Bob Dylan, «Masters of War», 1963
Bob Dylan en el Newport Folk Festival de Rhode Island (1964).
Dicen que todo período, toda época, tiene sus héroes. Toda necesidad tiene una solución y una respuesta. Algunos —la prensa, las revistas— piensan a veces que son los héroes elegidos por los jóvenes quienes abren camino. Yo tiendo a pensar que aparecen porque surgen de una necesidad. Este joven es alguien que surgió de una necesidad. Vino aquí y se convirtió en quien es porque había cosas que se tenían que decir y los jóvenes eran quienes querían decirlas y decirlas a su manera. De algún modo tiene la antena conectada a su generación… No hace falta decirlo, ya lo conocéis, es vuestro: ¡Bob Dylan!
Con estas palabras, Ronnie Gilbert de los Weavers presentó a un Bob Dylan de 22 años ante cuarenta mil fans en Freebody Park, Newport, Rhode Island, el 26 de julio de 1963. Al escribir acerca de aquel día en el primer volumen de sus Crónicas, Dylan alteró (quizá deliberadamente) las palabras de Gilbert e insertó un siniestro mandato de su propia cosecha: «Tomadlo, ya lo conocéis, es vuestro». Tal adición refleja de manera elocuente lo que podían implicar las palabras de Gilbert. Norteamérica estaba convulsa por la sangrienta batalla por los derechos civiles y la amenaza palpable de una guerra nuclear; los jóvenes estadounidenses habían perdido la fe en la sabiduría de los mayores y anhelaban que alguien diera voz a su descontento creciente. Cuando Gilbert, con la mejor de las intenciones, lo consagró como el hombre adecuado para la tarea, parece que lo único que Dylan podía escuchar era ese susurro predatorio: «Tomadlo, tomadlo». «Yo no era un predicador dedicado a contar milagros —escribe Dylan—. Aquello habría vuelto loco a cualquiera.»
Newport 1963 supuso el nacimiento de un mito imbatible: el de Dylan como profeta de la canción protesta. Sus canciones políticas más famosas fueron escritas en un período relativamente corto de tiempo, entre enero de 1962 y octubre de 1963, pero son éstas las que dejaron su marca indeleble en la imaginación popular. Desde entonces, toda la carrera del cantante puede verse como una huida de aquel mito y de las presiones que acarreaba. Fue la primera estrella del rock en darse cuenta de que, si te despistas, la gente que dice adorar tu música será justamente la que la matará. Una vez eres famoso, tus fans crean una versión sobredimensionada de ti que quizá sólo guarda una leve semejanza con el artista y la persona real. Es casi imposible desbaratar el fruto amenazador de la imaginación popular, pero hay que hallar un modo de sortearlo: hay que moverse rápida y habilidosamente y, como hizo Orfeo para salir del mundo subterráneo, no mirar nunca hacia atrás.
En Crónicas, el relato se estremece cuando recuerda las etiquetas que le endilgaban: «profeta, mesías, salvador». Ya en 1962, le contaba a un amigo: «La gente me reconoce, me para por la calle y me pregunta qué quería decir con “Blowin’ in the Wind” y cuál es el verdadero significado de mis otras canciones. Me están volviendo majara. Tendría que irme de aquí». Pero ya no tenía muchos sitios adonde ir. Fuera a donde fuera, la gente lo perseguía buscando respuestas que no existían: «intrusos, espías, fisgones, demagogos». Su descripción de aquella enajenación recuerda al personaje del involuntario mesías en La vida de Brian: «¡Jodeos!», les espeta. «Oh, ¿y cómo deberíamos jodernos, Señor?», contesta la congregación, impasible.
La huida de Dylan de los agobios de la fama le costó varios años, pero para alejarse de la escena folk y de la izquierda en general le bastaron tres veranos: sus tres apariciones en Newport. En 1963 era un héroe, en 1964 un enigma, en 1965 un traidor. El incidente más famoso de aquel último festival ocurrió cuando la banda de Dylan empezó a tocar instrumentos eléctricos: un horrorizado Pete Seeger confesó que ojalá hubiera tenido un hacha para cortar los cables.
La historia se ha mostrado poco amable con el estallido ludita de Seeger, pero uno puede simpatizar con el deseo de libertad artística de Dylan tanto como con el pasmo de Seeger ante la defunción de su sueño de un revival folk. Cuando habló de cortar los cables, aspiraba no sólo a interrumpir la corriente de alimentación sino la vigorosa tendencia cultural que amenazaba con volver obsoleto todo aquello por lo que Seeger y los suyos habían trabajado desde los años treinta. Aquel año, Dylan representó tanto la modernidad como la victoria del individuo por encima de la comunidad. En el proceso, preservó su cordura y transformó la música rock, pero mató igualmente el renacimiento folk como si hubiera sido él quien blandiera el hacha de Seeger. La música protesta era una cosa antes de la irrupción de Dylan y, otra muy distinta, después de él.
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Bob Dylan llegó a Nueva York en enero de 1961, durante el invierno más frío en 15 años. Se encaminó pisando la nieve hacia Greenwich Village, se hizo con un hueco para cantar en el Café Wha? y se presentó en el corazón del universo folk con estas palabras: «He estado viajando por todo el país, siguiendo las huellas de Woody Guthrie, yendo a los lugares que había recorrido. Todo lo que tengo es mi guitarra y esta mochila. No necesito más».
Por un tiempo, Dylan fue el arquitecto de su propio mito y ese mito era en buena medida el de Guthrie. En Hibbing, Minnesota, la ciudad minera donde nació, sus héroes habían sido, por orden de descubrimiento, Hank Williams, Little Richard, James Dean y John Steinbeck, una brillante paleta de iconos. Al trasladarse a Minneapolis para tener un breve tonteo con la universidad, descubrió a un nuevo héroe que desbarataba a todo el resto. Una amiga, Ellen Baker, hija de una familia aficionada al folk, le brindó acceso al tesoro de discos de 78 revoluciones de Woody Guthrie y de copias encuadernadas de Sing Out! Dylan ya había dejado el nombre de Robert Zimmerman y la nueva veneración por Guthrie le facilitó un nuevo personaje a emular. Poniéndole empeño, se aprendía las canciones al tiempo que cultivaba ciertos manierismos okie y una imagen antiintelectual. «Para mí Woody Guthrie era lo único y definitivo —confesaría más tarde a Los Angeles Times—. En sus canciones decía todo lo que yo sentía pero no sabía cómo decir.»
Una de las primeras cosas que Dylan hizo en Nueva York fue forjar una amistad con su héroe convaleciente. El joven Dylan poseía una cautivadora mezcla de carisma y vulnerabilidad que hacía que la gente deseara adoptarlo en cuanto lo conocía. Y aunque parte del mundillo de la escena del Village percibiera algo poco fiable y sospechoso en aquel desastrado neófito, nadie podía negar que poseía un raro talento. Pasados tres meses de su llegada a Nueva York, consiguió un bolo durante dos semanas en el club de folk más influyente de la ciudad, Gerde’s Folk City.18 Aquel mes de septiembre una crítica entusiasta del inmensamente influyente crítico de folk del New York Times Robert Shelton llamó la atención de John Hammond, en Columbia Records, y del poderoso mánager Albert Grossman.
En cierto modo, sin embargo, la persona más importante a la que Dylan conoció aquellos primeros meses en el Village no fue un personaje de la industria, sino una chica inteligente y hermosa de 17 años llamada Suze Rotolo. Los presentaron en julio y se enamoraron casi de inmediato. En el apartamento que compartían en la calle 4 Oeste, Rotolo alimentó el pantagruélico apetito de Dylan por estímulos nuevos con las obras de Rimbaud, Robert Graves y Bertolt Brecht: en sus Crónicas le dedica cinco páginas al «tremendo poderío» de la «pirata Jenny» y al aterrador carguero negro de la canción de Brecht y Weill. Igualmente importante fue que Rotolo despertara su conciencia política. Suze trabajaba como secretaria para el CORE y todas las noches llegaba a casa con historias sobre la lucha por los derechos civiles. Un día, hacia finales de enero de 1962, ante la inminencia de una gala benéfica de CORE, Dylan compuso «The Ballad of Emmett Till» acerca de un muchacho negro de 14 años que había sido golpeado y ejecutado en Misisipi en 1955 por haber silbado al paso de una mujer blanca. El cantante protesta Bob Dylan acababa de nacer.
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Dylan niega que fuera jamás un cantante protesta, pero hay que tener en cuenta que tampoco le parecían canciones protesta lo que componía Guthrie. En su lugar, hablaba en términos de «canciones de actualidad», como las que escribían sus colegas del Village Tom Paxton y Len Chandler. «No era de los que leía el periódico o recortaba las noticias para luego hablar de ellas —le dijo Rotolo al biógrafo de Dylan, Anthony Scaduto—. Lo de Dylan no era ese tipo de enfoque periodístico concreto. Era más poético. Todo era intuitivo, se movía a nivel emocional.» Ese nuevo enfoque de Dylan era precisamente lo que Sis Cunningham y Gordon Friesen andaban buscando cuando fundaron Broadside en febrero de 1962. El primer número presentaba «Talkin’ John Birch Society», la maliciosa sátira de Dylan contra la derecha que agitaba el fantasma del comunismo; el tercero proclamaba «I Will Not Go Down Under the Ground» (alias «Let Me Die in My Footsteps»), una crítica sardónica de la paranoia vinculada a los refugios nucleares; el sexto presentó al mundo «Blowin’ in the Wind».
En abril, tras una larga charla sobre derechos civiles en una cafetería del Village llamada Commons, Dylan escribió la canción que transformaría su vida. En la misma mesa apuntó la frase «your silence betrays you» [tu silencio te delata] y se fue para casa a escribir el resto de la canción (en diez minutos, aseguraba), que adaptó a la melodía de la vieja canción antiesclavista «No More Auction Block for Me». La imagen central, explicó más tarde, era la de «a restless piece of paper» [un agitado trozo de papel] que nadie piensa en agarrar y leer, una idea asombrosamente parecida a la comparación que hizo Guthrie de sí mismo con un «recorte» de papel «al viento». Tan pronto como apareció en Broadside en mayo, se convirtió en la comidilla de la ciudad. Cuando la interpretó en Gerde’s antes de su publicación, Dylan anunció: «Ésta no es una canción protesta ni nada de eso, porque yo no escribo canciones protesta… Sólo la escribí como algo para ser dicho, por alguien, para alguien».
«Es difícil escribir una canción protesta sin que el resultado parezca moralista y algo esquemático —escribe Dylan en Crónicas—. Tienes que mostrar a las personas una faceta de sí mismas que antes desconocían.» Hacer eso, en aquel momento de la historia de Norteamérica, era como practicar un boquete en un dique y esperar que no te ahogara la crecida. «Blowin’ in the Wind» captó el espíritu del momento al formular las preguntas que tantos norteamericanos se estaban haciendo: «¿Cuántas veces?», «¿Cuántas muertes?», «¿Cuántos años?». Dylan evitaba especificar, pero tras las marchas recientes por la libertad, pocos podían dudar de la identidad de «alguna gente» a la que no se le «permitía ser libre». A diferencia de una canción de actualidad, con su relato lineal y reparto de personajes, «Blowin’ in the Wind» halagaba al oyente con su vaguedad poética: quienes estaban en el ajo la comprenderían, pero no todos quedaron impresionados. Tom Paxton la desechó como «una lista de la compra en la que un verso no tiene la mínima relevancia para el siguiente» y Ewan MacColl tachó más tarde todas las canciones protesta de Dylan de «pueriles, demasiado generales para significar nada». Pero sus puntos débiles eran también los fuertes. Sin duda, recurría a algunos brochazos —libertad, empatía: bueno; guerra, muerte, apatía, lágrimas: malo—, pero sólo esos trazos podían imprimir tales nociones en las mentes de una generación.
Más adelante, el propio Dylan se recrearía ensañándose con sus propios motivos para escribir tales canciones. Sólo era un modo de darse a conocer, le contó a Nat Hentoff del New Yorker, pero eso ocurrió cuando ya estaba harto de verse adorado como un héroe; en 1962 seguía escribiendo canciones protesta porque parecía creer en ellas. Cuando James Meredith, un estudiante negro, fue rechazado en la Universidad de Misisipi por motivos raciales, desencadenando altercados sangrientos e instando al presidente Kennedy a mandar tropas para forzar la desegregación, Dylan no tardó en componer la cáustica y escueta «Oxford Town». «A Hard Rain’s a-Gonna Fall» fue escrita antes de la crisis de los misiles cubanos, pero se antojó asombrosamente oportuna cuando los oyentes confundieron el aguacero [hard rain] con una lluvia nuclear.
Con sólo dos composiciones originales, el álbum homónimo debutante de Dylan fue una carta de presentación inapropiada de su talento y sus ventas fueron mediocres. A partir de abril de 1962, dedicaría un año, con sus pausas, a cultivar su progresión, aplicando un proceso de selección más riguroso. «The Ballad of Emmett Till», que Dylan ya contemplaba como «una chorrada», fue desechada, al igual que «Let Me Die in My Footsteps»; a la vez que «Talking John Birch Society Blues» fue rechazada por Columbia. Sin embargo, The Freewheelin’ Bob Dylan pronto admitiría sus canciones protesta más recientes y una nueva composición mordaz llamada «Masters of War».
En diciembre de 1962, Dylan voló a Inglaterra, donde tocó en algunos conciertos, apareció en un nefasto drama televisivo y disfrutó de la música folk nativa. También consiguió irritar a Ewan MacColl, pero hizo amistad con un cantante folk inglés, más joven y menos severo, llamado Martin Carthy, quien enseñó a Dylan algunas melodías de las que más tarde se apropiaría. Otro tema tradicional que Dylan descubrió fue el inquietante y extraño «Nottamun Town», en una versión del coleccionista de canciones norteamericano Jean Ritchie. Dylan aplicó la melodía a una letra en la que había estado trabajando acerca de quienes sacan provecho de la guerra. Según explicó décadas más tarde, «No es una canción antibélica. Habla contra el complejo industrial militar que ya denunció Eisenhower».
Es una distinción importante, porque ningún pacifista podría haber escrito «Masters of War». De niño, Dylan se había sentido tan fascinado con el ejército que había llegado a pensar en presentarse a la academia de West Point. En Nueva York, se empapó de la teoría militar de Sun Tzu y Carl von Clausewitz. En 1962, Dylan ensayaba con todo tipo de melodías, pero «Masters of War» tiene un aire de relato gótico espectral, parece como si hubiera exhumado la vieja melodía, la hubiera pulido de barro y óxido y hubiera dejado algo de la macabra violencia de «Nottamun Town» —con sus referencias al tamborilero desnudo y a los «diez mil ahogados»—. Ancestral y perversa, «Masters of War» es la canción protesta más estremecedora que Dylan escribió jamás. Dylan solía comentar que sus canciones «señalaban con el dedo» y «Masters of War» apunta con el dedo con el poder siniestro de un embrujo maligno. «Vosotros —se mofa de los belicistas, con toda su saña vitriólica— no valéis la sangre que corre por vuestras venas.» En el verso final, Dylan sigue el ataúd de su presa hasta su lugar de descanso y se monta sobre él «hasta asegurarme de vuestra muerte». Uno incluso podría imaginar que baja a la tumba, rompe el ataúd y le arrea una patada al cadáver para certificar su defunción. Convierte la cuestión del complejo industrial militar en una vieja historia de terror en la que un malhechor es perseguido por un espíritu vengativo. Constituye a su vez un manifiesto de guerra generacional. En «The Times They Are a-Changin’», Dylan les pide a sus mayores «Por favor, atended la llamada», pero no hay lugar para «por favor» en «Masters of War», sólo amargo sarcasmo. Admite que es joven y que desconoce muchas cosas, pero sí sabe lo suficiente como para mandar al infierno a sus adversarios.
Nunca había escrito algo así —confesó Dylan en el texto de la carátula de The Freewheelin’ Bob Dylan—. No suelo escribir canciones deseando que muera gente, pero en ésa no pude evitarlo. La canción es una suerte de andanada, una reacción ante la gota que colma el vaso, un sentimiento de ¿qué puede hacerse?
El claro desprecio de la canción la aleja del afable raciocinio del folk, tal como mostraba el eslogan adaptado de Guthrie en el banjo de Pete Seeger «Esta máquina acorrala el odio y lo fuerza a rendirse», a la vez que anticipa la rabia incontenible de Crass o N. W. A. Y eso parece mantenerla viva décadas después. En tanto que «Blowin’ in the Wind» ha ido suavizándose por su filiación con la vertiente más amable de la rebelión de los sesenta practicada sobre todo por algunos cineastas, «Masters of War» sigue mostrándose indómita. Como apunta Greil Marcus, «Es la elegancia de la melodía y el extremismo de la letra lo que atrae a la gente; el hecho de que la canción se exceda, hasta los límites de la libertad de expresión […] le da permiso a la gente para ir igualmente lejos». Es un vehículo para todas esas emociones peligrosas y poco pacifistas que los movimientos antibélicos raramente se permiten expresar, como el sentimiento de odiar la violencia hasta tal extremo de que todo lo que deseas hacer es contrarrestarla con tu propia violencia.
Apareció publicada por primera vez en Broadside en enero de 1963, acompañada por los dibujos de Suze, y luego en el álbum Freewheelin’ en mayo. En el año, aproximadamente, que había pasado desde «Blowin’ in the Wind», a Dylan le estaban tomando las medidas para ser coronado rey de los cantantes folk. Newport sería, a la vez, esa coronación y el cénit del revival folk.
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Hasta el comienzo oficial de la beatlemanía en Estados Unidos, en febrero de 1964, el rocanrol se hallaba de capa caída y lo que molaba era ser cantante folk. A la vez que el Village bullía de talento —Dylan, Baez, Paxton, Chandler, Dave Van Ronk, Carolyn Hester, Judy Collins, Buffy Saint-Marie—, prosperaban los escenarios folk por todo el país. Estaba tan de moda que, en octubre de 1962, el cómico Allan Sherman vendió un millón de copias de un álbum paródico llamado My Son, the Folksinger [mi hijo, el cantante folk]. Al mes siguiente, Joan Baez pasó a ser portada de la revista Time, que la retrataba descalza y rasgueando la guitarra. «Todo lo que sea una juerga folk debiera levantar las alarmas —empezaba el perfil—, pero hay una en todos los rincones del país.»
Baez sólo era seis meses mayor que Dylan. La precoz hija mediana de dos cuáqueros de gran cultura se había abierto camino en la escena folk de Massachusetts. Sus tres primeros álbumes, básicamente de baladas tradicionales, se hicieron con el disco de oro. Baez era una joven firme y espabilada que se había descrito en una composición escolar del modo siguiente: «No soy una santa, soy un trasto. Paso buena parte de mi tiempo soltando indirectas, cantando, bailando, actuando y acabo siendo un engorro», pero tales cualidades vivaces no aparecían en su voz, que parecía prometer lo que encarnaba: pureza y claridad. Dylan la llama «una voz que expulsa los malos espíritus».
Baez acogió bajo su manto protector a Dylan (a quien el mismo perfil del Time llamaba «un joven y prometedor vagabundo») en mayo de 1963, cuando lo invitó a interpretar «With God on Our Side», su más fiero ataque contra el patrioterismo, en el festival de Monterey. Después del concierto se quedó con ella varios días, a pesar de que seguía saliendo con Suze: fue el comienzo de una intermitente relación de dos años.
Menos totémico que Baez, pero más descaradamente comercial, era el trío Peter, Paul and Mary, concebido por Grossman como una versión más moderna y politizada del Kingston Trio: Peter Yarrow era el folkie formal, Noel «Paul» Stookey el bromista y Mary Travers la belleza bohemia. Su debut, en 1962, con un álbum homónimo que se asentó en el Top 100 de la revista Billboard tres años, dio a conocer a millones de personas los clásicos de Seeger «If I Had a Hammer (The Hammer Song)» y «Where Have All the Flowers Gone?». Después de su menos comprometida «Puff, the Magic Dragon», Grossman les facilitó material procedente de su nuevo cliente y su versión de «Blowin’ in the Wind» alcanzó los primeros puestos de las listas de éxitos en verano de 1963.
Phil Ochs era un asunto mucho más espinoso. Nacido en Texas en 1940, había pasado por la academia militar de Staunton y por la Universidad Estatal de Ohio, donde estudió periodismo, descubrió la obra de Guthrie y Seeger y empezó a componer canciones protesta. Su primera banda se llamó los Singing Socialists. Cuando llegó a Greenwich Village en 1962, bromeó con Gordon Friesen de Broadside diciendo que sus letras provenían de Newsweek y sus melodías de Mozart, lo cual no era del todo falso. En marzo de 1963 dejó clara su postura en un elocuente artículo publicado en Broadside titulado «La necesidad de una música de actualidad». «Antes de los días de la televisión y los medios de comunicación de masas —escribió—, el cantante folk solía ser un periódico itinerante que difundía historias a través de la música. Resulta algo irónico que en estos tiempos de forzada conformidad y temor a la controversia, el cantante folk parezca estar asumiendo ese mismo rol… Una buena canción con un mensaje puede plantear una cuestión con mayor profundidad y a más gente que miles de mítines… Todo titular de periódico es una canción potencial.» Más tarde explicó: «Una canción protesta es una canción tan específica que no la puedes tomar por una gilipollez».
En esos momentos, folk significaba dólares. En abril, la cadena ABC lanzó un programa de sábado noche llamado Hootenanny, pero parecía ya condenado de antemano.19 La decisión de ABC de seguir vetando a Seeger condujo a muchos intérpretes, incluidos Dylan, Baez y Peter, Paul and Mary a boicotear el programa. Los productores agravaron la situación al prohibir a los invitados que cantaran canciones «subversivas». Poco tiempo después, Dylan tuvo su propia pendencia con los medrosos ejecutivos televisivos cuando la CBS le prohibió interpretar «Talkin’ John Birch Society Blues» en el Ed Sullivan Show. Dylan, consecuente, decidió no presentarse. Dos semanas después, The Freewheelin’ Bob Dylan se convirtió en toda una sensación. Las únicas quejas vinieron de Jon Pankake y Paul Nelson, de la gaceta folk de Minnesota Little Sandy Review, quienes, habiéndole advertido previamente que «se alejara de la gente de la protesta», a la vez que atacaban «el esquematismo idiota y memo de lo que publicaba Broadside», tacharon el Freewheelin’ de «melodramático y llorón». El propio Dylan pronto se pasaría al bando de la protestofobia, pero aún no.
De vuelta tras un paréntesis de dos años, el Newport Folk Festival de julio fue una gozosa exhibición de fuerza. Phil Ochs interpretó «Too Many Martyrs» (sobre Medgar Evers, un secretario del NAACP recientemente asesinado en Misisipi), «Talking Birmingham Jam» (sobre los recientes altercados en Alabama) y «Power and the Glory» (un homenaje a Woody Guthrie), pero no había duda acerca de quién era la gran atracción. Peter, Paul and Mary cantaron cuatro canciones de Dylan y presentaron su versión de «Blowin’ in the Wind» como «escrita por el artista folk más importante de Estados Unidos de hoy en día», a la vez que la protagonista de la noche, Joan Baez, sacó a Dylan al escenario para cantar juntos el bis «With God on Our Side».
Su propia sección cargada de protesta causó sensación. «Blowin’ in the Wind» se convirtió en una actuación all-star, respaldada por Baez, Seeger y otros. Tan asombrados se quedaron por la fervorosa ovación que apañaron el bis con una versión improvisada de «We Shall Overcome». Era difícil imaginar una imagen simbólica de unidad más potente. Y con aquello, Dylan sintió las tenazas de una trampa cerrándose sobre él. «Ya era paranoico —le contó Dave Van Ronk a Anthony Scaduto— y de pronto había cinco millones de personas tratando de agarrarle del abrigo y de comerle el tarro, algo que ya le resultaba del todo insoportable cuando sólo eran cinco. Su sentimiento, en esencia, era que el público es una turba letal. Me dijo: “Ojo, van a por ti”.»
Los lazos del mundo folk con el movimiento por los derechos civiles eran fuertes, de modo que no fue ninguna sorpresa que muchas de las estrellas de Newport también aparecieran en el Lincoln Memorial al mes siguiente para el gran momento de la Marcha sobre Washington que reclamaba trabajo y libertad y reunió a los cinco líderes por los derechos civiles más importantes: Martin Luther King del SCLC, James Farmer de CORE, John Lewis del SNCC, Roy Wilkins de NAACP y Whitney Young de la National Urban League.
Hacia la hora de comer del 28 de agosto, cerca de un cuarto de millón de personas, negros y blancos, atestaban los prados del Presidential Mall. En un concierto matinal previo a la marcha, Baez dirigió la interpretación más multitudinaria jamás cantada de «We Shall Overcome».20 «Me temblaban las rodillas —le dijo más tarde al músico David Crosby—. No había visto a tanta gente en mi vida.» Más tarde cantaron Odetta, Josh White, Peter, Paul and Mary; los Freedom Singers y Dylan, que cantó dos nuevas canciones, «Only a Pawn in Their Game» (sobre Medgar Evers) y «When the Ship Comes In». El concierto oficial siguiente, previo al discurso de King, fue protagonizado por la estrella de ópera Marian Anderson y por la icono del góspel Mahalia Jackson.21 Se dice que la única digresión de King respecto del guion original fue su famoso final de «I have a dream», porque Jackson se le acercó y lo exhortó: «¡Cuéntales lo del sueño, Martin!».
Sin embargo, aquel mismo día Dylan ya desconfiaba de la eficacia del evento. «¿Crees que están escuchando? —preguntó, mirando hacia Capitol Hill y el Congreso—. No, no están escuchando para nada.»
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Suze Rotolo se había marchado del apartamento de la calle 4 poco antes de marzo y Dylan, atenazado por la paranoia, aprovechó la oportunidad para largarse al refugio rural de Albert Grossman en Bearsville, al norte del estado, cerca de Woodstock. Aquel otoño escribió su canción protesta más concienzuda: «The Times They Are a-Changin’». Es a la vez sensiblera y visionaria y la amonestación evidente que encierra se enrarece y cobra vida con su lirismo. La mayoría de los oyentes podían interpretarla como una llamada a que políticos, padres y carcas en general atendieran a la voz de la nueva generación o se apartaran del camino, pero parte del vocabulario de Dylan entroncaba con el de canciones anteriores, inéditas, como «I’d Hate to Be You on That Dreadful Day» y «Train a-Travelin’»: ancestrales, bíblicas, premonitorias. Crecen las aguas, la batalla se encona, se lanza una maldición, todo se desmorona. Incluso cuando se disponía a escribir un himno de esperanza, su lenguaje revelaba un sentido oculto: el pálpito de un temor a que el cambio no fuera necesariamente a mejorar las cosas. Uno casi puede oír la sirena del carguero negro.
Así que la psique algo zarandeada de Dylan no debió de aplacarse cuando el 22 de noviembre, poco después de finalizar la grabación de The Times They Are a-Changin’, el presidente Kennedy fue asesinado en Dallas. «¿Queréis cambio? —parecía preguntar el magnicidio—. Pues ahí lo tenéis.» La noche siguiente, Dylan tocó en el norte del estado de Nueva York y abrió el concierto, como ya solía, con «Times…». «El país se estaba yendo a pique y ahí estaban aplaudiendo la canción —le dijo Dylan a Scaduto—. Y no puedo entender por qué aplaudían o por qué escribí la canción. No entendía nada. Todo era una locura.»
Dylan ya era un hombre reacio a la política organizada, mosqueado por las expectativas con que cargaba y que vivía mirando por encima del hombro. El disco The Times They Are a-Changin’ supuso el fin de algo. Incluía tres canciones protesta de reciente composición: la que daba título al disco, la amenazadora «When the Ship Comes In», inspirada en el carguero negro, y «The Lonesome Death of Hattie Carroll», que convertía una noticia de sucesos —el homicidio involuntario de una camarera negra por un joven blanco y rico en Baltimore— en un microcosmos de injusticia racial y de clase en Estados Unidos, y en la que exageraba sensiblemente la maldad del responsable, William Zantzinger.22 El resto de temas con fondo político habían sido escritos hacía varios meses. Y ya no habría canciones protesta explícitas durante mucho tiempo. Quizá la locura latente que afloró con el asesinato de Kennedy confirmaba lo que Dylan sentía: las cosas estaban sucediendo a un ritmo tan endemoniado que no podían desentrañarse con certezas y santurronería. Y así lo expresó él.
Unas semanas después del asesinato, decidió aceptar el Premio Tom Paine del Emergency Civil Liberties Committee (ECLC) en una fastuosa gala celebrada en el American Hotel de Nueva York. Al mirar en derredor a la pudiente concurrencia, refulgente de joyería y pieles, Dylan se agarrotó primero y después se emborrachó. «Se suponía que estaban de mi parte, pero yo no sentía conexión alguna con ellos», le contó más tarde a Nat Hentoff del New Yorker. A desgana, se subió al estrado para recoger el galardón y peroró acerca de la Marcha sobre Washington, Cuba y la carrera armamentística. «Para mí no hay ya blanco y negro, izquierda y derecha. Sólo arriba y abajo y abajo está muy cerca del suelo. Y yo trato de ir hacia arriba sin pensar en nada trivial, como la política.» La cosa empeoró cuando se puso a hablar de Lee Harvey Oswald. «Pude ver en él algo de mí mismo», dijo vacilante. De la platea se alzaron algunos abucheos dispersos.
Dylan envió una carta larga y confusa de disculpa al ECLC, cuyo mensaje definitorio era que ya no estaba interesado en el «nosotros» sino únicamente en el «yo». Tenía la cabeza llena de poesía (Byron, Ginsberg y, sobre todo, Rimbaud) y drogas (hierba, ácido), y todo lo que le interesaba en ese momento era la expresión personal. Ahora, cuando hablaba en términos de quienes vivían encadenados y de quienes eran libres, no se refería a los derechos civiles. En febrero de 1964, se metió en una furgoneta Ford nueva con tres amigos y se largó en un curioso viaje de colocón, en cuyo transcurso se esforzó por canalizar su sensibilidad cada vez más abstracta y visionaria en dos nuevas canciones, «Mr. Tambourine Man» y «Chimes of Freedom», que estaban en una onda mucho más osada y enmarañada que la de protesta.
Fue una época milagrosa para el artista Dylan, pero no tanto para la persona. Consumido por su afán de libertad personal, resultaba una compañía arisca, enfrascada en retar a los demás con artificios mentales hirientes y abusivos. Uno tiene la impresión de que una conversación con Dylan podía parecer una entrevista de trabajo kafkiana según criterios dolorosamente oscuros, en la que el premio fuera ganarse su amistad. «Empezó a sacar la bayoneta contra los demás —le comentó Carla, la hermana de Suze, a Scaduto—. Daba con sus puntos débiles y los demolía.» Una de las personas que padeció el vitriolo dylaniano fue Phil Ochs. «Lo que estás escribiendo es una mierda, porque la política es una mierda —le dijo—. Es irreal. Lo único real está dentro de ti. Tus sentimientos. Mira el mundo sobre el que estás escribiendo y verás que estás desperdiciando el tiempo. El mundo es… pues nada… absurdo.»
Cuando aquel transformado Dylan volvió a Newport en julio de 1964, el público no desatendió ni una de sus notas, pero la vieja guardia del folk estaba horrorizada. No sólo por poner Dylan canciones de amor y una imaginería opaca por delante de la protesta, sino por la lejanía arrogante con que se desenvolvía: un pecado capital en el mundo del folk, donde nadie era más importante que la comunidad. En Sing Out!, Irwin Silber lo acusó de haber «perdido en cierto modo el contacto con la gente». Paul Wolfe, desde Broadside, fue más allá y tomó a Ochs como vara con que azotar al héroe (caído) de Newport: «El sentido contra la banalidad, la sinceridad contra el palmario desdén por los gustos del público, el principio idealista contra el narcisismo». El propio Ochs escribió una apasionada defensa de Dylan señalando que el apogeo de la falsedad era amoldarse a las expectativas del público. Paul Nelson, de Little Sandy Review, aplaudió a Dylan por «dar sus primeros pasos en mucho tiempo hacia una dirección provechosa para él como artista y no como héroe».
Newport 64 supuso el cénit de la oleada folk. Las ventas se disparaban, surgían revistas por todas partes y el folk estaba en el corazón de la acción política. En mayo, Baez, junto a otras estrellas como Gregory Peck y Woody Allen, asistió al Madison Square Garden para el homenaje del Partido Demócrata neoyorquino a Lyndon Johnson, donde dedicó «The Times They Are a-Changin’» al presidente. Seeger, de regreso tras casi un año dando vueltas por el mundo, se subió de nuevo a las listas con una versión de «Little Boxes», la sátira anticonformista de Malvina Reynolds.
Tiempo después, los lectores del perfil sobre Dylan que Nat Hentoff publicó en el New Yorker descubrieron que el cantante le había revelado al entrevistador en junio que pretendía abandonar las «canciones recriminatorias»: «En cuanto a mí, ya no quiero escribir más para la gente. Ya sabes…, ser portavoz». La verdad es que cualquiera que hubiera escuchado atentamente Another Side of Bob Dylan, que salió dos semanas después de Newport, ya era consciente de ello. En «My Back Pages» relegó al pasado «la mentira que la vida sea en blanco y negro».
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El mayor problema para un intérprete con la cuestión de las canciones protesta es que generan cierta autocomplacencia. El público de los conciertos suele mostrarse deseoso de ponerse del lado del cantante y una canción protesta agudiza esa adulación: sabe cuándo reír, cuándo vitorear y cuándo abuchear. En el contexto de las canciones sindicales o de las canciones por la libertad, dicho ritual de afirmación constituye casi la base del evento, pero para un artista puede resultar difícil que una canción concebida con cierto riesgo se vea amansada y sepultada bajo ese consenso de autosatisfacción: nosotros lo comprendemos. No somos como ellos. Estamos todos en el mismo bando.
Y, de este modo, para cuando Dylan salió de gira por Reino Unido la primavera de 1965, algunos de sus temas más famosos eran canciones zombis, muertos vivientes. Ni ellas ni sus matices le pertenecían ya. Hacia el final de la gira, se lanzó «Subterranean Homesick Blues», un juguetón blues recitado y modelado a partir de un riff de Chuck Berry, pero, debido a los imprevistos de la agenda internacional de comercialización, el sencillo que se había encaramado a lo alto de las listas cuando Dylan llegó a Inglaterra era «Times». Y se encontró con que la gente estaba esperando al Bob Dylan equivocado. «Toqué un montón de canciones que no quería tocar —le dijo más tarde a Hentoff—. Cantaba cosas que no deseaba cantar. Sabía lo que iba a pasar.»
Y ésa es la explicación más benévola para el papel poco edificante que juega Dylan en el documental oportunamente titulado Don’t Look Back [no mires atrás], que dirigió D. A. Pennebaker sobre la mentada gira. Otra más es que el único modo que tenía de protegerse del acoso de la fama consistía en cambiar constantemente su personaje. Y, así, se muestra desconfiado y aborrecible, derrochando su potencial intelectual en blancos desvalidos como Judson Manning, un periodista del Time rematadamente anodino, mientras una camarilla de colegas le ríe las gracias. Se muestra odioso con Baez, en parte porque su estrella se apaga en favor de otro amor, su futura esposa Sara Lownds, pero también, quizá, porque ella representaba mucho de lo que ya estaba intentando dejar atrás: canciones protesta, comunidad, el movimiento.
Lanzado en 1967, cuando el nuevo rumbo de Dylan era ya manifiesto para todos, Don’t Look Back convertía al espectador, ya enterado, en cómplice. Desde el presente, también nosotros podemos pretender estar del lado de Dylan, pero de un modo distinto al de las audiencias de 1965. Ante su adoración insensata, podemos consolarnos pensando que habríamos entendido la voluntad dylaniana de libertad y reinvención, que no habríamos matado esas canciones por sofoco amoroso, que habríamos preferido el material nuevo, que no habríamos sido como ellos, pero ésa es en gran medida una ilusión fruto de la mirada retrospectiva. La música y la política brindan la ocasión de formar parte de algo más grande que nosotros y la combinación de ambas puede ser embriagadora, de modo que no podemos decir que, con la mejor de las intenciones, no nos habríamos apuntado a corear hasta la muerte «The Times They Are a-Changin’».
Si Dylan no hubiera escrito jamás una canción protesta otro habría calmado ese anhelo cultural, pero no había otro artista capaz de crear el material que estaba produciendo en 1965. «It’s Allright, Ma (I’m Only Bleeding)» era un impetuoso torrente de asombrosa imaginería, ásperas amonestaciones y eslóganes inolvidables, un manifiesto de rechazo que se resume en el verso: «Propaganda, all is phony» [propaganda, todo es farsa], al igual que el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, no había nada que Dylan odiara más que un «farsante». Tanto «It’s Allright, Ma» como «Subterranean Homesick Blues» eran en cierto modo canciones protesta, sólo que aquello contra lo que protestaban era el statu quo, con sus oposiciones espurias y su moralidad esquemática.
De modo que cuando cantaba «no sigas a los líderes» en «Subterranean Homesick Blues», no se refería únicamente a Lyndon Johnson sino a personas como Martin Luther King, Bobby Kennedy o a sí mismo, Dylan. Era el «yo» que protestaba contra el «nosotros» y ése era el tipo de mensaje que atraía a jóvenes oyentes no especialmente interesados en marchas y mítines: la política del uno mismo. De este modo, Dylan le estaba dando la vuelta a la interpretación izquierdista —Lomax/Seeger— del folk que había prevalecido durante tres décadas, para exhumar en su lugar a la «vieja, extraña Norteamérica».
La verdad es que existen canciones folk extrañas que nos han llegado de tiempos remotos y que no se basan en nada o meramente en la leyenda —se quejaba Dylan—. Estas viejas canciones no son simples en absoluto. Lo que pasa es que la gente del movimiento sindical quiere que sean simples… Todo lo que quieren son canciones de los años treinta, canciones del local sindical. «Which Side Are You On?» Menuda pérdida de tiempo. O sea, ¿de qué lado puedes estar?
En las entrevistas, su visión política resultaba cada vez más disparatada. Al año siguiente, en una entrevista en Playboy con Nat Hentoff, prometió que un Dylan presidente de Estados Unidos reemplazaría el himno «America the Beautiful» por su «Desolation Row» y desafiaría a Mao Tse-tung a una pelea a puñetazo limpio. También declaró que «sólo directores de gacetas universitarias y quinceañeras sin novio… podían albergar algún interés» por las canciones protesta. Quizá tuviera en mente un éxito reciente cuando dijo eso.
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Una noche de 1964, un aspirante a compositor de canciones de 19 años llamado P. F. Sloan estuvo trabajando hasta el alba en una canción que llamó «Eve of Destruction» [víspera de la destrucción]. Venía a ser una lista de la compra algo desmañada de los motivos que existían para estar asustados: segregación, guerra nuclear, Vietnam, la China comunista, el asesinato de JFK, una conjura para acabar con la humanidad. La composición no transpiraba el terror del Día del Juicio propio de las canciones apocalípticas de Dylan ni tenía su agilidad (la tercera estrofa tiene hasta seis rimas con el término frustratin’), pero su ímpetu era cautivador. Barry McGuire, con su voz ronca, que acababa de abandonar al grupo de revival folk New Christy Minstrels y buscaba material para interpretar en solitario, accedió a grabarla.
Salió como cara B en julio de 1965, pero la cara A fue expeditivamente ignorada por los pinchadiscos, que pusieron «Eve» a girar sin tregua. Relanzada como cara A, alcanzó lo alto de las listas dos meses después, hasta vender seis millones de copias y convertirse de lejos en la canción protesta más popular hasta la fecha. «El frenesí mediático con la canción me descalabró y desgarró al país», escribió Sloan, cayendo en la exageración. Abrumado, les contó a los periodistas que se trataba de «una canción de amor, una canción de amor a la humanidad y para la humanidad», pero daba igual. Las emisoras de radio y televisión la vetaron, un pinchadiscos se preguntaba: «¿cómo os parece que se va a sentir el enemigo con un tema así como número uno en Norteamérica?». Los Young Republicans y Citizens for Conservative Action se ensañaron con ella. Randy Sparks, viejo compañero de McGuire en los New Christy Minstrels, la tachó de «abono comunista» y prometió una represalia con su propia «A Song of Hope». Un grupo llamado los Spokesmen apuró su disco de respuesta, «Dawn of Correction». Algunos pinchadiscos, temiendo ser acusados de tendenciosos, dedicaron el mismo espacio a ambos discos.23
Al establishment izquierdista folk le desagradó «Eve of Destruction» por diversos motivos y le horrorizó que aquel arribista encarnara la canción protesta. Dave Van Ronk la tachó de «canción horrenda». Ochs se mostró algo más comprensivo aduciendo que «algunos versos eran buenos», aunque finalmente la desechó como «un Dylan de tercera regional». «Será para mucha gente una iniciación a la canción protesta, pero se trata de una mala iniciación —declaró a Broadside—. Tienen que ocurrir cosas mejores. Hay que meter mejores canciones en las listas.»
En un artículo titulado «Message Time» [tiempo de mensajes], la revista Time consideró «Eve» la representación de una nueva ola de frustración juvenil en el folk-rock, vinculándola a «We Gotta Get Out of This Place» de los Animals y la trivial «Laugh at Me» de Sonny & Cher. «De pronto, los melenudos estaban copando las tablas —apuntó con su característico desdén—. El grito de unión ya no es “quiero coger tu mano” sino “quiero cambiar el mundo”.»
«La mitad no sabe ni lo que pretenden decir —dijo Dylan cuando NME le preguntó acerca de “Eve of Destruction” y derivados—. No tengo nada en contra de las canciones protesta si son sinceras, pero ¿cuántas lo son?»
«Eve of Destruction» estaba ascendiendo en las listas justo cuando el idilio truncado entre Dylan y la escena folk se hizo públicamente añicos en julio de 1965 en Newport, con la que quizá sea la interpretación más simbólica y profusamente narrada de la historia del rock. Cabe preguntarse qué esperaban exactamente los fieles parroquianos del folk. Dylan había sacado ya el álbum intensamente electrificado Bringing It All Back Home, también la canción explosivamente innovadora «Like a Rolling Stone», y llegó a Newport con aire hosco y clandestino envuelto en rumores. La noche del sábado, presentado por Peter Yarrow, apareció en el escenario respaldado por la Paul Butterfield Blues Band y atacó con una aullante y aristada «Maggie’s Farm».
Joe Boyd, el jefe de producción del festival, se encontró entre bastidores a Lomax, Seeger y Bikel hechos una furia: «¡Está muy alto!». Desde entonces, Seeger siempre ha sostenido que su verdadera objeción aludía al volumen atronador de los instrumentos, que ahogaba la letra. En todo caso, fue entonces cuando su hacha metafórica se dio a conocer en la historia musical. Cuando un lívido Seeger se aproximó a la mesa de sonido, Yarrow gruñó: «Pete, lárgate o te mato».
No podemos identificar la causa precisa de los abucheos que estallaron al final de las tres primeras canciones de Dylan: ¿acaso fue la pobre calidad del sonido, la apostasía eléctrica o la mera brevedad de la actuación? Sea como fuere, Dylan se sintió perturbado por la reacción. A modo de expiación, volvió a escena empujado por Yarrow e interpretó un bis acústico con «Mr. Tambourine Man» y, de manera reveladora, «It’s All Over Now, Baby Blue». Conmocionado y rabioso, se largó y escribió la despectiva «Positively 4th Street» como ruptura, como quien arrambla con las pertenencias de la exnovia y les pega fuego. A los pocos días ya había grabado la revolucionaria explosión blues-rock Highway 61 Revisited.
¿Y qué pasa con quienes se quedaron atrás? Entre bastidores, el ánimo que reinó después de la actuación de Dylan era sombrío, quebrado.
La vieja guardia se mostraba cabizbaja, derrotada, en tanto que los jóvenes, lejos de sentirse victoriosos, se sentían escarmentados —escribió Joe Boyd en sus memorias Bicicletas blancas—. Se daban cuenta de que en su victoria estaba la defunción de algo hermoso. Los rebeldes eran como niños que habían estado buscando algo que romper y, al ver los pedazos, habían caído en la cuenta de lo bonito que había sido.
Con el abandono de Dylan, el revival folk trastabilló. A través de la puerta del folk-rock que había abierto aquel verano, irrumpieron grupos como los Byrds, los Fugs, Jefferson Airplane y Buffalo Springfield. En comparación, los cantantes folk algo mayores que sucedieron a Dylan aquella noche de sábado en Newport se antojaban de pronto formales, acabados, en el lado equivocado de la historia. El experto en folk Izzy Young, uno de los antiguos mentores de Dylan, redactó un furioso J’accuse llamado «Bob Dylantaunt», [Bob Dylanmofa], donde arremetía: «Su voz cuenta ahora la auténtica historia de Bob Dylan. Grita desde la fosa sin fondo y es verdaderamente desgarrador, pero es como compartir algo sucio». Paul Nelson, en su último artículo como director editorial de Sing Out!, escribió: «Para muchos, yo incluido, fue una triste despedida. Escogí a Dylan. Escogí el arte».
Phil Ochs, que no creía que la política y el arte fueran excluyentes, podía simpatizar con los dos bandos enfrentados, por más que tuviera buenas razones para despacharse con Dylan. El mes anterior, tras una velada por la paz celebrada en el Carnegie Hall, se había peleado con Dylan, que lo había echado de su limusina con un tiro de gracia: «Tú no eres cantante folk. Eres periodista». Se trataba de una crítica algo redundante visto que Ochs era efectivamente periodista y había titulado su primer álbum All the News That’s Fit To Sing, pero uno puede imaginar el desprecio con que Dylan pronunció aquellas cuatro sílabas. Al igual que Baez, Ochs simbolizaba la piel que Dylan pretendía mudar. Y si Dylan se convirtió en el modelo para los cantantes venideros, escocidos ante las deficiencias de la canción protesta, Ochs también demostró que era posible mantener la fe a pesar de las mismas.
Estoy bastante seguro de que Dylan deprecia lo que escribo —comentó Ochs en Broadside—. Tengo la impresión de que no puede aceptar lo que hago. Porque para él es política y, por tanto, son chorradas… En la canción «My Back Pages», Dylan se ríe de sí mismo como un mosquetero impotente que libra falsas batallas. A menudo también yo me río de mí mismo del mismo modo y muchas veces veo mi rol como ridículo, pero, a pesar de ello, aún me veo forzado a seguir.
Cuando Broadside le preguntó si a Dylan le gustaría «ver enterradas» sus propias canciones protesta, Ochs respondió: «No creo que pueda enterrarlas. Son demasiado buenas. Y ya no le pertenecen».