7 «Antes morir de pie que vivir de rodillas»

James Brown, «Say It Loud—I’m Black and I’m Proud», 1968

El poder del soul con el Poder Negro

James Brown junto al vicepresidente Hubert H. Humphrey mientras éste se dirige a 500 jóvenes del programa de verano para labores comunitarias del barrio de Watts en Los Ángeles.

La noche del 7 de agosto de 1968, James Brown estaba en la habitación de su hotel de Hollywood cuando llamaron a la puerta. Al abrir, el pasillo estaba vacío, pero quien fuera que hubiera llamado había dejado un paquete llamativo. Posada amenazadoramente sobre la moqueta había una granada de mano desactivada con el nombre «James Brown» escrito en ella.

O así lo contaba en sus memorias. El momento elegido para la amenaza —que él creía obra de los panteras negras— hará dudar al lector escéptico, pues aquella misma noche Brown debía acudir a grabar «Say It Loud — I’m Black and I’m Proud», un tema destinado a acallar el griterío creciente que tachaba al padre del soul como mero tío Tom dedicado a confortar al establishment blanco mientras sus hermanos tramaban la revolución. Tanto si vemos la granada como una realidad metálica y fría o como una metáfora de la hostilidad que suscitaba el interesado aquel año abrasador, el hecho pone el dedo en la llaga.

Poco tiempo después, la revista Look mostraba a Brown en portada con el titular: «¿Es éste el hombre negro más importante de Norteamérica?». El artículo adjunto apuntaba:

Para millones de niños en las esquinas de los guetos, es la prueba viviente de que un hombre negro puede triunfar por todo lo alto y seguir prestando atención a sus problemas. —Y añadía—: El número de sus seguidores empequeñece al de los de Stokeley Carmichael y del difunto Martin Luther King.

El artículo sólo aludía de puntillas al hecho de que en esas mismas esquinas del gueto, muchos tenían una opinión bastante menos halagüeña de Brown. Entre los seguidores de Carmichael, y no sólo entre ellos, estaban los que fruncían el ceño ante la estridencia patriótica de su éxito «America Is My Home» («cantar mentiras sobre Norteamérica no beneficia a la nación negra», le regañaba el poeta radical Amiri Baraka), su posterior gira gubernamental por Vietnam y su amistad incipiente con el vicepresidente Hubert Humphrey. En una cena celebrada en la Casa Blanca en mayo de 1968, donde el único animador además de él era el chistoso oficial del sistema, Bob Hope, el columnista del New York Post Earl Wilson le preguntó a Brown: «¿No te llamarán tío Tom por venir aquí?». Brown esquivó la polémica, pero ya debía de saber que la acusación estaba en la calle, por más que le escociera su injusticia. H. Rap Brown del SNCC tildó despectivamente al cantante de «Roy Wilkins de la música», aludiendo a la proverbial cautela del líder del NAACP.

En boca de todos los negros del país estaba entonces el Poder Negro, una virulenta alternativa a la no violencia. Brown quería adoptar dicha noción y acoplarla a su propia visión de la autosuperación de los negros. En un espectáculo tras otro, solía hacer una pausa y, con la voz ronca y empapado en sudor, soltaba su discurso ante el público: «Yo lustraba zapatos frente a una emisora de radio —decía—. Ahora soy propietario de varias emisoras. ¿Sabéis lo que es eso? Eso es Poder Negro».

Pero no entraba en la potestad de James Brown rehacer el Black Power a su imagen y semejanza. En los cafés, universidades y salones de ciudades de todo el país, el debate se desarrollaba sin él. Sólo alguien como Brown, con su desmesurada confianza en sí mismo, podía creer en persuadir a la Norteamérica negra de que marchara al compás que él marcaba, pero era igualmente consciente de que para comunicar su mensaje debía convencer a la gente de que él no era el tío Tom de nadie. «Say It Loud» está compuesta como una suerte de coro, una declaración colectiva más que individual, pero cuando Brown entró en el estudio aquel día de agosto, la negritud que estaba empeñado en reafirmar era básicamente la suya.

***

Afirmar que James Brown estuvo en el alumbramiento del Poder Negro implicaría que formaba parte del mismo, así que es más exacto decir que se hallaba en sus aledaños. El catalizador fue James Meredith, el licenciado en ciencias políticas cuya valentía, demostrada en 1962, acabó desembocando en la integración de la Universidad de Misisipi. En junio de 1966, Meredith anunció que encabezaría una marcha contra el miedo por todo el estado. Era una misión quijotesca, más aún si consideramos que no invitó a que se le uniera a ningún grupo por los derechos civiles. Se puso en marcha con cuatro compañeros. Al día siguiente, en una emboscada en la carretera, un empleado blanco de ferretería le disparó tres veces con una escopeta y lo dejó cubierto de sangre. Las imágenes de la tragedia incitaron a grupos como el SNCC a completar su marcha.

Escarmentado por la sangre derramada en las sentadas, marchas por la libertad y campañas de inscripción electoral, el SNCC había empezado a recorrer una senda mucho más radical bajo el liderazgo de Stokeley Carmichael. «Los caminos de la unidad entre negros y blancos que habían ido convergiendo se cruzaron en Selma y, como una X gigante, empezaron a diverger», escribió Martin Luther King. En enero de 1966, un estudiante que hacía poco que se había sumado al SNCC, Sammy Younge Jr., trató de utilizar el baño de una gasolinera segregada y recibió una bala en la cabeza por su osadía. El asesinato fue la gota que colmó el vaso para Carmichael y su colega en la asociación, James Forman. «Para mí, el asesinato de Sammy finiquitó la paciencia con la no violencia», escribió Forman. El enfoque virulento de Carmichael lo enemistó con el NAACP de Roy Wilkins, a quien muchos activistas contemplaban como un chupón del sistema. El activista negro Julius Lester escribió con saña: «Si al presidente Johnson le diera por decir a medianoche que el sol brilla resplandeciente, Wilkins se acercaría a la ventana para comprobarlo».

A medida que las voces de la disidencia en el movimiento por los derechos civiles se hacían más clamorosas y numerosas, se estaba registrando también una importante transformación semántica. Malcolm X había reivindicado la palabra black, sosteniendo que negro43 «era una etiqueta que el hombre blanco nos había colocado para sentirse más cómodo en su discriminación», y el término se fue consolidando por el uso que hacían de él personalidades como el propio Carmichael. La expresión Black Power [Poder Negro] había sido empleada por primera vez en 1954 por el escritor Richard Wright, pero sólo entonces se convertiría en una proclama arrasadora.

Ya al comienzo de la marcha, las grietas en el movimiento eran visibles a todas luces. Con gafas de sol y un peinado afro, Carmichael iba del brazo del trajeado y formal Martin Luther King a la cabeza de la marcha, una estampa reveladora de los divergentes enfoques de ambos líderes.44 Cuando los caminantes alcanzaron Greenwood, organizaron un mitin. El representante del SNCC Willie Ricks cogió el micro y preguntó:

—¿Qué queremos?

El gentío coreó como de costumbre:

—¡Libertad ahora!

—Hummm… —rezongó Ricks. Y lo intentó de nuevo—: ¿Qué queremos?

—¡Libertad ahora! —repitieron.

Fue entonces cuando les facilitó la respuesta a la vieja pregunta: «¡Poder Negro!». Una y otra vez, los animó. Paulatinamente, el nuevo eslogan ganó fuerza, sepultando al antiguo. Aquella misma noche, en otro mitin, Carmichael entonó el clamor y esta vez la multitud se sabía la copla:

Ricks ya los tenía enseñados —recordó luego Carmichael—. Ricks no dejaba de repetir «Dilo ya, dilo ya». Yo vacilaba, «Dame tiempo, dame tiempo». Cuando fue el momento, dejé caer lo de «Poder Negro» y, claro, ya estaban enterados y respondieron de inmediato. Yo, para ser sincero, no me esperaba aquella respuesta entusiasta.

Con toda la atención de los medios centrada en Misisipi, el lema se extendió como la gripe. King, espantado, lo consideró «una desafortunada elección de palabras». «Poder Negro al final sólo puede significar la muerte para los negros.» También Wilkins lo advirtió, dolido, pero ya no había modo de parar aquello. Entre la multitud congregada en Greenwood, veteranos blancos de la lucha por los derechos civiles sintieron la sacudida bajo sus pies y captaron la indirecta: aquélla ya no era su lucha.

Julius Lester registraría jubilosamente aquel momento en su panfleto Look Out Whitey! Black Power’s Gon’ Get Your Mama [¡Ojo, blanquito! El Poder Negro te va a quitar la novia]:

Lo que había sido una marcha sosa se convirtió en un gran evento mediático. Todo el mundo quería saber qué era eso del Poder Negro. Si el SNCC hubiera proclamado «Negro Power» o «Poder de color», los blancos habrían seguido durmiendo plácidamente, pero ¡Poder Negro! Esa palabra: ¡Negro!… Dios santo, los niggers iban a empezar a pagar a los blancos con la misma moneda.

Parafraseando a Buffalo Springfield, allí estaba sucediendo algo, pero no estaba muy claro el qué. Tras popularizar al Poder Negro, Carmichael no fue tan elocuente a la hora de definirlo: «No vamos a vernos atrapados en la masturbación intelectual acerca de la cuestión del Poder Negro», afirmó ante el público en Berkeley en octubre de 1966. En todo caso, no era tanto una sólida plataforma política como un cajón de sastre de ideas diversas e incluso encontradas: separatismo, afrocentrismo, islamismo, socialismo revolucionario. Aunque existiera cierta confusión respecto a lo que representaba el Poder Negro, estaba tan claro como el agua aquello contra lo que luchaba. Al final de su épico discurso en Berkeley, Carmichael advirtió a la Norteamérica blanca: «Apartaos o tendremos que apartaros».

***

James Brown se sentía inquieto ante aquel ambiente cambiante. Tenía 33 años, llevaba una década de extraordinarios éxitos y su cariz político era más bien fruto de su relevancia excepcional que de una pretensión deliberada. Nacido en una chabola de una sola habitación de Carolina del Sur, había alcanzado la fama con su grupo los Flames cuando su primer sencillo, «Please, Please, Please», vendió más de un millón de copias en 1956. El empeño profesional permitió a los Flames seguir saliendo de gira, aun cuando el racismo rampante asolaba el sur segregado.

En la primavera de 1963, a Brown le tocó el gordo con el relámpago apenas contenido de Live at the Apollo, el mayor álbum en directo grabado hasta entonces. Fue grabado durante las ocho semanas que estuvo en la sala Apollo de Harlem el mes de octubre anterior, en plena crisis de los misiles en Cuba. Con una actuación al límite, Brown se pavoneó, contoneó y aulló, gritó y sudó. Se dejaba caer de rodillas y ululaba como un poseído. Consiguió que Norteamérica lo amara.

Live at the Apollo fue una sobrecarga en toda regla, pero el toque de genialidad de Brown estaba más en su capacidad de contención. En febrero de 1956, había reunido a su banda en Charlotte, Carolina del Norte, para grabar «Papa’s Got a Brand New Bag», el acto fundacional del funk. El funk podía desmarcarse de todo salvo del ritmo y redefinía a su vez lo que se podía hacer con el mismo. Los oyentes nunca habían bailado a un ritmo parecido, y cada nuevo sencillo después de aquél fue colándose en las listas, convirtiendo a Brown en una superestrella.

Ningún artista negro con esa capacidad de influencia podía evitar convertirse en portavoz. El mes anterior, Roy Wilkins le había hecho una visita entre bastidores en el Apollo y lo había reclutado para el NAACP. Cuando Brown supo del atentado contra Meredith, voló a Misisipi para visitarlo en el hospital y actuar para los manifestantes en Tupelo. Poco después, Brown hizo una primera exhibición de fuerza sobre vinilo con el sencillo «Don’t Be a Drop-Out», un tema cargado de afán de superación. El funk era el vehículo perfecto para ese tipo de mensaje, con cada trallazo rítmico sujeto a las virtudes de la disciplina y el trabajo. Si este riguroso capataz podía mantener su banda a raya (multaba a sus miembros con cincuenta dólares si bebían en el trabajo o llevaban el traje arrugado), ¿por qué no iba a poder con la juventud negra? Lanzó una campaña contra el abandono escolar, concedió ayudas de 500 dólares a estudiantes negros en cada escala de la gira y recibió una distinción del vicepresidente Humphrey.

Los radicales negros, no obstante, tenían una idea distinta de cómo el número uno del soul debía ejercer su influencia. Tal como Brown recordaba con orgullo, «Stokeley dijo que yo era la persona más peligrosa del movimiento porque la gente me escucharía a mí». Y si el discurso sobre el Poder Negro de Carmichael en Greenwood había quebrado la frágil unidad multirracial del movimiento por los derechos civiles, la fundación en octubre del Black Panther Party for Self-Defense lo desgajó por entero.


Fue el invento de Huey Newton y Bobby Seale, dos organizadores comunitarios de Oakland, California. Adoptaron el logo de la Freedom Organisation del condado de Lowndes que Carmichael había creado en Alabama y basaron su discurso revolucionario en Mao, Frantz Fanon y Robert F. Williams. La no violencia había dejado de ser la táctica apropiada y la integración ya no era el objetivo. En su programa de diez puntos combinaban exigencias razonables de vivienda y educación dignas con ambiciones algo desquiciadas: libertad para todos los presos negros, jurados íntegramente negros para los acusados de esa raza, exención de los negros del servicio militar y un plebiscito supervisado por la ONU para votar por la autodeterminación negra.45

Newton y Seale eran profesionales del autobombo corporativo. Ataviaron a los panteras con un uniforme completamente negro y se dotaron de una estructura novedosa: Seale se convirtió en presidente y Newton en ministro de Defensa. Eldridge Cleaver, cuyos escritos radicales de cárcel habían sido reunidos bajo el título Soul Ice, fue nombrado ministro de Información mientras seguía en libertad condicional. Tan pronto como tuvieron lista su plataforma empezaron a amasar un arsenal, recaudando fondos con la venta del Libro rojo de Mao. Y un nuevo rumor empezó a circular por los guetos: el gobierno preparaba campos de concentración para encarcelar a los disidentes negros. Las armas eran un accesorio clave en la parafernalia revolucionaria de los panteras. Un año atrás, un helicóptero de la televisión había grabado las imágenes de Watts en la retina de todos los espectadores del país: la televisión era el nuevo campo de batalla.

En mayo de 1967, veinte panteras armados condujeron desde Oakland a Sacramento, hogar del nuevo gobernador republicano de California, Ronald Reagan, para protestar contra la Ley Mulford, que pretendía prohibir llevar armas cargadas en lugares públicos. Cuando los panteras penetraron en la Asamblea estatal, uniformados con chaquetas de piel, boinas y armas, una nube de cámaras estaba esperando para retransmitir a toda la nación el nuevo rostro de la militancia negra. Tras ser escoltado fuera de la sala por la policía, Seale leyó su «mandato ejecutivo» en cuatro ocasiones para que los periodistas no se perdieran una palabra. «Ha llegado la hora —declaró— de que los negros se armen contra el terror antes de que sea demasiado tarde.» En cuanto los medios difundieron la «invasión», los panteras pasaron a ser el nuevo hombre del saco de Estados Unidos. La Ley Mulford fue aprobada, algo que no sorprendió a nadie.

Aunque los panteras concentraban su desprecio en la estructura del poder blanco (no en los blancos mismos, aunque la sutileza de la distinción solía difuminarse tanto entre seguidores como entre rivales), también reservaban parte del mismo para la aspirante clase media negra. En un mitin en San Francisco, el poeta Ami Baraka advirtió a la burguesía negra: «Vamos a tratar de incineraros porque si no lo hacemos nosotros, el fuego lo hará, ese fuego que tanto deseamos que llegue».

¿Y qué artista representaba mejor las aspiraciones de la burguesía negra que James Brown?

***

En octubre de 1966, Brown recibió una visita sorpresa en el escenario del Apollo. Nelson Rockefeller, que no se distinguía por su devoción funky y se presentaba a la reelección como gobernador de Nueva York, sorprendió al cantante con un apretón de manos y una foto forzada. A Brown le irritó la intrusión. «Vale, ya tiene su foto, ahora váyase», le dijo al gobernador antes de proseguir.

Brown se llegó a jactar de no haber votado en su vida («yo voto con mis ideas y conceptos»), pero era una perita en dulce para cualquier político que pretendiera cortejar al voto negro. Le advirtió a Hubert Humphrey de la tormenta inminente que estaba formándose en los barrios pobres, aunque a estas alturas el vicepresidente ya era consciente de ello.

Creo que estaba aportando a los demócratas una de las pocas visiones no blancas que pudieran tener de los asuntos de la calle —volvió a alardear más tarde—. El propio King no era un tipo de la calle. Yo sí. Yo venía del gueto y me sentía cercano a la gente de todos los guetos del país.

Brown simpatizaba con los desheredados que habían prosperado por su ingenio. «Mi vida es como una historia de Horatio Alger46 —dijo una vez—. Se trata de una historia norteamericana, del estilo de aquéllas de las que Norteamérica suele enorgullecerse.» Creía firmemente en la igualdad de oportunidades, pero siempre consciente de que los negros debían ganarse su sitio con disciplina y trabajo duro.

En el verano de 1967, mientras la última y mejor entrega funk de Brown, «Cold Sweat», arrasaba en todo el país, el fuego al que invocaba Baraka acabó por devastar la Norteamérica urbana y pobre. En más de sesenta ciudades, los enfrentamientos locales con la policía acabaron desembocando en disturbios a gran escala, los más graves en Newark y Detroit. H. Rap Brown, el agitador de 23 años que acababa de reemplazar a Carmichael al frente del SNCC, estaba casi salivando de placer cuando le contó a su audiencia de Cambridge, Maryland, «¡Detroit ha estallado, Newark ha estallado, Harlem ha estallado! Ya es hora de que Cambridge explote, chaval. Los negros construyeron Norteamérica. Si Norteamérica no vuelve en sí, la vamos a arrasar, hermano». Cuando, tras su discurso, se pegó fuego a una escuela primaria, Rap Brown fue arrestado y acusado de incitar a la revuelta y el incendio. Liberado bajo fianza, convocó una rueda de prensa que no se distinguió por su contrita moderación: «La violencia es necesaria —declaró en su ya famosa soflama—. Es tan norteamericana como el pastel de cerezas».

Rap aportaba la retórica y los panteras, la imaginería. Cleaver escenificó una foto ya icónica de Huey Newton en la que posaba en un trono de mimbre, con escudos tribales a ambos lados y una piel de animal a sus pies, con una lanza en una mano y un fusil en la otra. La imagen vino apuntalada por su arresto en octubre, tras ser acusado de matar a un agente novato en Oakland llamado John Frey. Newton se convirtió en un héroe fuera de la ley tanto para los radicales negros como para los radicales blancos, y sobre todos ellos se elevó el clamor de Cleaver: «¡Liberad a Huey!».

Así que cuando los dos Brown, H. Rap y James, se sentaron a charlar en el Apollo en noviembre de 1967, había una fisura evidente: el extremista contra el diplomático, el enemigo del sistema blanco contra el amigo del vicepresidente. Rap le contó sus planes a James y el cantante replicó:

—Rap, ya sé lo que tratas de hacer. Yo pretendo lo mismo. Pero tenéis que encontrar otra manera de hacerlo. Tenéis que dejar las armas, abandonar la violencia.

—No —contestó Rap—, no lo entiendes.

Quería que James se uniera a la lucha, que animara a sus fans a coger las armas, pero el cantante no deseaba una revolución. Incluso si tuviera lugar, creía que los negros no iban a ganarla.

—Estoy de acuerdo contigo, Rap, hay que conseguir justicia —insistió una vez más—, pero la gente no debería morir. No debería morir.

Aunque cordial, aquél era un punto muerto y la charla terminó.

Sea como fuere, James Brown no era contrario a la causa de su homónimo. Durante su siguiente paso por el Apollo, invitó a su contable al escenario para que exhibiera un cheque para el fondo de defensa de H. Rap Brown y cerró sus conciertos con un discurso apasionado e incisivo. «Sé que soy negro, siempre seré negro, y vosotros sois mi gente —dijo—. El modo en que van las cosas en este país… No sé… Quizá intente presentarme a la presidencia.» Y luego pronunció la frase que acabaría por introducirse en «Say It Loud»: «Por encima de todo, recordad: morid de pie, no viváis de rodillas».

***

Los panteras negras acabaron forjando alianzas en 1968. El Partido por la Paz y la Libertad, un nuevo grupo de línea dura contrario a la guerra, propuso una candidatura conjunta para las elecciones presidenciales de noviembre: Cleaver para presidente y Rubin como vicepresidente. En febrero, la comisión Kerner, en su influyente informe acerca de los disturbios civiles del año anterior, advertía que «Nuestra nación se bifurca en dos sociedades, una negra y otra blanca, separadas y desiguales». Ese mismo mes, los panteras también se aliaron con el SNCC, designando a Carmichael como primer ministro del partido, a Rap Brown como ministro de Justicia y a Forman como ministro de Exteriores. El 17 de febrero, cumpleaños de Newton, organizaron una concentración en Oakland en favor de la liberación de Huey, donde Forman lanzó una temible advertencia: «Debemos avisar a nuestros opresores de que como pueblo no nos amedrentaremos por los intentos de asesinato de nuestros líderes… Si no liberan a Huey Newton y muere, no nos parará nadie».

James Brown, entre tanto, empezó el año apuntalando su reinado con otra suerte de iniciativa: comprando emisoras de radio en Tennessee, Augusta y Baltimore. En 1969 se convertiría en orgulloso propietario de la cadena de restaurantes Gold Platter, gestionada por negros, así como de los cupones comerciales James Brown y de una fortuna estimada en tres millones de dólares. A finales de marzo hizo un primer viaje a África y dio un concierto en Abiyán, capital de Costa de Marfil, pero cuando embarcó en el vuelo de regreso el miércoles 2 de abril, no tenía idea de que se dirigía hacia la semana más turbulenta de su vida.

La noche del 4 de abril, Martin Luther King fue asesinado por el reo huido James Earl Ray en el balcón del segundo piso del motel Lorraine de Memphis, donde se hallaba para respaldar a los trabajadores de la limpieza en huelga. La duda ya no era si la rabia estallaría en violencia sino cuándo, durante cuánto tiempo y en cuántos lugares.

Brown estaba en Nueva York cuando oyó la noticia y apareció en televisión exhortando a la comunidad negra a que «se calmara». A su vez, en Boston se hablaba ya de cancelar el concierto de Brown para la noche siguiente. El concejal negro Thomas Atkins le dijo al nuevo y joven alcalde Kevin White que «si la comunidad negra se entera de que la ciudad no deja venir a Brown a Boston para tocar tras el asesinato de King, se abrirán las puertas del infierno». A su llegada al aeropuerto, Brown fue recibido por Atkins, que le contó los apuros que había pasado White durante el trayecto hacia la ciudad. La Guardia Nacional, dijo, se mantenía a la espera ante posibles disturbios. «Era hora punta, pero las calles estaban desiertas —recordaba Brown—. Como la calma antes de la tormenta.»

Atkins y Brown conversaron sobre la filosofía de la no violencia de King y el regidor le contó su plan: el concierto se celebraría retransmitido en directo por televisión. Cuando Brown, cuya admiración por King sólo era superada por su atención a la cuenta de resultados, vio a los fans haciendo cola en el Boston Garden para recuperar el importe de la entrada y quedarse en casa para ver el concierto gratis, Atkins le pidió al renuente alcalde que cubriera los pingües honorarios del cantante. «Nunca vi nada parecido a James Brown —comentó White, que ni siquiera había oído hablar antes de él—. Menudo tío, todo un personaje.»

Finalmente, Brown cobró y Boston tuvo su concierto. En el Garden, Brown (burdamente presentado en TV como «el cantante negro Jimmy Brown y su grupo») rompió el hielo presentando generosamente a White como a «un tipo enrollado». Juntos, ambos hombres hicieron un llamamiento a la paz en nombre de King. Hasta sus apellidos parecían completar un retablo de hermandad racial: Brown marrón, y White, blanco, de la mano. Fue una actuación emocionante, durante la cual Brown lloró e imploró apasionadamente en favor de su versión del Poder Negro. En el exterior, en las calles perturbadoramente plácidas de Boston, no se lanzaron cócteles molotov, ni hubo pillaje.

Pero más allá del manto protector que Brown parecía haber tendido sobre Boston, los incendios se desataron en 110 ciudades. Al día siguiente, Brown voló a Washington, donde los altercados se habían extendido hasta dos manzanas de la Casa Blanca, para supervisar los daños y aplacar las tensiones: «No aterroricéis, organizad —dijo en televisión—. No incendiéis, dad a los chicos una oportunidad para aprender. Volved a casa. Ved las noticias, escuchad la radio —y añadió, ¿por qué no?—: Escuchad discos de James Brown». Su intervención le garantizó una invitación a la Casa Blanca y apuntaló su reputación entre políticos y creadores de opinión como interlocutor con quien poder tratar. Con todo, los pinchadiscos de las emisoras negras también jugaron su papel a la hora de sofocar las llamas. Entre la espada de la desolación y el dolor y la pared de la catarsis de la revuelta, apretaron los dientes. «Si en las grandes ciudades, un DJ negro hubiera clamado “A por ellos”, se habría armado la de Caín —le dijo el DJ neoyorquino Del Shields al escritor Nelson George—. Y aquella noche fue también el principio del fin de la radio negra. Ya nunca se le permitió sublevarse.»47

Los radicales, sin embargo, actuaron como Caín. Obviando cínicamente el hecho de que se habían pasado los dos últimos años tratando a King como de inútil tío Tom, los alborotadores de los panteras y del SNCC lo convirtieron en un mártir y exhibieron su muerte como prueba de que ya no había mayor posibilidad de razonar con la Norteamérica blanca. La brecha abierta entre los integracionistas y los radicales se había convertido en un abismo oceánico. La noche del asesinato, Carmichael trató de calmar los ánimos, pero en una conferencia de prensa que dio al día siguiente se mostró incendiario: «La Norteamérica blanca ha declarado la guerra a los negros —tronó—. Ya basta de debates intelectuales. Los negros saben que deben conseguir armas… Cuando Norteamérica mató a King anoche, mató toda esperanza razonable».

Un periodista preguntó qué podían arreglar los disturbios. «El hombre negro no puede hacer nada en este país —replicó Carmichael—. Nos vamos a poner de pie y a morir como hombres. Si en eso consiste nuestro único acto de virilidad, pues al infierno, vamos a morir. Estamos hartos de vivir arrastrándonos.»

El 6 de abril, en Oakland, Eldridge Cleaver y un grupo de panteras se enfrentaron a la policía en un tiroteo de media hora que dejó a Cleaver herido y muerto a Bobby Hutton, un pantera adolescente. Como colofón de la campaña para liberar a Huey, la muerte de Hutton no hizo más que acrecentar el martirologio de los panteras. En una carta al San Francisco Chronicle, distinguidos simpatizantes como James Baldwin, Norman Mailer y Susan Sontag clamaban: «Encontramos pocas diferencias sustanciales entre la bala asesina que mató a King el 4 de abril y la carga policial que acabó con la vida de Bobby Hutton dos días después… Se trata de ataques destinados a acabar con el liderazgo negro del país».48

En junio, Brown y su banda volaron a Saigón para tocar ante las tropas bajo un calor tan sofocante que precisaron de hidratación intravenosa. Por la noche, las habitaciones del hotel Continental zozobraban por los impactos de la artillería; de día, viajaban en autobús con rejillas antigranada en las ventanillas. En un concierto ante 40.000 miembros de la 9.ª División de Infantería, el ritmo funk venía acompasado por el estrépito del cañoneo distante del Vietcong. Como si eso no bastara para escandalizar a la militancia negra (incluso King, en su moderación, se había opuesto firmemente a la guerra), Brown volvió a casa con la vana impronta patriótica de su tema «America Is My Home» («Yo hablaba de la tierra, del país, no del gobierno —insistió luego a la revista Look—. Aquí está el hogar, no podemos irnos») y, por último, acompañó a Hubert Humphrey a un mitin en el barrio de Watts. Valedor del candidato Bobby Kennedy hasta su asesinato, Brown persuadió al vacilante Humphrey para que prometiera públicamente mayores oportunidades para los emprendedores negros.

Al igual que Dylan a principios de la década, Brown se convirtió en un receptáculo de esperanzas e ilusiones que no podía cumplir; a diferencia de Dylan, le faltó aptitud para saber distanciarse de las mismas. No precisamente lastrado por la humildad, creía poder ser amigo de Humphrey y de Rap Brown, de los panteras y de los políticos, como si por su mera fuerza de voluntad —y su «rectitud»— pudiera satisfacer a todos en todo momento. Después de todo, ¿quién podía dar la espalda a un hombre negro que emergió de la miseria sureña para convertirse en una superestrella negra? Su modo de actuar era más instintivo que estratégico, de tal modo que cuando el órgano de la Nación del Islam, Muhammad Speaks, preguntó «¿Ha rechazado James Brown a sus defensores negros en favor de la aprobación de los blancos?», se sintió tan pasmado como enojado. «Lo tachaban de “vendido”, el hermano vendido n.º 1 —recordaba Marva Whitney—. Y eso dolía.» Durante sus breves parlamentos entre canciones en los conciertos de aquel verano, el tono firme y claro que lo caracterizaba se veía algo minado por inusuales acordes de desencanto y confusión. «Parece que alguna de nuestra gente piensa que James Brown es un Tom —gruñó en un concierto en Oakland—, pero Tom hace tiempo que murió.»

Los panteras intensificaban la presión sobre Brown. Algunos de sus representantes lo visitaron para quejarse acerca de «America Is My Home» y recibió un telegrama anónimo lamentando que empleara al bajista blanco Tim Drummond: «Tienes a un blanco trabajando para ti y hay negros que necesitan el empleo». También llegaron amenazas de muerte a su sello discográfico y una amenaza de bomba obligó a la banda a evacuar su hotel en Atlanta.

Al mismo tiempo, Brown nunca había sido tan famoso ni admirado por la gran mayoría. Programas de máxima audiencia, periódicos y revistas lo cortejaron todo el verano. «Hablemos del Poder Negro —se maravillaba Albert Goldman en un perfil del New York Times—. Y usted no pierda de vista a James Brown.»

***

Hablando para NME en 1984, Brown se mostraba agrio acerca de su éxito más controvertido políticamente.

Cuando grabamos «Say It Loud — I’m Black and I’m Proud», era necesario que la gente diera un paso al frente, pero para mí fue un marrón —le contó a Gavin Martin—. Yo no quería grabarla porque divide a la gente. Y llegado un momento tuve que dividirles y darles una identidad, para luego agruparlos.

Al leer estas palabras, cabría recordar que Brown sólo estaba hablando de una canción pop y no, por decir algo, del Tratado de Versalles.

Así que uno puede imaginarse a Brown encaminándose hacia los estudios Vox la noche del 7 de agosto con el corazón en un puño. Quizá no lo apuntaran con una pistola en la cabeza, pero se había encontrado con una granada en la puerta y las repetidas críticas seguían percutiendo en sus oídos. La canción había ido aflorando de modo gradual. Según el mánager de Brown, Charles Bobbit: «Estábamos sentados mirando en la tele un programa sobre la delincuencia de los negros contra los negros y él dijo “señor Bobbit, no acabo de entender a los panteras negras, ellos no se creen lo que hacemos, pero mira esto”. Y añadió: “¿Por qué no pueden los negros quererse los unos a los otros? ¿Por qué no pueden respetarse? ¿Por qué no podemos sentir orgullo?”». La música, áspera y ágil, fue compuesta al día siguiente por el líder de la banda Alfred «Pee Wee» Ellis. «Creo que ya me habían informado del título, [así que] ya tenía ese ritmo al que acoplarme —dijo Ellis—. Él pretendía hacer una declaración, una bien gorda.»

Brown tenía la idea de que el coro debía ser cantado por una jubilosa multitud de niños, de modo que invitó a los miembros de la banda y del equipo a que fueran con sus hijos al estudio («Quería que sonara como si hubiera un millón de personas cantando conmigo»). El problema era que se ponían a trabajar tan tarde que la mayoría de los críos ya estaban en la cama para cuando se empezaba a grabar. Sin inmutarse, mandó a Bobbit a que recogiera a niños que anduvieran sueltos en las calles y restaurantes del vecindario, muchos de los cuales eran, de hecho, blancos o asiáticos. «Se lo pasaron bomba —recuerda Ellis—. Estaban compartiendo escenario con James Brown.»

«Say It Loud» demostró la versatilidad del funk como vehículo para la protesta. Apremiante, imperiosa y repetitiva, el sonido se hizo a la medida del acertado eslogan. Brown la interpretaba como un predicador, recitando los versos (sin renunciar a sus habituales gemidos y gruñidos) y dirigiendo al coro. «Say It Loud!» [¡dilo bien alto!], ordenaba; «I’m Black and I’m Proud!» [¡soy negro y estoy orgulloso!] respondía el coro de niños. Dejando para otros la tarea de denunciar y acusar, Brown estaba decidido a poner el acento en lo positivo.

«La gente dice que [la canción] es radical y airada —escribió tiempo después—. Quizá sea por el pasaje que habla de morir de pie en lugar de vivir de rodillas, pero la verdad es que si la escuchas bien, suena como una canción infantil.» Como de costumbre, quería lo mejor de ambos mundos. Para sus críticos negros, la canción era un acto de empoderamiento. Para los fans blancos —«¡Ey!, ¿qué más da?»—, se trataba de un puñado de críos coreando un tema. Como pieza estrictamente musical, esta tensión la electrizaba, al tiempo que la frase «morir de pie» parecía tomada de una canción infinitamente más rabiosa. Ellis recordaba la primera vez que la tocaron en directo, en el Apollo: «James Brown suelta “Say it loud!” y el público entero replica “I’m black and I’m proud!”. Así de simple. Sentí un escalofrío. Y ahí me di cuenta de que habíamos hecho algo importante que iba a durar».

De todos modos, como mensaje político acabó enredándose en la maraña de sus propios mensajes. Algunas emisoras lo desterraron de su repertorio, lo que lo llevó a sacar un anuncio en el periódico donde exhibía un virtuoso foxtrot semántico con el vocabulario racial del momento: «Sabemos que el DJ negro no va a poner este disco. Sabemos que el DJ de color tampoco lo pondrá, ¡pero todos los DJs NEGROS [black] van a poner el disco!». Para subrayar su toma de posición, transformó su recargado tupé en un peinado afro.

Fue como un acto de renuncia propio de Cuaresma —dijo, no fuera a haber alguien que dudara del calibre de su sacrificio—. Quería que la gente supiera que me había desprendido de una de las cosas a la que tenía más apego: mi pelo. Y era una buena atracción para el negocio, pero lo hice por el movimiento.

Puede que «Say It Loud» no fuera el único catalizador para la nueva oleada de concienciación racial en el mundo del pop, pero fue indudablemente su buque insignia: vendió 750.000 copias las dos primeras semanas. Antes de 1968, la negritud solía codificarse mediante generalidades edificantes tales como «cambio» y «respeto», pero después de «Say It Loud», los músicos negros se decantaron por una mayor franqueza. Sly and the Family Stone grabaron «Don’t Call Me Nigger, Whitey» [blanquito, no me llames nigger], a lo que los coristas de Sly correspondían con «Don’t call me whitey, nigger» [nigger, no me llames blanquito]. Los Impressions de Curtis Mayfield lanzaron «Mighty Mighty (Spade and Whitey)», seguida de otras canciones de Mayfield de hondo sentimiento negro como «Miss Black America» y «We the People Who Are Darker tan Blue».49

Sin embargo, quien decidió no sacar rédito excesivo del impacto de la canción fue el propio Brown. Su siguiente canción política fue el sencillo navideño mucho menos controvertido «Santa Claus Go Straight to the Ghetto». Con la llegada de 1969, se volcó de nuevo a sus prédicas evangélicas en favor de la autosuficiencia individual capitalista con «I don’t Want Nobody to Give Me Nothing (Open Up the Door, I’ll Get It Myself)». No le valían ni Santa Claus ni otras opciones subsidiadas por el estado. A pesar de haber respaldado a Humphrey hasta el día de las elecciones, no rechazó una invitación para actuar en el baile inaugural de Nixon en enero. «Sentía mucho respeto por Nixon —dice Ellis—. Tenía una camioneta con la que salíamos a pasear y me contó que contaba con aparatos secretos de escucha que Nixon le había regalado. ¡Vete a saber si era verdad!»

Los panteras, entre tanto, no atravesaban un buen momento. En septiembre de 1968, Huey Newton fue sentenciado a entre 2 y 15 años por asesinato y lesiones. Eldridge Cleaver, temiendo que la policía lo matara mientras esperaba a ser juzgado, se fugó a Cuba y de allí a Argel. Bobby Seale estaba a la espera de juicio por su intervención en los recientes altercados en Chicago. La alianza con el SNCC se había desmembrado con los ánimos tan envenenados que James Forman sufrió una crisis nerviosa y acabó en una unidad psiquiátrica, mientras Stokeley Carmichael hacía planes para trasladarse a Ghana con su esposa Miriam Makeba. A lo largo de 1969, 348 panteras fueron arrestados por enfrentamientos con la policía o por presunta conspiración, pero muchos otros pasaron a convertirse en informadores. Con todo, el director del FBI J. Edgar Hoover, cuyos agentes de contrainteligencia andaban ocupados infiltrándose entre las filas de los panteras, los seguía considerando «la mayor amenaza para la seguridad interna del país».

***

Cuando Brown interpretó «Say It Loud» en Dallas, pocos días después de su lanzamiento en agosto de 1968, lo dispuso todo cuidadosamente, al pedir a los fans negros que gritaran «I’m black!» y al resto de la concurrencia que se sumara con «I’m proud!», pero después la despachó en menos de tres minutos como si fuera algo de lo que quisiera desembarazarse. «Gracias —dijo con franqueza—. La atmósfera parece tan despejada ahora. Ya podemos juntarnos de verdad.»

Posteriormente, se lamentaría de que todo aquello le costara perder a un sector de su audiencia blanca que ya no volvería con él. «Pagué un precio por “Say It Loud!” —aseguraba—. La comunidad blanca lo entendió de manera completamente equivocada, como una suerte de afirmación agresiva que pretendiera amedrentar.» Lo bastante ingenuo como para creer que podía controlar las reacciones de los oyentes ante sus canciones, le horrorizó que la canción se le hubiera ido de las manos para convertirse en un clamor radical, pero ¿cómo podía ser de otro modo? Cuando los velocistas olímpicos Tommie Smith y John Carlos subieron al podio en México 68 y alzaron sus puños enguantados al aire, imitando el saludo del Poder Negro, muchos espectadores negros se debieron de ver repitiendo las palabras de Brown. «Creían que lo que yo decía era “Mata al blanquito”», se quejaba. Mientras tanto, los que sí sostenían «Mata al blanquito» seguían viéndolo como un chupón del sistema. Era como un hombre que tratara de sujetar una lona bajo un huracán: por más que lo intentara, siempre había una esquina que se soltaba.

Se creía todopoderoso y que podía con todo aquello —dijo Ellis—. Y a veces se salía con la suya. —Entonces añadió bruscamente—: Se centraba primero y ante todo en James Brown. Tenía mucho potencial y podría haber hecho mucho para ayudar a la gente, cuando la mayoría de lo que hizo fue un timo. Se trataba de que le vieran como a un líder de nuestra comunidad. Afortunadamente, acertó con una buena plataforma [con «Say It Loud!»] y me alegro de que así fuera.

Brown culpó del bajón de sus contrataciones para el año siguiente a la hostilidad blanca hacia su canción; había vuelto, decía, «a predicar en el coro». Bobby Byrd contestó al argumento aduciendo que era la nueva alianza de Brown con Nixon lo que le había restado seguidores. La verdad, igual que «el hombre negro más importante de Norteamérica», Brown ocupaba un espacio intermedio.