17 «No te juzgo, no me juzgues»

Carl Bean, «I Was Born This Way», 1977

El orgullo gay y la agenda oculta de la música disco

El supervisor municipal Harvey Milk en el 7.º desfile gay por la libertad, 26 de junio de 1978.

Si en 1976 le hubiéramos preguntado a un punk neoyorquino acerca del factor político en la música disco, lo más probable es que hubiera soltado una risotada despectiva. En el primer número de Punk, el director John Holmstrom sentenció: «El epítome de todo lo malo en la civilización occidental es la música disco». Con igual ferocidad, Jesse Jackson, héroe de Wattstax, la tildó de «basura contaminante que corrompe las mentes y la moral de nuestra juventud».

Pero en tanto que Holstrom y Jackson odiaban el disco por su oropel y narcisismo, otra gente lo cubría de oprobio por desprecio hacia la cultura que representaba: negra, gay y urbana. Aunque la música disco en general no pretendía ajustar cuentas con nada, siendo como era más evasiva que combativa, al menos de entrada resultaba política por su mera existencia: como respuesta exuberante a los tiempos difíciles por parte de grupos culturales marginados. Para los primeros seguidores del disco, la protesta era la fiesta: tanto un mensaje de resistencia como una visión de una sociedad mejor en la que la raza y la sexualidad dejaban de ser barreras para convertirse en motivos de celebración. El hecho de que aquella fantasía acabara comercializándose, se corrompiera y, finalmente, se acabara desmoronando, no la hace menos poderosa.

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Visto que la música disco significaba tantas cosas para tanta gente —ricos y pobres, heteros y gays, negros, blancos e hispanos—, no podemos designar una única fuente, tantos fueron los arroyos que afluyeron al río. Pero si remontamos uno de esos arroyos hasta su origen, nos conducirá, una cálida noche de 1969, hasta el número 53 de Christopher Street, en el West Village de Manhattan, y a un bar mugriento llamado Stonewall Inn.

Un bar mugriento y soterrado propiedad de mafiosos que en privado denigraban esa «basura de mariconas», el Stonewall se había ganado una clientela fiel. El sábado 28 de junio a la una y veinte de la madrugada, ocho detectives de la policía irrumpieron en el local y arrestaron a varios parroquianos. Mientras la policía los cargaba en furgonetas, una tensa multitud se fue concentrando hasta que estalló un pequeño altercado. Drag Queens forcejearon con algunos agentes, mientras otros asistentes cantaban «¡Poder gay!» y los antidisturbios hacían acto de presencia blandiendo sus porras. Nuevos enfrentamientos tuvieron lugar en el exterior del local a lo largo de las cinco noches siguientes. Allen Ginsberg apareció por allí para supervisar el panorama y comentó: «Ya era hora de que nos reivindicáramos de algún modo».

Comparado con, por ejemplo, los sucesos de Watts, lo de Stonewall fueron migajas, pero devino un catalizador. En la era del Poder Negro y del movimiento pacifista, aquellos disturbios detonaron una nueva modalidad de activismo gay, que tomó forma gracias a la Gay Activist Alliance, con su eslogan «Fuera del armario y a la calle» y el más radical Gay Liberation Front. Fueron estos dos núcleos los que organizaron el primer Desfile Gay para celebrar el primer aniversario de la redada, al tiempo que, al año siguiente, conseguían con sus campañas que se derogaran las leyes municipales por las que se vetaba la entrada de homosexuales a los clubs nocturnos. No fue hasta diciembre de 1973 cuando la Asociación Americana de Psiquiatría eliminó la homosexualidad de su lista de trastornos mentales.

El centro comunitario de GAA situado en el barrio del Soho de Manhattan acogía intensas reuniones políticas durante el día y fiestas por la noche, cuando la pista de baile vibraba con el sonido de oscuros e hipnóticos discos de funk. Comprensiblemente, las fiestas cosecharon mayor éxito que las reuniones y funcionaban como una modalidad de protesta en la que el hedonismo no constituía la frívola antítesis de la política gay sino una manifestación de la misma. En tanto que colectivos como los Weatherman practicaban una abnegación severa, los fiesteros gays convertían el placer en su campo de batalla. Los homosexuales eran perseguidos y discriminados sobre la base de sus deseos, así que celebrar el amor, el deseo y el compañerismo era la forma de disensión más pura. «Yo estaba en las calles y en la fiesta —le contaba David Mancuso, factótum del club gay pionero Loft, al escritor Tim Lawrence—. El baile y la política participaban de la misma onda.» Y había llegado la hora de que se notara. En 1973, un estampador de camisetas ideó una inspirada versión de una frase de la pionera activista anarquista Emma Goldman y popularizó así un eslogan que expresaba los aspectos contraculturales de la música disco: «If I can’t dance I don’t want to be in your revolution» [si no puedo bailar no quiero estar en vuestra revolución].109

En los años setenta, las discotecas gays brotaron en el paraíso hedonista de Fire Island, un enclave vacacional situado en el litoral de Long Island, así como en la propia Nueva York, en clubs como el Sanctuary, el Flamingo, el Tenth Floor y el Tamburlaine. Otros locales como el Planetarium, Shaft y Better Days, destinados específicamente a afroamericanos homosexuales, habilitaban un refugio seguro para los excluidos del abiertamente elitista y declaradamente caucásico Tenth Floor. Tal como escribió el clubber neoyorquino Michael Gomes, los gays negros no podían «sintonizar y descolgarse [según la célebre consigna de Timothy Leary] porque no tenían nada de que “descolgarse”», así que «crearon su propio mundo, su propio paraíso artificial, en que los clubs eran sus santuarios».

Esta incomodidad hacia los fiesteros negros resulta especialmente hipócrita, visto que la mayoría de los discos con que se bailaba en el Tenth Floor y otros locales eran de músicos negros. Hasta que Giorgio Moroder introdujo un ritmo mecanizado, europeizado, en la música disco con la sublime «I Feel Love» (1977) de Donna Summer, la música se mantuvo firmemente arraigada a las producciones cada vez más exuberantes expedidas por los sellos de soul. Se trataba de la fusión de sucesivas innovaciones: el apremiante compás 4/4 de «Girl You Need a Change of Mind» (1972) de Eddie Kendrick; el exceso barroco de «Love’s Theme» (1973) de Love Unlimited Orchestra, y el escapismo suburbial de «Love Is the Message» (1974) de MFSB. Los MFSB eran la banda local de Filadelfia International antes de desertar al emblemático sello Salsoul, cuando muchos de aquellos primeros fiesteros de los setenta bailaban al son de la rectitud moral proclamada por grupos como los O’Jays según diseño de Gamble y Huff. Lo que a nadie se le había ocurrido hasta entonces era un disco dirigido a una concurrencia gay y negra al mismo tiempo. Curiosamente, quien asumió la tarea fue una mujer heterosexual, cristiana y negra.

En los años sesenta, Bunny Jones había dirigido una cadena de salones de belleza en Harlem y se sintió escandalizada por la intolerancia con que se trataba a sus empleados gays, que eran mayoría. «Empecé a ver que los gays estaban más oprimidos que los negros, los chicanos y otras minorías —declaró a The Advocate—. Oyes hablar de grandes diseñadores o de peluqueros famosos y eso es todo a lo que la sociedad los deja aspirar.» Jones escribió la letra de «I Was Born This Way» en 1971, pero le costó tres años encontrar a un colaborador —Chris Spierer— que compusiera la música, cuya conmovedora melodía quedaba algo apagada por su escaso ritmo. Aunque la canción trata la naturaleza de la homosexualidad («Ain’t no fault, it’s a fact» [no es un defecto, es un hecho]) y critica la homofobia («I won’t judge you, don’t you judge me» [no te juzgo, no me juzgues]), la frase más importante era una declaración firme: «I’m gay». Tan gozosamente franco como el «Say It Loud — I’m Black and I’m Proud» de James Brown.

Jones constituyó su propio sello, Gaiee Records, para lanzar el sencillo. «Lo llamé específicamente Gaiee porque quería que los homosexuales contaran con un sello que fuera como su hogar», explicó. Para interpretarla, reclutó a Charles «Valentino» Harris, un neófito de 22 años recién salido de una troupe que representaba el musical jipi Hair. Después de vender 150.000 copias por su cuenta, la Motown le ofreció un contrato de distribución. Cabe señalar que el propio Berry Gordy besó a Jones en ambas mejillas y le dijo «Tienes un éxito entre manos».

Ninguna gran discográfica se ha ocupado jamás de un disco de protesta gay —dijo Jones—. Hasta entonces nadie se había levantado para decir «Soy gay…». Estoy segura de que cuando la Motown pueda adaptarse a este tipo de discos, los convertirá en un éxito.110

Lamentablemente, las cosas no fueron así. La promoción por parte de la Motown fue escasa y, aunque causó sensación en la escena gay, «I Was Born This Way» se evaporó al entrar en contacto con el público general en 1975. Harris, cuya carrera acababa de nacer muerta, notó el efecto que surtía el disco sobre los bailones heteros. «Cuando sonaba la canción, la gente se ponía a bailar enseguida, y cuando aparecía aquella palabra, dejaban de bailar. Es curioso que una palabra pueda contrariar a tanta gente.»

«Soy gay» seguía siendo una afirmación osada cuando «I Was Born This way» gozó de una segunda oportunidad dos años después. En 1977 se aprobó un decreto en el condado de Dade, Florida, que prohibía la discriminación por cuestiones de identidad sexual. La cosa enfureció a Anita Bryant, una antigua miss Oklahoma y cantante pop que ejercía de portavoz de la Florida Citrus Commission y era una recalcitrante reaccionaria cristiana. Prometió que «iba a liderar una gran cruzada en el país para detener todo aquello». En junio su campaña condujo a la revocación del decreto y propagó una oleada de legislación antigay en todo el país, así como un incremento de la violencia homofóbica.

Bryant se erigió enseguida en la bestia negra de la comunidad. Con el respaldo de celebridades como Barbra Streisand o Bette Midler, los bares gays boicotearon a la Florida Citrus Commission y patentaron un cóctel nuevo llamado Anita Bryant: en lugar de zumo de naranja, se añadía zumo de manzana al vodka. La noche en que se revocó el decreto, 3.000 residentes gays del barrio de Castro, en San Francisco, marcharon por la ciudad, encabezados por el carismático aspirante político Harvey Milk. «Anita va a provocar una fuerza gay a escala nacional», prometió Milk.

Fue en este clima recalentado donde la Motown lo intentó de nuevo con «I Was Born This Way», pero con otro vocalista. Bunny Jones sugirió a un cantante góspel de Baltimore llamado Carl Bean. Aunque por entonces no sabía mucho acerca de él, resultó un intérprete dotado para aquel tema. Había crecido en un hogar de adopción baptista, y con sólo 12 años sus padres lo llevaron a consultar al ministro sobre su sexualidad. «El sacerdote no tenía respuestas», dijo Bean a Los Angeles Times muchos años después.

Sobre todo, recuerdo que salí de su despacho sin nada: sólo había un gran vacío en mi vida. Me fui al baño y cogí todo lo que había en el botiquín, pastillas, aspirinas, todas las medicinas que hubiera. Estaba dispuesto a salir de aquí. Había cerrado la puerta, mi padre la echó abajo y me llevó al hospital.

Bean abandonó a sus padres adoptivos y se reunió con su madre biológica, más comprensiva. A los 16 se fue de casa, salió de gira con la Alex Bradford Gospel Troupe y luego con su propia banda de góspel, Universal Love, y llegó a debutar en Broadway. A mediados de los setenta, se mudó a Los Ángeles y fue entonces cuando llamó la atención de Bunny Jones. «Es lo contrario de Anita Bryant —declaró a The Advocate—. Es una mujer cristiana, una madre y una persona que comprende los sentimientos de los gays.»

La grabación de Bean supuso una mejora en todos los aspectos. La letra se alteró para dirigirse más directamente a los intolerantes; la tercera estrofa, que termina «from a little bitty bitty boy / I was born this way» [desde que era un renacuajo / así nací], parece evocar aquel día en el despacho del predicador.111 Los antiguos miembros de MSFB Norman Harris y Ron Kersey apañaron los arreglos de Spierer para darle un sofisticado, ya familiar, toque Filadelfia, pulido y arrollador, a la vez que Tom Moulton, uno de los grandes talentos de la música disco, se encargaba de la remezcla. Entre tanto, Bean aportó una vívida intensidad góspel a la canción. «Todo el estudio bullía de alegría, exaltación y libertad —recordó más tarde—. El ánimo que reinaba convirtió la sesión en un encuentro ecuménico… ¡El mismo Dios fue el productor ejecutivo!»

Desafortunadamente, Dios no estaba al cargo del repertorio de las emisoras. «La contraseña en la industria musical se llama dinero —declaró Bean a The Advocate—. Si el sencillo tiene éxito, espero que muchos otros sellos se sumen al carro. Saldrán a buscar artistas gays por todas partes.» Sin embargo, los empresarios heterosexuales advirtieron a la Motown que el disco no tenía cabida en sus clubs, las emisoras de radio lo ningunearon y el sencillo volvió a topar con un techo de cristal. En cualquier caso, Bean había hecho pública su declaración. «Me sirvo de mi voz para decir a los gays que se deben sentir bien por ser gays, por más que haya gente como Anita Bryant», afirmó.

El fracaso con el gran público de «I Was Born This Way» demostró que la música disco no era el vehículo más indicado para mensajes explícitos. Otro disco de debut lanzado aquel año, «Dance, Dance, Dance (Yowsah, Yowsah, Yowsah)», infiltraba su crítica social en la pista de baile con mucha mayor sutileza.

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1977 no sólo fue un gran año para la música disco y el activismo gay, también fue uno de los más movidos de la historia de Nueva York: ola de calor, apagón general, los asesinatos del Hijo de Sam y unas elecciones municipales que decidirían el futuro de una ciudad que estaba contra las cuerdas.

En las elecciones de 1973, Abe Beame, antaño interventor del alcalde Lindsay, había vencido con 67 años a su antiguo jefe y se dispuso a pasar buena parte de su mandato tratando de salvar a la ciudad de la bancarrota. Había heredado una bomba de relojería fiscal de manos de Lindsay, quien, por miedo a exacerbar el malestar racial, siguió endeudándose en lugar de recortar en servicios. Beame despidió a funcionarios municipales, aunque luego debió de readmitir a la mayoría por la presión de los sindicatos. En 1975, la solvencia crediticia de Nueva York era tan precaria que ya no podía recaudar fondos con la venta de bonos, de modo que Beame recurrió a despidos masivos y a drásticos recortes. Los trabajadores de la limpieza convocaron una huelga, lo que dejó 58.000 toneladas de basura pudriéndose bajo el calor. En octubre, el alcalde viajó a Washington para implorar ayuda del presidente Ford, pero sólo recibió un sermón sobre contabilidad. William Brink, jefe de redacción del Daily News, se sacó de la manga uno de los titulares más famosos de la historia de los tabloides: «Ford to City: Drop Dead» [Ford le espeta a NY: ahí te mueras]. Desdeñada por buena parte de la Norteamérica media por su progresía y su presunta decadencia, la condición de paria de Nueva York quedaba de tal modo confirmada.

Ya en 1977 la situación era algo menos desesperada gracias a una nueva asignación de fondos y a la llegada a la Casa Blanca de Jimmy Carter, que había prometido durante su campaña que «nunca dejaría pudrirse a la gente de la mejor ciudad del planeta».112 En cualquier caso, la criminalidad seguía fuera de control. En 1976, el mismo año en que Taxi Driver de Martin Scorsese retrataba Gotham [NY] como una sentina infernal, la policía registraba un récord de 75 delitos por hora. La ciudad, desmoralizada y dividida, parecía a punto de estallar. Sólo necesitaba un detonante.

En la calurosa y húmeda noche del 13 de julio de 1977, una serie de relámpagos, averías y errores humanos provocaron un apagón general en los cinco distritos de Nueva York. En pocos minutos los primeros saqueadores empezaron a tomar las calles y la policía se veía ya superada, a la vez que las celdas de las comisarías rebosaban de arrestados. Los guetos del South Bronx y del barrio de Bushwick en Brooklyn se llevaron la palma. Algunos saqueadores, presas de un hastío injertado de furia nihilista, pegaron fuego a los comercios asaltados. Cuando el sol resplandeció a la mañana siguiente, una cortina de humo negro se cernía sobre Bushwick y el pavimento estaba tapizado de cristales rotos. La noche se había saldado con 1.000 incendios y 3.776 detenciones, el mayor arresto masivo de la historia de la ciudad. Para el alcalde Beame fue «una noche de terror» y los comentaristas lamentaban el contraste con el pacífico estoicismo con que había transcurrido el apagón de 1965. Aunque la desesperación de la vida en el gueto no era excusa para aquella devastación desbocada, no dejaba de ser su causa primera. Un sacerdote católico de Brooklyn declaró a Time: «Cuando se fue la luz, la gente se dijo “Es la ocasión para devolvérsela a los guapos que nos han estado esquilmando”». Sin embargo, el artículo de Time concluía reseñando que los guetos eran los barrios que habían sufrido los mayores daños: «No hay botín que pueda compensar a los saqueadores por lo que han perdido».

Tres meses antes de la noche más oscura de Nueva York, un club que acababa de abrir sus puertas en la calle 54 Oeste prometía ser el culmen de la sofisticación hedonista. Studio 54 era una ocurrencia tremendamente ambiciosa de dos restauradores de Brooklyn, Steve Rubell e Ian Schrager, que convirtieron un viejo teatro en una fantasía de sexo y dinero. Causó sensación inmediata en la esfera del cotilleo, con parroquianos de la flor y nata (descritos por el escritor Anthony Haden-Guest como «una guardia pretoriana, una selecta unidad operativa») tales como Andy Warhol, Truman Capote, Liza Minelli y Bianca Jagger. En tanto que el apagón había mostrado la cara más aterradora de Nueva York, el relumbrón exclusivo de Studio 54 representaba su sueño más dulce, el de la ciudad infatigable, curiosa y dinámica. Chic era una banda con la suficiente inteligencia y sutileza como para aunar ambas vertientes: el gusto por la evasión y la perfecta comprensión de aquello que la promovía.113

El guitarrista Nile Rodgers se inició en el mundo del disco con una perspectiva única. En su adolescencia había tomado ácido, algo que lo había llevado hacia el rock psicodélico y luego hacia la política radical. Había sufrido los gases lacrimógenos de la policía en protestas contra la guerra, se había unido a los panteras negras cuando estaba aún en el instituto y había buscado la vida cantando canciones protesta en Central Park. A pesar de un primer encuentro algo tirante, este disparatado jipi negro forjó una férrea amistad con el más convencional Bernard Edwards, un bajista prodigioso que tocaba también en el circuito neoyorquino. En 1977, inspirados por el aparatoso glamur de Roxy Music, formaron Chic.

A la vista de su bagaje, era inevitable que Rodgers contemplara la idiosincrasia hedonista de la música disco a través de un prisma sociopolítico.

El fin de la Guerra del Vietnam nos hizo sentir victoriosos —le dijo al escritor Peter Shapiro—. Los activistas unieron fuerzas: el Poder Negro con el movimiento gay con el movimiento feminista. Salimos todos juntos a protestar. Y cuando aquello acabó, se nos presentó como una liberación para todos… ¿Y qué pasó entonces? Pues lo celebramos. Eso pasó. A mediados de los setenta, empezamos a celebrar las victorias.

Pero, al mismo tiempo, Rodgers era perfectamente consciente de los persistentes problemas en la economía municipal y nacional, batallas que aún estaban por ganar. Esta ambivalencia nutría directamente el sencillo de debut de Chic, «Dance, Dance, Dance (Yowsah, Yowsah, Yowsah)». En tanto que muchos marchosos entendían la canción como un mero llamamiento a la fiesta, algunos quizá reconocieran la palabra arcaica «yowsah» de la película de Sidney Pollack de 1969 Danzad, danzad, malditos. La película era un retrato de las maratones de baile que se celebraban durante la Gran Depresión, en las que las parejas bailaban hasta desplomarse a fin de llevarse el dinero del premio. Bajo esa luz, la exigencia de la canción de «seguir bailando» parecía teñida de desesperación.

Afortunadamente para las perspectivas profesionales de Chic, todo lo que oían los bailarines era el ritmo diligentemente contagioso generado por Rodgers, Edwards y el batería Tony Thompson. De modo parecido, los millones de personas que convirtieron el tercer sencillo de Chic, «Le Freak», en uno de los más vendidos de todos los tiempos eran completamente ajenos a su gestación durante una contrariada jam session grabada después de que Rodgers y Edwards no fueran admitidos en Studio 54 la Nochevieja de 1977. Movidos por el cabreo ante el elitismo del «puto Studio 54 y sus gilipollas», se tituló de entrada «Fuck Off».

El gusto de Chic por los dobles sentidos, algo que se remontaba al «período de fermentación» del soul a mediados de los sesenta, era sólo en parte una estrategia artística. También reflejaba las diferencias entre Rodgers y Edwards. «Era un pacto entre Bernard y yo», le contó Rodgers al biógrafo de Chic Daryl Easlea. «Los panteras negras no iban a intervenir en la politización de nuestra música. Lo que significaba que las letras debían escribirse con la mayor inteligencia… Me duele que la gente no comprenda el contenido intelectual de nuestras letras después de lo mucho que trabajamos en cada canción.» A la revista Blender declaró que los temas de Chic tenían «DHM: Deep Hidden Meaning» [profundo significado oculto].

Pero en ocasiones dicho significado estaba tan enterrado que era imposible exhumarlo. «At Last I Am Free», una canción espectral y crispada, rota, había sido compuesta por Rodgers como un tema rock a principios de los setenta, tras una manifestación de panteras negras en Central Park en la que, lastimado y ciego de ácido, trastabilló entre el gas arrojado por la policía hasta los lindes del parque, de ahí la frase «I can hardly see in front of me» [apenas veo nada ante mí]. Pero cuando Edwards alteró la letra en un sentido más romántico —la cantante se ve cegada por las lágrimas y no por los gases lacrimógenos—, nadie podía ya deducir el origen de la canción.

La lectura política de la música disco por parte de Rodgers era sincera pero extremadamente minoritaria. Unas semanas antes de su altercado con el personal de acceso a Studio 54, la música disco pasó a ser un fenómeno global con el estreno de la extraordinariamente exitosa Fiebre del sábado noche de John Badham, la historia del bailarín disco italoamericano Tony Manero (John Travolta) para quien la música encarna su pasaporte de salida del Brooklyn proletario. Rodgers lo contempla como un estudio «genial» sobre el racismo y la identidad de clase, y señala los 2,5 millones de copias vendidas de la banda sonora «como algo tan válido y relevante como un mensaje en boca de los Sex Pistols». Sin embargo, la afirmación parece algo excesiva para una película que vendía una versión fundamentalmente blanca y hetero del sueño disco a la Norteamérica media por medio de los falsetes de los Bee Gees y los contoneos de Travolta.

Si Fiebre del sábado noche atenuaba el crisol pansexual, multirracial que generó el fenómeno disco, Village People lo caricaturizó de modo fatídico. El quinteto, reunido por los productores franceses Henri Belolo y Jacques Morali, cuyos miembros aparecían disfrazados de poli, motorista, albañil, vaquero e indio (nativo-norteamericano no es el término más apto en este caso), presentaba una versión afectada e histriónica de la cultura gay capaz de cosechar éxitos estrepitosos con «YMCA», «In the Navy» y «Go West». Por más que uno pudiera leer generosamente «Go West» como un himno a la nueva meca gay de San Francisco («Estoy tratando sinceramente de producir canciones que faciliten la aceptación de los gays», declaró Morali a Newsweek), no podemos negar que la mayoría de los oyentes se tomaban Village People como una vistosa humorada.

En febrero de 1979, la música disco era una industria de 4.000 millones de dólares, una facturación superior a la de Hollywood, con 20.000 discotecas funcionando en todo el país. Aquel año, durante nueve meses seguidos, todos los sencillos que coparon las listas norteamericanas eran de música disco. Inevitablemente, lo sublime lindaba con lo ridículo. Entre los intrusos menos estimulantes que se sumaron al carro estaban Rod Stewart, Ethel Merman y Mickey Mouse.114 Ni siquiera Nile Rodgers puede ofrecer una defensa sociopolítica para eso. En tanto que los mejores álbumes disco seguían prodigándose con esmero, el estilo podía ya reducirse fácilmente a una fórmula: cuerdas melosas de sonido Filadelfia + letras insulsas + compás desbocado 4/4. «Demasiados productos, demasiada gente, demasiadas discográficas que se arrimaban a ese tipo de música —le dijo Giorgio Moroder a Anthony Haden-Guest—. Fue como morir de éxito.» Para la mayoría de los norteamericanos, escribe Peter Shapiro, la música disco «consistía en escuchar “YMCA” seis veces por noche en el bar Rainbow de un Holiday Inn en Springfield, Illinois, al tiempo que se ejecutaba una manida coreografía con un puñado de viajantes de comercio».

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Pero mientras la música disco se convertía en víctima de su popularidad, algunos talentos sofisticados todavía seguían produciendo discos sólidos y brillantes. La asombrosa «There But for the Grace of God Go I» (1979) de Machine fue obra de August Darnell, un mestizo graduado en teatro que había sido miembro, junto a su hermano, de Dr. Buzzard’s Original Savannah Band, un grupo excéntrico e ingenioso a medio camino entre el ático de lujo y el gueto. Vinculado a la, por otra parte, anodina Machine, ideó una parábola turbadoramente contagiosa de las aspiraciones truncadas de la clase media, en que una pareja de hispanos huyen del Bronx para criar a su hija en un lugar «sin negros, judíos ni gays» (una frase cantada con desconcertante vivacidad), para que, al cabo del tiempo, la chica salga medio asilvestrada y se largue de casa a los 16 años con un hombre mayor. La moraleja: «Demasiado amor es peor que ninguno».

Sin embargo, este tema es un botón de muestra único: no hay nada parecido en el mundo de la música disco y tampoco fue un éxito apabullante. La propia incursión de Kenny Gamble en el estilo disco con mensaje, «Let’s Clean Up the Ghetto», grabada con una formación all-star a fin de recaudar fondos para la regeneración del centro de Filadelfia, también fracasó y podemos decir que comprensiblemente: la letra sobre huelgas de basureros, cucarachas y «todo tipo de enfermedades» podía estropear el sábado noche al más pintado.115

En contraste, algunos de los más afamados álbumes disco fueron politizados a posteriori por oyentes que generalizaban sentimientos particulares desde su propia óptica, para sorpresa a menudo de los propios creadores. Lo mismo había sucedido con fans del soul que se habían dedicado a reinterpretar temas como «Dancing in the Street» hacía un decenio. Gene McFadden y John Whitehead, el dúo que compuso «Back Stabbers» para los O’Jays, estaban simplemente celebrando su emergencia como artistas reconocidos tras años de injusto anonimato cuando escribieron «Ain’t No Stoppin’ Us Now», pero el tema devino un himno políticamente cargado entre la comunidad negra. De modo parecido, la colosal «I Will Survive» de Gloria Gaynor, a pesar de haberse acogido como un grito de guerra feminista, arraigaba en problemas más estrictamente personales: tras lastimarse la columna después de una caída en el escenario, Gaynor temió que su carrera hubiera concluido y grabó la canción embutida en una faja lumbar.

Luego estaba Sylvester James, un homosexual franco y declarado que había pasado tres años en la troupe contracultural y travestida de San Francisco conocida como las Cockettes antes de convertirse al disco. Su éxito de 1978 «You Make Me Feel Right (Mighty Real)» fusionaba su eufórica voz góspel con los briosos sintetizadores del productor Patrick Cowley para cosechar un hito dentro del estilo disco gay conocido como Hi-NRG, en el que la «autenticidad» equivalía a la honestidad sexual. Verde aún para la fama, Sylvester abominaba de la atención mediática sobre su sexualidad extravagante.

Nunca fui un defensor de los derechos de los gays —dijo más tarde a NME—. Y, en cualquier caso, en la comunidad hay demasiado mamoneo: discriminación en unos grupos contra otros grupos. Así que ¿cómo puedes salir a pedirle al mundo que acepte tu estilo de vida cuando ni siquiera tú estás dispuesto a aceptar ese mismo estilo de vida?

Quizá el ejemplo más famoso sea «We Are Family» de Sister Sledge, escrita por Chic. El título remite al estrecho vínculo entre las cuatro hermanas de la banda, un factor que parecía hacer mella entre los oyentes negros, gays y feministas.116 En cada caso se tercia la superación de algún mal trago: depresión, mal de amores, opresión. Pero el último éxito mayúsculo de Chic venía a revelar amargamente que dichos apuros no se habían desvanecido y que el lobo seguía guardando la puerta del club nocturno. Claro está, la canción fue bautizada «Good Times».

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En 1979, una huelga de los trabajadores iraníes del petróleo, seguida por el derrocamiento del sah por la revolución islámica del ayatolá Jomeini, dio lugar a una nueva crisis energética mundial. En Estados Unidos, al dispararse los precios del crudo, la inflación se desbocó, a la vez que las drásticas medidas de la Reserva Federal para contenerla —reducción de los tipos de interés, básicamente— estaban a punto de hundir al país en una larga recesión. El dólar, ya débil durante casi todo el decenio, estaba en caída libre. El 15 de julio, el presidente Carter se dirigió a la nación y diagnosticó que Estados Unidos parecía «ir a la deriva, sujeto a la parálisis y el estancamiento», lo que revelaba «una crisis de confianza». Su advertencia era severa: «La erosión de nuestra confianza en el futuro amenaza con destruir el tejido social y político de Norteamérica».

«Good Times» no mostraba confianza alguna en el futuro. Más incluso que «Dance, Dance, Dance», describía la vida nocturna como un tiovivo del que los cantantes están demasiado asustados como para bajarse. «Recuerdo que los periodistas nos criticaban —declaró Rodgers a Blender—. ¿Cómo podía nuestra música ser tan fiestera y hedonista en una época tan mala? Pero nosotros éramos conscientes del contexto histórico». De hecho, es una música veteada de alusiones a canciones optimistas de la era de la Depresión: «Happy Days Are Here Again» (tema de la campaña de 1932 de FDR) y «About a Quarter to Nine» de Al Jolson. «Si Dylan se hubiera plantado ante un tanque cantando “Vuelven los buenos tiempos”, la gente habría dicho “Vaya, qué cosas tiene Bob” —se quejaba Rodgers con Easlea—. Habría resultado perfectamente comprensible.»

«Good Times» es a la vez una celebración y una elegía. Al tiempo que la línea de bajo de Edwards, novedosa y enérgica, le infundía ritmo bailón, los vocalistas Fonzi Thornton, Michelle Cobbs, Alfa Anderson y Luci Martin cotorreaban inanes aspiraciones de vida muelle («almejas servidas en concha y patines, patines») y advertían: «A rumour has it that it’s getting late / Time marches on, just can’t wait» [dicen que se hace tarde / el tiempo pasa, no puede esperar].

La canción resumía la nostalgia consciente inserta en el corazón de la música disco: la sensación de que la diversión, lejos de ser vana, es algo serio, ganado con esfuerzo, aunque efímero. Fue número 1 durante seis semanas después de un suceso que pasó a conocerse como «el día en que murió la música disco». El tiempo pasa.

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En julio de 1979, Michael Veeck era responsable de promoción de los White Sox, uno de los equipos de béisbol de Chicago. Llevaban una temporada pésima y la asistencia a los partidos se había desplomado, cuando Veeck ingenió una treta. En el descanso entre dos partidos se celebraría un Disco Demolition Derby [una destrucción de álbumes disco], y quienes llegaran con un álbum disco para ser destruido podrían entrar por 98 centavos. El cómplice del montaje fue el DJ Steve Dahl, que durante meses había encabezado una campaña contra la «temida enfermedad musical conocida como disco».

Aunque existían sólidos motivos estéticos para oponerse a los síntomas más cutres de la fiebre disco, Dahl representaba la veta más desagradable de la pujante reacción antidisco. Desde 1978, algunos locutores incendiarios ya habían convocado sesiones de destrucción de discos, al tiempo que agraviados roqueros de carné habían empezado a exhibir camisetas con el lema «Muerte al disco». Se trataba de los herederos espirituales de los reaccionarios guardianes que se habían manifestado por el centro de Manhattan en 1970, sólo que esta vez no era la bandera lo que se veía amenazado, sino la virilidad misma. En un estudio sobre aquella ofensiva, un experto en comunicación concluyó: «Está claro que algunas personas detestan la música disco por ser negra y gay». Incluso quienes no eran declaradamente intolerantes, apuntó, sentían que les faltaban «cojones». Aquello era la manifestación patente de la política del resentimiento de Nixon y Agnew. Un hecho revelador en tal sentido fue, en el verano de 1979, el nacimiento de The Moral Majority, el lobby cristiano conservador y profundamente homofóbico de Jerry Falwell.

En la noche del 12 de julio, el estadio de Comiskey Park estaba a reventar: 90.000 personas apiñadas en unas gradas con capacidad para 52.000. Algunos hinchas impacientes arrojaron discos a los jugadores durante el primer partido, junto con latas de cerveza y petardos. Cuando concluyó el encuentro, Dahl, en uniforme de combate, apareció montado en un jeep para detonar una caja de elepés mientras entonaba el cántico «¡Disco da asco!». Al instante quedó horrorizado al ver que aquello se convertía en la señal para que los hinchas invadieran la cancha, asolando el campo y prendiendo fuegos. Tras fracasar las peticiones de calma, los disturbios fueron atajados por la policía montada. El desmadre copó los titulares del país al día siguiente. «Nos pareció como una quema de libros propia de los nazis —le dijo Nile Rodgers a Easlea—. Esto es Norteamérica, cuna del jazz y del rock y había gente asustada incluso de pronunciar la palabra “disco”. Nunca había visto nada parecido.»

Con todo, existe el riesgo de simplificar en exceso la oposición a la música disco. Dahl, que rechaza toda acusación de homofobia, ha aducido con cierta razón que la música disco era sólo el pararrayos de la Norteamérica media frustrada por una economía maltrecha y la moral nacional por los suelos: «La música disco fue quizá un catalizador porque ya era un chivo expiatorio común». Y la ofensiva no provenía únicamente de la Norteamérica blanca. Persiguiendo nuevos mercados, la mayoría de los grandes músicos negros pulieron sus aristas para filtrarse en la pista de baile (disco) o en el dormitorio (soul suave) y, cuando la música disco se estrelló, toda la música negra salió perjudicada. Jesse Jackson organizó boicots a través de su Operation PUSH, a la vez que George Clinton tachó a la música disco de «efecto placebo» y defendió su extinción a través del funk en el tema de Parliament «Bop Gun (Endangered Species)» (1977). «They’re spoiling the fun / We shall overcome» [se cargan la fiesta / lo superaremos], soltó, acogiéndose a la retórica de los derechos civiles contra el nuevo enemigo cultural. En tanto que la gente del «Disco da asco» la consideraban demasiado negra, Clinton la veía demasiado blanca. Las implicaciones políticas de la música disco eran, como poco, complejas. «Cada vez que una persona de color denigraba dicho estilo, resultaba mucho más fácil que la sociedad en general lo atacara», se quejaba Alfa Anderson de Chic a Easlea.

A su vez, los punks izquierdosos sentían rechazo por la aparente inconsciencia y apatía de la música disco, como expresa el tema «Saturday Night Holocaust» (1978) de los Dead Kennedys. El crítico de rock de Nueva Jersey Jim Testa, que había escrito la letra de la filípica antidisco «Put a Bullet Thru the Jukebox» de Slickee Boys, argumentaba que «había un montón de razones artísticas, legítimas para odiar la música disco, razones que nada tenían que ver con el desagrado por los negros o los gays».

La defunción de la música disco también ha sido motivo de exageración. La idea de que murió en Comiskey Park es la que adoptaron Tony Manero, Village People y la cadena Holiday Inn. Mientras tanto, los devotos recalcitrantes seguían bailando a la vez que la música evolucionaba, como sucede con todos los géneros. Chic pasó a producir a Diana Ross y Debbie Harry, en tanto que Rodgers, en solitario, cosechó éxitos arrolladores con Bowie (Let’s Dance) y Madonna (Like a Virgin). La veta contracultural de la música disco se manifestó en la sofisticada producción de Ze Records, donde August Darnell se reinventó a sí mismo como Kid Creole, al tiempo que Was (not Was) de Detroit señalaban el advenimiento de la administración Reagan con la paranoia funky «Tell Me That I’m Dreaming» (1981). Los clubs gays siguieron apegados al galope hiperactivo de Hi-NRG, pero aquella etapa despreocupada estaba a punto de llegar a su fin por culpa de algo bastante más destructivo que una horda de paletos en Comiskey Park.

El 5 de junio de 1981, la agencia Centers for Disease Control notificó que cinco varones homosexuales de Los Ángeles padecían una deficiencia del sistema inmunitario desconocida hasta la fecha. Al año siguiente, la enfermedad fue descrita y bautizada oficialmente: sida. Patrick Cowley, el productor que había ideado el sonido de «You Make Me Feel Mighty Real» de Sylvester, falleció en noviembre de 1982, él fue una de las primeras víctimas. El propio Sylvester murió seis años después por complicaciones asociadas con el sida. Carl Bean, que había abandonado la música para formarse como sacerdote poco después del fracaso de «I Was Born This Way», fundó la Unity Fellowship of Christ Church en Los Ángeles y emprendió una tarea pionera en la asistencia de pacientes negros con VIH/sida. Quien cantara «I Was Born This Way» [así nací], dedicó las décadas siguientes a obrar en consecuencia.