano alzada en señal de desesperación. Al organizarse los ademanes de los grupos luctuosos, se llegó a una especie de danza. Las plañideras cantan los trenos y se mesan los cabellos como simulando el dolor.
Hay gran variedad de danzas populares para ciertas ocasiones determinadas: la anthema o danza de las flores, por primavera. “¿Dónde están las rosas, las violetas?”, pregunta una mitad del coro, remedando el acto de buscarlas. “Aquí están las rosas, las violetas”, contesta la otra mitad, al tiempo que se las entrega. Aparte de las Dionisíacas Rústicas, de carácter ritual, había bailes campestres para las vendimias.
Finalmente, también solía danzarse, como entre nosotros, por el gusto de hacerlo. Había ciertas danzas de buen estilo, y otras que se permitían ciertas faltas de tono.
12. Las danzas terapéuticas, relacionadas con la purificación y la iniciación, intentan, aliadas al canto, sanar o mitigar trastornos nerviosos. Las mujeres perturbadas de Lócride fueron curadas con ayuda de un peán y en iguales principios se funda la iniciación en los Misterios de la Hécate Eginense, que devuelven la salud mental.
Hay quien refiere a un recuerdo de esta “magia bailátil” la teoría aristotélica de la kátharsis o purificación de las pasiones por el efecto de la tragedia; ya que, además de la piedad y el terror, la tragedia presenta danzas que pueden tener virtus medicatrix por sí mismas. La explicación de Aristóteles, según esto, sería una racionalización más de los ritos, junto a tantas otras propuestas por las letras clásicas.
Al tratar de las Curaciones —orden de los ritos extraordinarios— volveremos sobre la danza terapéutica.
1. El sacrificio es una ofrenda material a los dioses. Después de la oración, es el rito más difundido. Su aparato y vistosidad hacen que se lo considere como lo más típico de las religiones antiguas, lo que primero se recuerda al evocarlas y al describirlas, aunque no sea lo más profundo. En su crudeza, el sacrificio envuelve las intenciones de un contrato. Cierta vieja historia tesalia lo presenta como una verdadera subasta entre rivales para quedarse con el favor divino.
Interesado cuando más desinteresado parece (el exvoto romano guarda su intención de compraventa, el diezmo o dekata griego en una ofrenda sin petición), este rito anticipa prendas por la impetración, o la paga si ella ha sido ya satisfecha, o en general asegura el buen crédito a los ojos del dios, con cierto aire de gratuidad. Se ha emancipado ya de la magia (aunque Frazer ha demostrado ampliamente que nació en la magia y es anterior a las verdaderas nociones de la divinidad), y es típicamente religioso, en cuanto supone las dos personas del pacto, y en vez de aspirar al dominio directo de la naturaleza, reconoce la autoridad divina y se entrega a sus decisiones.
2. El sacrificio no nació adulto y conserva resabios de primitivismo. En un principio ni siquiera requería ara consagrada: la sangre de las víctimas, al rociar el sitio, creaba por sí la consagración. A cada instante hemos encontrado esta noción persistente. La sangre y los despojos animales tienen virtud. Héracles hizo de sangre cuajada el altar de Dídima, y en Samos y en Olimpia los altares se suponían hechos con los restos y las cenizas de las víctimas calcinadas.
Otro resabio de primitivismo aparece en el sacrificio a los difuntos, que tuvo un día por objeto vigorizarlos directamente en la tumba, haciéndoles llegar la sangre. Las leyes de Solón no lograron abolir del todo esta práctica, y sólo poco a poco la sustituirán las libaciones de agua, leche y miel.
Mientras esto acontece, mientras tal es el estado de las nociones, puede decirse que asistimos apenas a los rudimentos del sacrificio.
3. Para que madure el sacrificio hace falta que se produzca una distancia ceremonial entre el dios y el hombre; hace falta que las dos partes contratantes sean nítidamente discernibles.
El sacrificio sitúa ya al dios en su alto trono para, siquiera con dádivas tangibles, someterle alguna oblación. Las dádivas acusan todavía una concepción mezquina del dios, a quien se supone tan codicioso como un hombre. Pero entrañan una disposición religiosa y el anhelo de ser grato al ente adorado. El sacrificio, pues, es efecto de una jerarquización y un alejamiento respetuoso; es un paso hacia el orden.
4. La esencia del sacrificio está en fortalecer al dios, en prestarle un auxilio que, al acrecentar su mana, redunda en bien del hombre. Tal es la idea impulsora, la génesis de la noción; pero el desarrollo irá muy lejos. Los dioses del primitivo participan de la vida terrestre, y hasta los Olímpicos recuerdan todavía su modesto origen, aunque en vez de sangre tengan ícor y aunque se alimenten con ambrosía. Y como sólo la vida puede comunicar la vida, hay que ofrecerles cosas vivientes.
La mentalidad primaria es generosa. Para ella no sólo están dotados de vida los hombres, los animales, las plantas —que se brindan de suyo como presentes dignos de un dios— sino también muchos objetos que el sentido común considera hoy como inertes. Entre ellos, no hay duda que los objetos de hechura humana han recibido el contacto de la volutad, de la intención, y serán por eso los preferidos, como depositarios de alguna energía más manifiesta. También las agencias naturales y los meteoros están vivos, pero escapan a nuestro alcance. Si el místico de las cavernas pudiera, sacrificaría rayos, truenos y tempestades a los pies de sus dioses. Pero es el caso que estos fenómenos también parecen ser unos dioses.
Otra emoción se ha abierto paso. Conforme la deidad se aleja y se vuelve sobrenatural, la criatura humana sentimentaliza su dependencia religiosa. Al anhelo de alimentar al que nos alimenta se sobrepone gradualmente el empeño de merecer su simpatía, de obligarlo. Nada mejor para ello que desprenderse, en beneficio del dios, de algún bien estimable. Una voz ha dicho al oído del creyente: “Ofrece al dios algo que te cueste, para más contar con su aquiescencia”. Y ésta es la noción que aparece en nuestro espíritu al pronunciar la palabra “sacrificio”.
De suerte que, por una parte, la idea de fortalecer al ser divino, y por otra, la idea de cederle en rendimiento algo que nos pertenece y nos importa, se van conjugando diversamente en la representación psíquica del acto ritual.
Hay, pues, que sacrificar —“hacer sagrados”, “consagrar”— bienes estimables. Juzgados según nuestro criterio económico, los objetos descienden en estimación desde la víctima viviente hasta las ofrendas más modestas: leche, aceite y miel, frutos o vegetales, o meras superfluidades del cuerpo como un rizo de la cabellera. Los simples presentes como las estatuas, juguetillos, adornos y otros agálmatha difícilmente pueden considerarse ya como sacrificios.
Pero el criterio del primitivo no podría juzgarse con apego a nuestras tarifas. Carecemos de elementos para fijar la escala de los valores prehistóricos. Nuestra enumeración se ciñe irremediablemente al juicio moderno.
5. Lo que más inmediatamente afecta al hombre es su vida misma. Parece el bien más estimable y el más digno del sacrificio. No nos empañe la mentalidad racional. No es todavía el martirio heroico ni el afán de gloria. Estimular al dios es fomentar a la tribu, y el individuo se siente más tribu que individuo, y espera renacer en sus nietos, si es que podemos lícitamente trasladar a la prehistoria la filosofía de los pueblos salvajes que andan aún por el mundo. Como los enterramientos obligan a remover la tierra, y se ha observado que esto la fertiliza, pudo verse aquí la prueba del enriquecimiento del mana por obra de una vida devuelta.
En nuestro buceo hipotético, hemos llegado a la hora de los sacrificios humanos. Pero ¿hay que descender hasta allá? ¿Hubo en Grecia sacrificios humanos?
6. Las leyendas traslucen imágenes de los primitivos sacrificios humanos, relacionados con el canibalismo y con los cultos orgiásticos. Como rastro de canibalismo suele citarse el episodio de Tideo, sorprendido por Atenea cuando roía golosamente el cráneo de su enemigo Melanipo, tal vez impulsado por aquella creencia según la cual el matador adquiere la vitalidad de su víctima. Pero esto no pasa de ser una calumnia tardía, ignorada por Homero; a menos que sea omitida de caso pensado por este supremo censor de las leyendas. La Ilíada muestra la mayor veneración para el héroe Tideo, pequeño y bravo como pantera.
Más palmarios testimonios del canibalismo aparecen en los casos directamente atribuibles al origen del sacrificio. Es muy popular y conocida la historia del Minotauro de Creta. Atenas, sometida al vasallaje de Minos, rey cretense, se vio obligada a enviar un tributo periódico (¿cada año, cada nueve años?) de siete mozos y siete doncellas destinados a saciar el apetito del Minotauro, el Hombre-Toro que vivía encerrado en su Laberinto. Pero en esta leyenda el sacrificio es ya presentado como un rito odioso. La gloria de Teseo está en haberse ofrecido como voluntario y en haber logrado dar muerte al Monstruo, emancipando a Atenas de aquella espantosa servidumbre.
En Arcadia, el Monte Liceo pasaba por teatro de los sacrificios humanos instituidos por Licaón. Allí se daba muerte a los niños —al propio hijo de Licaón en la versión más típica— y luego se hacía festín de sus restos. La comunión era eficaz, pues el sacrificador se mudaba en lobo. “Licaón” vale “lobo”: clara conexión con el folklore del Licandro, Hombre-Lobo o Loup-Garou. El origen de esta leyenda está en el mito de Licaón, que osó ofrecer a los dioses carne humana.
El mismo tema reaparece con insistencia entre los antecesores de Agamemnón: Tántalo brindó a los Olímpicos los despojos de su hijo Pélope. Atreo —un nieto de Tántalo—, reñido con su hermano Tiestes, finge reconciliarse, le sustrae a sus hijos y se los sirve en un banquete. (Con los Tantálidas se relacionan dos portentos solares: el sol retrocede en su curso para dar una muestra de que en la disputa por el trono entre Tiestes y Atreo, éste es quien cuenta con el favor divino; y luego vuelve a retroceder, para no contemplar el horrendo crimen de Atreo.)
Los cortejos femeninos de Dióniso, en la fábula, cometían abominables crímenes y devoraban también carne de niños: las hijas de Minias en Orcómene, las Ménades de Argos. Agave, enloquecida por el dios, pasea triunfalmente la cabeza de su propio hijo, el rey Penteo.
Se atribuían sacrificios infantiles y ritos de canibalismo al Dióniso de Quíos y al de Ténedos. Esta isla conservó, en días históricos, la costumbre de vestir de niño al recental sacrificado.
Adviértase que, fuera del caso de los Tantálidas, el canibalismo se atribuye siempre a dioses, monstruos y héroes más o menos mezclados de naturaleza animal.
7. Examinemos algunas leyendas relacionadas con los ritos expiatorios y con los ritos fúnebres. Dejando ya el tema del canibalismo y el del rito orgiástico, encontramos el sacrificio expiatorio en el mito de Ifigenia y en el mito de Aristódemo.
Ifigenia —cuya aventura en Áulide hay que mencionar varias veces para ilustrar distintos aspectos de la religión griega— va a ser degollada ante el ara de Ártemis, a fin de que esta diosa perdone el desacato cometido en sus bosques y conceda vientos favorables a la flota de los aqueos. Quienes nos cuentan el caso no lo condenan. Esquilo culpa a la locura que se ha apoderado de Agamemnón, padre de Ifigenia; Eurípides, al frenesí de la soldadesca mal aconsejada por el maléfico adivino. La leyenda se arrepiente de su crueldad: el sacrificio no se consuma. Ártemis, en el último instante, sustituye a la víctima humana por una cierva, y transporta a la princesa argiva hasta su sagrario en Táuride, en el Ponto Euxino.
Fácilmente se percibe la semejanza temática de esta fábula con el sacrificio de Isaac. Allá también la divinidad se satisface con la obediencia de Abraham, y sustituye a su hijo por un cordero.
Hoy se sabe que, si la leyenda ha sido transformada y mitificada en la poesía poshomérica, tiene raíces muy anteriores. Ifigenia es una antigua deidad antropoctónica identificada con Ártemis. Eso significa el que Ártemis la lleve al sacrificio, según el paralogismo mítico habitual. Ártemis-Ifigenia fue adorada en la ciudad de Hermione, donde el altar de Ártemis viene a ser la tumba de Ifigenia. La historia puede compararse a la de otra virgen mártir, Políxena, la hija de Príamo y Hécuba en Homero. Políxena, sacrificada en la tumba de Aquiles, resulta haber sido antes una diosa subterránea: “Polyxena”, la de los muchos huéspedes —los difuntos—, la esposa de Polydéctor o Polydugmón, acaso de tradición fenicia.
El mito de Aristódemo pertenece al ciclo de la Guerra Mesenia. También allí encontramos la pareja de padre e hija. El rey Aristódemo, acosado por Esparta, consulta el Oráculo Delfio. Éste le promete el triunfo de los mesenios, a cambio de una virgen de sangre real. Aristódemo escogió como víctima a su propia hija y, desesperado por las estratagemas del novio —quien, para salvarla, hizo correr la voz de que la muchacha estaba encinta—, él mismo le dio muerte. También la leyenda trae su castigo. Los mesenios fueron derrotados. Perseguido por pesadillas y portentos, Aristódemo se suicidó sobre la tumba de su hija.
La Ilíada, excepcionalmente muestra un caso de sacrificio humano. Para las honras fúnebres de Patroclo, Aquiles —además de ofrecerle como homenaje su propia cabellera, la oblación de ovejas y bueyes, y las libaciones de aceite y miel— manda echar a la pira cuatro caballos, dos perros y doce prisioneros troyanos que den cortejo a su amigo desaparecido. Nótese que el destino habitual de los prisioneros no era el ser condenados a muerte, y menos a las llamas, sino el quedar como cautivos o el ser trocados por el rescate. Homero, que dedica siempre mayor trecho a los sacrificios animales, se deshace de este sacrificio en verso y medio, en frase incidental que aun carece de verbo propio, y todavía añade uno de los escasísimos comentarios que se permite en todo el poema: “¡Su pecho estaba turbio de negros pensamientos!” Es decir, que Homero parece recoger la tradición muy a su pesar, y rompiendo sus normas artísticas de objetividad casi invariable, no puede menos de declarar aquí su censura.
En la Pequeña Ilíada —uno de los Poemas Cíclicos que completan la leyenda de Troya—, Lesches cuenta que Políxena, hija de Príamo y Hécuba, fue sacrificada en la tumba de Aquiles. En la Lápida Troyana —mármol grabado del siglo I d. C. (Museo Capitolino de Roma), se ve a Neoptólemo, hijo de Aquiles, ejecutando el sacrificio, a presencia de Odiseo y de Calcas.
Entre los dos tipos de leyendas que hasta aquí hemos examinado, las que traen ecos del canibalismo y los ritos orgiásticos se presentan como las más feroces; las que traen ecos de ritos expiatorios y fúnebres encierran en sí cierta atenuación o cierta censura que las atenúa. Si los sacrificios de aquellas leyendas eran directamente oprobiosos para la divinidad que los aceptaba, los que estas otras leyendas nos refieren procuran explicarse más bien por los errores humanos.
8. Las leyendas, finalmente, relacionan el sacrificio humano con el martirio voluntario. Las sombras comienzan a disiparse. Ya no hay solamente sangre y aberración mágica, ya hay también nobleza.
El mito de Alcesta puede servir de ejemplo. Asclepio, hijo de Apolo, devolvió la vida a Hipólito, cediendo a los ruegos de Ártemis. Zeus, indignado ante esta extralimitación, fulminó a Asclepio con su rayo. Apolo se vengó dando muerte a los Cíclopes, los forjadores del rayo, puesto que nada podía contra el Domador de las Nubes. “Mandan al gato, y el gato manda a su cola”, dice un viejo refrán. Zeus condenó entonces a Apolo a servir durante un año como siervo de Admeto, el rey de Fera, en Tesalia, quien por cierto lo colmó de mercedes. Poco después, Apolo averiguó que los Hados preparaban la muerte próxima de Admeto, y agradecido al buen tratamiento de este amo ejemplar, sobornó a los Hados con unos cuantos tragos de vino. Les propuso, y ellos lo aceptaron, que dejaran vivir a Admeto, si otra persona se prestaba a morir en lugar suyo. El padre y la madre de Admeto se rehusaron; pero su esposa, Alcesta, tomó su sitio y murió por él. Acertó a pasar por la casa del rey el sufrido Héracles, y habiendo descubierto el caso, estorbó la entrada de Thánatos, el Espíritu de la Muerte que ya venía por su presa. Alcesta fue devuelta a su esposo. Este premio de Alcesta es toda una moraleja virtuosa
A la muerte de Héracles, los huérfanos de éste y de Deyanira, perseguidos por Euristeo, se refugian en Maratón, donde a Demofón sólo le es dable recibirlos a cambio del sacrificio de una virgen. Macaria, la mayor, se entrega entonces como víctima, y aquí ya no hay premio a la virtud.
Las verdaderas leyendas históricas, no los mitos —es decir, lo que se daba por historia humana y ya no divina, antes de que existiera la historia— también nos muestran sacrificios que llegan a la consumación. La tradición épica de la Tebaida preserva el recuerdo de la abnegación de Meneceo; y la tradición ateniense, el recuerdo del holocausto de las Erecteidas y del rey Codro.
La ciudad de Tebas se encontraba asediada por siete compañías, una a cada una de sus puertas. Tiresias, el centenario vidente, dictó entonces su vaticinio: la ciudad sólo podría salvarse mediante el sacrificio de cualquiera de los Spartoí —la familia reinante—, en pago a la sangre del Dragón muerto en otro tiempo por Cadmo y no redimida todavía. Meneceo, hijo del rey Creonte, trepó sin vacilar a los muros de la ciudad y se atravesó con su daga. Su cuerpo fue a caer sobre el foso que había servido de cubil al Dragón.
Las hijas de Erecteo, por consejo de Delfos, se sacrificaron para asegurar la victoria de los atenienses contra Eumolpo y los eleusinios.
Según la leyenda de Atenas, el Oráculo Delfio había ofrecido el triunfo a los dorios, a condición de que no atentaran contra la persona de Codro, el joven rey. El aviso secreto llegó a oídos de los atenienses. Codro decidió provocar a los invasores disfrazándose de mendigo. Y en efecto, los dorios riñeron con el supuesto mendigo y le dieron muerte. Al percatarse de la verdad, abandonaron la campaña atemorizados, y evacuaron presurosamente el territorio. Los atenienses decidieron que, después de heroicidad tamaña, ninguno de los sucesores de Codro tendría derecho a llamarse rey. Todos, en adelante, quedaron rebajados a la función de “arcontes”, de gobernadores.
Pudieran citarse muchas otras historias en que el martirio se avalora por tratarse de víctimas voluntarias, todas ellas vírgenes de raza heroica o principesca. Estas historias ofrecen el aspecto menos sombrío, el aspecto sublime de los sacrificios humanos. No todo es aquí negativo.
Los mártires no han sido invariablemente la flor de las sociedades. Si unos lo fueron, otros son unos desesperados, a veces maniáticos o, como en los ejércitos romanos del Danubio, hombres sensuales y de escasa imaginación, dispuestos a morir en breve con tal de poder darse antes un hartazgo.1
9. Quedan rumores del sacrificio humano en tiempos históricos, aunque muy confusos y mezclados todavía de patrañas.
Con todo, en algún lugar agreste y montañoso, se cuenta de hechos verídicos acontecidos por los días de las Guerras Persas, y aun posteriores algunos a su historiador Heródoto. El Minos, un diálogo seudoplatónico, los da por sucesos contemporáneos, y los compara a las atrocidades de los bárbaros cartagineses. Dicen que en el siglo II de nuestra Era todavía hubo sacrificios ocultos en Arcadia, y Plutarco afirma que persistía la costumbre del sacrificio humano en Orcómene. Durante las Agronias, el sacerdote perseguía espada en mano a un hombre y a una mujer que pertenecieran a la misma familia. Si lograba darles alcance, quedaban condenados a muerte. A él se lo llamaba Psolois, “el Tiznado”; a ella Olea, “la Destructiva”.
Ya se habla de una costumbre, ya de episodios aislados; cuándo se los refiere al Zeus Lafistio de Tesalia, cuándo al Zeus Liceo de los arcadios. En el norte, se afirma que el Centauro Quirón acepta sangre humana; en el sur, se afirma que la acepta el héroe Peleo. ¡Y aun quiere la conseja achacar a Apolo el recibir víctimas humanas, precipitadas de las rocas marítimas en Chipre y en Léucade! En las Targelias se incineró a un criminal, con leña de un árbol estéril, y sus cenizas se arrojaron al mar. Entiéndaselo como una supervivencia inaudita: las Targelias, aunque adoptadas por Apolo, son un culto mucho más antiguo que este dios, culto que cayó de pronto en el recuerdo de su mala vida anterior.
Tales monstruosidades se cargan a cuenta de la exasperación ocasionada por los calores y las largas sequías; se las disculpa como engendros de la sed y el hambre. Mas no son las únicas causas. La crueldad y el pavor casi siempre se presentan juntos.
En Alo, población de la Ftiótide, Atamas, el fabuloso rey de Tebas, era adorado como héroe local y tenía capilla y sepultura junto al templo del Zeus Lafistio. Instigado por Ino, su segunda esposa, intentó dar la muerte a Frixo, hijo suyo del primer lecho. Los Oráculos lo maldijeron. Logró escapar, mas la cólera de los dioses se mantuvo viva sobre su descendencia. El mayorazgo de la familia perdió el acceso al Pritaneo; y si se lo sorprendía en infracción, se lo sacrificaba —con todos los honores debidos a un rey— en el ara del Zeus Lafistio. Lo cual nos recuerda el “asesinato del viejo” u “occisión del rey divino”, tipo antropológico estudiado por Frazer.2 Tal es la tradición que los guías narraron a Jerjes en el siglo V, allá cuando comenzaba la invasión de Grecia por el sudeste de Tesalia. ¿Cómo no admirar semejante barbarie? Jerjes, vivamente impresionado, hizo acto de reverencia ante la sepultura de Atamas.
Con tal tradición se pretendía explicar la supervivencia de los sacrificios humanos entre los tésalos. Pero hay que entenderlo al revés: la leyenda no justifica el hecho, el hecho buscó justificación en la leyenda. Y el hecho fue motivado seguramente por el terror de la invasión persa. El sufrimiento nacional exacerba la sensibilidad religiosa en términos anti-religiosos, y busca alivio y esperanza en las más dolorosas formas de la sumisión a las deidades. En horas de desazón, también el miedo a los asirios hizo que los judíos del siglo VII se entregaran a los sacrificios humanos y quemaran niños en el valle de Hinom. Filón de Biblos cuenta que un rey fenicio, Israel —a quien él llama Cronos— sacrificó a Jeoud su unigénito, para merecer el triunfo contra los enemigos de su país. Cuando Roma se estremecía bajo el pavor de Aníbal, hubo sacrificios de Vestales y quema de galos y griegos. Cuando el terremoto de Lisboa, hubo judíos en la hoguera. Pero Grecia, la auténtica Grecia que amamos, no incurrió en iguales desvíos tras el desconcierto de Cunaxa, aunque los soldados de Jenofonte fueran la hez de los mercenarios; ni tras el desastre de Siracusa, aunque las angustias de Nicias y su gente apenas pueden calcularse.
Los últimos vestigios del sacrificio humano integral son ya verdaderos simulacros. La Ártemis de Hale se conforma con una degollación fingida, un rasguño en la garganta del fiel. El castigo de los Atámidas se vuelve parodia: la víctima huye y se la deja escapar. En el ritual rodio con que se venera al Pélope Eunomao, el oficiante, lanza en mano, persigue a la víctima durante unos minutos, pero de pronto finge que se ha quedado ciego, y vuelve al lugar de la ceremonia con los ojos cerrados y conducido por dos niños.
10. Hay cierto tipo de compensaciones místicas que hasta cierto punto se relacionan con el sacrificio. El caso de las vírgenes locrias puede servir de ejemplo. Así como, antaño, Atenas había quedado obligada al tributo de guerra que significaba el envío periódico de vírgenes y mancebos para saciar al Minotauro de Creta, así sucedió que el pueblo de los locrios se viera obligado a enviar dos vírgenes, escogidas por suerte, al templo de la Atenea de Ilión —en principio durante el término de mil años—, vírgenes cuya llegada los troyanos acechaban cuidadosamente, y tenían derecho a matarlas si es que lograban apoderarse de ellas. Después, se las quemaba en hoguera de leña estéril, y sus cenizas se arrojaban al mar desde lo alto del Monte Trarón. Si escapaban, se refugiaban en el templo y, convertidas en sacerdotisas de Atenea, se ocupaban en barrer y regar el sacro recinto. Pero era condición que no se acercaran al templo ni salieran de él sino por la noche. Usaban los cabellos cortos, por todo vestido un simple camisón, y andaban descalzas. Las primeras doncellas locrias destinadas al sacrificio fueron Peribea (o Periboia) y Cleopatra, que otros autores más bien consideran como unas diosecillas de tercer orden, acogidas por la leyenda, no muy diferentes de las humildes Damia y Auxesia que se adoraban en Trecenia y otros lugares.
Esta costumbre era, en efecto, una compensación mística: el locrio Áyax de Oileo, durante el asalto de los aqueos a Ilión, había osado violar a la princesa Casandra en el propio templo de Atenea. Este delito atrajo sobre los locrios el hambre y la peste; y el sacrificio anual de las doncellas, dictado por la divinidad, fue la manera de purgarlo.
Los locrios, en un principio, enviaban a Troya a las muchachas; después, a los niños de un año con sus nodrizas. Al cabo de mil años, al final de la guerra focense, la costumbre desapareció según algunos, si es que realmente existió y no se trata de una mera leyenda. Ciertos testimonios aseguran que las locrias, tras un año de servidumbre sagrada, regresaban a sus hogares sanas y salvas, diga lo que quiera Licofrón en su Alejandra, donde ha procurado exagerar los rasgos sangrientos de la tradición.
11. Importa distinguir el sacrificio humano de los linchamientos y de las crueldades guerreras. Ya hemos visto que, en ocasiones, se lapidaba al delincuente para no mancharse con su contacto: caso de purificación, no de sacrificio. La casi novela de Filóstrato nos cuenta que Apolonio de Tiana —su filósofo taumaturgo— creyó reconocer en un mendigo de Éfeso al demonio de la pestilencia. ¡En Éfeso tenía que ser! La turba se apresuró a matarlo a pedradas: ni sacrificio ni phármakos: linchamiento vil.
En Temesa se conservaba la leyenda de que el pueblo había matado a pedradas al atleta Polites por haber violado a una mujer. Para aplacar su espectro, había que sacrificarle anualmente una virgen, hasta que otro luchador, Eutimo, logró dominar al espectro y lo arrojó al mar: linchamiento con efectos de sacrificio.
Plutarco ha recogido el rumor de que, antes de la batalla de Salamina, el sacerdote Eufrántides presentó al almirante Temístocles tres prisioneros persas, los tres hermosos y lujosamente ataviados, aconsejándole que los diera al fuego para congraciar al Dióniso Devorador (Oméestes). Temístocles se resistió. Los soldados, a pesar de todo, se apoderaron de ellos y los echaron a la pira. ¿Linchamiento, o maniobra de aquel astuto Temístocles? También puede ser uno de tantos cargos injustos que se le acumularon más tarde, en los días de su desgracia.
De igual modo, el partido fanático quiso forzar la voluntad de Pelópidas, antes de la batalla de Leuctra, obligándole a los sacrificios humanos sólo porque el jefe había tenido no sé qué sueño. Pero Pelópidas se negó como buen hijo de la Hélade, y con él sus sabios consejeros, en quienes oímos la voz de la sabiduría clásica: “Cosa tan bárbara y tan impía no puede ser grata a los Inmortales —dijeron—. Ya los Monstruos y los Gigantes no gobiernan el mundo”.3 Es decir, que el régimen de los Olímpicos no admite ya tales desafueros.
12. El sacrificio humano es rechazado por el espíritu de Grecia. De los análisis anteriores podemos concluir que esta planta venenosa, lejos de pertenecer al helenismo, se hunde en el fango original de que el helenismo logró limpiarse por obra de la religión apolínea, sustituyendo sus horrores mediante prácticas incruentas. Grecia —dice Murray— no es “pagana”: pagano es el suelo en que brotó y de que ella supo levantarse.4
Sería absurdo, en efecto, juzgar a una ciudad por los crímenes de sus arrabales, y olvidar que la mente griega, del siglo V en adelante —que de entonces datan los primeros testimonios al caso— condena invariablemente la memoria de los sacrificios humanos. Si los refiere, es como hoy nos referimos —y no por eso los aprobamos— a los quemadores de brujas en la Edad Media, o a las hechiceras torturadas todavía a comienzos del presente siglo en los más tenebrosos rincones de Irlanda o los Abruzos.
Hace unos años, cierto infeliz italiano se hizo crucificar voluntariamente en un pueblo de indios, asegurando que era el Hijo de Dios y que reclamaba el martirio para la redención de los hombres. ¿Quién va a juzgar de una nación por ese relámpago de insania? ¿Quién va a acusarnos de practicar el rito del phármakos porque un ayunador —por ganarse el pan— haya muerto de hambre entre nosotros? ¿Quién tiene derecho a dictaminar sobre el estado de nuestra religión o nuestra medicina por esa curiosidad folklórica que se llamó el Niño Fidencio?
Los vagos y equívocos documentos que hemos examinado nos dan, pues, la prehistoria, no la historia del sacrificio griego.
13. Después de la vida misma, lo que más inmediatamente afecta al hombre es su integridad corporal. Pero no ha llegado aún el momento de examinar las mutilaciones sagradas. No se dieron en aquel pueblo —que sepamos— las deformaciones cranianas impuestas a las castas del sacerdocio o la milicia, ni la extracción de dientes y muelas, ni la horadación de la nariz, ni la adulteración labial como en América, África y Oceanía, costumbres cuyo residuo queda en los aretes de las señoras. El tatuaje desapareció entre los egeos desde la lejana prehistoria. La mutilación sagrada, que comprenderemos entre las singularidades hieráticas, es una exacerbación excepcional y no establece la línea evolutiva del rito, y aun se ataja allá en sus orígenes. Se la puede relacionar, a lo sumo —y no sé hasta qué punto— con el rito del phármakos en que pronto nos ocuparemos.
El mínimo del sacrificio corporal está representado sin duda por las guedejas, trenzas y rizos que mancebos y doncellas entregaban a las divinidades fluviales. Estos dones se relacionan con los ritos domésticos, y allí encuentran su sitio.
14. La historia de los phármakos muestra la transformación de la tragedia en sainete. Es indudable que esta práctica tuvo algún día un carácter feroz. Pero, mucho más que un rito religioso, fue un rito mágico. No es el phármakos una víctima consagrada al dios, sino un emisario del pavor colectivo al que se aniquila de algún modo. Es —en la frase vulgar— “el que paga el pato”. Poco a poco, la ceremonia va cobrando un tinte risueño.
Hipónax —siglo VI— asegura que en Éfeso se da muerte al phármakos. Pero Hipónax es un satírico truculento, y Éfeso era tierra de costumbres harto desmedidas. Júntense las dos circunstancias para apreciar el valor del testimonio: abultamiento del narrador, o salvajada peculiar a la gente de Éfeso.
Otros autores entienden que la transformación del phármakos mártir en phármakos simbólico pasó por un intermedio singular. Tal fue la elección de criminales convictos para servir de víctimas. Y todavía aseguran que se los embriagaba previamente para morigerar el trance: así entre los abderitanos, que lapidaban anualmente a un phármakos para que respondiera por todos los pecados del pueblo. Imposible no recordar aquí las exageraciones que Oscar Wilde contaba a los hermanos Goncourt a su regreso de América: en algunas poblaciones de Texas —pretendía—, sólo pueden representar a Lady Macbeth las envenenadoras convictas… Por si a algún espectador se le escapa un tiro.
Dentro del ámbito de la “Grecia griega”, pronto se prescinde de los ritos sangrientos, y la ceremonia del phármakos adopta el carácter de la Expulsión del Hambre, en Queronea, mencionada por Plutarco.
En Jonia se usaron los phármakoi como detergentes contra las plagas del campo. Atenas, en las Fiestas Targelias, conoció el rito de los sybakchoi, uno por los varones y otro por las mujeres, aquél con una sarta de higos negros al cuello, y ésta con una sarta de higos verdes. Se los halagaba, se les daban vino y presentes, y luego se fingía matarlos azotándolos con tallos blandos y racimos de flores. Era una mojiganga. Los feos del pueblo se prestaban voluntariamente para el papel de hazmerreír. La costumbre se extendió hasta la lejana Masalía (Marsella), y aún se conservaba cuando la colonia pasó a manos de Roma (Massilia).
El que se usara siempre a un personaje poco agraciado nos lleva al Tersites de la Ilíada, el más repugnante entre cuantos militaban en las filas de Agamemnón, aquel que aparece apaleado por Odiseo entre las risas de la tropa, anuncio del bufón.
Algunos mitólogos creen ver en Tersites —independizado ya en el poema como uno de tantos— la última evolución de un antiguo diosecillo guerrero, adorado antaño en Lacedemonia y degradado hasta el ridículo por el triunfo de la falange olímpica. Según el logógrafo Ferécides y el poeta Euforión, Tersites fue despeñado por Meleagro, cuando la Caza del Jabalí, a causa de su cobardía. Despeñado, pero no muerto. Sus azares anuncian ya a Polichinela, al Cabeza de Turco, blanco de todos los malos tratos. Tersites se levantó renqueando, para morir más tarde a manos de Aquiles, que ya no pudo soportarlo. Y ello fue porque Aquiles, tras de vencer a la Amazona Pentesilea —o Pantasilea como decía el Marqués de Santillana— se conmovió ante la hermosura de su cadáver, lo que provocó las burlas de Tersites (Arctino, Etiópida).
En algunas fiestas de Esparta —triunfo del Verano contra el Invierno— los del bando de Aquiles echaban al agua a los del bando de Tersites-Enyalios (Enyalios, dios incorporado en el ser de Ares). Lo cual concierta con el odio de Tersites a Aquiles en el poema homérico. Y despeñar y echar al agua eran dulces medios empleados para deshacerse del phármakos, una vez que se lo cargaba con los males del pueblo.
Parecen transformaciones del phármakos las oscuras diosas de la fertilidad Auxesia y Damia que, al menos en Trecena, incluían entre sus ritos la lapidación —lithobólia— en recuerdo de cierta leyenda cretense sobre las vírgenes apedreadas.
15. El sacrificio griego es un sacrificio animal. Como el animal ha de llegar vivo a la ceremonia, sin lo cual se perdería la energía mística del rito, se prescinde en general de las fieras, e invariablemente, de los pescados. Y ya encaminar hasta el ara uno de aquellos toros bravíos resultaba a veces una proeza.
Por lo demás, la carne es lujo. La gente modesta se nutre sobre todo de cereales, vegetales, ensaladas, aceite de olivo y aceitunas, ajo y cebolla, queso, miel y, donde se lo encuentra, pescado; y entre estos alimentos escoge lo que considera apropiado para sus dioses. A su vez, los señores desdeñan un poco el pescado y atribuyen a los dioses su misma preferencia por la carne animal. ¿Quién, entre los aqueos de la Ilíada, resiste la tentación de un buen solomillo? Agamemnón lo ofrece en persona al príncipe a quien quiere honrar. Pero, como vamos a averiguarlo, el dios se conforma con menos.
Bueyes, corderos, cabras, caballos, son las víctimas habituales para las grandes ceremonias. El jabalí es uso de gente guerrera y cazadora. El cerdo, como más barato y manuable, es la víctima popular; muy excepcionalmente, el gallo; y el perro, según ya se ha dicho, se emplea sobre todo para ciertas purificaciones. Los Misterios, que dan acceso a personas de distintas condiciones sociales, también han preferido el cerdo, lo que el mito explica ingeniosamente como lo veremos al describir las ceremonias de Eleusis.
La pieza escogida debe ser un ejemplar perfecto, ileso, un animal tierno o en pleno vigor; si es posible, “indemne de aguijón”, como dice Homero. Y el sacrificio queda nulificado si el examen de las entrañas revela alguna anormalidad.
Aunque hay muchas reglas y excepciones, se busca un principio de analogía: los machos son para el dios, y las hembras para la diosa; el cordero blanco para las deidades celestes, el pardo o negro para las deidades subterráneas.
El mito nos muestra una modalidad curiosa: el dios mismo crea la víctima que habrá de ofrecérsele. En tal caso, no perdona el olvido del sacrificio. A ruego de Minos, que le pidió manifestar mediante algún portento la aprobación divina para que él ocupara el trono de Creta, Posidón hizo surgir un toro de las aguas. El toro era tan hermoso que Minos no se decidió a sacrificarlo. El castigo de Posidón contra semejante desacato fue realmente espantoso: la reina Pasife o Pasifae enloqueció de amor por el toro, y de él dio a luz el Minotauro.
La víctima animal es abatida con hacha o maza antes del degüello. El arrojarla viva a las llamas es una crueldad excepcional, de que Pausanias encontró noticia en Patras (Acaya) y que el grecosirio Luciano describe como costumbre en la ciudad asiática de Apamea, pero que contraría la verdadera sensibilidad griega.
16. El procedimiento del sacrificio animal varía según el culto. La pieza para los dioses celestes se asa en parte y se quema en parte; y los oficiantes, en sacro festín, participan de ella. La destinada a las deidades subterráneas no se da al fuego, y se dispone de sus restos por cualquier otro medio. No es thysía u ofrenda, es tan sólo enágisma o consagración. Su sustancia no tiene para qué evaporarse ni “escalar el éter en las espirales del humo”, como dice Homero. En general, tampoco la prueban los hombres, no hay comunión.
Al animal consagrado a un dios celeste, después de abatirlo, se le alza el testuz por el hocico para degollarlo con los ojos al cielo; al consagrado a un dios terrestre, más bien se le humilla a tierra la cabeza.
Las deidades marítimas, Posidón el primero, disfrutan de cierto privilegio. Cuentan con la masa de agua que de una vez traga y recibe íntegra la ofrenda, la cual es sencillamente arrojada al mar, o bien se la embarca y se la abandona a su suerte.
El tiempo propicio para el sacrificio celeste es el amanecer, el pleno día, o la noche si hay luna llena o luna creciente. Para el sacrificio terrestre se prefiere el anochecer, o la noche en luna menguante.
Olvidar un sacrificio debido puede traer fatales venganzas. Los aqueos de la Ilíada, en su premura por resguardar su campamento contra los renovados ataques de los troyanos, levantan un muro con palizada y abren un foso, sin ofrecer antes sacrificios. Posidón manifiesta a Zeus su extrañeza; pero el Amo de Dioses y Humanos estaba aquel día de buen humor, y tranquiliza al Señor del Terremoto prometiéndole que cuando haya acabado la guerra, podrá desbaratar a su antojo las fortificaciones aqueas:
Ya cuando los argivos dejen el campamento
y hacia su patria zarpen, ha de llegar tu hora;
derribarás el muro, lo arrojarás al mar,
esparcirás la arena por la ancha bahía,
y de ese muro altivo ni el rastro ha de quedar.
Il., VII, 459 y ss. Trad. A. Reyes.
No es menos peligroso olvidar, en las invocaciones que preceden al sacrificio, el nombre de una deidad a quien corresponde la jurisdicción moral o geográfica del acto. Así, por no nombrar a Ártemis junto a los demás dioses al levantar sus cosechas y ofrecer las primicias, le aconteció a Eneo, el rey de Calidón, que la diosa, iracunda, mandara devastar sus tierras por el Jabalí de la fábula. Hera odia al usurpador Pelias, porque olvidó el sacrificarle, y ayudará a su derrocamiento. Pirítoo olvida el convidar a Ares a su banquete de bodas —que era en cierto modo una honra sacrificial—, y el dios lanza contra él a los Centauros, que, sin la resistencia de los Lapitas, le hubieran robado a la novia Hipodamia.
17. El sacrificio se clasifica aproximadamente en varios tipos: el tributario, que meramente se propone honrar a los dioses; el piacular o expiatorio, que no sólo se aplica a una culpa determinada, sino, como la purificación, a todas las posibles manchas que la conducta recoge insensiblemente, y que exigen una contrición periódica comparable a la confesión del católico; el sacrificio de conjuro o defensa contra cualquier influencia nociva; el místico, que conserva el sentido mágico de transmisión del mana y restauración de la deidad mediante un alimento real o simbólico; el petitorio; el de gratitud, etc. Hay sacrificios públicos o privados.
Los vecinos —y toda matanza de res se les vuelve un sacrificio— suelen colgar el cuero a sus puertas, en que Teofrasto cree ver ya un poquillo de jactancia. Hay sacrificios a los dioses, a los semidioses, a los héroes y a los difuntos.
18. La hecatombe es el sacrificio típico de los griegos y el que merece tratamiento más ceremonioso. “Hecatombe” quiere decir “cien bueyes”, pero la palabra se emplea para cualquier número de víctimas, y ya Homero la generaliza y habla de “hecatombe de ovejas”. El ara que Hierón II hizo construir en Siracusa (siglo III) medía 200 metros por 20, lo que da idea de la cantidad de las víctimas que llegaron a consumirse en una sesión. Prescindamos de algunas singularidades como el repartir la carne cruda entre los presentes, o el no degollar a la víctima sino dejar que cada uno cortara el pedazo que le parecía, como se hizo en el culto de la Kora arcádica.
La matanza ritual del toro suma en sí todos los rasgos característicos del sacrificio. Y aunque Homero prescinde de algunos usos generales, su descripción da una idea muy clara. He aquí el sacrificio de los aqueos al Apolo de Crisa:
Gozoso queda el padre; la hija, rescatada.
En el altar se apronta la hecatombe sagrada.
Lávanse y dan la mola5 con religioso celo.
Crises ora por todos con los brazos al cielo…
…
Así dijo rogando; lo escucha Febo Apolo.
Rezada la plegaria y la mola esparcida,
doblándoles la nuca las víctimas degüellan,
las trozan y desuellan; pringan los muslos sólo
en grasa revistiéndolos y en carne remolida;
y el anciano los lleva a la leña encendida,
tintos en vino, al tiempo que ya han asegurado
los mozos los trinchantes de cinco puntas. Luego
de quemar los perniles, reparten el bocado
de entrañas, y la carne menuda con cuidado
tuestan al asador y la sacan del fuego.
[La faena cumplida, se juntan al banquete
y todos se contentan con su justa ración.
Sed y apetito aplacan a su satisfacción;
las cráteras los mozos colman hasta el gollete,
y las copas derraman la sacra libación.
Y a lo largo del día, en honra a Apolo Arquero,
un sonoro peán entonan los guerreros,
que el Dios está escuchando con dulce corazón.]
Il., I, 446 y ss. Trad. A. Reyes.
En este fragmento constan las principales circunstancias del rito. Los guerreros aqueos están en campaña, y no podríamos esperar de ellos la minuciosidad de las hecatombes normales. Tampoco esperamos el menor respeto ceremonial de los Pretendientes que banquetean en el palacio de Ítaca diezmando el ganado de Odiseo, ni del prodio Odiseo y su gente cuando saquean las greyes de los Cícones; pues ni el banquete de placer ni el saqueo son actos religiosos. Además, en la hecatombe descrita, el poeta no tenía para qué detenerse en los detalles menores. Sin embargo, el suprimir la aspersión del ara con la sangre, y aun la aspersión de los oficiantes puesto que se trata de una expiación, más bien es cosa premeditada y propósito de callar cuanto puede parecer arcaico, supersticioso y repugnante.
Otros pasajes homéricos y otros documentos de las letras y el arte permiten recomponer todos los rasgos de la ceremonia. La víctima y el oficiante son previamente purificados. Se elevan plegarias. El sacrificador se adorna sacerdotalmente con guirnaldas. A la res, si es posible, se le dora la cornamenta. Se le arrancan unos cuantos pelos, que los oficiantes echan a la fogata. Se distribuye la mola entre los presentes, y éstos la espolvorean sobre el animal y en torno al ara. El animal es abatido con hacha o maza. En cuanto cae al suelo, se lo degüella con la daga. La sangre es recogida en cubas para las aspersiones del caso. La víctima es desollada. Se abren las entrañas, se las examina para objetos adivinatorios y para establecer, según su apariencia y ciertas reglas empíricas, si el sacrificio ha sido perfecto. Los perniles, cubiertos de grasa y un poco de carne remolida, y rociados de vino, se calcinan para que el humo transporte a los dioses la sustancia. Se reparte un primer bocado de entrañas asadas entre los fieles, cosa de aplacar el apetito despertado al olor. Se corta y prepara la carne para el banquete, acompañado de las libaciones rituales.
A veces, el acto contó con música de flautas, sobre todo en época tardía. La flauta sustituía entonces a las antiguas lamentaciones femeninas, lamentaciones o expresión de júbilo doloroso —ololygé—: un gemido trémulo que acababa en una nota aguda.
Cuando el pacto y los juramentos de la Ilíada, corresponde a Príamo, como nativo de la tierra, llevarse consigo los despojos de los corderos para enterrarlos; pero cuando los juramentos del extranjero Agamemnón, los despojos del jabalí sacrificado se echan al mar (II, III y IX).
En conjunto, los sacrificios de la Ilíada parecen verdaderas carnicerías si se los compara con algunas ceremonias del tiempo de paz, como las boufonías de las Dipolias atenienses, en que todo asume un aire sagrado y aun lloroso y sentimental. Los bueyes que aquellos guerreros sacrificaban eran linos extraños, ganancias de los combates, botín de guerra. No así los bueyes criados en casa. El primitivo orden agrícola de semitas y arios desvanece ciertas fronteras entre el hombre y el animal. En Hesíodo, el buey es nombrado antes que la mujer entre los bienes deseables al labrador perfecto, y se recomienda ampararlo como a un hijo contra las inclemencias de la mala estación. Es un asociado en el trabajo, comparte la vida doméstica como si fuera un miembro más de la tribu, unido a ella por vínculos de alimento y de sangre. Su sacrificio es una excelsa y costosa oferta a las deidades. Una ley ateniense llegó a prohibir todo sacrificio del buey que se usara en el arado o el tiro. Solón, por lo menos, restringió los sacrificios bovinos, vedándolos en los funerales privados. Dar muerte a la oveja preferida —observa Murray— era un acto censurable para los griegos.
En este mismo orden de ideas, se inventan fraudes para tranquilizar la conciencia, porque es duro matar al fiel camarada de labores. Todos procuran convencerse de que el buey, encaminándose al ara por su propio paso o comiendo el grano consagrado, está solicitando voluntariamente el sacrificio. Y todavía se finge la resurrección de la res, armando un simulacro con el cuero y la cornamenta y unciéndolo al arado. Así, entre los todas de la India meridional, el búfalo del sacrificio periódico recibe, después de victimado, halagos y caricias, y aun se le pide perdón como lo hizo el verdugo con el rey Carlos. La sola palabra boufonía deriva de fónos, nombre legal del asesinato. Cuantos intervienen en la ceremonia son juzgados como asesinos. Los que acarrearon el agua para afilar hacha y cuchillo comparecen primero, y pasan la culpa a los aguzadores; éstos, al que recibió de ellos los instrumentos, quien a su vez se descarga en el hachero, y éste, en el degollador. Finalmente, el degollador inculpa al cuchillo, que paga por todos y es arrojado al mar.
En la Odisea, Néstor, el anciano de la Ilíada, ha vuelto a su palacio de Pilos y ha recobrado sus hábitos caseros. Néstor acaba de ofrecer un sacrificio a Posidón, pero ahora aparece de visita Atenea, acompañando a Telémaco bajo la apariencia de Mentor. Hay que honrarla también: —Venga al punto la mejor vaca; llamen a Laerkes el dorador para que le sobredore los cuernos; que todos se purifiquen; traigan las tinajas de la sangre, y dispónganlas de suerte que no se pierda una gota, no sea que caiga sobre la tierra y clame venganza; prevénganse a punto el hachero y el cuchillero… Y empieza el sacrificio, que la diosa misma presencia (theoxenia). Entonces las hijas y nueras de Néstor prorrumpen en gritos de dolor; el ololygé religioso ahuyenta a los malos espíritus para que no hagan daño a nuestra hermana la res.
La carne se comía generalmente en el banquete sagrado y en el sitio de la matanza. (Philothytes lo mismo significaba aficionados a los sacrificios que a los banquetes.) Con la decadencia de los cultos, el sobrante llegó a venderse en los mercados. El auge de Atenas después de las Guerras Persas multiplicó las matanzas públicas y las fue secularizando. Se repartían raciones al pueblo, y la gente pobre se relamía al anuncio de un nuevo festejo religioso, que le permitía comer carne a costa de los dioses.
Pero, a la larga, los dioses fueron encontrando excesivos estos derroches; y ya en Las nubes, de Aristófanes, se habla de las boufonías como de una cosa desusada. (Ver cap. IX, “Las Oípolias”.)
19. ¿Qué se ofrecía, pues, al dios y qué tocaba a los hombres? Ya se habrá advertido que el sacrificio de la res pára en comilona de los oficiantes. Los hombres necesitan alimentos más efectivos que la deidad, y se reservan las tajadas de carne. La deidad se contenta con un alimento más sutil: el humo de los perniles y la jifa, envueltos en grasa y carbonizados. Aunque así lo aconsejara una obvia razón económica, las explicaciones viles no tienen cabida en la religión. Y entonces, para resolverlo, se inventó este mito “etiológico” o explicativo:
Prometeo pertenecía a la raza de los Titanes, más antiguos que los Olímpicos. Zeus venía a ser como su sobrino. Cuando Zeus se apoderó del trono celeste, Prometeo se puso de su parte. Pero un día, quiso demostrar que no le iba en zaga y, para probarlo, inventó un ardid. En Mekone (Sición), tras una reyerta entre dioses y hombres, se convino en que los hombres sacrificasen víctimas a los dioses y las compartiesen con ellos. Prometeo, llamado como árbitro, mató un toro, puso en un montón la carne y las entrañas, que guardó en el vientre de la res, y en otro montón los huesos, grasas y desperdicios, que envolvió en el cuero del toro con cierta apariencia tentadora. Dio a escoger a Zeus quien, engañado, prefirió la parte peor. Pero Zeus —como los grandes “rotativos”— no puede rectificarse. A regañadientes, se mantuvo en lo dicho. Y quedó instituido que, en adelante, así debían ser los sacrificios.
Nominalmente al menos, al dios corresponden cuatro porciones de la res: la porción quemada en el ara, la que se le sirve al banquete en calidad de convidado invisible, las entrañas que se dejan en las manos o en las rodillas de la imagen, y las pieles. Ya se entiende que todo lo aprovechable en estas porciones pasa a los sacerdotes guardianes. Los verdaderos desperdicios quedan como cosa sagrada, en un cerco de piedra, y allí se van amontonando. El ara de Zeus en Olimpia, cuando la visitó Pausanias, medía unos siete metros de altura. Las gradas estaban hechas de la ceniza que los sacerdotes apisonaban cada año con agua del Alfeo.
Pero, en suma, ¿necesitan los dioses estos miserables alimentos? “Los dioses —dirá un día el alejandrino Salustio— nada ganan. Somos los hombres quienes ganamos al establecer alguna suerte de comunión con ellos.”6 Teofrasto reprueba ya el sacrificio animal como una crueldad equivocada. Lo habían precedido los taumaturgos apolíneos (“Consubstanciación y deificación”, § 4).
20. Corresponde el segundo lugar entre los sacrificios a la ofrenda sin sangre. Teofrasto y otros filósofos creían que el primer alimento humano había sido vegetal, y que las primeras ofrendas sacras habían consistido en pastos, raíces, cereales, frutos y hasta yerbas y racimos de hojas, acompañados de líquidos no embriagadores, la leche sobre todo. Lo cierto es que el alimento animal bien pudo ser tan antiguo como el alimento vegetal. Pero las ofrendas vegetales estaban especialmente prescritas para las deidades ctónicas, espíritus arcaizantes. Hay además sagrarios que no toleraban la sangre. Y la Afrodita de Tebas, por algún motivo, no permitía la yedra en su hierón.
En Atenas, se usaba toda clase de frutos para las procesiones del Sol y las Estaciones —horai—, y habas para las Pyanopsias de Apolo. La panspermia de las Targelias, las Oschoforias y las Pyanopsias era un compota mezclada de todas las pulpas, que otras veces se llamó pankarpia. La panspermia se dedicaba también al Zeus Georgós y al Zeus Ktésios, a los difuntos y a los ritos de determinados Misterios. En las Thalysias, cantadas por Teócrito, se brindaba a los dioses agrarios frutos y hogazas; sobre todo, la primera hogaza que se cocía después del trillo. Se cree que estas prácticas representan una ruptura del tabú contra la fruta verde: y como ellas aseguraban la fertilidad, se las llamaba eueetería o “buen año”. El rito de la cosecha exigía que las primicias se ofrecieran siempre a los dioses.
Se usaba una gran variedad de tortas y pasteles: el amfifóon, que se adornaba con lucecitas para complacer a la Ártemis Munichia; la basynía, hecha de harina de trigo, que era grata a Iris. Y había “panes de fantasía”, en forma de animales o flores. Las tortas eran el presente del pobre o el preludio de un sacrificio más importante.
Añádanse a esto el queso y el aceite, de uso muy difundido. Además, las fumigaciones de incienso, que los embalsamadores egipcios enseñaron al mundo.
El vino era una de las libaciones más usuales para los Celestes, porque se lo obtenía a precio bastante módico. Desde luego, formaba parte de la ración diaria del esclavo, aunque el esclavo y el campesino se resignaban con un aguavino de hollejo o vino de segunda (deuterías). Los jugos más estimados eran los de Quíos, y después, los de Tasos, Lemnos, Cos, Samos, Lesbos. Las vides griegas, que maduraban en siete años, daban vino blanco (leukós), amarillo (kirrós) y tinto más o menos oscuro (mélas, erythrós). Estos vinos eran de varias calidades: seco (aysteerós), dulce (glykús); “encorpado” (skleerós) y ligero (leppós). Los conocedores lo preferían seco y ligero. También era costumbre hacer cups, mezclando el vino con rajas de fruta, mirra y otras especias. Y a veces se lo hervía un poco, para rebajar sus efectos.
Pero las libaciones de vino no convenían a todos los cultos. Las divinidades ctónicas sólo aceptaban agua, leche y miel, al fin divinidades al estilo viejo. Expliquémonos: el vino fue conocido en el Mediterráneo desde tiempo inmemorial; pero la bebida alcohólica más antigua entre los griegos, a juzgar por el testimonio lingüístico, era un hidromel, una “chicha”, un “tepache” de palmera o loto, que tiene su auténtico nombre helénico. En cambio, el verdadero vino era designado con un neologismo importado de Asia Menor. Como ya la receta de esta miel fermentada se había perdido en los tiempos clásicos, los dioses terrestres se conformaban con la oferta de miel. ¿Había Ley Seca en el Inframundo?
21. Los objetos son el tipo último de sacrificio. Ya sabemos que los templos guardaban una multitud de presentes, anatheémata y agálmata. Entre ellos, los de menos valor mercante, los exvotos, son los más antiguos y los que conservan aún cierto sentido mágico: la figurilla que representa la pierna o la mano de un enfermo no es necesariamente un exvoto como hoy lo entendemos, o recuerdo de gratitud por la merced ya recibida, sino que queda al amparo divino como resguardo del miembro enfermo y en lugar de éste. Nos escapa hoy la significación de los utensilios caseros y los juguetes, y tendemos a considerar las estatuillas y terracotas como simples obsequios. Ciertos objetos de material valioso solían fundirse para hacer nuevas piezas, a las que se ponía una inscripción conmemorativa a fin de no olvidar al donante. Entre aquellas bagatelas, las hay que valían poco en su tiempo y hoy han adquirido estimación por su venerable antigüedad. Muchas proceden de estilos cretenses o micénicos. Sobre la variedad de estos objetos nos informan las dedicatorias poéticas de la Antología, libro VI. Los siglos se detienen hoy, extasiados, ante el humilde espejo ofrecido por una mujercilla galante.
Los príncipes asiáticos parecen haber querido sobornar a la deidad con la riqueza de sus presentes. Hacia 740, el frigio Midas envió a Delfos un trono de oro. En el siglo VI, el lidio Gyges, cinco espléndidas copas de oro; y poco después, su sucesor Creso, obsequió al santuario de los focenses muchos quilates de metales preciosos ricamente labrados.
Cuando se olvidó un poco el sentido arcaico de las ofrendas, aparecieron otras de nuevo tipo: las telas y vestiduras, y las armas.
Cada cuatro años, las jóvenes atenienses bordaban un velo para Atenea. La escena de la Ilíada, en que Hécuba y las damas troyanas depositan un peplo sobre las rodillas de la diosa, se considera como interpolación o vago recuerdo anacrónico de aquellas fiestas áticas llamadas las Panateneas. El colegio olímpico de Las Dieciséis ofrecía un presente semejante a Hera. Las mujeres de Amiclea tejían anualmente una túnica para Apolo. La leyenda de Penélope, que teje de día y desteje de noche, es una transformación de este motivo, conocido como una de las “pruebas nupciales”; y cuando decayó la práctica de estas iniciaciones —rito doméstico—, se les asignó un destino religioso. Una muchacha seguía tejiendo la obra maestra comenzada por sus abuelas (como ese encaje flamenco que guarda el Museo de las Beguinas, en Brujas), convencida de que trabajaba para algún dios, y sin tener ya noticia de que la tarea había sido emprendida como demostración de aptitud matrimonial.7 Pero los mantos de las muchachas muertas en el primer alumbramiento, que se depositaban en el santuario de Ifigenia, o los cendales ofrecidos por las doncellas en prenda de su nubilidad reciente son todavía amuletos protectores.
Las armas obsequiadas al templo eran generalmente botín de guerra, y la consagración tenía por fin evitar su maleficio. Entre los romanos —más superticiosos que los griegos— se las abandonaba a la entrada del templo y nunca se equipaba con ellas a los nuevos reclutas. Los griegos colgaban estas armas conquistadas en los muros del templo; pero cuando Temístocles quiso llevar a Delfos las que había arrebatado al persa, ellas inspiraron tal horror que la Pitonisa le rogó llevárselas a su casa cuanto antes. Las armas ofensivas estaban manchadas de asesinato, y contenían en sí la fuerza de las maldiciones con que las había cargado su dueño. Los escudos y otras armas defensivas eran mucho menos virulentos. Pausanias vio todavía colgado en los platanares de Altis —Olimpia— el trofeo de los eléatas vencedores de los lacedemonios. Meandrio, secretario y sucesor de Polícrates, neutralizó la fuerza maléfica de cuantos objetos ornaban la casa del tirano fallecido, dedicándolos al Hereón de Samos.
Finalmente, los presentes pueden ser monumentos de las hazañas bélicas. En memoria de Salamina, se ofreció un Apolo colosal al sagrario de Delfos, y un Zeus de bronce al de Olimpia; en memoria de Platea, un Posidón al Istmo, y un trípode de oro a Delfos. La Victoria o Nike de Peonio en Olimpia y la de Samotracia —hoy en el Louvre—, la Némesis de Ramno por el triunfo contra los persas, el templo de Atenea en Pérgamo por el triunfo contra los galos, corresponden a este orden de “sacrificios”.
22. El sacrificio acaba en el dón simbólico, al menos en principio. La ingeniosidad humana se defiende instintivamente contra la expropiación o el costo excesivo, y los dioses, por su parte, aceptan de buena gracia una ofrenda humilde, según la posibilidad del creyente:
El dón del pobre, amigo, vale un templo de mármol,
si con sencillo ánimo se ofrece a la deidad.8
Aun la desvalorización de la prenda anuncia un progreso del espíritu. El sacrificio vendrá a ser, al fin, un mero rendimiento del alma. No hay tesoro más apreciable para el Dios Justo, aquel que ya Esquilo anunciaba en las increpaciones de su Prometeo contra los errores del Zeus Olímpico. Día llegará en que el Juglar de Nuestra Señora sólo ofrezca sus volatines, y en que el inocente del convento sólo traiga al ara sus plegarias y su devoción.9