III. LA FAMILIA OLÍMPICA: SEGUNDA GENERACIÓN

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Segunda generación olímpica. Personalidad y origen de Apolo. Su nacimiento y principales sagrarios. La serpiente Pitón. Ritos conmemorativos. La fantástica hiperbórea. Omphalós, Trípode y Pitonisa. Función del oráculo. Las Sibilas y la familia profética. Niobe y sus hijos. Asclepio. Admeto y Alcesta. Leucipo y Dafne. Marpesa e Idas. Casandra. Ion y Creusa. Cirene, Aristeo y Euridice. Jacinto y Céfiro. Competencias con Marsyas y Pan. Las orejas de Midas. Significación definitiva de Apolo.

1. Zeus, Posidón y Hades aparecen más bien como personajes de edad madura, aunque dotados de eterna juventud. En cambio, Apolo, Hermes, Dióniso, Ares y Hefesto ocupan el sitio de una segunda generación olímpica, cualquiera sea la antigüedad de su acceso al reino de las nociones religiosas. En Apolo y en Dióniso hasta es legítimo ver unas deidades de cara al porvenir, que representan el sentido progresivo de las creencias, sin que empañen la imagen de su mocedad esas efigies de algún temprano Apolo barbudo o del llamado Dióniso Indio, personaje de vellido rostro y grave continente.

2. Apolo es el paradigma de la belleza masculina en plena sazón. Resume los ideales del espíritu helénico. Roma tuvo que aceptarlo sin disfraz y tal como la Grecia clásica acertó a concebirlo, pese a los tímidos intentos por identificarlo con tal cual geniecillo del terruño italiota o de vaga progenie céltica.

Maestro de la medicina, la danza y la música —que se relaciona con íntimas simpatías e influencias—, y sobre todo, la música culta de la lira, no la avena rural; director del coro de las Musas, patrono de la poesía y las artes; arquero por antonomasia a quien, desde la quinta centuria, aun se pretende confundir con el Sol, sin más fundamento que la fulguración y las flechas características de ambos, a lo que corresponde el nombre de Febo; Archegetes o edificador de muros y ciudades, padre de colonias; Nomio o sumo rabadán de ganaderías y pastores; Aguieo, centinela de las puertas y los caminos; Esminteo, guardián de los campos, azote o alivio de las plagas; ejecutor de la muerte súbita para los varones, como para las mujeres lo es su hermana Ártemis; señor de las purificaciones rituales que han de suceder a las sangrientas venganzas, purificaciones a que se sometió él mismo para lavar su culpa tras de haber muerto a la serpiente Pitón; dispensador de la canonización y de la categoría cultual para los héroes deificados; inspirador del dón profético o la comunicación directa de las voluntades divinas, que no ha de confundirse con los augurios ni otras suertes de adivinación: tal es Apolo; y además, portavoz de Zeus a través de los famosos oráculos que tanto contribuyeron a definir la ética religiosa. La fisonomía de Apolo está dibujada con los mejores y más auténticos rasgos de la “Grecia griega”, en lo que sólo Atenea puede comparársele.

3. Y con todo, hay pugna abierta sobre el origen y la prehistoria de esta deidad, cuyo nombre mismo es irreducible a las raíces helénicas y que, en sus principales sagrarios, asume la traza de un recién venido, usurpador y sucesor de los ocupantes de antaño.

¿Si habrá llegado del Norte, del Oriente o del Sur? ¿Si es, por esencia, el Hiperbóreo septentrional, el Licio asiático, el hijo de una deidad anatolia o acaso semítica, el hetita Apulunas, el babilonio del calendario lunisolar, el Delfinio cretense o el autóctono insular de Delos? ¿Si pertenece por derecho a los jonios o bien a los dorios? Revolviendo etimologías exóticas y documentos de épocas mezcladas, usando mañosamente iguales razones para el pro y el contra, los partidarios de una y otra teoría no acaban de ponerse de acuerdo, y rechazan con singular terquedad cualquier solución media o conciliatoria.1

Es innegable, sin embargo, que el Apolo homérico, menos desarrollado que el clásico, parece todavía un decidido defensor de pueblos orientales, baluarte de Troya, dueño de un sagrario en Pérgamo, y devoción especial del licio Pándaro, a pesar de que los helenos, y singularmente Agamemnón, acostumbren invocar a la trinidad de Zeus, Atenea y Apolo. Alguien lo explica —pues la argucia de los mitólogos es realmente pasmosa— como un halago al dios hostil, al que a cada paso encontraban los sitiadores cerrando el camino de sus conquistas. ¿No es Atenea enemiga de Troya, donde sin embargo tiene un sagrario y una imagen (única imagen religiosa de que habla la Ilíada), y no le presentan ofrendas las matronas de Troya para aplacar su animadversión?

4. A lo largo de su peregrinación hacia el Olimpo, donde en verdad es recibido con temor por los demás dioses, ha recogido muchos cultos locales, y en su mismo numen hay rastros de facultades tan diferentes como la marítima, la agrícola, la pastoril, la lumínica, la astronómica, y hasta la zoomórfica, la mineral y la dendriforme. Ya es, en Creta, “el que embarca y el que desembarca”, posiblemente para las expediciones coloniales; ya, en Amiclea (Laconia), el “jacinto” que se mustia y renace; ya, en varias otras partes, el que asea y defiende las cosechas; ya, en Feras (Tesalia), el criador de los rebaños de Admeto; ya, en diversas interpretaciones, un emblema de refulgencia y un morador de la Ciudad-Luz o viajero de la Vía Láctea; o bien es el lobo o el domador de lobos; o el amigo de los cuervos y de los cisnes, sus compañeros habituales; y tal vez se lo incorpora en un laurel sagrado o en una columna de piedra.

Seguramente la solución de todo ello no está en la síntesis, pues no admiten síntesis los hacinamientos del azar, sino en la resignada aceptación de todos los elementos dispares. Por suerte, aquí nos importa más Apolo que sus esbozos primitivos.

5. Hijo de Zeus y de Latona, gemelo menor de Ártemis, Apolo nace en Delos, sin duda sacudiendo peligrosamente el pobre islote, entre el pasmo de las deidades reunidas para saludar su advenimiento (cap. II, 6. 5). Al instante se muestra en plena capacidad combativa. Tras de fundar en Delos uno de sus principales sagrarios, recorre varios pueblos para escoger el lugar de su magno Oráculo. Da caza a la monstruosa Pitón, que por orden de Hera había perseguido a su madre, la acribilla a flechazos y le arrebata la posesión de Pito. Este lugar había sido hasta entonces un antiquísimo oráculo de la Tierra, propia condición de sitios cavernosos, culto ctónico o relacionado con la serpiente, de que Pitón es emblema. En la más antigua versión, el monstruo es de naturaleza femenina y carece de nombre. En cuanto a Pito, en adelante se llamará Delfos y será la más conocida sede de Apolo, superior a la misma Delos. Su tercer sagrario importante se encuentra en Dídima, junto a la ciudad de Mileto. Pero no hay que olvidar los Oráculos de Claros (Jonia), Grinión (Eolia), etcétera.

6. En los ritos de las Stepterias, celebrados de ocho en ocho años, solía quemarse una choza a la que se llamaba “el Palacio de Pitón”. Un apuesto joven delfio de escogido linaje encarnaba o representaba a Apolo y, acompañado de ceremonioso cortejo, emprendía por la vía sagrada una larga caminata hasta el valle de Tempe (Tracia), de donde regresaba purificado y coronado con el laurel del dios, planta mágica contra importunidades y maleficios. Este viaje simulaba el viaje de Apolo en persecución de la serpiente, que huyó hacia el norte muy mal herida, y también recordaba el destierro y la purificación ulterior de Apolo, que esta vez siguió la suerte de los homicidas vulgares. En los concursos de flauta, característicos de las Fiestas Pitias, el motivo sacramental era el combate del dios y el monstruo.

Las Stepterias conservan también la huella de los hábitos errabundos del dios, quien acostumbraba viajar anualmente, conforme al vaivén de las estaciones, entre Delfos y el País de los Hiperbóreos.

7. Pero ni siquiera hay acuerdo sobre el sitio de la legendaria Hiperbórea, mucho tiempo considerada como tierra septentrional. Ya no es posible saber de cierto si queda al Norte o al Nordeste, más allá de ciertos montes balcánicos, más allá de donde sopla el Bóreas, allende los enigmáticos Isadones y los Arimaspos de un solo ojo. Hay etimologías aventureras que vacían el escurridizo término de contenido nacional y traducen, por “Hiporbóreos”, simplemente, “los que traen o acarrean” ofrendas, o sea Perpherées, como decían en Delos. Sin embargo, la tradición hacía de los Hiperbóreos unos hombres felices, parecidos a la gente de la Edad de Oro, y que la poesía confunde con los beatos de las Islas Bienaventuradas. Algunas veces enviaron sus sacros tributos hasta el templo de Apolo Delio, tributos confiados primeramente a las Vírgenes Hiperbóreas y luego, como éstas no regresaron, fueron transmitidos de pueblo en pueblo. Si de Abaris el Hiperbóreo se aseguraba que había recorrido todo el mundo sin probar bocado y llevando consigo la simbólica flecha áurea de Apolo, así podemos hoy decir que, en las distintas autoridades modernas, aquel fantástico lugar ha viajado por todos los puntos cardinales, sin exceptuar a España, Britania y China. ¿Por qué no añadir el nombre de América a la lista, como se ha hecho para la Atlántida, señores del embeleco erudito?

8. Una vez establecido Apolo en su Oráculo, conozcamos los rasgos sobresalientes de esta institución: el Omphalós, el Trípode y la Sacerdotisa.

a) El Omphalós, Punto Central u Ombligo, es un bloque marmóreo, aproximadamente cónico, un tiempo revestido de estuco, y perforado de arriba a abajo por algo como una daga de hierro, con inscripciones arcaicas que permiten reconocer en él un amuleto de la Tierra y comprueban la hipótesis de una remota relación entre Pito y la religión prehistórica de los cretenses: probable culto pétreo que procede de los tiempos egeos. Allí vinieron a juntarse las dos águilas de Zeus (o los dos cuervos o cisnes de Apolo), partidas de las dos extremidades del mundo. El arte suele representar el Omphalós como un monolito al que se enreda la serpiente Pitón, su guardiana de antaño.

b) Junto al Omphalós, centro de la geografía mística, se alza el Trípode sagrado, asiento ritual de la sacerdotisa. Pues se suponía que era más fácil recibir el influjo del dios a cierta altura del suelo. Sentada en el Trípode, la sacerdotisa se adormecía poco a poco entre los vapores de la gruta, caía en éxtasis y hablaba la palabra de Apolo. Diodoro, historiador tardío, refiere, en efecto, que las grietas rocosas exhalaban unos vapores embriagantes, los cuales, hace muchos siglos, comunicaron casualmente el enloquecimiento divino a un hato de cabras y a su pastor; de donde llegó a saberse que aquel sitio debía de ser un antiguo Oráculo de Gea. Según Esquilo, Gea cedió este Oráculo a su hija Temis; de ésta pasó “a otro hijo de Ctón”, y finalmente, a Apolo. El que los vapores fueran causa de la embriaguez profética, aunque especie muy difundida, no pasa de ser una racionalización del rito.

c) La sacerdotisa delfia nos permite apreciar el caso más eminente del sacerdocio femenino. Ella conservó tradicionalmente el nombre de Pitonisa. Sin prueba ninguna, un moderno quiere considerarla como amante mística de Apolo. Más justo es decir que era su médium. Al principio, este cargo sólo podía recaer en una joven virgen. Ante una violación sacrílega, se prefirió en adelante a una anciana, fuera o no de condición virginal: lo indispensable era evitar que el amor se mezclara con el servicio religioso.

La Pitonisa, pues, dictaba sus advertencias y premoniciones en estado de sonambulismo, y sin duda de buena fe. Sus incoherencias eran reducidas a textos métricos por los sacerdotes, de suerte que siempre quedara a salvo la infalibilidad de Apolo. Más tarde, Aristóteles podrá burlarse, explicando que es un subterfugio socorrido, entre los adivinadores, el subir de la especie al género para dejarlo todo incierto: “¿Pares o nones?” …Y el ungido, entre misteriosos rodeos, contestaba: “Saldrá un número”.

Aunque del siglo V a. C. en adelante se manifiesta la declinación del Oráculo, todavía operaba sus portentos en el siglo IV de nuestra Era, bajo el emperador Juliano. En los tiempos de su apogeo, ejerció influencia preponderante aun sobre los negocios públicos de Grecia, no sólo sobre los asuntos privados: lo mismo en la política —inspirándose generalmente en ciertos ideales “dorios” o aristocráticos—, que en las empresas de colonización o en los arreglos particulares. Los héroes míticos se sometían constantemente a sus consultas. Los sacerdotes delfios, en trato con las más distintas poblaciones y la gente más varia —pues se acudía a ellos como a confesores, por ser los intérpretes de Apolo—, deben de haber atesorado una vasta experiencia. A través del Oráculo, ellos transformaron y depuraron la visión helénica del mundo y la orientación de la conducta. Es muy singular que, sin duda por reverencia al dios de que se creían inspirados, hayan borrado su nombre de la historia. Fueron los Grandes Gobernantes Desconocidos de la antigua Grecia.

9. Desde los días clásicos se dio en confundir a la Pitonisa con la Sibila. Pues ¿qué era o quién era la Sibila? Se pretende que una mujer así llamada, natural de Marpesos (Tróada), de Eritras (Beocia) u otro lugar, que mereció de Apolo la facultad de hacer profecías, aunque siempre enigmáticas. Esta reserva es característica del tema: también Casandra —otra troyana— podía dictar vaticinios ciertos, aunque desoídos por todos.

Los numerosos oráculos de Sibila alcanzaron gran difusión. “Sibila”, nombre de probable origen asiático, se convirtió en nombre común para las mujeres afligidas de dolencia profética. Aparecieron Sibilas por todas partes. Debemos al latino Varrón la lista canónica de las Diez Sibilas: 1) la de Persia, 2) la de Libia, 3) la de Delfos (supuesta hermana de Apolo), 4) la Cimeria (que parece ser la misma de Cumas), 5) la de Eritras (Herófila o Fito), 6) la de Samos (Femone), 7) la Cumana (Amaltea, autora de los Oráculos Romanos), 8) la Helespóntica (sea la Eritrea o la Marpesia), 9) la Frigia (que se confunde también con la Marpesia) y 10) la Tiburtina (sincretismo del tipo helénico y de la Albunea romana, por quien, sin razón, se ha llamado Templo de la Sibila a una famosa ruina de Tivoli). Y todavía quedan por ahí la Sibila de Sardes (Lidia) y la Judaica o Babilónica (mezclada asimismo, con la Marpesia y a quien se atribuyen las apócrifas revelaciones judeo-cristianas).

Estas mujeres inspiradas pertenecen a la familia del Bakis, tan popular durante la Guerra Peloponesia, y del Epiménides Cretense, supuesto reformador religioso de la antigua Atenas. Pertenecen al vetusto cortejo profético de los emisarios de Apolo, que hacían milagros, morían y resucitaban, disfrutaban de ubicuidad. Entre ellos, Hermótimo de Clazómene, Aristeas de Proconeso, el Hiperbóreo Abaris, caballero de la flecha de oro, el Pitágoras falsificado por la fábula, su esclavo Zalmoxis, deificado por los getas. Eran estos pintorescos sujetos algo como unos monjes vagantes al servicio de Apolo, y podemos situarlos entre los siglos VIII y VI. Como fuere, la Pitonisa de Delfos nada tiene de común con ellos ni son las Sibilas.

10. Es tiempo de abordar los mitos de Apolo. Lo hemos visto dar muerte a los Aloades y, en defensa del honor de su madre, al gigante Titio: hazañas y venganza en que ya aparece solo o ya acompañado de Ártemis. Más terrible aún es la venganza de ambos hermanos contra Niobe. Era ésta una hija de Tántalo, madre a su vez de siete hijos y siete hijas. Tan prolífica como satisfecha, tuvo la osadía de menospreciar a Latona, que apenas había dado a luz un par de mellizos. No fue lejos por la respuesta: Apolo asateó a los hijos de Niobe, y Ártemis hizo otro tanto con las hijas. Niobe lloró largamente y el dolor acabó por convertirla en piedra, de donde seguía manando la fuente de sus lágrimas. Siglos después, los viajeros admiraban todavía el monolito legendario, laderas del monte Sípilo (Frigia).

11. El resto de la mitología de Apolo casi se reduce a sus amores y sus desafíos artísticos. Cuanto a los primeros, Apolo fue poco afortunado. Sólo la veneración que merecía explica que el drama satírico no lo haya hecho blanco de sus burlas, como se atrevió a hacerlo con otros dioses y con Héracles especialmente. Sin embargo, en el Ion de Eurípides no puede decirse que represente un papel muy airoso. Entre los amoríos de Apolo, hay dos fábulas que se enlazan con el tema de la resurrección: la de Asclepio, la de Admeto y Alcesta.

12. Apolo amaba a Coronis. Ésta lo engañaba con el arcadio Isquis. Los delató el cuervo doméstico de Apolo, y el dios se apresuró a dar muerte a la infiel, o encargó de ello a Ártemis. Arrepentido, quiso todavía salvar a Coronis. Era ya demasiado tarde: sólo le fue dable salvar al hijo que la infeliz llevaba en el seno. (Recuérdense los casos de Atenea y de Dióniso.) Desesperado, Apolo descargó su ira contra el cuervo, ennegreciendo su plumaje, hasta entonces blanco.

Este hijo de Apolo y Coronis es Asclepio. Antes de la fijación de su fábula, Asclepio pudo haber sido un semidiós o un dios serpiente. Aquí no nos detendremos en este punto controvertido. El niño fue confiado al probo centauro Quirón, maestro y educador de muchos héroes. Por herencia de su padre y por las sabias enseñanzas del preceptor, Asclepio llegó a ser un médico famoso.

Se desposó con Epione, que otros llaman Jante, y parece que ambos vivían en Tike (Tesalia). Dos hijos suyos, Macaón y Podalirio, son, en la Ilíada, los cirujanos militares de los aqueos. Pero allí aparecen como simples mortales, al igual de su padre Asclepio; pues éste no ha sido aún deificado en Homero ni en Píndaro. Se le atribuyen, además, varias hijas, que ya pertenecen al mito: Higia (la Salud), Yaso (la Curación), Panacea (la Sánalotodo); y también un hijo, Telesforo (el Consumador), frecuentemente asociado al culto de su padre. Los atenienses le atribuyen otro hijo llamado Aceso (el Remedio).

Conviene recordar de paso que, en tiempos históricos, el culto de Asclepio como patrono y protector de la medicina, cuya sede principal estaba en Epidauro, gozó de prestigio universal. Sus templos, muy numerosos, eran verdaderos sanatorios. Las curas místicas se fundaban en la interpretación de los sueños, lejano antecedente del psicoanálisis. La medicina hipocrática, más directamente científica, también se extendía entonces por toda Grecia, pero sin rivalizar con el hijo de Apolo, al que no regateaba sus fueros. En 293, como recurso contra una epidemia, la devoción de Asclepio fue llevada a Roma, donde el nuevo dios será adoptado bajo el nombre hoy más conocido de Esculapio. Pero volvamos al mito.

13. Cuando murió Hipólito, su diosa protectora, Ártemis, logró, a fuerza de presentes y ruegos, que Asclepio lo resucitara, controvención que indignó a Zeus, quien fulminó a Asclepio con su rayo. Como se generalizara esta práctica, pensó el Olímpico, en poco quedaban las desmesuras de Prometeo. No atreviéndose contra Zeus, Apolo vengó la muerte de su hijo dando muerte a los forjadores del rayo, a los Cíclopes. Zeus le aplicó la sanción de los delincuentes comunes (repitiéndose así el caso de la purificación a que se vio sometido tras haber matado a la serpiente Pitón). Ahora Apolo quedó desterrado del Olimpo durante un año, y obligado, entretanto, a servir a las órdenes de un mortal. Tal fue Admeto, rey de Feras (Tesalia), en quien Apolo encontró un amo benévolo, que dulcificó e hizo llevadera su condena. El dios, agradecido, quiso pagarle de algún modo. Sabedor de que las Moiras tenían ya decretada la próxima muerte de Admeto, las embriagó y obtuvo de ellas que permitieran a Admeto una existencia más prolongada, a condición de que alguien accediera a morir en su lugar y cubrir el turno, haciéndole donativo de los años que aún le quedaran por vivir; idea mágica que, en Ovidio, Jasón propone en vano a Medea, pues ella lo considera imposible. Pero, tratándose de un dios, todo es hacedero. Feres y Clímene, padre y madre de Admeto, se negaron a sacrificarse por su hijo. En cambio, Alcesta, hija de Pelias y esposa de Admeto, lo aceptó de buen grado, plegándose a las nociones del tiempo, según las cuales el varón era más valioso que la mujer.

Admeto lloraba ya la muerte de Alcesta, cuando apareció por su palacio el infatigable Héracles, quien a la sazón se encaminaba en busca de las yeguas de Diomedes el Tracio. Para no quebrantar las leyes de la hospitalidad y recibir a Héracles dignamente, Admeto quiso hacerle creer que la desaparecida no era su esposa, sino alguna amiga de la familia. Héracles descubrió la verdad y, en un hermoso arrebato, montó guardia ante la tumba reciente, luchó a brazo partido con Tánatos, el genio mortal que ya venía en busca de su presa, y lo obligó a abandonarla. Alcesta fue devuelta a los suyos y a la felicidad de su hogar.

14. Estos relatos de dos sucesivas resurrecciones (Hipólito, Alcesta) dejan sentir su carácter puramente folklórico en la crudeza de sus rasgos —embriaguez y soborno de los Destinos, materialidad de la Muerte—, en el asunto mismo —recuperación del amante perdido, tema cuya manifestación más antigua se encuentra en la fábula egipcia de Tamuz e Istar—, y hasta en la multitud de variantes de que citaremos unas cuantas:

a) Que Ártemis trasladó a Arica el espectro de Hipólito, el cual fue adorado allá bajo el nombre de Virbio, servidor de Diana (versión latina).

b) Que Apolo fue condenado a servir a Admeto, no por la muerte de los Cíclopes, sino por la muerte 1) de la serpiente Pitón, o 2) de Ífito, la que en general se achaca a Héracles.

c) Que Asclepio resucitó 1) a las hijas de Preto, 2) a un anónimo, 3) a cierto héroe: Tindáreo, Capaneo, Glauco (tal vez el hijo de Minos), Himeneo (versión órfica), Licurgo u Orión, etcétera.

d) La historia de Héracles y Alcesta fue recogida por Eurípides tal como la hemos contado más o menos; pero Hesíodo la refiere de otra manera: Pelias ofreció la mano de su hija Alcesta a quien fuese capaz de uncir en el mismo carro a “un jabalí” y a un león, y Admeto lo consiguió gracias a la ayuda de Apolo. El día de la boda, Admeto se olvidó de ofrecer un sacrificio a Ártemis, diosa singularmente susceptible a estos desaires, como lo muestra su enojo contra Eneo, cuyas tierras mandó devastar por “un jabalí”: el Jabalí de Calidón. Al entrar Admeto en su cámara, se encontró, diríamos, con la tarjeta de visita de la diosa en forma de un montón de serpientes, auncio de su muerte cercana. En cuanto a la resurrección de Alcesta, Hesíodo dice 1) que Kora la devolvió a la vida, 2) que Héracles la arrebató a Hades, quien ya la tenía recluida en su mansión.

A pesar del evidente sabor folklórico de esta leyenda, la aberración exegética ha pretendido ver en Admeto un dios de la muerte o un dios solar, manía ésta que llegó al extremo de convertir a Napoleón en mito del Sol y de que afortunadamente ya se ha curado la ciencia. Pero ¿no se ve que, de ser Admeto un antiguo dios, la historia perdería su sentido?

15. Las pretensiones de Apolo sobre la ninfa Dafne, la Virgen Laurel, son objeto de una fábula tardía que ha corrido con singular fortuna. La hemos aludido en la Introducción (§ 7). Era Dafne hija del río Ladón (Arcadia) o del río Peneo (Tesalia), o de Amidas, el hijo de Lacedemón y Esparta, todos héroes epónimos. Buena discípula de Ártemis, la ninfa rechazaba toda solicitación amorosa. Leucipo, hijo de Enomao, el rey de Pisa, se mezcló entre las ninfas con disfraz de mujer, a fin de poder frecuentarla. Apolo inspiró a Dafne la idea de convidar al baño a sus compañeras. Descubierto el ardid, las feroces cazadoras dieron muerte a Leucipo. Desembarazado ya de su rival, Apolo no disimuló más sus intentos, y Dafne, mientras huía de él a todo correr, pidió amparo a Zeus, o a su padre Peneo, o a la Tierra que algunos consideran como su madre, y quedó al instante metamorfoseada en laurel. El cuento también ha sido referido a Antioquía, junto al Orontes, en cuyo suburbio de Dafne hubo un célebre santuario de Apolo.

16. Marpesa “la de lindos tobillos” —como la llama Homero— era hija de Eveno, hijo a su vez del dios Ares y de una mortal. Idas, el rey más poderoso en su tiempo, logró arrebatarla a su padre. Éste persiguió a la pareja sin poder nunca darle alcance, porque Posidón había prestado a Idas un carro de caballos alados. Desesperado el perseguidor, dio muerte a sus brutos y se arrojó al río que en adelante había de llamarse el Eveno. Idas y Marpesa se refugiaron en el país de los mesenios. Pero Apolo, por propio impulso o por mandato de Zeus, llegó en persecución del raptor, quien, sin temor a su condición divina, lo recibió a flechazos. Sucede que Apolo, prendado de la princesa, la quería para sí. Mucho debe de haber sido, en efecto, el poder de Idas, cuando Zeus consideró prudente intervenir en persona a modo de amigable componedor, y dictaminó que la propia Marpesa escogiera entre los dos pretendientes. Ella tuvo el acierto de preferir al esposo humano, porque —dijo— Apolo, como dios, no envejecería nunca y acabaría por desdeñarla, en tanto que Idas estaba destinado también a envejecer con ella.

17. La triste profetisa Casandra (o Alejandra), hija del rey Príamo, es otra víctima de Apolo. El primero que la menciona como vidente es Píndaro. La princesa troyana, como lo hemos dicho, recibió de Apolo el dón profético; pero, como se negara a su amor, el dios, no pudiendo retirarle ya un presente divino, la condenó a no ser escuchada nunca: nadie le daba crédito, y en vano anunciaba las catástrofes a su puebo. Es una de las figuras más trágicas y sombrías de la leyenda griega. Se mantuvo en estado de virginidad sagrada hasta el día del saqueo de Troya. Entonces, entre el tumulto y el incendió, fue inicuamente violada por Áyax de Oileo, por lo cual el pueblo de éste —los locrenses de Opunto— se vio condenado a enviar anualmente a Troya algunas vírgenes de las Cien Casas, las familias más linajudas, para servidoras del templo de Atenea, al que se había acogido Casandra y que Áyax desacató en su aturdimiento. Los troyanos tenían derecho de matar a estas doncellas si las sorprendían durante el viaje. Este castigo fue decretado por un término de mil años. Y, en efecto, los testimonios históricos permiten afirmar que el tributo de los locrenses se mantuvo hasta los comienzos de la Era Cristiana. El destino ulterior de Casandra pertenece ya a la sola tradición poética: incorporada al botín de Agamemnón, fue a caer al lado de éste, en llegando a Argos, bajo el cuchillo de Clitemnestra o de Egisto.

18. Como se dejó entender páginas atrás, la fábula de la Sibila de Cumas ha recibido el contagio del episodio de Casandra. Ovidio dice que Apolo ofreció la inmortalidad a la Sibila a cambio de su amor. En todo caso, accedió a concederle el dón que ella pidiera. La Sibila le pidió vivir tantos años como granos había en un puñado de arena. Pero no se cuidó de pedirle, al mismo tiempo, el dón de la juventud inmarcesible, caso semejante al de Titono, el troyano amante de Eos, que ya dejamos mencionado. Y la Sibila, siempre reacia a los requerimientos de Apolo, vivió mil años, habiendo alcanzado una inconcebible vejez que casi la convirtió en insecto, y guardada en una ampolla o frasco donde no hacía más que divertir a los niños: “¿Qué quieres, Sibila?”, le preguntaban éstos, y la pobre contestaba invariablemente: “Sólo quiero morir”. Singular rasgo folklórico que nos recuerda el juego infantil del campo argentino: “Mamboretá, ¿dónde está Dios?” Y el animalito levanta siempre la cabeza, como si contemplara el cielo, que es su movimiento acostumbrado.

19. Entre las leyendas locales de Grecia, hay dos donde, por fin, Apolo alcanza sus anhelos. Una es la leyenda de Ion, que expondremos más adelante: según la versión de Eurípides llegada a nosotros, el dios se porta fraudulentamente con su amante Creusa y con su marido, el pobre Juto. Otra es la leyenda de Cirene, que de una vez vamos a contar.

Cirene era nieta del río Peneo e hija de Hipseo y de una Náyade, hija a su vez de la Tierra, que también se llamaba Creusa. Denodada cazadora, Apolo se enamoró de Cirene al verla combatir sin armas y cuerpo a cuerpo con un león. La montó en su carro de oro y la transportó desde el Pelión hasta la tierra africana que había de recibir el nombre de Cirene, donde ella dio a luz un diosecillo silvestre, Aristeo, inventor de labores y pasatiempos rurales.

Aristeo se enamoró de Eurídice, la esposa de Orfeo. Ella, para esquivar sus importunidades, se metió en un soto y murió a consecuencia de la mordedura de una serpiente. En venganza, las Dríadas, hermanas de Eurídice, hicieron perecer todas las abejas que criaba Aristeo. Éste pidió consejo a su madre, quien, a su turno, lo remitió a la sabiduría de Proteo. Ya hemos dicho que este dios no sabía mentir, pero conviene añadir ahora que solía esconderse, cambiando de forma, para no ser interrogado. Así lo hizo un día ante las preguntas de Menelao, y así lo hizo con Aristeo, al cual acabó por explicar la causa de la plaga que había destruido sus enjambres. Aristeo se apresuró a apaciguar a las Dríadas, y de pronto las abejas empezaron a reaparecer en el esqueleto abandonado de un buey: posible confusión entre la abeja y la mosca llamada Eristalis tenax; pues parece fatalidad de la abeja el que las fábulas la confundan: La Fontaine, según Fabre, le atribuye las condiciones del grillo…

20. Para que nada falte, Apolo tiene que sufrir, no sólo por sus amores sino también por sus amistades. Recordemos el caso de la rivalidad entre Jacinto y Céfiro, que costó la vida al primero y que es sin duda un mito etiológico inventado en Amiclea para explicar la incorporación de Jacinto al culto de Apolo. Céfiro, celoso de la preferencia que Jacinto manifestaba por Apolo, hizo que éste le diera muerte sin querer, soplando sobre el disco que el dios acababa de lanzar al aire, cuando ambos se divertían en su deporte favorito. Apolo hizo entonces deificar a su amigo muerto, el cual fue transformado en la flor que lleva su nombre: sin duda un jacinto diferente del que hoy conocemos, puesto que era de color rojo y estaba marcado por la sangre de la víctima con las palabras lamentosas AI-AI. Por lo demás, el Jacinto de esta fábula es un doncel, y el de la tradición arcaica aparece, en la efigie cultual, como un hombre hecho y barbado.

21. No hemos agotado las fértiles leyendas de Apolo. Corresponde ahora recordar los casos de sus competencias musicales, dejando aparte por ahora la muy dudosa disputa con Eurito, su nieto, sobre el tiro del arco.2 Apolo compitió un día con Pan, y otro, con el sátiro Marsyas. Algo dijimos ya de Marsyas (II, 5, 5). Marsyas recogió la doble flauta inventada y luego desdeñada por Atenea, en razón de que le deformaba los carrilos, y llegó a ser tan consumado flautista que se atrevió a desafiar a Apolo. Éste aceptó, pero a condición de que el vencedor dispusiera del vencido a su antojo. Y, declarado triunfante, desolló vivo a Marsyas y colgó su piel de un árbol. La sangre y las lágrimas del sátiro dieron nacimiento al río de su nombre.

Diodoro Sículo sitúa este episodio en Nisa y hace de Marsyas un nativo de Frigia, inventor de la flauta con agujeros y fiel camarada de la diosa siria Cibeles, a quien atribuye la creación de la flauta doble. Según esta versión, Marsyas venció a Apolo en la primer prueba del concurso, pero, en la segunda, Apolo no solamente extremó aún la música de su cítara, sino, que además, cantó como él sabía hacerlo, asegurándose de este modo la victoria. Marsyas alegaba que el desafío era sobre el tañer de los instrumentos únicamente, que no debía tomar en cuenta el canto, y que Apolo había violado las reglas, pues no era legítimo oponer dos artes contra una. Apolo replicó entonces que así como Marsyas se había valido de la boca para emitir el soplo, él también lo había hecho para emitir la voz.

22. Apolo fue otra vez desafiado por el dios Pan. Ambos se sujetaron al fallo de Tmolo, genio epónimo del monte lidio así llamado. El juez dio el triunfo al dios de la lira, pero Midas, el rey frigio, se empeñaba en que el premio se concediese a Pan. Apolo, en castigo, le puso un par de orejas de asno. Midas disimulaba su deformidad con el turbante, pero no tenía más remedio que quitárselo para hacerse el pelo. El barbero, parlachín como todos los de su oficio, guardaba el secreto a duras penas. Un día, para desahogarse de algún modo, cavó un pozo en el campo y ahí se hartó de gritar a voz en cuello: “¡El rey Midas tiene orejas de asno!” Nunca lo hubiera hecho: del pozo brotaron unas cañas que, al silbar con el viento repetían la revelación fatal.

23. Tras el examen anterior, es ya innegable que los mitos van por un camino, y por otro la representación religiosa de las deidades. El divorcio llega a ser muy claro: las chuscadas y las crueldades de la fábula son inconciliables con la majestad y la nobleza simbólica de Apolo. Nadie que sólo conozca los mitos puede sospechar la excelsitud del sumo consejero, perfecto moderador y helenizador de Grecia, de su espíritu, su religión y sus costumbres. Apolo transformó en himno el alarido, el arrebato frenético en serena inspiración divina, la contorsión epiléptica en limpio éxtasis de provechosos efectos, y todavía sustituyó a la salvaje vendetta la pena institucional del Estado. Con razón se lo ha entendido como el principio intelectual que, al domesticar y reducir casi a su servicio el culto orgiástico y las dionisíacas exorbitancias, salvó a su pueblo, orientándolo por la recta senda y evitando así que se hundiera prematuramente en una catástrofe de barbarie.

2

Persona, nombre y funciones de Hermes. Su madre Maya. Hermes y Apolo. Batos. Himeneo. Hermes y Hera. Solicitud de Hermes. Sus amores con mujeres, ninfas y diosas. Su progenie: Sísifo, Pan, Dafnis. Hermes, Afrodita, Príapo y Hermafrodito. Hermes y Argos. El simpático Hermes.

1. Como el dibujante, después de trazar una figura, suele divertirse en modificarla un poco, cambiar su actitud, añadir esto y quitar aquello, así parece que la imaginación griega se haya dicho: Retoquemos el tipo de Apolo y veamos lo que resulta; rejuvenezcámoslo aún; sea menos musculoso y más ágil; hagámoslo menos imponente y más cercano a los hombres, menos grave y hasta decididamente travieso.

Y el resultado de estos retoques fue Hermes, dios menor en la Familia Olímpica, mediador por excelencia entre cielo y tierra, adicto frecuentador de la morada humana, con quien por eso mismo es fácil tropezar a cualquiera vuelta del camino. Puede ser que Hermes ande por aquí cerca y no lo sepamos. Odiseo, en la gruta de Calipso, ocupa el sitial donde unos minutos antes se hallaba sentado el dios Hermes. Homero lo declara así con pulcra sobriedad poética. Nosotros, al leerlo, sentimos el escalofrío de lo sobrenatural cotidiano. Como hoy decimos que pasó un ángel cuando sobreviene un silencio súbito en la conversación, los griegos solían decir: “Aquí anda Hermes”.

Su versión en tierra italiana fue el dios Mercurio, ora sea éste una mera proyección de la deidad griega, ora el patrono indígena de la mercadería o mercería (merces), adaptado de cualquier modo a la figura de su modelo, para así alcanzar mayor dignidad poética.

Y quien puso nombre de “mercurio” al azogue (metal conocido ya en los últimos tiempos de Grecia como “hidrargiro” o argyros chitos, y del que nos hablan ya Teofrasto y Dioscórides) tuvo una feliz inspiración. Pues hay, en aquel ser divino, el brillo, el dón de la metamorfosis, la vivacidad provocante a risa y aun la facilidad de mezclarse con sustancias más nobles —oro, plata— que también hallamos en el azogue: que a tanto equivale, prácticamente, servir a las órdenes de Zeus o de otros dioses más evolucionados en el orden moral. Los monumentos representan a este patrono de ganaderos con un cordero a la espalda como el Buen Pastor.

2. El nombre de Hermes no es griego; y como se ha supuesto que nació en Arcadia, donde siempre se lo veneró especialmente entre rústicos y pastores, bien puede ser que proceda de alguna adoración vetusta y local, anterior a los arcadios mismos, con preciarse ellos de un abolengo más viejo que la aparición de la Luna.

(Recordemos de paso al llamado Hermes Trismegisto, tardía falsificación filosófica, disfraz helenizado del Tot egipcio, a quien se atribuye el origen de toda ciencia y que es, al mismo tiempo, una imagen de la necromancia y un maestro del esoterismo, la astrología, la alquimia y demás conocimientos “herméticos”. A este filósofo real e imaginado se debe la singular transformación semántica de lo “hermético”, lo incomunicable y cerrado, cuando el auténtico Hermes fue dios de las expresiones, las transacciones y los comercios de todo orden, como ahora vamos a explicarlo.)

3. El concepto de Hermes ofrece variadas facetas, rasgo general que ya conocemos en los demás dioses, pero que aquí se aprecia con especial nitidez. Para describir estas facetas, lo más conveniente es escalonarlas en un proceso que asciende de la piedra hasta el alma, aunque sin atribuir a esta serie un sentido estricto de evolución cronológica, pues los dioses no se fabricaron conforme a método.

a) Hermes, por mucho, es un espíritu de la piedra y se emparienta con el Terminus de los romanos. Está en los montones que señalaban ciertos hitos de los caminos, para marcar zonas peligrosas y sagradas, como está en los característicos monolitos que hartas veces lo representan: las “hermas” a que ha dado su nombre. Eran las hermas una suerte de mojones cuadrangulares, ahusados hacia arriba, coronados por una cabeza humana y que ostentaban generalmente un apéndice fálico, insignia de la fertilidad.

b) Tal fertilidad abraza en uno las ideas de lo agrícola y lo pecuario, y llega hasta la procreación de los hombres. Si las hermas cuidan los campos es porque también los abonan de alguna manera espiritual. Y la relación del dios con los elementos naturales se manifiesta en el hecho de que alguna vez se le haya atribuido la invención del fuego; por donde suelen hacerlo encargado de la cocina olímpica. En su carácter de ganadero —que también nos lleva, generalizando el caso, a considerarlo dispensador de todo “peculio”, “pecunia” y riqueza—, percibimos su cercanía con su medio hermano Apolo, en su condición de Apolo Nomio. En cuanto a la incumbencia de Hermes relativa a la fecundidad humana, baste recordar que su más antiguo símbolo y monumento ha sido el atributo viril, y que siempre se le dedicaron cultos fálicos de curiosa apariencia.

c) La riqueza no sólo es agricultura y ganadería: también es tráfico, también obtención de bienes por lícitas o por malas artes, y finalmente, es azar dichoso. Todo ello lo gobierna Hermes: negocios, comercio, hallazgo de tesoros, y aun su poco de ratería y de hurto; que, cuando hay talento y maña, no deja de hallar gracia a los ojos del pueblo griego. Lo invocaba o le rendía tributos el que salía bien en la venta de un cargamento marítimo, el que encontraba una moneda perdida en la calle, el que se desempeñaba con suerte en cualquier lucro menos limpio.

d) Ahora bien, no hay negocio si no hay buen trato, labia, persuasión y discurso, aun eso que suele llamarse “bernardinas” y antes se llamó “berlandinas” (¿del francés berlue, berlandier, “bribonada” y “gente de garito”?). La bernardina no está lejos de ese chorro de palabras sólo encaminado a embaucar y que en México, por referencia a nuestro célebre cómico, llamamos “cantinflada”. Luego Hermes será asimismo el distribuidor de las lenguas, genio del buen decir, dios de la elocuencia, amigo de la sociedad y el trato, consejero en las deliberaciones y asambleas, con su miga de charlatán. Y de este arte del buen decir sólo hay un paso hasta la recitación, y de ahí, a la música, que cae también dentro de su imperio. ¡Como que Hermes fue inventor de la lira!

e) Pero ¿qué buen trato, qué arte de palabras, qué pericia en la música donde no hay educación? Por lo cual, si no un pedagogo precisamente, el dios será afecto a los muchachos y efebos, y en todos los gimnasios se veía su imagen o su herma.

f) Sin duda la función más típica de Hermes es ser mensajero de los dioses, y singularmente de Zeus. No es raro que se lo llame por antonomasia el Mensajero. Y, como a heraldo o embajador, se lo representa con el caduceo o kerykeyon en la mano. Admirémoslo en el instante crítico, tal como lo esculpió Praxiteles: el dios, todavía sentado, aparece pronto a dar un salto para lanzarse a los espacios en cumplimiento de una orden divina, otros creen que está descansando. Hasta se le ponen alas en las sandalias a fin de facilitar sus viajes. (En las sandalias, no a las espaldas; que los dioses clásicos no tuvieron alas naturales, y se transportaban por los aires mediante la levitación o el tranco gigantesco; y el dotarlos de alas como a las aves es ya una contaminación asiática, llamada sumariamente “persa”.) A menos que, en el caso de Hermes, las alas de las sandalias sean una convención para dar a entender la velocidad con que se transporta de uno a otro sitio, o un residuo de las epifanías volátiles que encontramos en la Creta prehistórica. Tal vez Hermes tendrá que ir muy lejos, hasta aquel término de los mares que habita la enamorada Calipso, la golosa y la celosa del viajero Odiseo, lugar tan distante que el mismo dios llega cansado. Por eso también se guarece contra los ardores del sol con un pétasos o sombrero de caminante.

g) Al servicio de peón caminero, que hemos señalado ya como el más elemental de sus rasgos, se refiere igualmente su encargo de cuidar al viajero y guiarlo por los pasos difíciles. De que nos da muestra la temerosa jornada nocturna del anciano Príamo hasta la tienda de Aquiles, a procura del cadáver de Héctor. La Ilíada no podía encontrar mejor carrero que Hermes para que el viejo, en trance apurado, sortease las dificultades de su aventura. En la Odisea, Hermes proporciona al héroe una planta mágica y lo instruye sobre la manera de usarla para resguardarse contra los accidentes del viaje.

h) Pero este servicio no se limita a las cosas terrenas, y aquí es donde Hermes revela su más alto oficio trascendental. Puesto que va y viene entre cielo y tierra, puesto que conoce todos los caminos como la palma de su mano y gusta de conducir a los hombres, ni en la muerte los abandona: es el Psicopompo, el que cuida de llevar las almas hasta su mansión ultraterrestre. Y así, sobre el chico de la casa, sobre el dios juvenil, recae la tarea de ir hasta la estación para acarrear a los huéspedes. Y también es posible que lo califiquen para este encargo sus relaciones subterráneas con la fertilidad, su parentesco ctónico, su aptitud para hacer de correo entre todas las regiones celestes, terrestres e inferiores. De donde se lo confunde con Kasmilos o Kadmilos, uno de los Cabiros que conoceremos más adelante.

4. Es hijo de Zeus y de Maya, aquella diosa evanescente, hija de Atlas, a quien hemos mencionado ya al hablar de las consortes de Zeus. El himno Homérico traza la aparición de Hermes con una magistral pincelada: “Nació al amanecer, a medio día ya estaba tañendo la cítara, y al caer la tarde robaba las vacas del Flechador Apolo”. Y continúa el himno: “Esto aconteció el cuarto día del mes, cuando lo dio a luz Maya la venerable. Apenas surgido de las inmortales entrañas, en vez de quedarse recogido en la sagrada cuna, se lanzó en busca de las boyadas de Apolo”. A la salida de la cueva, halló una tortuga, le dio muerte y, con su carapacho, unas cañas, una tira de cuero de buey y unas cuerdas de tripa de oveja, fabricó la primera cítara o lira.

Cuando se cansó de su juguete, decidió encaminarse a Pieria, donde sustrajo cincuenta reses de los ganados de Apolo, y las obligó a andar hacia atrás, haciendo él lo propio y calzándose unas como “raquetas” o ramas vegetales para más confundir las huellas. (El hacer recular a los animales tirándolos por la cola es tema folklórico sin ninguna significación religiosa.) Al pasar por Onquesto, encontró a un viejo viñador y le recomendó que no lo delatara. En la Pilos Trifilia dejó reposar el ganado y lo ocultó. Hizo fuego frotando un leño y sacrificó dos reses conforme a los ritos; tiró sus sandalias al Alfeo, apagó las brasas, estuvo esparciendo las cenizas a la luz de la luna, continuó su viaje y amaneció en las alturas de Cilene, donde volvió a acurrucarse inocentemente en la cuna.

Maya, espantada, lo esperaba. Él le dijo, aunque en términos más poéticos: Yo sé mi cuento. Déjame hacer que, gracias a mis industrias, en vez de vivir aquí olvidados hemos de alternar con los Olímpicos y gozaremos de bienestar y respeto. Seré tan venerado como lo es el propio Apolo; y si él se atreve a reclamarme, entonces violentaré su morada de Pito y le arrebataré sus tesoros.

Al día siguiente, en efecto, apareció Apolo, prevenido por el viejo de Onquesto. Hermes se defendía de su cólera: —¿Yo, una criatura, haber robado tus reses? ¡Si todavía no sé lo que es una res!— Apolo tomó en brazos a Hermes; pero éste, para librarse, “dejó escapar un augurio, obrero atrevido del vientre, nuncio abominable”, y luego estornudó estrepitosamente. Apolo, alarmado, lo dejó en el suelo al instante, y el niño lo siguió, sumiso, atándose los pañales a las orejas. —¿Adónde me llevas? —¡A presencia del padre Zeus para que él nos juzgue!

Los ardides y tretas con que el niño se defendía hicieron reír a Zeus, quien, sin embargo, le obligó a devolver el hurto. Pero parece que, entretanto, Hermes se las había arreglado para sustraer el arco y la aljaba de Apolo, sin duda a modo de precaución.

Apolo no volvía de su asombro, y más cuando, al llegar ambos a Pilos, vio, por los cueros tendidos, que una criatura en pañales había sido capaz de abatir y desollar dos vacas. Hermes se aprovechó de ese instante propicio, sacó su cítara y entonó sus cantos. Después, la ofreció como presente al deleitado Apolo y sobrevino la reconciliación.

Ambos pactaron amistad leal; Apolo obtuvo para su medio hermano menor —“que había recibido de Zeus la honra de hacer permutables los trabajos de los hombres”, es decir, el dón del comercio— algo como el privilegio olímpico e infinitas mercedes. Le dio un hermoso látigo, lo encargó de cuidar sus vacas, le otorgó imperio sobre animales y fieras (propia función del guardián del campo), y aun le concedió cierto limitado poder de adivinación. Efectivamente, en el oráculo de Fares, el fiel invocaba a Hermes, se taponaba las orejas mientras atravesaba el mercado, y después, la primera palabra o frase que oía era su augurio: kleedoón o adivinación por las expresiones casualmente escuchadas, de que viene a ser una moderna transformación poética la página de Mallarmé a propósito de la penultième.

—Por la buena —decía Hermes— todo se puede obtener de mí. —Y ofrecía a Apolo garantizarle la proliferación de sus manadas y la riqueza de sus tierras. Y Apolo, embobado, le hizo todavía presente del caduceo, insignia de mensajero divino que la poesía tiende luego a transformar en varita mágica, y en que algunos han querido ver una rama florecida, símbolo de fertilidad. Hermes arrojó un día su vara sagrada entre dos serpientes que peleaban, y éstas se enredaron en la vara, lo que dio su forma definitiva al caduceo. Así conformado, el caduceo vino a ser insignia del comercio.

5. Las variantes de este cuento nos dicen que Apolo era tan aficionado al joven Himeneo que se pasaba el día en su casa. Hermes, viendo distraído a Apolo, adormeció con una droga a los perros y logró robar el ganado. Cuando ya escapaba con él, lo sorprendió un viejo campesino, Batos (el Parlanchín: ¿es ya el Bato de las “Pastorelas” modernas?), quien se obligó a callar a cambio de una vaca que le obsequió Hermes. Pero éste, no muy seguro de la discreción del viejo, se disfrazó y vino en persona a pedir informes sobre el hurto, ofreciendo a Batos una recompensa por la delación. Batos le contó lo que había visto, y Hermes lo castigó dejándolo transformado en roca, venganza a que era aficionado por el recuerdo de su primitiva condición pétrea.

6. Como apenas mencionaremos en adelante a este Himeneo, es preferible que de una vez conozcamos lo poco que sobre él debe aquí referirse. Era hijo de Magnes, el héroe epónimo de Magnesia, de modo que era nieto de Argos el hijo de Frixo. Ya sabemos que su historia se confunde a veces con la de Hipólito, en cuanto al episodio de su resurrección por obra de Asclepio. Pero no pasa de ser una vaga figura, engendrada acaso por el grito nupcial, como queda dicho en la Introducción. El mito de Himeneo nunca llegó a definirse. Éstos suponen a Himeneo hijo de Apolo y de una Musa; aquéllos lo asocian con Lino o Yalemo, otras personificaciones de gritos rituales. Yalemo era un canto fúnebre, y Lino, un canto melancólico que, al parecer, lloraba la muerte de los racimos de uvas. (Ver “Lino” en la Segunda Parte.) Quienes tienen a Himeneo por hijo de Dióniso y Afrodita lo relacionan con la fertilidad.

El Himeneo de la leyenda ateniense persiguió a su enamorada, disfrazado de mujer, en una procesión eleusinia y salvó a todos los peregrinos de un asalto de los piratas. Se le concedió la mano de su novia y fue tan feliz en su matrimonio que quedó la costumbre de invocarlo siempre en las bodas. Los cantos ceremoniales que acompañaban el traslado de la novia desde la casa paterna hasta el nuevo hogar solían nombrarlo después de cada estrofa o fragmento.

La variante lo hace morir el mismo día de sus nupcias bajo el derrumbe de un techo, y el sentido de la invocación sería entonces algo como un exorcismo contra las desgracias posibles del matrimonio.

El arte lo representa como un joven de aire afeminado que, dotado de un par de alas, vuela cubierto por. un velo nupcial y blandiendo una tea encendida.

7. Volviendo ahora a nuestro Hermes, y aunque las distintas fábulas carecen de conexión entre sí, podemos figurarnos que, si bien Apolo le ofreció incorporarlo en la tropa de los Olímpicos, todavía el diosecillo tuvo que aguzar su ingenio para ser admitido. A este fin, según cierta tradición recogida por Nono, se disfrazó bajo los rasgos de Ares, hizo que Hera lo tomara por su propio hijo y acabó por lograr que ella misma reclamara el derecho de adoptarlo como su criatura; no pequeño triunfo, si se considera la inquina con que la reina del Olimpo perseguía siempre a los bastardos de Zeus. En cuanto empieza la carrera olímpica de Hermes, ascendido desde la categoría de dios menor gracias a su simpatía y a su astucia, Maya desaparece, confundida entre las sombras de los orígenes.

8. Hermes sabía ayudarse a sí mismo, pero también a los demás; cumple puntualmente los mensajes olímpicos, enriquece a los humanos y conduce a los muertos. Con muchas de las condiciones ya descritas —el ser mediador, algo zurcidor de voluntades, persona para las confidencias y los encargos secretos, agente solícito y providente, rico en ardides y recursos, a quien sólo faltaría haber sido peluquero y rapabarbas para más parecerse a “Fígaro”—, con todas estas fases de su amena fisonomía se relacionan varias fábulas en que lo vemos prestar eminentes servicios a dioses y a héroes. Amén de los ya citados casos de Príamo y de Odiseo, auxilia a Perseo en sus portentosas hazañas, ya proporcionándole el filoso acero (hárpee) con que ha de vencer a la Gorgona, ya las aladas sandalias que han de permitir al héroe revolotear por los aires. (A menos que las sandalias fueran propiedad de las Ninfas, y Hermes se haya limitado a devolverlas en cuanto Perseo cumplió su empresa.) Hermes se encargó de vender a Héracles como esclavo, para ponerlo a los pies de la reina Onfale, y de amarrar a Ixión en su rueda, y no fue ajeno al encadenamiento de Prometeo en el Cáucaso, todo en cumplimiento de órdenes superiores. Condujo a las tres diosas rivales hasta la cabaña en que había de juzgarlas el pastor Paris. Dio muerte a Argos Panoptes para aliviar a Ío, por mandato de Zeus, como luego vamos a referirlo. Logró rescatar el germen de Dióniso cuando el incendio que consumió a Semele y a su palacio. Libertó subrepticiamente a Ares del jarro de bronce en que los gigantescos Aloades lo tenían maniatado y preso. Posible es que haya auxiliado a Zeus cuando el extemporáneo nacimiento de Atenea. Se asoció a Zeus y a Posidón para conceder un hijo a Hirieo. Acudió en socorro de Zeus cuando Tifeo lo tenía cautivo y desjarretado, etcétera.

9. Si Hermes conquistaba tan fácilmente la voluntad de los dioses máximos, si por otra parte era tan servicial y útil a los vivos y a los muertos, ¿cómo había de ser indiferente a las mujeres? En efecto, el mito de Hermes abunda en historias amorosas. Desde luego, las Ninfas le eran aficionadas. Una le dio a Sísifo, otra a Pan —si al cabo eran realmente hijos de Hermes— y otra al pastor siciliano Dafnis, aquel a quien su enamorada arrancó los ojos. En cuanto a las heroínas, la leyenda rodia le atribuye enredos con Apemósine, hermana de Altemenes, el cual la mató de un puntapié por no haber creído que su seductor fuera el dios Hermes. Y ya dijimos que, de las tres hijas de Cécrope, una por lo menos, Herse, se le entregó, y Aglauros lo solicitó en vano. Ésta, celosa de su hermana, quiso un día estorbar la entrevista de los amantes, atravesándose al paso de Hermes: —De aquí no me moveré —exclamó—. Así sea —le dijo el dios, y con un toque del caduceo la dejó convertida en piedra, como a Batos.

10. Se atribuyen a Hermes relaciones ocasionales con Ártemis, Hécate y Brimo. La tradición relativa a Ártemis puede proceder de un simple sincretismo entre deidades de orden semejante o que tienen todas ellas trato con fieras y cazadores, o bien puede proceder de la prehistoria de la diosa, cuando —allá junto al lago Bebeis (Tesalia)— aún no adquiría ella su definitiva imagen virgínea. En el caso de Hécate, hay una mera asociación entre dos genios de la fertilidad, de la buena suerte o de los caminos; y la superstición popular atribuye tanto a Hermes como a Hécate el paralizar los miembros, la lengua y la mente de los que han recibido una maldición; en suma, como en dos casos lo hemos visto, de petrificarlos: la idea que todavía tiene nuestro pueblo de lo que es “quedar encantado”, como la Bella Durmiente y otros motivos del folklore. En cuanto a Brimo, cuyo nombre se hace derivar de los gruñidos coléricos (brm, brm) con que ella se defendía contra las importunidades del dios, no pasa de ser una ráfaga que cruza la escena de los Misterios Eleusinios.

11. Pero la más insigne aventura de Hermes lo asocia nada menos que con Afrodita. De tales amores nació probablemente Príapo, de quien hemos de seguir hablando más adelante, y también nació el bisexual Hermafrodito, figura oriental que recuerda al terrible Agdistis, aquel personaje mezclado en la fábula de Cibeles, la Dea Siria. Sailmacis, una Ninfa de Halicarnaso, se enamoró del hermoso mancebo Hermafrodito. Lo más que éste quiso concederle fue bañarse un día en la fuente donde ella moraba. En cuanto lo tuvo a su lado, la Ninfa se asió a él con todas sus fuerzas y pidió a los dioses que los juntaran para siempre en un solo ser. De donde proviene la doble naturaleza de la extraña y turbadora criatura, motivo favorito de las artes a partir del siglo IV, cuando las morbideces usurpan el sitio de las austeridades antiguas, y de quien cantaba nuestro Amado Nervo:

…tenías las supremas aristocracias:

sangre azul, alma huraña, vientre infecundo.

(Andrógino)

Las aguas de la fuente Salmacis tenían fama de adormir y debilitar al que osaba bañarse en ellas.

12. Mas ¿por qué Homero llama a Hermes “el Mensajero Argifonte”, es decir: el matador de Argos? “Argos” es, en Grecia, un nombre de múltiple sentido. En la Ilíada, designa una región de Grecia, o ya toda Grecia, cuyos habitantes son por eso “argivos”, lo mismo que “aqueos” o “dánaos”. En la Odisea, “Argos” es el perro que Odiseo dejó en su casa al partir a Troya y que a su regreso, después de veinte años de ausencia, y al reconocer a su amo, menea la cola, mueve las orejas, quiere saltar a su encuentro y perece agobiado por la vejez. Argo se llamó la nave de los Argonautas, y “Argos” el que la construyó bajo las inspiraciones de Atenea, “Argos” el hijo de Frixo con el que suele confundírselo, “Argos” un hijo de Zeus y Niobe que gobernó en Argólide, se casó con Evadne, la hija de Estrimón y Neera (o de la Océanida Peitho), y a quien se atribuye la invención de la labranza y la siembra del trigo.

“Argos”, finalmente, biznieto del anterior, es aquel pastor cuyo cuerpo estaba cubierto de ojos —Argos Panoptes, Argos el Todo Ojos—, a quien Hera encargó que espiara y siguiera por todas partes a Ío, la desdichada amante de Zeus. Hermes dio muerte a Argos, tratando de librar a Ío de esta tortura, y de aquí el epíteto homérico. Hera, entonces, convirtió a Argos en el pavo real que luce cien ojos con el abanico de sus plumas caudales. (Unos dicen que Argos sólo tenía un ojo; otros, que tenía un par de ojos en la frente y otro par en la nuca. En todo caso, nunca dormía con todos sus ojos a la vez, por lo que era un guardián único. Dotado de fuerza prodigiosa, libertó a Arcadia de un toro que asolaba los campos y dio muerte a un sátiro que acosaba a los arcadios y robaba los ganados. Habiendo logrado sorprenderla dormida, mató a Equidna, hija monstruosa de Tártaro y Gea que en algunas versiones, se apoderaba de cuantos pasaban junto a ella. Para acabar con él, Hermes tuvo que lanzarle de lejos un peñasco, o tuvo que adormecerlo con su vara mágica o con la flauta de Pan.)

Aunque Hermes no había hecho más que obedecer órdenes de Zeus, todos los dioses reunidos en tribunal juzgaron a Hermes, y dictaron su voto, que resultó absolutorio, arrojando una piedrecita blanca a los pies del dios, fábula inventada para explicar la identificación tradicional de Hermes con el montón de pedruscos, límite de las propiedades o señal del camino. Examinando la costumbre del viajero que consiste en añadir otra piedra más al montón, Frazer cree que se trata de un acto mágico para transferir a la piedra la fatiga de la jornada. Otros juzgan que es un acto ceremonial destinado a unirse con el espíritu que guardaba las rutas. Como a los lados de las sendas se apilaban también los túmulos de las sepulturas, volvemos así, por otro desvío, a la interpretación de Hermes como guía de los muertos.

13. En Hermes no hay violencia, cólera ni exorbitancias de vigor físico, según acontece con los demás dioses: sólo hay agilidad, rapidez e ingenio, ingenio inagotable. Hermes al servicio de Zeus más parece un joven filósofo de la decadencia griega al servicio de un grave capitán romano.

3

I. Preliminares. Dióniso, personaje mezclado. Sus dos apariencias en el arte. Su aparición en la mitología. Origen y nombres. Sincretismo. El cortejo dionisíaco: Sátiros, Silenos, Ninfas, Bacantes, Ménades o Lenas, Basárides. Midas y el Sileno. Múltiple función religiosa de Dióniso.

II. Nacimiento y crianza de Dióniso. Semele y las Ninfas del Nisa. Atamas, Ino-Leucotea, Melicertes-Palemón y Learco. Mito intermedio de Temisto. El caldero. El cofre. Dióniso y los Titanes en el mito órfico. Licurgo y las Ninfas Niseas. Boútes y Corone.

III. Dióniso adulto. Hera y la locura de Dióniso. Andanzas del dios por Egipto y Siria. Iniciación en los Misterios de Cibeles. Licurgo, las Bacantes y Driante. Dióniso y Orfeo. La India. Dióniso y Alejandro.

IV. El retorno. Regreso a Grecia y estrategia de Dióniso. Penteo y las Tebanas. Las hijas de Minias. Las hijas de Eleutero. Las hijas de Preto. Perseo y Dióniso. Dióniso en los infiernos. Semele-Tione, Prósimos. Acrisio. Los piratas Tirrenos. Icario y Erígone.

V. Dióniso sube al cielo. Dióniso y los Gigantes. Historias de amor: Ariadna, Ampelos, la Amazona Nicea, Afrodita. Posibles hijos de Dióniso: Enopión, Evantes, Estáfilo; Príapo, Himeneo, Hermes Ctonio.

VI. Consideraciones generales. Caracteres de estos mitos y su sentido. Novedad, exotismo, hondura. Dióniso y Apolo. Dióniso y los tiranos. Dignificación del culto y consecuencias de su importación. La religión emocional. Vida, muerte, resurrección y panteísmo. Integración apolíneo-dionisíaca.

I. Preliminares

1. Una y otra vez, con cierta cómica frecuencia, confiesan y admiten los maestros de la prehistoria que prácticamente todos o casi todos los pueblos “vinieron de otra parte”. Y, cuando se ofrece el caso de razas mezcladas —¿y dónde está la nación químicamente pura?—, entonces hay que pasar a otro extremo, y es el deslindar a los primeros ocupantes y a los invasores del día siguiente. Para la historia de las religiones y de los mitos, ello se refleja en la heterogeneidad de creencias, celebraciones y entes del culto. El personaje divino registra en su naturaleza las vicisitudes del pueblo que lo adora, sus luchas, injertos y contagios. Las deidades no pueden reducirse a esos contornos fijos que hoy quisiéramos exigirles y que les prestan las artes plásticas. Tendemos a considerar la mitología como una creación sistemática, olvidando que ella es efecto de precipitaciones seculares, inconscientes y anónimas, guiadas —o amontonadas más bien— por la caprichosa mano del azar.

Al abordar a los dioses griegos, nos vemos en trance de reconocer muchas veces su origen y nombre no helénicos, y el incierto sincretismo de que ha resultado su figura. El caso es singularmente agudo para el dios desconcertante de que ahora vamos a tratar. La apariencia misma que le dan las artes figurativas delata ya una paulatina mudanza en la concepción de este dios. Su función sacra es una revoltura de helenismo y barbarie. Y entre las evoluciones de su figura y de su sentido religioso ni siquiera se ha establecido una relación explicativa.

2. Una vez superadas las figuraciones anicónicas (piedras o troncos en bruto o apenas elaborados), el arte, hasta el siglo V, representó a este dios como un personaje adusto y barbado, de edad madura, tal vez un vetusto numen de la viña, aunque a veces se diría que la viña sólo se le asoció más tarde. Es el Poogoonítees arcaico de las monedas (Tasos, Naxos y aun Atenas); el que también aparece en los vasos más antiguos: cabellera larga enredada en pámpanos, barba sedosa y puntiaguda, la túnica o “himación” hasta los pies, un cántaro o un tirso en la mano. Así pudo ser también la imagen crisoelefantina de Alcamenes, que Pausanias encontró en cierto sagrario de Atenas. Con todo, ya se siente al dios extraño e inquieto: en el Vaso Francisco, por ejemplo, contrasta su agitación con la impasibilidad de las otras divinidades.

Nos falta el tránsito. De pronto, la figura asume un aire juvenil, vulnerable, afeminado y travieso: rosto imberbe, frente coronada de rizos, y aquellos característicos bucles que caen por los hombros; y mientras llega a la madurez completa, la bassara o túnica corta de las mujeres orientales, prendas del Dióniso Bassareus. A veces, la nébride o piel de venado, o bien la pardálide o piel de pantera, flojamente atadas al busto; y los delicados pies, protegidos por las botas altas o endrómides. Penteo, en Eurípides, le dice: “La larga y flotante cabellera que rodea graciosamente tu rostro no corresponde a un luchador; ese tinte blanco y desvanecido, hijo de la sombra, no parece hecho a los ardores del sol”. Pero, en el llamado Dióniso Indio, ya mencionado y que no puede ser anterior a Alejandro, reaparece inesperadamente el personaje venerable y barbado, vestido con la larga túnica y revestido de majestad como un monarca asiático.

Algunos documentos recuerdan la relación de Dióniso con el mar, de que hablan Filóstrato y el retórico Arístides (siglo II d. C.). El vaso ateniense de Acragas (Museo Británico) lo muestra a bordo de un barco de ruedas, seguido de una procesión que arrastra a un toro, sin duda para sacrificarlo. Por lo demás, es frecuente, en las representaciones gráficas y acaso por una convención artística, que los dioses se acerquen en un barco o carro de parecido aspecto. Sobre Dióniso y el mar algo diremos adelante.

3. Respecto a su aparición en la mitología, podemos imaginar a Dióniso como un principio o elemento extraño que avanza sobre Grecia dispuesto a acaparar en sí cuantas figuras afines encuentre al paso; o también como un cordón de fuego que invade y consume triunfalmente a los pueblos por donde cruza; o como un huracán venido del Asia Menor y que envuelve en truenos la península griega. “Dejé las campiñas de Lidia rica en oro, y la Frigia —lo hace decir Eurípides—; atravesé los ardientes llanos de Parsia, las fortalezas de Bactria, la Media azotada de lluvias, la Arabia Feliz, toda el Asia bañada en amargas ondas, donde son las torreadas y populosas cuidades en que los griegos se confunden con la bárbara gente.” ¿Dónde se engendró esta tempestad? Pronto lo diremos.

Ya se comprende que el culto real e histórico de este dios se manifiesta en forma muy atenuada y dista mucho de los excesos que alcanzó en días remotos o de las monstruosidades con que lo revistió la fábula, fantaseando a su sabor. Potnia, un tiempo, sacrificó anualmente un niño como víctima dionisíaca, para conjurar el hambre con que el dios castigó el asesinato de su sacerdote, acontecido en un frenesí de orgía colectiva. Parece que, alguna vez, Quíos, Ténedos y Lesbos conocieron prácticas semejantes. Todo esto es cosa del pasado, de la Grecia anterior a Grecia, y se lo recordaba con horror en la edad clásica. Pero sin duda quedaban por ahí algunas supervivencias feroces. En Orcomenos, Beocia, cuando las fiestas Agrinoia que se celebraban anualmente, el sacerdote de Dióniso perseguía a las supuestas “Ménades”, princesas de la sangre que representaban a las hijas de Minias, y tenía derecho a darles muerte: Plutarco asegura que en sus días se dio un sacrificio semejante (siglo I d. C.). En Alea, Arcadia, asegura Pausanias que azotaba a las mujeres cuando las Dionisíacas bienales (siglo II d. C.).

4. Los antiguos no ignoraban la complejidad de esta figura, amasada con diferentes arcillas. Cicerón creía ver en Dióniso la suma o la yuxtaposición de cinco tipos originales: el Dióniso cretense, el egipcio, el frigio, el tebano y cierto hijo de Niso y Tione que parece un doble del precedente. Muchos modernos se han inclinado a distinguir en Dióniso el dios de Tracia y Beocia, el de Eleutera, el de Creta, el de Egipto, etc. Las viejas teorías que, por una semejanza fortuita, pretendían derivar a Dióniso directamente del Osiris egipcio (Heródoto, Diodoro Sículo, etc.), aunque todavía inficionaron a Jane Harrison, han caído por tierra, junto con las hipótesis sobre otros supuestos antecedentes egipcios de las cosas griegas, antecedentes que más legítimamente han de buscarse en el Asia Menor o en Creta.

Las religiones naturalistas, en efecto, presentan aspectos parecidos. Es fácil encontrarlos entre Dióniso, Zalmoxis, Sabacios, Atis, Adonis, Tamuz, Osiris, como entre las prácticas de la orgía mística griega y la “macumba” africana. No por eso hay que buscar entre lo uno y lo otro parentescos artificiales. Por la semejanza específica, las sociedades primitivas, poco diferenciadas aún y más dóciles al ambiente que las sociedades superiores, reaccionan de análoga manera ante los mismos estímulos. Sectas más o menos extremosas y desorbitadas se han dado en todas partes. Ni siquiera hay una conexión necesaria entre los extravíos místicos que, a distancia de varios siglos, puedan aparecer en una misma región. Que en la antigua Anatolia hayan prosperado, a fines del siglo II d. C., el montañismo a que se afilió el propio Tertuliano, y en el siglo VIII d. C. la secta de los derviches giratorios, son meras curiosidades históricas que nada demuestran, aunque así lo crea cierto tratadista. Pero tampoco hacía falta acudir a estas pretendidas demostraciones. Parece bien averiguado, en efecto, que el foco original de la religión dionisíaca se encuentra situado por el Asia Menor, y que este meteoro divino brotó entre los frigios y sus hermanos y vecinos de Europa, los pueblos tracios. Los etimologistas nos hablan del Diounsis frigio, guardián de tumbas que dormía el invierno y despertaba por primavera; nos hablan asimismo de Dios y Zemelo, Cielo y Tierra en las adoraciones frigias y correspondientes del Zeus y la Semele griegos, padres de Dióniso. La leyenda cuenta de una invasión tracia, por fines del primer milenio a. C., que pudo traer consigo a Dióniso. Una vez llegado el culto a Grecia, sus principales sedes han de establecerse en Beocia y en Ática, aunque según veremos tampoco escasean sus manifestaciones en el Peloponeso. Tal culto se extenderá luego al Occidente, por las colonias helénicas de la Magna Grecia y Sicilia, y al fin ascenderá por Etruria hasta Roma. “Dióniso —decía Sófocles— es el dios que reina sobre Italia.” Hasta hubo que prohibir un día en Roma los excesos de las Bacanales.

Que Dióniso tenga alguna relación con el mundo subterráneo y las tumbas, con la fertilidad del suelo y de las familias humanas —según los emblemas fálicos que acompañan sus procesiones y sus fábulas—, con tal o cual rasgo del Niño Dios Minoico, con imágenes orientales de mayor o menor relieve, son cosas que no pueden ya sorprendernos: estamos hechos a esta mixtura de caracteres y a estas confusiones entre divinos rostros.

5. A este dios, como al himno con que se lo honra, se llamó Ditirambo, término puerilmente explicado por los lexicógrafos. Como las demás deidades, Dióniso admite diversos nombres según la función especial en que se lo contempla o invoca, o la fábula a que se lo refiere (Intr., III, 14). Su otra apelación ritual, Baco (el Retoño), es palabra de origen lidio; y Yaco parece su doble, o su sombra y atenuación. Esta sombra pasea entre los penumbrosos Misterios Eleusinios —como aquella imprecisa Brimo que encontramos en el capítulo anterior— completando la trinidad sacra al lado de Deméter y Kora (II, 2, 2,). Frecuentemente, Dióniso es llamado Bromios o el Estrepitoso. La poesía lo dice Erísbomos o el Bullicioso, Mainómenos o Delirante, Irafiota o el de los Cabritos, Kissonómenos o Coronado de Yedra, Polystáphylos o el de Muchos Racimos, Chárma Brotóisi o “alegría de los mortales”, etc. Es también el Lysios o Lyaios, el que desamarra los nudos; el Nyktelios de los festejos nocturnos, el Mystes o Iniciado por excelencia, el Eves o Evios que responde al grito de “¡Evoé!” Se lo apellida Ortos o Erecto, y Enorches o El Testicular, por referencia a su energía viril. Lo extraño es que también se lo haya apodado Pseudanor o el del Falso Sexo, Gymnis o el Afeminado, Arsenóthelys o el Hombre-Mujer, Dyalos o el Híbrido. Añádanse a estas calificaciones el Zagreo o Cazador Salvaje, el Omestes y Omadios o Comedor de Carne Cruda, el Ériphos, que alude al cabrito sacrificado en su honor, el Aigóbolos o Matador de Chivos, el Melanaigis, por la piel de chivo negro con que suele cubrirse, el Anthroporraistos o Matador de Hombres. El título de Isodaítees sólo se le aplicó en ciertos medios de mujeres equívocas que, del siglo V en adelante según Plutarco, practicaban en Atenas algunas ritos poco recomendables.

Todas estas denominaciones corresponden a otras tantas fases teóricamente anteriores o distintas al menos de sus manifestaciones vegetales. En su era subterránea y las fases que con ella se relacionan, se lo asocia más naturalmente con las plantas. Los epítetos Dendreus, Dendrites, Endendros aluden a su condición de deidad arbórea, así como Phleón, Phleus o Phloios a su feracidad vegetal. Y aquí el hibridismo o bisexualidad que ya señalábamos es más explicable, como forma de reproducción más antigua y generalizada que la diferenciación de los animales en machos y hembras. Durante su paso por los Infiernos, Dióniso es Yedra, o Sykites-Sykeotes, Dios-Higuera. Como Omphákites, es el dios de los racimos verdes.

A pesar de que la era subterránea “vegetaliza” al dios, el laurel, que entonces le pertenecía, no se mienta entre sus sobrenombres y más bien quedó consagrado a Apolo. Adviértase que la cercanía y aun identidad de estos dos hermanos divinos en el Inframundo es un secreto que los iniciados no debían revelar. El simbolismo de esta intimidad es diáfano: intimidad entre la razón y la locura, como en las palabras que Santayana presta a Demócrito (Diálogos en el Limbo).

Otras apelaciones de Dióniso se refieren ya a lo que llamaríamos “dialectos míticos”. Los órficos, por ejemplo, juntaron en una varias fábulas paralelas, y de ello resulta que Dióniso tuvo dos madres y tres sucesivos nacimientos, de donde se lo llamó Dimétor y Trígonos. Originariamente, Dióniso más bien se asocia a un personaje femenino de dos caras: ya Perséfone-Afrodita, ya Semele-Tione, o bien Ariadna-Aridela. Pero nos conviene enfocar los rasgos principales, y sólo darnos por entendidos de que existen otros, sin concederles demasiada atención.

Finalmente, Roma identificará a Dióniso con el italiota Liber Pater.

6. El sincretismo de Dióniso no sólo se aprecia en sus muertes y resurrecciones, aspecto común a muchos cultos naturalistas como acabamos de recordarlo, cultos que podrán o no tener relación directa con el culto dionisíaco. Tal sincretismo se aprecia también en otros rasgos como, por una parte, el acompañamiento de figuras maternas (Semele, Ino, las Ninfas Niseas) y, por otra, el acompañamiento de un cortejo extático y tumultuoso (Ménades, Bacantes, Silenos, Sátiros). Circunstancias que nos recuerdan respectivamente a la pareja Atis-Cibeles y sus Coribantes, y también a la pareja Rea-Zeus y sus Curetes. Los griegos del tiempo de Eurípides confundían fácilmente a Curetes y Coribantes en el cortejo de Dióniso. Aun la adoración del toro y la “omofagia” —el comer carne cruda— son motivos comunes al culto de Dióniso y al del arcaico Zeus Cretense. La semejanza llega a términos tales que se ha podido decir: Zeus es un Dióniso de los varones; Dióniso, un Zeus de las Mujeres.

7. El dios se presenta siempre en carrera, de preferencia por la noche, al son de flautas, címbalos y tambores, acompañado de su vertiginoso cortejo medio divino y medio humano, que adelanta agitando antorchas y gritando. En el cortejo hay Sátiros, Silenos, Ninfas, Bacantes, Ménades o Lenas (“locas”), y adoradoras mortales llamadas Basárides, acaso por las pieles de zorro con que solían cubrirse. Entre todos, ejecutan milagros; hacen saltar fuentes de vino, leche y miel; despedazan cabras, toros y hombres en un verdadero alarde de vigor sólo propio de enajenados; se entran por las llamas sin quemarse, son indemnes a los ataques de cualquier arma; se enredan entre serpientes; ya persiguen a los animales silvestres hechos unos cazadores implacables, ya acarician maternalmente a los cachorros de las fieras, al punto que las mujeres les dan el seno. Cuando el vino, las danzas y las contorsiones (el hechar la cabeza hacia atrás es un movimiento característico) los han puesto en posesión del dios, todos se han convertido en Bacos. El destrozar animales vivos y devorar la carne cruda es un modo de asimilarse al dios, suerte de comunión salvaje. El dios, que a veces asume forma humana, se ofrece en sacrificio bajo la apariencia de un toro, de un macho cabrío, y en ocasiones se presenta como una serpiente.

8. Los Sátiros son los espíritus de la vida silvestre y simbolizan la fertilidad incontenible. Siempre se los figura como unos machos grotescos y libidinosos, híbridos de hombre y bestia, con colas de caballo en el arte ático primitivo —lo que los acerca a los Centauros—, y después mezclados de chivos, dotados de cuernos, orejas puntiagudas, patas peludas, pesuñas hendidas, al modo de Pan, el muy popular y muy pintoresco dios menor. Los Sátiros han dado ocasión a muchas historias divertidas, en que se revelan su temperamento salaz y su naturaleza casi siempre asustadiza, salvo cuando Dióniso los posee. Aunque acompañan a este dios, no son un brote de su culto, sino una creación independiente de la imaginación griega. Todos saben ya, por lo demás, que la asociación entre Dióniso y los caprípedos tuvo como resultado la creación del teatro helénico. Por su parte, Italia identificará a los Sátiros con sus Faunos. Al conocido Sátiro de Praxiteles se lo llama todavía “el Fauno Danzante”.

9. En punto a Silenos, la documentación artística abunda más que la literaria. Junto a los Sátiros se colocan siempre los Silenos —o el Sileno: ya conocemos estas disyuntivas de la entidad única o múltiple. Los Silenos son como unos Sátiros viejos. Se los llama Papasilenos. El vino, que simplemente alegra a los otros, a ellos los emborracha y aduerme. A veces aparecen como ayos en las mocedades de Dióniso (Los Cíclopes de Eurípides). Son expertos músicos y aun buenos genios domésticos. Píndaro nos habla de un Sileno que da a Olimpo cuerdos consejos sobre los engaños de la riqueza.

Hubo un Sileno que logró alcanzar culto propio. Pausanias encontró su sagrario en Elis. Y en Atenas, vago rastro de semejante culto, quedaba una piedra en el Acrópolis donde, según voz general, el Sileno por excelencia se había sentado a descansar cuando llegó a la comarca en el cortejo de su amo.

Un cuento muy difundido refiere que el rey Midas —cuyas imprudencias ya conocemos— logró atrapar a un Sileno echándole vino en la fuente donde acostumbraba beber. La fuente estaba por Macedonia o sus cercanías, aunque otros la ponen en el Asia Menor. En todo caso, el asunto pertenece a la misma raza, sea la rama tracia o la frigia. Midas obligó a hablar al Sileno: “¿Qué es lo mejor para el ser humano?”, le preguntó. El Sileno, tras mucho hacerse de rogar, contestó al fin: “Lo mejor para el hombre sería no haber nacido; y si ha nacido, morir al punto o morir cuanto antes”.

En otra leyenda, Midas fue hospitalario para el Sileno, que andaba perdido de su tropa. Lo recibió en su palacio y se lo devolvió a Dióniso. En recompensa, se le concedió el dón que pidiera. El muy torpe solicitó que se transformara en oro cuanto él tocase. Como aun la bebida y la comida se le volvían oro, estuvo a punto de perecer y rogó que se anulase el funesto dón. Se le aconsejó entonces lavarse en el Pactolo, con que el dón desapareció. Pero las arenas del Pactolo acarrean oro eternamente.

Ya hemos contado el caso de las orejas de Midas, a propósito de la competencia entre Apolo y Pan.

(La tradición de estos temas, en la égloga VI de Virgilio: Sileno canta el origen del mundo para que le devuelvan su libertad unos pastores que lo han atado entre guirnaldas.)

10. Lo cierto es que el culto de Dióniso contiene una inabarcable riqueza de significados. De aquí que el dios tienda a convertirse en algo como un símbolo abierto; de aquí que aun en nuestros días ejerza una fascinación singular (es el dios que más nos inquieta), y de aquí que todas las descripciones de la religión dionisíaca resulten mezquinas y parciales. La adoración de Dióniso nunca será cabalmente explicada. Ya nos encontramos con el espectáculo de las celebraciones primaverales en campos y en urbes, o con los festejos invernales de cada dos años (extraño ciclo que recuerda el de Sabacios en Tracia), cuyo escenario son las áridas cimas; ya con ceremonias diurnas o bien correrías nocturnas al fuego tembloroso de los hachones; ya con estallidos de gozo o dolor exasperante, pues el mismo ser que otorga los dones benéficos es también el salvaje devorador de carne cruda y despedazador de hombres. Ora nos aparece la deidad en encarnaciones animales, humanas, o incorporada en el árbol místico; lo mismo reina entonces en los pinares, los vergeles y los jardines. A veces gobierna adoraciones marítimas entre gente de vela y remo, o el entusiasmo y la honda unión espiritual de las poblaciones silvestres. En ocasiones, para mayor desconcierto de sus adversarios (pues es dios combatiente), hace alarde de una serenidad casi pavorosa, calma que sólo anuncia tormentas y que suele infundir también a sus secuaces. Pero de pronto se muestra en estado de completa locura, como si de tiempo en tiempo la diosa Hera, que ya una vez le arrebató el juicio, se propusiera de nuevo enajenarlo. Y el marcado tono sexual de sus orgías —que en vano han negado algunos— no podía realmente recomendarlo a la simpatía de la que fue, por excelencia, la Dama de los Matrimonios.

Junto a estos caracteres sobresalientes, tan cambiantes y abigarrados, crueles o terriblemente festivos, Dióniso comparte con todos los dioses griegos, en grado mayor o menor, la función agraria. En el país de los bisaltas (Crastonia), poseía, según Aristóteles, un hermoso templo donde, al recibir los sacrificios periódicos, anunciaba con grandes llamaradas las buenas cosechas, y, con la oscuridad persistente presagiaba los malos años. Diodoro asegura que el Dióniso-Sabacios enseñó a uncir los bueyes al yugo. Dióniso posee también, como otros dioses, algunas virtudes proféticas: así en el oráculo de Satres, que se encontraba en medio del bosque sobre un macizo de Pangea. La tribu de los Beses era la dueña de este oráculo, y una mujer inspirada respondía las consultas todavía en tiempos del dominio romano. En su célebre oráculo de Anficlea (Fócide), cuyos ritos cuenta Pausanias, Dióniso mezclaba las profecías y las curaciones por la incubación del sueño, como Asclepio. Cuando, en Delfos, Apolo le dé asilo en su sagrario durante los tres meses de invierno, Dióniso se abstendrá prudentemente de entrometerse en las profecías, sin duda por respeto al amo de la casa. Finalmente, aunque en contados casos, Dióniso se atreve con la función política y aparece como protector de ciudades: en Teos, Naxos, en Patras. Aquí es el dios Aysimnetes, representativo del sinecismo o junta de las tres ciudades primitivas que la integraron: Mesateos, Anteos y Aroeus.

Tres aspectos de la religión dionisíaca merecen especial mención: 1) En ningún otro culto la vida religiosa conserva un carácter colectivo más acentuado: este culto progresa por propaganda y proselitismo de masas; 2) Dióniso no tiene relación alguna con realezas o principados, ni se lo asocia en general a la fundación de ciudades, ni es abuelo de familias nobles; 3) el tema del Dios Niño, en otros casos explotado por la religión de tipo feudal, aquí es rasgo propio de una creencia de labriegos y campesinos; la cuna misma del dios es la criba o Iíknon en que se cierne el trigo, y la adoración del dios, que encuentra en el campo su natural terreno, avanza sobre las ciudades a viva fuerza.

La religión dionísiaca se difundirá tanto entre el pueblo y será tan propicia a la igualación de las castas que no es de extrañar si el aristocrático Homero apenas menciona a Dióniso a propósito de Licurgo el tracio, de Ariadna o de la urna fúnebre de Patroclo y Aquiles, como menciona apenas a la Dolorosa Deméter, otra deidad de los humildes. (Recordemos que los llamados Himnos Homéricos no se consideran todos obra de Homero, al contrario de la Ilíada y la Odisea.)

II. Nacimiento y crianza de Dióniso

11. A diferencia de lo que acontece con los demás Olímpicos, Dióniso ofrece una leyenda de relativa coherencia, una suerte de biografía desde el nacimiento a la apoteósis. Es evidente que esta leyenda tiene otros orígenes que las precedentes y se impuso a los helenos cuando ya estaba formada. Todas las leyendas de su Infancia tienen como punto de partida el ritual; los episodios de la conquista del mundo guardan el vivo recuerdo de la invasión del culto a través de Tracia y de las resistencias que hallaba al paso. Tras este “evangelio” —como dice Grimal— se adivina toda una religión, lo que da a este dios una fisonomía singular y distinta. Antes de afirmar su poderío, pasa por una serie de sufrimientos (páthee). Con los primeros latidos del germen, comienza la Pasión de Dióniso.

Su nacimiento se cuenta de muchos modos y aun se le asignan diversas madres. No sólo se disputan su cuna el Asia Menor y la Grecia Continental, sino también las islas egeas que se hallan a medio camino, como Naxos y Samos. Y de una vez conviene advertir que Naxos tiene singular importancia en los mitos dionisíacos y que Plutarco, por considerarla la tierra más relacionada con el dios, la llama Dionisia.

Según la fábula general, Zeus, bajo apariencia humana, engendró a Dióniso en Semele, hija de Cadmo y nieta del héroe Agenor, dinastía tebana. Los frigios del Asia menor y los tracios, sus hermanos de Europa, consideran a Semele como su deidad ctónica o subterránea por excelencia, y en Asia Menor se pretendía que los amores de Zeus y Semele habían tenido por escenario el Monte Sípilo, lugar de tradiciones míticas. Los griegos, en cambio, creen ver este escenario en Tebas, allá donde las carbonizadas ruinas del palacio de Cadmo, junto al recinto de Deméter. Semele tiene otro nombre, o un doble auténticamente griego, que es Tione; y una vez que Dióniso la hubo rescatado de los Infiernos, ascendió al Olimpo bajo este segundo nombre y tuvo culto en Tebas.

Cuando Hera supo que Semele estaba encinta de Dióniso por obra de Zeus, siempre celosa, se disfrazó bajo los rasgos de Beroe, una criada vieja nativa de Epidauro, y felicitó a Semele por sus amores con el dios máximo, no sin manifestar ciertas dudas: ¡Hay por ahí tanto impostor dispuesto a abusar de las doncellas! ¿Por qué no poner a prueba al amante? ¿Por qué no pedirle que se mostrara a Semele en su verdadera apariencia, en todo su divino esplendor, como si Semele fuese su legítima esposa, para que también ella supiera lo que es el abrazo de un dios? Semele se dejó tentar. Si Elsa de Brabante perdió a Lohengrin por una curiosidad de orden parecido, Semele se perdió a sí misma. Comenzó por arrancar a Zeus, en nombre de la terrible Éstix que fía sin remedio los juramentos de los dioses, la promesa de que le concedería el primer favor que ella pidiera. Zeus, adivinando lo que iba a venir y temiendo las consecuencias, quiso taparle la boca, pero ella había hablado ya y él ya había comprometido su palabra. Muy a su pesar, se dispuso, pues, a cumplirla y a presentarse ante la desventurada princesa en su verdadera forma divina.

Subió al cielo y, aunque se revistió de sus armas y poderes, todavía procuró no usar esta vez los más incontrastables, sino los más atenuados, aquellos que los Inmortales llaman su “segunda panoplia”. Con todo, ni así pudo resistir la humana flaqueza de Semele tan terrorífica presencia, que podemos imaginar como la presencia del rayo. Se incendió el palacio. Semele cayó fulminada. Entre las cenizas, Zeus, tal vez con ayuda de Hermes, logró rescatar el embrión que la princesa llevaba en el seno, y lo alojó en uno de sus muslos, de donde Dióniso había de nacer a su debido tiempo. Aquí, como en el nacimiento de Atenea por la frente de Zeus, ven los antropólogos un eco de la “covada” primitiva o ficción de un alumbramiento paterno. Este motivo es bárbaro, y mal disimularíamos su origen exótico y tal vez tracio. El motivo aparece asimismo entre los mongoles y otros pueblos distantes, como en el folklore de los indios norteamericanos. De tamaña extravagancia habrá de burlarse un día Luciano, allá en las postrimerías de Grecia y en los días del descreimiento.

El recién nacido fue entregado por Hermes a la guarda de unas nodrizas. El tema de las nodrizas, ya conocido de Homero, trae resabios cretenses y nos transporta al vetusto mito del Niño Zeus que ya hemos encontrado antes. Es un tema muy socorrido. Recordemos a las nodrizas de Erictonio. Las de Zeus unas veces son mujeres, otras son animales. Para Dióniso, siempre se nos habla de Ninfas, y desde luego, de las Ninfas del Monte Nisa o Niseo, que ya son tres o ya son cuatro. Sus nombres mismos dejan ver la confusión entre las muchas variantes de la leyenda: una de las nodrizas es Nisa, la Ninfa epónima del monte; otra es Ino, hermana de Semele a quien pronto vamos a conocer; la tercera, Tione, verdadera doble de Semele. Ya veremos que en la isla de Naxos se habla de la Ninfa Corone, la virgen corneja. Los relieves las presentan amamantando al niño, y preparando o recogiendo su baño, mientras las contempla un hombre que puede ser ya el ayo Sileno.

En agradecimiento a los cuidados de sus nodrizas, Dióniso, según la versión ordinaria, obtuvo de Medea el filtro que había de rejuvenecerlas. Las nodrizas se metamorfosearon más tarde en estrellas y lucen en la constelación de las Híadas.

La mención del Monte Nisa es muy equívoca. No creamos haberlo entendido. Hesiquio nos desengaña. ¿El Monte Nisa o Niseo? Lo hay en Arabia, Etiopía, Egipto, Babilonia, Eritrea, Tracia, Tesalia, Cilicia, India, Libia, Lidia, Macedonia, Naxos, en la Pangea y en Siria… Se dice que hay una Nisa dondequiera que Dióniso puso su planta.

En Naxos se daban por nodrizas del dios a Ifimedia y a su hija Pancratis, madre y hermana respectivamente de los niños gigantescos Oto y Efialtes.

12. Aquí se interpola una de las más curiosas variantes sobre la crianza de Dióniso. Según tal variante, Dióniso no tuvo más que una sola nodriza, y fue Ino, hermana de Semele. Ino es la primer conductora de los cortejos báquicos, a creer cierta inscripción magnesia del Meandro, la cual considera a las Ménades originarias de Tebas y pertenecientes a “la raza de la Ino Cadmea”. En Hesíodo, Semele, Ino y Agave son las hijas de Harmonía y de Cadmo. Después aparece una cuarta hija, Autonoe, la esposa de Aristeo y madre de Acteón. La historia de Ino es algo tardía y contradictoria. Cuando Ino recibió el encargo de cuidar a Dióniso, tenía ya dos hijos de su esposo el rey Atamas. Tales eran Learco y Melicertes. Éste nada tiene de común con el fenicio Melkart, como se pretendió en otro tiempo. Atamas era hijo de Éolo (hijo de Héleno y no el vago dios de los vientos) y de la ninfa Orsis, y por consecuencia era hermano de Sísifo, Creteo y Salmoneo.

Hera quiso vengarse de Ino, como de todos los que en alguna forma habían ayudado a su rival o al divino bastardo, y enloqueció a Ino y a Atamas. Ino escapó del palacio, enajenada como las mujeres a quienes más tarde poseería Dióniso. (Atamas, que la dio por muerta, se desposó entonces con Temisto, hija de Hipseo, de quien tuvo otros dos hijos. Pero, al descubrir que Ino aún vivía y había recobrado la razón, la trajo secretamente a su lado. Temisto entonces quiso dar muerte a las criaturas de Ino, y ordenó que se las vistiera de negro, y de blanco a sus propias hijos, para, durante la noche, distinguirlos fácilmente. Pero Ino trocó las vestiduras, y Temisto asesinó a sus propios retoños; después de lo cual, horrorizada, se suicidó. El tema de la confusión entre las telas de dos colores reaparece en el cuento de Teseo y Egeo.)

El episodio de Temisto interrumpe la continuidad de la historia. Volvamos al instante en que Era enloquece a Ino y a Atamas, y olvidemos resueltamente a Temisto. Atamas, en su extravío, mata a su hijo Learco, tomándolo por un gamo o un león al que quiere cazar de lejos o aplastándole la cabeza. Ino huye, entonces, llevando en brazos a Melicertes y, perseguida por Atamas, trepa a una roca y se arroja al mar. En la mente mítica, este salto al mar es una ablución que consagra y rejuvenece como un verdadero bautismo, arranque de una nueva vida. (Recuérdese a la Díctina-Britomartis cretense, II, 6, 9.) Zeus en persona salva entonces al abandonado Dióniso. En tanto, Afrodita, que se apiada de Ino, la convierte en Leucotea, “Diosa Blanca” o “Fugitiva sobre la Espuma”. Esta diosa habrá de auxiliar más tarde al náufrago Odiseo, prestándole su velo para que se lo enrede al pecho, nade hasta la lejana costa y luego lo arroje otra vez al mar. El velo resulta ser el amuleto contra los peligros del mar en los Misterios de los Cabiros Samotracios.

Melicertes, por su parte, ha sido también metamorfoseado en el dios marino Palemón. Vivo o muerto, llega a Corinto a lomos de un delfín (como también se dijo de Arión, el legendario lírico que dio su forma al “ditirambo“), y allí quedará asociado a los juegos Ístmicos y hará figura de un segundo Dióniso. También se lo llama entonces Taras, patrono de la colonia que llevará su nombre en el sur de Italia (Tarento), donde a su turno hará figura de un segundo Apolo o Jacinto.

Resistamos a la tentación de analizar estos peregrinos mitos bilingües (Ino-Leucotea, Melicertes-Palemón). Conformémonos con saber que son unos dioses terrestres transformados en dioses marinos, de posible origen cretense modificado bajo las influencias carias, y transportados al escenario minio de la Grecia Nor-oriental.

Apolodoro, tratando de conciliar versiones, nos dice que, tras la desaparición de Ino, Hermes, por orden de Zeus, entregó a Dióniso en manos de las Ninfas Niseas. Y añade que Ino, para librar a la criatura de la venganza de Hera, la había conservado siempre bajo la forma de una niña. Aunque al pasar a los brazos de Hermes recobró su verdadera forma de varón, Dióniso fue pronto convertido en cabrito, siempre para ocultarlo, y como cabrito lo recibieron las nodrizas.

13. Nuevamente nos vemos perturbados aquí por otra variante: Atamas e Ino, en su locura, matan a uno de sus hijos, tal vez Learco, y meten al otro en un caldero hirviente. ¿Canibalismo? ¿Sacrificio infantil como el de los cartagineses al monstruoso Moloch? No: el caldero o lebes es un objeto sacro y benéfico. Medea lo usó para rejuvenecer a Esón. Cloto y Rea resucitaron a Pélope juntando sus miembros en un caldero. Y el empleo del fuego es un modo de inmortalizar. (Recuérdese el caso de Deméter y Demofonte, II, 2, 4. Ver adelante la historia de Isis en Biblos.)

En otros pasajes de su historia, Ino se relaciona con la saga de los Argonautas, que a su tiempo referiremos.

En todo caso, percatémonos de que estas apariciones de Ino vinieron tardíamente a entretejerse en la fábula de Dióniso, la cual se podría contar sin aludirlas y pasando directamente de Semele a las Ninfas del Nisa.

14. Las luchas que Dióniso habrá de vencer para inculcar su adoración a los pueblos de Grecia comienzan desde su mismo nacimiento. En Prasiai o Brasiai, aldea costera de Laconia, se decía que Semele logró dar a luz a Dióniso. Cadmo la encerró con su criatura en un cofre y arrojó el cofre al mar. En cuanto al motivo del cofre, lo encontraremos de nuevo a propósito de Arsinoe la Arcadia y También de Dánae y Perseo, y ya sabemos lo que significa, en el pensar mítico, la inmersión en el mar. El cofre de Semele llegó, pues, hasta las costas de Prasiai. Al abrirlo, Dióniso apareció sano y salvo; Semele había muerto y fue sepultada. Ino, vagando de tierra en tierra, empujada por su locura (o tal vez en compañía de los inmigrantes minios, si queremos dar otro valor a la fábula), aparece de nuevo a punto y se ofrece a criar al niño. El lugar en que lo crió se llamó el Jardín de Dióniso.

Pausanias refiere una historia paralela. A Patras llegó Eurípilo, uno de los sitiadores de Troya, llevando consigo un cofre que había pertenecido a Eneas o a Casandra. Al abrir el cofre, apareció dentro una imagen de Dióniso tallada por el propio dios Hefesto. De sólo verla, Eurípilo perdió la razón. Se instituyó entonces un culto a Dióniso, que vino a sustituir al culto bárbaro de Ártemis, la cual exigía sacrificios humanos. En las fiestas dionisíacas llamadas de los Aisymnetai, el sacerdote, durante la noche, sacaba del templo un cofre sagrado, que sin duda pasaba por ser el de Eurípilo o servía para evocarlo.

15. El nacimiento de Dióniso todavía se complica más en el sistema órfico; sistema que, por lo demás, y como ya lo sabemos, es una elaboración independiente, no sujeta a la mitología ortodoxa, mezclada de símbolos filosóficos, y que pretende dar nuevo sentido, o simplemente dar sentido a las viejas fábulas, zurciéndolas caprichosamente y completándolas con intención alegórica.

Según los órficos, Zeus engendró a Dióniso en Perséfone, o en Deméter. (Originariamente, Perséfone es hija de Zeus y de su madre Rea, y Deméter aparece después como figura media entre Rea y Perséfone. A veces, en fin, Deméter es identificada con Perséfone. Prescindamos por ahora de estas arborescencias confusas. Cada fábula nos tiende una trampa con el solo objeto, se diría, de perdernos.)

En la tardía versión poética, la más regular y conocida, Deméter llegó de Creta a Sicilia y dio a luz a Perséfone en la cueva de Kyane, donde la puso bajo la guarda de las dos serpientes que más tarde arrastrarán su carro. Como buena niña, Perséfone, en su cueva, pasaba los días bordando para su madre o su padre un manto que había de representar la imagen del mundo.

Entonces sucedió el encuentro con Zeus, no a hurtos de Deméter, sino de acuerdo con ella y acaso a instigaciones de ella: rasgo de decisión materna en que los intérpretes creen descifrar un estado social más remoto aún que la institución de la autoridad paterna sobre la hija, de que es ejemplo, en cambio, el rapto de Perséfone por Hades, con el paternal consentimiento de Zeus.

Y, a propósito: si Perséfone será, en definitiva, la esposa de Hades, ¿qué significa esta previa intromisión de Zeus? Aquí de los medios exegéticos que ya hemos aprendido en nuestra excursión por el peregrino reino de los mitos: significa que Zeus, en su condición de Catactonios o subterráneo, también puede identificarse con Hades. Zeus, pues, bajo forma de serpiente, entró en la cueva, se acercó a la doncella y tuvo de ella al primer Dióniso o Dióniso de primera instancia.

Hemos hablado de la cueva de Kyane, pero la herejía de los órficos nos dice que el encuentro pudo acontecer también en la cueva de Fanes y las Tres Diosas de la Noche. Si nos entregamos a explicar los entes órficos, abandonaremos la verdadera mitología clásica para exponer la mitología especial de aquella secta. Sólo de paso, y a título de curiosidad, diremos que Fanes es un pretendido dios de la cosmogonía órfica, surgido del huevo fabricado por Cronos en el Éter, y que se llamó también el Protógonos o primer nacido. De él procede ya la Creación. Es ente bisexual, radiante de luz, dotado de doradas alas y que posee múltiples cabezas animales. Su hija es la Noche, de quien hubo a Gea y a Urano. También se lo llama Eros, Metis y Erikapios. Para muestra de lo que pueden ser las teogonías órficas, basta y sobra.

El fruto de la unión entre el Zeus-Serpiente y Perséfone fue el Dióniso Zagreo (Cazador), niño cornúpeta que trepaba al trono de su padre y se divertía en lanzar rayos. Un viejo marfil nos hace ver cómo fue entronizado en la misma cueva de Sicilia: Dos Coribantes o Curetes danzan en torno a él, espada en mano, mientras una mujer arodillada le acerca un espejo, en que él se contempla con deleite. Sus juguetes son los símbolos órficos: dados, pelota, trompo, unas manzanas de oro, una zambomba (o mejor, una bramadera), y una madeja de lana. Estos dos últimos objetos figuran en las iniciaciones.

Contra este Dióniso Zagreo conspiran los Titanes. Dos de ellos, al menos, se cubren la cara de yeso para disfrazarse, y vienen desde el mundo inferior, espíritus de la muerte, a luchar contra el nuevo dios, el heredero de Zeus, “el futuro quinto amo del mundo”. Pero otros testimonios nos dicen que los agresores no fueron los Titanes, sino unos terrígenas innominados, dos de los cuales, los mayores, siempre habían sido hostiles al hermano menor. (Ver más adelante la historia del Dáctilo Kelmis.) “No son los terrígenas —pretenden algunos—, son los Curetes.” “Unos y otros juntos” —aseguran los de más allá.

Atengámonos a lo esencial y digamos que se trata de los Titanes. Hera los había instigado contra Dióniso. Éste, sorprendido en sus juegos, se defendió cuanto pudo, asumiendo sucesivamente la semejanza de Zeus, de Cronos, de un muchacho, de un león, de un caballo y de una serpiente; y al fin cayó bajo los cuchillos enemigos en forma de toro. Desde aquí se incorpora el toro al culto dionisíaco.

El relato se completa con el descuartizamiento del niño, partido en siete trozos que fueron hervidos en un caldero puesto sobre un trípode, y luego asados en siete estacas; y como el niño tenía cuernos, según cuadra a un auténtico hijo de Perséfone, los más piadosos pretenden que aquí no se trata de una criatura humana, sino de un cabrito que ocupó su lugar. El olor atrajo a Zeus, quien nuevamente precipitó a los Titanes en el Tártaro con una descarga de rayos. Zeus dio los trozos de la criatura a Apolo, el cual primero los llevó al Parnaso y luego los depositó junto a su trípode en Delfos. El número siete, el fuego, el caldero, el trípode, todo tiene aquí sabor mágico. Si, como algunos quieren, Deméter juntó y enterró los miembros del niño, de aquí pudo brotar la vid, creación o perfeccionamiento de Dióniso-Oinos, Dios-Vino.

Para que la historia pueda continuar, hay que seguirla por otra vereda y aceptar que, cuando Zeus intervino, ya los Titanes habían devorado al niño, con excepción de un miembro. El rayo de Zeus dejó cenizas, de que más tarde, como sabemos, había de fabricarse el primer hombre, según una de las leeyndas corrientes. (Ver la fábula de Prometeo.)

En el festín de los Titanes estaba presente una diosa, que luego resulta ser Atenea. Ésta pudo salvar el único miembro de la criatura no devorado por los Titanes, y que, por equívocos de palabras difíciles de explicar aquí, ya puede ser el atributo sexual o ya el corazón de Dióniso. Zeus lo recibió de Atenea y lo entregó a la diosa Hipta (una Rea del Asia Menor), quien había de trasportarlo en un cesto, sobre la cabeza, como se hace en las procesiones. Este cesto era un líknon o criba de trigo. El dios Líknites, el Dióniso del líknon, será así llevado al Parnaso y cunado en la criba como criatura de campesino, donde las Tíades se encargarán de “despertarlo”: otra vez el juego de palabras, y otra vez el tema de las nodrizas.

Para reducir el cuento a los contornos que permiten contarlo, pues de otra suerte se nos deshace en un reguero de especies inconexas, digamos, con la mejor versión, que Zeus tragó el corazón vivo del niño Dióniso, salvado por Atenea cuando el banquete de los Titanes. De este modo, Zeus podrá engendrar nuevamente al dios en el seno de Semele. Y aún se nos quedaba en el tintero otra versión, conforme a la cual no hubo verdadero encuentro amoroso entre Zeus y Semele, sino que Zeus preparó una poción en que disolvió el corazón (o lo que sea) de Dióniso y lo dio a beber a Semele, quien pudo así concebir por segunda vez a la criatura. Tal es el Dióniso de segunda instancia. El tercero es el que aparecerá brotado del muslo de Zeus según ya antes se ha contado. Dióniso, desde los tanteos iniciales, es, como se ve, un dios que muere y resucita, condición de numen agrícola o, si se prefiere generalizar el concepto, de numen vital.

Respecto a la relación del Zagreo con el mundo subterráneo, ella es tan importante que Heráclito, dado siempre a las conclusiones extremas, dice rotundamente: “Hades y Dióniso son idénticos”. De este parentesco subterráneo pudo traer Dióniso ese poco de dón profético que ya hemos visto en sus oráculos.

16. La historia del dios, en adelante, lleva dos caminos: o el de las persecuciones que padece, o el de las conquistas que logra, por vía pacífica o violenta. Pues la religión dionisíaca es una religión combatiente, y trae consigo un elemento revolucionario y un sentido bárbaro que se oponen al sentido helénico. Cuando alcance su culminación, se dejará persuadir, afortunadamente, por la influencia de Apolo y tomará el paso de andadura.

Uno de los primeros contratiempos de Dióniso ha sido narrado en la Ilíada. Licurgo, rey de los edones, pueblo tracio, atacó a Dióniso y a sus nodrizas en el Monte Niseo, armado de la aguijada con que conducía sus bueyes. Las Ninfas huyeron, arrojando sus simbólicos tirsos, insignias de su función sacra. Dióniso saltó al mar —otra vez el tema de la inmersión— y, espantado y tembloroso, fue acogido por la Nereida Tetis. Zeus, en castigo, arrebató la vista a Licurgo, y éste vivió poco, “por haberse hecho odioso a los Inmortales”, como dice Diomedes. Se asegura que Dióniso empujó a Licurgo desde la altura del Ródope e hizo que lo devoraran las fieras.

17. Otra versión hace a Licurgo hijo de Bóreas y hermano de Boútes. En la fábula que cuenta Diodoro, Boútes y Licurgo se disputaban el gobierno. Boútes, el menor, descubierto en conspiración, fue desterrado. Embarcó en compañía de los tracios con él comprometidos y paró en Naxos. A fin de reclutar mujeres, que los desterrados no llevaban consigo, recorrieron la isla y la costa firme. En la Acaya Ftiotis (Tesalia), encontraron a las nodrizas de Dióniso entregadas a sus habituales orgías. Boútes y los suyos se lanzaron sobre las Ninfas, que huyeron arrojando sus tirsos (rasgo que nuca falta). Algunas saltaron al mar, y otras treparon al Monte Dríos. Boútes dio alcance a Corone y la hizo suya. Ella imploró la ayuda del dios. Boútes perdió la razón y se suicidó echándose a un pozo.

III. Dióniso adulto

18. Demos ya al Dios por criado y maduro, antes de que nos perdamos en la selva de invenciones que quieren contarnos su crianza y sus mocedades cada una de distinto modo. Para dar cierta continuidad al relato, impondremos a las fábulas un orden arbitrario.

19. No bien Dióniso había descubierto la vid, Hera le arrebató la razón. Unos lo explican como efecto de la primera embriaguez (también el bíblico Noé hizo algunas extravagancias), y otros como un acto voluntario de Hera, para vengarse del bastardo. Acaso sea más cuerdo, como arriba lo dejamos dicho (§ 8), el ver en este castigo de Hera un intento de la patrona de hogares para detener las manifestaciones licenciosas de aquel dios hasta entonces tan desenfrenado. Recuérdese que, según Plutarco, la vid, atributo dionisíaco, quedó para siempre proscrita de los templos de Hera, y que los sacerdotes de uno y otro culto fingían ignorarse entre sí.

En su locura, el dios viajaba por Egipto y por Siria. Ha de haber sido tremebundo encontrarse con un dios loco: es lástima que falten noticias. Ascendiendo el litoral asiático, el dios llegó a Frigia, donde (nueva fase del sincretismo) Cibeles lo inició en sus Misterios. Es de creer que, para entonces, Dióniso había recobrado la razón.

20. El errabundo siguió su viaje. En Tracia, según otra versión del caso que ya conocemos, Licurgo, quien reinaba por las riberas del Estrimón, quiso aprisionarlo. El dios se ocultó en la mansión de Tetis. Licurgo logró apoderarse de las Bacantes que lo acompañaban. Éstas quedaron milagrosamente en libertad, obra del Dióniso Lyaios, el que desamarra los nudos. Ante esta manifestación sobrenatural, Licurgo enloquece: creyendo abatir la viña del dios, se troncha una pierna y cercena las extremidades de su hijo Driante. Vuelto en sí, se encuentra con que el hambre asuela a su pueblo. El oráculo ordena, para contentar al dios, el sacrificio de Licurgo, el cual es descuartizado entre cuatro caballos.

21. La muerte de Orfeo es otro ejemplo de la tendencia a mezclar los mitos. Se dice, entre otras cosas, que Orfeo pereció a manos de las mujeres tracias, pero se explica de varios modos. En Las Basárides, Esquilo afirma que Orfeo provocó la ira de Dióniso por haber preferido el culto del Sol, aquí identificado con Apolo. En Virgilio, el furor de las mujeres contra Orfeo es movido por el desdén que Orfeo les demostraba desde el día en que perdió a su Eurídice. El tema del desdén, a su vez, se interpreta de distintas maneras: o significa que Orfeo predicaba a los maridos el abandono de sus esposas, o que negaba sus Misterios a la población femenina, o que el encanto de su música fascinaba a los hombres en términos tales que causaba los celos de sus compañeras.

Por supuesto, estos episodios no admiten orden cronológico verdadero. También podemos imaginar que el encuentro con Orfeo aconteció cuando Dióniso regresaba del viaje a la India que luego vamos a referir. En todo caso, cabe observar que algunos ven aquí un eco de las primeras escaramuzas entre el sentido apolíneo, tan claramente representado por el cultísimo Orfeo, y el sentido dionisíaco, silvestre y bronco. Otros se limitan a considerar esta lucha como el eco de una posible pugna histórica: el muy helénico Orfeo, en la Tracia misma, quiso en vano disputar sus fueros al terrible dios tracio.

22. Desde Tracia, Dióniso se transporta a la India, ya seguido por numeroso ejército que se le ha venido juntando. Aquí comienza a organizar su cortejo ritual, y se le une algún dios menor como Príapo de Lámpsaco, que suele darse por su hijo. Aparece el ostentoso carro ornado de pámpanos y tirado por panteras en que ha de seguir sus peregrinaciones. También aparece el modesto asno, que a veces montará Dióniso y a veces el borracho Sileno y que, muerto por Príapo, se convertirá en constelación. En el culto priapense del Helesponto, donde el ridículo diosecillo más bien se limita a cuidar los huertos en calidad de espantapájaros, el asno es la víctima de sus sacrificios.

So pretexto de las campañas de Dióniso por Asia —ya conocidas de Eurípides—, la época alejandrina, tan dada a adular al poderoso, quiso prestar al dios los rasgos de Alejandro el Grande y viceversa. El tedioso e inacabable poema de Nono que tales patrañas nos cuenta —fruto del mal gusto y la política de su tiempo— recoge un sinfín de tradiciones adulteradas. Según esto Dióniso emprendió una victoriosa expedición militar ayudado hasta por las fieras y por la naturaleza toda; venció al gigantesco Dríades, rey de la India; llegó hasta el Ganges; levantó unas columnas destinadas a señalar el fin del mundo oriental; fundó ciudades; enseñó el uso del arado, el cultivo de la vid, los frutos y la apicultura. Algo hay en la personalidad de Dióniso que incita a llevarlo por todas las tierras y regiones. Nuestro Rubén Darío, que poseía el sentido de los mitos antiguos, quiso también traerlo a América:

Mas la América nuestra, que tenía poetas

desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl,

que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco…

(A Roosevelt)

En todo caso, Dióniso fue la deidad griega mejor conocida fuera de Grecia y hasta en las tierras más distantes; y, como dice Tarn, si algún dios helénico estuvo a pique de conquistar el mundo, el único que reunió las condiciones posibles fue Dióniso.

IV. El retorno

23. Al fin vuelve Dióniso a Grecia y entra por Tebas, la tierra de su madre Semele. La penetración de su culto se desarrolla en una serie de calamidades que pueden reducirse al siguiente esquema, del cual la lucha contra Orfeo nos dio ya una muestra expresiva: Dióniso comienza por enloquecer a las mujeres de la región cuya autoridad se le resiste; después, el jefe de la resistencia cae bajo el furor femenino, y es despedazado como las víctimas que se ofrecen al dios en las orgías propiciatorias. Otras veces, el castigo se aplica directamente a las mujeres reacias.

Es ésta una nueva suerte de combate que moviliza, en vez de las armas de los varones, las energías emocionales de las mujeres. Ellas, sometidas a un verdadero encierro doméstico, son las primeras en entregarse, como unas sufragistas de antaño, al que les trae los derechos de que carecían y al que desata los lazos de todo orden. El contagio del frenesí dionisíaco hace pensar a Rohde en las epidemias nerviosas que aparecieron al fin de la Edad Media. Los fieles se organizan en grupos delirantes —orgeones, teíasos— y se extienden por el territorio griego como una mancha de aceite.

24. La epidemia comienza en Tebas. La lucha contra el rey Penteo, inmortalizada en Las Bacantes de Eurípides, es trágica y accidentada. Era Penteo hijo de Agave, una de las hijas de Cadmo y hermanas de Semele. Penteo había heredado el trono y tenía a Dióniso por un embaucador peligroso e “indeseable”. Quiso detener a las mujeres que, en masa, acudían al Monte Citerón para celebrar el nuevo culto. Hizo encerrar en una mazmorra de su palacio a cierto misterioso extranjero, heraldo de Dióniso y quién sabe si el mismo Dióniso, que sus guardias habían logrado capturar entre la muchedumbre nocturna agolpada en el Citerón. El prisionero quedó inexplicablemente libertado, al modo que ya conocemos, y además, con acompañamiento de terremotos, truenos y estragos. Penteo, aunque todavía receloso, se dejó aconsejar por el extraño emisario, ante aquella inesperada prueba del poder dionisíaco. El emisario le aconsejó que, vestido de mujer para poder asomarse impunemente a la ceremonia orgiástica, presenciara por sí mismo las celebraciones y ritos del nuevo dios. Penteo se ocultó, disfrazado, en la copa de un árbol, como el suegro de Eurípides en la parodia aristofánica y como el bobo en el cuento folklórico del Domingo Siete. Fácilmente lo descubrieron las secuaces de Baco y, enfurecidas, lo destrozaron sin piedad, entre ellas su propia madre que, en su extravío, lo tomó por un león. El caso ha sido narrado por Esquilo, Eurípides, Pacuvio, Ovidio y Nono.

25. En Beocia, las hijas de Minias —Alcítoo, Leucipe y Arispe, llamada también Arístipe o Arsinoe— se negaban a participar en los ritos dionisíacos y preferían quedarse bordando en casa, mientras toda Orcómeno celebraba al dios. Éste, en persona, disfrazado de muchacha, les aconsejó inútilmente que se unieran a los cortejos báquicos. Ellas desoyeron el consejo. Si hemos entendido bien a Ovidio, eran pudibundas y remilgosas. El resultado no se hizo esperar: la morada se pobló de fieras fantasmales, las telas en que las princesas labraban se convirtieron en vides, se dejaron oír músicas y cantos, gritos orgiásticos y gemidos extraños. Las hijas de Minias, ya medio enajenadas, echaron suertes para saber a cuál de ellas tocaría ofrecer el sacrificio que calmase al terrible dios. La designada fue Leucipe, y ella misma entregó a su hijo Hipasos, que despedazaron entre las tres… De allí salieron a todo correr, sea para unirse a los cortejos báquicos o para buscar un refugio, y se vieron metamorfoseadas, la una en murciélago, la otra en lechuza y la tercera en cuervo.

26. En Eleutera, al norte de Ática —por donde Dióniso llegó a Atenas— las hijas de Eleutero vieron en sueños al Dióniso de la cabra negra, el Melanaigis que tanto se parece ya al Diablo de los aquelarres. Como despertasen maldiciendo de su visión, el dios las enloqueció según solía. Para aplacarlo, y por instrucciones del oráculo, Eleutero tuvo que instituir honores públicos al Dióniso Melanaigis.

27. En Argos, indignado el dios por la resistencia que su culto encontraba, enloqueció a las hijas del rey Preto y a las mujeres argivas en general, quienes se entregaron a los peores excesos y daban muerte a sus propios hijos. Las hijas de Preto —Lísipa, Ifianasa y otra cuyo nombre se olvida— alcanzaban entonces su madurez o, como diría la Lozana Andaluza, acababan de perder su primera sangre, lo que algunos exégetas relacionan con el posible rapto de histeria.

En lección disidente, la locura de las hijas de Preto se debió a Hera que, agraviada de algún modo por las princesas, las convirtió en vacas, su animal predilecto, o las hizo creerse vacas. Otros atribuyen la venganza a Afrodita, que no perdona desaires y que provocó en ellas una insaciable sed de amor. Con el cuerpo cubierto de manchas blancas —o por vacas pintas o por leprosas—, iban en pos del toro Dióniso. El curandero Melampo, el Pies Negros, se ofreció a volverles la salud a cambio de un tercio del reino. Como Preto se negara, la locura femenina arreció en términos insufribles. Preto nuevamente acudió a Melampo, que ahora le pidió dos tercios del reino, lo que obtuvo sin regateo. Una de las princesas murió en el tratamiento, y las otras dos se curaron: exacta correspondencia de la división del reino en dos tercios y un tercio. Se dice que Melampo purificó a las princesas en el río Minyaios, después Anigros, donde se curaban los leprosos. Otros aseguran que las trató mediante la magia homeopática o imitativa de su propia locura, haciéndolas perseguir por una banda de muchachos que gritaban y remedaban las danzas inspiradas, de suerte que provocó así una Kátharsis báquica. Acaso una experiencia religiosa de este orden sugirió a Aristóteles su extraña teoría sobre la Kátharsis de la tragedia.

Melampo fue en la Grecia heroica lo que fue Epiménides en la Atenas del siglo VI a. C. Se lo suponía descendiente de Dióniso por la rama minia. Alcanzó algún culto: en el periodo prehistórico, el solo poder sacerdotal podía conducir al culto heroico.

27. bis. Perseo, en Argos, no sólo se opuso a Dióniso, sino que, según cierta fábula, le dio muerte. Dióniso llegó a aquellas costas con una banda de mujeres, las Mujeres del Mar. Perseo les presentó batalla y las venció. Sus tumbas aún se mostraban en Argos durante los tiempos históricos. Dióniso, muerto en el combate, fue sepultado en Delfos (referencia a la tradición que lo supone enterrado en el propio templo de Apolo), o bien fue arrojado por Perseo al lago Lerne (referencia al rito agrario que lo evoca, junto a los pantanos, al son de trompetas).

Según Pausanias, Dióniso no pereció en el combate, antes se reconcilió con Perseo y fue honrado en Argos. Él mismo se sumergió en el lago Alcióneo, deseoso de rescatar a su madre Semele, que yacía en el reino de las sombras. Esta historia huele ya a falsificación alejandrina, aunque San Agustín le conceda la honra de citarla. Entramos aquí en la habitual maraña de mitos, a que tanto se fue aficionando la mente griega.

28. El descenso de Dióniso a los Infiernos a través del Lerne —que así lo dice la versión más establecida— merece, sin embargo, contarse, por algunas circunstancias del cuento que dan luz sobre los más oscuros aspectos del culto dionisíaco. El lago se consideraba sin fondo, y por eso se lo suponía el camino más directo para el mundo inferior. Dióniso consultó su itinerario con un experto de la región, el campesino Polyhymnos o Prósimos. Éste, a cambio de sus servicios, le pidió el poder saciar todos sus antojos amorosos, y Dióniso le ofreció otorgárselo cuando regresara a la tierra. Llegado al reino de Hades, obtuvo de éste la devolución de Semele, a trueque de algún presente que le fuese muy caro, y Dióniso le ofreció el mirto. Desde entonces, el mirto corona las sienes de los iniciados en sus Misterios. Semele volvió al mundo y fue hecha inmortal bajo el nuevo nombre de Tione (la del rapto extático). En tanto, Prósimos había muerto. Para de algún modo cumplir su oferta, Dióniso plantó en su tumba un falo de higuera tallado por él mismo y se entregó a un ridículo simulacro. Acaso debemos prescindir de estas fealdades, hijas de la imaginación rústica, e interpretar el palo de higuera en la tumba como emblema de resurrección en el otro mundo, de que hay numerosos ejemplos tracio-frigios, órficos, folklóricos en general.

29. Acrisio, rey de Argos y padre de Dánae, también fue enemigo de Dióniso y también tuvo que lamentarlo. Pero la historia de esta enemistad es algo desteñida, y lo que de ella sabemos se reduce a dos rápidas alusiones de Ovidio.

30. El Himno Homérico dedicado a Dióniso se refiere a una curiosa aventura, y explica la costumbre (o la alude) de enredar vides en los palos de las embarcaciones. Dióniso, hermoso mancebo de cabellera rizada, se presenta junto al mar. Unos piratas tirrenos, considerándolo como hermosa presa, esclavo de alto precio o príncipe de valioso rescate, se apoderan de él, lo conducen a la nave atado y ponen la proa rumbo al Asia. De pronto, los lazos que ataban a Dióniso se aflojan y caen como de costumbre: obra del Dióniso Lyaios o Lysios a quien tantas veces hemos encontrado en esta “prestidigitación”. El dios se sienta “y sonríe en sus ojos negros”. El piloto (por los estragos del manuscrito no sabemos si se llamaba Icario o Akoites) en vano advierte a sus compañeros que han cometido un grave error y sin duda traen a bordo un dios. Nadie le hace caso, y el capitán le manda ocuparse de lo que entiende.

Y aquí empezaron los prodigios: la nave se inundaba de vino “dulce y perfumado”; una parra cargada de racimos se extendía por el velamen; una yedra se enroscaba en el mástil; los escálamos aparecieron coronados; Dióniso, convertido en león, lanzó un rugido; un oso de erizado cuello saltó por la proa. Todos se replegaron a popa. El león atrapó al capitán. Los demás se dejaron caer al agua y se transformaron en delfines, salvo el prudente piloto que fue protegido por el dios. De aquí que los delfines se muestren tan amigos del hombre: son unos pobres piratas arrepentidos. Ovidio, Higinio y Nono repiten la historia con variantes.

Este relato nos muestra el aspecto menos conocido de Dióniso, que es su relación con el mar. El Himno Homérico parece una respuesta a la conocida frase de Homero: “El mar donde no hay cosecha de vino”… Un antiguo vaso nos muestra a Dióniso, figura barbada, navegando solo en un barco cuyas velas están cubiertas de parras con racimos y seguido por unos delfines. (Ver el final del § 2).

31. Entre las historias pacíficas sobre la propagación del culto dionisíaco —no por eso exenta de desgracias, pues por donde pasa el dios deja un reguero de cadáveres—, ocupa lugar eminente la leyenda ática de Icario. Era éste un contemporáneo del rey Pandión, y se mostró hospitalario para con el dios recién venido. Ni así pudo eludir la fatalidad que parece haber acompañado a Dióniso mientras habitaba la tierra. El dios, en efecto, concedió a Icario la merced del vino, que él se apresuró a comunicar a su pueblo como invento maravilloso. La gente, al sentir los efectos de la embriaguez, se creyó envenenada y dio muerte al infeliz Icario: para que aprendan de él quienes dan perlas margaritas a los cerdos o buenos licores a los adeptos de la coca-cola.

Erígone, la hija de Icario —a quien, según otras versiones el propio Dióniso enamoraba—, buscó a su padre por todas partes, acompañada de Maira, su perro. Al encontrar el cadáver, transida de dolor, se colgó de un árbol. Entonces, a influjos del dios, se produjo alguna extraña epidemia, no sé si una terrible sequía canicular o una racha de suicidios entre las jovencitas. Aristeo o algún otro vecino imploró el consejo de Apolo, y éste ordenó instituir un culto público en honor de Icario y de Erígone, donde manifiestamente se ve que comienza ya una colaboración entre las dos deidades, Apolo y Dióniso. La furia de éste se aplacó, y Zeus, en pleno verano, como para dar la aprobación a la obra de sus lugartenientes, mandó sobre la comarca una onda fresca que duró hasta cuarenta días. El culto recién fundado exigía, entre otras cosas, colgar muñecas de los árboles (festival de las Ayora), en recordación del suicidio de Erígone. Estas imágenes al columpio también poseen sentido ritual, de fertilidad y purificación, y así se interpretan los muchos suicidios de heroínas que perecen ahorcadas, como la inolvidable Fedra.

Según Higinio, Icario se convirtió en la constelación de Bootes o Arturo, Erígone en la de Virgo, y el perro Maira en la estrella del Perro. Icario y Erígone tienen traza de divinidades locales.

El amor de Dióniso por la joven Erígone es tema de otra leyenda y consta en las Metamorfosis de Ovidio: el dios logró seducir a Erígone asumiendo la apariencia de una vid en racimos.

Erígone es también llamada Aletis o la Errabunda, lo que crea cierta confusión con la fábula que ahora vamos a referir, por figurar en ella un Aletes, hermano de una Erígone diferente.

(Esta otra Erígone, en efecto, nada tiene de común con la que aparece en el ciclo de Dióniso, aunque algunos quieren confundirla con ella. Era hija de Egisto y de Clitemnestra, habida durante la ausencia del esposo Agamemnón en Troya, o durante la época que media entre el regreso y muerte de Agamemnón y el asesinato de Egisto y de Clitemnestra a manos del agamemnónida Orestes. Esta Erígone tenía un hermano llamado Aletes, y por lo visto, ambos resultaron medio hermanos de Orestes. No contento con haberse vengado del adulterio de su madre matando a ésta y a su amante Egisto, Orestes mata igualmente a Aletes, y ya se disponía a acabar también en Erígone, cuanto Ártemis, como lo hizo para Ifigenia, la salva en el último instante y la hace su sacerdotisa. Más que una doble de la primera Erígone, esta segunda Erígone parece una doble de Ifigenia. Y todavía en versión disidente, esta segunda Erígone ha dado a Orestes un hijo llamado Pentilo.)

V. Dióniso sube al cielo

32. Ha terminado la Pasión de Dióniso. Cuando el dios considera acabada su campaña terrestre y su culto suficientemente establecido, sube al cielo. Pero no olvidemos que ha combatido ya al lado de los Dioses y contra los Gigantes. Allí dio muerte al Gigante Eurípilo con un golpe de su tirso ritual que, por lo visto, poseía la fuerza del rayo, herencia de sus infancias de Zagreo. También es fama que Hefesto y Dióniso se presentaron en aquel combate montados en sendos asnos, y Dióniso, además, asistido por su cortejo guerrero. Por cierto que los rebuznos de los asnos (cuyo eco sería la bramadera de los Misterios) pusieron en fuga a los Gigantes.

33. Ya en su condición de dios celeste, Dióniso tuvo amores con Ariadna, la princesa minoica, después que la abandonó Teseo. Los habitantes de Naxos mostraban la cueva en que, según ellos, había acontecido el encuentro del dios y la heroína. Posibles hijos de esta pareja fueron Enopión (el Hombre-Vino), Evantes (el Florecedor) y Estáfilo (el Racimo). Volveremos sobre esta aventura de Dióniso al tratar de Teseo.

34. Entre sus vagas historias de amor, se le atribuye no sé qué cuento del Sátiro Ampelos (no es más que una representación de la Viña), y se habla de los desdenes con que lo torturaba la Amazona Nicea. Finalmente, la imaginación mítica se las arregla de algún modo para desposarlo con Afrodita. De esta unión pudieron nacer Príapo, Himeneo… y aun el Hermes Ctonio: notable enredo. Sabemos ya que Príapo también es considerado como hijo de Hermes y de Afrodita.

(Así como en otros capítulos, y según se ofrecía, hemos mencionado ya varios incidentes del mito de Dióniso —que el índice alfabético agrupa—, así dejaremos ahora para otros lugares aquellos episodios en que el peso de la narración recae sobre alguna otra figura y no tiene por centro al dios.)

VI. Consideraciones generales

35. Seguramente, de todos los mitos enumerados, lo que más nos impresiona es la resistencia contra Dióniso y la pugnacidad del dios. En las historias del ciclo dionisíaco se repiten monótonamente los motivos de la manía o furor, el entusiasmo o compenetración mística y el sparagmós o descuartizamiento, el cual conduce derechamente a la comunión por absorción física. Acaso los muchos héroes despedazados en aras de Dióniso sean rastros de la occisión perpetrada en víctimas humanas que algún día representaron al dios, como luego lo representó el toro. En cuanto al sentimiento de la resistencia constante, bien podemos interpretarlo, no sólo como una lucha entre el helenismo y la barbarie, sino ahondando más, también como la defensa que opone siempre nuestra razón a abdicar de sus fueros, y el miedo con que se asoma a la renuncia. De aquí el significado eterno de Las Bacantes, de Eurípides.

36. Aunque es absurdo el dar valor de testimonios históricos a estas leyendas y el pretender trazar por ellas el progreso de la campaña dionisíaca a través de Grecia, conviene reparar en que la introducción del culto debe de haber sido relativamente cercana, como ya lo afirma Heródoto (¿acaso del siglo VII a. C.?) para que aún quede huella en el folklore de varias ciudades como Tebas, Orcómeno, Eleutera, Atenas, Argos y las costas laconias. Y conviene advertir asimismo que este culto quedó siempre en la mente griega como una incursión terrorífica desencadenada desde tierras extrañas. El intérprete moderno pudiera añadir: venida del Asia Menor, sí; pero venida también desde los fondos de la insobornable subconsciencia.

Aquella onda de fuego tracio sólo pudo aclimatarse en Grecia mediante pacto y transacción, y bajo la omnipresente vigilancia del espíritu olímpico. Delfos recomendará entonces el culto de Dióniso, y Apolo gustará entonces de hacerse llamar, como si luciera una nueva túnica, el Dionysódotos.

37. Por de contado, estas abstracciones sólo se escriben en la historia mediante el suceder de los hechos. Queda viva la observación de Jaeger: el auge de Dióniso y su acceso al favor público acontecen con el advenimiento de los tiranos (no entendamos esta palabra al modo de hoy); con el desalojamiento de Adrasto, antiguo héroe de Sición, por Dióniso, bajo Clístenes, y con la institución de las fiestas Dionisíacas en Corinto, bajo Periandro, y en Atenas, bajo Pisístrato. La orgía nocturna vendrá entonces a ser un sacrificio municipal, a la luz del día y sin feos extremos, las licencias de antaño se volverán Comedia festiva, y los furores y arrebatos de otros días hallarán dignísimo cauce en la Tragedia.

38. Entretanto, la sacudida dionisíaca no habrá sido estéril para Grecia. Deja, en los siglos V a IV, una contribución más al sentimiento del misterio divino, y una concepción más profunda del alma humana y sus definitivos anhelos. “Porque los dioses nuevos no vienen a luchar con los antiguos, sino a acrecer el sentido religioso de la tierra” (Pedro Henríquez Ureña, El nacimiento de Dionisos, 1909). El Dióniso que llega a amistarse con Apolo, como con un sabio tutor, no es ya el mancebo desorbitado que llegó de Asia. Dióniso maduró, y aprendió muchas cosas en estos nuevos suelos benéficos. El que era dios de placer y desenfrenos ha venido a ser un protector de la poesía y la música, un maestro del Teatro.

39. Más que de una supuesta religión del vino —aunque del vino haga su patrimonio por lo mismo que no se lo habían adjudicado otras deidades agrícolas como Deméter—. Dióniso ha de considerarse como el dios de una religión emocional, y por eso en la antigua semántica, que confunde la emoción con el sentimiento de lo fluido y lo líquido —en que, por otra parte, reside también la fertilidad—, el divino mancebo, con la palabra de Plutarco, representa “el elemento húmedo”: savia, sangre y esperma, y algo como un vino filosófico o vimun mundi, que viene a ser para el vino propiamente tal lo que para la materia palpable a los sentidos es la sustancia prima de los estupendos físicos jonios.

Sustento común de las formas y flujo interior de la vida, el impulso dionisíaco fácilmente transporta al ser de una en otra apariencia, de modo que trasciende su actual estado transitorio. Este trascender de las formas tiene dos manifestaciones supremas: una es el entusiasmo, donde el creyente se proyecta hacia el dios y se confunde momentáneamente con él en mística compenetración; otra es el poder de cruzar la muerte y resucitar en un nuevo ciclo. Las pretendidas tumbas de Dióniso en Tebas, en Delfos, en Argos, pasan a la condición de moradas provisionales y sin consecuencia final.

Este carácter no es exclusivo del sentimiento dionisíaco, puesto que Dióniso lo comparte con otras varias divinidades mediterráneas. Los ciclos de resurrección, explícitos para el dios, y también para la naturaleza a través del Drama del Año, no han sido “explicitados” para el fiel en su condición humana, ni acaso sería ello posible, puesto que precisamente Dióniso ofrece al hombre una disolución panteísta y difusa en el seno de las energías naturales: Nos confundiremos con el dios, saltaremos sobre la muerte, pero no en nuestra condición actual, sino trocados en aire, luz, fuego y temblor vital.

Sin embargo es innegable que esta idea de la inmortalidad inmediata ronda la mente de los adeptos, y que tal idea era, en principio, tan inusitada para el griego como lo dejan sentir Heródoto y Sócrates al referirse respectivamente a los getas adoradores de Zalmoxis (este Pitágoras exótico) y a las creencias de los médicos tracios.

40. Las últimas consecuencias de estas corrientes mentales han sido popularizadas por Nietzsche en su interpretación de lo dionisíaco y lo apolíneo, considerados como los dos polos de la emoción griega: aquello, la sumersión en el todo, la contorsión epiléptica que es un salirse de las formas; esto, la ley de la forma y el principio de individuación. Y si Wilamowitz-Möllendorf se opuso, en su día, a la postura nietzscheana, sólo es porque el guardián de los documentos siempre ve con explicable recelo al que los descifra. Siguen siendo válidas, en general, las tesis de Nietzsche. Y sólo cabe insistir, como lo hemos hecho a cada paso, en que fue una suerte si el orden intelectual de Apolo pudo, a tiempo, domesticar y reducir el irresponsable culto orgiástico y las exorbitancias del dios enloquecido, salvando así a Grecia de hundirse prematuramente en un desastre que le hubiera impedido surgir al plano de la Historia.

4

A) Ares: Su función guerrera y destructora. Su escasa helenización. Lo humillan dioses y héroes. Su falsedad y su crueldad. Afición de Afrodita por Ares. Es hijo de Hera ¿y de Zeus? Su origen tracio. Su culto. Su figura y sus atributos. Sus acompañantes: Enialio, Enío, Eris, Fuga y Terror (Deimos y Fobos). Episodios ridículos: la trampa de Hefesto, la urna de los Aloades. Encuentros con Héracles. Los hijos, además de Deimos y Fobos: Ascálafo y Yálmeno, una amazona, Harmonía, ¿Eros y Anteros?, Cicno, Diomedes Tracio, Flegias, ¿Meleagro?, Alcipe (y la historia de Halirrothios), Licaón, Melanipo. Sus amores con Eos.

B) Hefesto, dios oriental del fuego y de las artes del fuego. Su culto. Su relación con los herreros: Cíclopes. ¿Dáctilos y Telquines? Su cojera. Obras principales. Su acceso al Olimpo y su posición entre los dioses. Hijo de Hera ¿y de Zeus? Agravis. Sus esposas: una Gracia y Afrodita. El trono de Hera. Hefesto y Dióniso. Atenea y Erictonio.

C) Los mellizos: Aloades, Dióscuros, Afáridas, Actoríones-Molíones, Anfión y Zetos, ¿Hefesto y Prometeo? ¿Hefesto y Ares?

D) Inviolabilidad y “Maternidades” de Hera. Casos de Ixión, Eurimedonte y los Sátiros. Tifeo, Hefesto, Ares. La flor de marzo.

E) Conclusiones sobre la familia olímpica.

1. Respecto a los dos últimos brotes de la Familia Olímpica que ahora vamos a conocer —Ares y Hefesto—, nos permitiremos, conforme al criterio expuesto en la Introducción, girar levemente el calidoscopio, a fin de que la pedacería de vidrios coloridos se agrupe con un equilibrio más seguro, cuando menos por un instante.

A

2. Ares ha venido a ser, si no propiamente el dios de la guerra, sí el espíritu de la matanza y de los estragos sangrientos. Se ha dicho que fue, mucho antes de su verdadera adopción helénica, el dios de la tempestad, el dios de la luz, el dios ctónico que preside a la fecundidad (según Kern): aunque esta última definición admite un distingo singular: el dispensador de la bonanza y la ruina acabó por aficionarse más bien a provocar la ruina, por donde resulta un numen de la destrucción. El VIII Himno Homérico, único documento helénico que le es francamente favorable, lo asocia con Temis (la Justicia) y lo hace enemigo de los tiranos y protector de los justos. Pero nótese —circunstancia y síntoma sospechosos— que aquí se confunde a Ares con el planeta Marte, aunque por supuesto sin darle este nombre latino. Percíbese en este y en otros Himnos Homéricos una influencia órfica; y ya sabemos que el orfismo es una falsificación, una herejía o disidencia.

3. Apenas insistir en la eterna nota: A semejanza de muchos otros Olímpicos, Ares tiene traza de forastero, no obstante la hipótesis de Kern sobre su nombre ctónico y su arraigo vernáculo. Pero, en el caso de Ares, se agrava el pecado original, pues Ares nunca parece haberse asimilado del todo a su nuevo ambiente. Cualesquiera hayan sido sus caracteres y atribuciones antes de aparecer en Grecia, y si prescindimos del anómalo Himno ya mencionado, Ares, en la mitología griega propiamente tal, no posee el menor sentido ético, social, teológico; ni, a diferencia de los demás dioses, la menor relación agrícola.

No puede decirse lo mismo de Marte, su parangón romano; el cual, amén de ser una figura mucho más digna, grave, respetable, se emparienta de alguna manera con los ritos del campo; y el Marte Ultor, en el culto augustano, aun llega a significar la recta venganza, siendo así que en el Ares griego falta la noción de rectitud.

4. Por lo pronto, Ares nunca fue popular. Los helenos eran bravos y combativos; pero, en principio, abominaban de la discordia, que era la característica de este dios y se complacían en presentarlo vencido. Las demás deidades, salvo Afrodita, no parecen sentir por él ninguna simpatía. El propio Zeus lo aborrece sin disimulo, según el testimonio de Homero. Si examinamos la conducta de Ares en la Ilíada, lo encontramos falso, puesto que viola sus promesas y habiendo ofrecido a su misma madre apoyar a los aqueos se pasa a los troyanos: rasgo antihelénico, cual lo es su futura alianza con las Amazonas; lo encontramos, además, inútil, puesto que para el ímpetu bélico se bastan Zeus, Atenea y los grandes héroes; y por momentos, lo encontramos también ridículo, puesto que no sólo Atenea lo humilla más de una vez, sino Diomedes, un mortal; y lo propio le acontecerá en sus encuentros con los Aloades y con Héracles. Acaso debemos agradecer a Homero el tener escasas noticias sobre los horrores de Ares.

4. bis. Aparte de sus apariciones en la Ilíada para provocar o para enconar las peleas y refocilarse en charcas de sangre, este miles gloriosus a lo divino casi no tiene mitología; como si la imaginación griega no hubiera querido concederle su gracia, o sólo se acercase a él para censurar sus equívocas proezas o para pintarlo en trances cómicos y comprometidos. Pero como el amor sí se da de gracia (y no sería ésta la primera vez que la más hermosa abriga una inclinación secreta por el más repugnante), Afrodita resulta ser la única que lo estima. Ella, en la Ilíada, acude a Ares como a persona de su confianza cuando necesita regresar al Olimpo, ella asimismo le ayuda a levantarse del polvo y lo acompaña cariñosamente cuando Atenea lo derriba de una pedrada. ¿Habrá que cargarlo todo a cuenta de las algo oscuras concomitancias guerreras de Afrodita, la Afrodita Areía o Armígera, la Afrodita varonil y barbada? En todo caso, ambos se asocian como amantes o copartícipes en los cultos.

5. En la mitología definitiva de Grecia, Ares se presenta como hijo de Zeus y de Hera, o solamente hijo de Hera según veremos, aunque considerado familiarmente como hijo de Zeus, al igual de Hefesto. Y, si bien su nombre es de auténtica contextura griega, su etimología es desconocida. Se pretende derivarlo de “Ara”: ¿“maldición, plegaria, guerra”? Los mitos de su infancia prácticamente se han perdido; sólo los etruscos lo veían niño, como luego se referirá. Queda la vaga especie de que Hera le dio por tutor a Príapo, quien en Bitinia (Asia Menor) aparece como uno de los Titanes o de los Dáctilos Ideos y, en Lámpsaco (Helesponto), casi como guardián de jardines y mero espantapájaros. No es ésta la única relación de Ares con los Titanes. Príapo, en todo caso, lo enseñó de niño a danzar a la perfección antes de usar las armas. ¿Y no se precia Héctor, en la Ilíada, de ser diestro en “la danza de Ares” para decir que es diestro en la lucha?

Por los días de Homero, Ares se nos muestra como una divinidad regular y reconocida en el círculo olímpico; pero, a poco que investiguemos, comenzamos a averiguar que viene de muy lejos. La tendencia helénica manda a la misteriosa Hiperbórea, al Septentrión, cuanto es oscuro y borrascoso. Homero hospeda a Ares en Tracia, donde tuvo culto. Heródoto habla de cierto dios de la guerra que adoraban tracios y escitas y, recordando la colonia tracia de que hay rastro en la Grecia prehistórica (¿será la que introdujo a Dióniso?), afirma que aquel dios guerrero vino a transformarse en el griego Ares.

Cuando, en la Ilíada, Zeus lo amenaza con enviarlo castigado al Tártaro, donde tiene presos a los Titanes, nos da lugar a preguntarnos si no hay aquí un vago eco de la naturaleza titánica que a Ares corresponde; y por Titanes y aun Gigantes bien cabe entender, como lo explica Farnell, toda divinidad prehistórica que aún asoma las narices en el Panteón de la Grecia griega. Desde luego, Ares es gigantesco. Su grito, en el poema homérico, es el grito de diez mil hombres; su cuerpo, derrumbado en el suelo, cubre no menos de siete yugadas, lo que podría arar una yunta en siete días.

6. Su culto no fue muy difundido. En Escitia le sacrificaban anualmente reses, caballos y, en algún tiempo, prisioneros de guerra, como acaso se hizo un día en Esparta. Aquí, bajo el nombre de Theritas, se le inmolaban perros, víctima purificatoria que también conviene a ritos temerosos como el de Hécate.

Además del perro, se le ofrecían como víctimas los buitres: animales ambos que se anuncian devorando cadáveres desde el primer grito de la poesía helénica, en el proemio de la Ilíada.

En el culto de Geronthrai (Laconia) las mujeres eran tabú, por cuanto la presencia femenina puede mermar el ardor guerrero. Pero en Tegea, Ares, bajo el nombre de Gynaikothoínas, era adorado exclusivamente por mujeres, cuya participación en la magia guerrera tampoco es desconocida, lo que acaso provenga de la tradición que emparienta al dios con las Amazonas. Algún culto parecido hubo en Argos, referido a la heroína local, Telesila. Se dice que los Dióscuros llevaron la efigie de Ares desde Esparta hasta Therapne.

Los atenienses pretendían que, cuando Ares dio muerte a Halirrothios de quien luego hablaremos fue juzgado en el templo donde se custodiaba su estatua labrada por Alcamenes. Aparte de Atenas, el culto de Ares tuvo alguna importancia en Tebas y, entre las comunidades del norte, y del occidente en Etolia y en Tesalia.

7. Antes del siglo V, el arte lo representa barbado y provisto de todas armas. Más tarde, acaso por influencia de los escultores atenienses, asume el aire de un joven guerrero ideal, figura a que corresponden sin duda sus asociaciones con Afrodita y Eros. Poco a poco, se nos convierte en un varón vigoroso, siempre imberbe, de pelo rizado, calzón corto y pesado espadón, yelmo y clámide. Finalmente, la influencia macedonia otra vez lo hace barbado, insistiendo siempre en su aire potente y dominante. Tuvo pocas estatuas: menos que el Marte de los romanos.

En Escitia lo representaban como un viejo machete de hierro, al que ofrecían los sacrificios. Sus atributos suelen ser la lanza y la tea ardiente (sangre y fuego). Agitar antorchas o arrojar la antorcha encendida al campo enemigo, posible rito mágico, era la señal de ataque, el comienzo de las hostilidades.

8. Se consideran asociados a Ares dos personajes menores que van con el culto de la guerra: Enialio y Enío, figuras masculina y femenina respectivamente, que carecen de mito. “Enialio”, en Homero, es ya un simple epíteto de Ares que sirve también para calificar a los bravos, como al cretense Meríones. Suele identificárselo con el romano Quirino, dios guerrero de los sabinos con sede en el Quirinal. Enío es también diosa guerrera, que corresponde a la Belona latina. No es del todo cierto que Eris, la Discordia, deba considerarse como hermana de Ares. La verdad es que Eris vaga ya por esa periferia en que el orbe mítico empieza a mezclarse con el símbolo poético. Otro tanto puede decirse del Terror y la Fuga (Deimos y Fobos), llamados también “hijos de Ares”.

8. bis. Son bien conocidos los episodios ridículos de su mitología, amén de su expulsión del campo de batalla troyano por la lanzada que le asesta Diomedes, y de su ominosa derrota por la pedrada que le lanzó Atenea. Uno de estos episodios, ya referido a propósito de Afrodita, es el haber caído en la trampa que Hefesto le puso para descubrir su adulterio. Verdad que este episodio, con ser chusco, admite la atenuación que Hermes proponía a Apolo: —Aunque me viese y me vieseis todos en este trance, bien valdría la pena de hallarse enlazado con Afrodita (Odisea, VIII).

Otro episodio ridículo, también mencionado ya, es el haber sido encerrado durante trece meses en una urna de hierro, por obra de los Aloades, los niños enormes (nueva relación de Ares con los Gigantes), de donde tuvo que librarlo la astucia de Hermes cuando ya casi se ahogaba. Los Aloades habían recibido de Afrodita el encargo de guardar a Adonis, a quien Ares, enamorado de la diosa, dio muerte en un arrebato de celos, convertido en jabalí. Hemos visto ya que los Aloades muestran rasgos de entes benévolos y protectores de la agricultura y las artes. Y hay quien interprete el encierro de Ares como una manifestación de su poder ctónico o subterráneo, el cual sale una vez al año para fertilizar el suelo. Otros ven simplemente en el encierro de Ares la prisión de las influencias maléficas, como en el ánfora de Pandora, o un motivo semejante al encadenamiento de la Muerte por Sísifo.

En las pinturas etruscas, los Aloades aparecen sentados en los bordes de una urna llameante: referencia al fuego sacro de las iniciaciones. Y si es lícito suponer que, cuando se dio el caso, Ares era niño aún como los propios hijos de Aloeo, tendríamos aquí un singularísimo documento sobre las mocedades del dios.

Un escoliasta de Virgilio da una versión muy diferente, y afirma que Ares, en la isla de Naxos, se ocultó dentro de un crisol o piedra de fundir el hierro (como se ocultó Euristeo en el jarro de bronce al ver a Héracles cargado con los despojos del León Nemeo): historia que recuerda a Kelmis, niño Dáctilo, atormentado y purificado al mazo y al yunque por sus dos hermanos.

9. Ares está condenado a sufrir derrotas. Cuando es herido, se queja con poca dignidad y grita como un desaforado. Dos veces pelea con Héracles para vengar la muerte de su hijo Cicno, el bandido que despojaba a los que traían diezmos a Delfos. La primera vez, Zeus los separa con su rayo; la segunda, asistido Héracles por Atenea, hiere a Ares gravemente en el muslo. (Combinamos aquí el cuento de Hesíodo y la versión tardía de Apolodoro.)

10. Sin contar con que el lenguaje homérico suele llamar “vástagos o brotes de Ares”, por ponderación, a los guerreros esforzados, Ares tuvo, en efecto, numerosos hijos que, a veces, heredan su carácter violento. En la Ilíada, por ejemplo, se nombra a los caudillos minios Ascálafo y Yálmeno, hijos de Astíoque, quien se unió secretamente al dios en el palacio paterno de Áctor Azida. El escoliasta de la Etiópida cita a “la Amazona, hija del magnánimo Ares, el matador de hombres”.

Son hijos de Ares y Afrodita, según lo hemos dicho, Harmonía y, menos seguramente, Eros; pues a éste se lo da también por hijo de Hefesto y Afrodita, Hermes y Afrodita o Hermes y Ártemis. Pero Eros es ciertamente un principio cosmogónico mucho más antiguo, aunque muy transformado luego. Otros (Cicerón) añaden a Anteros, que se completa con Eros como se completan el Amor y la Correspondencia. En cuanto a la heroína Harmonía, mujer de Cadmo, viene a ser una Afrodita, o una de tantas hipóstasis terrestres de la diosa Afrodita. Deimos y Fobos, el Terror y la Fuga, también son hijos de Afrodita y de Ares. El mismo Dragón a que dio muerte Cadmo, y de cuyos colmillos brotaron los Espartos, es, para algunos, hijo de Ares.

Tritaia —forma abreviada de “Tritogenia”—, sacerdotisa de Atenea, hija del dios Tritón, concibió de Ares al héroe Melanipo, “el garañón negro”, que no ha de confundirse con el Esparto tebano de igual nombre, uno de los defensores de su ciudad contra el sitio de los Siete jefes aliados.

También se le atribuyen la paternidad de Flegias, el epónimo de los flegios —pueblo de feroces jinetes— padre de Ixión y de Coronis (la madre de Asclepio); y, en ocasiones, la paternidad de Meleagro.

Tres hijos de Ares y de Pirene (o Cirene) murieron a manos de Héracles: el salteador Cicno, ya citado; el horripilante Diomedes el Tracio, rey de los bistonios que alimentaba sus caballos con carne humana, y Licaón, que se atrevió a desafiar a Héracles cuando éste iba en busca de las Hespérides.

En Aglauros, la hija de Cécrope el monarca ateniense, Ares engendró a Alcipe, la cual fue violada por Halirrothios, hijo de Posidón. Ares dio muerte al violador, y fue juzgado por el Areópago, que por primera vez se reunía, y condenado a un año de servidumbre, como lo fue Apolo por la muerte de la serpiente Pitón. Pero una variante nos dice que fue directamente juzgado y absuelto por los Olímpicos.

Aunque Ares tuvo amores con Eos, esta unión fue estéril. Afrodita, celosa de Eos, le impuso un castigo a que solía ser aficionada y que, para Eos, vino a ser como el castigo que impusieron las gallinas al pato: echarlo al agua. En efecto, la venganza de Afrodita consistió en encender a Eos en un insaciable fuego erótico. Como lo hemos visto, esta Villana de Vallecas o del Guadarrama no tenía reparo en atacar ella misma a los varones de su elección. Viene a ser como una Afrodita exacerbada.

B

11. Hefesto, figura de cuna oriental, es un dios del fuego; de donde pasa a ser entendido como un dios de las “industrias pesadas”, la metalurgia, las artes de la herrería, etc. Ya hemos dicho que su destino parece ser el sustituir las funciones análogas del Titán Prometeo, el derrotado, entidad de pura cepa helénica a quien de cierta manera se contrapone. Las autoridades observan que el culto de Hefesto parece más fácilmente explicable si se lo refiere al Olimpio licio, donde abundan las emanaciones del gas natural. La adoración de Hefesto se derrama por las zonas carias, continentales e insulares. Se le asigna una sede en la isla de Lemnos, donde el Mósiclo, de origen volcánico, aún humeaba en pasados siglos. Más tarde, de etapa en etapa, el dios va extendiendo su imperio hacia el occidente, buscando siempre como puntos de apoyo los suelos que respiran llamas: las islas Lípari, Sicilia, Campania. Al otro extremo, los Argonautas escuchan el trueno de su fragua caucásica por los litorales que cierran el fondo al Ponto Euxino. Dondequiera que la tierra da señales de ignición interior puede Hefesto poseer algún taller subterráneo. En remotos días, dicen los mitólogos, y cuando aún los griegos entendían poco en las artes de los metales, estas artes, tocadas de cierta superstición mágica, eran propias de los bárbaros mediterráneos, entre los cuales brotó el culto de Hefesto. A veces, aunque no en Homero, Hefesto aparece asistido por los Cíclopes, herreros sobrenaturales. Y, aunque de raíz independiente, ciertos curiosos seres menores de quienes hablaremos después —Dáctilos y Telquines, gigantes y enanos— tienen traza de refracciones o multiplicaciones de Hefesto en algunos de sus perfiles: la extravagancia de su figura, sus menesteres habituales de yunque y mazo, el aura temerosa que rodea su oficio. Cierto que, moralmente, Hefesto los supera por su extrema bondad, así como ellos poseen otras habilidades y hechicerías que Hefesto nunca conoció. Como Atenea, Hefesto será el patrono de artesanos y obreros, y las fraguas del Cerámico ateniense trabajaban bajo su amparo.

Con notoria violencia, los latinos identificaron a Hefesto con Vulcano, al cual asignan rasgos físicos semejantes. Pero si Hefesto es artífice y sabe emplear provechosamente las artes planetarias del fuego, Vulcano es un incendiario de profesión, que sólo destruye y consume, y de quien ninguna creación efectiva puede esperarse.

12. Se figura a Hefesto como un cojo, y su designación habitual es “el cojo Hefesto”, aunque algunos hayan pretendido traducir la frase homérica en que se lo nombra por “el de fornidos brazos” o “el de anchas espaldas”. Y la verdad es que las dos condiciones son propias del lisiado de ambos pies o piernas, que escoge el oficio de herrero para andar poco y en quien especialmente se desarrollan los biceps y el busto. Así lo entendió Velázquez en su conocido cuadro Las fraguas de Vulcano, donde el dios recibe la orden de fabricar una armadura nueva para el guerrero Aquiles. Curioso es notar que el védico Agni carece de pies, y Wieland el Herrero, paralelo teutónico de Hefesto y del ingenioso Dédalo, es también cojo. Artífice por antonomasia, Hefesto es el auténtico precursor de los grandes lisiados que dejan obras inmortales: desquite de la voluntad y la mente contra la desordenada naturaleza. Pensemos, entre otros, en el Aleijadinho de Vila Rica, en el leproso Gaugin, en el Renoir de la última época que se hacía atar los pinceles.

13. Entre las principales obras de Hefesto, hay que recordar la Égida de Zeus, impenetrable al mismo rayo, arma defensiva y ofensiva que el sumo dios solía prestar a Atenea (su escudero por antonomasia), y en ocasiones, a Apolo; singular objeto mágico, floqueado, según Homero, de cien áureos y labrados borlones, cada uno de los cuales valía cien bueyes, coronado por el Espanto y ornado por el Valor, la Discordia, la tenaz Persecución —“hielo de corazones”— y la ingente y horripilante cabeza de la Gorgona. También salieron de las manos de Hefesto los rayos de Zeus, que después siguieron fabricando los Cíclopes; los alcázares de los dioses y sus tronos de piedra en las asambleas olímpicas; la casa subterránea que el dios marítimo obsequió al gigantesco Orión; el cetro que Hefesto dio a Zeus, éste a Hermes, éste a Pélope, éste a Atreo y Atreo a Tiestes, por donde llegó a Agamemnón, rey de Micenas y de las islas y jefe de los sitiadores de Troya; la coraza de Diomedes; las segundas armas de Aquiles, que sustituyeron a las que Patroclo perdió en su lucha con Héctor; la silla en que Hera quedó aprisionada, según pronto vamos a averiguarlo; la trampa invisible en que cayeron los adúlteros Afrodita y Ares, delatados por Helios, y de que ya tenemos noticia; la crátera que Menelao obsequia a Telémaco; la imagen de Dióniso que un día hará enloquecer a Eurípilo; los perros de plata y oro en la mansión feacia del rey Alcínoo; el funesto collar de Harmonía (saga tebana); el cuerpo de Pandora al que Atenea comunicó aliento, etcétera.

14. ¿Cómo fue que este oriental pudo deslizarse en el Panteón griego? En el Olimpo se fueron juntando poco a poco, bajo la autoridad paternal de Zeus y de Hera, la hija Atenea, Latona y sus dos cachorros Ártemis y Apolo, Ares y aun Dióniso… No podemos averiguar en qué instante alcanzaron el honor olímpico Hermes y Hefesto. Pero Hefesto ocupará siempre una situación algo extraña, situación de extranjería que su imagen y sus mitos dejan sentir. Farnell advierte: “Su posición en el círculo olímpico es forzada y precaria: Zeus se rehúsa a reconocerlo, y él aparece misteriosamente afiliado a Hera, una madre no natural. Se lo siente incómodo en el cielo”.

Hefesto, en Hesíodo, sólo es hijo de Hera; en Homero, hijo de Hera y sólo probable hijo de Zeus. En las disidencias paternas, se esfuerza por ser conciliador, aun a costa suya y haciendo el bufón, por tal de convertir en risa el mal humor reinante, como se aprecia al final del canto primero de la Ilíada. Alguna vez quiso defender a su madre en contra de Zeus, pero éste, asiéndolo por un tobillo, lo lanzó tan lejos del Olimpo que el cuitado, tras de rodar todo un día, fue a caer en la isla de Lemnos casi extenuado, donde lo acogieron los sinties, como llama Homero a los naturales de aquella isla, la cual quedará consagrada al culto de Hefesto.

Conviene saber que esta brutalidad de Zeus no es causa de la tradicional cojera de Hefesto, aunque será más tarde una de las explicaciones intentadas al caso. El III Himno Homérico nos dice, efectivamente, que Hefesto nació ya con los pies deformes, y su madre, horrorizada, lo arrojó al mar, donde dos Oceánidas lo recogieron: Eurínome y la piadosa Tetis, a quien también hemos visto ya amparar al niño Dióniso cuando lo atacó el rey Licurgo. Hefesto vivió nueve años al lado de las Oceánidas. Tal vez lo hizo regresar al Olimpo el arrepentimiento de Hera, o tal vez la conveniencia de poner a contribución sus buenos servicios de artífice.

15. En la Ilíada, Hefesto aparece casado con una de las Gracias; en la Odisea —y es la versión más recibida, sin duda a causa del cuento del adulterio—, con la diosa Afrodita: motivo del Ogro y la Bella.

Hay una vieja fábula que procura explicar la razón de este matrimonio, relacionándolo con los desmanes y malos tratos que Hefesto ha sufrido por parte de la Suprema Pareja. Nos cuenta esa fábula que Hefesto decidió un día hacer una mala pasada a la propia Hera, la madre desnaturalizada, como lo haría después con los adúlteros Ares y Afrodita: astucias de los dioses comparables al hurto de los toros de Apolo por el niño Hermes; astucias que parecen trasladarnos (si aquí fuera lícito establecer etapas) a los días en que los Olímpicos, sometidos ya a Zeus y a Hera, aún no parecen plenamente domesticados. (Ya se ha advertido que, en este orden, hay un sensible progreso de la Ilíada a la Odisea).

He aquí, pues, cómo sucedieron las cosas. Hera, avergonzada de su monstruosa criatura, quiso ocultarla o rechazarla según se ha visto. Hefesto, que no olvidaba el agravio, recibió un día el encargo de fabricar los sitiales para los dioses. El trono que construyó para Hera, magnífico en apariencia, preparaba una desagradable sorpresa. No bien la diosa se sentó, cuando quedó colgada en el espacio por unas cadenas y presa como en una jaula. Los dioses, consternados, no sabían cómo librarla. En vano rogaron a Hefesto, sospechando de él, que socorriera a su madre: —Yo no tengo madre —dijo Hefesto, palabras que parecen el eco de alguna especie olvidada sobre la inexplicable aparición del dios en el Olimpo.

Se encargó a Ares que, por la fuerza, hiciera comparecer a Hefesto ante el tribunal de Zeus. Pero Ares, espantado con los cohetes y llamas que Hefesto le echó por delante a guisa de bienvenida, volvió con las manos vacias. Sobre este incidente queda, en los motivos de un vaso griego, el rastro de algún drama satírico que no ha llegado hasta nosotros. Allí Ares-Enialio esgrime su lanza, y Hefesto-Dédalo (el Dédalo artífice que de cierto modo espiritual se emparienta con Hefesto y con Prometeo) lo ahuyenta con sus alardes de fuego.

Según las pinturas y las letras, fue Dióniso quien logró al fin apoderarse de Hefesto y traerlo a que diese cuenta de sus desmanes. A este fin, tuvo que embriagarlo —Hefesto aún ignoraba el vino— y lo condujo hasta el Olimpo a lomo de mula, en una procesión triunfal. Es de creer, con todo, que Hefesto no estaba tan fuera de sí como pudiera creerse, pues, aunque consintió en libertar a Hera, lo hizo a cambio de que ésta le concediese a alguna de las principales diosas, Atenea o Afrodita.

Fue esta última la escogida, como sabemos, no hizo feliz a Hefesto. De su afición por Atenea sólo queda un vestigio en la historia ya mencionada sobre el involuntario nacimiento de Erictonio. Por lo demás, Hefesto y Atenas no se mantendrán distanciados: ambos participan en el régimen de los oficios manuales y se asocian en ciertos ritos y celebraciones.

C

16. A fin de mejor percibir la fisonomía de Hefesto y de Ares, y aun a riesgo de incurrir en la ilusión de las falsas estrellas dobles, que sólo de lejos lo parecen, conviene considerar al dios herrero contrapuesto a las figuras que, en la final y definitiva cristalización de su fábula, y dejando aparte las indecisiones de origen, vinieron a emparejársele o a oponérsele, lo cual para el caso da lo mismo. Sin duda Hefesto absorbió rasgos ajenos y también prestó a otras imágenes algunos de sus propios rasgos. Ofrece afinidades con otros dioses, ya por simpatía o por rivalidad: nuevo ejemplo de aquella geminación mítica que es uno de los temas predilectos en la fantasía popular.

Esa extrañeza natural que son los gemelos sugería ideas de milagro, las cuales fácilmente engendraban una suerte de culto. La situación de los gemelos es, además, tan pintoresca de suyo, que no podía menos de atraer la imaginación, como mero asunto de amenidad. La mente mítica cruza, a su modo, la corriente del conocimiento, usando los vados de las circunstancias divertidas, que le van sirviendo de ayuda.

El tema de los gemelos es frecuente en la fábula griega. Conocemos ya a los Aloades, los niños enormes. Todos saben algo de los hermanos de Helena, los Dióscuros o muchachos de Zeus, Cástor y Polideuces, hijos de Leda, que alternan en la inmortalidad. La saga heroica, multiplicando todavía los reflejos, los opone a los Afáridas, otros dos mellizos llamados Idas y Linceo que participaron en la expedición de los Argonautas. Y aún queda por ahí el vetusto par de los Actoríones-Molíones, otros personajes heroicos de nombres Ctéato y Eurito, cuyos hijos combaten entre los sitiadores de Troya, probables hermanos siameses pegados por el pecho, nacidos de un huevo de plata como Helena, según cierto fragmento de Íbico, a quienes Héracles logró dar muerte en una emboscada y a quienes logró vengar su madre, haciendo que se prohibiese a los elidanos participar en los Juegos Ístmicos. Por otro rumbo de la fábula, encontramos todavía los que podemos llamar Dióscuros Tebanos, es decir: Anfión y Zetos, hijos de Zeus y Antíope, los que vengaron a su madre de la cautividad a que había sido sometida, dando muerte a su tío abuelo Lico y a su esposa Dircea.

17. Pues bien, en el caso de Hefesto, se diría que hay como una tentación, como un proceso atajado y que poco a poco se encaminaba a emparejarlo, sea con su contrafigura helénica, el Titán Prometeo, sea con su vecino oriental, el dios Ares.

Respecto a Prometeo, ya sabemos que Hefesto, su posible sustituto en la industria del fuego, su rival en suma, es quien se encarga de encadenarlo en el Cáucaso; y cuando el nacimiento de Atenea, el célebre hachazo que alivia la frente de Zeus es atribuido por unos a Hefesto y por otros a Prometeo.

La misma función de civilizador material que el Protágoras de Platón asigna a Prometeo, la misma viene a corresponder a Hefesto, asociado con Atenea como maestro de los ingeniosos artesanos, en ciertas palabras de Solón. En una de las versiones, Prometeo roba el fuego de las fraguas de Hefesto. Ambos aparecen muchas veces asociados en los cultos y ceremonias; y el altar de Prometeo en la Academia era igualmente un ara de Hefesto.

Rivalidad, sustitución de funciones, asociación de cultos: ¿hace falta más para fundir en uno o para mezclar en doble hipóstasis dos figuras del mito? Además, hay entre uno y otro personaje cierta confusa relación a través de la materna Hera. Ella, en algunas versiones, es también la madre de Prometeo: esta Hera prematrimonial, raptada y poseída por el Gigante Eurimedonte y que ejercía un dominio matriarcal sobre los misteriosos Dáctilos, seres del fuego, resulta así madre de los dos herreros divinos.

18. Mucho más expresivo es el connato de emparejar a Hefesto con Ares. Lástima que George Thomson se deje decir todavía: “… originariamente, puesto que uno es tracio y pelasgo el otro, nada tienen de común entre sí” (Studies in Ancient Greek Society: The Prehistoric Aegean, pp. 286-287). De común tienen, desde luego, el ser orientales, y sus cultos son mucho más próximos de lo que Thomson parece admitir; de común tienen, además, el ser hijos de Hera y el relacionarse a través de dos figuras femeninas: la propia Hera, y Afrodita, que con ambos han compartido el lecho. Si Ares ha llegado a ser simbólicamente interpretado como el espíritu mismo de la riña y la constante disputa en que vivían el infiel Zeus y la celosa Hera, su pseudo-gemelo, Hefesto, se distingue en la postura antitética, reflejo invertido, por el empeño de reconciliar a los padres: nueva condición que los acerca. Finalmente, el pensamiento no puede menos de enlazarlos como el anverso y el reverso —pues tal es la ambivalencia del pensar mítico—: aquí, Ares, el robusto, el gigante, el temible, el furioso; y allá, Hefesto, el casi-enano, el bufonesco, el contrahecho, el cojitranco, el burlado, el sufrido. Y por bajo de este contraste, se adivina una leve mueca de desdén para ambos dioses por parte de los demás Olímpicos, no obstante la irresistible pujanza del dios Ares que lo hacía temible a los hombres, no obstante la operosa ingeniosidad del dios Hefesto que tanto lo honraba a ojos de los mortales.

D

19. Pero no podemos despedirnos de la Familia Olímpica sin examinar más de cerca el punto escabroso de las “maternidades de Hera”, hasta aquí apenas soslayado; es decir: los actos de alumbramiento espontáneo con que Hera de tiempo en tiempo nos sorprende y nos desazona.

Esta diosa de la castidad, entiéndase bien, nunca incurre en adulterio voluntario, al revés de su divino esposo, quien derrama generosamente su virtud de varón por todos los cielos y los suelos. Pues ciertamente la murmuración maliciosa a que se ha prestado el caso de Ixión y la Nube no logra empañar la fama de la diosa. Y lo propio puede decirse respecto a los cuentos sobre el rapto de Eurimedonte, ya mencionado; lo propio sobre los probables ataques que Hera sufrió por parte de los Sátiros allá en los días de su visita a las divinidades vetustas como el Océano, cuando andaba separada de Zeus, aunque de tales ataques hayan quedado curiosos rastros en los vasos pintados o en las decoraciones de Paestum, la antigua Posidonia.

No: la correcta interpretación, una vez establecida la figura de la madre Hera en el mito ortodoxo, más bien admite que la diosa daba a luz de por sí alguna criatura fabulosa, como venganza y desquite por los “alumbramientos” que Zeus se permitía a solas y por su cuenta y riesgo, como sucedió para Atenea o Dióniso.

Ya hemos aludido, por ejemplo, a aquel Himno Homérico según el cual la Dragona de Crisa (la Pitón de Delfos), a la que daría muerte Apolo, recibió de Hera el encargo de criar a Tifeo, monstruo que ella trajo al mundo por rabia y despecho contra su divino esposo, cuando éste dio el ser a Atenea. Hera se lastimaba de que Atenea, la hija exclusiva de Zeus, gozara de singular favor, siendo así que Hefesto, hijo exclusivo de Hera resultaba ser el más endeble y desdeñable entre los Olímpicos. Para concebir a Tifeo en su soledad, Hera se había apartado de Zeus durante todo un año. Pero, según lo que aquí dice Hera, algunos entienden que Hefesto no carecía de padre, sino que era mal nacido, tal vez prematuro: posible disimulo homérico.

Veamos el caso de Ares. Según la versión que recoge Ovidio en sus Fastos, Hera, empeñada en concebir un hijo sin la cooperación de Zeus, y también para desquitarse del nacimiento de Atenea, iba en pos de consejo a visitar al viejo Océano. De paso, se detuvo en la mansión de Flora quien, aunque de mala gana, por temor a Zeus, acabó tocándola con una flor crecida en los campos de Oleno, única de aquella especie que la Ninfa poseía en su jardín, Hera quedó encinta al instante, y fue a dar el ser a Ares en tierras de Tracia (Festo el Gramático, siglo II de nuestra Era, sustituye la flor por una yerba de igual virtud).

Esta tradición tardía, en que sin duda se deja sentir la mano de Ovidio, al menos permite apreciar que los latinos conservan la especie sobre la maternidad exclusiva de Hera. El caso de Hera con la flor recuerda el nacimiento de Hebe causado por una lechuga (es una de tantas historias) y pertenece a un orden folklórico harto conocido: la disculpa ante el embarazo de ayuntamiento inconfesable. Para mejor explicar la fábula romana, los exégetas nos recuerdan que Marte (Marzo) trae siempre las primeras flores en la primavera italiana, y que las Matronalia de Juno (la Hera romana) se celebraban en Italia el día primero de Marzo.

E

20. Tras de haber pasado en revista a la Familia Olímpica, podemos, siguiendo el ejemplo de Rose, llegar a algunas conclusiones:

a) Bajo el politeísmo y el antropomorfismo de la mitología griega, laten y se encaminan poco a poco hacia las alturas de la filosofía ciertas vislumbres inconscientes, instintivas, cierto presentimeinto de que hay una deidad superior, única, cuya esencia es toda espiritual. (Ver la Introducción, I, 4, g.)

b) Los dioses no son creadores, sino creados, como el hombre, y algo existía ya antes de ellos.

c) Los dioses son inmortales. Fuera de esto, su naturaleza no es más que un abultamiento general de la naturaleza humana, en poderes y en capacidades.

d) Los dioses no son omnipotentes, omnipresentes ni omniscientes, aun cuando pueden más que los hombres, se transportan con mucha mayor facilidad y saben y ven más que los hombres. Fuera de Zeus y de Apolo, apenas poseen atisbos sobre el porvenir; y aun Zeus —de quien Apolo deriva el dón profético— consulta alguna vez las decisiones del Destino, superior a su sabiduría y a sus designios.

e) De cierto modo caprichoso, y para mejor entenderlos, podemos imaginar a los dioses como unos ministros e intermediarios entre la deidad superior e innominada y los hombres, pero obligados a pasar siempre, a su vez, por la mediación de Zeus.

f) Aunque justos y misericordiosos en principio, los dioses incurren en extravíos de pasión (amores y celos, codicia y venganza), y su misma inmortalidad parece comunicarles cierta indiferencia moral. Por momentos, ella los hace aparecer menos nobles que los héroes y aun los simples mortales, a quienes dignifica la muerte.

g) Los dioses griegos, aunque relacionados en el culto con ciertos animales simbólicos —según testimonio bien conocido del arte plástico—, ni puede decirse que procedan de primitivas figuras animales (teriomorfismo), ni menos que hayan sido originariamente un totem animal. En mera condición de compañías o atributos, correspònden respectivamente: a Zeus, el águila; a Hera, la vaca, y más tarde, el pavo; a Ares, hasta cierto punto, el jabalí; a Apolo, el cuervo y el cisne; a Ártemis, el ciervo y el oso; a Afrodita, el gorrión y la paloma; a Dióniso, toros, carneros, leones, serpientes, etc.; a Hermes, tardíamente, el gallo, sólo conocido en Grecia por los días históricos y muy posterior a Homero. A Deméter y a Perséfone se las asocia, a veces con la yegua y el cerdo. Posidón y Hades se acompañan con los caballos, y el primero, también con los toros. El ave de Atenea es la lechuza, lo que no quita que pueda disimularse bajo la forma de un buitre o de una golondrina, etc. Ocasionalmente, el dios puede asumir cualquier forma animal. Sólo las entidades inferiores —Pan, Sátiros, Sirenas, Arpías, etc.— poseen rasgos animales permanentes. Las Musas son de forma humana pero sus rivales, las Piérides, que suelen confundirse con ellas, se metaforfosearon en cornejas. Las metamorfosis definitivas corresponden a los semidioses o héroes.

h) Ningún hombre, históricamente, se ha transformado en dios (salvo las falsificaciones de la adulación y el despotismo en los días de la decadencia). Algunos semidioses —Héracles, Anfiarao— alcanzan, como premio excepcional, la categoría de dioses. Pero entre la esfera divina y la humana —y aunque el dios puede disfrazarse de hombre cuando le plazca— la mente griega ha establecido una barrera infranqueable para los mortales.