V. RITOS DOMÉSTICOS

I. LOS RITOS DOMÉSTICOS EN GENERAL

1. La vida familiar del griego está penetrada de sentimiento religioso. Ello manifiesta en la estructura de la familia, en los ritos domésticos que sin tal estructura no podrían explicarse y en la disposición material de la casa que es reflejo de las anteriores condiciones.

Si para nosotros las cosas sacras y las profanas se distinguen nítidamente, el griego las sentía mezcladas, por lo mismo que la religión sustentaba todos sus actos. No le chocaba en modo alguno, por ejemplo, que el sitio más santo de la casa, el hogar —o, para evitar equívocos, el fogón— fuera al mismo tiempo el sitio para aderezar la comida; y tenía clara conciencia de que las mayores intimidades del matrimonio o la educación de los hijos obedecían a sanciones místicas.

Un leve gestecillo devoto acompañaba los más menudos sucesos y decisiones. Quien se preparaba a embarcar imploraba antes a Posidón, pues embarcar, desde luego, era un acto importante y orillado a peligros; pero también quien daba con una monedita perdida en su jardín se encomendaba a Hermes, patrono de los hallazgos. Los gremios del trabajo tenían sus cultos peculiares. Los clubes eran más bien religiosos. El griego, a cada paso, tropezaba con una deidad que le salía al encuentro.

Es cierto, disfrutaba sin el menor embarazo del placer, porque el placer, mientras conservara dignidad y mesura, era grato a sus dioses, y la belleza, en todas sus formas, le apareció siempre como una parte del bien. Si desdeñaba el ascetismo, rasgo de barbarie e inútil crueldad para la vida, se portaba en general con extraordinaria conformidad respecto a sus creencias religiosas.

2. La familia griega no era un grupo aislado y egoísta. Se sabía implicada en la sociedad; es decir, en el Estado; es decir, en la Religión.

No hay aquí espacio para las muchas modalidades de su estructura. Los distintos grupos concéntricos —tribu, fratría, clan, familia— se acomodaban de muy diverso modo; evolucionaron, se estratificaron e involucionaron de acuerdo con la índole de los pueblos y sus accidentes políticos.

Grosso modo, la familia clásica es elemento de una tribu y participa en los ritos de ésta. Las aristocracias conservan el recuerdo de sus abolorios más o menos sobrenaturales. La gente humilde hubiera perdido noción de esta dependencia, a no ser por reformas como la de Clístenes en Atenas, quien reorganizó a cada tribu en demos o distritos bajo la advocación de un héroe. Unían también a las tribus los deberes cívicos, el servicio militar —todo ciudadano era un soldado en potencia, no había ejército aparte— y los intereses comunes. Esta base tribal establece, pues, un primer círculo de devociones especiales, con sus reuniones periódicas, sus prácticas de endogamia, etc.; todo ello abarcado por los ritos generales de la ciudad, en que se refleja la complicación de motivos que antes hemos descrito. Las fiestas del vínculo familiar culminaban en las Apaturias jonias o en las Apeleas de los lacedemonios.

La familia está integrada por el padre, la esposa, tal vez una esclava favorita, las hijas y los hijos solteros, los casados y sus mujeres que tienen ya casa propia, los niños y los esclavos.

La omnímoda autoridad de los patriarcas aqueos, apenas templada por el respeto al encanto o a la cólera de la mujer, ha cedido sus derechos excesivos en la Grecia clásica, y ha ido entregando al gobierno la facultad de vida o muerte. Pero, en los aspectos específicamente familiares, el padre sigue siendo el amo absoluto, y singularmente en el sacerdocio de puertas adentro.

Dentro de la casa, el padre es el sacerdote nato, y se encarga de los actos rituales cotidianos. Así, en las comidas, la almorzada a Hestia y las libaciones al Buen Demonio. Cuando se ofrece un banquete profesional, no está por demás pedir consejo al experto o exégeta. Y si hay matrimonio en puertas, el exégeta puede indicar el día más propicio. Las libaciones del padre son algo complicadas en los banquetes ceremoniales. Por lo general, tras de levantar los alimentos, era la costumbre ateniense ofrecer triples libaciones: magia numerológica del tres que parece reflejada en las invocaciones homéricas a Zeus, Atenea y Apolo. Estas libaciones se consagraban respectivamente a Zeus, a los héroes y a Zeus Sóter, entendido aquí como un dios casero.

3. La disposición material de la casa griega revela esta continuidad y constancia del servicio religioso. Los pilares del Apolo Agyieús —“el de la calle”— o la Hécate, madrina contra el maleficio, cuidan la entrada. En el patio hay un altar de Zeus. Y el hogar o fogón es el sagrario permanente de Hestia. Como Héracles venció a muchos monstruos, al espectro Anteo y aun a la Muerte, las inscripciones de la puerta suelen decir: “Ésta es la morada del glorioso y victorioso Héracles, y aquí no puede entrar el mal”.

El Zeus protector de la casa es, entre sus varias manifestaciones, el Zeus Herkios, a veces el Kataibotes —rayo figurado en piedra celeste o doble hacha—, y también el Zeus Ktesios o Pasios, el providente, que no tiene empacho en deslizarse bajo forma de reptil, como el duendecillo o Buen Demonio, y que solía estar representado por una modesta tinaja. (Las tinajas arrastran una vetusta tradición para invocaciones de difuntos y para guardar reliquias místicas.) Menandro explica que este Zeus es el guardián de la alacena, el azote de los ladrones. Suelen asociársele sus hijos, los Dióscuros, a quienes se reserva entonces una cama y un poco de comida —theoxenia o visita divina—, y Formión fue castigado por no darles hospitalidad.

Hestia apareció en Grecia con los griegos, pues los minoicos aún no tenían hogar y usaban bracerillos y anafes. La santidad del hogar no es conferida por los dioses, es inmanente. Hestia no llegó a ser antropoformizada. Se le dio lugar en la mitología, pero sus estatuas son invenciones artísticas, no imágenes del culto. Con todo, su importancia es enorme. El proverbio griego lo revela: “Estar con Hestia” significa “estar del buen lado”.1

Así como Ártemis y, desde luego, el montaraz e inaprensible Dióniso, son dioses al aire libre, Hestia es deidad de interiores, pues aun su culto público en el Pritaneo no es más que la síntesis oficial de los cultos domésticos. Vive encastillada entre las tapias, donde el hombre se siente a salvo de las acechanzas que Tucídides describe vívidamente en la introducción de su historia: sentimiento expresado ya por Hesíodo y por el Himno homérico a Hermes. El suplicante que se arrima al fogón —Odiseo y Telefo en la fábula, Temístocles en la realidad— está protegido.

El Olimpo reproduce, en proporciones sublimes, los rasgos de la casa griega —y de la Polis. Lo rodean muros deslumbrantes en que descansan los yugos de los carros divinos. En las cuadras, los caballos pacen ambrosía. Zeus convoca a los dioses, que lo asisten en la sala del trono —hijos respetuosos— y se levantan cuando él se presenta, como lo hacían los jóvenes griegos ante el varón añoso. A la entrada, las Horas o Estaciones guardan las puertas, y corren y descorren el cortinaje de las nubes. Son sirvientas especiales de Zeus. Iris lo es de Hera, y Deimos y Fobos (el Temor y el Odio), de Ares. Hebe escancia el vino, y Temis se cuida de los alimentos. Las demás labores domésticas quedan a cargo del herrero Hefesto, de Atenea y las Gracias, maestras del telar. Y el médico de cabecera es Peón.

4. Los principales ritos domésticos se refieren a los nacimientos, las nupcias y las defunciones. Ya se han explicado como ceremonias de tránsito, asimiladas en concepto a una muerte seguida de una resurrección, o sea, un cambio de estado.

Las anteriores observaciones sobre la familia como una unidad religiosa, y la profundidad que alcanza el concepto de la iniciación, explican las inevitables extrañezas. Estamos muy lejos. Y a la vez —vamos a verlo— más cerca de lo que creíamos.

5. Pero conviene no olvidar nunca que la transformación es ley de la vida en los individuos y en las sociedades. Las circunstancias históricas se modifican, las costumbres cambian, y las instituciones las siguen. Si algo caracteriza a Grecia y la distingue de los pueblos del Oriente clásico es la aptitud de evolucionar con un ritmo más acelerado. A tantos siglos de distancia, y en la reducción microscópica de nuestro relato, apenas acabamos de dibujar una forma cuando ya se ha modificado y no corresponde más a la definición teórica.

Esta reserva tácita debiera acompañar cada una de nuestras afirmaciones, a riesgo de incurrir en el error de Fustel de Coulanges. Con todo su genio y a pesar de su arte admirable, el autor de La Cité Antique no pudo evitar que lo traicionara la palabra, molde estático incapaz de reflejar siempre las realidades fugitivas. Conforme pasa de la familia a la fratría, a la tribu y a la ciudad —concediendo que éste haya sido siempre e invariablemente el proceso seguido— va transportando, como a pesar suyo, hacia grupos cada vez más numerosos las creencias y los hábitos que ha observado en la célula primitiva; de modo que creencias y hábitos parecen conservarse idénticos en organizaciones sociales cada vez más comprensivas y vastas. Adelanta con inflexible lógica de lo idéntico a lo idéntico, y sitúa la familia en el interior de todos sus círculos.

Pero las sociedades humanas no se ciñen a las regularidades geométricas. La ciudad griega, aunque engendrada por la familia, tuvo que vivir a expensas de ella y apelar a las energías individuales opresas en la figura primordial. La ciudad tuvo que luchar con el génos, y cada una de sus victorias significa la abolición de una servidumbre patriarcal. No se dio aquella sencilla antinomia, soñada por el liberalismo del siglo XIX, entre la omnipotencia de la ciudad y la libertad del individuo, sino que el poder público y el individualismo progresaban más bien apoyándose uno en otro.

La pugna ha tenido tres términos —familia, ciudad e individuo— y la sucesiva preponderancia de uno y otro determina los tres períodos en la historia de las instituciones griegas: 1) La ciudad está integrada por familias que defienden celosamente su derecho tradicional y someten a los individuos bajo el peso de sus intereses conjuntos; 2) la ciudad subordina a las familias con ayuda de los individuos; y 3) los excesos del individualismo minan de tal suerte la ciudad que la incansable aventura histórica parte en busca de nuevos Estados más extensos.

De modo que nuestras definiciones sólo deben entenderse como un promedio matemático, una cifra que resume el peso de una verdadera progresión.

II. EL RITO NATAL2

1. El ritual del recién nacido confiere a éste la verdadera existencia moral y el acceso a la familia. El venir al mundo nada significa por sí solo: es una mera proposición que puede ser rechazada. Un malthusianismo sin doctrina, la pobreza del suelo, la deficiencia de la agricultura patriarcal y la marea de sobrepoblación —que fueron parte al impulso de las colonizaciones—, y junto a ello, algunas oscuridades del pudor primitivo, la vergüenza del amor ilícito y el miedo a las responsabilidades de dar la vida, todo ello obró de consuno para establecer los usos restrictivos de la natalidad.

Esta restricción ofrece tres fases principales. La más conocida es aquella práctica espartana conforme a la cual, bajo el dictamen de los expertos oficiales, se mandaba despeñar del Monte Taigeto a la criatura defectuosa, inepta para la vida o inconveniente para la perpetuación de la casta. La fase menos conocida aparece en el siglo IV —la época de “la crisis matrimonial”, “el reino de las cortesanas” como lo ha llamado Navarre, y consiste en el abuso de preventivos y de abortos artificiales, donde la ley se echaba a un lado siempre que mediara la expresa autorización de los padres. Los filósofos no pestañean; más aún, consideran aconsejables todas las precauciones para que la ciudad conserve su población medida. El extremo llegó a una verdadera desorganización de la familia, a juzgar por la descripción de Polibio sobre el estado en que vivían los beocios del siglo III.

Entre una y otra fase, encontramos la práctica de la ékthesis o exposición. El padre, si no deseaba al hijo y antes de los ritos de aceptación, podía abandonarlo en cualquier paraje solitario. Si la criatura sobrevivía al frío, al hambre y a los ataques de las fieras, cualquiera podía recogerla y hacerla suya. La mitología abunda en historias de expósitos, de que sólo citaremos dos. Ellas tratan de justificar el hecho como un sacrificio privado en evitación de una futura desgracia pública.

Apolo anunció a Layo, rey de Tebas, que su hijo le daría la muerte. Cuando nació Edipo, Layo, en consecuencia, lo mandó exponer en el Citerón, con los pies atravesados por una pica. (“Edipo” quiere decir “Pies Hinchados”.) Un pastor lo recogió y lo entregó al rey de Corinto, de quien Edipo se consideraba auténtico descendiente. Como el Oráculo Delfio le revelara que estaba condenado a matar a su padre y a desposarse con su madre, el infeliz huyó de Corinto sin rumbo, y sin más propósito que el de escapar a la maldición. Por el camino, sin conocerlo, mató a Layo, su verdadero padre. Y como, al llegar a Tebas, logró libertar a esta ciudad de la Esfinge que la asolaba, se le concedió el premio señalado para el libertador: el reino y la mano de la reina. Y así Edipo, sin conocerla, sin amarla —sin sombra del tristemente célebre “complejo de Edipo”— vino a desposarse con su madre por razón de Estado. Cuando al fin averiguó que, a pesar de todos sus esfuerzos, la sentencia de Apolo se había cumplido, se arrancó los ojos horrorizado, se dejó desterrar —él mismo había lanzado una maldición contra el que resultara matador del viejo Layo—, y fue a morir oscuramente en Colono.

De modo semejante, Paris —que, según las profecías, había de causar la perdición de su patria—, fue expuesto por su padre Príamo en el Ida, donde lo salvó y lo recogió una familia de pastores. Pero al cabo regresó al palacio paterno y causó, en efecto, la caída de Troya, por haber agraviado a los Atridas con el rapto de Helena.

El tema del expósito criado por extraños —comenzando por el Zeus cretense— va y viene por la mitología y es eco de una antigua costumbre. Ha proporcionado asunto al Ion de Eurípides y a La arbitración de Menandro. En aquél, Ion, bastardo de Creusa y Apolo, es abandonado por ella, que teme la cólera de su padre, y criado por los servidores del templo delfio. El caso se arregla mediante un fraude del dios, que hace reconocer a Ion como hijo adoptivo por el propio esposo de Creusa. La tragedia de Eurípides anuncia ya aquí los temas predilectos de la Nueva Comedia, por el asunto romántico y el tono entre sentimental e irónico. En Menandro, el hijo ilegítimo de la esposa acaba también reconocido por el esposo.

Pues bien; mientras no ha sido consagrado por las ceremonias rituales, cualquier niño puede correr suerte parecida y está en condición de bien mostrenco.

2. Llegada la hora del nacimiento, la madre en trance invocaba a Ártemis Ilitia y era atendida por una esclava o bien por una comadrona —maia o maieútria—, nunca por un doctor. El nacimiento se anunciaba colgando a la puerta de la casa una corona de olivo, si el hijo era varón, y si era mujer —lo menos estimado en el caso—, una simple tira de lana. El varón era preferido como garantía de sustento para la vejez del progenitor, y como certeza de continuidad en el culto de los difuntos familiares.

El recién nacido era depositado en el suelo para que absorbiera el vigor de la Madre Tierra y de sus propios antecesores. El levantarlo el padre en sus brazos significaba que lo tenía por legítimo.

Luego venía el baño del recién nacido, ya en agua, en agua y aceite, o hasta en vino según la costumbre espartana. Se le fajaban los pañales o spárgana y se lo acostaba en la cesta mecedora o líknon, que fue la cuna de Dióniso.

Era el líknon una cesta en forma de zueco. Servía para aventar el grano y limpiarlo de la cascarilla, de donde había adquirido virtud fertilizadora. En el líknon se acarreaban cereales y frutas. El lexicógrafo Harpocración explica que el líknon, “harnero” o “ventadora”, era de uso general en los sacrificios e iniciaciones. Es, pues, un instrumento sacro. Y el que se lo remezca en el suelo, para servir de cuna, lo relaciona seguramente con el rito primaveral del columpio.

Con estos preparativos, el niño ha comenzado ya a recibir la gracia. Ya no se lo destina a la negra suerte del expósito. Pues el abandono era algo que se hacía presurosamente, antes de que naciera el cariño.

3. Llegada la hora de la adopción por la tribu, hacia el quinto día, cuando ya puede soportarlo el recién nacido, se dispone la ceremonia más importante.

La casa se purifica; la madre y toda la familia se purifican y desvisten. El padre u otro varón cercano de la familia corre con el niño en brazos en torno al hogar, oprimiéndolo contra su cuerpo y procurando que reciba la tibieza del fuego; lo cual, de paso, se creía que estimulaba en la criatura la facultad de andar y correr. Éste es el rito de la amfidromia: otro caso más del círculo mágico.

El contacto con la carne de la familia y la sollama del hogar están consumados. Los parientes y vecinos acuden con obsequios para el nuevo huésped de la casa. Cosa notable: ¡los presentes son, sobre todo, pulpos y jibias! No pretenderían que con esto se alimentara un recién nacido…

4. Y llega la fiesta del bautizo, que así se la puede llamar sin violencia. Ella acontece a los diez días del nacimiento —dekátea. Hay invitados, hay sacrificios y se come carne. Los que por primera vez contemplan al niño suelen traerle algún presente. El niño, generalmente, llevará el nombre del padre o del abuelo materno.

Y entretanto, las Moiras andan invisiblemente por los ámbitos de la casa, preparando los futuros destinos. Los más duchos saben descifrar, por ciertos indicios, si el niño será afortunado: un chasquido de la leña, un ave que cruza por el cielo, todo sirve para un buen augurio.

Es entonces cuando el padre reconoce pública y oficialmente a su hijo, el cual usará en adelante alguna prenda o señal de identificación —gnoorísmata.

En la anagnórisis de algunas tragedias, los parientes separados por el destino se reconocen en ocasiones por estas prendas o señales. Allá cuando la terrible Edad Heroica, el padre solía escapar con sus compañeros de guerra en el primer esquife que se encontraba, huyendo de los salvajes dorios y abandonando todo el bienestar de su existencia anterior para abrirse paso, espada en mano, en algún islote del Egeo. Tal vez se conformaba con marcar a su hijo mediante el cuchillo, a fin de identificarlo algún día. En Homero el tema aparece transformado. La leal nodriza de Odiseo reconoce a éste al instante cuando, vuelto el héroe a Ítaca, ella misma se dispone a ofrecerle el pediluvio de la hospitalidad: Odiseo tenía una cicatriz en el muslo, causada por un jabalí. Ahora, en el hogar establecido y pacífico, se dispone de mejores medios. Los pañales mismos, un collar, un broche, bastan al caso. Según Aristóteles, el empleo de estos medios en la tragedia para provocar la anagnórisis o reconocimiento es uno de los medios menos artísticos.3

5. La crianza y cuidado del niño quedan a cargo de la madre. Si la familia es acomodada, se contrata una nodriza —titthee— o un ama seca —trofós. Las tareas de esta primera educación crean vínculos para toda la vida. El viejo Fénix, ayo del niño Aquiles a quien daba de comer sobre sus rodillas, se lo recordará años después, bajo la tienda de campaña, como el mejor argumento para persuadirlo a que lo escuche y obedezca:

¡Oh Aquiles! Te he criado yo desde la niñez

hasta el presente día con singular apego.

Tú no aceptabas fiestas, banquetes, ni reacio

aceptabas siquiera comer en el palacio,

si no era en mis rodillas, donde yo, como a juego,

te cortaba la carne y el vino te acercaba.

¡Cuántas veces la túnica y el pecho me manchabas

devolviendo los tragos: achaques infantiles!

¡Cuánto no habré sufrido por educarte, Aquiles!

Il., IX, 485 y ss. Trad. A. Reyes.

Ante el ayo o la nodriza nada puede ocultarse. Fedra, que a todos oculta su criminal pasión por su hijastro Hipólito, es incapaz de disimular ante la Nodriza. (Verdad es que también escucha sus confidencias el Coro, dadas las condiciones físicas de aquel teatro. Pero supondremos, por lo pronto, que el Coro no es más que la propia voz de la conciencia.)

6. Los niños desempeñan una función importante en el ritual, sea doméstico o público. La magia benéfica los emplea como mediadores, y la magia negra, como víctimas. En Grecia y en otras partes, la pureza sexual los recomienda para ciertos actos religiosos. Al comienzo del simposión o banquete, tras la tercera libación, la niña de la casa entona el himno, sola o coreada por los huéspedes. Así, en Roma, acabada la cena, un niño anuncia que los dioses han aceptado su parte: Deos propitios.

En las Arréforas atenienses, se confía a las niñas el transportar desde el Acrópolis hasta el templo de la Afrodita Jardinera los objetos más preciosos del culto, rito que anuncia ya la futura institución del colegio de las Vestales. Las niñas se disfrazaban de oseznas ante la Ártemis Brauronia y danzaban envueltas en pieles rojizas y telas teñidas de azafrán.

Cuando el hijo llega a la pubertad, el padre, si es rico, lo envía a dejar los cabellos largos en el templo de Delfos; y si es hombre de condición media, se conforma con que los ofrezca en el templo ateniense de Héracles, que no estaba muy lejos.

Hay, como éste, muchos usos semi-rituales que van acompañando la vida del joven, su acceso a las ceremonias de la familia, a los deberes militares y cívicos. Y así llega el día de su ingreso en la clase de los adultos, y así llega el día de su matrimonio.

III. EL RITO NUPCIAL

1. El matrimonio en Grecia es una institución monógama. La monogamia, lo mismo en el cielo que en la tierra —pues que el Olimpo no era más que un palacio grande— imponía fidelidad a la mujer y disimulaba los escarceos y aun el concubinato de los varones.

Como los dioses son irreprochables, los Poemas Homéricos sonríen simplemente ante tal aventura irregular de Ares y Afrodita. Los hombres —secreto a voces— no comentan los manejos de Zeus con heroínas mortales, aunque se trate de la madre de Pirítoo o la madre de Héracles, mujeres casadas; ni piden cuentas a Posidón, que va de Anfitrite a Etra, a Toosa, a Gea, a Medusa; ni a Apolo de sus deslices con Cirene, Coronis, Jacinto, etc. Y la verdad es que Apolo bien se prestaba a murmuraciones: mató a Coronis como un celoso vulgar; se portó mañosamente con Juto, pasándole como adoptivo a Ion, bastardo del dios y de Creusa, la propia esposa de Juto; se puso en ridículo con el héroe Idas, que se le enfrentó y le ganó el amor de la prudente Marpesa, pues Marpesa prefirió un compañero mortal que envejeciera a la vez que ella; causó la desgracia de dos heroínas que se le resistieron: Dafne tuvo que convertirse en laurel para eludirlo, y Casandra, a quien él había otorgado la videncia, perdió sin remedio, por haber resistido a sus proposiciones, el dón de que la creyera la gente. Grande debe de haber sido la influencia del Oráculo Delfio, cuando estas historias no llegaron a la comedia. El audaz Eurípides se atrevió, sin lograr ser trágico esta vez, a poner en drama el episodio de Ion. Lo cierto es que sólo son intachables, a este respecto, Hera y las vírgenes Atenea y Ártemis.

En cuanto bajamos un grado y el caso es ya solamente entre héroes y heroínas, el tratamiento comienza a ser distinto. Si Fedra hubiera sido una diosa, no hubiera tenido que colgarse.

Las heroínas suelen ser juguetes de la terrible Afrodita. Véase el caso de las dos grandes adúlteras de la fábula, las Tindáridas Clitemnestra y Helena. Clitemnestra es horripilante, porque pasa del adulterio al asesinato. Helena sale mejor librada, por su irresistible fascinación. Se la presenta como víctima, desde su más tierna edad, de un destino erótico; presa de Afrodita, a quien ella misma inculpa e increpa en la Ilíada. La envuelve un aura de arrepentimiento y dolor. No era una malvada. Los viejos de Troya no pueden menos de admirarla y considerarla con respeto. Devuelta por fin al palacio de Menelao, su legítimo esposo —cuando ya sin duda Afrodita andaba a caza de otras gracias más juveniles—, Helena es, en la Odisea, una señora perfectamente digna, de cuyo pasado no se habla. Los griegos no admiten maledicencias con Helena. Era demasiado hermosa y tenía la exculpante sobrenatural de la belleza. Ni siquiera los chistes de Luciano samosatense, allá en tiempos de la decadencia, pueden llamarse desacatos. La leyenda dice que el poeta Estesícoro —lírico del siglo VII— perdió la vista por haber osado deturparla. Para sanar de su ceguera, compuso entonces la Palinodia, donde recoge o inventa la fábula de que Helena nunca se dejo arrastrar por Paris, sino que vivió refugiada junto al rey de Egipto esperando el retorno de Menelao, y sólo una sombra o apariencia mágica, vestida en su forma carnal, visitó la alcoba de Pérgamo y los muros de Troya.

2. En la realidad, hubo leyes contra el adulterio de la esposa, pues su fidelidad era la base de la organización familiar que se decía instituida en Atenas por el legendario Cécrope, quien, además de establecer el matrimonio monógamo, quiso acabar con los sacrificios sangrientos. A los comienzos, y en teoría, no sólo el marido agraviado, sino cualquiera —según ley de Solón— podía dar muerte a la adúltera sorprendida. Pronto se dulcificaron las costumbres. El keroesses o agraviado optaba más bien por devolverla a su familia, separarse de ella, darle una tunda o mandar que se la diera un esclavo.

Los espartanos se jactaban de la fidelidad de sus mujeres, considerando sin duda —al tenor del dicho francés— que no hay adulterio donde hay consentimiento. En su feroz afán de eugenesia, en su sed insaciable por poblar la tierra —que de nada les sirvió a la postre, pues la historia de Esparta es la historia de una despoblación galopante—, encontraban lícito que el viejo, el estéril (lo hubiera aprobado el Maquiavelo de La Mandrágora), o simplemente el que deseaba mejorar la casta, como la “torpe avutarda” del fabulista Iriarte, cediera a la esposa y aun la prestara a sus propios hermanos —residuo de la horda prehistórica. Hubo mujeres que tuvieron más de un marido y más de una casa, lo que sólo por excepción se concedió a un hombre, al rey Anaximándridas. Esparta, acuartelada entre sus propios vasallos, retrogradó a tales extremos y, con pretexto de cohesión militar, aun fomentó hábitos inconfesables.

Durante las largas campañas contra Mesenia, aconteció un caso singular. Ausentes durante años los guerreros, las espartanas acudieron al ejemplo de la adúltera Clitemnestra —no pudieron con el de la fiel Penélope—, y de aquí nació una generación de parthenios o “hijos de las solteras”, cuyos padres unos aseguran que eran los espartanos no llamados a filas, y otros aseguran que eran soldados de propósito remitidos a la retaguardia para evitar el despoblamiento (los epeunaktaí o coadjutores). O los padres de emergencia eran ya desde antes gente servil, o fueron reducidos a condición inferior al regreso de los maridos legítimos, tal vez por una “revirada” de los sentimientos pudorosos, propia de “curiosos impertinentes”. Acaso los tales coadjutores pertenecían a la clase de siervos distinguidos, como aquellos que disfrutaron el favor de las damas locrias, durante las mismas campañas con los mesenios, pues los locrios eran aliados de Esparta. Lo cierto es qué los partenios hallaron la vida difícil, y se encontraron sin patrimonio ante las conquistas bélicas de Mesenia, que transformaron el tipo de la antigua sucesión matrilineal en patrilineal.4 Ello es que acabaron por emigrar, como por su lado lo hicieron asimismo los bastardos de Lócride, que partieron rumbo a Epicefiria (sur de Italia). A estos partenios se debe la única fundación colonial de los espartanos (Taras: Tarento).

Fuera de esta excepción, sin duda de motivo económico, los espartanos, habituados a achacar al mítico Licurgo todas sus extravagancias, ponían en boca de éste mil burlas contra los sentimientos celosos, como era el afirmar que los hombres —llevados de sandios escrúpulos— tienen en más mejorar la raza de los caballos y los perros que no su propia población. Y aunque es cierto que la gente espartana disfrutó fama de belleza, seguramente que más lo debía a la educación atlética que no a su eugenesia inverecunda. Aquella educación atlética, en efecto, resultó magnífica para los combates singulares, los desfiles y las marchas de espectáculo. Pero, por falta de espíritu helénico, muy poco aprovechó cuando hubo que salvar a la Hélade de la invasión persa. La tarea recayó en manos de los verdaderos campeones nacionales, los atenienses, quienes no se daban tanta importancia.

Si, en todo caso, la mujer griega se encontraba algo sujeta en el resto de las ciudades, es voz común que el marido se consentía sus caprichos (aunque hoy nos parezca increíble). Zeus mismo daba el ejemplo y, según la Ilíada, aun se jactaba de ello con su divina esposa en horas de olvido (Catálogo de “Leporello”). A Teseo le ha acumulado la fama tantas fortunas, que un erudito de la decadencia se divirtió en levantar el largo catálogo de sus amantes. Pero no vamos a juzgar de las instituciones modernas por el cuento de Barba Azul, ni de las antiguas por estas fábulas. La institución era la monogamia, y la esposa era una.

3. El ideal de la monogamia se perfila desde muy pronto. El tránsito se percibe en la Ilíada. El anciano Príamo, bárbaro de la generación anterior, era polígamo. Sin contar sus doce hijas, tuvo cincuenta hijos varones, sólo diecinueve de un mismo lecho. Aun así, su reina y su mujer auténtica era Hécuba, no ninguna de las concubinas. Pero —si se exceptúa a Paris, irresponsable moral que abandonó a Enone por Helena y que tiene, al menos, la disculpa de haber sido expósito—, ya los Priámidas son monógamos. No hay en las literaturas una expresión de lealtad conyugal más honda y patética que los adioses de Héctor y Andrómaca. Es lástima que los troyanos, tan nobles y decorosos, se hayan atravesado en el camino de Grecia. Han merecido la estimación de Homero, de Safo y de Eurípides. Nos hubiera complacido verlos prosperar por su lado.

Los aqueos también nos han dejado ejemplos edificantes. Odiseo se sobrepone a los atractivos sensuales de Circe, rechaza la inmortalidad que le ofrece Calipso, se niega a aceptar —con un reino en dote— los encantos núbiles de Nausícaa: sólo sueña —después de veinte años— en volver a los brazos de su Penélope, donde está el centro de su concepción familiar. Y Odiseo no era ciertamente un melindroso.

El concubinato se debía sobre todo a la institución de la esclavitud femenina. Y conviene recordar que la esclavitud no correspondía a la imagen que tiene de ella un moderno. Los cautivos de guerra venían a ser esclavos según la costumbre de la época. Eumeo, el porquerizo de Odiseo, era un príncipe raptado en su infancia. Y hubo sin duda muchos casos históricos en que las esclavas procedían de buena casta, ya de origen bárbaro o griego.

El concubinato pudo ser llevadero o pudo ser difícil para la esposa. Hera, patrona de los hogares, daba lección a las mujeres con sus celos irrefrenables. Homero nos cuenta que Teano, la sacerdotisa de Atenea en Troya, había recogido entre sus propios hijos a Pedeo, bastardo de Antenor, “por docilidad conyugal”. Y hace decir a Fénix que el origen de sus desgracias fue el haber cedido a los celos de su madre:

… donde hui de mi padre y su animosidad,

pues Amíntor Arménida, mi padre, me reñía

por una concubina de airosa cabellera,

a quien amaba tanto que su capricho era

ofensa de su esposa, que fue la madre mía.

Postrada a mis rodillas, mi madre suplicaba

que usara yo el primero a la joven esclava

para que aborreciese los ruegos del anciano.

Obedecí; lo supo mi padre y me maldijo…

Il., IX, 448 y ss. Trad. A. Reyes.

Pero no siempre se tomaba el caso por lo trágico. A la esposa no siempre le disgustaba contar con una maîtresse servante,5 ama de llaves a quien podía confiar tranquilamente las faenas y los menesteres caseros. Y en suma, ciertos desvíos no autorizan, ni entonces ni hoy, a negar el carácter de la institución. En los días del relajamiento, Demóstenes crudamente resume así lo que acontecía: “Contamos con cortesanas para nuestro placer, concubinas para la diaria salud de nuestra persona, y esposas para darnos vástagos legítimos y ser las fieles guardianas de nuestros hogares”.

4. El matrimonio era una institución de valor religioso y cívico. No era un matrimonio de amor, aunque también el amor y el interés podían avenirse, y nadie cerraba el camino al sentimiento. Como entre ciertas clases y en ciertos países modernos, se esperaba generalmente que el amor viniera después, si acontecía la feliz convivencia. Lo más importante era asegurar la continuidad religiosa, el culto de los antepasados y el servicio de la ciudad.

Eso de “dar soldados a la nación” era mucho más que una frase para pueblos que vivían en guerra, donde no había ejército permanente, y donde la obligación militar ocupó a Eurípides, por ejemplo, de los veinte años a los sesenta, y ocupaba a los pares espartanos toda la vida. De aquí que se estimulara el matrimonio y aun se viera de reojo la soltería.

Naturalmente, Esparta puso en ello su habitual exageración, privando de ciertas franquicias al soltero. Desde luego, el soltero no tenía derecho a concurrir a las Gimnopedias. Y a veces, en compañía de sus congéneres, durante el invierno, se lo obligaba a emprender desnudo las más fatigosas caminatas. Las mujeres en montón solían maltratarlo por la calle. Los espartanos llegaron a encerrar en la oscuridad a los solteros y a las solteras por parejas, como a verdaderos animales, para que, sin verse siquiera, se las arreglaran a su antojo. Porque después de todo —decían— ¿acaso el amor escoge con mayor lucidez?

Solón, en Atenas, dejó en paz a los solterones. Harto era que se vieran privados de arrimo doméstico, de apoyo en la vejez, de los ritos sepulcrales al llegar su hora. Y dicen que añadía con una sonrisa: “El matrimonio no deja de ser carga difícil”. Aun toleró las casas públicas y levantó, con sus rentas, un altar a la Afrodita Pandemos. En cambio, impuso una multa de cien dracmas al violador de una mujer libre.

5. ¿Y el amor? Tanto mejor si se conciliaba con el matrimonio. De lo contrario, había que conllevar el deber, dejando un margen moderado a otros deleites. No es que se ignorara el amor romántico. Este sentimiento es de todos los pueblos y todas las edades, aunque no siempre se lo destaque y exalte como una noción fundamental. En todos los pueblos y todas las edades se habla también del amor físico y se le concede lo suyo, sin que por eso se venga el mundo abajo.

Algunos casos legendarios nos ilustran sobre la idea del amor en la imaginación griega. Cuando Agamemnón, ante la asamblea de las tropas, declara que prefiere los encantos de Criseida a los de su esposa Clitemnestra, es muy explicable que no se entregue a los desbordes cordiales y más bien dé razones de conveniencia, de estimación casi objetiva. Y si, a la hora del botín, se reservó a la delirante Casandra —lo que algún malévolo interpreta como signo de perversidad erótica— ¿cómo juzgar los efectos de una campaña de diez años sobre los nervios del guerrero? Y sobre todo ¿con qué criterio apreciar a la princesa troyana que pudo fascinar a Apolo?

Héracles se enamoró perdidamente de Yole y la ganó a mano armada entre crímenes y saqueos.

El mito de Orfeo —romántico si los hay— nos cuenta cómo éste fue a rescatar a Eurídice hasta la mansión de la muerte, y cómo la perdió nuevamente porque, contra la condición impuesta, no resistió al deseo de volverse a contemplarla un instante antes de pisar otra vez el suelo de la vida.

Por mucho que lo disimule la crítica, alegando que a un príncipe de la Edad Heroica le dolía más la humillación que la pérdida de la amante, hay un estallido pasional en las palabras de Aquiles al quejarse de que el Atrida le arrebate a Briseida, “la esposa de su amor”. Por su parte, ella esperaba que Aquiles legitimara un día sus amores, y claramente lo confiesa cuando llora sobre el cadáver de Patroclo, su confidente.

Se asegura que la mujer de Pitágoras —entre leyenda y realidad— definía el amor como “la dolencia del alma anhelosa”. No lo diría con más finura un poeta del amor abstracto.

Y bajando ya al mundo histórico, si no fuera verdad lo que Estesícoro cuenta de la novia muerta de amor —como aquella “Elvira” de Espronceda— tenemos el testimonio fehaciente de Safo, en quien no sabemos si el espíritu se ha vuelto sangre o la sangre espíritu. En Sófocles, en Eurípides, la pasión que los modernos creen haber inventado jadea y grita a plena voz.

Los espartanos —no nos sorprende— castigaron al vencedor Lisandro porque pretendía, dentro de la ley, cambiar a su actual esposa por otra mujer más de su gusto.

Pero uno es el orden del sentimiento y otro el orden de la institución. Veamos, pues, cómo se concierta, institucionalmente, el matrimonio griego.

6. El matrimonio es un contrato entre el novio y el padre o guardián de la novia. En principio, ni siquiera se solicita el parecer de ella. El compromiso se arregla directamente o mediante casamentera (promeéstria).

El mito recuerda un ejemplo insigne de rebeldía. Dánao y Egipto eran hermanos, ambos descendientes de Ío. Dánao tenía cincuenta hijas, y Egipto cincuenta hijos varones que pretendían casarse con sus primas. Pero los padres riñeron, y Dánao huyó a Argos en compañía de sus hijas, las Danaides, para librarlas de los matrimonios impuestos. Los Egiptíadas descubrieron el escondite y las obligaron a cumplir la promesa. Por consejo de su padre, las novias mataron a sus maridos la noche misma de las bodas —con excepción de Hipermnestra que recibió a Linceo de buen grado— y fueron condenadas, en el reino de Hades, a llenar eternamente un tonel sin fondo, pena del “jardín de los suplicios”. En esta fábula hay un eco del tabú primitivo contra el matrimonio entre consanguíneos. La ausencia de novela realista en la era clásica —y la novela, género de la época decadente, se aplicó más bien al caso de los amantes que se buscan entre los obstáculos del destino— nos priva de documentos sobre lo que podía acontecer realmente cuando la muchacha se resistía. Pero ya sabemos que, una vez hecho el pacto, la consagración religiosa le daba validez cabal; y la regla de este pacto es la compra-venta.

El trato matrimonial parece haber asumido tres formas sucesivas, o más bien —puesto que seguramente coexistieron—, tres formas principales, cada una predominante en cada época.6

La primera consiste en comprar a la novia, generalmente a cambio de unos bueyes. Es la forma propia de aquella época en que, como dice Aristóteles, “los hombres portaban armas y pagaban por la mujer”. La pobreza creada por las guerras hacía poco deseables los hijos, y singularmente las hijas. Y el padre destinaba a éstas para mercaderías futuras, hasta por el nombre que les daba, muchas veces asociado con la palabra “buey”: Alfesíboya o “ganadora de greyes”, Feréboya o “la que trae ganado”, Políboya o “la que vale muchas reses”, etc. Héctor compró a Andrómaca a cambio de muchas riquezas. Ifídamas perdió el pago, por haber muerto antes de traer la novia a casa. Ostrióneo, pretendiente de Casandra, ofreció el servicio de sus armas en precio. Hefesto, en la Odisea, al descubrir a Afrodita en un mal paso, la amenaza con encerrarla hasta que no se le devuelva el importe de la compra: Afrodita viene a ser un vulgar artículo, sujeto a evicción y saneamiento.

La segunda forma fue general en la Grecia clásica y era exactamente la inversa: el padre entregaba a la hija con una dote —ferné o proís—. Lo que se procura explicar por la superabundancia de mujeres. Pero ya, en la Edad Heroica, Altas da una abundante dote a su hija; y Agamemnón, para contentar a Aquiles —aunque aquí interviene el propósito de indemnizarlo—, le ofrece una hija por esposa, y además, un reino y muchos obsequios. Ya conocemos el caso de Odiseo y Nausícaa. La Medea de Eurípides se queja de que “la mujer compre con dinero a su amo”. Solón redujo considerablemente las dotes, para que el novio pensara algo más en la sola conveniencia familiar y en la futura prole.

La tercera forma, teóricamente intermediaria, consiste en que el novio obsequie directamente a la novia lo que hoy, hecho símbolo, llamamos arras (hédna).

La libertad de los contratos matrimoniales conoció algunas restricciones. Pericles —y no fue una medida feliz— reservó la plenitud de derechos al hijo de padres atenienses, negándola al mestizo de forastero, sea por evitar afluencia de advenedizos atraídos por el auge imperial de Atenas, sea por reservar al ateniense de pura cepa el disfrute de las conquistas imperiales. Era buen demócrata, pero era todavía mejor ateniense.

Y los espartanos, en su manía “racista” —que con el tiempo acabó por descastarlos en términos verdaderamente pavorosos—, sometían a los novios a cierto examen prenupcial, y multaron al propio rey Arquidamas —sin duda cojeaba del mismo pie que el inolvidable Arcipreste— porque se le ocurrió escoger para esposa a una “dueña chica”.

7. El hecho fundamental en la vida de la mujer griega es el matrimonio. No es menos importante para la familia el matrimonio del hijo, y a la postre es lo que más importa en el régimen patriarcal y patrilineal de la comunidad griega. Pero, para la mujer misma, que antes y después de las nupcias vive algo recluida, las nupcias representan una verdadera culminación. Si la sociedad griega no concede generalmente a la mujer una atención como la que concede al hombre, en ese instante la rodea de cuidados rituales, y hace descansar en ella el valor religioso de la ceremonia.

Por de contado, la posición de la mujer varió con las épocas y los lugares. La mujer de los días homéricos disfrutaba de una posición más eminente que en el propio siglo de Pericles, a pesar de la excepción de Aspasia. El gineceo no encerraba aún a la mujer. Aún no había dicho Menandro —y esto en época del derrumbamiento— que la dama honesta no debe franquear el patio de su casa. La mujer circulaba entre los varones con mayor respeto y libertad que en la edad clásica, según testimonios de la Ilíada y la Odisea. Helena pasea por las calles de Troya en compañía de sus dos sirvientas, sin que nadie piense en molestarla, aunque no faltaban motivos. Y, devuelta a su hogar de Esparta, toma parte en las discusiones de Menelao y Telémaco. Hécuba en Troya y Arete en Feacia son verdaderas reinas a quienes escuchan sus esposos. Y aunque, en su dolor, Héctor y Andrómaca prevén un porvenir de humillaciones y befas para ésta, en caso de que sobrevenga la derrota, Andrómaca, a la muerte de Héctor, será esposa de Neoptólemo, el hijo de Aquiles. Penélope mantiene su corte en Ítaca durante la ausencia de Odiseo, y aun los desvergonzados Pretendientes —que abusan de las esclavas serviles— la respetan. Junto a Penélope, la anciana Euriclea, nodriza de Odiseo, ocupa una situación de mando y confianza. Criseida y Briseida, en pleno campamento aqueo, son sagradas para la tropa, aunque pertenecen al botín de los capitanes, y acaso por eso. Y Tecmesa, en la tragedia de Sófocles, es redimida por Áyax de su condición. En general, hasta las esclavas de guerra de los príncipes —si no las esclavas de nacimiento— merecían un trato privilegiado.

Si se compraba a la esposa a cambio de unos bueyes, era después señora y reina en su casa, y honrada en proporción al número de sus hijos. El sentimiento caballeresco para la mujer, que relampaguea entre los combates de la Ilíada, la veneración que infunde la belleza de Helena, la apelación constante a la salvaguarda de las esposas, el deseo de no parecer cobarde a sus ojos y, por contraste, en la Odisea, la insolencia de los barones de las islas jónicas, así como la figura misma de Penélope —que vivirá como retrato de la dama perfecta en el pensamiento de Occidente—, todo ello parece anunciar los ideales de la Edad Media y comprueba a los últimos filósofos de la historia, que han advertido la contemporaneidad espiritual de algunas sociedades separadas por abismos de tiempo. En la edad homérica no se habla siquiera de divorcio, y es cosa admitida que toda viuda de edad conveniente vuelva a casarse. Hay ciertas restricciones de consaguinidad, pero sujetas a la tradición de cada pueblo. Diomedes se desposó con su tía Egialea, y Arete con su tío Alcínoo (aunque Bérard creyó que estos dos eran hermano y hermana, en su empeño de interpretar a Grecia según los antecedentes semíticos).

Los Estados griegos de Oriente, en la época de su apogeo, acaso conservaron el recuerdo de esta dignificación de la mujer. La audacia social del griego asiático, en todos los órdenes, dio el primer impulso a la vida intelectual de Grecia. Safo pudo crear en Lesbos su escuela, progreso de la participación femenina en la vida de la inteligencia y del arte, que los trastornos políticos y las conquistas asiáticas tal vez vinieron a atajar. Ya Focílides el milesio encomia la reclusión de la mujer, y poco después, hace lo propio Teoguis el megarense. Antes de ellos, el aldeano Hesíodo, aunque considera que la mujer virtuosa es el bien más estimable, la pone en condición francamente subordinada. Pero Corina, poetisa de la capital beocia y consejera de Píndaro, parece haber vivido aún con independencia y señorío.

La Grecia clásica hizo de la mujer una asociada doméstica algo descolorida y oculta, casi a la manera oriental. Aspasia, la compañera de Pericles —que abrió entre los atenienses una tertulia literaria, un salón a la francesa— disfrutaba el derecho de las emancipadas, era una hetaira de Mileto. No se había formado en la educación casera. Allá, en su tierra, había respirado otros aires.

8. El estatuto de la mujer, en Esparta, era mucho más generoso, como en todas las tierras dorias. La comunidad del atletismo consentía a las jóvenes un margen mayor de vida pública, aunque los atenienses se rieran de su aire un tanto hombruno. Hasta hubo un regimiento de las mujeres, la ginecocracia,7 como aquella guardia femenina que murió en la defensa de los últimos zares. Las tribus lacedemonias conservaron siempre rasgos matriarcales vetustos. Mientras el ciudadano se aburría en las asambleas, penaba en la guerra o se divertía cazando a los infelices ilotas, las mujeres disponían de sí mismas con harta holgura, lo que Platón y Aristóteles censuraron. Nunca perdieron en su casa cierta autoridad de consejo y tenían fama de mandar al marido. Hasta eran algo descaradas, como en todos los pueblos donde los hombres se dejan disciplinar demasiado. “No pueden ser discretas aunque lo intenten”, había dicho Eurípides. Las tradiciones arcaicas, a través del tiempo, a tal punto sostuvieron el derecho de la propiedad femenina que, a la postre, la mitad del patrimonio de Esparta quedó en manos de las mujeres. Sin embargo, a la hora del sufrimiento, algún buen fruto se cosechó. Es el instante en que la mujer recobra su instinto maternal. En la historia medio legendaria de los reyes salvadores y mártires, Agis y Cleómenes —quienes aparecen un siglo después de Aristóteles—, las nobles espartanas se levantaron a la altura del dolor nacional, dieron toda su talla y sostuvieron a sus caudillos. El espartano padeció en todo su rigor los efectos de la disciplina inhumana. Paradójicamente, la mujer, menos oprimida, conservó consigo el último aliento de la virtud.

Las frases heroicas y algo teatrales de las madres espartanas han pasado a la historia: “Vuelve con tu escudo o sobre tu escudo” (vencedor, o muerto). “Si tu espada es muy corta, da un paso más.” Y las que perdieron sus hijos en la batalla de Leuctra se consideraron especialmente afortunadas.

Pero dejemos ya la inevitable peculiaridad espartana que en todas las cosas se manifiesta.

9. He aquí a la niña griega, la niña griega del tipo medio, en vísperas de su matrimonio. Tiene apenas unos quince o dieciséis años. Sólo le han enseñado a moler el grano, a cardar la lana, a devanar el hilo, a bordar, a peinarse, a cantar y a bailar un poco; apenas sabe cocinar, porque cocinan para ella los hombres o la servidumbre; no sabe leer ni escribir; no sabe coser, porque Grecia, a diferencia de la Creta prehistórica, no usó la costura, sino que prendía las telas con hebillas, fíbulas e imperdibles.

Con este ligero bagaje, sale de repente a la superficie de la vida. El aparato sacramental de sus bodas debe de haberla impresionado para siempre, tal una quemadura de luz en la retina. Y así se lanza, sin conocer al novio o conociéndolo apenas, por su nuevo camino.

Es natural y hasta es decente, entonces como hoy, que entre el recuerdo del hogar paterno y la esperanza del hogar esperado, la novia suelte el llanto. “Llorar como novia”, decían los griegos. Porque el llanto de la novia casi forma parte del rito y debe ser ostentoso. Eso es lo que se espera de ella. Lo esperan sus padres y sus hermanos, lo esperan sus divinidades domésticas.

Pocas muchachas se quedaban sin matrimonio, lo que hace aún más trágica la situación de las heroínas solteronas de la leyenda: Antígona, Electra (no en todas las tradiciones), Ifigenia.

10. Las nupcias se desenvuelven entre una serie de actos rituales. La niña, a quien el novio dobla en edad, que asi conviene para que la eduque a su modo, suele dedicar sus juguetes y sus vestidos a la diosa Ártemis y, si estamos en Atenas, nunca olvida dejar en el templo de la Cazadora, o en el de Hera, una crencha del pelo, cuando no lo ofrece a las Moiras. En Trecena, el pelo se sacrifica sobre la supuesta tumba de Hipólito. En otras partes, es arrojado a un río o a una fuente, en honor de las deidades acuáticas. El sentido mágico de este sencillo acto se ha perdido ya hace mucho tiempo. La novia entiende que paga por adelantado el logro y crianza de la prole (threpteéria).

Los esponsales —engyeesis o engyee— son indispensables a la validez del matrimonio. El padre, o el kurios en su defecto, entrega simbólicamente a la novia. Se conviene el día de la boda. Parecen singularmente propicios el mes Gamelión —por enero—, el cuarto día de luna nueva o el de luna llena.

Los novios son presentados formalmente. Ella se quita el velo y se descubre ante él, dando por supuesto que hasta entonces no se conocían, y recibe de él los “presentes de la mostración” —anakalypteria.

Comienzan los ritos fundamentales. La filosofía de estos ritos corresponde a los tres estados del tránsito: 1) La novia deja de pertenecer a su antiguo hogar; 2) debe protegérsela contra todo maleficio mientras, no siendo ya hija menor, todavía no es esposa, mientras está sin dioses; y 3) hay que incorporarla a su nueva familia.

Cada familia, por su lado, procura tener propicias a las deidades (progamia). El padre de la novia ofrece un festín con sacrificio de sésamo amasado en miel. El padre del novio ofrece a su vez otro festín, pagado a escote por la tribu. Las mujeres están presentes, pero se sientan aparte con la novia.

Los sacrificios se hacían muy de mañana y se consagraban a la inmortal pareja, a Zeus y a Hera. Los novios atenienses acostumbraban bañarse en la fuente Calirroe, pero más tarde se prefirió traerles el agua a casa en el lutróforo.

Por la tarde, a la salida de Héspero, el padre conduce a la novia a su nueva casa o —como se usaba en Atenas— la lleva el mismo novio en carro de mula. La novia se sienta entre él y su paraninfo o padrino. El padrino empuña la rienda. Si el novio ha sido ya casado, el padrino solo debe ocuparse del transporte.

La novia lleva el rostro velado. La acompaña su madre, con un par de teas encendidas en el fuego de su propio hogar, pues las teas purifican el aire y alejan a los malos espíritus. (¿Y cómo no recordar en este punto a la Deméter que recorre la tierra con un par de hachones, a seguimiento de su hija Kora, arrebatada por el divino raptor Hades?) Los siguen por toda la calle los demás padrinos, la corte de honor de la novia, los parientes y los amigos, con música de flauta y canciones, pantomimas de la labranza, juegos y burletas, mejores mientras más atrevidos, pues así se ahuyenta a los demonios subterráneos que eran de suyo pudibundos. Durante la procesión, la novia se divierte en contar los agujeros de un cedazo, para no tener malas ideas y distraer sus emociones.

A las puertas de su nueva casa, la espera su suegra, también con hachones encendidos. En Beocia, una vez que había bajado la novia, se quemaba el yugo del carro, como un adiós definitivo.

Al cruzar los umbrales, los invitados reciben a la novia con una lluvia de granos, frutas y confites (katachysmata); y era ley de Solón que, en la alcoba, los recién casados compartieran alguna fruta, especialmente un membrillo, tal vez como toma de posesión.

Se acerca un niño, que no ha de ser huérfano de padre ni madre, trayendo en la cabeza el líknon lleno de pan de hogaza, y grita a voz en cuello: “¡He huido del mal! ¡He encontrado el bien!” Y, en Atenas, la sacerdotisa agita por toda la casa el escudo de la diosa Atenea.

Los gameélios se cantaban siempre en las bodas. El himeneo, durante la procesión callejera. Su estribillo —“Himen, Himeneo”— hasta quiso personalizarse en algún ser, algún doncel de belleza que o fue muy feliz en su matrimonio o se le cayó un techo encima el día de las nupcias. La invocación es, pues, positiva o negativa: para atraer al genio de las nupcias felices, o para alejar las desgracias. A las puertas de la alcoba, los coros juveniles cantaban el epitalamio.

A los pocos días, el marido va de visita, él solo, a casa de sus suegros, donde pasa la noche envuelto en el manto de su esposa, que ella le ha cedido como recuerdo.

El divorcio era tan fácil que, en caso de mal avenimiento, apenas retenía al marido el verse en trance de devolver la dote. En la edad clásica, el divorcio sólo se concedía a petición suya, del suegro o de quien hiciera sus veces. Más tarde, pudo asimismo concederse a solicitud de la esposa, y siempre con suma facilidad.

Si todo iba bien, el marido se cuidaba de dejar instrucciones testamentarias sobre quién había de sustituirlo en caso de muerte y hacerse cargo de su viuda.

Los neoplatónicos convirtieron ya el matrimonio en una ceremonia mística, y la preferencia por ciertas fases lunares se transformó entonces en un cálculo astrológico sobre la conjunción del Sol y la Luna.

Por su parte, los espartanos, en quienes siempre andan revueltas la pedantería seudocientífica y los arcaísmos más inesperados, juzgaban por bueno el seguir simulando el matrimonio de rapto, y el retener unos días a la recién casada al lado de sus padres, de suerte que el flamante esposo tenía que visitarla a hurtos y en la oscuridad de la noche. A veces les aconteció tener hijos antes de encontrarse a la luz del día.8

IV. EL RITO FÚNEBRE9

1. El rito fúnebre se explica por el culto a los antepasados. El antecesor difunto ampara a la familia; el héroe, a la ciudad; el dios, al mundo. Al paso que se generalizan las nociones, la nueva entidad asume el mando y subordina a la entidad anterior, sin por eso desposeerla de sus cultos, que simplemente se modifican. Cada nuevo culto, a su turno, parece un abultamiento del anterior.

La filosofía del culto fúnebre se resume en los siguientes principios: el muerto no muere del todo; sigue formando parte de la familia; necesita de los supervivientes para pasar de uno a otro mundo; también necesita de ellos para sostener su existencia ya desmedrada y, en cierto modo, requiere las atenciones de un inválido. Por otra parte, el muerto adquiere, por su solo acceso a una zona de mayor veneración, ciertas facultades sobrenaturales y nuevos derechos religiosos de que carecía en vida.

Estos principios nos obligan a preguntarnos qué idea se tenía de la muerte en sí; cuál sobre la naturaleza y la vida de los difuntos; cómo se imaginaba el tránsito hacia su morada de ultratumba; en qué medida se los podía ayudar y qué esperaban de los hombres; hasta dónde se extendía su autoridad sobre los vivientes; y hasta qué punto podían, a su vez, servirlos.

De todo ello se desprende una idea fundamental: los muertos, como los héroes y los dioses, son unos amparadores de los hombres, y necesitan a su vez de cierto amparo humano. Entre la tierra y el reino inferior, como entre la tierra y el reino superior, hay un enlace de prestaciones mutuas, corriente circular de servicios que abraza todo el universo.

2. La muerte es un destierro definitivo del mundo de la naturaleza. Sólo en el mito se la puede vencer. Apolo, Asclepio y Héracles, por ejemplo, han sido capaces de hacer retroceder a la muerte, en una historia de dos resurrecciones: la de Hipólito y la de Alcesta, ligada esta última por la concesión de vida suplementaria para Admeto. Sísifo logró encadenar por algún tiempo a la muerte. Protesilao, el primer guerrero aqueo que desembarcó en tierra troyana, fue muerto al instante de un flechazo. Su viuda Laodamia padeció tanto, que los dioses le devolvieron por unas tres horas a su esposo. Cuando éste desapareció al fin, ella se suicidó con la idea de acompañarlo. Nuevo caso del amor romántico a que ya nos hemos referido, este mito ha inspirado a Wordsworth. Otro caso comparable consta entre los fragmentos de Flegón el Tralio —siglo II d. C.—, donde el amor, estorbado por las familias, rompe la valla de la muerte para realizar su destino. El tema ha inspirado a Goethe el poema sobre La novia de Corinto, y de allí pasó a la poética juvenil de Anatole France. Aristófanes cuenta de una anciana que volvió de la tumba; pero Aristófanes no pretende ser tomado al pie de la letra en sus efectos meramente teatrales, y esta historia pertenece más bien a la temática universal del folklore: consta en la fábula XVII de Odín —sagas septentrionales— y sugirió a Stevenson su cuento de publicación póstuma La mujer mostrenca.

Los casos de resurrección mística, de supuesta reencarnación en la vida, no han de tomarse como casos de aparecidos, fantasmas o “espantos” a que luego nos trasladaremos; pues estos últimos no recobran su existencia anterior, sino que, ya en figura de espectros, se limitan a hacer breves incursiones en nuestro mundo, casi siempre desagradables. Todos ellos, sean resucitados o fantasmas, vuelven para reclamar la perfecta distribución de las Moiras, que ha sido arbitrariamente perturbada.

En principio, pues, la muerte es estado definitivo. Pero la muerte no sólo es un cambio de estado, que infunde pavor porque no se le conoce a ciencia cierta; no sólo es “la casa de irás y no volverás”, que causa el dolor de las separaciones irremediables; no sólo es la adquisición de ciertos poderes sobrehumanos con la pérdida correlativa de poderes humanos: es algo más. Así como el crimen causa un contagio de que importa purificarse, así en la idea que el griego tiene de la muerte hay un residuo material. La muerte es algo como una sustancia adhesiva, y hay que limpiarse de ella.

Por último, la idea de la muerte es una funesta obsesión. A tal punto, que aun los Olímpicos, los Inmortales, en su vigilante observación de la vida humana, están atentos para defender de la muerte a sus favoritos, o para guiar a los ya condenados.

En la Ilíada, Afrodita defiende a Paris contra Menelao; Atenea, a Diomedes contra Ares, y a Aquiles contra Héctor y contra el Río Janto; Apolo, a Héctor contra Aquiles, aunque luego lo desampara en acatamiento al destino; Posidón, a Eneas contra Aquiles, y a éste contra el Janto; Hefesto, a Ideo contra Diomedes; y todos los dioses, y Atenea en persona, a Menelao contra la saeta de Pándaro.

Cuando, por bastardeo de las jerarquías, un Inmortal ha engendrado hijos mortales, entonces aprende a participar de la angustia humana. En la Ilíada, Zeus evita una vez la muerte de Sarpedón su hijo, y se aflige cuando llega la hora de dejarlo morir. Afrodita, con ayuda de Apolo, salva a su hijo Eneas, ya derribado por Diomedes. Tetis no ha podido menos de transmitir a Aquiles su congoja de saberlo mortal; y éste, que no sólo se sabe mortal sino, además, condenado a una muerte próxima, vive en estado de sobreexcitación y sufre exasperaciones desmedidas ante los agravios. ¡Estuvo a punto de ser inmortal, como hijo de una Nereida, y es el más efímero de los mortales! La magnitud de sus arrebatos debe medirse por la magnitud de su desgracia.

La amarga sentencia suspendida sobre los humanos llevará alguna vez a exculpar al hombre de sus errores, y a descargar toda su responsabilidad en las Moiras, en el destino.

3. El muerto se considera compuesto de un elemento material y un elemento espiritual. El elemento material es uno de los contactos o accesos hacia el elemento espiritual. No hay, pues, que abandonarlo.

Las medidas de conservación no llegan en Grecia al extremo del embalsamamiento egipcio. Apenas quedan ecos de éste en la conservación de Patrocolo, cuyo cadáver Tetis hace incorruptible echándole por las narices ambrosía y néctar rojo, y en la recomposición del cadáver de Héctor por orden de Zeus y por diligencia de Afrodita y Apolo. A pesar de los malos tratos de Aquiles y del abandono que sufre durante varios días, el cuerpo de Héctor queda incólume, gracias a que la diosa lo unge de aceites especiales, y el dios lo abriga en una nube. En la realidad, el griego se contenta con conceder al cadáver un mínimo de conservación: por regla, la sepultura; excepcionalmente, la incineración. Volveremos sobre estas prácticas.

La representación que se tiene del difunto evoluciona sensiblemente. Se comienza por imaginar una supervivencia física en la tumba. Lo cual tiene dos efectos, uno negativo y otro positivo.

El efecto negativo es la mutilación del cadáver por miedo a su venganza. Quedan ecos del maschalismós, práctica salvaje del matador que consiste en cortar a la víctima pies y manos y atárselos a los sobacos para reducirla a la impotencia. (El aborigen australiano corta los pulgares del enemigo muerto, a fin de que no empuñe la lanza.) Durante la época de las invasiones guerreras, esta práctica atroz se traduce en la violación de tumbas y deshonra del enemigo muerto. La poesía, la historia y la tragedia griegas claman a una contra estos horrores.

El efecto positivo de la creencia en la perduración física del muerto no sólo se manifiesta en los servicios fúnebres de que luego hablaremos, sino también en la costumbre de proveer al difunto una muda de ropa y objetos indispensables a su vida habitual, todo ello más destinado al cuerpo que al alma. Aunque tampoco en este punto llegaron los griegos al extremo de los egipcios; pues tenían de tal perduración física un concepto menos material. En los enterramientos micénicos hay armas y verdaderos tesoros. Sin duda los muertos necesitan estar bien pertrechados. Por las noches, en el campo de Maratón, se oye el chocar de lanzas y escudos y el relincho de los caballos.

Homero nos permite apreciar la pugna de las nociones. En la Ilíada, el espectro de Patrocolo aparece a Aquiles. La aparición sucede en sueños: primera disculpa, porque convierte el caso en un resquemor de conciencia. Aquiles se extraña de que los muertos tengan mente y forma, y exclama: “Yo no lo sabía, ahora lo sé”: segunda disculpa, por cuanto propone algo como una satisfacción no pedida, y es un paso que da el poeta para adelantarse a alguna objeción de su auditorio: “La cosa fue así, por muy increíble que parezca”. Y Aquiles se apresura entonces a alzar la pira de Patroclo, de cuyo cadáver no se decidía a desprenderse, sea por exceso de cariño o por ocuparse exclusivamente en su venganza. Pero nótese que cuantos presentes arroja a la pira, cuantos sacrificios y festejos le ofrece no tienen por fin aplacar a un muerto maléfico, ni rendirle culto religioso, ni alimentarlo; sino cumplir con los honores debidos a su memoria, y permitir al espectro el acceso al reino de los difuntos. Andrómaca, más explícita en este punto, cuando amontona objetos y ofrendas en la pira de Héctor, exclama: “A ti nada de esto te sirve ni te aprovecha ya, sólo quiero honrarte a los ojos de tus compatriotas”. Y otro tanto cabe decir de los funerales que Tetis ha de consagrar más tarde a su hijo Aquiles, y de que nos cuenta la Odisea. (Recuérdese el caso de la pira de Dido en la Eneida.)

Veamos lo que nos permite averiguar la primera nékuya o visita de Odiseo a los espectros. Esta visita no es ya un sueño, sino que acontece efectivamente dentro de la realidad poética de la obra. Odiseo degüella unas reses y vierte la sangre en un foso. Los espectros acuden a beber un poco de sangre. Así vigorizados, pueden ya hablar con Odiseo. ¿Vago recuerdo del alimento a los difuntos? ¿Uso universal del folklore para toda charla con los muertos? Interpréteselo como se quiera.

Es de notar que Minos y Agamemnón siguen siendo reyes en ultratumba. Las castas de la tierra se han conservado. El plebeyo será eternamente plebeyo, y noble el noble: adherencia imborrable de las condiciones mundanas.

Pero hay algo más notable aún: El primer espectro con quien Odiseo se enfrenta es su compañero Elpénor, cuyo cadáver había quedado abandonado en la isla de Eea, junto al palacio de Circe. “Puesto que tienes que regresar por la isla —dice Elpénor—, acuérdate de recoger y quemar mi cadáver, para que no excite contra ti la cólera de los dioses.” En suma, que el alma de Elpénor no es responsable ni copartícipe de los sentimientos de su cadáver.

Por último, los espectros se han desmaterializado a tal punto —debido a la cremación, explica el poeta racionalista— que Odiseo intenta vanamente abrazar tres veces a su madre. Los espectros son ya una mera imagen virtual. Aquellas “cabezas sin vigor” no son de carne y hueso.

Al despedirse, Odiseo ofrece a los espectros sacrificar una vaquilla en su honor, pero no se propone más que dedicarles un recuerdo piadoso.

Como fuere, el intento homérico no alcanzó la conclusión esperada. Aún no será posible desmaterializar del todo el alma en las concepciones populares. Tales concepciones oscilan entre la idea de una fuerza vital y la idea de un doble.

El doble fija la tradición materialista, la cual llega hasta la creencia en una encarnación zoológica, creencia que las sectas místicas orientarán en un sentido ético, convirtiéndola en un ciclo de pruebas. Por ahora, se cree simplemente que el doble escapa de su vestidura humana bajo su verdadera apariencia de animal. Los animales predilectos en esta representación materialista son la serpiente y el ave. La serpiente es símbolo de lo que vive enterrado, y también de lo que se rejuvenece y renace al mudar de piel. El ave corresponde a las epifanías y figuraciones divinas en la remota cultura egea. En la segunda nékuya, las almas que siguen a Hermes Psicopompo vuelan y chillan como murciélagos. Aristeas, misionero místico de Apolo, echa el alma por la boca en forma de cuervo. El alma puede también resultar de figura híbrida, sirenaica, etcétera.

En cambio, el concebir el alma como una fuerza vital ayuda poco a poco a emanciparla de la materia. Pero antes se pasa por toda una maraña de compromisos. El éidolon o estatuilla de los difuntos es una verdadera síntesis de estas imágenes indecisas: es doble en cuanto es retrato del desaparecido, es ave en cuanto se lo representa dotado de alas, y quiere recordar su esencia espiritual por cuanto es leve y pequeño.

4. El muerto es generalmente benévolo y excepcionalmente maléfico. Es benévolo y agradecido cuando se lo atiende como es justo, pues su bienaventuranza —para decirlo de algún modo— depende de los supervivientes. Es maléfico si se lo abandona, o si él se ha llevado a ultratumba la venganza contra el agravio o el asesinato de que fue víctima. Pero, aun cuando sea benévolo, se prefiere mantenerlo a cierta distancia. En la celebración anual de Difuntos —las Apaturias áticas— se lo acoge hospitalariamente y se le ofrece la panspermia. Acabada la ceremonia, se le ruega que se aleje cuanto antes. Ya no es objeto de imploración; ya están para eso los héroes y los dioses. El ritual que se le consagra es desinteresado, y mientras se cumpla con él, ya él no tiene nada que hacer en este mundo. Un muerto es siempre algo importuno, viene a “aguar la fiesta”. Así lo comprende Patroclo en el sueño de Aquiles: “Dame lo que me toca, mi parte de fuego, y no volveré jamás a importunaros”.

¡Ah, pero si el difunto no ha sido debidamente satisfecho! Entonces el espectro del Rey aparece por las murallas de Elsinor para encomendar a Hamlet el sangriento desquite. Ya hemos visto de lo que son capaces el espectro de Polites (Temesa) y el espectro de Orestes (Atenas). Pues no padeció menos Beocia por causa del cazador Acteón, aquel cuya osadía castigó la tremenda virgen Ártemis, metamorfoseándolo en un ciervo al que destrozó su propia jauría. Acteón devastó durante mucho tiempo los campos de Beocia, hasta que el Oráculo mandó encadenar su estatua.

Y estos casos no sólo se daban en los mitos. En Agila (Cere, Etruria), los habitantes mataron a pedradas a unos pobres náufragos focenses. Hombres y animales —cuenta Heródoto— empezaron a caer muertos o se quedaban paralíticos de repente; y el Oráculo, a fin de remediarlo, encargó celebrar honras fúnebres especiales para todos los que habían sido víctimas de aquel atentado. En Citión (Chipre) el hambre y la peste asolaban al pueblo, y el Oráculo tuvo que ordenar un culto público en honor de Cimón, el jefe chipriota que peleó en Salamina y a quien la ciudad tenía olvidado.

5. Y aquí aparecen los fantasmas. La superstición envenena la fantasía; y la fantasía, entregada a sus propios sueños, da de sí engendros terroríficos que ya no tienen relación alguna con los mitos; la fantasía crea mitos ad hoc para disculpar su afán de tortura. Ya no hay personaje mítico que luego se convierta en fantasma, sino que el fantasma es el mito. La Empusa mudaba a voluntad de apariencia y —abuela de la Villana de Vallecas, hembra matadora de machos—, devoraba siempre a sus amantes como hacen las alacranas. La Lamia (acaso bisexual) se convirtió en robachicos para vengarse de que Hera, celosa, había dado muerte a los hijos que Zeus engendró en ella. La Gello, para consolarse de haber muerto prematuramente, raptaba niños. La Karko y la Sybaris no sé ya qué hacían. La Mormo, reina deshijada de Lestrigonia, asesinaba a las criaturas ajenas. La Onóskelis tenía una pata de burra y espantaba con el solo ruido de sus pasos. Y las ayas imprudentes solían amenazar a los chiquillos griegos con estas apariciones como hoy se les amenaza con el Coco.

Tampoco faltan los aparecidos anónimos, los que perturban el sueño, los que entre la noche agitan cadenas. Sofrón, sainetero siracusano del siglo V, nos cuenta detenidamente cómo se expulsaban de una casa los “espantos” enviados por la terrible Hécate (diosa de la fertilidad que, por rara transformación, vino a ser huésped indeseable). La ensalmadora procedía a sacrificar el consabido muñeco, vicario de la víctima humana; agitaba ramas de laurel para purificar el ambiente; hacía fumigaciones de betún o de incienso; esparcía sal por la casa; encendía y apagaba unas teas. Se invocaba a Apolo, a Héracles, muy recomendables en el caso, y una vez que se la había contentado, a la misma Hécate. Se pedía consejo al Oráculo, o se interpelaba al “espanto” por si era posible satisfacerlo. Estos ritos “apotropaicos” variaban de una en otra región. Los amuletos eran de uso general entre la gente baja. Cada vieja daba otra receta: no pronunciar palabras de mal agüero, no mentar la muerte, no hablar de la mano izquierda —“siniestra” por antonomasia—, sino halagarla siempre llamándola “la mano mejor” o “la que todo lo acierta”.

Los difuntos vengativos eran tema del pueblo. Las Erinies, por de contado, no daban paz a los criminales ni en el otro mundo, según la autoridad de Esquilo. Pero aun los simples espectros agraviados volvían a cobrar su deuda de algún modo. El remordimiento buscaba un cuerpo palpable para encararse con los espíritus groseros, incapaces de percibirlo sin sentir un choque material.

Hay, en Grecia, un tipo singularísimo de fantasma, que es el taraxipóos, el que pone espanto en las caballadas. Uno de los varios Glaucos de la mitología, el hijo de Sísifo, padre de Belerofonte y abuelo del Glauco el que combate en la Ilíada, cuidaba en Potnia (Beocia) su manada de yeguas. Sea por alimentarlas con carne humana (como aquel Diomedes, distinto del de la Ilíada, que ocupó la octava labor de Héracles), sea que las yeguas comieron una mala yerba, sea por venganza de Afrodita, airada contra Glauco que impedía el ayuntamiento de sus yeguas con los garañones, ello es que las yeguas lo devoraron cuando los juegos funerales de Pelias, y Glauco se transformó en Taraxipos, desolación de los yegüeros del Istmo.

6. ¿Cómo es, pues, ese tránsito entre ambos mundos que el difunto no puede hacer sin ayuda del superviviente? Las vagas ideas al respecto suponen algo como un viaje continuo del espectro entre su tumba y la morada de Hades, o una suerte de bilocación en ambos sitios. La tumba recibe los presentes, pero el muerto tiene ya su casa, no anda rondando entre las místicas regiones sin nombre.

A veces, este reino de Hades aparece separado del mundo por un río infernal, la corriente del Éstix —“la Aborrecible”—, la llamada Laguna Estigia. Hubo un río Éstix en Arcadia. Tal vez se pensó que este río se internaba hasta el otro mundo.

La imagen homérica es diferente. La tierra es concebida como una masa plana rodeada por el río Océano. Si el reino de Hades queda muy lejos, tiene que estar al otro lado de ese río Océano o mar circundante. Para llegar hasta allá, las almas de los Pretendientes transponen el Océano, la roca de Léucade, las puertas del Sol, el País de los Sueños, y alcanzan por fin la pradera de Asfódelos, que es su destino.

Las descripciones no permiten fijar ese lugar misterioso, ni siquiera en la relatividad de la geografía imaginaria. Cuando “la Batalla de los Dioses”, en la Ilíada, Hades se levanta de su trono, sobresaltado, temiendo que los Olímpicos le echen abajo el techo. Como tampoco sabemos a ciencia cierta dónde está el Olimpo, que además de ser un monte en Tesalia es un sitio celeste, de poco nos sirve averiguar que Hades habita el piso bajo.

Por otra parte, Homero hace que Odiseo visite a las sombras en el país de los cimerios, donde nunca se asoma el Sol; país fabuloso que no puede identificarse con la Cimeria histórica o Crimea —norte del Euxino— aunque ésta ofrezca también las características de ser, a los ojos de un griego, tierra muy septentrional y nebulosa.

Y por otra parte todavía, Héracles hiere a Hades en Pilos, donde otra fábula nos dice que Hades tenía su mansión. Los modernos, cuando piensan en el Hades helénico, hablan siempre de aquel barquero Caronte, supervivencia de algún arcaico dios infernal, tal vez etrusco. Caronte pasa las almas de una a otra orilla en su barca, mediante el pago del óbolo que el difunto lleva entre los dientes. Homero no habla de Caronte. Lo cita por primera vez la Miniada, poema perdido de aquel grupo o ciclo de epopeyas que conectan la Ilíada con la Odisea o completan sus asuntos. Esquilo ha mencionado a Caronte en Los siete contra Tebas. Aristófanes lo nombra en Las ranas, y algunos pretenden que eso de la monedita para pagar el trasbordo no es más que un chiste de Aristófanes, fundado en la costumbre que tenía la gente de llevar “el cambio” en la boca.10 Caronte reaparece en la Eneida de Virgilio (Lib. VI) y el Diálogo de los muertos de Luciano. Lo figura una terracota del siglo VI, y Polignoto lo representó en una pintura de Delfos.

Mas no era ésta la tradición corriente. Entre los antiguos se habla mucho más del Can Cerbero, monstruo de tres o de cincuenta cabezas que guarda las puertas de Hades. Acaso los difuntos, para poder entrar, lo distraían un instante dándole a comer las tortas de miel que los deudos solían dejar en los sepulcros. Hay quien vea un eco de estos mitos en el viaje de Odiseo al reino de las sombras, para el cual tiene antes que cruzar el difícil paso entre Caribdis (accidente geográfico, sumideros de agua o cathavothra) y Escila, la perra de varias cabezas de quien dice Homero que ladra. Las Sirenas mismas serían otro obstáculo en el camino hacia el reino de Hades. Concluimos, en todo caso, que aquel reino era sitio de difícil acceso, adonde no se llegaba sin el pasaporte del rito fúnebre.

7. El culto de ultratumba suma la veneración, la imploración y los servicios indispensables a la paz del difunto. De estas tres necesidades nacen los ritos fúnebres.

Lo primero que exige el desaparecido es respeto, tanto de los deudos y amigos como de los enemigos y extraños. Sabemos que la caridad griega se cifra en no agraviar al ser indefenso, y nadie más indefenso que un cadáver. Ni siquiera es de recta moral ni es prudencia el manifestar regocijo por la muerte del adversario. La norma helénica ha sido definida en dos insignes ocasiones por boca del sutil Odiseo. Cuando acaba con los Pretendientes que durante tantos años han acosado a su Penélope, Odiseo detiene cautelosamente a la Nodriza que ya estaba a punto de prorrumpir en gritos de júbilo. Áyax, en la tragedia de Sófocles, le pregunta si acaso le inspira compasión el contrario muerto, y Odiseo contesta al instante: “Prefiero su benevolencia a su odio”. Sin embargo, hay una hora en que Odiseo se deja llevar de la crueldad, y manda ahorcar a las esclavas infieles para que “no mueran de muerte limpia”. En nombre de los sentimientos helénicos, Murray protesta: Bien está, dice que sacie su ira con los cabrerizos traidores, pero ¿también con las mujeres? Y por eso Homero, siempre atento a las emociones de sus oyentes, echa un bálsamo sobre la herida: “Las esclavas —dice— sacudieron un instante los pies, no mucho tiempo”.

La Ilíada nos da una lección moral. Quiere —lo declara desde el proemio—, mostrarnos las consecuencias de la cólera de Aquiles, y no retrocede ante los horrores. El odio, orientado primeramente contra Agamemnón, cambia de rumbo y se dirige al fin contra Héctor, todavía más emponzoñado porque Aquiles se considera en cierto modo culpable por la desgracia de su compañero Patroclo. Entonces Aquiles se desenfrena y se entrega a “actos vergonzosos”. Mata a Héctor, le taladra los pies, lo ata a su carro y lo arrastra en torno a los bastiones de Troya, no sin permitir antes que la soldadesca se harte de alancear el cadáver. No satisfecho aún, seguirá por varios días barriendo el suelo con los despojos de Héctor junto a la pira de Patroclo. Y todavía Homero procura, como de costumbre, dignificar la historia, pues andan en la literatura otras versiones según las cuales Aquiles arrastra vivo a Héctor. (Así en Sófocles, cuyas fuentes solían ser muy antiguas. Sin embargo, las últimas autoridades consideran que esta versión sobre la crueldad de Aquiles es tardía.) Aquiles sabe que, al volver al combate, apresura, según el destino, la hora de su propia muerte, y manifiesta la exasperación del que ya lo ha perdido todo. [Por eso ha arrojado a la pira de Patroclo cuanto poseía, y cuando] Licaón implora su piedad, le contesta: “¡A morir! ¿No murió Patroclo, tan superior a todos? ¿No voy yo a morir de un momento a otro, yo, apuesto y hermoso como soy, hijo de un padre intachable y de una diosa?” Y aunque las dos últimas rapsodias de la Ilíada revelan el arrepentimiento de Aquiles, la poesía griega —como con cierto escrúpulo— no se ha detenido cuanto era de esperar en este héroe, el más alto de la epopeya. El mismo Eurípides, para evocarla, escoge (Ifigenia en Áulide), otro momento más limpio de su historia.11 La impiedad para el muerto no es aceptable a la mente griega, y no sabemos el sentido que puede tener, en la Pequeña Ilíada —de que sólo quedan fragmentos—, la mutilación de los cadáveres de Paris y Deífobo a manos de Menelao, como no sea una torpe imitación del tema de Aquiles y Héctor en la Ilíada.

Pero hay autoridades que defieden los arrebatos de Aquiles contra Héctor, no según el sentimiento moral de nuestros días, sino conforme al código mismo en que se funda y explica la conducta de los héroes homéricos. Según el propio Homero lo muestra —dicen— era un solemne deber para el guerrero y un concepto afín de la piedad el tomar venganza contra el que ha matado a un deudo o amigo (¡y Patroclo casi era más que eso para Aquiles!), el ultrajar su cadáver y hasta el impedir sus ritos fúnebres y echar sus depojos a los perros. Cuando Sófocles nos presenta bajo un aspecto siniestro la conducta de Creonte, que no quiere dar sepultura a los enemigos, lo hace con el criterio de un ateniense del siglo V, pero no de un contemporáneo de las antiguas epopeyas. Bowra se atreve a decir que, si Héctor hubiera vencido a Aquiles, no se hubiera negado a devolver su cadáver a los que habían de honrarlo. Sin duda se engaña, pues Héctor arrastra el cadáver de Patroclo con el intento de decapitarlo y dar su cabeza a los perros. Aquiles ha dado muerte a Polidoro, medio hermano de Héctor, y éste hubiera faltado a su “deber homérico”, dejando que se honrase el cadáver de Aquiles. Lo que importa es reconocer que la Grecia clásica, la Grecia griega, no admite ya aquella ferocidad —entiéndase bien— que no corresponde siquiera al tiempo de Homero, sino a los siglos anteriores a Homero, en que la Ilíada acontece.

8. Si el primer deber moral para con el difunto es la veneración, el primer servicio efectivo es facilitarle el acceso al reino de la muerte. Para que este tránsito se realice, hay que hacer desaparecer el cadáver de la superficie de la tierra, auxilio que sólo se niega al peor delincuente, al fratricida, al parricida, al suicida, a quienes se tiene por vampiros. La sepultura o la cremación son, pues, deberes piadosos inexcusables. El viandante que encuentra un cuerpo insepulto o mal cubierto se apresura a echarle tierra encima. Si el espectro de Elpénor es el primero que salió al paso de Odiseo, ello se explica porque su cadáver estaba abandonado, y su alma, en consecuencia, se ha quedado a medio camino entre ambos mundos. Cuando resulta imposible recobrar los despojos, al menos se cumplen ciertos ritos y aun se sustituye a la persona con un muñeco. En cuanto al cenotafio no es ya más que un monumento conmemorativo.

En general, se hace todo esfuerzo posible para rescatar el cadáver, que de otra suerte queda como pasto de los buitres y de los perros. Los guerreros de la Ilíada pelean denodadamente para impedir que les arrebaten a los jefes caídos. (Recuérdese el grupo de la Galería de las Lanzas, en Florencia, donde Áyax ampara el cuerpo desnudo de Patroclo.) En el primer sitio legendario de Tebas, Antígona arrostra la muerte por no abandonar los restos de Polinices, su hermano, a quien el rey Creonte ordena dejar sin sepultura. La impía negativa de Creonte para permitir el entierro de los guerreros enemigos hace que Adrasto, único superviviente entre los jefes sitiadores, obtenga la alianza de los atenienses. Teseo vence a Creonte y lo obliga por las armas a aceptar las inhumaciones. Al menos, tal es la versión ateniense, que los tebanos nunca aceptaron por lo mucho que los afrentaba.

Hay dos modos de hacer desaparecer el cadáver: la inhumación y la cremación. El uso característico de Grecia es la inhumación. A veces, según la Medea de Eurípides, se empleó la inhumación secreta, cuando se temía alguna venganza. La cremación se interpone en la continuidad de las prácticas generales, como un recurso de emergencia durante las inmigraciones y luchas de la Edad Heroica. Hay que evitar las profanaciones del enemigo; pero, además, hay que limpiar el campo cuanto antes, y a este fin, vemos que los combatientes de la Ilíada pactan largas treguas solemnes. En la guerra, como en la guerra. Los dorios irrumpen por Grecia a paso de carga, y gracias si queda tiempo de quemar los cadáveres. Por otra parte, los inmigrantes no han acarreado consigo los sepulcros de sus progenitores, y el sentimiento de las reverencias fúnebres se ha amortiguado en su corazón. Y el fuego, en suma ¿no parece el medio más expedito para convertir lo visible en invisible?

Se ha dicho que los egeos también pudieron usar la cremación: imposible de comprobarlo, puesto que la cremación no deja huellas. Y Doerpfeld ha propuesto la hipótesis de que los cadáveres egeos hayan sido objeto de desecación o “acecinamiento” para preservarlos y contraerlos, como en las tinajas fúnebres de algunos indios sudamericanos. El que haya huesos ahumados en las tumbas de los egeos —explica Glotz— se debe a las víctimas animales o a los braserillos que se enterraban con el difunto para resguardarlo del frío.

La regla de los egeos, en todo caso, es la inhumación, que muy pronto usó de los féretros. Los primeros inmigrantes aqueos imitan las inhumaciones de los autóctonos. Cruzado el periodo de las cremaciones durante la Edad Heroica —que acaso alternaban con los entierros secretos— se vuelve al uso de sepulturas. Más tarde se generaliza otra vez la incineración y se emplean las urnas fúnebres, regla de los tiempos romanos. Se ha divagado mucho al respecto, queriendo inferir conclusiones sobre diferencias étnicas por la diferencia de los métodos. Si desatender los documentos es un error, no lo es menos el empeño de pedirles más de lo que contienen. La cremación ni siquiera interrumpió la costumbre de dar un equipo material al difunto, así como tampoco espiritualizó del todo la imagen de la supervivencia.

9. Describiremos los ritos más comunes, desentendiéndonos de las numerosas variantes.

El funeral sigue muy de cerca al fallecimiento. El clima es seco y cálido y hay que evitar la descomposición del cadáver. Además, importa el pronto despacho del espectro, a fin de evitarle y evitarse enojos.

Los ritos comprenden la preparación del difunto, la exposición o prótesis, la procesión y traslado o ekforá, y el sepelio o la cremación en su caso.

La preparación comienza por cerrar la boca y los ojos del difunto. Las mujeres lavan el cuerpo y lo ungen con esencias —a veces, el cuerpo se embalsama en miel—; lo envuelven en bandas y lo amortajan con lienzos blancos, ya cubriendo toda la cabeza o ya dejando expuesto el rostro; lo ornan con collares, anillos y brazaletes, que no pocas veces son amuletos; le ponen una guirnalda de vid, una ampolla de aceite junto a la cabeza, alguna planta propicia al pecho —según Aristófanes, hay que preferir el orégano—, y en la boca, el óbolo o hasta la docena de óbolos “para viáticos”.

La exposición consiste en tender el cadáver a la vista de todos, aunque no siempre se permitía el acceso a las mujeres menores de sesenta años, si no eran de la familia.

Comenzaba el vetusto rito de gemidos, guiado por las plañideras profesionales y coreado, como en letanía, por las mujeres de la casa. Si había modo, se pagaba a un poeta para que compusiera una endecha o treno, especialidad de Simónides y de que hay antecedentes homéricos en los funerales de Patroclo.

Al día siguiente —pues pronto se abandonó la práctica del entierro en el patio—, el convoy sale hasta las afueras, donde, al borde del camino público, se cumplirá el deber final. Los parientes y los amigos transportaban el cuerpo en hombros. Las mujeres lo han acompañado, y su presencia evita que el cuerpo —y el alma— puedan caerse en el transcurso.

Si hay incineración, el fuego se apaga con agua y vino, y los restos se guardan en la urna u ostologión dispuesta al caso. Para el sepelio, generalmente se usa el féretro. Eventualmente, el cuerpo se coloca con el rostro vuelto al oeste. Entonces se llamaba por su nombre al difunto, tres veces y en voz alta: eran los adioses.

En la tumba se depositaban mantos, utensilios, agua para la bebida y el baño, la torta de miel que dice Aristófanes y demás meilígmata u ofertas gratas al difunto. Esquilo enumera los choaí o líquidos que se derramaban por los caños de la fosa y que llegaban hasta el cuerpo yacente: aceite, leche, miel, estimulante vital muy apreciado. Las víctimas animales —suerte de “transfusión de sangre”— se fueron abandonando según las nociones se depuraron. En caso de homicidio, también se hincaba una lanza en la tumba, y la familia hacía una guardia de diez días.

Al regreso, la familia se purifica, purifica la casa, purifica el fuego del hogar y se reúne en un festín fúnebre o perídeipnon. A tercero y a noveno días, así como en el natalicio y en el primer aniversario del fallecimiento, se acostumbraba, en algunas ciudades, que el clan entero se reuniera para una comida ceremonial, que esto era la genésia ateniense. La nekúsia o Día de Difuntos era fecha del calendario cultual, pero no significaba votos ni adoraciones, sino una simple convivialidad de las familias, a la que se suponían presentes los antecesores desaparecidos. Los dolientes guardan luto por doce días en Esparta y por un mes en Argos y Atenas. Algunos se rapan el pelo, y todos se visten del color conveniente. La simbólica del color varía mucho. Por lo común, el blanco se usa en las ocasiones festivas, los sacrificios celestes y tal vez los concursos hípicos de Deméter y Perséfone en Siracusa. El negro se reserva a los sacrificios terrestres y, en general, al duelo. Es el color de las Erinies. Pero, en Argos, el luto es blanco. El rojo, en un sentido muy general —púrpura, carmesí, violeta—, tiene usos más complicados: evoca la sangre y, según Licias, se lo emplea en banderines para el rito de la maldición; pero también evoca las virtudes vitales, y lo aprovechan la medicina, el rito de la fertilidad (en tal ocasión, naranjado) y las estatuas del dios Príapo, dios fálico que casi es un mero espantajo.

Los símbolos que aparecen en las tumbas suelen ser serpientes, pues el muerto es, en principio, una casi divinidad ctónica, un daímon. La tumba es un montículo, una simple estela, una columna, o una capilla con el nombre propio, el paterno y el demótico. (Los espartanos ni siquiera permitían el nombre.) Más tarde, se grabaron algunos versos laudatorios. Y al declinar la fe, por miedo a los atropellos, se añadían algunas maldiciones. Las esculturas y bajorrelieves representaban escenas domésticas, aunque de aire un tanto hierático. Salvo la imagen de Hermes, el conductor de almas, nunca hay figuras mitológicas.

Los entierros, al principio sumamente sencillos, llegaron a ser excesivamente fastuosos, y luego, por imposición legal, se simplificaron. Los vasos sepulcrales del siglo VIII (Dipilón, Atenas) muestran un derroche de lujo. El muerto es conducido en una carroza, toda cubierta de tapices. Hay juegos fúnebres y carreras de carros. El pueblo, naturalmente, se resentía de tan orgullosa ostentación sólo posible a los opulentos. Licurgo, Carondas, Pítaco y Diocles de Siracusa dictan prescripciones restrictivas. Se multiplican las leyes que impiden los extremos y extravagancias. Solón prohibe que las mujeres se azoten, restringe el uso del treno fúnebre, prohibe el sacrificio del toro, el envolver el cadáver en más de tres mortajas, las plañideras que cantaban ante los monumentos de los demás deudos fallecidos, medidas todas que afectaban a las tradiciones aristocráticas y que constan en inscripciones délficas de fines del siglo V. Por entonces, todavía aumentaron las cortapisas, se ordenó el mayor silencio durante la procesión fúnebre, se determinó que sólo debían concurrir a las endechas sepulcrales los deudos más cercanos, y se suprimieron las endechas de los días siguientes y los aniversarios.

Leyes posteriores simplifican todavía más la ceremonia. Los filósofos consideraban que el mejor tributo era el más sencillo. Y cuando Demetrio Faléreo, un filósofo, tuvo en sus manos el gobierno de Atenas —poco después de Alejandro Magno— puso en práctica tal doctrina. La ciudad atravesaba una dura crisis. El pueblo no soportaba ya la insolencia de los ricos, y era necesario obligarlos a la prudencia, aun cuando de paso padecieran un tanto las artes monumentales y funerarias. Tampoco era justo que la gente modesta, tras la desgracia de perder a un miembro de la familia, todavía se empobreciera por considerarse obligada a gastar más de lo indispensable en el entierro. Ya nadie creía que los despilfarros tuvieran el menor mérito religioso, ni que el muerto necesitara tan complicados servicios. Y para evitar la tentación de las exhibiciones inútiles, Demetrio dispuso —sabia medida— que los entierros se hicieran al amanecer. Finalmente, redujo la erección de tumbas, como máximo, a lo que pudieran hacer diez hombres en tres jornadas de trabajo.

Pero si los funerales persisten, y con ellos los actos conmemorativos, no así la auténtica y antigua religión de los muertos, suplantados por entidades mayores. Las razones sociales y políticas acabaron de ahogar un culto que ya agonizaba por sí solo.