Víctor Jara, «Manifiesto», 1973
Foto sin fechar del cantante folk y activista chileno Víctor Jara.
Corría el verano de 1971 cuando Phil Ochs decidió que necesitaba visitar Chile. Los años anteriores, desde la debacle de Chicago y la elección de Nixon, no habían sido fáciles para él. Deprimido e incapaz de escribir, bebía muchísimo y engullía váliums como caramelos. Se juró que visitaría todos los países del mundo antes de su muerte, un suceso que estaba seguro que sería prematuro.
Cuando empezó a leer acerca de los acontecimientos ocurridos en Chile, le picó la curiosidad. En el mes de noviembre, Salvador Allende se convirtió en el primer jefe de estado marxista democráticamente elegido en todo el mundo, lo que supuso una inspiración para todos los izquierdistas del planeta. Ochs sugirió un viaje a su habitual compañero de aventuras, Jerry Rubin, quien a su vez invitó a Stew Albert.86 El trío aterrizó en Santiago en agosto y se embarcó en un largo periplo para documentarse, a lo largo del cual visitaron «junglas, minas, grutas, fábricas, canchas de baloncesto, estudios de cine y televisión, redacciones de periódicos, el desierto…». La mañana del 31 de agosto, andaban paseándose por Santiago cuando divisaron a un hombre guapo de cabello rizado que sostenía una guitarra y charlaba con una mujer. Rubin se les acercó y descubrió que se trataba del cantante folk Víctor Jara y de Joan, su esposa inglesa.87
Jara era prácticamente desconocido en Estados Unidos, pero en Chile era un folclorista, un activista y una estrella, el carismático adalid de los pobres del país y un actor clave en la campaña electoral de Allende. Aquel mismo día debía dar un buen concierto durante el descanso de un partido de baloncesto disputado entre una universidad local y un equipo de mineros del cobre e invitó a Ochs para que cantara un par de canciones y departiera con los trabajadores. Durante las siguientes semanas, Ochs acabó enamorado de Chile y de su anfitrión, con quien actuó en la televisión nacional. «Acabo de descubrir lo auténtico de verdad —le dijo más tarde a su hermano Michael—. Pete Seeger y yo no somos nada comparados con esto. Éste es un hombre que realmente es quien dice ser.» Luego viajó a Argentina y a Uruguay con su nuevo compañero, el radical judío David Ifshin, esperando reencontrarse de nuevo con Jara algún día.
Dos años después, Ochs acababa de regresar de un viaje a África con Ifshin cuando escuchó las noticias sobre su amigo. El 11 de septiembre de 1973, una junta militar respaldada por la CIA había derrocado el gobierno de Allende, matando al presidente y a cientos de sus seguidores. Entre ellos, supo Ochs, estaba Jara, que había sido ejecutado durante su detención en el Estadio Nacional de Chile.
Era una noticia sobrecogedora. Los cantantes protesta norteamericanos habían sido acosados, como Paul Robeson, o perseguidos, como Pete Seeger, pero nadie podía suponer que acabaría asesinado.88 Jara era demasiado educado para decírselo a Ochs, pero solía contemplar a sus homólogos norteamericanos como a un hatajo de frívolos consentidos manipulados para fines siniestros. Consideraba que las autoridades norteamericanas habían «tomado ciertas medidas: en primer lugar, la comercialización de la llamada “música protesta”; luego, la creación de “ídolos” de la música protesta que acatan las mismas reglas y sufren las mismas limitaciones que los ídolos de la música más comercial, se mantienen un tiempo en la brecha y luego desaparecen. Así, funcionan como un recurso eficaz para neutralizar el espíritu innato de rebelión de la juventud. El término “canción protesta” ya no es válido porque resulta ambiguo y ha sido desvirtuado por su uso. Yo prefiero el término “canción revolucionaria”». Todo el negocio de los cantantes protesta norteamericanos no era, en el fondo, más que espectáculo. En Chile, como bien sabía Jara, las apuestas eran algo más arriesgadas.
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El país en el que Jara había nacido en 1932, concretamente en el pueblo de Lonquén, estaba bendecido, atendiendo a los cánones sudamericanos, por la estabilidad política. En tanto que el resto del continente se veía asolado por los golpes militares y las guerras civiles, los chilenos se enorgullecían tanto de sus tradiciones de democracia y pactismo que se llamaban a sí mismos «los ingleses de Latinoamérica». El electorado se dividía de modo bastante equilibrado entre los tres grandes partidos, lo cual significaba que los gobiernos debían trabajar coaliciones y esforzarse por llegar al consenso. Después de un período accidentado en los años veinte, con un par de golpes de estado de breve duración, las coaliciones encabezadas por los liberales gobernaron a lo largo de las dos décadas siguientes.
El padre de Jara, Manuel, era un campesino analfabeto, pero su madre Amanda era una cantante folk leída que deseaba un mejor futuro para sus hijos y decidió mudarse a Santiago con toda la familia cuando Víctor era todavía un niño. Sin embargo, en la ciudad no había demanda para sus dotes musicales y su guitarra acabó criando polvo. La familia luchaba por salir adelante y, en 1950, Amanda sufrió un infarto mortal. Abatido, Víctor pasó entonces dos infelices años en un seminario católico y un año en el ejército para cumplir con el servicio militar obligatorio. Estudiaba para contable cuando por fin se vio impelido a explorar el legado musical de su madre y viajó por el campo para estudiar las canciones populares. Se unió, asimismo, a un grupo de mimo y en 1956 consiguió que lo aceptaran en la escuela de teatro de la Universidad de Chile.
Durante los años siguientes, la música fue su afición y el teatro su vocación. En un café bohemio de Santiago se hizo amigo de la folclorista Violeta Parra, una especie de Alan Lomax chilena, que cantaba según la tradición campesina e incluso había grabado canciones populares para la BBC. Víctor se unió a un grupo de folk llamado Cuncumén, cuyo nombre indígena era un indicio de sus auténticas aspiraciones. Estudió atentamente el modo en que la canción tradicional y los estilos de danza variaban según la región y los oficios, de modo parecido a como lo hacían Ewan MacColl y A. L. Lloyd en Gran Bretaña por aquel entonces. En 1961, pasó varios meses de gira con Cuncumén viajando por el este de Europa y la Unión Soviética, al tiempo que su reputación como uno de los más talentosos dramaturgos y directores de teatro chilenos le abrió nuevas puertas para otros viajes. En 1959, poco después de la Revolución Cubana, cuando se hallaba de gira por el país con una obra teatral, se le concedió una audiencia con el Che Guevara. Y fue en 1964, durante un festival de teatro en Uruguay, cuando conoció al presidente del Partido Socialista Chileno, Salvador Allende.
Nacido en 1908, Allende era un médico que había librado sin éxito dos campañas electorales como candidato del Frente de Acción Popular, en 1952 y 1958. Era un orador vibrante con un toque populista en cuya campaña de 1964 introdujo un marcado contenido musical. Desde los primeros años del siglo XX, el movimiento obrero había recurrido a las canciones para hacer llegar su mensaje a los trabajadores analfabetos. En las circunstancias del momento, mientras las emisoras principales, propiedad de las grandes empresas y terratenientes, favorecían el pop norteamericano, la música folk se convirtió en la banda sonora de la izquierda. Jara era uno de los cantantes folk que participaba en los mítines del FAP. La Revolución Cubana había sobrecogido a la derecha chilena, que tomó la decisión estratégica de respaldar al democristiano Eduardo Frei, impidiendo así por tercera vez la victoria de Allende. Con todo, Frei heredó un país fragmentado y su «tercera vía» entre el capitalismo y el marxismo no logró soldar las fisuras. En tanto que sus programas sociales progresistas enojaban a los acaudalados conservadores, sus valedores de la clase trabajadora acabaron viéndolo como un agente del sistema afín a los intereses de los ricos.
Durante el sexenio de Frei, Jara se convirtió en un icono de la oposición izquierdista y del revival folk conocido como la Nueva Canción, que inició su andadura en Chile (la expresión se acuñó primero en Santiago), Uruguay y Argentina y fue escalando posiciones continente arriba. El corazón de la Nueva Canción Chilena era una cooperativa de artistas fundada en la Peña de los Parra, en el centro de Santiago, por los hijos de Violeta Parra, Ángel e Isabel. Aquel local destartalado era un lugar de paso para músicos, escritores, estudiantes, políticos e intelectuales que deseaban escuchar folk en su propio ambiente informal y bullicioso. Tres veces por semana, cuando Jara terminaba su trabajo en el teatro, acudía a la Peña para cantar hasta la madrugada, mientras los cosmopolitas hermanos Parra presentaban a los visitantes las canciones que habían recopilado por toda Latinoamérica. Tres de los jóvenes barbudos que frecuentaban la Peña de los Parra formaron el grupo de Nueva Canción Quilapayún (Jara ejerció de director artístico) y otra peña, en la Universidad Técnica, dio origen a otro grupo importante, Inti-Illimani.
La reputación de la Peña de los Parra se extendió más allá de las fronteras chilenas y se convirtió en un imán para los músicos que huían de la persecución en otros países del continente. En 1968, tras cuatro años de autocracia militar en Brasil, el nuevo sonido de vanguardia, irreverente, de tropicália supuso un desafío a la junta, por más que se evitaran las letras declaradamente resistentes. Los pioneros de tropicália Gilberto Gil y Caetano Veloso fueron arrestados al año siguiente y se exiliaron tras su liberación. Otros músicos menos afortunados fueron torturados o ingresados en psiquiátricos. Argentina, entre cuyas estrellas de la Nueva Canción destacaba Mercedes Sosa, vio como los militares tomaban el poder en 1966.89 Uruguay declaró el estado de emergencia en 1968 y el país devino progresivamente más opresivo; el cantante folk Daniel Viglietti fue arrestado y encarcelado cuatro años después y Braulio López de Los Olimareños fue arrestado y torturado en Argentina en 1976.
Durante aquel año capital de 1968, Jara visitó Estados Unidos y Reino Unido durante una gira teatral, pero la experiencia lo abrumó por descorazonadora. «Parece que nadie se atreve a ser él mismo —se quejaba en una carta a su esposa Joan—. Le tienen miedo a la soledad y, por ello, todos están solos entre una masa de gente solitaria… Aunque esté en manos de Estados Unidos y tenga otros defectos, Chile es al menos un lugar donde el pan es pan y la tierra, tierra.»90
Mientras tanto, sus canciones resultaban cada vez más politizadas. En 1967 dedicó «El aparecido» al Che Guevara, que por entonces se hallaba promoviendo la revolución en Bolivia, pocos meses antes de ser asesinado. «El soldado», una canción que escribió para Quilapayún, criticaba a los militares, que se ocupaban cada vez más de aplastar la disensión interna y menos de la defensa nacional. En nombre del anticomunismo, Estados Unidos enviaba armas y equipamiento antidisturbios a los temidos escuadrones especiales de la policía chilena, el Grupo Móvil. Cuando el Grupo Móvil irrumpió contra las manifestaciones estudiantiles por las reformas universitarias con cañones de agua y gas lacrimógeno, él y Quilapayún escribieron «Movil Oil Special», un juego de palabras con la petrolera norteamericana Mobil, y salpicaron su grabación con el sonido de los manifestantes, sus cantos y el estallido de las granadas de gas. A instancias de organizadores sindicales y activistas, su música acabó saliendo de las peñas para viajar hasta los campos, las explotaciones petrolíferas y las ciudades mineras. «Un artista debe ser un verdadero creador y, por tanto, un revolucionario en esencia —dijo Jara—. Un hombre tan peligroso como una guerrilla por su gran poder de comunicación.»
La mañana del 6 de marzo de 1969, siguiendo instrucciones del ministro del Interior Edmundo Pérez Zukovic, la policía armada bajó hasta una extensión de terreno situada en las afueras de la ciudad de Puerto Montt. La zona había sido ocupada por docenas de familias campesinas como protesta por las condiciones de la vida rural. Zukovic, un acaudalado derechista que dirigía el Grupo Móvil, estaba decidido a echarlos y, si hacía falta, por la fuerza bruta. La policía rodeó el campamento, pegó fuego a las chozas improvisadas y disparó con metralletas sobre los campesinos que corrían en desbandada. Murieron ocho campesinos. Cuatro días después de la masacre, Jara se subió al escenario durante una protesta multitudinaria en Santiago y estrenó su canción más airada hasta la fecha: «Preguntas por Puerto Montt».
La canción cimentó el prestigio de Jara como cantante indómito y defensor del hombre común. Allí donde iba se le pedía que la cantara. Pero en aquel clima político cada vez más febril, otros veían en aquella canción su confirmación como radical peligroso. Se le defendía y atacaba a partes iguales, según fuera la filiación de la prensa. Mientras actuaba en una escuela en el mes de junio, fue apedreado y casi linchado por estudiantes anticomunistas antes de poder escapar por la puerta trasera. Aun así, la oposición no hacía más que inflamar su celo revolucionario. El Primer Festival de la Canción Chilena celebrado aquel año se convirtió en un escaparate para la Nueva Canción, en el que actuaron Jara, Quilapayún, Inti-Illimani y los hermanos Parra (Violeta se había suicidado en 1967). El premio a la mejor canción se lo llevó Jara por su nuevo himno campesino «Plegaria a un labrador».
A medida que se acercaban las presidenciales de 1970, la tan preciada tradición de civismo político en Chile se había hecho trizas y tanto la derecha como la izquierda intensificaban sus actividades en las calles. En octubre de 1969, militares derechistas airados por los recortes de Frei en el gasto militar intentaron dar un golpe, que fracasó gracias a que los altos mandos seguían respetando la Constitución. El nuevo comandante en jefe, el general René Schneider, juró respetar el resultado de las elecciones, pero algunos de sus colegas tenían otros planes. Cuando la coalición de Unidad Popular eligió a Allende como candidato, algunos sectores de la derecha decidieron que había que cortar el paso al buen doctor.
Los meses anteriores a la elección, la consternación por las pretensiones de Allende de hacerse con la presidencia en su cuarta intentona no se limitaba a las élites del país. En Washington, Henry Kissinger echaba humo: «No veo por qué debemos cruzarnos de brazos y ver cómo un país cae en manos del comunismo por la irresponsabilidad de su propia gente». En marzo, el «Comité de los 40» de Kissinger, un grupo concertado del Congreso, autorizó los primeros pagos a los adversarios políticos de Allende, dando así a entender que si Estados Unidos no podía impedir la victoria de Allende, se dedicaría a desestabilizarlo una vez asumiera el cargo.
Las elecciones fueron terriblemente reñidas. Los grupos de campaña rivales, las «brigadas», tapizaron las calles de Santiago con eslóganes opuestos en favor de Allende, del democristiano Radomiro Tomic y del derechista Jorge Alessandri del Partido Nacional. Los defensores de la Unidad Popular se enfrentaron a la policía y a los paramilitares fascistas. Cuando el manifestante de 18 años Miguel Ángel Aguilera murió a manos de aquéllos, Jara lo homenajeó con el tema «El alma llena de banderas». También escribió una nueva letra para el tema de campaña de Allende, «Venceremos». El día de las elecciones, 4 de septiembre, casi un millón de seguidores de la Unidad Popular lo cantaron por las calles de Santiago.91
Mientras se procedía al recuento, se hizo evidente que la derecha había cometido un error estratégico fatal. Al abandonar a los democristianos por su enfado con Frei, habían dividido el voto anti-Allende, brindando así al líder socialista una victoria ajustadísima, pero victoria. Sin embargo, de acuerdo con la ley chilena, un candidato ganador con una mayoría relativa debía ser confirmado por el Congreso. Circulaban rumores de que los democristianos anularían el voto popular y respaldarían a Alessandri e incluso de que iba a intervenir el ejército para frenar a Allende. La delegación de la CIA en Santiago recibió un cable de la sede en Langley, Virginia: «La línea a seguir es firme y sin enmienda, que Allende sea derrocado por un golpe».
La derecha chilena cumplió con su parte. Para avivar el miedo a la escasez y al desplome económico, los empresarios cerraron sus fábricas, retiraron sus ahorros e indujeron una caída del valor de las acciones. Los votantes de la Unidad Popular respondieron con masivas manifestaciones en favor de Allende. Todo el país parecía estar aguantando la respiración. El 22 de octubre, dos días antes del voto del Congreso, en un intento de secuestro por parte de jóvenes golpistas, el general Schneider murió por los disparos de aquellos muchachos. Su asesinato arrojaba una sombra siniestra sobre la decisión del Congreso: los democristianos decidieron acatar la voluntad de los votantes y Allende se trasladó al Palacio de la Moneda el 3 de noviembre. Durante uno de los discursos de la victoria, apareció ante una pancarta que rezaba: «No habrá revolución sin canción».
Con todo, ya desde el primer día, aquella victoria andaba coja, asediada por fuerzas hostiles tanto internas como foráneas. Allende no era el monstruo marxista que sus rivales habían pintado, pero no dudó en llevar adelante sus políticas izquierdistas: disolvió al Grupo Móvil, entabló relaciones con Cuba y China, nacionalizó minas y bancos y recortó millones de dólares en «ingresos extraordinarios» de las compañías de cobre extranjeras. Estados Unidos replicó reduciendo sus ayudas e inundando de cobre el mercado internacional a fin de perjudicar las exportaciones chilenas. La prensa derechista, financiada secretamente por el Comité de los 40, procedió con su campaña para aterrorizar a la población.
El sucesor de Schneider como comandante en jefe, el general Carlos Prats, reafirmó el compromiso del ejército de respaldar al gobierno legítimamente elegido, pero ¿por cuánto tiempo? En todo el continente, los trabajadores contemplaban al gobierno de Unidad Popular como un hito de progreso, en tanto que el mundo del capital lo veía como un cáncer peligroso que debía extirparse del cuerpo político antes de que hubiera metástasis. Allende podía sentar precedente: la probabilidad de que otros países siguieran esa misma línea dependía de si su gobierno se mantenía o caía.
Para Jara y sus amigos, la etapa de gobierno de Allende fueron tiempos de celebración turbada por la ansiedad. «La gente creía que el paraíso estaba a la vuelta de la esquina —recordaba el antiguo aliado de Allende Marco Antonio de la Parra—. Hubo un estallido de pasión, una borrachera de ideas… Pero también se respiraba violencia, una sensación de que todo podía venirse abajo. Sufrimos el impacto calamitoso de una era utópica.»
Jara escribió varias canciones en las que celebraba la nueva era y ensalzaba a los pobres (La población era un álbum conceptual sobre la vida campesina), a la vez que no se arrugaba a la hora de azuzar a la derecha. «Las casitas del barrio alto», su versión de «Little Boxes» de Malvina Reynolds, convirtió una sátira amable en un ataque demoledor contra las élites ricas que aprobaban el asesinato de Schneider. Por entonces emergieron incontables grupos musicales (Quilapayún se multiplicó como la hiedra con subgrupos como Quila I, Quila II, etcétera) y cada nuevo acontecimiento político generaba su canción correspondiente, quizá no siempre buena. «Algunas eran divertidas, otras divulgativas y, por tanto, quizá útiles, algunas satíricas, pero muchas eran simplemente aburridas y musicalmente anodinas», escribió Joan Jara. La oposición también encargó sus propias composiciones anti-Allende.
Fue la ferocidad de las fuerzas de la oposición lo que permitió a Jara preservar el dejo radical, a pesar de su estrecha cercanía con el presidente. Se hace difícil imaginar a un cantante protesta estadounidense componiendo la sintonía de la cadena de televisión nacional, tal como hizo Jara para Canal 7, pero incluso detentando la presidencia el gobierno de la Unidad Popular se antojaba una administración rebelde. Por su parte, la oposición derechista contaba con dinero (incluyendo ocho millones de dólares cedidos por la administración Nixon) y con las empresas de comunicación. La derecha empezó a organizar manifestaciones para difundir el temor por la escasez de alimentos y, en 1971, mujeres de clase media desfilaron aporreando cacerolas en la «marcha de las cacerolas vacías». El eslogan de la oposición era «acumular rabia» y sus tropas de choque eran la milicia fascista Patria y Libertad.
Lamentablemente para Allende, las guerrillas marxistas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) respondieron a las actividades de Patria y Libertad con su propia violencia. En julio de 1971, un grupúsculo radical escindido, Vanguardia Organizada del Pueblo, asesinó al exministro del Interior Zucovic, un asesinato que algunos trataron de endosarle al autor de «Preguntas por Puerto Montt». La Unidad Popular se vio comprimida entre extremistas de ambos bandos, a la vez que se veía impelida más a la izquierda por los militantes. Deseoso de mejorar las condiciones de vida, el gobierno rebajó en exceso los precios y subió los salarios, ocasionando así un estancamiento de la economía.
Al final, la escasez de comida dejó de ser un miserable rumor, consecuencia de la huelga de camioneros, impuesta por los empresarios más que por el sindicato, que bloqueó los suministros de bienes esenciales en octubre de 1972 y provocó colas en los comercios y racionamiento. La crisis se cerró con la designación del general Prats como ministro del Interior, garantía de una calma relativa hasta las elecciones parlamentarias del siguiente mes de marzo. En cualquier caso, el poeta chileno Pablo Neruda habló por muchos de sus conciudadanos en diciembre cuando celebró su reciente Premio Nobel en el Estadio Nacional y expresó su temor de una guerra civil inminente.
El día de Nochebuena, Víctor estaba sentado con su mujer Joan en el exterior de su casa cuando le dijo: «Este año será crucial, mamita. Me pregunto dónde vamos a estar la Navidad que viene».
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La campaña de las elecciones parlamentarias se desarrolló bajo la banda sonora de las canciones militantes de ambos bandos. La oposición incluso se apropió descaradamente de la melodía de «El hombre es un creador», de Jara, para un anuncio televisivo con el eslogan «Allende = caos». Jara hizo campaña incansablemente por la Unidad Popular, pronunció discursos y cantó. El partido se llevó más del 40 % de los votos, desbaratando los intentos de la oposición de apartar a Allende por medios democráticos y acelerando sus planes para recurrir a medios alternativos.
Una sensación de crisis se cernía sobre Chile como un nubarrón. Tras las elecciones, Patria y Libertad lanzó una nueva campaña de violencia callejera anunciada en los muros con las iniciales S.A.C.O., Sistema de Acción Cívica Organizada. En más de una ocasión, Jara escapó por los pelos de ser aporreado por cuadrillas fascistas, y en su trayecto diario al trabajo debía sortear los enfrentamientos entre alborotadores y policías. «Trabajábamos bajo un trasfondo sonoro de griterío callejero, ruido de cristales rompiéndose, el estallido de las granadas de gas lacrimógeno», escribió Joan Jara. Víctor grabó una canción antifascista con Inti-Illimani, «Vientos del pueblo», en la que flagela a «los que hablan de libertad / y tienen las manos negras».
La impaciencia de las fuerzas armadas se intensificó por la extendida convicción (que resultó enormemente exagerada) de que las milicias izquierdistas estaban reuniendo armas y preparándose para una revolución marxista. Cundía una rumorología febril sobre una conspiración de Allende para asesinar a los oficiales conflictivos —el llamado plan Z—, aunque no existen pruebas de que dicho complot fuera cierto. En junio, un regimiento de carros de combate amotinado dirigió sus cañones hacia el Palacio de la Moneda en una intentona de golpe. De nuevo, el general Prats fue el héroe del momento al enfrentarse personalmente a los tanquistas para ordenar a los conspiradores que se rindieran, pero sólo logró posponer su asalto al poder. Los democristianos desecharon la última tentativa desesperada de Allende para tratar de ganarse su respaldo vital, en tanto que los golpistas en el seno de las fuerzas armadas tramaban deshacerse de Prats y de sus leales constitucionalistas, uno de los cuales, el comandante de navío Arturo Araya, fue asesinado en julio. Otra huelga inducida por los empresarios, mejor concertada que la de octubre, paralizó la economía, coincidiendo con una nueva oleada de sabotajes de los paramilitares. «La tarea es ingente —escribió Prats en su diario—. La huelga de camioneros prosigue, como la de los propietarios y los gremios; se extiende el terrorismo […] el diálogo entre el gobierno y el Partido Cristiano Demócrata ha fracasado por el momento. El país está cansado.»
El 22 de agosto cayó la última pieza del dominó cuando la Cámara de Diputados instó a los militares a apartar a Allende; Prats, consciente de que ya no contaba con la confianza de sus oficiales, dimitió del ejército y del gobierno. Su reemplazo fue un militar de manual —austero, puntual, disciplinado, incansable—, al que se presumía leal a la Constitución pero que nutría un odio profundo por el comunismo: el general Augusto Pinochet.
El 3 de septiembre, los atemorizados defensores de Allende celebraron el tercer aniversario de su elección con una manifestación masiva, el último gesto de amor por un gobierno moribundo. El matrimonio Jara fue avisado de que debía hacer planes para huir cuando sucediera lo peor, pero Víctor decidió quedarse y luchar. De modo inesperado, su último álbum fue el menos politizado, se trataba de una colección de osadas canciones campesinas llamada Canto por travesura. «Nosotros los chilenos somos gente jovial con gran sentido del humor —explicó—. Y necesitamos recordarlo.» Estaba programado para salir en septiembre, pero no fue más allá de la impresión. Jara también había grabado algunas canciones para su próximo álbum, que se compiló de manera póstuma. En el tema que lleva el título del disco, «Manifiesto», Jara explica por qué canta, emplazándose, como Pete Seeger, ya no como estrella sino como vehículo para el mensaje: «Que el canto tiene sentido / cuando palpita en las venas / del que morirá cantando». La interpretación es tremendamente triste: suena como un adiós.
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La mañana del 11 de septiembre, Joan Jara se despertó con las noticias de extraños movimientos de tropas en Santiago. Y Víctor y ella escucharon la emisión de despedida de Allende, en que agradecía su apoyo a los oyentes. «La historia nos pertenece —prometió—, porque es la gente quien la hace.» Luego la señal se interrumpió; los militares habían cortado todas las transmisiones de las emisoras favorables a Unidad Popular y ya sólo se escuchó música marcial. Más tarde, una voz interrumpió la música para anunciar que Allende tenía hasta mediodía como límite para abandonar su cargo. Mientras sus vecinos progolpistas le lanzaban insultos rastreros, Víctor acudió a su trabajo en la Universidad Técnica, tras prometerle a su esposa: «Volveré tan pronto como pueda».
Ocho minutos antes de mediodía, Joan oyó como dos cazabombarderos sobrevolaban su casa y, segundos después, sintió una gran explosión con los primeros impactos contra la Casa de la Moneda. Luego fue el turno de los helicópteros, que acribillaron la sede presidencial. Actuaban bajo las órdenes de Pinochet, reclutado a última hora para el golpe pero entregado en su rol con salvaje empeño. Antes de ordenar el ataque aéreo desde su base en las afueras de Santiago, peroró ante sus auxiliares sobre «toda esa piara de cerdos… toda esa escoria que nos iba a arruinar el país».
Los guardaespaldas de Allende respondieron al ataque antes de salir del palacio en llamas ondeando una bandera blanca. Al entrar en el Palacio de la Moneda, un grupo de soldados descubrió al presidente desplomado en un sofá de terciopelo rojo con la cabeza destrozada y las manos manchadas de pólvora. Tenía apoyado contra él un rifle automático con las palabras grabadas: «A Salvador, de su compañero en armas. Fidel Castro».
Ya antes de que cayera la Moneda, los soldados estaban barriendo los bastiones de Unidad Popular, arrestando a los seguidores de Allende. Algunos grupos de estudiantes y trabajadores, armados por el MIR, lucharon, pero sin los recursos ni la preparación para montar una resistencia a gran escala. Se impuso el toque de queda. Hacia las 16.30, Víctor llamó a Joan para decirle que no podía llegar a casa desde la universidad, pero que se verían por la mañana. «Mamita, te quiero», dijo antes de colgar.
Joan permaneció despierta tumbada en la cama toda la noche, escuchando ráfagas de metralleta que iban quebrando el silencio. Cuando salió para comprar pan a la mañana siguiente, las calles estaban invadidas por soldados y milicias fascistas. Ni una señal de Víctor. Se pasó casi todo el día mirando las noticias y supo que los tanques habían tomado la universidad. Un amigo le contó que todos los que habían sido arrestados allí habían sido trasladados al Estadio Nacional de Chile, antaño escenario del Festival de la Canción y ahora gigantesco complejo carcelario. El viernes, tres días después del golpe, Joan se dirigió al estadio, pero no pudo entrar. El domingo recibió la visita de un joven comunista que la informó, dolido, de que el cadáver de Víctor estaba en la morgue, junto con otros centenares más transportados desde el estadio. Al llegar a la morgue, pasó junto a una larga hilera de cadáveres antes de encontrar a su marido. Tenía una herida abierta en el abdomen y el pecho era un coladero, las manos colgaban inertes de las muñecas machacadas. Al menos, pensó Joan, había podido identificarlo y podría tener su funeral, al menos no sería sepultado en la fosa común con todos los muertos que nadie había podido reclamar.
Según supo más tarde Joan, Víctor había pasado la noche del 11 en la universidad, tratando de consolar con sus canciones a unos cientos de estudiantes y profesores. Después de que los soldados tomaran el campus a la mañana siguiente, fue reconocido antes de llegar al estadio. «Tú eres ese jodido cantante, ¿no?», ladró un soldado, derribándolo y pateándolo. Fue arrastrado a una zona especial del estadio reservada para prisioneros destacados. El martes por la mañana un oficial se acercó a él e imitó sádicamente el gesto de tocar la guitarra, al tiempo que deslizaba un dedo por su garganta. A lo largo del día fue tan brutalmente golpeado que apenas podía caminar.
Los 5.000 prisioneros del estadio no recibieron ni agua ni comida y los torturaron con focos deslumbrantes, los bombardeaban con amenazas y, de vez en cuando, eran ametrallados. Todo ello lo recogió silenciosamente Víctor en su última canción inacabada, que garabateó en un pedazo de papel prestado. En el momento en que los soldados lo retiraban de allí, le pasó la canción a otro prisionero, que la escondió en su zapato. Otros detenidos memorizaron algunos versos para asegurar la supervivencia de aquella canción, incluso en el caso de que se descubriera el papel. Ésta empieza con un repaso de las condiciones en el estadio, se transforma en una plegaria a Dios pidiendo justicia y concluye, prematuramente, con un giro desgarrador sobre el tema de las motivaciones para cantar declamado en «Manifiesto». «Canto que mal me sales cuando tengo que cantar espanto», dice un verso. «El silencio y el grito son las metas de este canto», sentencia después.
En uno de los mismos camerinos donde se había preparado para cantar en el Festival de la Canción, fue torturado durante horas, luego trasladado al campo para una última humillación pública. «¡Canta ahora si puedes, cabrón!», ordenó el oficial que antes se había mofado de él. Entre los labios ensangrentados, Jara farfulló un verso de «Venceremos» antes de que lo derribaran y lo arrastraran fuera. Más tarde, lo asesinaron a tiros.92
En diciembre, unos 1.500 civiles habían sido asesinados como resultado del golpe, pero entre ellos Jara era el único músico conocido. Inti-Illimani y Quilapayún tuvieron la suerte de encontrarse de gira en el extranjero, donde compusieron un himno a la resistencia nacional a partir de la canción de la Unidad Popular creada por Sergio Ortega: «El pueblo unido jamás será vencido». Ángel Parra fue retenido en el estadio, pero finalmente liberado. Cuando un desolado Pablo Neruda murió el 25 de diciembre tras una larga enfermedad, su funeral público se convirtió en una despedida a Jara, Allende y al resto de las víctimas del golpe: un último y fúnebre hurra por la era de la Unidad Popular. Los discos de Jara y de todo el movimiento de la Nueva Canción fueron arrojados al fuego junto con los volúmenes de literatura desafecta. Joan fue obligada a inmolar la colección familiar, pero se hizo con la copia maestra de las últimas grabaciones de Víctor para llevársela, agradecida como nunca a su pasaporte británico, de vuelta a Londres.
***
Joan Jara dejó atrás un país que vivía bajo la tenaza del terror estatal. La junta militar de cuatro hombres disolvió el Congreso, prohibió los partidos políticos, implantó una censura sistemática y encarceló a decenas de miles de opositores políticos, que soportaron meses de humillaciones y abusos. Muchos chilenos conservadores respetuosos con la ley que habían celebrado el final de lo que la propaganda oficial tildaba de «caos, ambulancias, violencia» contemplaron con inquietud que la junta no tenía intención de devolver el poder a los políticos hasta completar su tarea de «limpieza moral», una represión para la que no había plazo fijado, pero cuya víctima fue la izquierda. El miedo y la paranoia anticomunistas generados por los conspiradores a lo largo de los últimos tres años dieron rienda suelta a todo tipo de atroces venganzas y desapariciones. «Sólo podía suceder en un país que estaba ya enfermo —dijo el antiguo seguidor de Allende Marco Antonio de la Parra—. Los crímenes fueron cometidos por un bando, pero la pasión que se vivía en el otro bando les arrebató toda cautela e hizo posible cualquier desmán.»
Los historiadores Pamela Constable y Arturo Valenzuela describen el contraste con la experiencia previa:
La era de Allende fue una gran vivencia cívica, con un flujo constante de actividad política y cafés bulliciosos hasta el alba. El golpe dejó caer un telón de acero sobre toda esta intensa experiencia. Las librerías cerraron, la vida nocturna desapareció, las emisoras de radio sustituyeron la música protesta andina por mariachis y pop norteamericano. Santiago pasó a ser una ciudad tensa y sometida donde los residentes iban y venían en silencio en los autobuses y hablaban susurrando en los restaurantes.
Phil Ochs quedó devastado. «Cuando sucedió, me dije, “vale, esto es el fin de Phil Ochs”», contó más tarde. Sin embargo, consiguió que ese dolor se transformara en energía y organizó un masivo concierto benéfico para concienciar a la gente: Una noche con Salvador Allende. Deni Frand, una antigua voluntaria por McGovern que ayudó en la organización, recordaba: «Phil solía decirme “a menos que estés preparado para morir por algo, no vale la pena hacerlo”… Él creía. Creía de verdad». La venta de entradas iba muy floja hasta que un día se cruzó con Bob Dylan por el Greenwich Village y lo bombardeó con los detalles de la situación chilena, incluyendo una apasionada remembranza del discurso inaugural de Allende. La víspera del espectáculo, Dylan accedió a actuar y, unas horas después, las entradas se habían agotado.
Una noche con Salvador Allende fue el concierto benéfico más manifiestamente político que había montado Ochs. Los asistentes, entre quienes se contaban Joan Jara y la viuda de Allende, Isabel, presenciaron intensos discursos, breves documentales, así como apariciones de artistas como Arlo Guthrie, que cantó la recién compuesta «Víctor Jara», y Pete Seeger, que más tarde grabó una versión inglesa de la última canción inacabada de Jara, «Estadio Chile».93 Aunque la voz de Ochs estaba muy dañada tras un asalto sufrido en África, se unió gozosamente a Dylan, su viejo amigo, rival y crítico, para un ebrio y áspero final con «Blowin’ in the Wind». Fue el último gran logro del cantante.
Ochs tenía elevadas aspiraciones, pero ya carecía de la fe y de la sensatez para verlas realizadas. Su alcoholismo empeoró tanto como sus depresiones y sus cambios de humor. La concentración que, bajo el lema «la guerra ha terminado», celebró la caída de Saigón ante los norvietnamitas en 1975, le concedió un último aliento de energía al que siguió un declive catastrófico. Pasó a anunciarse como John Butler Train, un hosco, mugriento, paranoide Mr. Hyde que alardeaba de haber matado a Phil Ochs. Como un déjà vu cruel, su último gran plan, un concierto all-star benéfico en Perú se vio frustrado a última hora por un golpe de estado derechista. El cantante protesta estaba sin blanca, dependía de la caridad de los amigos y contaba a quien quisiera escuchar que el FBI lo seguía para asesinarlo. Su simbólico «asesinato» a manos de Train era una anticipación de lo que estaba por venir. El 9 de abril de 1976, Ochs se colgó con su cinturón en el baño de la casa de su hermana.
Tanto Ochs como Jara murieron porque creían de verdad en la importancia de protestar cantando. Sin duda, sus historias eran distintas: Jara aún cantaba y componía cuando faltaba poco para que lo asesinaran, en tanto que Ochs había perdido su voz creativa y su optimismo, mucho antes de quitarse la vida. En última instancia, sin embargo, ambos fueron víctimas de aquella década políticamente brutal y desoladora. No deja de ser asombroso que sus caminos se cruzaran brevemente cuando, cargados de energía e idealismo, se encontraron por casualidad una mañana en las calles de Santiago.