The Clash, «White Riot», 1977
El caos del punk
Mick Jones, Joe Strummer y Paul Simonon, de los Clash, en el Rainbow Theatre de Londres leyendo un artículo sobre punk rock, 9 de junio de 1977.
En agosto de 1975 David Bowie concedió una lamentable entrevista telefónica a NME. «Lo que vemos aquí —decía desde su base en Los Ángeles— son norteamericanos jóvenes y radiantes, ya sabes, como un fraseo cantarín antes del crescendo ensordecedor. En Inglaterra es un canto fúnebre, siempre está encapotado.» Mientras el artista peroraba sobre la cultura «filistea» y la decadencia moral, el entrevistador Anthony O’Grady le preguntó cuál era el paso siguiente. «La dictadura —replicó Bowie con firmeza—. Quizá esperes que me equivoque. Pero no. Mis predicciones son muy precisas.»
Aun aceptando que Bowie estaba tan encapotado por la cocaína que, tiempo después, sería incapaz de recordar con detalle aquella etapa, ¿qué le debía parecer su patria a una distancia de ocho husos horarios? Tanto Estados Unidos como el Reino Unido estaban inmersos en su propio derrotismo, pero los relatos diferían. Sacudidos por el Watergate, los desencantados norteamericanos percibían a su gobierno como artero y traidor, capaz de complejas tramas maquiavélicas para engañar al país. En contraste, los gobernantes británicos parecían demasiado débiles e incompetentes como para tramar nada.
Después de 30 años, la política de consenso posbélico se hallaba bajo una tensión terminal. La popularidad del primer ministro conservador Edward Heath se había desplomado durante la crisis del petróleo por el racionamiento de la gasolina y la restricción provisional de la semana laboral a tres días, a lo que siguió una huelga nacional en la minería. Tras su vuelta al número diez de Downing Street, el laborista Harold Wilson tuvo que enfrentarse a la devaluación meteórica de la libra y al estancamiento económico, y su gestión procedió bajo la banda sonora de los enfurecidos piquetes y de las bombas del IRA. En abril de 1975, el Wall Street Journal concluía un editorial casi sádico con las palabras «adiós, Gran Bretaña, me alegro de haberte conocido».
La ficción contaba historias parecidas. En Rascacielos de J. G. Ballard, un moderno bloque de viviendas se convertía en una exagerada metáfora de Gran Bretaña, en la que los cortes del suministro eléctrico degeneraban en una guerra de clase, brutalidad atávica y la aparición de demagogos enfrentados. Las pandillas callejeras se explayaban salvajemente en la distopía tremendista La naranja mecánica que Kubrick adaptó de la novela de Anthony Burgess. El nuevo cómic de ciencia ficción 2000 AD nos presentaba a Juez Dredd, un posapocalíptico policía fascista. The Summer Before the Dark de Doris Lessing y The Ice Age de Margaret Drabble retrataban a una nación paralizada al borde de una transformación siniestra. Las fantasías drogatas hitlerianas de Bowie, sin que él lo supiera, se hacían eco de ciertas conversaciones de salón en las que empresarios inquietos, influyentes columnistas y militares expresaban su aprobación por el ejemplo de Pinochet y aludían a un golpe para salvar a Gran Bretaña de la amenaza marxista.
La gente [olvida] la verdadera dinámica en la que estaba inmersa la sociedad —comenta el antiguo músico de la era punk Tom Robinson—. Todos pensábamos a muy corto plazo. La sensación era «El fin del mundo está aquí. ¿Quién sabe qué va a pasar?». Las viejas certezas se derrumbaban.
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Cuando entrevisté a una docena de veteranos del punk como testimonio del 30 aniversario de 1977, el año de su turbulenta irrupción, les pregunté contra qué se rebelaba el punk. Algunos apuntaron «las melenas» y los «solos de guitarra», pero nadie mencionó el acoso policial o el desempleo. Si los músicos de los años sesenta tienden a exagerar retrospectivamente sus pinitos revolucionarios, los punks tienden a hacer justo lo contrario, como si la política no fuera más que una distracción pretenciosa de lo que de verdad importa: la música. En ese sentido, Joe Strummer, de los Clash, muerto en 2002, fue el único representante de la primera oleada punk en afirmar sin problemas que sus composiciones eran «canciones protesta».
Incidía también la edad. Strummer era el mayor de la banda y, en 1968, contaba 15 años cuando los manifestantes contra la Guerra de Vietnam se enfrentaron con la policía ante la embajada norteamericana en Grosvenor Square. Era pues lo bastante mayor para exaltarse con el espectáculo revolucionario que transmitía el televisor de su casa en un barrio residencial, pero demasiado joven para participar arrojando ladrillos. «Siempre sentí que aparecía en el campo de una gran batalla 12 horas después de que hubiera terminado —reflexionó posteriormente—. El campo había quedado sembrado de víctimas, pero la acción había cesado.» A pesar de que su padre formara parte del «sistema» más estricto —era funcionario de Asuntos Exteriores—, algo que a menudo se le recriminó, Strummer cultivó una curiosidad voraz por la contracultura. En la escuela de arte en Londres, el joven nacido como John Mellor asumió el nombre de Woody (por Guthrie) y empezó a aprender a tocar la guitarra. Tras abandonar la universidad, empezó a vestir como un vagabundo jipi, a vivir en casas ocupadas y a recorrer Europa tocando por las calles.
Bernie Rhodes era mayor. En mayo de 1976 tenía 30 años y fue entonces cuando presentó a Strummer al guitarrista Mick Jones y al bajista Paul Simonon, convirtiéndose así en partera y mánager de los Clash. Rhodes era un tipo carismático, volátil, egocéntrico y sugestivo. «Los Clash eran un poco como el Partido Comunista y Bernie hacía de Stalin», soltó una vez Simonon. Era el intelecto con cuya proximidad Strummer podía ir afilando el suyo. «Joe tenía sus convicciones y no necesitaba ser estimulado políticamente —dice el DJ y cineasta Don Letts, íntimo amigo de los Clash—. Sin embargo, Bernard identificaba la tradición en que se inscribía Joe y quizá lo ayudara a centrar sus intereses. Conocía la historia de la contracultura y podía ofrecer una perspectiva más vasta.» Rhodes instó a Strummer a «escribir sobre lo que es importante» y el cantante asumió entusiasmado el reto. En septiembre de 1976 afirmó en el nuevo fanzine punk Sniffin’ Glue que los Clash estaban allí para educar a los oyentes sobre lo que estaba sucediendo en el Reino Unido. «La situación es demasiado grave como para festejarla, tío.»
Antes de los Clash, el sparring intelectual de Rhodes había sido Malcolm McLaren, un arrojado pero inseguro exestudiante de arte que se pirraba por las grandes ideas. Su «ismo» predilecto era el situacionismo, con su gusto por las travesuras y los eslóganes y su perdurable vínculo con la revuelta de París en 1968. También afirmaba haber participado en la protesta de Grosvenor Square. Se habían hecho amigos en los años sesenta y volvieron a juntarse en 1974 en la provocadora tienda de Vivienne Westwood y del propio McLaren llamada Let It Rock (y más tarde Sex), ubicada en King’s Road. McLaren soñaba con una banda que conjugara todo ello.
La primera idea de McLaren fue la de liderar él mismo el grupo e incluso tomó clases de canto antes de decidir que estaba muy mayor para la tarea. Le escribió a un amigo: «Mi idea es la de un cantante con aire hitleriano, con sus gestos y los brazos moviéndose así… y que hable de su mamá en tono incestuoso». Lo que se cruzó en su camino fueron los Strand, un grupo desastrado de proletarios londinenses: Steve Jones, Paul Cook, Glen Matlock y Warwick Nightingale, pero Jones no servía como jefe y McLaren necesitaba un cantante que liderara sus múltiples ambiciones para la banda, que se convirtiera en la réplica británica de la volatilidad estimulante de los New York Dolls, que tradujera sus disparatadas ideas en canciones y, a efectos más prosaicos, que promocionara la tienda de King’s Road.
Un visitante habitual de Sex era un flaco y encorvado adolescente de pelo verde llamado John Lydon. A los 8 años se había visto postrado en cama durante un año a causa de la meningitis, cuyas secuelas fueron una visión precaria y una marcada incomodidad por su físico traicioneramente frágil. Cuando sus padres irlandeses se mudaron a las viviendas sociales de Six Acres del barrio londinense de Finsbury Park, empezó a asistir a una escuela católica. «Allí aprendí el odio y el resentimiento —le dijo al escritor Jon Savage—. Y aprendí a despreciar la tradición y la estafa a la que llamamos cultura.» Sentía además la quemazón del rechazo social. «Es el sistema de clases represivo lo que destruye la esperanza en personas como yo. No teníamos dinero, no teníamos la formación e incluso cuando nos formábamos, se nos miraba por encima del hombro. Era una situación desesperada.» Una intensa sensación de incomodidad lo acompañaba la primera vez que puso el pie en la tienda Sex. «Y, curiosamente, se trata de una sensación de lo más cálida —afirmó con risa crispada y gruñona—. Puedes llevarla como un abrigo, es algo que te envuelve.»
Así que cuando Lydon hizo una prueba para McLaren en agosto de 1975, estaba en una onda completamente distinta de las de sus compañeros de grupo y del mánager. «Supongo que la idea de McLaren acerca de los Sex Pistols era una versión laborista de los Bay City Rollers», se mofó más tarde con el escritor Robin Denselow. Jones, Cook y Matlock (Nightingale ya no estaba) querían tocar un rock de garaje acelerado y áspero como los Stooges y MC5; a Lydon le encantaba el reaggae, Captain Beefheart y el taciturno e inclasificable Peter Hammill, más afín al rock progresivo. Sea como fuere, parece que fue odio a primera vista. Con tan buen comienzo, los Sex Pistols eran una formación inestable, un polvorín.
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Resulta muy oportuno que los Sex Pistols se fundaran en 1975, un año en el que parecía que el tiempo estaba acabándose y que era inminente un cambio virulento, algo que se podía oír en las funestas profecías del reggae, en los ensueños fascistas de Bowie y en el furor de ultimátum de los Ramones, que aparecieron en el primer número de un nuevo fanzine titulado significativamente Punk.
El aire estaba cargado de nihilismo, de un anhelo de muerte —le dijo la escritora neoyorquina Mary Harron a Jon Savage—. Por entonces, parte del ambiente neoyorquino se caracterizaba por este afán de la nada, como si estuviéramos a punto de desintegrarnos tras la estela de la misma ciudad que se arruinaba y caía en pedazos, pero al mismo tiempo existía algo como de belleza mística.
Con todo, en Nueva York, esa pulsión de muerte se vivía con cierto aire cómplice, de enterado, de tal modo que Harron se sintió a la vez extasiada e impresionada por lo que vio en Londres aquel otoño. «Sentí que lo que practicábamos como una broma en Nueva York, se vivía realmente en Inglaterra por parte de un sector más joven y violento.»
Surgían nuevos grupos, casi guerreros, de los vientos sembrados por los Pistols en 1976: los Damned, los Buzzcocks, los Adverts, al tiempo que otros renacían de sus cenizas. Joe Strummer encabezaba a los efervescentes 101ers cuando los Pistols los telonearon en abril de 1976; a las pocas semanas los abandonó para formar los Clash. «Tuvieron que aparecer los Pistols y hacer volar todo —afirmó más tarde—. Eran la granada que forma la estampida en la sala antes de poder derribar la puerta.» Entre tanto, una camarilla de adolescentes vestidos de modo extravagante conocidos como la legión Bromley, algunos de los cuales formarían más tarde Siouxsie and the Banshees, gravitaban en torno a los Sex Pistols por mediación de Vivienne Westwood, luciendo un estilo que amalgamaba la Alemania de Weimar, el sadomaso, la moda gay y La naranja mecánica. Su droga preferida era el speed y su postura política más bien contingente. Todo iba a un ritmo endiablado.
Lo que había empezado como un pretexto para molestar a la gente —escribe Savage—, adoptó enseguida un aire casi mesiánico, en cuanto el núcleo duro empezó a circular por la ciudad con su dieta de sol, sexo, speed y esvásticas.
La esvástica resultaba emblemática de las creencias políticas más bien confusas del punk. Aunque algunos retoños punk llegarían a coincidir de modo inquietante con ciertos grupos neonazis, en 1976 el siniestro símbolo estaba básicamente destinado a escandalizar a los jipis, los progres y la vieja generación que seguía enorgulleciéndose de haber derrotado a Hitler. En Estados Unidos, donde Ron Asheton de los Stooges ya había exhibido una esvástica en 1969, los Ramones y los editores de Punk coqueteaban con la imaginería nazi al tiempo que abrazaban una estética blanca rastrera, sin gracia, falaz y perfectamente distintiva. «No creo que nadie se lo planteara con mucha profundidad: era algo más bien emocional», dijo el cofundador de Punk Legs McNeil. El crítico Lester Bangs atribuyó la moda a «una reacción contra la contracultura jipi y lo que muchos de nosotros contemplábamos como su devaneo santurrón con las cuestiones de identidad racial y sexual, cuestiones que a nuestro modo de ver podían dinamitarse alegremente».
Durante aquel verano en Londres, la escena punk era aún tan poco visible que sus acólitos podían soltar todas aquellas mal digeridas y virulentas ideas y dejar que cayeran en saco roto, no había que temer por las consecuencias. Nada parecía muy firme, todo era posible, al menos durante un tiempo. Paradójicamente, una víctima del flirteo punk con la iconografía facha fue la banda más declaradamente antirracista de todas. Cuando los Clash tocaron en la Universidad Politécnica de Lancaster en noviembre, el sindicato estudiantil se negó a pagarles ofendido por la letra de un tema que llamó a engaño: «White Riot».
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Inglaterra no es un país acostumbrado a las olas de calor y el verano de 1976 cogió a todo el mundo por sorpresa. Las temperaturas alcanzaron su máximo histórico desde el siglo XVII, a la vez que una sequía de varios meses estropeó cosechas, resecó los pastos, provocó el racionamiento de agua, así como una curiosa plaga de mariquitas. El último fin de semana del tórrido verano británico resultó sísmico para el punk. El domingo 29 de agosto, McLaren organizó un triple cartel de bandera en Screen on the Green en Islington, al norte de Londres. Los Sex Pistols estuvieron acompañados por los Buzzcocks y, en la tercera aparición de su breve trayectoria, por los Clash. Con varios agentes presentes entre el público, supuso el primer paso hacia la normalización de un movimiento semiclandestino.
Al mismo tiempo, unos kilómetros al oeste, se celebraba el carnaval anual de Notting Hill. Éste se había iniciado como gesto de desafío tras los disturbios raciales de 1958, cuando turbas blancas asaltaron los hogares de emigrantes antillanos, y pronto se convirtió en una festividad señalada para la comunidad negra londinense. A medida que la segunda generación de emigrantes se hacía mayor, los nostálgicos sonidos isleños del calipso y la soca se fueron eclipsando bajo el reggae arrollador y radical. «La idea de ser negro y británico ya no tenía sentido por entonces, así que empezamos a mirar hacia Jamaica, hacia Norteamérica —dijo Don Letts—. ¿Quiénes éramos nosotros, tío? —se pregunta paseándose arriba y abajo con un canuto en la mano—. No sé quién coño éramos. Éramos negros y letales.»
En 1976, con el trasfondo de fuerzas policiales racistas, el carnaval bullía de tensión. La policía destinó 1600 agentes al evento, ocho veces más que el año anterior. «Uno iba para allá pensando “Guay, un día de libertad” —recuerda Letts—. Al aproximarte al carnaval, la ilusión se hacía añicos de pronto. Ya te digo, cuando pasas ante un hatajo de polis que van riéndose de ti, el día se pone feo al instante.» Mientras los portaestandartes del punk tocaban en Islington, los antillanos cantaban arderosamente «Coming down, coming down» por las calles de Notting Hill y Landbroke Grove.
El lunes, segundo y último día de carnaval, Strummer, Simonon y Rhodes decidieron pasarse por el lugar. Simonon, que adoraba el reggae, había crecido en Notting Hill y, antes, en Brixton, otro núcleo de vida caribeña en Londres, de modo que la cultura negra no era ningún misterio para él. Strummer, sin embargo, se sentía un forastero, deudor como era de una tradición revolucionaria muy diversa. Al llegar al carnaval, el trío se puso a bailar al son reggae de los sound systems. Hacia las 5 de la tarde, la policía trató de arrestar a un joven negro por presunto hurto y se vio sorprendida por una lluvia de ladrillos y botellas. «Nosotros presenciamos el lanzamiento del primer ladrillo —recordaba Strummer—. Y se desató el infierno.»
Strummer se vio atrapado entre la multitud enardecida y perdió de vista a sus amigos. Cuando vio a Simonon, unos minutos después, el bajista estaba lanzando un cono de tráfico a un poli motorizado. Luego, entre los dos trataron de pegar fuego a un coche, pero el viento impedía que las cerillas prendieran bien. En una visita posterior aquella misma noche, con la curiosa compañía de Sid Vicious, vieron frustrada su incursión en la zona por la algarabía de cientos de agitadores desatados. «Ahí fue cuando me di cuenta de que tenía que escribir una canción llamada “White Riot” —le dijo Strummer a Jon Savage—, porque aquélla no era nuestra lucha.»107
Según Letts, «si conocías las calles de Londres, podrías haberlo predicho. No se trataba de blanco y negro: se trataba de justo e injusto. Todos estábamos hartos, sólo que fueron los negros quienes se mostraron lo bastante osados como para agarrar los ladrillos». Todos los miembros de los Clash habían presenciado los prejuicios y el acoso policial de diversas maneras, pero ellos no eran detenidos regularmente para ser cacheados ni eran amenazados por matones racistas. Del mismo modo en que los seguidores norteamericanos del folk se vieron seducidos por el «auténtico» valor de los bluesmen de Misisipi y los radicales blancos de los sesenta se extasiaban con los panteras negras, Strummer se sintió embriagado por la justa ira de los amotinados del carnaval, tan opuestos a la mansa apatía de la juventud blanca. La diferencia es que Strummer era perfectamente consciente de todo aquello que lo separaba de los revoltosos. Estaba en los altercados pero no pertenecía a ellos.
Otro factor en absoluto desdeñable era que los antillanos eran los amos de la música nocturna. Hacia mediados de los setenta, los británicos blancos todavía no contaban con una modalidad viva de canción protesta que les fuera propia. A pesar de algunas muestras intermitentes de finales de los sesenta, tales como «Street Fighting Man», las maneras dominantes del rock británico en la década siguiente fueron netamente artísticas y evasivas, desde las elaboradas fantasías del rock progresivo, al ensueño bucólico del folk-rock o a la androginia futurista y juguetona del glam. Pero el reggae lo tenía todo: personajes fascinantes, osadía musical, comentario social y dramatismo apocalíptico. Era irresistible. «Nos sentíamos como en el frente de Babilonia», le dijo la periodista Vivien Goldman al escritor Simon Reynolds.
Grabada en febrero de 1977, «White Riot» se presenta en alerta máxima desde la sirena policial del comienzo hasta la alarma por robo al final. Asume la sensación de emergencia del roots reggae transformándola en pura velocidad. En la cara B del sencillo los Clash ofrecían su respuesta al tema «Two Sevens Clash» de la banda Culture. «En 1977 —comentaba un Strummer amenazador—, habrá navajas en West 11… y subfusiles en Knightsbridge.»
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Los Sex Pistols celebraron su contrato con EMI en otoño de 1976 con un sencillo debutante más sensacional si cabe que «White Riot»: «Anarchy in the UK». Lydon había sido iniciado en el concepto expresado en el título por Jamie Reid —el amigo de McLaren que diseñó todas las carátulas de sus discos—, aunque no era Bakunin ni Kropotkin lo que realmente le interesaba. Su interés, según le contó a Jon Savage, no era tanto «la anarquía política, porque todavía hoy creo que la anarquía política no es más que un juego intelectual para las clases medias, sino la anarquía personal, que es algo muy distinto». McLaren y Reid trataron de inundar la mente de Lydon con ideas tan atractivas para ellos como el situacionismo, pero no podían calibrar lo que iba a hacer con ellas ni, lo más importante, cómo las expresaría. Es imposible separar la letra de la voz y aquella voz parecía gritar desde el vacío.
«Anarchy in the UK» era un trueno, una declaración de guerra, una broma de mal gusto. Johnny Rotten se presentó ante el mundo con las palabras «¡ya mismo!», una risotada sobre el escenario y un ataque frontal al idioma, remarcando sus erres con satánico regodeo y forzando rimas con calzador como «anarchist» y «antichrist». El gusto por el rocanrol de sus compañeros, reforzado por la producción de Chris Thomas, le otorgaba un vigor irresistible, un júbilo salvaje y liberador. El tema resulta a la vez absurdo y auténticamente perturbador: una maldad de tebeo que degenera en genuina rabia destructora. En 1976, uno no podía dejar de preguntarse quién o qué era este engendro y qué era lo que pretende.
Lydon/Rotten sonaba literalmente desquiciado, descolgado de la mentalidad ordinaria, precipitándose en territorio ignoto y caótico sin tener ni idea de dónde acababa aquello. Los cantantes protesta suelen imaginar un final amable, pero Lydon se parece más a un terrorista que plantea exigencias oscuras y, seguramente, imposibles de satisfacer. «Nadie sabía de dónde salíamos —le dijo Jamie Reid a Savage—. Durante la misma semana nos podían acusar, con absoluta seriedad, de pertenecer al Frente Nacional y luego de ser comunistas o anarquistas enloquecidos.»
Hacia el final del tema, Rotten escupe una serie de siglas paramilitares —el MPLA, las bandas irlandesas rivales: UDA e IRA— de un modo que las hace risibles y absurdas. Actualmente, dice, no cree en la política radical. «Cuando te pasas a un extremo o a otro, te estás negando una parte de tu personalidad y eso puede ser peligroso.» Algo muy razonable, sin duda, pero «peligroso» es justamente como suena «Anarchy in the UK». No suena como alguien que sopesa las alternativas y se decanta por una solución intermedia, sino como alguien que baila entre las llamas y los escombros: «¡Cabréate y destruye!».
Con todo, la noche que cambió la vida de Lydon para siempre, él no parecía especialmente aterrador. Era 1 de diciembre y sus compañeros de sello, Queen, se habían desentendido de una aparición en el programa Today de Thames Television, de modo que a última hora se programó la presencia de los Sex Pistols, algo de consecuencias imprevisibles. Al contemplar hoy aquella filmación, la cosa parece más patética que escandalosa. El locutor, Bill Grundy, se presenta como un necio borracho y pomposo, dispuesto a buscarse la ruina profesional. La banda y cuatro miembros de la legión Bromley (incluido Steve Severin de Siouxsie and the Banshees) parecen asombrosamente jóvenes y bisoños. Y las infelices blasfemias —«mierda seca» y «puto canalla»— evocan más a una diablura escolar que a rebelión de ningún tipo.
Sin embargo, como sucede con las personas, es más probable que una nación se ofenda cuando se siente insegura y, a finales de 1976, la crisis de confianza que se vivía en Gran Bretaña resultaba paralizante. En noviembre, el ministro de Hacienda, Denis Healey, se había visto obligado a asumir un pacto humillante con el FMI para salvar la libra esterlina, dando pie a sustanciales recortes en el gasto público. El desempleo había superado la simbólica cifra del millón. Una disputa sindical en la planta de procesado fílmico de Grunwick, al norte de Londres, estaba desencadenando huelgas solidarias para las que no parecía atisbarse un final. Los disturbios de Notting Hill y los temores resultantes de violencia racial seguían frescos en la memoria. El país parecía ir navegando a oscuras hacia un iceberg. Y entonces surgieron esas abominables apariciones, ¡escupiendo obscenidades en televisión a la hora del té! Como escribió Margaret Drabble en The Ice Age: «En todo el país la gente culpaba a otra gente por todo lo que iba mal… Nadie sabía quién era el causante, pero la mayoría se dedicaba a quejarse enérgicamente de alguien».
Muchos estaban encantados de culpar a los Sex Pistols. El Daily Mirror acuñó el titular clásico «¡La mugre y la furia!», en tanto que el Daily Mail se preguntaba «¿Quiénes son estos quinquis?». A su vez, la reacción del público fue realmente visceral. El Mirror informaba de que un camionero de mediana edad se había cabreado hasta el punto de patear el televisor. A Dee Generate, el batería quinceañero de los colegiales punks Eater, lo golpeó un ladrillo que atravesó la ventana de su casa. Incluso McLaren, cuyo modus operandi consistía en épater la bourgeoisie, se hundió en el pánico ante aquella ofensiva que convirtió la gira Anarchy de los Pistols (con los Clash de teloneros) en un fiasco desesperante de bolos cancelados, peleas a puñetazos y mal rollo. «Desde aquel día, la cosa cambió —le dijo Steve Jones a Savage—. Hasta entonces se había tratado de música; a partir de ahí, los medios tomaron el relevo.»
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A lo largo de la gira Anarchy se hizo evidente que los Pistols y los Clash tenían motivaciones opuestas. «Siempre pensé que los Clash leían libros, pero sólo ojeaban los títulos —dice Lydon—. Una actitud más infantil de lo que parece. Y tampoco vivían según la postura que pretendidamente asumían; de alguna manera, interpretaban un papel.»
Sin duda, en los Clash se daba una vertiente teatral. Inspirados por álbumes reggae como State of Emergency de los Professionals o Under Heavy Manners de Prince Far-I, imprimieron sus letras sobre monos de trabajo en la foto de portada de «White Riot» / «1977». Strummer estaba fascinado por la actividad terrorista de la Baader-Meinhof en Alemania y las Brigadas Rojas en Italia —grupos de extrema izquierda responsables del tipo de violencia revolucionaria a la que los Weatherman parecían aspirar—, a la vez que insistía en «somos antifascistas, antirracistas, contrarios a la violencia y favorables a la creatividad». Strummer estaba desgarrado entre sus honradas aspiraciones y el pedigrí de la guerra callejera: un pacifista de uniforme. Tales discrepancias tensaban al grupo, entre una rectitud precaria y un nihilismo contenido, pero también los exponían a acusaciones de ingenuidad e hipocresía. En tanto que Lydon podía servirse de su sarcasmo cáustico como arma tanto defensiva como ofensiva, Strummer sólo iba pertrechado con su sinceridad un tanto confundida. La diferencia entre ambos jefes de grupo estaba escrita en sus caras: Lydon, una gárgola aullante como escindida del propio cuerpo; Strummer, un apuesto motorista de película B de los cincuenta.
La ventaja de Strummer es que ofrecía una tabla de salvación. El efecto de los Sex Pistols fue un impacto súbito sobre el sistema, como el de unos electrodos aplicados a un corazón maltrecho, pero sin instrucciones sobre la posible recuperación del paciente. Lydon era una personalidad tan extrema y compleja que el oyente apenas podía seguirlo, un desmadre mental. Con toda su frescura, los Clash era roqueros protesta más convencionales que informaban del mundo que los rodeaba. Para los habituales de la cola del paro, de los pasos subterráneos y los bloques de colmenas, el informe de los Clash resultaba un estímulo familiar; para el resto, era cautivadoramente exótico. Cuando lanzaron The Clash en abril de 1977, tres semanas después de «White Riot» / «1977», el apóstol del punk en NME Tony Parsons ronroneó: «Retratan nuestras vidas y la experiencia de ser joven en los asquerosos setenta mejor que cualquier otra banda, y lo hacen con estilo, brillo y entusiasmo».
Como añadido de última hora a su debut, los Clash tuvieron la osadía de versionar un tema reggae, el lamento «Police and Thieves» de Junior Murvin, que había sonado repetidamente en el carnaval de Notting Hill antes de los altercados.108 De entrada, vacilaron —¿estarían celebrando el reggae o travistiéndolo?—, pero les dio resultado al resaltar las diferencias culturales: el marcado falsete de Murvin dio paso a las correosas vocales londinenses de Strummer; la espaciosa cadencia de Lee Perry, a la garra roquera. Por mucho que los Clash admiraran el reggae y la resistencia negra, sabían que les eran ajenos. «No era nuestra lucha.»
Esta extraña sensación de lejanía inspiró una de las grandes canciones de los Clash. En junio, tras una gira triunfal de «White Riot», Strummer acompañó a Letts a una noche de reggae en el Hammersmith Palais, donde experimentó una decepción que evoca la amarga y politizada misión folk de Pete Seeger y anticipa los reparos progresistas frente al rap pandillero de los ochenta.
Era mucho más festivo de lo que él se esperaba —dice Letts—. No sé, quizá se esperaba un barracón de chapa con la multitud congestionada tras un cercado de alambre. No caía en la cuenta de que el gueto es un sitio del que hay que salir, no un lugar en el que pretendes entrar. Y se dio cuenta de su error. Joe siempre cuestionaba las situaciones y su participación en ellas.
En «(White Man) in Hammersmith Palais» (1978), con su dejo reggae, Strummer parecía dar caza a sus presunciones a través de un laberinto resonante de ideas sobre los límites de la retórica revolucionaria, del punk y de los propios Clash. Pocas canciones protesta se han mirado jamás al espejo con esa firmeza ni se han acercado tanto a la admisión de la derrota.
De hecho, una de las cualidades más apreciables de los Clash era su capacidad de reconocer las trampas que presentaba su apoyo a la lucha callejera. En una visita otoñal a Belfast, se sirvieron con poco tino del conflicto político como fondo efectivamente devastado para una sesión fotográfica. «Los soldados apostados en las garitas pensaron que éramos unos gilipollas», admitió Mick Jones a Melody Maker. Otro viaje igualmente ingenuo a Jamaica en noviembre (durante el cual, confesó Jones, se refugiaron en el hotel «acojonados»), inspiró «Safe European Home»: «Sentado aquí en mi europeo, cómodo hogar, no quiero volver más allá». Al menos, podía consolarse con la aprobación de Lee «Scratch» Perry, quien, desde Londres, produjo una sesión para la banda, así como el homenaje del exiliado Bob Marley al punk, «Punk Reggae Party». En resumidas cuentas, 1977 fue un buen año para los Clash, pero resultó fatídico para los Sex Pistols.
Mientras los Clash se disponían a lanzar su álbum de debut, McLaren tenía grandes planes para los Pistols. El segundo número de su revista, Anarchy in the UK, concluía con un elenco de iconos rebeldes: «El Che, Durruti, los disturbios de Watts, los Weatherman, la Angry Brigade, los mineros del 72, los Levellers y demás, el Poder Negro, el movimiento feminista, Gene Vincent». Ni que decir tiene que los Pistols pertenecían a tan ilustre compañía.
Tras la precipitada deserción de EMI, el grupo —en el que Glen Matlock había sido reemplazado por Sid Vicious, el inestable amigo de Lydon— encontró en A&M su nueva discográfica y McLaren ansiaba que el primer sencillo para la misma fuera una sensación. Escogió una canción que Lydon había escrito en la cocina de su casa okupa en Hampstead el otoño anterior: «No Future». La grabaron en marzo con un nuevo título, «God Save the Queen», elegido por McLaren ante el inminente jubileo de la reina Elizabeth II, y porque «No Future» «suena como un anuncio para un banco». En portada, Jamie Reid insertó un imperdible a los labios de la monarca como variante del retrato oficial creado por Cecil Beaton. Todo estaba listo para provocar un gran revuelo mediático hasta que Sid Vicious amenazó a Bob Harris, el presentador de la inveterada emisión pop The Old Grey Whistle Test, en un club nocturno londinense, y A&M decidió que gestionar aquel grupo sería un engorro. Tan sólo una semana después de firmar el contrato, A&M se deshizo de los Pistols y destruyó las casi 25.000 copias que había impreso de «God Save the Queen». Los Clash contaban con «White Riot» y con un álbum listo para salir. Los Buzzcocks habían sacado el EP Spiral Scratch. Los Damned y los Stranglers también tenían su disco en las tiendas. Y nuevos grupos como X-Ray Spex, los Slits y Wire iban emergiendo todas las semanas. En aquel momento, los Pistols no tenían siquiera un contrato discográfico.
McLaren, desquiciado por lanzar el sencillo antes del jubileo en junio, se dedicó a llamar a todas las puertas y por fin sonó la flauta con el sello independiente Virgin, dispuesto a asumir el riesgo y a sacar «God Save the Queen» el 27 de mayo, justo a tiempo. La BBC se negó a emitirlo, emisoras de televisión y radio rehusaron anunciarlo y numerosas tiendas señaladas ni siquiera lo comercializaron. Aun así, llegado el jubileo, el tema era número 2 en las listas, convertido en grito de guerra contra aquella torpe impostura patriotera por quienes no veían a la reina como remedio para el malestar nacional sino como otro germen patógeno.
La retórica de la canción es deliberadamente excesiva. Sin duda, el estado británico de 1977 estaba lejos de ser un «régimen fascista», ¡qué más habría querido la extrema derecha! El sarcasmo de Lydon es radiactivo, augura una desolación total. Aunque se da cierto optimismo bajo la devastación abrasadora —«somos las flores en la papelera»—, resulta más bien perturbador. Lydon conocía el reggae y aquí emerge una escatología rastafari desprovista de religión, un fuego purificador de incierto futuro. A pesar de lo que dijeron los tabloides, Lydon tenía una personalidad de arraigada moral, pero demoledora y opaca en su expresión, y si uno mismo no se sentía como una flor en la papelera, «God Save the Queen» debía de sonar como el fin del mundo. Y estamos hablando de una época en la que denostar a la monarquía podía contemplarse como una traición cultural. Al final de la semana del jubileo, Jamie Reid tenía una pierna y la nariz rotas y Lydon había sido rajado con un machete por una turba que gritaba «¡amamos a nuestra reina, capullo!». ¿Cómo podía sobrevivir una banda que acababa ingresada en el hospital por una canción?
La familiaridad progresiva y los cambios sociales quizá hayan restado cierto veneno a «Anarchy in the UK» y «God Save the Queen», pero las dos últimas canciones de Never Mind the Bollocks, Here’s the Sex Pistols, grabadas ambas en condiciones de asedio extenuante, siguen inquietando hoy día. En «Holidays in the Sun» Lydon recurre a un viejo eslogan situacionista («Club Med: vacaciones baratas en la miseria del prójimo») como trampolín para una peregrinación demencial al Muro de Berlín, donde su mente enfermiza se debate entre los antiguos pecados de una Alemania unida y la paranoia enjaulada de la dividida, a la vez que balbucea el tipo de confesión desesperada que ningún cantante protesta al uso se permitiría expresar: «¡No pillo nada de todo esto!».
«Bodies» es una muestra aún más turbadora de la psique peculiar de Lydon: la historia de un aborto donde el punto de vista se desplaza atropellado del observador en tercera persona («Era una desgraciada que mató a su bebé») al padre en ciernes («Que se joda el puto crío») hasta el feto mismo («No soy una peonza latente») con velocidad sobrecogedora. Lydon suelta sus obscenidades como puñetazos y profiere el grito final de «¡Mami!» como alguien que despierta súbitamente de una pesadilla. Decir, como hicieron algunos críticos, que se trata de una declaración antiabortista supone ignorar esa retorcida confusión suya que trasciende toda cuestión política. Uno intenta llegar al fondo de estas canciones pero el fondo no aparece. Lydon ha arrojado una piedra a un pozo tan hondo que nadie puede oír cómo salpica.
Tras vivir buena parte de su breve existencia en público, se entiende que la díscola y extenuada banda le pusiera fin sobre el escenario en el Winterland de San Francisco, el 14 de enero de 1978. «A nosotros nos llevó unos 3 años entender que no íbamos a cambiar el mundo —ponderaba Neil Spencer de NME, que había crecido en los sesenta—. A los punks les bastó con 18 meses.»
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Los Clash recibieron la noticia del fin de los Pistols mientras ensayaban en Londres y para ellos fue una auténtica sacudida. Habían sido las dos caras de una misma moneda: quizá más rivales que amigos, pero a su vez las alternativas visionarias del punk. Ahora los Clash estaban solos en lo alto con una pesada carga sobre los hombros.
Con todo, había un puñado de grupos que les pisaban los talones. Aquel año, Sham 69, originarios de Hersham, Surrey, causaron sensación con su populismo chulo y arrabalero que tan bien ilustraba «If the Kids Are United». Su verborreico líder Jimmy Pursey se convirtió en un habitual en la prensa, ante la que soltaba opiniones más caracterizadas por su arrojo que por su sofisticación o coherencia. Sham 69 se apuntaron al rock viril y suburbial de los Clash, desprovistos de su curiosidad musical y de su inquieta ambigüedad. Otra banda de Surrey, los Jam, también despachaban un realismo urbano militante para «los chavales». El líder Paul Weller ladraba «ya te vamos a contar sobre el rollo juvenil» en «In the City» e instaba a un «estallido de la juventud» en «All Around the World». Al igual que sus influencias más obvias, los Who y los Kinks, las canciones protesta de los Jam sugerían un escozor libertario ante el poder más que unas convicciones de izquierda. De hecho, es bien sabido que Weller declaró que votaría a los conservadores en las siguientes elecciones, aunque no tardó en desechar sus palabras como un «comentario idiota» destinado a irritar a los Clash. En los años ochenta, Weller pasaría a ser uno de los más locuaces izquierdistas del rock.
En 1978, ese papel lo desempeñó brevemente Tom Robinson, que contaba 27 años. El cantante nacido en Cambridge vegetaba en el trío acústico Café Society cuando en octubre de 1976 vio por primera vez a los Sex Pistols. «Estaba casi esperando que me llegara el momento del camino a Damasco —dice durante una comida—. Pero me marché al cuarto de hora: “¡Esto es horroroso!”. Aunque luego ya no pude olvidarlo.» Aquello coincidió con su inmersión en el activismo gay. «A los 16 años intenté suicidarme porque me enamoré de un chico en la escuela, así que cuando me vine a Londres con 23 años, me pasé al otro bando y adopté la liberación gay como una religión.» Tuvo ocasión de contemplar aterrado cómo la policía se ensañaba con el ambiente gay en Earls Court durante aquel largo y tórrido verano y se brindó a componer canciones para el primer Desfile Gay, entre las que estaba la ferozmente sarcástica «Glad to be Gay». «En los clubs elegantes y seguros empezaron a aparecer las chapitas de “Glad to be Gay”, pero la gente se las quitaba al salir del local —dice—. Y eso, junto con lo que sucedía en el extremo más sórdido de la escena, hizo que deseara escribir una canción amarga y cínica sobre los motivos por los que no ibas a cantarla por más orgulloso que estuvieras de ser gay. Se concibió para ser cantada aquel día ante aquella audiencia selecta.»
En todo caso, el cazatalentos de EMI Nick Mobbs seguía escocido por haber tenido que dejar marchar a los Pistols y andaba buscando a otra banda politizada. La Tom Robinson Band (TRB) explotó el éxito alegremente contagioso «2-4-6-8 Motorway» como caballo de Troya con el que colar temas más osados en el Top 40. En su álbum de debut, Power in the Darkness (1978), el tema «Winter of ‘79» retrataba un futuro inmediato de cariz fascistoide en que el Frente Nacional campaba por sus fueros, los gays eran encarcelados, la policía funcionaba como guardia de asalto y la violencia era endémica. «Lo escribí en el 76 y la verdad es que yo no tenía nada claro que las cosas siguieran en su sitio en 1979 —dice Robinson—. Quizá fuera un ingenuo, pero me parecía que mucho de lo que se decía en “Winter of ‘79” podría haber sucedido.»
Otras canciones hacían hincapié en esa sensación de desastre inminente: «Up Against the Wall», «You Gotta Survive», «Better Decide Which Side You’re On». «Ya es hora de que nos decidamos, declaró a Melody Maker. La Tom Robinson Band lo tiene claro. Las cosas van muy deprisa, no puedes andar haciendo el mono.» La TRB intervino en todos los conciertos benéficos posibles y prestó su apoyo a grupos jóvenes como Stiff Little Fingers del Ulster, cuyos sencillos «Suspect Device» y «Alternative Ulster» presentaban una voz nueva y osada de aquella provincia ya enzarzada en una guerra civil. Sin embargo, el nuevo rol de Robinson pregonado por la prensa como conciencia del rock lo turbaba.
Yo era una persona infeliz, pero motivada —dijo—. La cosa no era «¿Cómo podría cambiar el mundo? Voy a formar un grupo». Más bien era «Quiero ser famoso y que la gente me conozca y me apruebe como persona». Y la presión de la fama súbita eran tanta que me sentía como un conejo paralizado ante los focos. Cuando la gente se pone a contarte lo bueno que eres durante cierto tiempo, joder, acabas creyéndotelo. Algunas personas me preguntaban «¿Cuál es la solución para Irlanda del Norte?» y, la verdad, ¡yo intentaba explicárselo! La vanagloria era absoluta.
Después de grabar un lamentable y descoyuntado segundo disco, la TRB se separó y Robinson abandonó el país varios años. Al pensar en su breve período como el cantante protesta más célebre de Gran Bretaña, suspira: «Se podría haber hecho mejor, podría haber sido más sutil, sin aquel falso acento cockney, pero, atendiendo a mis circunstancias, no está mal».
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Entre tanto, los Clash seguían lidiando con sus contradicciones, ante todo con el modo en que respaldaban causas valiosas, al tiempo que cultivaban una imagen viril de «nosotros contra el mundo» y obtenían un efecto irresistible. En su segundo álbum, Give ’Em Enough Rope, Strummer sonaba a la vez horrorizado y fascinado por la violencia de toda índole, desde las riñas callejeras de Westway al pistolerismo de Kingston y el terrorismo palestino. En el mapa del mundo impreso en la funda, resaltaban áreas de conflicto como el Ulster y Camboya, anticipando ya la perspectiva internacionalista que exhibirían en Sandinista! (1980) y Combat Rock (1982). «Las letras de Joe Strummer eran como un atlas —dijo Bono en una ocasión—. Me abrieron los ojos al mundo.»
Lo que resulta chocante, al revisar los encendidos debates de entonces, es lo rápido que pasaron de moda los Clash. «Cuando defines tan plenamente un período, luego se hace duro —escribió Jon Savage en Melody Maker—. Los Pistols se ahorraron el problema al separarse enseguida. Pero los Clash parecen encerrados en el tiempo… De ser radicales, pasaron a ser conservadores.» Aunque más encomiástico con su música, Nick Kent de NME se mofó del «concepto esquemático de Strummer sobre la política de bloques».
Así que la airada, solidaria obra maestra de los Clash, London Calling (1979), es fruto de un sentimiento de asedio. Para el contingente de los punks callejeros, la banda había perdido el contacto con el escuálido mundo suburbial que los había nutrido, en tanto que para una nueva camada más militante y vanguardista de pospunks su postura resultaba afectada, interesada y musicalmente reaccionaria. Mientras los Clash hablaban de comunicar su mensaje a adolescentes yanquis amantes de los Kiss, bandas como Gang of Four y Pop Group sostenían que el rocanrol era parte del problema, no la solución. «Vamos hacia una nueva dirección —declaraba sarcásticamente Hugo Burnham de Gang of Four—. Vamos a cantar sobre coches y chavalas y surf y el instituto y las drogas, igual que los Clash.»
Otros grupos se choteaban en sus canciones. La autoparódica y crispada «Never Been in a Riot» de los Mekons era la antítesis de la mística pandillera de «Last Gang in Town», mientras que «Skank Bloc Bologna» de Scritti Politti escarnecía a los «roqueros en la ciudad». Muchos de estos intelectuales pospunk se habían embebido de Gramsci y Althusser en la universidad y, para sus exigentes cánones, ponerse una camiseta de las Brigadas Rojas y hablar de metralletas no era plan.
En un sentido, los críticos tenían razón. Los Clash eran retrógrados. A pesar de adoptar el reggae y, más tarde, algunos elementos del hip-hop, no compartían el desdén pospunk por el rocanrol. Además, podían ser torpes e ingenuos en cuestiones políticas, pero sus flaquezas eran inseparables de sus mejores atributos: ambos surgían de una ambición atropellada y a muerte por conectar con su público y vivir con sus contradicciones. Es por este motivo por el que ejercieron un influjo transformador en músicos tan politizados como U2, Billy Bragg, Public Enemy y Maniac Street Preachers y dejaron un legado más potente que cualquiera de quienes los consideraban ideológicamente pobres. Fueron la única banda del punk dotada de cierto heroísmo, una cualidad tan anticuada y potencialmente ridícula como sugestiva.
No teníamos soluciones para los problemas del mundo —reflexionaba Strummer unos años antes de morir—. Íbamos a tientas en la oscuridad… [Pero] tratamos de pensar y hablar entre nosotros sobre lo que hacíamos o lo que significaban las canciones o lo que deberíamos hacer o no hacer. Nunca nos acomodamos.