6 «¡Yupi, vamos a morir todos!»

Country Joe and the Fish, «I-Feel-Like-I’m-Fixin’-to-Die Rag», 1965

El rocanrol viaja a Vietnam

Un soldado estadounidense de la 61.ª División de Infantería en Con Thien, Vietnam del Sur, agosto de 1967.

«Lo que resulta casi inimaginable es la pequeñez de aquello —dice Country Joe McDonald, sentado en el salón de su casa en Berkeley, California—. No era más que otra canción. Poca cosa.» Está hablando del lanzamiento en septiembre de 1965 del tema que se convertiría en su sello distintivo, «I-Feel-Like-I’m-Fixin’-to-Die Rag». Cuando unas docenas de copias del disco aparecieron en el mostrador de una librería de Berkeley, las tropas de Estados Unidos llevaban —oficialmente— seis meses en Vietnam. La cifra de muertos no superaba el millar, tres de cada cinco norteamericanos respaldaban la intervención y el índice de popularidad del presidente Johnson estaba por las nubes, pero en agosto de 1969, cuando «Fixin’-to-Die…» pasó a ser uno de los momentos estelares del festival de Woodstock y la más famosa canción contra la guerra en el país, 40.000 estadounidenses ya habían perdido la vida, el apoyo a la guerra había menguado, Johnson no estaba y el país se había convertido en un lugar muy distinto.

Un axioma de la mitología ligada a la generación del baby boom es que los músicos de rock eran la vanguardia del movimiento antibélico, pero, en honor a la verdad, la oposición musical a la guerra fue tenue, vacilante y dispersa: resulta deprimente apuntar que, en la época, el mayor éxito relativo al conflicto era «The Ballad of the Green Berets», la patriotera canción del sargento Barry Sadler. «Quedaban algunos resistentes de los años del folk —reflexionaba Jon Landau de Rolling Stone en enero de 1969—, pero más allá de las contumaces referencias equívocas de los medios al rocanrol como “música protesta”, los músicos de rock no se habían distinguido especialmente por su actitud protestataria.»

En cualquier caso, Vietnam no era sólo una guerra: Vietnam fue el foco del debate nacional a lo largo de la segunda mitad de los sesenta, un imán sin igual para el antagonismo. Para los ideólogos de la Nueva Izquierda compendiaba los males del imperialismo, el fracaso del liberalismo y el poder de la resistencia guerrillera. Para los negros radicales constituía otra manifestación del racismo del sistema. Para otros jóvenes menos militantes encarnaba todos los pecados de sus mayores: la misma gente que decía «Córtate el pelo» o amenazaba con encerrarte por fumarte un canuto, también pretendía mandarte a morir a la selva. Aquello encalló el proyecto de la «gran sociedad» de Johnson, arruinó su presidencia, radicalizó los campus, causó alborotos en la calle y dividió al país más de lo que nunca lo había estado desde la guerra civil.

Ed Sanders, del grupo de folk-rock vanguardista los Fugs, comparó la actividad musical en la era del Vietnam con «aquella lectura de poesía dadaísta que impartió Tristan Tzara en París en 1922, en cuyo transcurso un despertador no dejó de sonar. La guerra era el despertador de los últimos años sesenta».29

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El primer cantante que se inspiró en Indochina fue Phil Ochs. En fecha tan remota como octubre de 1962, cuando Estados Unidos sólo contaba con 10.000 asesores militares estacionados en Vietnam del Sur, ya publicó «Viet Nam» en Broadside. En aquel período, Ochs formaba parte de una minoría diminuta de norteamericanos que comprendían de qué iba la participación norteamericana en aquel país: apuntalar el régimen del corrupto y despótico primer ministro Ngo Dinh Diem y liquidar los anhelos norvietnamitas de reunificación, por temor a que otros países asiáticos padecieran el efecto dominó de la infiltración comunista.

Después de que el brutal Diem fuera derrocado y asesinado en un golpe respaldado por Washington a finales de 1963, US News seguía asegurando a sus lectores que Vietnam era una «guerra regional… que no amenaza con ir a más». Sin embargo, el reemplazo de Diem por mandatarios aún peores urgía a una mayor intervención directa. En agosto de 1964, el presidente Johnson aprovechó una refriega naval insensatamente exagerada en el Golfo de Tonkin como pretexto para una intensificación de las hostilidades que ya estaba en la agenda. Aunque había liquidado a Barry Goldwater en las elecciones de noviembre tras retratarlo como un halcón peligroso, el propio Johnson se apuntó a la línea dura en Vietnam. Tras la operación Rolling Thunder, una persistente campaña de bombardeos en Vietnam del Norte, las primeras tropas terrestres estadounidenses pusieron pie en suelo vietnamita el 8 de marzo de 1965 y, de tal modo, la acción «policial» se convirtió en una guerra.

El movimiento contra la guerra se organizó a una velocidad impresionante. Sólo seis semanas después, Students for a Democratic Society montó la primera manifestación nacional en Washington D. C. Uno de sus miembros, Todd Gitlin, comentó: «Cuando entramos en Washington, recuerdo ver flotas de autobuses aparcadas en el Mall, a puñados… Pensé “adelante, la cosa marcha”». Los manifestantes sumaron 25.000 personas, un número equivalente al de las tropas estacionadas en Vietnam. Los encargados de entretener a los asistentes fueron Joan Baez, Judy Collins, los Freedom Singers y Phil Ochs, quien quizá levantara algunas ampollas con su sátira mordaz «Love Me, I’m a Liberal» [quiéreme, soy progre]. Su segundo álbum, I Ain’t Marching Anymore, empezaba con la canción pacifista «Call It Peace or call it treason… But I Ain’t marching anymore» [llámalo paz o traición… pero yo no desfilo más]. Su actividad le hizo cosechar un voluminoso archivo en las dependencias del FBI. Y se lo clasificó oficialmente como «tema de seguridad» cuando decidió decorar la carátula de un álbum grabado en directo con ocho poemas de Mao Tse-tung y la pregunta «¿Es éste el enemigo?».

Personas como Ochs y Gitlin iban muy por delante de la mayoría, que respaldaba la guerra y confiaba en una rápida victoria sobre la amenaza roja. En privado, no obstante, el presidente Johnson no lo veía muy claro. Cuando alguien en la embajada en Saigón habló acerca de la «luz al final del túnel», el presidente ladró: «¿Luz al final del túnel? Mierda, si ni siquiera tenemos túnel. Ni siquiera sabemos dónde está».

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Cuando Joe McDonald llegó a Berkeley en el verano de 1965, tuvo ocasión de tratar por primera vez, fuera de su casa, con mentalidades parecidas. Nacido en Washington D. C. y criado en El Monte, California, hasta entonces se había sentido aislado en sus convicciones. La madre, hija de inmigrantes judíos rusos, y su padre, originario de la Oklahoma rural, habían pertenecido al Partido Comunista en los años cuarenta, una afiliación que a su padre le había costado el trabajo en la compañía telefónica.

Yo tenía 12 años cuando mi padre perdió su trabajo. Crecí con literatura comunista en casa, música de Woody Guthrie y el People’s World —dice MacDonald, un hombre serio y franco, algo distante de entrada, luego más cordial—. No teníamos muchos amigos. Tampoco nos visitaban otras personas de orientación progresista. De vez en cuando, acudíamos a un concierto de Pete Seeger.

En la escuela, había un aspecto de la personalidad de Joe que no podía compartir con sus compañeros: la preocupación por el racismo, los derechos laborales y el Holocausto. Por todo ello, su única salida para dichas inquietudes fue la música: Guthrie y Seeger, claro está, aunque también, algo sorpresivamente, Gilbert y Sullivan. «Parecen muy livianos en la actualidad, pero por entonces el sistema los temía porque su obra era satírica. En cierto modo eran compositores satíricos.»

A los 17 años, McDonald se alistó en la Marina por tres años: «Así las chicas me querrían», explica con una sonrisa irónica. De vuelta en casa, en 1962, se matriculó en la universidad en Los Ángeles, donde empezó a escribir canciones, lanzó su propia revista de folk, Et Tu, y se apuntó a algunas sentadas contra la segregación. «Nos divertimos. Con los amigos solíamos ir a Pershing Square a tocar canciones de Woody Guthrie para los borrachos y los vagabundos.»

Atraído por la perspectiva de tocar en la emisora local KPFA, se trasladó a Berkeley en 1965.

Estaba plagado de radicales conversos y progresistas. La mayoría eran personas asentadas de clase media que habían descubierto la injusticia laboral y racial, la teoría económica, y se volvieron algo fanáticos. Para mí fue divertido porque nunca había conocido gente semejante, un colectivo generacional al que le gustaba soltar el vocablo «imperialismo» y cosas así.

El conflicto de Vietnam todavía no era el tema de conversación en los 50 estados durante la cena, pero para un joven de Berkeley en 1965, la cuestión era inexcusable. La Universidad de California ya era el campus más radical del país, el crisol del activismo estudiantil. En el mes de diciembre anterior, el movimiento por la Libertad de Expresión de Berkeley, encabezado por un neoyorquino de 20 años y veterano del Verano de la Libertad de Misisipi, Mario Savio, había ocupado el Sproul Hall de la universidad para protestar por una prohibición contra el activismo en el campus. La ocupación terminó con la detención de 800 estudiantes, el mayor arresto de ese calibre en la historia del país, y convirtió a Savio en una estrella nacional. Éste exhortaba a los estudiantes a interponerse en el engranaje de «la maquinaria» hasta conseguir que «dejara de funcionar».30

El veto se levantó en enero de 1965, al tiempo que las gradas de Sproul Hall eran designadas como enclave para el debate político. En mayo, 35.000 personas asistieron a una épica protesta contra la guerra, durante la cual una coalición de activistas liderada por Jerry Rubin, que había abandonado los estudios en Berkeley y ya había cumplido 26 años, fundó el Vietnam Day Committee. En el VDC militaban otras dos figuras que, al igual que Rubin, se iban a convertir en celebridades nacionales: Abbie Hoffman, un licenciado por Berkeley de 28 años y miembro de SNCC, y Stew Albert, un trabajador social neoyorquino de 25 años. El cabecilla musical de la manifestación fue Phil Ochs.

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En septiembre la escritora y directora Nina Serrano le pidió a Joe McDonald que compusiera la música para Changeover, una obra sobre Vietnam. Joe se pasó tres días elaborando un lamento doliente llamado «Who Am I?». Una vez terminado, siguió rasgueando su guitarra y empezó a brotar la idea de «Fixin’-to-Die…». Media hora más tarde, tenía la canción terminada. «Tenía que sacarlo —dijo—. La rematé y me dije “esto mola”.»

No hay otra canción sobre Vietnam que capte la confusión y el humor negro relativos a la experiencia vietnamita de un soldado como lo hace ésta. No cabe alarmarse si, tal como MacDonald le contó al historiador Christian Appy, muchos manifestantes la veían como «frívola y sacrílega». Posee un fatalismo temerario, casi amoral, ajeno a la tónica general de las composiciones antibélicas. «Es casi una canción sindical —dice—. La persona que la canta no se disculpa por nada, no dice nada sobre la paz en el mundo, ni cuenta lo mal que sienta matar a la gente. Es sarcástica acerca del hecho de matar. Y estamos hablando de un momento en que la gente del movimiento por la paz culpaba de la guerra a los soldados.»31

Poco después de terminar «Fixin’-to-Die…», McDonald y los demás editores de la revista folk Rag Baby se vieron sin material suficiente para el siguiente número y dieron con la solución: un «número hablado» grabado en un EP de siete pulgadas. Con otro músico folk de Berkeley, Barry Melton, Joe grabó la canción en versión charanga, junto con otra composición satírica, «Superbird»: «It’s a bird, it’s a plane, it’s a man insane. / It’s my president LBJ» [es un pájaro, un avión, un tipo demente; / LBJ, mi presidente]. Aún no tenía un nombre para la banda. El compañero de Rag Baby Ed Denson sugirió Country Mao and the Fish, en alusión a la famosa declaración de Mao de «los revolucionarios se mueven entre la gente como los peces en el agua». A McDonald le pareció una idiotez, pero accedió a la segunda sugerencia de Denson: pocos se darían cuenta de que «Country Joe» hacía referencia a Stalin.

Cuando el grupo cambió los instrumentos acústicos por otros eléctricos y evolucionó como banda psicodélica de folk-rock, «Fixin’-to-Die…» no era en absoluto el tema estelar en sus actuaciones —quienes le daban al ácido preferían composiciones más oníricas como «Flying High»—, pero pasó a ser un tema ineludible en reuniones y sentadas. En octubre, el National Coordinating Committee to End the War in Vietnam, entidad gestionada por estudiantes, movilizó a 100.000 manifestantes en cuarenta ciudades de todo el país. En Berkeley, donde la multitud pasó frente al apartamento de Country Joe McDonald, él mismo puso los altavoces en la ventana e hizo sonar la canción a todo volumen.

Sin embargo, «Finxin’-to-Die…» tardaría en impregnar la cultura estadounidense. Entre tanto, el mayor éxito del momento vinculado a Vietnam estaba por llegar y lo hizo por donde menos se lo esperaba.

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Time describió al sargento de 25 años Barry Sadler como «probablemente el más rapado, fornido (cinturón negro de judo) y más analfabeto musicalmente de entre los artistas que copaban las listas de éxitos». Antiguo boina verde de las Fuerzas Especiales, herido por una trampa del Vietcong, Sadler volvió a casa y envió su canción —inspirada en el bestseller The Green Berets de Robin Moore— a un sello discográfico. Lanzado en 1966, el sencillo «The Ballad of the Green Berets» se vendió con una celeridad que no se había visto desde los tiempos de Elvis: despachó dos millones de copias en un trimestre y acabó como el mayor éxito del año. La revista Life observó: «El folk-rock de las baladas contra la Guerra del Vietnam se ha quedado en cueros ante las ventas imparables de un tema de ardor patriótico». Inspiró también una reacción discográfica —una «Dawn of Correction» a la inversa— con «The Ballad of the Yellow Beret» de los Beach Bums, cuyo héroe era un prófugo. Extrañamente, Sadler fue contratado para tocar en el Festival de Invierno de Boston, compartiendo cartel con Phil Ochs y Tom Paxton. Sólo podemos imaginar el gélido recibimiento que le brindó la parroquia folk.32

El éxito de Sadler no fue flor de un día. A caballo entre 1965 y 1966, las listas de country incorporaron «Hello, Vietnam» (sobre la necesidad de «salvar la libertad, a cualquier precio») y «Keep the Flag Flying» de Johnny Wright, así como «What We’re Fighting For» de Dave Dudley, todas ellas escritas por Tom T. Hall a fin de reafirmar a los asustados y nostálgicos soldados que la razón estaba de su parte. Luego siguieron «Dear Uncle Sam» de Loretta Lynn, «The Minute Men (Are Turning in Their Graves)» de Stonewall Jackson, la vitriólica «Wish You Were Here» de Pat Boone y otro cazo de rancho patriotero, «Day of Decision» de Allen Peltier, un pinchadiscos de Nashville. Sólo Kris Kristofferson, que acababa de licenciarse del ejército, trascendía la sentimentalidad belicosa con su canción por Dave Dudley «Vietnam Blues», una visión certera bajo el prisma del soldado acerca del encuentro con un defensor de Ho Chi Minh: «I don’t like dyin’ either but man I ain’t gonna crawl» [Tío, yo tampoco quiero morir, pero no me voy a arrastrar].33

Kristofferson representaba al ala sensata de quienes se mostraban favorables a la guerra: suya era la creencia, compartida por muchos soldados, de que se trataba sólo de un conflicto para salvar a los vietnamitas de la opresión comunista. La postura mucho más envenenada del Miedo Rojo estaba encarnada por el caricaturista Al Capp, creador de Lil’ Abner. Su nuevo personaje, Joanie Phoanie, era una acaudalada hipócrita que escribía canciones folk para fomentar la revuelta. En una de sus tiras cómicas, cantaba: «A Molotov cocktail or two / Will blow up the boys in blue» [un par de cócteles Molotov / y los chicos volarán por los aires]. Joan Baez exigió disculpas. En vano.

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La naturaleza del movimiento antibélico cambió radicalmente en febrero de 1966, cuando la agencia de alistamiento extendió la leva a las universidades, decretando que los estudiantes con malos resultados podían ser reclutados. La reacción dio pie a la primera revuelta estudiantil masiva y al nacimiento de la resistencia organizada contra la leva: los grupos estudiantiles «We Won’t Go» [no iremos]. A lo largo de 1966, la causa antibélica se extendió mucho más allá del núcleo original de activistas informados. Cuatro amas de casa de clase media, apodadas las Damas del Napalm, fueron arrestadas por bloquear camiones cargados con dicho explosivo en California; un trío de soldados, los Tres de Fort Hood, fueron encarcelados por negarse a formar parte de «una guerra de exterminio».34 Cassius Clay, ya Muhammad Ali, hizo caso omiso a su comunicación de alistamiento y pronto se vio relegado al limbo deportivo. No se trataba de los sospechosos habituales.

Las aguas se salieron de madre en abril de 1967. A principios del mes, Martin Luther King, que había mantenido un diplomático silencio durante mucho tiempo, admitió que «llega un momento en el que el silencio es traición», y dirigió todo su poder retórico contra un gobierno que estaba «agarrando a jóvenes negros desahuciados por nuestra sociedad para mandarlos a 15.000 kilómetros a fin de garantizar unas libertades en el sureste asiático de las que ellos no disfrutan ni el sudoeste de Georgia ni en Harlem Este». Menos de dos semanas más tarde, en el gran prado de Central Park se celebró una manifestación atípica como respuesta a una nueva expansión de la leva: además de estudiantes, jipis y defensores del Black Power, se presentaron amas de casa, hombres de negocios, monjas, sacerdotes y veteranos de guerra. Casi 200 jóvenes participaron en la primera quema colectiva de cartillas militares. La concentración, junto con un evento parejo en San Francisco, transcurrió pacíficamente e inspiró la formación del colectivo Vietnam Veterans Against the War, así como planes para un «verano del Vietnam» en que se llamaría a protestar a toda la ciudadanía. Ed Sanders, de los Fugs, escribió «¡1967! Sí: fue un globo de esperanza en Norteamérica».

Sanders era un personaje fascinante que había sido arrestado en 1961 por tratar de interferir en el «lanzamiento» de un misil nuclear Polaris desde un submarino y que fundó en el Greenwich Village la revista Fuck You: A Magazine of the Arts [que te follen: revista de las artes]. El álbum de debut (1965) de los Fugs se había llamado jocosamente The Village Fugs: Ballads and Songs of Contemporary Protest, Points of View and General Dissatisfaction. Tras aparecer en la portada de Life, Sanders le comentó a Johnny Carson que accedería a participar en The Tonight Show sólo si le permitían cantar su negra humorada «Kill for Peace» (1966): «The only gook an American can trust / Is a gook that’s got his yellow head bust» [el único «chino» en el que un norteamericano confía / es el «chino» al que revienta la cabeza]. La invitación no se hizo efectiva.

Esta época de protesta creciente envalentonó a los cantautores. «Las canciones son a veces satíricas, a veces tristes y a veces airadas, pero el tono siempre es negativo —escribía el New York Times en octubre de 1967—. Hoy en día ya nadie “pincha” a la administración; la cosa ya es más una bomba por otra.» El formato de las canciones era muy variopinto. El humor contracultural fluía a través de «Alice’s Restaurant Massacre» (1967) de Arlo Guthrie, un blues casi autobiográfico de 18 minutos donde habla de ser declarado no apto por una condena previa por arrojar basura, así como en la canción «A Simple Desultory Philippic (or How I Was Robert McNamara’d Into Submission)» de Simon and Garfunkel, que incluía pullas contra el secretario de Defensa y el sargento Barry Sadler. Sin embargo, Simon and Garfunkel cerraban aquel álbum con una nota sombría: «7 O’Clock News / Christmas Carol» solapaba un villancico con titulares de noticias recientes, inspirando una energía inquietante que trascendía la ironía fácil de la idea. Demasiado solemne resultaba «Saigon Bride» de Joan Baez, con letra de Nina Duschek. Pete Seeger entró en liza con la compasiva «Bring Them Home» y la parábola satírica «Waist Deep in the Big Muddy». Seeger, de hecho, se obsesionó con la guerra y no dejaba de asistir a las marchas, tocar en galas benéficas y de angustiarse con las noticias. Cuando las emisoras de radio vetaron «Big Muddy» se hundió.

Algunas glosas antibélicas provenían de rincones inesperados. El grupo pop Association complementó su mayor éxito, «Never My Love», con «Requiem for the Masses», una súplica por la paz tan florida que parte de la letra estaba en latín, al tiempo que el grupo de pop prefabricado los Monkees sacó «Last Train to Clarksville», el velado lamento de un recluta: «No sé si volveré nunca a casa». «Con los Monkees tampoco podíamos ser muy explícitos —contó el coautor de la canción Bobby Hart—. Una canción protesta sin más no era factible, así que lo colamos todo subrepticiamente.»

Stephen Stills, de Buffalo Springfield, escribió «For What it’s Worth» (1967), claro reflejo de un suceso acaecido ante la puerta de su casa: la batalla entre los jóvenes y la policía en Sunset Strip, Hollywood, tras la imposición de un severo toque de queda. En una ocasión, él mismo explicó: «Se trataba en realidad de cuatro cosas distintas entrelazadas, incluida la guerra». Musicalmente, suponía un destello de genio. Como protesta, resultaba algo aguada, pero su misma vaguedad (aquí suceden cosas / que no están del todo claras) facilitó una mayor difusión. A finales de los sesenta, pocas cosas estaban «del todo claras» y Vietnam, menos que otras.

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El más incansable crítico de Vietnam en la escena musical seguía siendo Phil Ochs. Poco después de trasladarse a Los Ángeles en mayo de 1967, se enteró de que se planeaba una manifestación masiva, una concentración que tendría lugar en el parque Cheviot Hills al oeste de la ciudad y luego en el exterior del Century Plaza Hotel, donde se celebraría una recaudación de fondos para el presidente Johnson. Se sentía intrigado tanto por la absurda idea de Allen Ginsberg, expresada en el poema «Wichita Vortex Sutra», de que la guerra era un constructo semántico y, por tanto, podía borrarse sin más del mapa, como por las estrategias insensatas de Abbie Hoffman y otros de su pelaje. Mezclando ambos planteamientos, se inventó la noción de «La guerra terminó». Fiel a su ocurrencia, proclamó el fin de la guerra, celebró el armisticio en el parque Cheviot Hills y se encaminó hasta el Century Plaza para felicitar al presidente por su gran logro, exhibiendo carteles del estilo «Johnson 68: el presidente de la paz».

Ochs no negaba la estupidez de la iniciativa, pero dicha estupidez no era mayor que la propia «farsa suicida» de la guerra. Garabateó un manifiesto para la concentración y escribió una canción para el evento, «The War Is Over». Su odio hacia el boato militar se solapaba con la piedad por los «veteranos tullidos» en una canción a la vez cáustica y compasiva. Hacía un llamamiento a «los jóvenes norteamericanos para que se enfrentaran a las responsabilidades de una vieja Norteamérica enloquecida».

El 23 de junio, la concentración humana se topó con una orden de alejamiento y 1.300 agentes de la policía de Los Ángeles. Ochs apenas tuvo tiempo para cantar «The War Is Over» desde la plataforma de un camión antes de que la policía se dispusiera a dispersar a los manifestantes, blandiendo sus porras. Aquella brutalidad contra el movimiento antibelicista no tenía precedentes y Ochs, que albergaba grandes esperanzas para su pasacalles, se sintió horrorizado. «Phil empezó a sentir que aquello era el principio de algo realmente feo —le contó su amigo Ron Cobb al biógrafo de Ochs, Michael Schumacher—. Para él era como una película, una película de Fellini.»

Con todo, Ochs siguió adelante con su idea de «La guerra terminó». Se montaban concentraciones por todo el país. En octubre, el Mobe (apodo del Comité de Movilización Nacional para el Fin de la Guerra de Vietnam) organizó a nivel nacional la semana para detener la leva, y contó con la ayuda de Jerry Rubin para la organización. Rubin llegó a la primera reunión transformado en jipi consumado, con un plan (ideado por Hoffman) para «exorcizar» el Pentágono. Hoffman había solicitado permiso al Pentágono para hacer levitar el edificio hasta los 90 metros, y sostenía haber inventado una nueva droga en espray, «Lace», que provocaba erotomanía. Este nuevo espíritu travieso no era del gusto de todos. «Los negros no vamos a ir para hacer levitar el Pentágono, ¿vale? —dijo Gwen Patton del Mobe—. No nos parece gracioso.»

El 15 de octubre, alrededor de 150.000 manifestantes desfilaron por Washington D. C. y un tercio, incluido Ochs, cruzó el río Potomac hacia el Pentágono. Rodeados por la gente que entonaba mantras y tocaba los bongos, los Fugs ordenaron a «los demonios del Pentágono que se deshicieran del tumor cancerígeno de los generales». Más tarde, el activista de Berkeley «Super Joel» Tornabene fue fotografiado metiendo una flor en el cañón del arma de un soldado, una imagen que se convirtió en icono del movimiento pacifista. Sin embargo, la prensa prestó mayor atención a los violentos enfrentamientos que estallaron aquella misma noche. Comparada con los éxitos del mes de abril, la nueva mezcla de diabluras y violencia no sentó bien a muchos activistas, pero Ochs admiraba el talento de Hoffman y Rubin para el espectáculo político llamativo e ingenioso. Todos ellos compartían la creencia de Allen Ginsberg de que «la política nacional era teatro a gran escala, con guiones, sentido del ritmo y sistema de sonido. ¿Qué teatro atraería a un mayor número de espectadores? ¿Cuál encarnaba ideas que pudieran comunicarse?».35

El 25 de noviembre, Ochs promovió una nueva concentración en Washington Square, Nueva York, como «un ataque de desobediencia civil frente a una sociedad sumisamente enferma». Fue un gran éxito festivo. Ochs, ataviado con uniforme de la guerra civil, cantó «The War Is Over» y condujo a unas 2.000 personas por el centro de Manhattan en una protesta que parecía más bien un carnaval. Los manifestantes se dirigían a los viandantes diciendo: «¿No lo sabéis? ¡La guerra terminó!». Se abrazaban y besaban como si fuera el día de la victoria.

Ahora todos los pensamientos se concentraban en la Convención Nacional Demócrata que se iba a celebrar en Chicago en agosto.

***

Durante esos meses, no obstante, Estados Unidos y el mundo cambiaron de un modo que antaño habría resultado inimaginable. Con velocidad asombrosa un terremoto sucedía al anterior, en un altibajo perpetuo entre la esperanza y la desesperación. Del presidente para abajo, nadie parecía capaz de controlar los acontecimientos ante su ritmo endiablado.

Para el movimiento pacifista, el gran punto de inflexión llegó el 30 de enero de 1968, cuando las tropas norvietnamitas y las guerrillas del Vietcong marcaron el Año Nuevo vietnamita, el Tet, al lanzar una ofensiva concertada sobre docenas de ciudades y poblados en Vietnam del Sur. Un pequeño escuadrón guerrillero incluso fue capaz de asaltar el complejo de la embajada de Estados Unidos en Saigón. Para cuando los asaltantes fueron repelidos, sólo habían matado a ocho norteamericanos, pero acababan de infligir un daño incalculable a la psique nacional. En Estados Unidos, los televidentes pudieron ver a sus soldados escabulléndose para protegerse o yaciendo muertos en el suelo, justo en el corazón de lo que debía ser el refugio más seguro en suelo vietnamita.

Todo el país se estremeció. La ofensiva del Tet no consiguió ningún objetivo militar, pero el impacto propagandístico fue inmenso. A finales de febrero, el respetado locutor de la CBS Walter Cronkite emitió en vivo desde la provincia de Khe Sahn para comentar ante nueve millones de espectadores que «decir que nos hallamos encallados en un punto muerto parece la única, aunque insatisfactoria, conclusión». El presidente Johnson zozobró: el hombre que sostenía que no se ganaría la guerra no era ningún prófugo jipi, sino una institución nacional.

La campaña para la reelección del presidente ya se veía amenazada por el movimiento de base Dump Johnson [echa a Johnson]. El 12 de marzo se dio contra un muro en la persona de Eugene McCarthy, el adusto, intelectual, senador por Minnesota que pertenecía a una plataforma por la paz y cuyos muchos valedores jipis se habían aseado y cortado el pelo siguiendo el eslogan «Get Clean for Gene» [aséate por Eugene]. El barómetro de las primarias demócratas en New Hampshire arrojó una precaria ventaja de Johnson por 230 votos: una victoria tan pírrica que equivalía a una derrota para el titular del cargo. Cuatro días después, Bobby Kennedy terminó con meses de conjeturas al acceder a presentarse a la carrera presidencial. El jefe de prensa de Johnson, George Reedy, tenía un plan para atraer al voto joven —«reclutar a uno de esos grupos “musicales” con guitarras eléctricas para que amenizara los mítines»—, pero el índice de popularidad del presidente había caído hasta el 35 % y ningún grupo de rock podía invertir la tendencia. El 30 de marzo, Johnson anunció a la nación que se retiraba de la carrera. También comunicó un alto en los bombardeos en Vietnam del Norte y la designación de un nuevo negociador para la paz, Averell Harriman.

Para el movimiento pacifista aquello parecía demasiado bueno para ser cierto. «Cuando Johnson anunció que se retiraba, di una voltereta en el sofá», recordaba Tom Hayden. Hayden, antiguo presidente del SDS y destacado activista, había estado el fin de semana anterior en Lake Villa, Illinois, en una reunión concertada por el Mobe para discutir los planes sobre la convención en Chicago. Rubin, Hoffman y el líder del Mobe David Dellinger también habían estado presentes, toda una señalada representación de la Nueva Izquierda.

Las negociaciones fueron tirantes. Las voces moderadas temían que el evento pudiera arruinar las posibilidades electorales de McCarthy y Kennedy, y recelaban del nuevo Youth International Party (YIPPIE!) de Rubin y Hoffman, que planeaba un «festival de la vida» para contrarrestar la «convención de la muerte». Tras oír declarar a Rubin: «La radicalización implica fumar hierba en el parque y batallar contra los cerdos en la calle», el miembro del SDS Greg Calvert musitó: «Estás loco. Completamente majara».

Hayden también vio su autoridad cuestionada desde la izquierda. Él había madurado políticamente en la era de las sentadas y de los Viajes por la Libertad, ya contaba con 29 años, era demasiado mayor para la leva y provocaba el recelo de una generación más joven y airada de radicales universitarios. El más destacado era Mark Rudd, un miembro de 20 años del SDS que acababa de reincorporarse a la Universidad de Columbia tras un viaje a Cuba espoleado por el sueño de emular al Che Guevara, y que pretendía encabezar la ocupación de las dependencias universitarias durante una semana. Hayden lo veía «comprometido con la destrucción revolucionaria, sarcástico y de un dogmatismo petulante, un fanático en ciernes».

La antipatía que se profesaban Hayden y Rudd era un síntoma de la división en la reciente coalición de la Nueva Izquierda. Otro podía ser el debate público que se había abierto entre Phil Ochs y Jerry Rubin. Ochs deseaba que su nuevo álbum fuera «un comentario sobre el declive espiritual de Norteamérica», con canciones alusivas al fin del imperio como «The Harder They Fall» y «When in Rome», aunque seguía creyendo en el proceso, tocaba en actos benéficos para McCarthy y seguía atentamente la carrera de Kennedy. Para Ochs, Estados Unidos era «un hermoso naufragio» que aún podía enmendarse. Rubin, sin embargo, la consideraba la «sociedad de la muerte» que cabía desmantelar. «En Norteamérica la batalla no es entre Johnson y Kennedy, o demócratas y republicanos —declaró—, sino entre los niños y la maquinaria.»36

Country Joe McDonald no era ningún fan de la retórica de Rubin. Había sido invitado a una reunión en el hotel Chelsea de Nueva York para decidir el programa musical de la convención en Chicago —una alternativa más factible a la quimera de Rubin de alinear a los Beatles, los Rolling Stones y a Dylan— y de allí no salió convencido.

No me gustaban [Hoffman y Rubin] —dice de manera tajante—. Me parecían peligrosos. No parecían comprender la seriedad de lo que estaban haciendo. Yo pensaba en los disturbios de Haymarket en Chicago [en 1886] en los que una protesta sindical acabó con el ejército disparando a la gente en las calles. Sabía que el establishment de Chicago tenía el potencial y los antecedentes históricos de matar a manifestantes. No se lo pensarían dos veces.

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Si el Partido Demócrata hubiera elegido otra localidad para la celebración de su convención, quizá la catástrofe se habría podido evitar, pero Chicago se hallaba bajo el puño del alcalde Richard J. Daley, un político adusto, malhumorado y chapado a la antigua. Antes de la convención rechazó el permiso para una manifestación, desbaratando así los planes para una marcha de varios kilómetros desde Grant Park hasta la sede de la convención en el International Amphitheatre, e impidió que los manifestantes desplegaran sus sacos de dormir en el cercano Lincoln Park con la imposición de un toque de queda a las 11 de la noche. Miles de posibles manifestantes, temerosos por la fiera reputación de Daley, decidieron quedarse en casa. Hasta la revista Rolling Stone, de reciente creación, instaba a sus lectores a impedir que aquellos «políticos radicales trasnochados… explotaran la imagen y popularidad del rocanrol». Hoffman y Rubin esperaban la asistencia de 100.000 personas; acudieron 5.000.

Pero incluso a escala menor, aquello fue un muestrario de las tribus de la Nueva Izquierda: organizadores del SDS, voluntarios por McCarthy, pacifistas jipis, yippies gamberros, panteras negras y provocadores volátiles como los east village motherfuckers. También aparecieron celebridades, la mayoría, como Arthur Miller, Norman Mailer y Williams Burroughs, en calidad de reporteros. Era un acontecimiento lo bastante trascendental como para sacar a los primeros espadas literarios y dar cuenta de un choque casi mítico entre generaciones e ideologías. Con 12.000 policías, y casi el mismo número de soldados y guardias nacionales, en reserva, la violencia estaba prácticamente garantizada.

El Mobe trazó un programa que incluía piquetes no violentos, mítines y un concierto, en tanto que los yippies anunciaban su quijotesco Festival de la Vida. Los medios más alarmistas se tomaron en serio algunas de las bromas de los yippies, así como diversos rumores sin fundamento: envenenar el suministro de agua con LSD y contaminar el sistema de aire acondicionado del anfiteatro o secuestrar delegados. Hoffman, cuya razón de ser era la manipulación de los medios, podía disfrutar con la coña, pero todo aquello predisponía a una vigilancia paranoide.

Las previsiones eran malas. El miércoles 21 de agosto, los telediarios televisivos emitieron imágenes de los tanques soviéticos invadiendo Checoslovaquia y aplastando así las esperanzas depositadas en la primavera de Praga. Hoffman, siempre a punto para la chanza, apodó la ciudad de Daley «Checago». A primera hora del jueves 22, la policía mató de un tiro al adolescente Dean Johnson en Lincoln Park, presuntamente en defensa propia.

Country Joe and the Fish, que se habían borrado de la protesta, llegaron a Chicago aquel fin de semana para dar dos conciertos en el Electric Theatre y catar un poco del desastre que se avecinaba. El sábado por la noche, después del segundo concierto, volvieron al hotel con Joe cargando con un cráneo humano, regalo de un fan. «Entré en el ascensor y un tío me miró y me dijo “yo luché en Vietnam por gente como tú”. Y me atizó en la cara, rompiéndome la nariz. Recuerdo que pensé “¡arrójale el cráneo!”. Y luego “no, que se va a romper y me gusta mucho”.»

McDonald abandonó Chicago justo a tiempo. El domingo por la tarde empezó el Festival de la Vida en condiciones muy limitadas, con el grupo MC5 como único reclamo musical. Norman Mailer describió su actuación como «un holocausto de decibelios… el clímax electro-mecánico de la época». El guitarrista de la banda Wayne Kramer sintió «una comezón espantosa, como un velo temible al acecho. Sentíamos que iba a estallar y no había nada que pudiéramos hacer al respecto». A medianoche, la policía lanzó gases lacrimógenos en el parque y luego procedió a aporrear a manifestantes y periodistas sin distingos de ninguna clase.

Fue el comienzo del ritual de cada noche. Dentro del anfiteatro, entre tanto, los delegados contrarios a la guerra libraban una batalla perdida. El apodado «guerrero feliz» Hubert Humphrey, vicepresidente de Johnson, no sólo era el favorito para la nominación sino que, junto con los demócratas sureños, tramaba torpedear los intentos de sumar una plataforma por la paz a su candidatura.37

El martes fue el cumpleaños del presidente y el Mobe celebró una fiesta de «incumpleaños». Phil Ochs, en Chicago como invitado de la campaña de McCarthy, cantó ante una multitud de manifestantes vendados, heridos y resentidos. Durante «The War Is Over» alguien le prendió fuego a una cartilla militar y la sostuvo en el aire. Otro más se sumó. Al poco, cientos de llamas se agitaban en el aire. «Un coro de luces —recordaba Hayden—, todos cantando, de pie, alzando el puño y extasiados con estas palabras: “Hasta la traición puede valer la pena. / El país es demasiado joven para morir”.» Al abandonar el escenario, Ochs le dijo a su amigo Paul Krassner: «Esto es el cénit de mi carrera».

Aquella noche se recrudeció la violencia. Las calles alrededor de Grant Park fueron un caos de porras, piedras y botellas. Hacia las tres de la madrugada, el parque estaba cercado por guardias nacionales con máscaras antigás, algunos de ellos conduciendo jeeps protegidos con alambre de púas, apodados «tanques Daley». Algunos manifestantes gritaban «Chicago es Praga».

En el interior del Hilton, donde se alojaban la mayoría de los delegados, Peter Yarrow, de Peter, Paul and Mary, oyó como un manifestante gritaba por un micro: «¡Delegados, si estáis con nosotros, apagad y encended las luces!». Así se hizo y estalló una gran aclamación. «Me di cuenta de que la fachada del hotel parecía un árbol de Navidad», recordaba. Él y Mary Travers salieron del hotel y se toparon con hileras de policías apuntando con sus rifles a la multitud. Alguien les lanzó unos micrófonos y se pusieron a cantar «If I Had a Hammer» y, extrañamente, «Puff, the Magic Dragon».38

El miércoles al mediodía la convención recomenzó con Mahalia Jackson cantando «The Star-Spangled Banner» y el espiritual «Ain’t Gonna Study War No More», un preludio del debate que la plataforma por la paz sostendría aquella tarde. En la glorieta de Grant Park dio comienzo otro encuentro con una nueva actuación de Phil Ochs. Tras otra tanda de violencia policial, Hayden instó a la multitud a abandonar el parque y dirigirse hacia el Hilton. «Vamos a asegurarnos de que si corre nuestra sangre, corra por toda la ciudad, y de que si nos gasean, acaben gaseados ellos también. Nos vemos en las calles.»

Cuando abandonaba el parque Hayden tuvo noticia de los resultados del anfiteatro: la plataforma por la paz había sido rechazada por un margen de 3 a 2. Los delegados contrarios a la guerra empezaron una protesta improvisada allí mismo: «Empezamos a cantar “We Shall Overcome”, balanceándonos —recordaba el miembro del equipo de McGovern Marty Oberman—. Creo que la cosa duró como una hora… Permanecimos en la sede y, derrotados, nos pusimos a cantar esta canción protesta».

Mientras tanto, oscurecía en la ciudad y 5.000 manifestantes fueron saliendo del parque para reunirse en Michigan Avenue, donde, para gran regocijo suyo, se les unió una nueva formación encabezada por el sucesor de Martin Luther King en el SCLC, Ralph Abernathy. Se aproximaron al Hilton, según Hayden, como una «milicia campesina al asalto del castillo de los emperadores». En la esquina de Michigan Avenue con Balboa Drive, todos se sentaron y empezaron a cantar: «El mundo entero está mirando, el mundo entero está mirando».

Aquello sería el enfrentamiento definitivo: «el miércoles sangriento». Entre humaredas de gas lacrimógeno, la policía golpeaba y gaseaba sin miramientos: periodistas, enfermeros y aturdidos jipis recibieron el mismo trato que los aguerridos motherfuckers. Ya ni siquiera el Hilton era seguro; los voluntarios de MacCarthy convirtieron su cuartel general en un hospital improvisado, donde se rasgaban sábanas para poder hacer vendajes. Hasta que la policía acabó irrumpiendo allí también. En la convención, la designación final de Humphrey tuvo lugar a medianoche. Los abatidos delegados de McCarthy cubrieron a pie los 15 kilómetros que los separaban del Hilton, algunos con brazaletes negros y sosteniendo velas, como en una procesión mortuoria.

Cabe destacar que nadie murió aquella semana de la convención, pero se registraron otro tipo de víctimas: la fe en el Partido Demócrata, la creencia de que la guerra terminaría pronto, la unidad de la Nueva Izquierda y, para algunos, la propia esperanza. El periodista John Schultz llamó a Chicago «la Atlántida de la izquierda». Ochs, que escapó por los pelos de los apaleamientos, se hundió en la depresión más grave de su vida. «Siempre he tratado de aferrarme a la idea de salvar al país —le dijo a Izzy Young de Broadside—, pero a estas alturas incluso podrían convencerme para destruirlo.» La carátula de su siguiente álbum, el áspero y desesperado Rehearsals for Retirement (1969), mostraba una lápida en la que se leía: «Phil Ochs (norteamericano) / nacido en El Paso, Texas, 1940 / fallecido en Chicago, Illinois, 1968».

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Quizá en Chicago Country Joe no fuera más que un jugador secundario, pero en 1968 algo extraño ocurrió con «I-Feel-Like-I’m-Fixin’-to-Die Rag» y sucedió básicamente por una palabra de cuatro letras.

El sello Vanguard impidió que la canción apareciera en el primer disco de Country Joe and the Fish, Electric Music for the Mind and Body, pero permitió que diera nombre al título del segundo. Esta nueva versión completamente eléctrica venía precedida en el disco por una suerte de aclamación deportiva escolar (el Fish Cheer), un cántico irónico que remedaba los que suelen entonar las animadoras en los partidos de secundaria: «Dame una F, dame una I…», hasta completar el vocablo entero. En junio, la banda tocó en un festival en el Central Park de Nueva York bajo el patrocinio de la marca de cerveza Schaefer y decidió reemplazar el «F-I-S-H» por «F-U-C-K». La noticia del exabrupto, que conllevó su expulsión del festival, se difundió rápidamente entre los círculos contraculturales de la ciudad. Al mismo tiempo, una emisora local empezó a emitir el «Rag» todos los días, como si se tratara de una cuña musical. De este modo, entrelazando la canción con el coro blasfemo, el tema devino un himno underground. «Es una canción demente —reflexionaba McDonald por entonces—. Es muy demente.»

A pesar de los esfuerzos de McDonald y Ochs, todavía no había canciones nuevas que atraparan la imaginación de los manifestantes del modo en que lo habían hecho «This Land Is your Land» y «We Shall Overcome». «Lo que falta… es una canción que sirva de tema del movimiento, un llamamiento a cerrar filas», apuntaba el New York Times.39 Aunque la canción protesta arquetípica requería poco más que una voz y una guitarra acústica, que tanto animan a un acompañamiento ulterior, las últimas aspirantes eran estrictos productos de estudio. Tanto «Draft Morning» de los Byrds como «Sky Pilot» de los Animals y «Unknown Soldier» de los Doors recurrían a los efectos de sonido para evocar el inquietante clamor del combate.

Y por cada canción que trataba del Vietnam había una docena que lo parecía. El grupo británico los Zombies se quedó de piedra cuando su sello norteamericano escogió como sencillo «Butcher’s Tale (Western Front 1914)», su tema más sombrío, porque fue confundido con una metáfora sobre Vietnam. Los Creedence Clearwater Revival, a su vez, vieron cómo «Have You Ever Seen the Rain?» (sobre las tensiones internas del grupo), «Run through the Jungle» (sobre el crimen en Estados Unidos) y «Bad Moon Rising» (inspirada por la película The Devil and Daniel Webster) eran entendidas como relatos antibelicistas. Sin embargo, el cabecilla John Fogerty, que se había librado por los pelos de la leva al incorporarse a la reserva, escribió una canción explícita sobre Vietnam, posiblemente la mejor de su época. Indignado contra los jóvenes privilegiados cuyos contactos les habían ahorrado el viaje a Vietnam —concretamente David Einsenhower, nieto de Dwight y yerno de Nixon—, escribió la incendiaria «Fortunate Son» de un tirón en veinte minutos. En un período en que la Casa Blanca trataba de contraponer a los honestos soldados de clase trabajadora con los consentidos manifestantes de clase media, esto suponía un poderoso y pionero aullido de rabia proletaria contra los esfuerzos bélicos. En agosto de 1969, Creedence, junto con Country Joe, Joan Baez y muchos otros, iban ya de camino a Woodstock.


El festival, el cénit de la era de Acuario, se celebraría a las afueras de la población de Bethel, Nueva York. Los organizadores prometieron a las autoridades locales que no asistirían más de 50.000 personas, aunque esperaban unas 200.000; al final, se presentaron casi medio millón, la mayoría sin entrada.

Country Joe and the Fish estaban programados para el domingo por la noche, pero McDonald no quería perderse nada y se presentó el viernes por la tarde, a tiempo para la primera actuación, Ritchie Havens. Cuando Havens abandonó el escenario, los organizadores convencieron a McDonald para que rellenara un hueco en el programa. Renuente, tocó unas pocas canciones sin suscitar apenas reacción alguna, luego se quedó sin material porque deseaba reservar las canciones de los Fish para el domingo. Le pidió consejo a su road manager Bill Belmont. «Dijo: “Nadie te presta atención. ¿Qué más da lo que hagas?”. Y me dije “sí, tiene razón”, así que volví y solté “¡dame una F!”. Y, efectivamente, todos aullaron “¡F!”. Me dije, caray, qué curioso. Y seguí. Fue sorprendente porque no era consciente de que tanta gente conociera la canción.»

A lo largo del fin de semana se interpretaron varias canciones protesta, pero ninguna captó el espíritu del momento como «Fixin’-to-Die…». Recordada y popularizada por el exitoso documental del año siguiente sobre el festival, supuso uno de los momentos definitorios de Woodstock. Comparada con la versión grabada, algo artificial con su mezcla de aire circense y efectos sonoros de combate, y respaldada entonces por el coro improvisado de la muchedumbre, te erizaba los pelos. «Habría sido número uno en 1970 si nuestro país hubiera sido tan libre como decía ser —declaró Pete Seeger, quien grabó su propia versión, inédita—. Estaba en boca de todos los jóvenes del país.»40

Otra actuación estelar fue la versión de Jimi Hendrix de «The Star-Spangled Banner», sin duda la canción protesta instrumental más potente que haya dado jamás el rock. Más que adaptar el himno, lo que hizo Hendrix fue dinamitarlo y la elocuencia desgarradora de su interpretación lo convirtió en una mancha sonora del test de Rorschach, en el que cada oyente podía decidir qué representaba. Le estaba pegando fuego al fallido experimento de Norteamérica o quizá evocaba los dolores del parto de un nuevo patriotismo, menos dañino: la cosa oscilaba entre la Sociedad de la Muerte o el hermoso naufragio.

En cualquier caso, la pirotecnia guitarrera de Hendrix estaba a años luz del humanismo formal del revival folk. Dos años antes, Ed Badeaux de Sing Out! había retratado a los chavales de la psicodelia como una invasión bárbara: «grupos enchufados electrónica y escandalosamente para oscurecer la música, que utilizan luces de colores o imágenes filmadas para oscurecer la imagen. Todo amplificado. Flipado. Completamente ajeno a la vida… Y se trata de un reflejo certero de la Norteamérica del momento».

Aparte del hecho de que esta presunta visión de pesadilla sonaba como algo estimulante, el error de Badeaux consistía en desechar esa necesidad de una música que absorbía y reflejaba la locura de la época en lugar de negarla sin más. «Los cantantes protesta del pasado solían ser ideólogos que adaptaban melodías semimusicales a versos insípidos —se despachaba con acritud Jon Landau en Rolling Stone—. Nunca se les ocurrió que es la música lo que debería comunicar el grueso del sentido.» La guerra en Vietnam era ruidosa, mecanizada, alucinatoria, caótica, unos rasgos que Hendrix comprendió y Seeger no. Así, «Machine Gun» (Hendrix, 1970) deriva su poderío antibélico no ya de una letra más bien manida, sino del estentóreo frenesí sonoro que crea. En el mismo Vietnam, disparar una ametralladora automática M-16 se conocía como ponerla a «rocanrolear».

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La primera vez que el corresponsal de guerra Michael Herr escuchó a Hendrix, estaba con varios soldados agazapado en un campo de arroz, refugiándose del fuego enemigo, mientras un cabo negro hacía sonar «Fire» a toda mecha en su grabadora.

En una guerra en la que la gente hablaba del «Respect» de Aretha Franklin del modo en que otros hablan de la Quinta de Mahler, la cosa iba más allá de la música —escribió—. Eran como sus credenciales… Aquella música significaba mucho para ellos. Y nunca oí que la emitieran en la emisora de las Fuerzas Armadas.

La verdad es que la AFVN (American Forces Vietnam Network), sí que emitía a Hendrix, mientras que las canciones protesta estaban prohibidas y nadie que pudiera evitarlo escuchaba dicha emisora.41 Un soldado declaró que «aquí, el auténtico símbolo del estatus norteamericano es la grabadora: es como el coche en Estados Unidos».

El gusto musical de las tropas era tan heterogéneo como los mismos hombres. Los soldados negros escuchaban mucho soul, en tanto que los sureños preferían el country. «A veces nos segregamos de los chicos blancos —bromeaba un soldado negro en Newsweek—. No nos gusta su música de paletos.» Se escuchaban canciones acerca de la pérdida del amante («Leaving on a Jet Plane», John Denver), canciones de vaga amenaza («Paint It Black», Rolling Stones), incluso declarados himnos pacifistas: Herr había oído a un grupo de soldados cantando «Where Have All the Flowers Gone?» de Pete Seeger y había visto a otros escuchando atentamente «For What Is Worth». Sin embargo, la canción de Vietnam por excelencia era «We’ve Gotta Get Out of This Place», escrita por los neoyorquinos Barry Mann y Cynthia Weil, trasplantada por los Animals al Newcastle industrial y reformulada de nuevo en Vietnam. «Aquél era el himno en Vietnam —apuntó el veterano de guerra Doug Bradley—. Cualquier grupito que tocara en algún club del ejército tuvo que tocar esta canción.»42

En 1969 la moral de las tropas languidecía. Aquél fue el año de los primeros fraggings: asesinatos de oficiales matones a manos de sus hombres por medio de granadas de fragmentación. La marihuana siempre había formado parte del botiquín de relajamiento de los soldados, pero la heroína y el opio empezaron a reemplazar a las anfetaminas y a los barbitúricos. Y fue en este contexto en el que emergió la repentinamente famosa «Fixin’-to-Die…».

Pasarían varios años antes de que McDonald conociera el impacto que había tenido su canción en Vietnam. Un exprisionero de guerra le contó que Hanoi Hannah, el propagandista norvietnamita, solía poner la canción para los reos de una cárcel conocida como el Hanoi Hilton, confiando en quebrar su moral. En cambio, explicó, «los prisioneros terminaban sonriendo y canturreando». McDonald posee la grabación de un soldado cantándola en Vietnam dos meses antes de morir en acción. Otro soldado le explicó al cantante que su amigo había muerto desangrado en sus brazos cantando «¡yupi, vamos a morir todos!».

«Son relatos estremecedores —dice McDonald, quedo—. Ni llegué a soñar con que pudiera pasar algo así, pero me gusta. Significa que fue un asidero al que se agarraron para no perder el juicio.»