10 «Ahí vienen los soldaditos de Nixon»

Crosby, Stills, Nash and Young, «Ohio», 1970

América en guerra

El estudiante John Cleary, de la Universidad Estatal de Kent, yace herido después de que la Guardia Nacional abriera fuego y causara la muerte de cuatro manifestantes. Este número de la revista Life indujo a Neil Young a escribir «Ohio».

Un día de mediados de mayo de 1970, Neil Young estaba vagueando en casa de su road manager Leo Makota en Pescadero, California, cuando David Crosby, su compañero en Crosby, Stills, Nash and Young, le pasó un número de la revista Life. Contenía un vívido relato e impactantes fotografías de la matanza de cuatro estudiantes por parte de la Guardia Nacional de Ohio durante una manifestación contra la guerra en la Universidad Estatal de Kent el día 4 de mayo. Sentado en el porche soleado de Crosby, Young cogió una guitarra que le pasó Crosby y al instante se puso a componer una canción sobre la masacre: «Ohio». «Estaba tan emocionado que al final de la canción me sentí enloquecer —le contó Crosby al biógrafo de Young Jimmy McDonough—. Se me erizó el pelo. Estaba sobrecogido porque lo sentía muy intensamente, gritaba “¿Por qué?, ¿por qué?”.»

Crosby telefoneó a Graham Nash, que por entonces estaba trabajando en unas canciones con Stephen Stills en la Record Plant de Los Ángeles, y le dijo que reservara una sesión de estudio inmediatamente. Él y Young volaron a Los Ángeles y grabaron la canción en sólo unas pocas tomas. Al final, según Young, Crosby lloraba. Como hacía falta una cara B, el grupo se sentó en cuatro sillas, codo con codo, y cantó una versión a capela del tema con que solían cerrar las actuaciones, «Find the Cost of Freedom», sobre las víctimas de Vietnam. Entregaron el material a Ahmet Ertegun, el jefe de Atlantic Records, que mandó el sencillo a producción para tenerlo en la calle en unos pocos días, con una carátula que reproducía la sección de la Constitución que garantiza la libertad de reunión.

«Ohio» es quizá la canción de actualidad más potente que jamás se ha grabado: emocionante, memorable y perfectamente sincronizada. Con todo, más que un estimulante renacimiento, vino a significar el final de una era de la canción protesta de autor que había empezado con el revival folk. Los motivos eran varios, algunos artísticos, otros personales, pero la clave era el derrotero que estaba tomando Norteamérica. El optimismo y al sentimiento de voluntad común que habían sostenido a la música del movimiento por los derechos civiles estaban en las últimas. En su lugar: violencia y faccionalismo en la izquierda y ofensiva de la derecha. En mayo de 1970 parecía que el país estaba partiéndose en dos a una velocidad tan endemoniada que los cantautores, entre otros, se sentían perdidos.

Phil Ochs cerró un álbum titulado irónicamente Greatest Hits con la elegía desolada «No More Songs». «The drums are in the dawn» [resuenan los tambores al alba], cantaba. «And all the voices gone / And it seems that there are no more songs» [callaron todas las voces / y no parece haber más canciones].

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En su sencillo «1969», los Stooges, un grupo pionero del rock de garaje proveniente de Ann Arbor, Michigan, anunció el fin de los sesenta con los versos: «Well it’s 1969, OK! / War across the USA» [ya es 1969, ¡bien!, / guerra en todo EE.UU.].

Al descifrar en clave sociológica los vestigios que hacía un año habían dejado los sucesos de Chicago, el columnista Joe Kraft fue el primero en articular un nuevo concepto en la política estadounidense: «la Norteamérica media». Pete Hamill escribió un artículo similar para la revista New York con el titular «La revuelta de la clase media baja blanca». Los periodistas que habían probado en persona las porras policiales en Chicago descubrieron para su desolación que muchos de sus lectores y espectadores respaldaban al alcalde Daley asqueados ante la visión de los melenudos corriendo desmandados por sus calles y cantando alabanzas de Ho Chi Minh.

Nos odiaban —dijo el destacado activista contra la guerra Todd Gitlin—. Nos veían, y no del todo equivocadamente, como parte de un colectivo radical que deseaba derrocar un mundo feliz. La mayor parte del país no deseaba que se procediera a esa demolición.

Nadie fue más astuto al explotar los miedos de la Norteamérica media y su frustración que Richard Nixon. Durante la campaña electoral de 1968, Nixon trató de colonizar al estamento medio, prometiendo a la vez «un fin honroso a la guerra» y «ley y orden» en casa. Al final, batió a Hubert Humphrey por menos del 1 % de los votos. Si la convención demócrata no se hubiera revelado como la catástrofe que fue, si los escarmentados pacifistas no hubieran abandonado a Humphrey, si el tránsfuga demócrata George Wallace no hubiera desviado millones de votos en el sur, si el presidente de Vietnam del Sur no hubiera saboteado la conferencia por la paz de Johnson en París, quizá Nixon habría vuelto a perder, como contra Kennedy hacía ocho años, pero no se iba a arriesgar a tanto por segunda vez.

Wallace era la versión depredadora de la Norteamérica media. Se presentaba como conservador radical al grito de «¡os quiero para la rebelión Wallace!» e hizo que reescribieran la letra de «The Battle Hymn of the Republic» como su tema de campaña: «He stands up for law and order, the policeman on the beat / He will make it safe to once again walk safely on the street» [defiende la ley y el orden, el policía en acción / hará que salir a la calle vuelva a ser seguro]. Nada le gustaba más que una confrontación con los jipis. En su último mitin electoral en Nueva York anunció: «Tendríamos que entregar el país a la policía dos o tres años y todo volvería a su sitio». Mientras, en el exterior, manifestantes contra la guerra parecían abundar en sus argumentos quemando banderas confederadas y enfrentándose a la policía.

La campaña de Wallace se derrumbó después de que su socio electoral, Curtis LeMay, admitiera públicamente que estaba dispuesto a soltar bombas nucleares sobre Hanói, pero por entonces ya había quedado demostrada la utilidad de la política de polarización. El equipo de Nixon dedicó grandes esfuerzos a arrebatar a Wallace a los votantes sureños contrariados. Un estratega encargó una balada country («Dick Nixon is a decent man / who can bring our country back» [Dick Nixon es un hombre decente / que nos puede devolver nuestro país]), pero resultó que la mayoría de las estrellas de Nashville que buscaba para que la cantaran estaban en el bando de Wallace. El mensaje de Nixon a la Norteamérica media era Wallace edulcorado. Tal como observó astutamente Phil Ochs:

Nixon superó sus problemas de imagen. «Se trata de nosotros contra ellos. Quiero decir que, más allá de lo que penséis de mí, yo soy un norteamericano normal y corriente y, si no vais a contar conmigo, lo que vendrá será un tipejo peludo, más droga en las calles y la destrucción del país. Así que está en vuestras manos.» Ése es el juego que planteó y lo jugó muy bien.

En la Casa Blanca, Nixon hizo el papel de poli bueno con el vicepresidente Spiro Agnew desempeñando el de malo. Considerado de entrada un tipo risible por su aparente irrelevancia e inexperiencia, en octubre de 1969 el exgobernador de Maryland enseñó los dientes. En una fiesta celebrada para recaudar fondos en Nueva Orleans se cebó con «los disidentes radicales y los anarquistas profesionales dentro del llamado “movimiento por la paz”» y advirtió: «Impera un espíritu de masoquismo nacional, alentado por un colectivo afeminado de esnobs insolentes que se llaman a sí mismos intelectuales».59 Envalentonado por la respuesta entusiasta, una semana más tarde finiquitó cualquier posible pretensión de unidad nacional al llamar a una «polarización positiva»: un ataque sin cuartel al enemigo interior de Norteamérica. Husmeando los nuevos vientos que parecían soplar, el propio Nixon apareció en televisión para dirigirse a la «gran mayoría silenciosa de mis compatriotas norteamericanos» que deseaban paz afuera y paz en casa, pero, más allá de su tono razonable, estaba marcando deliberadamente las líneas de batalla: la mayoría silenciosa contra la minoría escandalosa, nosotros contra ellos.

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Los hombres del saco no escaseaban para Nixon y Agnew. Del mismo modo en que los acontecimientos de Chicago habían enrabietado a la Norteamérica media, habían radicalizado aún más a la Nueva Izquierda. En la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, los miembros desencantados del SDS formaron una nueva facción de línea dura, el Jesse James Gang, que defendía una «política de confrontación agresiva». También emergieron otros nuevos grupos radicales, inspirados por los panteras negras, como la May Day Tribe, los Crazies, los marxistas-leninistas de Alice’s Restaurant (por el título del éxito de Arlo Guthrie) y los panteras blancas.

Estos últimos eran el invento de John Sinclair, el provocativo mánager del grupo de rock de garaje de Detroit MC5. Después de trasladarse a Detroit para vivir la «aventura urbana», le entusiasmó la revuelta ciudadana de 1967. Según Michael Davis de MC5, presente en los disturbios, «queríamos reformular la sociedad. Queríamos construirla desde los cimientos: ya sabes, arrasar con todo y empezar de nuevo y hacerlo bien esta vez».

Sinclair fundó a los panteras blancas en noviembre de 1968, con un programa de diez puntos que contenía una fórmula memorable: «Ataque sin cuartel a la cultura por todos los medios necesarios, incluyendo el rocanrol, hierba y follar en las calles». «No puedes relacionarte con el partido de los panteras blancas sin tener sentido del humor —dijo más tarde—. O sea, por un lado, éramos revolucionarios políticos serios que querían derrocar al gobierno. Por otro lado, íbamos puestos de ácido.» Basta una mera ojeada a su «manifiesto», que postulaba la libertad de todos los presos, el regreso al sistema de trueque y «comida, ropa, vivienda, hierba, música, cuerpos, asistencia médica gratis, ¡todo gratis para todos!», para entender que el ácido corría a espuertas.

Durante unos meses, sobre todo después de su actuación en Chicago, los MC5 parecían cumplir con los sueños más disparatados de la contracultura de convertir a las estrellas del rock en revolucionarios. «Soy un inútil, ¿qué pasará conmigo cuando llegue la revolución?», se quejaba un espectador atónito. Sin embargo, después de grabar la incendiaria «Kick Out the Jams» y una versión de la canción de John Lee Hooker sobre los disturbios de 1967, «The Motor City Is Burning», el grupo no pareció estar a la altura de las ambiciones de Sinclair y éste se encomendó a sus otros protegidos panteras blancas, los Up. Después de ser encarcelado por tenencia de drogas, escribió una carta angustiada al guitarrista de MC5 Wayne Kramer: «Chicos, vosotros queríais ser más grandes que los Beatles y yo quería que fuerais más grandes que el presidente Mao».

Había grupúsculos menos entretenidos con la droga y el sexo callejero y más capaces de causar auténticos problemas. En junio de 1969, el SDS se desintegró tras luchas intestinas tumultuarias, en las que diversas facciones rivalizaban por demostrar sus galones maoístas. La más extremista era un brote del Jesse James Gang que se llamaba a sí mismo Weatherman, por una frase del tema dylaniano «Subterranean Homesick Blues». «Nos sentíamos como mineros atrapados en un túnel contaminado sin una luz que nos condujera al exterior —recordaba el Weatherman Bo Burlingham—. Decidimos destruir el túnel aun a riesgo de destruirnos a nosotros mismos en el proceso.»

El escenario capital para la «polarización positiva» de Agnew durante 1969 fue el juicio contra ocho activistas por inducción a la revuelta en Chicago: David Dellinger, Tom Hayden, Abbie Hoffman, Jerry Rubin, Rennie Davis, Lee Weiner, John Froines y Bobby Seale.60 El juicio empezó el 24 de septiembre. Rubin y Hoffman esperaban sentar al propio sistema en el banquillo y difundir su mensaje a millones de hogares norteamericanos. La fiscalía pretendía relacionar a personas dispares e incluso opuestas para dibujar un complot siniestro y a gran escala. Cada bando estaba vendiendo una ilusión al público televidente, exagerando la maldad del rival en una especie de carrera armamentística mediática.

Abbie Hoffman demostró su olfato para la frase llamativa calificando a la sala de «horno de neón», insistiendo en que era un ciudadano de «la nación Woodstock» y sosteniendo, algo iluso, que «los roqueros eran los auténticos líderes de la revolución». La defensa llamó al estrado a todo un séquito de estrellas de la contracultura, entre los que destacaban Allen Ginsberg, Timothy Leary, Norman Mailer, Arlo Guthrie, Phil Ochs y Country Joe McDonald, quien empezó a cantar «Fixin’-to-Die». «No, no, señor testigo —lo interrumpió el juez Hoffman—. Nada de canciones.» En su lugar, MacDonald recitó la letra.61 Aunque el humor imperante era de traviesa insolencia, la sedicente revolucionaria Linda Hager Morse introdujo una nota más sombría: «Después de Chicago pasé de ser pacifista a darme cuenta de que teníamos que defendernos —dijo hablando por muchos de sus compañeros—. Una revolución no violenta era imposible. Yo deseaba desesperadamente que fuera posible».

Los Weatherman montaron su propio evento mediático, los Días de Rabia. La intención era una segunda batalla en Chicago: «Llevemos la guerra a casa», clamaban carteles y folletos. Aunque las esperadas hordas de proletarios revolucionarios no se presentaron jamás y los planes para un festival de rock «Wargasm» quedaron en nada, unos cientos de manifestantes se enzarzaron en una lucha callejera de dos días, en cuyo transcurso el abogado municipal Richard Elrod, que había tramitado las condenas de los 8 de Chicago, trató de saltar sobre un Weatherman, falló, se dio contra un muro y quedó paralítico de por vida. Aquella noche, Hayden tenía los nervios destrozados. «Entre la sala del juez Hoffman y los Weatherman —se preguntaba—, ¿dónde estaba la cordura?»

La mayoría de los comentaristas de izquierda contemplaron los Días de Rabia como un fiasco frívolo e irresponsable. Hendrik Hertzberg, de la revista antibélica Win, lo llamó «un inmenso favor gratuito a las fuerzas de la represión». El pantera negra de Chicago Fred Hampton, a quien los Weatherman consideraban aliado, denunció al grupo por «anárquico, oportunista, aventurero y custerista [del general Custer]». En diciembre, en la «reunión de guerra» de los Weatherman en Flint, Michigan, cantaron crueles parodias del Weatherman Songbook, incluyendo «Navidades blancas» («I’m dreaming of a White riot / Just like the one on october 8» [sueño con una revuelta blanca / como la del 8 de octubre] y una versión del «Lay, Lady Lay» de Dylan («Stay Elrod stay / Stay in your iron lung» [venga Elrod, va, / conecta la respiración asistida]). Los meses siguientes pasaron a la clandestinidad, cortaron lazos familiares y adoptaron nombres falsos preparándose para ulteriores acciones.

La idea de la revolución armada caló en el imaginario convencional en 1969. La banda de corta vida asociada a los Who Thunderclap Newman gritaba «pasad las armas y la munición» en «Something in the Air», en tanto que Jefferson Airplane aullaba «Got a revolution, got to revolution» [tengo una revolución, tengo que rebelarme] en «Volunteers». Columbia Records bautizó cínicamente sus primeros lanzamientos de 1969 como «Revolutionaries» con el eslogan «el sistema no puede trincar nuestra música» e incluso la empresa de ferretería Vaco se sumó al carro, clamando «¡únete a la revolución de las herramientas!». Tal como apuntó perspicazmente el crítico Robert Christgau: «Llevó unos dieciocho meses, de principios de 1967 a finales de 1969, que la idea de revolución evolucionara de una ilusión propia de activistas ceñudos a ser como una consigna a la última».

Aquel año turbulento, todo acontecimiento de cierta magnitud parecía concitar perspectivas opuestas. Por ejemplo, Woodstock. Los medios nacionales, bajo el mismo breve frenesí acuariano que condujo a Hollywood a producir farsas lisérgicas tan calamitosas como Candy y Skidoo, perdieron la chaveta volcándose con el «mayor evento de la historia». Un extasiado reportaje de Time citaba aprobatoriamente a Jimi Hendrix y Janis Joplin y declaraba: «En su energía, en sus letras, en su defensa de gozos reprimidos, el rock es una gran sinfonía protestataria. Aunque a muchos adultos les resulte difícil de creer, la revolución que predican, implícita o explícitamente, es básicamente moral». Algunos de sus lectores no lo veían claro: «¡Felicidades! —escribió la señora Anderson Huber desde Atlanta—. Su artículo… hace un gran trabajo para agravar el deterioro moral de esta nación».

Quienes entre la mayoría silenciosa veían Woodstock como una cenagosa Sodoma y Gomorra hallaron su propio himno el mes siguiente con el éxito country de Merle Haggard «Okie from Muskogee». Aunque Haggard la describiría más tarde como una mirada «satírica» a la Norteamérica media perpleja ante los jipis porreros y promiscuos —de hecho, es una canción bastante graciosa—, millones de oyentes la acogieron ajenos a toda ironía. El Okie celebrado antaño por Woody Guthrie como héroe proletario de la izquierda, era ahora un patriota resentido que ondeaba la bandera nacional y creía en «vivir libre como Dios manda». Una versión posterior en vivo venía acompasada por el grito exento de toda sátira «¡Sí, cuenta la verdad!» proferido por un espectador, y en el sencillo sucesivo ya no había lugar para humor alguno. En «The Fightin’ Side of Me», Haggard pronunciaba una advertencia a los pacifistas «rajados y quejicas» que «arruinan a mi país». Al igual que «Okie», encabezó las listas de sencillos country varias semanas.62

Las últimas semanas de 1969 encarnaron los peores temores de ambos bandos. En agosto, la Norteamérica media se despertó con Charles Manson, la pesadilla jipi de 35 años cuyas acólitas enloquecidas, pescadas en el arroyo del sector Haight-Ashbury, mataron a cuchilladas a la actriz Sharon Tate y a tres de sus amigos. Bernardine Dohrn de los Weatherman apostrofó los asesinatos como «¡una pasada!». A su vez, el movimiento contra la guerra vino a saber del teniente William Calley, un tipo tan guapo y anodino como un atleta universitario, que presuntamente había supervisado la matanza de 109 civiles en la aldea vietnamita de My Lai tras la ofensiva del Tet. En todo caso, en una encuesta realizada tras las revelaciones del reportero Seymour Hersh, el 49 % de los ciudadanos de Minnesota se negaban a creer que eso hubiera sucedido.63 Dos crímenes, dos villanos emblemáticos, dos Norteaméricas.

Nixon no desaprovechó este desgarro cultural. Imaginen cómo debía de ver las cosas el norteamericano medio al contemplar las noticias de los primeros días de diciembre: Manson y su «familia» iban a ser procesados; el adolescente Meredith Hunter asesinado de una puñalada durante el concierto de los Stones en el festival de Altamont, California; el pantera negra Fred Hampton muerto por los disparos de la policía de Chicago, entre falsas alegaciones de que los panteras habían disparado primero. Daba igual que dichos sucesos no presentaran ninguna conexión entre sí. Todo parecía el gran presagio de un desplome inminente. No cabe sorprenderse si el índice de popularidad del presidente se disparara hasta el 81 %.

Así las cosas, en su primer número de 1970, Time proclamó al norteamericano medio como su «hombre/mujer del año». Según el artículo, los norteamericanos de a pie «respondían al haz el amor y no la guerra con honra a Norteamérica y Spiro es mi héroe», se apuntaban «a los desfiles, no a leer a Herman Hesse» y estaban preocupados por las drogas, la pornografía y el radicalismo estudiantil. Sus héroes eran Ronald Reagan, Spiro Agnew, el astronauta Neil Armstrong y John Wayne, que protagonizaba la belicista Boinas verdes (1968). Sus villanos eran los yippies, los panteras negras y los intelectuales progresistas que respaldaban sus payasadas radicales. Time, sin embargo, tuvo la prudencia de aportar una nota de cautela sobre la manipulación hecha por Nixon del resentimiento de la mayoría silenciosa. El artículo citaba un informe del National Committee for an Effective Congress, de tendencia liberal: «La administración está explotando las vetas escondidas del temor, el racismo y el resentimiento profundamente arraigadas en la Norteamérica media. Respeto por el pasado, desconfianza en el futuro, política “guerracivilista”». Guerra en todo Estados Unidos.

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El 18 de febrero el tribunal absolvió a los 7 de Chicago por conspiración, pero sentenció a cinco a la cárcel por cruzar las fronteras del estado con intención de iniciar una revuelta.64 Tras la sentencia, Rubin le entregó al juez Hoffman un ejemplar de su último libro Do it! Scenarios of the Revolution, con la dedicatoria «Julius, radicalizaste a más gente de la que jamás habríamos podido radicalizar. Eres el yippie del país».

Bajo fianza y pendiente de apelación, Rubin se embarcó de inmediato en una gira de conferencias, el 10 de abril recalaba en la Universidad Estatal de Kent, en Ohio. «La primera parte del programa yippie es matar a vuestros padres —les dijo a los estudiantes—. Y lo digo en sentido más bien literal, porque hasta que no estéis dispuestos a matar a vuestros padres, no estaréis listos para cambiar este país.»

Poco después de la visita de Rubin, el anuncio de Nixon de expandir las operaciones militares en Camboya para liquidar bastiones enemigos precipitó un repunte masivo del activismo estudiantil. En una concentración del Primero de Mayo celebrada en Yale, Rubin y Hoffman encabezaron un coro de miles de personas en una nueva versión del himno pacifista de Lennon: «All we are saying is smash the state» [sólo proponemos aplastar al estado].

El 2 de mayo, en la Universidad de Kent, unos radicales pegaron fuego al cuartel general del Reserve Officers’ Training Corps (ROTC) y lanzaron piedras contra la Guardia Nacional. Algunos de los guardias eran veteranos del Vietnam; otros se habían inscrito al cuerpo para evitar precisamente la guerra; ninguno simpatizaba con las reivindicaciones de aquellos privilegiados estudiantes. Su himno, «Billy Buckeye», hacía hincapié en su picajoso orgullo: «No somos soldaditos de latón».

El domingo, con el campus bajo control de los guardias, el gobernador James Rhodes voló hasta allí y tachó a los manifestantes de ser peores que nazis o comunistas. No hacía mucho que el mismo Nixon había descrito a los activistas universitarios como «haraganes». Una estudiante de Kent expresó su desconcierto a un entrevistador: «Si el presidente me cree una vaga y el gobernador una nazi, ¿qué más da como actúe?».

Lunes. Había un mitin programado para aquella tarde. El gobernador Rhodes lo había declarado ilegal pero los estudiantes y profesores no habían sido debidamente informados. De hecho, muchos se habían perdido las actividades del fin de semana y sólo supieron del mitin al regresar aquella mañana para las clases y encontrar a los guardias en el césped. Al terminar las clases matinales, el número de estudiantes concentrado en el campus superaba el millar, con al menos el doble de curiosos rodeando la zona. Para el centenar aproximado de guardias presentes aquello debía de parecer una auténtica turba; para los estudiantes, aquellos agentes equipados con mascaras antigás debían de parecer tropas de asalto.

Al tocar las doce, tres unidades de guardias avanzaron sobre el terreno disparando botes de gas lacrimógeno. Les respondieron con piedras, pedazos de madera claveteados y una avalancha de insultos. Eran «soldados de juguete», «fascistas», «guerreros de fin de semana» y cosas peores. Sin saberlo, la mayoría de los guardias se metió en una ratonera, al toparse con un cercado que limitaba las instalaciones deportivas universitarias. Tras quince minutos de piedras y humillaciones, se retiraron colina arriba, perseguidos por gritos de «¡Fuera los cerdos del campus!». Entonces, a las 12.24 horas, un grupo de guardias se volvió para encararse con los estudiantes y abrió fuego. Trece segundos y 61 disparos más tarde, cuatro estudiantes yacían muertos en el suelo y nueve estaban heridos.

Si todos los efectivos hubieran disparado directamente a la multitud, aquello habría sido una masacre. Muchos, temiendo precisamente ese desenlace, dispararon al aire, pero cuatro muertos era una verdadera tragedia: con 19 años, el miembro del ROTC Bill Schroeder, que ni siquiera estaba manifestándose, murió de un disparo cuando se mantenía acostado en el suelo para guarecerse del peligro. Sandy Scheuer, de 21 años, fue alcanzada en el cuello mientras iba de una clase a otra. Allison Krause, de 19 años, recibió un disparo en el pecho mientras se escondía detrás de un coche. Jeff Miller, de 20 años, recibió un impacto en la boca que le arrancó media cara y quedó tendido en la calle.

Antes de que retiraran el cadáver de Miller, un estudiante tomó varias fotos de Mary Vecchio, una chica de 14 años huida de casa, que la mostraban arrodillada y con la boca abierta ante el cadáver. Fueron justamente estas horripilantes imágenes las que llamaron la atención de Neil Young.

***

«Neil sorprendió a todo el mundo —le dijo David Crosby a un periodista después de que saliera “Ohio”—. No es que se hubiera marcado como proyecto escribir una canción protesta… Vamos, que ya ni veíamos los telediarios, pero uno lee los titulares de los periódicos al pasar por la calle.» Según Crosby, la explicación de Young fue más bien vaga: «No sé. Nunca había escrito algo así… pero ahí está…».

De hecho, Young era el único miembro de Crosby, Stills, Nash & Young que no había escrito hasta entonces una canción protesta. «Es bastante raro que Neil fuera visto como un animal político —declaró Nash a Uncut unos años después—. Eran siempre Crosby, Stills y Nash quienes se dedicaban a esas cosas.»

Viejos integrantes, respectivamente, de los Byrds, Buffalo Springfield y los Hollies de Manchester, Crosby, Stills y Nash se había agrupado a principios de 1969. Por sugerencia de Stills, su viejo socio de Buffalo Springfield, invitaron a Neil Young a sumarse a ellos para reforzar los conciertos de verano, Woodstock incluido. La banda representaba lo que Newsweek veía como «un desplazamiento del rock como ofensiva cultural» hacia «la contemplación, el reconocimiento, la celebración, una armonía y un aplomo sobrios que pretendían calibrar una visión utópica que se iba embarullando». Jimi Hendrix resumió concisamente su sonido como «música western celestial, toda ella delicada y ding-ding-ding».

En el seno de la banda, sin embargo, nada era delicado y ding-ding-ding, ya que Stills, un maníaco del control, libraba una guerra en dos frentes contra el irreverente Crosby y el dominante Young. Crosby era el miembro más politizado del grupo, también el más hedonista, y había voceado su desdén por los «putos niñatos revolucionarios de medio pelo». El historiador de la música de Los Ángeles Domenic Priore resumió la dicotomía: «¿Vamos a cambiar el mundo yendo a contracorriente y arrojando mierda al sistema o lo abandonamos para convertirnos en una sociedad alternativa?». Esta indecisión dio lugar a un relato político embarullado: la extravagancia posapocalíptica de «Wooden Ships», la aberrante afectación jipi de «Almost Cut My Hair» y la santurronería boba de «Teach Your Children» de Nash. Sólo «Long Time Gone» (escrito la noche en que murió Robert Kennedy) y «Find the Cost of Freedom» tenían cierta mordiente.

«Ohio», por otra parte, es una obra maestra. Young lo condensa todo en diez líneas: el frío estribillo acusatorio de «Four dead in Ohio»; la valiente acusación a Nixon y los «soldaditos de latón» de la Guardia Nacional; el cambio súbito de perspectiva de un hombre leyendo las noticias a un amigo en duelo agachado sobre el cadáver de una víctima. Cuando las palabras parecen sobrar, el desgarrador solo de guitarra expresa toda la rabia y el dolor provocados por la situación. El único problema es el empleo de la primera persona del plural: «nos» hemos quedado solos, los soldados nos están abatiendo. En el polarizado vocabulario de la época podía tener su sentido, pero seguía existiendo una gran diferencia entre los estudiantes de Kent y un puñado de estrellas de rock.

Gerald Casale era un miembro de SDS de la Universidad de Kent que presenció las muertes de Krause y Miller, amigos suyos. Años después formaría la banda de art-punk Devo, aparecería en la película de Young Human Highway (1982) e incluso versionaría el tema «Ohio», pero, por entonces, le contó a Jim McDonough: «pensábamos que los jipis ricos estaban amasando dinero con algo terrible cuyo carácter político no acababan de entender. En las reuniones del SDS había acaloradas discusiones en que se presentaba a Young como herramienta del complejo industrial militar».

«Siempre me resultó extraño ganar dinero con eso —le dijo Young a McDonough—. Y nunca lo resolví.»

***

Spiro Agnew consideró que las matanzas de Kent fueron «predecibles» y acusó a sus viejos rivales, los «elitistas», por fomentar una cultura de «traidores, ladrones, pervertidos, de gente irracional e ilógica». Los días siguientes, más de un millar de campus protagonizaron algún tipo de agitación. Huelgas, sentadas y mítines fueron la tónica habitual; en algunos casos, ardieron edificios del ROTC y se llamó a la Guardia Nacional. El 14 de mayo, en el Jackson State College, Misisipi, la policía abrió fuego, mató a dos estudiantes negros e hirió a doce.

Entre tanto, la Norteamérica media no escondía sus sentimientos: «Vamos 4 a favor, la próxima serán más» era un cántico que circulaba por las calles de la propia Kent, al tiempo que una encuesta de Gallup concluía que el 58 % de los entrevistados culpaba a los cuatro estudiantes de sus muertes. El perro de presa conservador Al Capp afirmaba que «los auténticos mártires de Kent eran los muchachos de uniforme». La mayoría silenciosa, presuntamente tan estoica y digna, empezaba a sacar la navaja.

Cuatro días después de la matanza de Kent, el alcalde de Nueva York Lindsay ordenó que las banderas de la ciudad ondearan a media asta mientras los estudiantes se manifestaban en Wall Street en memoria de sus muertos. Para su sorpresa, se toparon con una contramanifestación cuyas pancartas lucían eslóganes como «Con norteamericanos como John Lindsay… Hanói no puede perder». Engrosada por cientos de trabajadores más durante la hora del almuerzo, los patriotas con casco marcharon hacia el Ayuntamiento cantando «God Bless America» y «The Star-Spangled Banner» mientras golpeaban a sus oponentes. Luego se dirigieron a la Universidad Pace donde atizaron a los estudiantes con tuberías de plomo envueltas en banderas norteamericanas, mientras la policía, mostrando su tácito respaldo, desistió de intervenir. El 20 de mayo, 100.000 trabajadores organizaron una marcha en favor de la guerra en Manhattan. Entre las pancartas esta vez: «Guardia Nacional 4 — Kent 0». El cantante country Harlan Howard, antiguo paracaidista del ejército, aportó luego la banda sonora para los futuros desmanes obreros con su álbum To the Silent Majority with Love, que incluía canciones como «Better Get Your Pride Back, Boy» [mejor recupera tu orgullo, chico] y «Uncle Sam I’m a Patriot».65

Nixon hizo un esfuerzo testimonial por reunirse con los estudiantes de Kent, invitándolos al Despacho Oval el 6 de mayo. Dos días después, mientras miles de manifestantes contra la guerra se concentraban en Washington D. C., se aventuró de madrugada hasta el Lincoln Memorial para charlar con algunos, pero se lo vio mucho más cómodo unos días después, cuando los trabajadores de la construcción de Nueva York le entregaron su propio emblema de orgullo proletario: un casco con las palabras impresas «Comandante en jefe».

El jefe de gabinete de Nixon, H. R. Haldeman, escribió más tarde: «La Universidad de Kent supuso un momento crucial para Nixon, el inicio de su declive hacia el Watergate». Para muchos jóvenes fue también el canto del cisne del idealismo jipi. «Aquello me cambió —le dijo Gerald Casale al escritor Simon Reynolds—. Hasta entonces había sido un poco jipi. Para mí fue el punto de inflexión. A partir de ahí, lo vi todo claro. Todos esos chavales con su idealismo, era algo muy ingenuo. Mataron sólo a unos cuantos y el mundo se vino abajo.»

Alexander Heard, rector de la Universidad de Vanderbilt, advirtió a Nixon en privado: «El significado de Mayo [fue] un bandazo hacia la izquierda… La identificación por parte de los propios universitarios de su condición como una clase aparte en la sociedad está adquiriendo proporciones extraordinarias». Este radicalismo en aumento se manifestó el 21 de mayo, cuando los Weatherman emitieron su «declaración de estado de guerra», prometiendo que «en los próximos 14 días atacaremos una institución simbólica de la injusticia amerikana [sic]. Éste es nuestro modo de celebrar el ejemplo de Eldridge Cleaver y H. Rap Brown y de todos los revolucionarios negros que nos inspiraron con su lucha tras las líneas enemigas para liberar a su pueblo». Cumplieron la promesa con cierto retraso: pasaron 19 días antes de atentar contra su primer objetivo: el cuartel general del Departamento de Policía de Nueva York.66

El número del 2 de noviembre de la revista Time lucía el epígrafe «Las guerrillas urbanas» y reunía en un mismo ovillo las vetas dispares del terrorismo doméstico, el IRA, los separatistas quebequeses, los naxalitas hindúes y los tupamaros uruguayos. En el artículo citaba un discurso admonitorio pronunciado en Naciones Unidas por el primer ministro británico Edward Heath: «Puede que en la década venidera, la guerra civil, y no ya las guerras entre naciones, sea el mayor peligro al que nos enfrentemos», y señaló que desde comienzos del año Estados Unidos había sufrido 3.000 atentados y más de 50.000 amenazas de bomba. En muchos casos se trataba de obra de derechistas: la no tan silenciosa mayoría. En Texas, dos integrantes de una célula racista llamada Raiders fueron condenados por hacer estallar 36 autobuses escolares.

Los fanáticos blancos no eran, sin embargo, aquéllos en quienes pensaban los republicanos cuando emitieron anuncios televisivos para las elecciones parlamentarias en que apremiaban así a los votantes: «Acaba con la oleada de violencia en Norteamérica». Siguiendo instrucciones del manual de George Wallace, el partido acogía de buena gana a los activistas perturbadores, especialmente si intervenían cuando estaba hablando Agnew: «Si el vicepresidente fuera maltratado por alguno de esos patanes, sería lo mejor que podría pasarle a nuestra causa —les dijo Nixon a sus consejeros—. Y si a alguien se le ocurre siquiera rozar a la señora Agnew, decid a la señora que se tire al suelo».

Sin embargo, los republicanos no eran conscientes de que había algo que la Norteamérica media temía más que a los estudiantes radicales: la inflación creciente. En las elecciones, pues, perdieron terreno ante los demócratas. Un irritado Nixon elaboró una lista de nuevas prioridades, entre ellas: «Debemos cambiar la imagen del líder eremita, aislado del pueblo, enfrentado a la juventud del país, obsesionado por los asuntos exteriores» y «el vicepresidente debe moderar su tono».

El líder ermitaño encontró al menos una estrella de rock afín a sus valores. Poco antes de Navidad, recibió en la Casa Blanca a un ilusionado Elvis Presley. Según un informe escrito por el asistente presidencial Bud Krogh, Presley llamó a los Beatles «una verdadera fuerza contra el espíritu norteamericano», «expresó conmovido al presidente que estaba “de su parte”» y prometió enseñar a la juventud una vida sana y el respeto por la bandera. Nixon se mostró agradecido, aunque no muy convencido. En tres ocasiones, apuntó Krogh, el presidente expresó su «preocupación por la credibilidad de Presley».

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Poco después de los sucesos de Kent, Ritchie Yorke de NME escribió lo siguiente: «O haces algo para contrarrestar la embestida del sistema, o te conviertes en parte del mismo. Ya no hay estadio intermedio». Y predijo confiado que «con casi toda seguridad, en un futuro inmediato, asistiremos a una tendencia de grupos de pop muy politizados. Entretenimiento para las tropas revolucionarias, por decirlo de algún modo», pero sucedió más bien lo contrario. Para Neil Young, la amalgama de furia, dolor y precisión narrativa de «Ohio» resultó irrepetible. Tal como le dijo a Jimmy McDonough, «sucesos como aquél no pasan cada día, de modo que tiene que haber un artista dispuesto y perceptivo, capaz de sentir lo sucedido para poder expresarlo en palabras o en otro tipo de manifestación. Tiene que coincidir todo eso».

Su siguiente álbum en solitario, After the Goldrush, le hablaba a la desolación del cambio de década en términos más abstractos: los castillos ardientes y las sirenas quejumbrosas de «Don’t Let It Bring You Down» o la angustia ecológica futurista del tema del título. Sus siguientes canciones protesta, «Southern Man» y «Alabama», eran ataques al Sur racista que sonaban curiosamente tardíos a principios de los setenta, con sus referencias a las cruces ardiendo y a los chasquidos de los látigos. A pesar de que la versión sobrecogedora de la cantante negra Merry Clayton supuso una notable mejora, ambas canciones adolecían de condescendencia —por parte de un canadiense, nada menos— y su mayor mérito fue inspirar a los roqueros sureños Lynyrd Skynyrd a escribir una indignada réplica, «Sweet Home Alabama» (1974). «Nos pareció que Neil andaba disparando a todos los patos para cazar alguno», explicó el líder Ronnie Van Zant. En una entrevista radiofónica de 1973 sobre «Ohio», Young no demostró ser muy concienzudo con los detalles, tras confundir Life con Time y a Mary Vecchio con «Allison no sé qué».

En 1971, Nash intervino con sus insípidas «Chicago» y «Military Madness», en tanto que Crosby gruñía contra los señores de la guerra en la Casa Blanca en «What Are Their Names», pero era tal el ambiente decrépito de jipismo finiquitado imperante en todo el disco, If I Could Only Remember My Name [si sólo pudiera recordar mi nombre], que puede muy bien ser que los oyentes se tomaran el título como una confesión personal. La impresión se confirma en una escena de la abstrusa aberración fílmica de Young Journey Through the Past, en la que Crosby explica solemnemente la polarización cultural en términos de «un hombre gris que te odia frente a una chica corriendo por un campo de flores, medio desnuda y riendo al sol».

La mayoría de los cantautores parecían desconcertados ante el derrumbe del idealismo de los sesenta. La miserable «Student Demonstration Time» de los Beach Boys, donde repasaban lo sucedido en Kent, Jackson y el Parque del Pueblo, no se cortaba al decir que cualquiera que participara en una manifestación pedía a gritos que le dispararan. «Ya sé que estamos todos hartos de guerras inútiles y de la lucha racial —concedía Mike Love—, pero la próxima vez que se desaten disturbios, mejor que te quites de en medio.» Los Who repudiaban el compromiso político con enérgico convencimiento en «Won’t Get Fooled Again»: «Meet the new boss, / Same as the old boss» [aquí está el nuevo jefe / igualito al de antes]. El radical británico Mick Farren le había pedido a Pete Townshend que escribiera una canción que convirtiera a los Who en el «instrumento de la revolución británica», pero en su lugar respondió con «un himno a lo apolítico».67 «Es una canción pésima —le dijo algo avergonzado al escritor Robin Denselow, años más tarde—. Dice que no hay razón para involucrarse en la política y la revolución, porque es todo un sinsentido.»

Pero, después de 1970, nadie ejemplificó la imparable debacle en calidad y eficacia de la canción protesta mejor que John Lennon.

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John y Yoko se habían instalado en Nueva York en agosto de 1971, donde fueron inmediatamente acogidos por los yippies. Como Stew Albert le comentó a Jon Wiener, «Lennon siempre decía que se sentía más cómodo con nosotros que con Tariq [Ali] y Robin [Blackburn] porque el estilo de nuestra política se asemejaba al mundo del espectáculo». El nuevo apartamento de los Lennon en Bank Street se convirtió en un imán para activistas de la izquierda de todo pelaje, como Allen Ginsberg, Bobby Seale y Huey Newton.

La primera aparición pública de Lennon y Ono fue en una concentración en Ann Arbor en apoyo a John Sinclair. El antiguo pantera blanca había cumplido dos años y medio de los diez que le habían caído y había estado orquestando una campaña mediática desde su celda. El 10 de diciembre, Phil Ochs adaptó «Here’s to the State of Mississippi» como «Here’s to the State of Richard Nixon» y Stevie Wonder dedicó «Heaven Help Us All» a Nixon y Agnew. Al final, ya de madrugada, Lennon apareció por primera vez en un escenario norteamericano tras una ausencia de cinco años e hizo públicas sus últimas creaciones. «John Sinclair» y «Attica State», sobre el sangriento motín de septiembre en la cárcel de Attica, no eran más que un clamor obvio resumido en cuatro eslóganes precipitados. El «Sisters, O Sisters» de Yoko fue un extemporáneo numerito feminista.

Dos días más tarde, sorprendentemente, Sinclair fue liberado. «De algún modo la llegada de John y Yoko a Nueva York ha tenido el efecto místico de reunir de nuevo a la gente», escribió Rubin, anticipando ya, excitado, un «Woodstock político» para la convención republicana del año siguiente en San Diego. Lennon anunció planes para una gira mundial destinada a recaudar fondos para presos políticos y a hacer campaña contra Nixon en las siguientes elecciones, en las que, debido a un cambio en el límite de edad para votar, ya podía hacerlo toda la franja de población entre los 18 y los 21 años. Durante unas sesiones con Bob Dylan el mes anterior, Ginsberg había grabado una canción llamada «Going to San Diego» y Lennon le habló a Dylan sobre la posibilidad de que tocara en la gira antiNixon. Se respiraba una gran excitación al respecto: «Haremos historia tanto musical como políticamente —le dijo Rubin a Jon Wiener—. Todo el cotarro iba a revivir los sesenta».

A mediados de febrero, John y Yoko aparecieron cada tarde en el Mike Douglas Show durante una semana, y se invitó a personajes como Rubin y Seale a despacharse ante los televidentes norteamericanos contra la masacre de Kent y la Guerra de Vietnam. Para los adalides de la mayoría silenciosa, todo aquello parecía una pesadilla surrealista. El Departamento de Justicia puso en marcha los planes para deportar al cada vez más engorroso exbeatle.

Entre tanto, Lennon andaba ocupado grabando el siguiente álbum de la Plastic Ono Band, Some Time in New York City. Estaba obsesionado con la idea de las «canciones de portada» extraídas directa y espontáneamente de los últimos titulares, un poco como la «composición periodística» por la que abogaba Phil Ochs. «Se hacía según la tradición de los periodistas cantantes en el teatro de revista», explicó. «Ohio», inspirada literalmente por la portada de Life, había sido un óptimo ejemplo de cómo hacerlo bien. Some Time in New York City era una muestra consumada de cómo hacerlo mal. El apogeo de la canción protesta de los sesenta murió ahí.

La imagen de carátula era una réplica de una primera plana del New York Times con la leyenda: «Ono news that’s fit to print»68 [las noticias de Ono que cabe publicar]. Las causas defendidas eran de rabiosa actualidad: feminismo, el domingo sangriento, el baño de sangre en la prisión de Attica. Las canciones eran condescendientes, chapuceras, desangeladas y torpes. El culmen del papanatismo fueron los burdos ripios de «The Luck of the Irish» («marchemos como duendes sobre los arco iris»).69 La reseña de Rolling Stone tildaba el álbum de «tan embarazosamente pueril que se erigía en clamor contra sí mismo». 70

Al preguntarle, años después, de qué modo su pasión política había afectado a su música, Lennon respondió: «Casi la destrozó».

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En mayo de 1972, Lennon abandonó públicamente los planes de gira anti-Nixon. Se hallaba enzarzado en una notoria batalla legal para evitar su deportación y no era el momento de buscarle las cosquillas a la Casa Blanca. Cabría discutir, con todo, qué tipo de amenaza representaba él realmente. Un informador del FBI había revelado recientemente: «Lennon parece ser de orientación radical, pero no da la impresión de ser un auténtico revolucionario porque se halla constantemente bajo el efecto de los narcóticos».

Así pues, los afanes de los músicos por expulsar a Nixon en noviembre adoptaron formatos más convencionales. El actor Warren Beatty organizó conciertos benéficos en favor del candidato demócrata, el «populista de la pradera» George McGovern, con intérpretes como Simon and Garfunkel (reunidos para la ocasión), Peter, Paul and Mary, Carole King y los Greateful Dead. McGovern trató de ganarse al público de una gala benéfica en Los Ángeles al soltar una cita del «Here Comes the Sun» de los Beatles. «Buena parte del liderazgo de esta generación procede de músicos y cineastas —le dijo Beatty al New York Times—, tanto si eso gusta como si no.»

El concierto benéfico era el nuevo rostro amable del activismo de las celebridades, pues las estrellas del rock lo encontraban más atractivo y bastante menos arriesgado que escribir canciones protesta o sumarse a las manifestaciones. La moda se había inaugurado en agosto de 1971, cuando George Harrison montó su concierto all-star para Bangladesh, que llegó a recaudar un cuarto de millón de dólares para ayudar a las víctimas de la guerra y de las inundaciones. Fue el primer paso de una larga trayectoria que culminaría con el Live Aid (1985).

Lamentablemente, el respaldo de los Greateful Dead y otros era quizá lo último que necesitaba McGovern. El senador demócrata Thomas Eagleton confesó desde el anonimato al columnista Robert Novak: «La gente no sabe que McGovern es favorable a la amnistía, al aborto y a la legalización de la hierba. En cuanto la Norteamérica media […] se entere, está muerto». La cita —que pronto se abrevió como «amnistía, aborto y ácido»— redobló su poder destructivo durante la convención nacional demócrata celebrada en Miami Beach, donde las cámaras de televisión captaron imágenes que provocaron escalofríos en la Norteamérica media: hordas de jipis desaliñados; Allen Ginsberg sentado con las piernas cruzadas y entonando cánticos; el líder negro Jesse Jackson ataviado con un dashiki africano; Rubin y Hoffman «entonándose con la democracia»; hombres besándose y luciendo camisetas del Poder Gay; triunfalistas seguidores de McGovern cantando «We Shall Overcome» y aullando «¡Las calles del 68 son los pasillos del 72!». Las imágenes del bando perdedor —cientos de delegados formalmente vestidos y la presencia de estrellas country como Tammy Wynette y George Jones— no constituían un metraje tan vistoso para su emisión.

Por el contrario, la convención republicana —que se trasladó a Miami Beach desde San Diego tras un escándalo de amiguismo— irradiaba tal unidad y fuerza que los periodistas se aburrieron como si estuvieran contando ovejas. En el interior, los delegados brindaban fielmente por Nixon y comentaban que el Partido Demócrata había caído en manos de «radicales y extremistas». En el exterior, en Flamingo Park, diversos grupos alternativos —yippies, sus hijastros más radicales los zippies, la rama más belicosa del SDS, Attica Brigade, el menos aguerrido Partido Popular de la Hierba— competían por llamar la atención. Rubin y Hoffman se sintieron descorazonados: tras gozar del poder del espectáculo en Chicago, comprobaban que el espectáculo en su formato más previsible y acartonado había anulado el mensaje. Una encuesta del instituto Gallup realizada después de la convención reveló que el presidente Nixon iba por delante con una ventaja del 34 %.

La campaña de McGovern descarriló cuando su compañero de candidatura, el algo indiscreto Thomas Eagleton, se retiró tras revelarse que había sido sometido a terapia electroconvulsiva por depresión y que no se había recobrado del todo. Nixon se benefició igualmente de la bala que en el mes de mayo había herido y paralizado para siempre a George Wallace.71 Con Wallace fuera, Nixon tenía garantizado el voto sureño.

El 7 de noviembre Nixon barrió a McGovern, tras vencer en todos los estados salvo en Massachusetts y en el Distrito de Columbia. Para cuando John y Yoko llegaron a casa de Rubin para ver los resultados, la magnitud de la derrota era terriblemente manifiesta. «¿Y ya está? —gritó Lennon—. ¡No me puedo creer esta jodienda! O sea, aquí estamos: somos la puta revolución: Jerry Rubin, John y Yoko y sus cómplices. ¡Ésta es la puta clase media que nos va a proteger de ellos!»

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Las secuelas de una derrota electoral son siempre difíciles. Las frágiles alianzas se desintegran. Las prioridades se revisan. Se lamen las heridas. La tradición de protesta roquera, ya vacilante, recibió el tiro de gracia con el activismo enérgico pero disperso de Lennon. Sacudido por fracasos tanto políticos como creativos y acosado por el gobierno, Lennon renunció a cambiar el mundo. Tiempo después, atribuiría su etapa radical al «sentimiento de culpa por ser rico y también porque quizá el amor y la paz no basten y uno tiene que salir a que le peguen un tiro o algo así […] para demostrar que se está con el pueblo. Todo lo hice contra lo que me dictaba el instinto».72

Para el resto de lo que Phil Ochs describiría como los «sodomizados setenta», las estrellas del rock circunscribieron su activismo a causas concretas: «Hurricane» (1975) de Dylan trataba del púgil retirado condenado por error Rubin «Hurricane» Carter, luego estaban las jocosas sátiras de Randy Newman sobre la intolerancia y la beligerancia norteamericanas en canciones como «Political Science» (1972) y «Rednecks» (1974). El apartheid, la energía nuclear y el medio ambiente también eran temas meritorios, pero no había causa que llegara a unir a la gente como lo había hecho la guerra. Después de que el último helicóptero estadounidense abandonara Saigón el 30 de abril de 1975, el hermano de Phil Ochs, Michael, le dijo a David Crosby que «parecía como si ahora que el dragón había sido vencido, todos se sintieran perdidos».

Muchos otros músicos rehuyeron completamente el comentario social. Cuando ya la música soul se lanzaba con voz firme a la canción protesta, el rock se ensimismó. Los puntos de referencia en ese sentido fueron los discos Crosby, Stills and Nash, Nashville Skyline de Dylan, Blue de Joni Mitchell y los postulados neorrurales del antiguo grupo de Dylan, The Band. En una elevada defensa de la apatía política, Pete Townshend habló acerca de crear «un microcosmos realista y contenido capaz de trabajar eficaz y humanamente en el seno de una democracia apática y corrupta». Este repliegue en la introspección apolítica se intensificó en algunos casos por efecto de una vasta riqueza y del consumo de drogas. «Lo que me importaba ante todo era el próximo chute —confesaba Crosby con franqueza en sus memorias Long Time Gone—. No me preocupaba mucho por los que pasaban hambre en Afganistán.»

Esta nueva desconexión de la política venía sintetizada en uno de los éxitos de 1972. El sencillo de debut de los Eagles, una nueva banda de country-rock proveniente de Los Ángeles, era «Take It Easy», un himno gozosamente pragmático a la rendición que aconsejaba a los oyentes: «Lighten up while you still can / Don’t even try to understand» [anímate mientras puedas, / no trates siquiera de comprender].