Woody Guthrie, «This Land Is Your Land» (1944)
La Norteamérica de Woody Guthrie
Woody Guthrie en el bar McSorley’s de Nueva York (1943).
«No soy un escritor, quiero que quede claro —se escabullía Woody Guthrie en su radical cancionero de 1940 Hard Hitting Songs for Hard-Hit People—. No soy más que una guitarra recolectora de un solo cilindro.» Guthrie era un narrador nato y la historia que mejor contaba era la suya propia. Se trataba de un hombre controvertido, contradictorio, malicioso y errático, pero luego está la idea de Woody Guthrie: el arquetipo del cantante protesta norteamericano, el vagabundo que suelta verdades, duro y huesudo, forjado bajo los nubarrones resecos del Dust Bowl, polizón ferroviario y andarín de caminos ardientes, azote de la hipocresía y la opresión de una costa a otra. Se trataba de un personaje extraordinario que prefería pasar por «guitarrista callejero, polizón, tabernario, artista del hambre y de la propina», porque aquella suerte de modestia descarada no hacía más que fortalecer el mito. Podía llegar mejor al hombre de a pie siendo él mismo un hombre de a pie, enmascarando su inteligencia, creatividad y radicalismo con la jerga rústica y la sensatez más llana.
Guthrie era un producto inequívocamente norteamericano —un vagabundo, un pionero, un idealista, un demócrata— y su valor como icono de la izquierda norteamericana es incalculable. Los comunistas y pensadores de izquierda norteamericanos de los años treinta y cuarenta eran vistos, a menudo, por los propios trabajadores a quienes pretendían defender como elitistas, internacionalistas, urbanitas, esto es, poco norteamericanos. Guthrie no era ningún memo, pero su formación era más autodidacta que académica y sus raíces estaban en el corazón del país. «Canta las canciones de un pueblo y sospecho que, en cierto modo, él es ese pueblo —aseveraba John Steinbeck en su introducción a Hard Hitting Songs—. De voz áspera y nasal, con la guitarra colgando como una palanca sobre una llanta oxidada, nada en él resulta dulce y las canciones que canta tampoco lo son, pero hay algo más importante para los que lo escuchan: la voluntad de un pueblo para aguantar y luchar contra la opresión. Creo que eso es lo que se llama el espíritu norteamericano.»
En Guthrie podía detectarse el arquetipo clásico del individualismo norteamericano: Thoreau tomando notas impenitente en sus amados bosques o Huckleberry Finn a la deriva Misisipi abajo. Y ante todo estaba Walt Whitman, tan afín a Guthrie en el ensalzamiento del hombre de a pie, la burla contra los poderosos, la tentativa de capturar en lenguaje sencillo y vívido la inmensidad de un país, el deseo de «apegarse en cuerpo y alma a su tierra y aferrarse a ella con todo el amor». Al leer la última línea del prefacio de Whitman a Hojas de hierba —«el poeta se revela en el hecho de que su país lo absorbe tan cariñosamente como él lo ha absorbido»—, uno no puede dejar de pensar en Guthrie, especialmente en una canción que escribió en un hotel de mala muerte en invierno de 1940: «This Land Is Your Land».
***
Woodrow Wilson Guthrie vino al mundo el 14 de julio de 1912, en un villorrio de Oklahoma llamado Okemah. Su padre, Charley, lo llamó así por el recién designado candidato presidencial demócrata, un indicio de sus propias ambiciones políticas. Charley se presentó a la Asamblea del estado y escribió panfletos antisocialistas en los que advertía de la amenaza creciente del amor libre y del matrimonio interracial. La madre de Woody, Nora, sufría la enfermedad genética de Huntington, que a la postre destrozaría su vida y la de su hijo. Le solía cantar viejas canciones tradicionales inglesas e irlandesas, de aciaga fortuna y desenlaces violentos.
Los Guthrie padecieron en varias ocasiones el asedio del fuego: un incendio destruyó su hogar tres años antes del nacimiento de Woody; en otro pereció su hermana de 14 años, Clara, en 1919, y otro más, acaecido en 1927, dejó a Charley con quemaduras de por vida. Tras la muerte de Clara, devastada por los rumores de que había sido ella quien había provocado el fuego, así como por la enfermedad de Huntington —que desconocía padecer—, Nora se volvió timorata, ansiosa, violenta, errática. Entre tanto, la suerte política y económica de Charley se evaporó y su fortaleza física se vio mermada por la artritis. El incendio de 1927, quizá provocado intencionadamente por la lámpara de queroseno de Nora, mandó al padre de Woody al hospital y relegó a Nora a una institución mental.
Mientras su familia se desmoronaba, Woody merodeaba desaliñado por el pueblo, recogiendo chatarra y tocando la armónica. Después de que Charley lo persuadiera para probar suerte en Pampa, Texas, Woody se convirtió en un ávido autodidacta y se dedicó a devorar libros sobre psicología, historia antigua y filosofía oriental en la biblioteca municipal. Aquella figura solitaria, descuidada y curiosamente bohemia sólo estaba interesada en rasguear su guitarra, soltar chistes extraños, dibujar caricaturas y proseguir con sus estudios esotéricos; sus últimos hallazgos habían sido el yoga, el espiritualismo y la poesía de Khalil Gibran. Ni siquiera el matrimonio con la hermana de su mejor amigo, Mary Jennings, y el nacimiento de una hija, Gwendolyn Gail, hicieron gran cosa por arraigarlo. La Gran Depresión apretaba, pero él apenas parecía darse cuenta.
Todo eso cambió el 14 de abril de 1935, el día en que la gran tormenta de arena asoló Pampa, oscureciendo la atmósfera, que se volvió fría y seca. «Se veía todo negro hasta el suelo —recordaba Mary Jo, la hermana de Woody—. La gente decía “es el fin del mundo”.» No había llovido en cuatro años; las granjas estaban en condiciones pésimas y el boom del petróleo había terminado. Un periodista bautizó memorablemente aquella región entre Texas y Oklahoma como The Dust Bowl [el cuenco de polvo], y a los cientos de emigrantes que huyeron de sus llanos estériles ante la promesa de trabajo y libertad en California se los denominó okies. Woody, que ya había empezado a escribir canciones, tenía por fin algo en lo que hincar su diente creativo. Estas nuevas canciones eran tan duras y ásperas como los tiempos que corrían. Su propio padre, que arañaba ya sus últimos años en un albergue para indigentes de Oklahoma City, fue una de las víctimas de la Gran Depresión. Demasiado mayor para que el New Deal del presidente Roosevelt pudiera salvarlo.
Woody levó anclas en 1936 y se dedicó a viajar montado en los vagones de carga con los que se le acabaría identificando. Allí entretenía a sus compañeros de viaje con su miscelánea de baladas folk, canciones country e himnos, canciones que tenían sus raíces en la misma tierra que sus oyentes estaban abandonando, rotos por el pesar y la pérdida, canciones como «The Boll Weevil Song» («still looking for a home») [el escarabajo del algodón (que sigue buscando hogar)], canciones con la facultad de unir y curar, aunque fuera de modo pasajero. No tenía problemas para atraer a la multitud. «Su voz era seca, plana y dura como el país —escribe su biógrafo Joe Klein—. No era una gran voz, pero llamaba la atención: escucharle cantar era amargo pero estimulante, como morder un limón.»
Woody pasó un año vagabundeando, con algunas escalas en casa para ver a Mary y a su hija antes de que el gusano del nomadismo lo picara otra vez. Resultó que sabía más acerca de Khalil Gibran y Confucio que sobre la verdadera naturaleza de la sociedad norteamericana. Consternado por la hostilidad hacia los okies con que se topó en California, donde la policía montaba controles ilegales para echar a los indeseables, empezó a consultar con compañeros más veteranos del circuito ferroviario para formarse una conciencia política. Fue entonces cuando oyó por vez primera el nombre de Joe Hill.
***
Joe Hill fue el primer cantante protesta de Estados Unidos, aunque su nombre y su trágica historia hayan sobrevivido con mucho a su propia música. No compuso grandes canciones, pero llamaban la atención.
Había nacido como Joel Hägglund en Suecia en 1870 y había emigrado a Estados Unidos a los 23 años, donde cambió su nombre por el de Joe Hillstrom. En 1910 se unió a los Industrial Workers of the World, conocidos como wobblies, que ya llevaban cinco años intentando soliviantar a las clases trabajadoras norteamericanas. Su modalidad de socialismo era recia y de línea dura. Sus armas eran las huelgas y el sabotaje y, su objetivo, la formación de un gran sindicato. Otro hecho importante es que contaban también con sus propias canciones. Esforzándose por hacerse oír sobre la fanfarria santurrona de la banda del Ejército de Salvación en Spokane, Washington, los wobblies empezaron a crear mordaces parodias de los himnos que entonaban aquéllos, unas versiones que tres años después fueron recopiladas en Songs of the Workers, conocido popularmente como The Little Red Song Book. «En ocasiones cantábamos nota por nota con el Ejército de Salvación en nuestros encuentros callejeros; la diferencia es que sus himnos hablaban del paraíso en el más allá y los nuestros del infierno aquí mismo con la misma melodía», recordaba el wobbly Richard Brazier.
El errante Hill se hizo un nombre en 1911 al componer una parodia para respaldar a los huelguistas de la South Pacific Line: «Casey Jones the Union Scab». Ingeniosa, escandalosa, oportunamente despiadada y fácil de cantar, la letra se imprimió en tarjetones de colores que se vendían como ayuda al fondo sindical. Sus canciones más famosas, «There Is Power in a Union» y la sátira contra el Ejército de Salvación «The Preacher and the Slave» («trabaja y reza, duerme en el heno, / tendrás tu trozo de tarta en el cielo al morir»), se incorporaron a ediciones posteriores del Little Red Song Book. Hill aportó una definición perfectamente válida del arte de la canción protesta en los inicios del siglo XX: «Si una persona logra reunir unos pocos hechos evidentes en una canción y disfrazarlos con un manto de humor para amenizarlos, conseguirá llegar a un gran número de trabajadores poco formados o indiferentes para leer un panfleto o un editorial sobre economía.»
El 10 de enero de 1914, Hill se hallaba en Utah ayudando a la Western Federation of Miners. que luchaba contra la industria del cobre, cuando dos hombres enmascarados asesinaron a John G. Morrison y a su hija de 17 años, Arling, en su tienda de comestibles de Salt Lake City. Aquella misma noche, Hill fue tratado por una herida de bala y el médico llamó a la policía. Se celebró el juicio en junio, mientras la prensa se hacía eco de sus canciones «incendiarias» y «sacrílegas». A pesar del carácter circunstancial de las pruebas, fue condenado a muerte. Se desató un clamor internacional: los wobblies publicaron una «edición Joe Hill» del Little Red Song Book; Woodrow Wilson decretó una suspensión temporal de la sentencia. Después de que un pelotón de fusilamiento segara su vida en noviembre de 1915, 30.000 personas en duelo ocuparon las calles en torno al enclave de su funeral en Chicago. «¿Qué clase de hombre es éste cuya muerte se celebra con canciones de revuelta y cuyo féretro va acompañado por más personas que las que seguirían al de un príncipe o un potentado?», se maravillaba un periodista.
Por entonces, tanto si Guthrie lo sabía como si no, la historia de Hill contenía algunas lecciones valiosas. El Joe Hill músico, vigoroso pero basto, no era un artista para la posteridad. Luego estaba el hombre Joe Hill, un golfo y posiblemente un asesino. Por fin tenemos el mito Joe Hill: la voz más audaz y significativa de la protesta proletaria en la nación, martirizado por el sistema al que se opuso. Aquello que resonó con mayor eco durante las dos décadas que siguieron a su muerte fue el mito.
***
El despertar político de Guthrie llegó a trompicones. No recibió ningún chispazo de iluminación, pero empezó por entonces, en torno a las hogueras de acampada, con los maltrechos restos de los Wobblies y la historia de Joe Hill. «Creo que Woody descubrió el socialismo en las carreteras de Norteamérica —contó su hija Nora en un documental—. No creo que lo aprendiera de ningún libro.» Paulatinamente, introdujo mayor humor en sus canciones de la Depresión, tomando prestados los ritmos conversacionales del blues hablado y fue así como apañó uno de sus grandes clásicos, «Talking Dust Bowl Blues», compuesto en un vagón de carga.
Al regresar a California en 1937, pasó a visitar a su primo Jack, que se hacía llamar «Oklahoma» y aspiraba a montarse en el carro de la moda singing cowboy, una vulgarización hollywoodiense totalmente insustancial pero extremadamente popular de la música country. Jack consiguió una audición para los dos en la emisora KFVD, gestionada por un progresista convencido, J. Frank Burke. The Oklahoma and Woody Show fue un éxito inmediato. Luego Jack se rajó y volvió a trabajar en la construcción; lo sustituyó entonces Maxine Crissman, al que Woody apodaba «Lefty Lou» [Lou el izquierdoso].
Guthrie sabía que Burke no le había contratado por su amor hacia Omar Jayam o el impresionismo francés. En Los Ángeles había cierto público para un tipo normal venido del interior del país. Y más que rebajar su nivel de exigencia, Woody canalizó su ingenio hacia fórmulas más previsibles: el de un pueblerino con cerebro. Tres veces al día, Woody y Lefty interpretaban canciones, leían peticiones, charlaban de esto y lo de más allá y despachaban lo que Woody denominaba su «filosofía campechana».
Pero nada podía amarrar largo tiempo a Woody, ni siquiera un buen salario y el millar de cartas de fans que recibía cada semana. Al notar su inquietud, Burke procuró otra salida a sus energías y le mandó a los campamentos de temporeros de la Farm Security Administration para informar acerca de las condiciones en que allí se vivía. Woody encontró los mismos rostros demacrados y macilentos que luego aparecerían en el libro pionero de James Agee y Walker Evans Elogiemos ahora a hombres famosos, así como los mismos relatos desolados de vidas truncadas de Las uvas de la ira. Adiós a la filosofía popular. El enojo y la rabia lo llevaron a componer «Dust Bowl Refugees», «Dust Pneumonia Blues» y «Dust Can’t Kill Me». Las cantaba como si el polvo revoloteara en su garganta reseca y lastimara sus pulmones. Al presenciar todo aquel sufrimiento e injusticia, se le atragantaron los viejos preceptos paliativos parroquiales. Tras escuchar a la familia Carter cantar el himno baptista «This World Is Not My Home», siguió la senda paródica de los wobblies transformando el fatalismo del «todo se andará» en el lamento de un trabajador desarraigado que no vive más que penalidades y desgracias: «I Ain’t Got No Home». El hombre que había idealizado la vida del vagabundo, al tiempo que contaba con una mujer e hija a las que volver, se dio de bruces con lo que significaba de verdad el desarraigo.
Fue entonces cuando el Partido Comunista apareció en su vida, por medio de Ed Robbin, un compañero en la KFVD y columnista del periódico People’s World, que contrató a Guthrie para que apareciera en una reunión organizada por el partido a fin de celebrar la liberación del líder sindical Tom Mooney, que había pasado 22 años encerrado como presunto terrorista. Los comunistas, no especialmente reputados por su proverbial alegría de vivir, lanzaron hurras de entusiasmo. ¿Un okie genuino cantando acerca de Tom Mooney y del cruel establishment de Los Ángeles? Parecía demasiado bueno para ser cierto.
Fundado después de la Revolución Rusa, el Partido Comunista de Estados Unidos de América no tardó en verse sometido por un gobierno atemorizado. Sin embargo, la Depresión y el ascenso de Hitler habían reavivado su fuego. Los comunistas se empeñaron en participar en la política convencional estadounidense, al unirse al nuevo cuerpo sindical Congress of Industrial Organizations y hacer campaña para Roosevelt. Su líder Earl Browder declaró orgulloso: «El comunismo es el americanismo del siglo XX».
Mientras seguía emitiendo para la KFVD (ya sin Lefty Lou), Woody empezó a cultivar otro formato de celebridad en el circuito de la izquierda y llegó a dar hasta cuatro actuaciones por noche bajo la batuta de su nuevo agente, Ed Robbin. En las fiestas se le presentaba sin más como «la voz de su gente». En mayo de 1939 se hizo con una columna en People’s World: «Woody Sez», [dice Woody] consistía en un párrafo contundente e irónico ilustrado con una de sus caricaturas. Le encantaba hacerse el tonto y sacar la navaja de su ingenio bajo la capa de su habla incorrecta e inarticulada y del dialecto okie. En uno de los números del periódico aparecía un clásico woodyismo que iba a resultar oportuno en tiempos más oscuros: «No soy necesariamente comunista, pero siempre estuve en números rojos».
La relación de Guthrie con el comunismo resulta desconcertante. Aunque nunca fue militante, durante un breve período se apuntó a la línea dura de Moscú como el que más. Cuando los nazis y los soviéticos firmaron su infame pacto de no agresión en agosto de 1939, judíos, antifascistas y cualquiera mínimamente coherente como para rehuir un chaqueteo ideológico tan atroz se apartaron del Partido Comunista; pero al empezar la guerra, Woody suscribió el nuevo dogma según el cual los soviéticos habían invadido el este de Polonia únicamente para salvarla y, en su vergonzosamente ingenuo «More War News», retrataba a Stalin como a un héroe salvador. Frank Burke estaba horrorizado: su relación con Woody y el espectáculo terminaron.
Las actuaciones para el Partido Comunista también habían menguado y Guthrie decidió unirse a Will Geer, un actor y activista carismático con quien ya había actuado en divertidos espectáculos benéficos en Nueva York. Geer se ocupó de él y le encontró trabajo en el boyante circuito de veladas benéficas de Manhattan. El 3 de marzo de 1940, Geer organizó una velada «Uvas de la ira», después de la cual Guthrie conoció a otro músico, un joven serio y desgarbado llamado Pete Seeger. Según cuenta el experto en folk Alan Lomax, que presentó a ambos hombres: «Aquella noche fue la fecha del renacimiento de la canción popular norteamericana».
***
El padre de Pete Seeger, Charles, era un hombre de buena familia educado en Harvard, que ejercía de profesor de música en la Universidad de California, en Berkeley. En 1914, tras un aleccionador viaje a los campamentos de temporeros emigrantes, se convirtió en un radical enérgico; frecuentó el cuartel de los wobblies en San Francisco y se granjeó enemistades en el campus al oponerse a la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Al inscribirse como objetor de conciencia fue despedido de Berkeley y la presión que siguió entonces le acarreó graves secuelas físicas y mentales. «Mi padre supuso una gran influencia para mí —le contó Pete a Alec Wilkinson del New Yorker—. Fue un gran entusiasta toda su vida. Se entusiasmaba con esto, luego con aquello.»
Pete nació en 1919, en el período en que Charles Seeger, ya aburrido de componer, decidió emprender un viaje al Sur «para llevar la música a la pobre gente de Norteamérica, que vivía sin ella», una voluntad misionera que revelaba su buen corazón y una ignorancia supina acerca de la tradición folk. Los Seeger tocaban Chopin, los lugareños replicaban con violines y guitarras.
En 1932, Charles se casó con su segunda esposa, la compositora Ruth Porter Crawford, y se unió al Pierre Degeyter Club, un grupo izquierdoso bautizado con el nombre del compositor de la «Internacional». Aaron Copland (cuyo ballet de 1934 Hear Ye! Hear Ye! distorsionaba satíricamente «The Star-Spangled Banner» 35 años antes de que lo hiciera Jimi Hendrix), Earl Robinson (compositor del tema «Joe Hill»), Marc Blitzstein (compositor en 1937 del musical prosindical Cradle Will Rock) y él mismo formaban parte del colectivo de compositores del club, que se dedicó a escribir canciones para manifestaciones y piquetes con la idea de que los mensajes radicales precisaban de formas radicales. Su gran inspiración era Hanns Eisler, el marxista alemán que sustituyó a Kurt Weill como compositor del autor radical Bertolt Brecht, que encabezó la Sección Internacional de Música del Comintern y que solía regañar a los compositores de izquierdas para que se dedicaran únicamente a la música «útil», como sus vanguardistas «coros de trabajadores». Sí, todo aquello sonaba de fábula a una camarilla de compositores universitarios que departían en los salones de Manhattan, pero no acababa de enardecer a los mineros del carbón en Kentucky.
Otro izquierdista, el poeta Carl Sandburg, apreció el potencial radical de la música folk. En 1927, con la ayuda de Ruth Crawford, publicó una influyente antología de canciones folk llamada American Songbag, logrando así que estas voces tradicionales norteamericanas fueran preservadas en los acelerados tiempos de la línea de montaje y del aeroplano. Al año siguiente, la Biblioteca del Congreso inauguró el Archive of American Folk Song, que fue dirigido por el veterano folclorista John Lomax desde 1933. Lomax tenía una visión romántica algo condescendiente de la gente sencilla, a la que imaginaba rasgueando plácidamente sus guitarras en el porche mientras los urbanitas se afanaban entre rascacielos en construcción. Todo ello lo condujo a un viaje por carretera con su hijo Alan, que por entonces contaba 18 años, para recorrer cinco estados sureños cargando con un grabador de discos de casi 140 kilos. Estos periplos solían deparar grandes hallazgos —en un viaje legendario de 1927, Ralph Peer de Victor Records descubrió a Jimmy Rodgers y a la Familia Carter y lanzó de este modo la música country—, pero en 1933, debido a la Depresión, la fiebre del oro musical cesó. Los Lomax estaban interesados en la preservación, no en el negocio.
Lomax padre no era ningún radical (creía que los negros eran felices con su existencia segregada y, en 1917, escribió: «Un nigger canta sobre dos cosas: lo que come y su mujer»), pero sabía reconocer el talento. En la penitenciaría de Angola, Luisiana, los Lomax descubrieron y grabaron a un reo negro de barriga prominente llamado Huddie Ledbetter, alias «Lead Belly». Lomax, tradicionalista, solía vestir a Lead Belly como si acabara de salir de prisión o de los campos de algodón. Cuando el cantante rompió los lazos con su benefactor, se pasó a los trajes de chaqueta cruzada. Sin duda, quería ver hasta dónde podía llegar; Lomax sólo estaba interesado en el lugar del que provenía. «Mi abuelo era muy patriarcal, dominante, complejo y sentimental —recordaba su nieta Anna—. Estoy segura de que le decía a Lead Belly lo que debía hacer, pero es que se lo decía a todo el mundo.»
Igual que John Lomax, la izquierda se aferraba a la autenticidad, pero por otras razones. Durante una visita de 1931 a los pueblos mineros del condado de Harlan en Kentucky (el «Harlan sangriento»), un grupo de renombrados izquierdistas del Norte, entre los que estaban los novelistas John Dos Passos y Theodore Dreiser, quedó asombrado ante las crudas historias de Aunt Molly Jackson, una mujer de 51 años, esposa de un minero. La mujer fue invitada a Nueva York, donde grabó «Ragged Hungry Blues» (retitulada «Kentucky’s Miner’s Wife» para demostrar su autenticidad ante los oyentes), donde actuó en galas benéficas, y donde acabó por asentarse. Otra nueva heroína de la izquierda era Ella May Wiggins («palabras auténticamente revolucionarias, desprovistas de ornamento, todo honestidad y sentimiento», aplaudió la poeta Margaret Larkin), quien no pudo disfrutar mucho tiempo de los laureles ya que fue asesinada durante la huelga del textil en Gastonia en 1929.
Un día, Aunt Molly Jackson asistió a una reunión del colectivo de compositores y le quitó a Charles Seeger la venda de los ojos. «Acudí a ella y le dije, “Mollie [sic], tú vas por buen camino y nosotros nos hemos extraviado”, así que abandoné el colectivo —escribió Charles—. Todos nosotros habíamos tomado la senda equivocada: éramos profesionales que tratábamos de componer música para la gente sin conocer su idioma.» Con el celo de un converso, convirtió el folk en el corazón de su trabajo integrándose de lleno en una rama del New Deal denominada Works Progress Administration’s Federal Music Project.
Aquello constituía una suerte de asalto ideológico al territorio. Quizá las canciones pertenecieran a la gente, pero el mensaje se lo apropiaba quien clavara una bandera, y la bandera cada vez tendía a ser más roja. Al igual que los fotógrafos de la Farm Security Administration, que alentaban a sus depauperados modelos a mantenerse erguidos y a tensar la quijada, para mejor representar la callada dignidad de las privaciones, los intelectuales de izquierda estaban embelesados con la idea del hombre de a pie. Al auténtico hombre de a pie le podía dar por todo tipo de cosas: en ocasiones bebía, se peleaba, incluso podía pegarle un tiro a su esposa. No había nada edificante en, por ejemplo, el murmullo inquietante y vengativo de «In the Pines» de Lead Belly. Se trataba del tipo de música folk que el crítico Greil Marcus describió memorablemente como el sonido de la «vieja, extraña Norteamérica»: música de rumores, sueños, cuentos de fantasmas y susurros por la noche. Al escucharla ahora, a través, por ejemplo, de la Anthology of American Folk Music de Harry Smith, resulta una música que hechiza y cautiva. Con todo, un comunista o progresista de la década de los treinta habría reclamado una veta de folk distinta de aquélla.
Los cancioneros de izquierda proliferaron.5 En estos volúmenes, compositores como la mujer de minero Florence Reece («Which Side Are You On?») y la hermanastra de Aunt Molly Sarah Ogan Gunning («I Hate the Capitalist System») aparecen acosados por peligros de toda especie. Cuando no son atacados por los brutales jefes, los esquiroles o los hombres del Ku Klux Klan, lo son por las tormentas de arena, las explosiones en la mina o la tuberculosis. Esta miseria es tan vieja como la música folk, pero la promesa de salvación, inevitablemente en forma de sindicato, ilumina siempre las tinieblas. Tal como dictamina un himno evangélico, felizmente reformulado como himno sindical, «No nos moverán».
En la influyente Highlander Folk School de Tennessee, de gestión sindical, la directora de coro Zilphia Horton recopiló más de mil canciones que pretendía dinamizar como armas para organizar a los trabajadores, al tiempo que Earl Robinson fundaba el International Worker’s Order People’s Chorus. Poco a poco, se iba reuniendo un canon de canciones norteamericanas de protesta, ya no para su preservación sino para la acción. Lo que ahora necesitaba el movimiento era una estrella.
***
Woody Guthrie llegó a Nueva York en 1940 como una plegaria atendida. Durante un tiempo, el columnista del Daily Worker Mike Gold había estado planteando la necesidad de «un Joe Hill comunista» o, mejor aún, un «Shakespeare en mono de trabajo», alguien que llevara la protesta folk más allá de la atmósfera enrarecida de la academia y de las reuniones del Partido Comunista. Y, de pronto, ahí estaba, presidiendo el escenario del Forrest Theatre con el ingenio, la rabia y las melodías acertadas para cumplir con ese objetivo. En una fiesta posterior, Alan Lomax, fan instantáneo, presentó a Guthrie a Pete Seeger.
Seeger era un joven larguirucho, flaco y solitario, un descolgado de Harvard fervorosamente izquierdista que buscaba dónde encajar. En 1939, Lomax lo invitó al apartamento neoyorquino de Aunt Molly Jackson, donde presenció, por primera vez, una interpretación en carne y hueso de una canción protesta. Lomax le consiguió trabajo en el Archive of American Folk Song, donde estudió las viejas canciones como si se tratara de textos sagrados y las añadió a su propio repertorio. La gala benéfica «Las uvas de la ira» fue su primera actuación pública en solitario, en un cartel que compartió con nada menos que Lead Belly y Aunt Molly.
Lomax les pidió a Woody y a Pete que lo ayudaran con el proyecto de reunir algunas canciones, en su mayoría políticas, que los folcloristas conservadores habían tendido a ignorar, bajo el eslogan Hard Hitting Songs for Hard-Hit People [canciones como azotes para gente azotada]. El proyecto fue compilado por Lomax, transcrito y editado por Seeger, presentado por Steinbeck y enérgicamente comentado por Guthrie. Los editores lo tildaron de «extremo» y lo aparcaron en un cajón hasta 1967, pero habían hecho amistad. Para poder pagar el alquiler, la pareja actuaba en fiestas semanales en Nueva York, a las que llamaban hootenannies.6
Entre tanto, la fama de Woody iba en aumento. «¡Cántala, Woody, cántala! —clamaba Mike Quin desde People’s World—. Karl Marx lo escribió, Lincoln lo dijo y Lenin lo hizo. Tú cántalo, Woody, que nos reiremos todos.» Lomax grabó largas sesiones con él en la Biblioteca del Congreso, le consiguió un hueco como invitado en la radio de Nueva York y, mejor aún, convenció a Victor Records de que sacara un álbum doble llamado Dust Bowl Ballads. Victor esperaba hacer negocio con la fiebre que rodeaba Las uvas de la ira y le pidió a Woody que compusiera una nueva canción sobre el héroe de la novela. Tras una épica sesión empapada en vino, se presentó con los 17 versos de «Tom Joad». Según cuenta Will Geer, Steinbeck gruñó bienhumorado: «¡Maldito cabrón! En 17 versos ha pillado la historia entera que me costó dos años escribir».
Dust Bowl Ballads supuso un gran salto adelante respecto de los cancioneros, pues aquí ya se podían escuchar las canciones fruto de los viajes de Woody: «So Long, It’s Been Good to Know You», su despedida de Pampa; «Do Re Mi», que compuso acerca de los controles policiales de carretera en Los Ángeles; «I Ain’t Got No Home», su ácida réplica al fatalismo baptista; más otro puñado de canciones con la palabra dust [polvo] en el título. En el Daily Worker, Guthrie escribió: «Estoy seguro de que Victor nunca grabó un álbum más radical».
No obstante, una de sus últimas composiciones quedó sin grabar. Montado en los trenes de carga camino de Nueva York, Guthrie se había sentido asediado por el éxito ubicuo de Irving Berlin «God Bless America» y se vio motivado a escribir una réplica. En la ciudad, tras haber sido expulsado del sofá de Will Geer, se registró en Hannover House, un hotel infecto cerca de Times Square, donde garabateó seis versos adaptados a una melodía basada vagamente en «Little Darling, Pal of Mine» de la familia Carter, que a su vez se basaba en el himno evangélico sureño «Oh, My Loving Brother». La nueva canción trascendía la parodia con su amplio vuelo de poesía whitmaniana. «This land is your land, this land is my land» [esta tierra es tuya, esta tierra es mía], comenzaba. Guthrie la tituló «God Blessed America», sin pensar más en ello.7
Dust Bowl Ballads todavía no había salido al mercado cuando Guthrie decidió visitar a Mary y a las niñas (ya tenían otra más, Carolyn, nacida en 1937) en Pampa e invitó a Seeger a que se uniera a él. Aquel viaje formó a Seeger, supuso su iniciación a la Norteamérica auténtica, que hasta entonces sólo había sido un ideal romántico para él. Se detuvieron en la Highlander Folk School, tocaron para los trabajadores del petróleo en huelga en Oklahoma City y en cada escala cantaban para pagarse la cena. Seeger había contraído el virus del viaje.
De vuelta en Nueva York, donde Dust Bowl Ballads había obtenido una recepción cálida, aunque no masiva, Guthrie retomó su experiencia de Los Ángeles: otro popular programa de radio (Back Where I Came From, producido por Alan Lomax y Nicholas Ray, futuro director de Rebelde sin causa), nuevas pendencias con sus benefactores, otra inyección de dinero y fama y, de nuevo, una dimisión atropellada. En esta ocasión, su incomodidad con el éxito se vio incrementada por un sentimiento de culpa por la suavización de su visión política: se sentía como un mero paleto profesional que soltaba historias caseras e inofensivas ante un público «relamido, almidonado y falso». Escapó entonces a California, un viaje que relataría vívidamente en sus memorias de 1943, Rumbo a la gloria.
En mayo de 1941, Stephen Kahn, de la Bonneville Power Administration, invitó a Guthrie a narrar, poner música y aparecer en un documental sobre la construcción de la presa de Grand Coulee, prometiéndole unos pingües honorarios de 3.200 dólares al año. La presa, que iba a transformar las vidas de miles de granjeros, impresionó a Woody como una causa noble. Cuando Kahn, algo lento ante lo evidente, descubrió las simpatías izquierdistas de Guthrie, limitó el contrato a un mes de trabajo de orquestación. Con todo, resultó ser el mes más fecundo de la carrera de Guthrie, pues creó 26 canciones nuevas como un raudal whitmaniano de poesía; entre ellas destacaban «Grand Coulee Dam» y «Roll On, Columbia, Roll On».
De vuelta en Nueva York tras la deserción de su mentor, Pete Seeger supo de alguien que pretendía compilar un nuevo cancionero izquierdista y organizó un encuentro. El responsable era un fornido y parlanchín hijo de predicador llamado Lee Hays. La pareja lo pasó tan bien intercambiando canciones e ideas que decidieron formar una banda junto con el pulcro compañero de piso de Hays, el judío Millard Lampell, y los Almanac Singers se convirtieron en un éxito fulgurante en las reuniones del Partido Comunista. El Daily Worker proclamó «Norteamérica está en sus canciones», al tiempo que Theodore Dreiser les confiaba: «Si hubiera seis grupos más como vosotros podríamos salvar a Norteamérica».8
Su repertorio se dividía entre canciones sindicales y canciones pacifistas, aunque estas últimas eran una apuesta cada vez más arriesgada. Seeger odiaba el fascismo, pero también la guerra, y el pacto germano-soviético bastó para decantar la balanza: se apuntó a la línea oficial del Daily Worker. El movimiento antibélico hacía extraños compañeros de cama: izquierdistas como Sinclair Lewis se veían incómodamente alineados con reaccionarios antisemitas como Walt Disney y Charles Lindberg. Y también procuraba enemigos. Cuando una copia del primer álbum de los Almanac, Songs for John Doe, con temas como «Washington Breakdown», llegó a la Casa Blanca, Roosevelt se puso hecho una fiera y preguntó si aquello no era motivo de arresto. El FBI, que ya había decidido que los cantos colectivos en encuentros sindicales eran un lavado de cerebro, se dispuso a localizar a los traidores.
Imaginemos la desazón que sintieron en junio de 1941, justo un mes después de Songs for John Doe, cuando los Almanac supieron que Hitler había roto el pacto y atacado a la Unión Soviética. La historia les había segado la hierba bajo los pies. Cuando Guthrie regresó a Nueva York y se sumó a los Almanac Singers, le dijo a Seeger: «Parece que vamos a dejar de cantar canciones de paz, ¿verdad?». La situación volvió a cambiar en septiembre. El ataque japonés a Pearl Harbor, que supuso la entrada de Estados Unidos en la guerra, convertía las canciones de paz en un engorro molesto e incluso peligroso, al tiempo que el nuevo compromiso bélico contra las huelgas dejaba sin efecto las canciones de su segundo álbum Talking Union & Other Songs. ¿Qué cantarían entonces los Almanac?
Pues canciones de guerra. Por más que el cambio de chaqueta parezca ahora descaradamente oportunista, en aquel momento supuso una reacción sincera a los tiempos cambiantes. El verdadero desprecio hacia Hitler que los Almanac habían ocultado durante el pacto irrumpió desbocado en temas como «Reuben James» y «Round and Round Hitler’s Grave» en el álbum Dear Mr President. Guthrie, especialmente, se volcaba con saña contra Hitler, pintó el lema «Esta máquina mata fascistas» en su guitarra y dio un giro bélico a muchas de sus viejas canciones. Una de las nuevas, «Mister Lindbergh», se cebaba en un viejo aliado, el aviador miembro de America First, notoria organización no intervencionista. En cualquier caso, ninguno de los temas se aproximaba al patrioterismo burdo de «Have to Slap that Dirty Little Jap» [dale bien al sucio japo], del cantante country Carson Robison.
De repente, los Almanacs se habían convertido en un buen negocio y desde febrero tocaban para treinta millones de oyentes en un nuevo y aguerrido programa de radio, This Is War. A los pocos meses, no obstante, los periodistas, que parecían hacer su trabajo mejor que el FBI, habían exhumado el álbum ya suprimido Songs for John Doe y hecho la conexión pertinente. El World Telegram rugió: «Los cantantes de un programa para infundir ánimos trinaban en favor de los comunistas». Las contrataciones del grupo se desplomaron tanto como su ánimo. El llamamiento a filas de Seeger en junio de 1942 fue casi una bendición. Un año más tarde, Guthrie se anticipó a su propio reclutamiento apuntándose a la marina mercante.
Los pensamientos de Seeger mientras vestía el uniforme debían de reflejar los sentimientos de «Dear Mr President», una mezcla sincera de principios y pragmatismo: «Hay que aplastar al señor Hitler. Hasta entonces, / el resto puede esperar».
***
Cuando Woody Guthrie regresó a Nueva York de permiso en 1944, el siempre bien relacionado Alan Lomax le presentó a un emprendedor judío enamorado del folk llamado Moe Asch, presidente de Folkways Records, que organizó las más notables sesiones de grabación de la carrera del cantante. Con una camarilla de talentos del folk, entre ellos Lead Belly, Sonny Terry, la hermana de Alan, Bess, y el amigo de Woody y también marino, Cisco Houston, Guthrie grabó cientos de canciones aquel mes de abril, algunas tradicionales, otras de su propia cosecha. Una de ellas era la olvidada «God Blessed America», modificada y retitulada «This Land Is Your Land».
Guthrie abandonó la Marina en agosto y halló un nuevo destino en el «Rooselvelt Bandwagon», un espectáculo itinerante que hacía campaña para la cuarta legislatura de Roosevelt. Había sido organizado por la Asociación Política Comunista, la nueva encarnación, más liberal, del recién disuelto Partido Comunista, con Will Geer como maestro de ceremonias y Woody y Cisco como cantantes de cabecera. Roosevelt ganó y Guthrie obtuvo un nuevo programa semanal de radio en la WNEW de Nueva York. En su primera emisión interpretó «This Land» y leyó su declaración de intenciones: «Estoy aquí para cantar canciones que demuestren que este mundo es vuestro… que hagan que sintáis orgullo de vosotros y de vuestro trabajo. Y las canciones que canto las hicieron en su mayoría las personas más dispares, como vosotros».
Pete Seeger volvió del Pacífico en 1945 con algo más ambicioso en mente. Mientras se hallaba en la isla de Saipán había concebido un plan para «poner a cantar a Norteamérica». «Mi intención era disponer de cientos, miles, decenas de miles de coros sindicales —dijo—. Del mismo modo que toda iglesia tiene un coro, ¿por qué no hacer lo mismo con los sindicatos?» El vehículo sería People’s Songs, Inc., cuyo secretario de dirección era Irwin Silber, el inteligente y belicoso líder del club de músicos del Partido Comunista. People’s Songs pronto consiguió 2.000 miembros así como, sin saberlo Seeger, un archivo del FBI en su honor: ambos eran indicadores de un cierto éxito.
El «pueblo», sin embargo, se mostró tenazmente reacio y prefería la música popular de Tin Pan Alley, el jazz y las melodías teatrales —la música que Woody tachaba de «basura para niñatos»— a la vehemencia espartana del folk. Los sindicatos, desprendiéndose de su militancia prebélica, estaban cortando amarras con el Partido Comunista, nuevamente reconstituido bajo la línea dura de su líder actual William Z. Foster. Con el comienzo de la Guerra Fría, los trabajadores pasaron a temer a los rojos más que a los propios jefes. De este modo, Seeger se quedó encallado con un reducido, aunque apasionado, seguimiento de intelectuales de izquierda.
Con todo, el punto álgido de la fiesta de la organización en Nueva York, en abril de 1946, fue una auténtica canción del pueblo: «This Land Is Your Land», con Seeger dirigiendo el coro de mil personas en cuatro secciones. Por entonces, la canción ya se había desprendido de su dejo «God Blessed America» y había adquirido una mordiente política, centrándose en la multitud hambrienta que hacía cola en los comedores sociales y en la visión ingrata de los rótulos que rezaban «propiedad privada». «Lo confesé cuando escuché el disco por primera vez… No me impresionó mucho —declaró Seeger a Radio 4—. Me pareció de lo más flojo de Woody. La melodía no es muy estimulante. Con todo, la verdad es que dio en el clavo, como suele decirse, con ese último verso extraordinario.» Esto es: «Esta tierra se hizo para ti y para mí».
En sus notas a Hard Hitting Songs, Guthrie escribió que esas canciones le sobrevivirían y arraigarían profundamente en la cultura norteamericana. Las cosas no fueron exactamente así —¿quién puede imaginar hoy día a un enérgico coro interpretando «The Preacher and the Slave» o «I Hate the Capitalist System»?—, pero, «This Land», una canción que había mantenido aparcada durante cuatro años, cumplió con sus expectativas.
Sin embargo, al tiempo que la canción entraba en las arterias de la vida norteamericana, se vio diluida. La versión que acabó colándose en los libros de texto ignoraba las colas de hambrientos ante los comedores y obviaba asimismo a los terratenientes egoístas. Parecía como si el brillo romántico generado por sus desiertos diamantinos y sus cintas de carreteras hubiera acabado deslumbrando hasta el punto de cegar los parpadeos de frustración e incertidumbre. El propio Guthrie lo permitió sin darse cuenta al grabar diversas versiones de la misma. La canción resulta más potente con sus versos más ásperos, porque llevan al oyente a un terreno políticamente controvertido, antes de que el coro los empuje al abrazo patriótico. «Sigue poniendo a la gente a prueba —decía su hija Nora—. ¿Cuánto pueden asimilar? ¿Cuánto quieren escuchar? ¿Cuánto quieren saber?»
Más que las demás canciones juntas, «This Land…» constituiría el legado de Guthrie a Norteamérica. En 1946, sin embargo, se hallaba en apuros. Tropezaba en el escenario, olvidaba palabras, ejecutaba los acordes con torpeza, perdía los estribos si la reacción del público no era la deseada. En las recaudaciones de fondos más elegantes se mostraba arisco, irascible y directamente ofensivo. Todo ello se debía en parte a su alcoholismo, también —como se sabría más tarde— a los síntomas crecientes del mal de Huntington y, en última instancia, a la inseguridad por su propia situación: a un tiempo, se veía demasiado exitoso y no lo suficiente, ni un cantante folk esmerado y convencional como sus viejos camaradas Burl Ives y Josh White ni un héroe de los trabajadores, sino más bien un mero «pasatiempo». Cuenta Nora Guthrie: «La gente trataba de explicarse todo eso: “¿Era culpa del mal de Huntington? ¿Era él?”. Va todo junto. Estaba cabreado, despechado, era malo y desagradable…, hizo cosas terribles. Pero, oye, ¿quién no las haría en su lugar?».
Lo peor es que su facultad de componer canciones decaía. Sus nuevas baladas de temas actuales no hacían más que divagar y divagar, entre una rabia tan espesa que ya no cabía el humor. Su última gran canción es de 1948: «Deportee (Plane Wreck at Los Gatos)», inspirada en la muerte de un transporte aéreo de inmigrantes que iba a ser devuelto a México. Fueron las últimas chispas despedidas por un cohete ya en su caída.
En febrero de 1947, el fuego volvió a desgarrar la vida de Guthrie cuando un cable de radio provocó un cortocircuito en su apartamento de Mermaid Avenue, Brooklyn, desatando un incendio que causó quemaduras letales a su hija de 4 años Cathy, la primera que había tenido con su segunda esposa Marjorie. Parecía estar maldito: el episodio de su hermana Clara se repetía.9 Entonces, en 1949, se declaró culpable de haber enviado cartas obscenas a la hermana de Lefty Lou, Mary Ruth Crissman. Lo mandaron primero a un hospital psiquiátrico y luego a la cárcel, donde permaneció 10 días. Las cartas, al igual que sus últimas letras gamberras, eran los primeros indicios de que el mal de Huntington estaba empañando su juicio: el principio de un largo y triste declive.
Del mismo modo que el ascenso de Guthrie había ido en paralelo al renovado optimismo de la izquierda norteamericana, su colapso creativo y personal coincidió con la catástrofe política de la campaña presidencial de Henry Wallace.
Wallace había sido el vicepresidente progresista de Roseevelt, al que apearon de la candidatura en 1944 para aplacar a los votantes conservadores. En esta ocasión, se disponía a presentarse él mismo para la Casa Blanca, al timón del recién estrenado Partido Progresista. La campaña empezó con gran júbilo, con Seeger dirigiendo los coros en la convención nacional del partido en Filadelfia. Alan Lomax, Paul Robeson y Harry Belafonte se sumaron al espectáculo itinerante y Laura Duncan interpretó «Strange Fruit». Irwin Silber predijo temerariamente que Wallace se llevaría hasta diez millones de votos, pero el presidente Truman fue a por él cebándose en su gran valedor, el Partido Comunista, a la vez que los discursos electorales de Wallace se veían perturbados a menudo por alborotadores del Ku Klux Klan.
En noviembre, Wallace apenas arañó un millón de votos. Había quedado cuarto, por detrás de Truman, el republicano Thomas Dewey y el segregacionista sureño Strom Thurmond. Aquello fue la aniquilación de la izquierda. Seeger regresó a casa y encontró la caja de People’s Songs tan arruinada como su propia moral. «Los tiempos que llevaron a los Almanac a vivir y hacer buenas canciones quedaron atrás», le escribió Lee Hays a Seeger.
La campaña de Wallace fue una de las primeras víctimas del Miedo Rojo que barrería la nación desde los bosques de secuoyas hasta las aguas del Golfo, arrastrando con él reputaciones, carreras e incluso vidas, al tiempo que asentaba una visión paranoide del americanismo con la que se borrarían de un plumazo las perspectivas radicales de Earl Browder y el ideal democrático generoso de Guthrie. Seeger ya había visto por dónde soplaba el viento cuando acompañó a Wallace en una visita a Burlington, Carolina del Norte. Azuzado por agitadores del KKK, el gentío aullaba «¡marchaos a Rusia!» y arrojaba huevos y tomates al malhadado político. Atónito, Wallace agarró a uno de sus asaltantes y —al igual que Seeger y Guthrie— se preguntó en voz alta de quién era ahora esa tierra.
«¿Eres norteamericano? —gritó por encima del rugido hostil mientras la yema de un huevo se derramaba sobre su camisa—. ¿Estoy en Norteamérica?»