Billie Holiday, «Strange Fruit», 1939
Los cadáveres de Thomas Shipp y Abram Smith, linchados en Marion, Indiana, el 7 de agosto de 1930. La foto inspiró a Abel Meeropol la composición de «Strange Fruit».
Es una noche fresca y clara de marzo de 1939 en Nueva York. En Europa, la Guerra Civil Española está a punto de terminar con la victoria del general Franco; a finales de mes, el primer ministro británico Neville Chamberlain abandonará oficialmente su política de apaciguamiento con la Alemania de Hitler. En Estados Unidos, Las uvas de la ira de John Steinbeck, un relato épico sobre los aparceros durante la Gran Depresión, está a punto de llegar a la imprenta y acabará siendo la novela más vendida del año. Lo que el viento se llevó, la película basada en el bestseller de Margaret Mitchell se estrenará ese verano en los cines. Las Hijas de la Revolución Americana [Daughters of the American Revolution] le han negado recientemente a la cantante negra de ópera Marian Anderson el permiso para cantar en el Constitution Hall de Washington D. C., motivando así que la primera dama, Eleanor Roosevelt, abandone indignada dicha hermandad y ponga todo su empeño en encontrar un nuevo espacio para el recital de Pascua de Anderson.
Tienes una cita y te da por asomarte a un nuevo club sito en un antiguo speakeasy de la calle 4 Oeste: el Café Society, autodenominado «el lugar equivocado para la gente adecuada». Incluso si no pillas el chiste al acceder al lugar —donde los porteros van ataviados con andrajos—, la luz se enciende en el interior del sótano en forma de ele y con capacidad para 200 personas, cuyos murales burlescos satirizan a lo más distinguido de la alta sociedad de Manhattan. Los clientes negros no sólo son bien recibidos sino que se les ofrecen las mejores mesas del lugar, algo inusual en un club nocturno neoyorquino.
Has oído rumores acerca de la nueva cantante del local, una mujer negra de 23 años llamada Billie Holiday que se hizo un nombre en Harlem con la banda de Count Basie. Tiene la piel cobriza, casi polinesia, es algo rolliza (la revista Time no tardará en comentar de modo paternalista que «no le preocupa su tipo, visto que no hace dieta, pero le entusiasma cantar») y lleva una gardenia en el pelo. Domina el escenario a su manera, una manera nada llamativa. Tiene una voz redonda y sensual con la que juguetea y acaricia las canciones hasta hacerlas más placenteras de lo que su autor habría imaginado y, de ese modo, aporta una chispa de vivacidad y una nota de elegancia incluso al material más cursi. La Nueva York de 1939 está llena de grandes cantantes, pero, más allá del timbre y la técnica, la voz de Holiday te hechiza por su espíritu errático.
Y ahí viene: se atenúan las luces y sólo un único foco, blanco y duro, ilumina a la Holiday. Ya no puedes pedir una copa porque los camareros se han retirado a la parte posterior del local. Empieza su último tema: «Southern trees bear a strange fruit» [los árboles del sur dan un fruto extraño]. Uno piensa: esto no es el clásico material acaramelado. «Blood on the leaves and blood at the root» [sangre en las hojas y sangre en la raíz]. ¿De qué va esto? «Black bodies swinging in the Southern breeze» [cuerpos negros mecidos por la brisa sureña]. ¿De linchamientos? ¿Es una canción sobre linchamientos? La cháchara de las mesas se apaga. Todos los ojos y oídos de la sala atienden a la canción. Después de la última palabra (crop [cosecha], convertida en un alarido abruptamente truncado), la sala entera se queda a oscuras. Cuando se encienden las luces, la cantante no está.
Y la pregunta es la siguiente: ¿uno aplaude, asombrado ante el coraje y la intensidad de la actuación, atónito por el macabro lirismo de la letra y sintiendo que la historia ha hecho acto de presencia en el escenario, o se remueve incómodo en la butaca pensando «¿a esto lo llaman entretenimiento?»? Y ésa es la pregunta que palpitará en el corazón de la controvertida relación entre la política y el pop a lo largo de décadas y ésa es la primera vez en que así se formuló.
Escrita por un comunista judío llamado Abel Meeropol, «Strange Fruit» no fue la primera canción protesta, pero sí fue la primera que trasladó un mensaje político explícito al mundo del espectáculo. Justo antes de eso, las canciones protesta estadounidenses eran ajenas a la música popular convencional. Estaban concebidas para determinados públicos —piquetes, escuelas de folclore, reuniones de partido— y con un objeto específico: únete al sindicato, lucha contra los jefes, ganemos esta huelga.
«Strange Fruit», sin embargo, no era cosa de las masas sino más bien de una atormentada mujer. No era una canción para ser cantada con entrega junto a los camaradas durante la huelga, sino un tema profundamente desolador y áspero. La música, futura, algo sombría, encarnaba el horror descrito en la letra. Y, en lugar de resolverse en una catártica llamada a la unidad, colgaba suspendida de aquella palabra final. No calentaba la sangre, la helaba. «Quizá sea la canción más desagradable que he escuchado jamás —diría maravillada Nina Simone—. Desagradable en el sentido de que es violenta y revuelve las entrañas de todo aquello que los blancos le han hecho a mi gente en este país.» Por todas estas razones resultaba absolutamente novedosa. Hasta entonces, las canciones protesta funcionaban como propaganda, pero «Strange Fruit» demostró que podían ser arte.
Es tan buena como canción que desde entonces docenas de cantantes han intentado dejar su propio sello en ella, pero la interpretación de Holiday es tan potente que ninguno ha llegado a superarla (en 1999, la revista Time consideró «canción del siglo» su primera versión de estudio). Fue, y sigue siendo, una canción a tener en cuenta, cuyos planteamientos de 1939 aún perduran. ¿Una canción protesta da mayor vigor tanto a lo político como a lo musical o sólo lo trivializa? ¿Pueden separarse sus méritos musicales de su significación social o esto último distorsiona y oscurece a los primeros? ¿Tiene de verdad el poder de cambiar mentalidades, por no hablar de decisiones políticas? ¿Expone con eficacia una cuestión vital ante un público nuevo o sólo la desvirtúa reduciéndola a unas pocas líneas, adaptándola a una melodía para ser interpretada ante personas a las que quizá les importe un rábano? ¿Se trata, ante todo, de una forma artística apasionante y necesaria o sólo de arte malo cuyo objetivo es distraer?
Éstas fueron las primeras cuestiones que planteaba «Strange Fruit» a sus oyentes en una sala en forma de L del bajo Manhattan en marzo de 1939. Aquélla es la zona cero de la canción popular de protesta.
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Antes de «Strange Fruit», el único éxito musical que lidiaba abiertamente con la cuestión racial en Norteamérica había sido «Black and Blue» (1929), compuesta por Andy Razaf y Fats Waller para el musical Hot Chocolates. Cantada por Edith Wilson la noche del estreno, «Black and Blue» se ganaba al público con una imaginería familiar de espectáculo minstrel, luego le pateaba el estómago con el pareado: «I’m white inside, it don’t help my case, / ’cause I can’t hide what’s on my face» [soy blanco por dentro, pero sirve de poco, / porque no puedo disimular lo que hay en mi rostro]. Cuando Wilson dejó de cantar reinó un silencio fúnebre seguido por una aclamación cerrada. Según el biógrafo de Razaf, Barry Singer, aquel pareado fue crucial para «quebrar decididamente y para siempre las tradiciones reprimidas del entretenimiento negro».
Sin embargo, «Black and Blue» era demasiado sui géneris para marcar tendencia en el ámbito de las melodías populares con conciencia racial.1 Para encontrar un buen caudal de canciones protesta negras había que ir al Sur y recoger los lamentos de los cantantes de blues y folk que jamás habían pisado un estudio de grabación. Ésa fue la misión de Lawrence Gellert, un izquierdista declarado que editó unas 200 muestras en su volumen de 1936 Negro Songs of Protest. Conscientes de la prudencia que debían mostrar en aquel sur segregado, los hombres que se las enseñaron lo hicieron únicamente a condición de preservar su anonimato. El primer cantante de blues en tratar la cuestión racial sin rodeos y bajo su propio nombre fue el expresidiario de Luisiana Leadbelly, quien compuso «Bourgeois Blues», sobre la discriminación que vivió en un viaje a Washington D. C. en 1938.
Aunque Abel Meeropol fuera conocedor de algunos o de todos estos ejemplos cuando se dispuso a componer «Strange Fruit», tampoco podían enseñarle mucho a un hombre blanco de Nueva York. Por más que cualquiera pudiera entender la crueldad de ver a un hombre colgado por una muchedumbre sedienta de sangre, sólo un hombre negro podría haber compuesto una canción que explorara los prejuicios cotidianos como «Bourgeois Blues» o «Black and Blue». A pesar de que esta práctica ya declinaba para cuando salió «Strange Fruit» —la foto espeluznante del doble ahorcamiento que indujo a Meeropol a escribir el tema se tomó en Indiana en 1930—, el linchamiento seguía siendo el símbolo más vívido del racismo en Norteamérica, la estampa que resumía otras modalidades más sutiles de discriminación que afectaban a la población negra. Quizá sólo el horror visceral que inspiraba el linchamiento otorgara a Meeropol la convicción necesaria para escribir una canción sin precedentes que además requería un nuevo vocabulario para abordar estos temas.
Meeropol publicó su poema bajo el título «Bitter Fruit» en el periódico sindical New York Teacher en 1937. El cambio de nombre fue un acierto. Bitter, [amargo] resulta de una moralidad sentenciosa, en tanto que strange evoca la presencia de algo ominoso. Pone al oyente en la piel de un observador curioso que espía unas formas colgantes desde lejos y que, al acercarse, constata aquella monstruosidad.
Meeropol era miembro del Partido Comunista y daba clases en un instituto del Bronx. En su tiempo libre, bajo el nombre gentil de Lewis Allan, componía a destajo canciones, poemas y obras de teatro sobre cuestiones de actualidad, de las cuales sólo unas pocas llegaban al gran público. Meeropol elaboró una melodía y «Strange Fruit» pronto se convirtió en tema recurrente de las reuniones izquierdistas durante todo 1938, cantado por su esposa y diversos amigos. Incluso llegó al Madison Square Garden gracias a la cantante negra Laura Duncan. Entre la audiencia se hallaba entonces Robert Gordon, recientemente contratado en el Café Society, donde dirigía el espectáculo de Billie Holiday, que era la estrella principal. El club había sido una ocurrencia del vendedor de zapatos de Nueva Jersey Barney Josephson: un jugoso antídoto contra el elitismo estirado, a menudo racista, de los locales nocturnos de Nueva York. La sala abrió la víspera de fin de año de 1938 y le debió a Holiday buena parte de su éxito inmediato.
A pesar de que su autobiografía Lady Sings the Blues es poco fiable y esconde tanto como revela, a sus 23 años, Holiday ya había visto mucho. Nacida en Filadelfia, pasó algún tiempo haciendo recados para un burdel de Baltimore, «quizá el único lugar donde negros y blancos se relacionaban con cierta naturalidad» y allí descubrió el jazz. A los 10 años acusó a un vecino de intento de violación y a Holiday, muy dada a hacer novillos, la enviaron a un reformatorio católico, hasta que su madre consiguió que la soltaran. Se trasladó con ella a Nueva York, donde trabajó en otro burdel, donde se ocupaba de algo más que de los recados y fue encarcelada por prostitución. Tras ser puesta en libertad, empezó a cantar en clubs de jazz de Harlem, donde llamó la atención del productor John Hammond, que la convirtió en una de las estrellas más rutilantes de la era del jazz. «Cuando aparecía sobre el escenario bajo el foco era absolutamente majestuosa», le contó el promotor de jazz Milt Gabler al biógrafo de Holiday John Chilton. «Aquello era digno de verse, el modo en el que sostenía la cabeza en alto, cómo fraseaba cada palabra y llegaba al corazón de las historia que cantaba y, por si fuera poco, sabía dar con el compás.»
Meeropol le cantó su canción a Josephson y le preguntó si se la podía llevar a Holiday. Tiempo después, la cantante repetía que se enamoró de ella inmediatamente. «Un tipo me ha traído una canción de la hostia y la voy a cantar», aseguraba haberle dicho al director de la banda Frankie Newton. Meeropol lo recordaba de otro modo y sentía que ella la interpretó únicamente por hacerles un favor a Josephson y Gordon: «Sinceramente, no creo que se sintiera muy cómoda con la canción». Arthur Herzog, uno de los compositores habituales de Holiday, afirmaba que el arreglista Danny Mendelsohn reescribió la melodía de Meeropol, a la que tildó crudamente de «esa cosa pretendidamente musical» y quizá así cambiaran las cosas para Holiday.
Sea como fuere, Holiday puso la canción a prueba en una fiesta celebrada en Harlem y cosechó una reacción que terminaría siendo habitual: silencio atónito seguido por un rugido de aprobación. La noche del debut en el Café Society, Meeropol estaba allí: «Brindó una de aquellas interpretaciones deslumbrantes, de gran eficacia dramática, que podían sacudir la autosuficiencia de todo tipo de público —se maravillaba—. Eso era exactamente lo que deseaba que produjera la canción y el motivo por el que la escribí».
Josephson, consumado hombre del espectáculo, sabía que no tenía ningún sentido colar aquel tema en el grueso del repertorio y pretender que se trataba de otra canción más, así que marcó unas directrices: primero, Holiday cerraría sus tres funciones nocturnas con la canción; segundo, los camareros suspenderían el servicio; tercero, toda la sala permanecería a oscuras salvo por la luz cruda de un foco en el rostro de Holiday, y, cuarto, no habría bises. «La gente tenía que recordar “Strange Fruit” y que le ardieran las entrañas», dijo.
No era, en ningún caso, una canción para todas las ocasiones. Enrarecía el ambiente, silenciaba las conversaciones, los vasos permanecían posados en la mesa y se dejaba el cigarrillo para después. Los clientes solían aplaudir hasta echar humo o se largaban enojados. Por entonces, antes de que su vida diera un giro más lóbrego, Holiday era capaz de olvidar la canción y su mensaje una vez que salía del local. Cuando Frankie Newton sermoneaba sobre el nacionalismo negro de Marcus Garvey o los planes quinquenales de Stalin, solía espetarle: «No quiero llenarme la cabeza con toda esa mierda». John Chilton apunta que eso no era tanto por falta de interés cuanto por la vergüenza que sentía por su escasa formación. Todo lo que ella sabía y sentía acerca de ser negra en Estados Unidos lo derramaba en aquella canción.
Holiday tenía una personalidad electrizante. Podía ser egocéntrica, caprichosa, irascible, pero también una compañía cálida y generosa. Entre una actuación y otra, solía dar un paseo por Central Park en coche de punto, donde podía fumar marihuana en paz, ya que Josephson la había prohibido en el club. «La Holiday es una artista con lágrimas en los ojos cuando canta “Strange Fruit” —escribió Dixon Gayer en Down Beat—. Billie es despreocupada, temperamental, una personalidad dominante. Ambas son personas estupendas.»
A medida que la fama de la canción se propagaba, Josephson la utilizó como reclamo para el Café Society. «¿Ya han escuchado “Un fruto extraño crece en los árboles sureños” cantada por Billie Holiday?», preguntaba un anuncio publicado en la prensa aquel mes de marzo, destrozando, todo hay que decirlo, el título de la canción. Poco tiempo después decidían grabarla. El sello habitual de Holiday, Columbia, palideció ante la perspectiva, de modo que Billie se dirigió a Commodore Records, una pequeña discográfica de izquierdas ubicada junto a la tienda de discos de Milt Gabler en la calle 52 Oeste. El 20 de abril de 1939, justo 11 días después de que Marian Anderson marcara un hito para los músicos negros con la reprogramación de su concierto de Pascua en los escalones del Lincoln Memorial, Holiday entró en Brunswick’s World Broadcasting Studios con Frankie Newton y la banda de ocho miembros del Café Society y grabó «Strange Fruit» en una sesión de cuatro horas. Preocupado por la brevedad de la canción, Gabler le pidió al pianista Sonny White que improvisara una introducción adecuada.
En el sencillo, Holiday no abre la boca hasta setenta segundos después de comenzar el tema. Al igual que Josephson con el foco, los músicos emplean ese tiempo para ambientar la escena, atrayendo al oyente para ir adentrándolo en un cuento de fantasmas. La trompeta en sordina de Newton planea en el aire como el gas de los pantanos; los acordes menores de White al piano encaminan al oyente hacia el enclave aciago; luego, por fin, aparece Holiday. Quizá otros habrían abusado de la ironía o explotado de modo algo forzado el juicio moral, pero ella la canta como si su única responsabilidad fuera documentar esa escena sobrecogedora: dar testimonio. Su voz se mueve suavemente entre la oscuridad hasta topar con los cuerpos colgados como si una cámara los hubiera enfocado por fin. Al proceder de ese modo, perfecciona la canción acotando el sarcasmo sobre el «Sur galante» hasta su fine point y refrescando la temperatura de su imagen más abrasadora: «El hedor de la carne quemada». Es carismática sin ser ostentosa y enlaza las palabras sin excesos. El gerundio swinging [meciéndose], pasa a ser un cruel juego de palabras con uno de los verbos favoritos del jazz. Bulging [saltones], lleva la imagen del título a un extremo de madurez obscena. Crop [cosecha], se alarga y luego se trunca con la fuerza de una dislocación. La vulnerabilidad, el comedimiento y la inmediatez son los atributos que aporta a la canción: el oyente está ahí mismo, al pie del árbol. «Mira —se limita a decir—, sólo mira.»
Lanzada tres meses después, con «Fine and Mellow» como disparatada cara B, no sólo se convirtió en un éxito sino también en una cause célèbre, al menos en determinados círculos. Los partidarios de una ley antilinchamiento mandaron copias a los congresistas. Samuel Grafton, del New York Post, la describió como «una obra de arte maravillosamente perfecta, en la que se invertía la relación habitual entre un artista negro y su público blanco: «Te he estado entreteniendo —parece decir—, ahora escúchame. […] Si la ira de los explotados llega algún día a arder en el Sur, ahora ya cuenta con su “Marsellesa”».
No todos los fans de Holiday compartían el entusiasmo de Grafton por esta pieza anómala. En su libro definitivo sobre la canción, David Margolick recogía las opiniones de muchos oyentes destacados. Jerry Wexler, productor famoso por su trabajo con Ray Charles y Aretha Franklin, argumentaba: «Es casi un manifiesto. Muchas personas con oídos de corcho que no distinguirían una melodía ni a la de tres sólo abrazaron la canción por su contenido político… Comparto plenamente el sentimiento. Me parece una gran letra, pero, como canción, no me interesa». La periodista negra Evelyn Cunningham reconoció una reacción más emocional: «Llega un momento en la vida de una persona negra en que estás hasta las narices de linchamientos y discriminación, en que estás completamente asqueado, pero expresarlo era una herejía».
La objeción de Wexler es solamente una cuestión de gusto. Uno podría opinar que la canción intriga debido a su sencillez melódica y armónica, como si la letra hubiera paralizado al cantante por asombro. Cunningham, por otra parte, toca una verdad incómoda que resonaría durante décadas hasta la irrupción del hip-hop, esto es, que las mismas expresiones explícitas del tormento por el que pasaban los negros y que impactaban a los progresistas blancos, como concienciadoras resultaban simplemente deprimentes para muchos oyentes negros: «Ya lo sabemos. ¿Por qué arruinar la noche de un sábado?». Así lo expresó a Margolick el historiador del jazz y del blues Albert Murray: «Uno no se toma el champán y los canapés de fin de año con “Strange Fruit” de fondo. Ni te da por acompañar a alguien que se ponga a tocarla. ¿Quién demonios desea escuchar algo que le recuerda a un linchamiento?».
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Holiday abandonó el Café Society en agosto de 1939, pero se llevó con ella «Strange Fruit» como si de una bomba de relojería se tratara. En Washington D. C., un periódico local se preguntaba si podría provocar una nueva oleada de linchamientos. En el Birdland de Nueva York, el promotor confiscó los cigarrillos de los clientes para que el brillo de la lumbre no atenuara la intensidad del foco. Como algunos promotores le prohibieron cantarla, Holiday añadió una cláusula a sus contratos que le garantizara la posibilidad de hacerlo. No siempre la interpretó. «Sólo la canto para personas que puedan entenderla y apreciarla —le contó al DJ Daddy-O Daylie—. No es un tema para tortolitos.»
Más allá de las interpretaciones de Holiday, «Strange Fruit» viajó como un refugiado político en busca de amparo. Los progresistas, tanto negros como blancos, la apreciaban. Las emisoras de radio la prohibieron o la ignoraron. Resulta interesante cuán a menudo los testigos de su interpretación describen la canción en términos físicos, como si se tratara de un asalto. La actriz Billie Allen Henderson le dijo a Margolick: «De pronto siento una puñalada en el plexo solar y me veo boqueando, sin aire». El hijo de Jack Shiffman, propietario del teatro Apollo de Harlem, recordaba: «Cuando arrancaba esas últimas palabras de sus labios, no había un alma entre el público, blanco o negro, que no se sintiera como estrangulado». Y ahí está Josephson con sus entrañas ardiendo y Simone con el desgarro de las tripas. Quemar, destripar, apuñalar, estrangular: sin duda, no se trata de una canción más.
Holiday aseguraba que había sido escrita especialmente para ella y la protegía como una leona. Cuando el cantante negro de folk Josh White se sumó al Café Society en 1943 y la añadió a su repertorio, Holiday le hizo una visita: «De entrada, me quería cortar el cuello por utilizar aquella canción que había sido escrita para ella —recordaba White—. Una noche se pasó por allí para echarme de malas maneras. Hablamos y, al final, bajamos las escaleras tranquilamente y, para sorpresa de todos, nos marcamos un pequeño y agradable baile». Sin duda, al escribir sus memorias, ella olvidó que hubiera habido baile alguno y, con cierta mezquindad, apuntó: «El público le abucheó para que dejara aquella canción en paz».
Pero Holiday se equivocaba con White, quien entendía la canción mejor que la mayoría e hizo tanto como ella para popularizarla. Tras crecer en Carolina del Sur, White aseguraba haber presenciado dos linchamientos a los 8 años. En 1940, su banda, los Carolinians, había sacado el álbum Chain Gang, compuesto por canciones del Negro Songs of Protest de Gellert. El año siguiente fue el turno de Southern Exposure: An Album of Jim Crow Blues, que lo convirtió en uno de los cantantes favoritos del presidente Roosevelt.2 A su vez, también él fue víctima de la propia «Strange Fruit»: durante un descanso en el exterior del Café Society, fue asaltado por siete militares blancos. En una actuación en Pensilvania, alguien gritó «¡yeah, esa canción fue escrita por un pelota de los niggers!» y luego trató, sin éxito, de acorralar a White. Más allá de estos ataques, al final de la guerra, White rivalizaba con Burl Ives como el cantante folk más popular de Estados Unidos y dicho éxito le brindaba una tribuna desde la que cantar letras críticas cuando le apetecía. «La música es mi arma —declaró al Daily Worker en 1947—. Cuando canto “Strange Fruit”… me siento tan poderoso como un tanque M-4.»
Con todo, el caso es que White podía escoger esa canción y luego dejarla, para él era una más entre muchas. Holiday no podía desprenderse de ella: era como si le hubieran tatuado la letra en la piel. Cualquier canción de éxito, si es lo bastante poderosa, puede independizarse de las personas que la popularizaron. Viaja por el mundo y adquiere vida propia, pero sus creadores no siempre corren esa misma suerte. «Strange Fruit» perseguiría a Holiday el resto de su vida. Algunos fans, incluido su antiguo productor John Hammond, acusaron a la canción de haberle robado su liviandad a la intérprete. Según otros, aquello se debía a su creciente adicción a la heroína.
También se sumó a la tarea el persistente racismo que envenenó su vida, tanto como la de cualquier otro negro norteamericano. En 1944, un oficial de marina la llamó nigger;3 con lágrimas en los ojos, Holiday rompió una botella de cerveza contra una mesa y se abalanzó sobre él. Algo más tarde, un amigo la divisó rondando por la calle 52 y le preguntó: «¿Qué tal vas, Lady Day?». La réplica fue de una franqueza salvaje: «Ya sabes, sigo siendo una nigger». Poco sorprende que se agarrara firmemente a aquella canción como escudo y como arma. De entrada, el crítico de jazz Rudi Blesh había despedazado la canción y sólo años más tarde se dio cuenta de su auténtico significado. «El linchamiento, para Billie Holiday, significaba todas las crueldades, todas las muertes, desde la rápida dislocación del cuello a la muerte lenta que todo tipo de hambrunas pueden provocar.»
Holiday inició su lenta agonía cuando descubrió la heroína a principios de los años cuarenta; la adicción también le costó una condena de un año en 1947. Diez días después de su liberación, ofreció un concierto para celebrar su regreso en el Carnegie Hall de Nueva York. Según Lady Sings the Blues, aquella noche se lastimó el cuero cabelludo con un alfiler de sombrero y cantó mientras la sangre goteaba mejilla abajo. Sólo había una canción que pudiera cerrar aquella actuación. «Para cuando empecé “Strange Fruit” —escribió—, entre el sudor y la sangre, estaba hecha un desastre.» Time tildó la interpretación de desgarradora.
Durante los años cincuenta, la interpretó menos a menudo y, cuando lo hacía, casi era un tormento contemplarla. Su relación con ella devino prácticamente masoquista. Cuanto peor estaba, más probable era que la añadiera al repertorio, pero nunca dejaba de dolerle, sobre todo cuando provocaba la fuga de espectadores racistas. En la segunda mitad de esa década, su cuerpo estaba ajado y la voz se había reducido a un carraspeo ronco; «Strange Fruit» parecía ser la única canción capaz de dignificar su sufrimiento, haciendo de su declive el símbolo de una gran tragedia americana. Al escribir sobre sus años finales, David Margolick dice: «Envejeció de manera extraña, tristemente adecuada para captar la grotesca crudeza de la canción. Ya no sólo cantaba sobre ojos saltones y bocas torcidas, sino que los encarnaba». Era como si la canción, tras vivir tantos años dentro de ella, hubiera deteriorado a su anfitriona.
Holiday murió en un hospital de Nueva York el 17 de julio de 1959, cinco meses después de grabar «Strange Fruit» por cuarta y última vez durante una actuación en Londres. Tras su muerte, la popularidad de la canción decayó por un tiempo. Nada podía ser más contraproducente para animar una marcha por los derechos civiles que aquella canción cruda y tenebrosa.4 Sin embargo, a diferencia de las canciones por la libertad, ésta no arraiga en un lugar y momento específicos y eso se debe justamente a que Holiday era una artista más que una militante. Era de armas tomar, una inadaptada, y también lo era «Strange Fruit».
En la época en que empezó a cantarla, su madre le preguntó:
—¿Por qué te significas de ese modo?
—Porque puede mejorar las cosas —replicó Billie.
—Pero te matará.
—Ya, pero podré sentirlo. En mi tumba lo sabré.